V UNA LIBRA DE CARNE

CAPÍTULO 77

Lo bonito de la escopeta de aire comprimido consistía en que podía dispararse con el cañón dentro de la furgoneta sin dejar sordo a nadie; no había necesidad de sacarlo por la ventanilla y arriesgarse a que cundiera el pánico.

La ventanilla de espejo bajaría los centímetros imprescindibles y el pequeño proyectil hipodérmico volaría cargado con una dosis considerable de acepromacine hacia la masa muscular de la espalda o el trasero del doctor Lecter.

No se oiría otro ruido que el semejante al chasquido de una rama seca al partirse, ninguna detonación ni estallido del proyectil subsónico que pudieran atraer la atención.

Tal como lo habían ensayado, cuando el doctor Lecter empezara a desplomarse Fiero y Tommaso, vestidos de blanco, lo «atenderían» y lo trasladarían a la furgoneta, mientras aseguraban llevarlo al hospital a los posibles mirones. Tommaso era el que mejor inglés hablaba, pues lo había estudiado en el seminario, aunque la hache de «hospital» se le hacía un poco cuesta arriba.

Mason no se equivocaba asignando a los italianos las fechas clave para capturar al doctor Lecter. A pesar del fiasco de Florencia, eran con mucha diferencia los más dotados para la caza del hombre y los que más garantías ofrecían de atrapar vivo al doctor.

Para realizar su misión, Mason no les permitía llevar más arma, aparte del rifle de aire comprimido, que la del coriductor, Johnny Mogli, ayudante del sheriff en Illinois de permiso y miembro de la cuadra Verger desde siempre. Mogli se habia criado hablando italiano en casa. Era un individuo que solía estar de acuerdo con todo lo que decían sus víctimas hasta un segundo antes de matarlas.

Carlo y los hermanos Fiero y Tommaso disponían de una red, la pistola de aire comprimido, espray irritante y un buen surtido de ligaduras. Era más que suficiente.

Al amanecer estaban en su puesto, a cinco manzanas de la casa de Starling en Arlington, aparcados en una plaza para minusválidos de una calle comercial.

Ese día la furgoneta llevaba rótulos adhesivos en los que podía leerse: «TRANSPORTE MÉDICO PARA LA TERCERA EDAD». Una tarjeta colgada del retrovisor y la matrícula falsa colocada en el parachoques la identificaban como vehículo para el transporte de minusválidos. En la guantera guardaban el recibo de un taller de carrocería por el cambio reciente del parachoques, de forma que podían alegar una confusión del empleado del aparcamiento para salir del paso si alguien cuestionaba el número de la tarjeta. Los números de identificación del vehículo y la documentación eran auténticos. Como lo eran los billetes de cien dólares doblados en su interior como soborno.

El monitor, sujeto con velero al salpicadero y alimentado a través del hueco del encendedor, brillaba mostrando un plano del barrio de Starling. El mismo satélite de posición global que ahora indicaba la situación de la furgoneta también señalaba el coche de Starling, un punto brillante frente a la casa.

A las nueve en punto de la mañana Carlo dio permiso a Fiero para comer algo. Tommaso podría hacerlo a las diez y media. No quería que los dos tuvieran el estómago lleno al mismo tiempo, por si era necesaria una larga persecución a pie. También a mediodía se hicieron turnos para comer. A media tarde, mientras Tommaso revolvía en la nevera portátil buscando un sandwich, sonó el pitido. La maloliente cabeza de Carlo se volvió con viveza hacia el monitor.

– Se está moviendo -dijo Mogli, e hizo girar la llave del contacto.

Tommaso volvió a tapar la nevera.

– Vamos allá, vamos allá… Va por Tindal hacia la carretera principal -dijo Mogli sumándose al tráfico.

Podía permitirse el lujo de seguir a Starling a tres manzanas de distancia, con lo que no había forma de que la mujer los descubriera. Eso impidió que Mogli viera la vieja camioneta gris que avanzaba una manzana detrás de Starling, con un árbol de Navidad sobresaliendo por la parte de atrás.


Conducir el Mustang era uno de los pocos placeres que nunca la decepcionaban. El potente vehículo, sin ABS ni dirección asistida, era impredecible en las calles resbaladizas la mayor parte del invierno. Pero cuando las carreteras estaban secas era un placer bombear combustible a los ocho cilindros en uve sin pasar de segunda y oír el rugido del motor.

Mapp, imbatible coleccionista de cupones, le había dado un fajo de vales junto con la lista de la compra. Querían preparar jamón, ternera estofada y dos asados con verduras. Los invitados traerían el pavo.

Celebrar su cumpleaños con un banquete era lo último que le apetecía. Pero no le quedaba más remedio, porque Mapp y un sorprendente número de agentes femeninas, a muchas de las cuales sólo conocía de vista o no apreciaba especialmente, se habían empeñado en mostrarle su apoyo en aquellos momentos de infortunio.

Jack Crawford no se le iba de la cabeza. No podía visitarlo en cuidados intensivos ni tampoco llamarlo por teléfono. Le había ido dejando notas en el mostrador de la enfermera, simpáticas postales de perros con los mensajes más ligeros que se le habían ocurrido escritos al dorso.

Starling procuró olvidarse de su situación jugando con el Mustang, reduciendo dos marchas con un solo toque del embrague, empleando la compresión del motor para aminorar antes de girar hacia el aparcamiento del supermercado Safeway y pisando el freno tan sólo para que los coches que la seguían vieran sus luces.

Tuvo que dar cuatro vueltas al aparcamiento para encontrar una plaza libre, aunque bloqueada por un carrito del supermercado. Se bajó a apartarlo. Cuando acabó de aparcar, otro comprador se había llevado el carrito.

Starling cogió uno junto a la puerta y lo empujó hacia la sección de alimentación.

Mogli había visto que giraba y se detenía en la pantalla del monitor, y a cierta distancia, a la derecha, distinguió el enorme Safeway.

– Está en el supermercado -dijo a los otros, y torció para entrar en el aparcamiento.

En unos segundos localizaron el coche. Una mujer joven empujaba un carrito hacia la entrada. Carlo la enfocó con los prismáticos.

– Es Starling. Es la mujer de las fotografías -aseguró, y le pasó los prismáticos a Fiero.

– Me gustaría hacerle una foto -dijo éste-. Tengo el zoom aquí.

Había una plaza libre para minusválidos separada del coche de Starling por el espacio para circular. Mogli se metió en ella adelantándose a un gran Lincoln con matrícula de minusválidos. El conductor, iracundo, hizo sonar el claxon un buen rato.

Desde la parte trasera de la furgoneta veían la cola del Mustang. Tal vez porque los vehículos norteamericanos le eran más familiares, fue Mogli el primero que advirtió la vieja camioneta, estacionada en una plaza alejada, cerca del final del aparcamiento. Sólo se veía la parte trasera, de color gris. Enseguida se la señaló a Carlo.

– ¿Lleva un torno en la parte de atrás? ¿Recuerdas lo que dijo el tío de la licorería? Enfócalo con los prismáticos, el puto árbol no me deja verlo. Carlo, c'é una morsa sul camione?

Certo. Sí, sí que lleva un torno. Está vacía.

– ¿Entramos en el supermercado para vigilar a la mujer? -dijo Tommaso, que no solía hacer preguntas a Carlo.

– No, si lo hace será aquí fuera -respondió Carlo.


La lista empezaba por los productos lácteos. Starling, procurando aprovechar los cupones, eligió el queso y algunos panecillos preparados para calentar y servir. «Lo tienen claro si piensan que voy a hacer panecillos para una multitud», pensó. Al llegar al mostrador de la carnicería, se dio cuenta de que se había olvidado de la mantequilla. Dejó el carrito y dio media vuelta.

Cuando volvió a la sección de carnes, el carrito había desaparecido. Alguien había sacado los productos y los había dejado en un estante. Pero se había quedado con los cupones y con la lista.

– La madre que lo parió -dijo Starling, lo bastante fuerte para que lo oyeran los presentes.

Se puso a mirar a su alrededor, pero no vio a nadie con un fajo de cupones. Respiró hondo un par de veces. Podía quedarse junto a las cajas registradoras y tratar de reconocer su lista, si es que no la habían separado de los cupones. Bah, total por un par de dólares.

No iba a dejar que le estropearan el cumpleaños por tan poca cosa. No quedaban carritos libres dentro del supermercado. Salió a buscar uno por el aparcamiento.


Ecco!

Carlo lo vio saliendo de entre los vehículos con el paso vivo y seguro que le recordaba. Vestía abrigo de pelo de camello y sombrero de fieltro de ala ancha y llevaba un regalo con caprichosa resolución.

Madonna! Va hacia el coche de la chica.

El cazador que llevaba dentro se hizo cargo de la situación y Carlo empezó a controlar la respiración preparándose para el disparo. El diente de venado que mascaba apareció un instante entre sus labios.

Las ventanillas traseras eran fijas.

Metti in moto! Retrocede y ponte de lado -ordenó Carlo.

El doctor Lecter sé detuvo junto a la ventanilla del acompañante del Mustang, luego cambió de idea y fue a la del conductor, puede que con la intención de olfatear el volante.

Echó un vistazo a su alrededor y se sacó la varilla de la manga.

Ahora la furgoneta estaba de costado y Carlo, dispuesto para disparar el rifle. Pulsó el botón para bajar la ventanilla. No pasó nada.

Mogli, il finestrino! -se oyó decir a Carlo con voz sobrecogedoramente tranquila ahora que estaba en plena acción.

Tenía que ser el seguro para los niños, y Mogli lo buscó a tientas.

El doctor metió la varilla por el espacio entre la puerta y la ventanilla e hizo saltar la cerradura. Abrió la puerta y se agachó para entrar.

Soltando un juramento, Carlo descorrió lo justo la puerta lateral y levantó el rifle. Fiero hizo mecerse la furgoneta al apartarse unas décimas de segundo antes de que sonara el chasquido del rifle.

El dardo cortó el aire y con un crujido casi imperceptible atraveso la camisa almidonada del doctor Lecter y se le clavó en el cuello. La droga, una dosis abundante en un punto crítico, hizo su trabajo en cuestión de segundos. El hombre intentó erguirse pero las piernas no le respondieron. El envoltorio se le cayó de las manos y rodó bajo el coche. Aún pudo sacar la navaja del bolsillo y abrirla mientras se derrumbaba entre la puerta y el asiento con las piernas convertidas en agua por el tranquilizante.

– Mischa -murmuró mientras su visión se hacía borrosa.

Fiero y Tommaso se deslizaron hasta él como dos gatos enormes y lo inmovilizaron entre los coches hasta estar seguros de que las fuerzas lo habían abandonado.

Mientras empujaba el segundo carrito del día por el aparcamiento, Starling oyó el chasquido y, al reconocerlo de inmediato como el ruido de un disparo, se agachó instintivamente mientras a su alrededor la gente seguía su camino. Era difícil saber de dónde procedía. Miró hacia su coche, vio las piernas de un hombre desapareciendo dentro de una furgoneta y pensó que se trataba de un secuestro.

Se golpeó la cadera huérfana de pistola y echó a correr hacia la furgoneta sorteando los coches aparcados.

El anciano del Lincoln había vuelto y estaba tocando el claxon para que la furgoneta se apartara de la plaza de aparcamiento que bloqueaba, ahogando así los gritos de Starling.

– ¡Alto! ¡Deténganse! ¡FBI! ¡Alto o disparo! -gritó Starling, esperando que al menos le diera tiempo a ver la matrícula.

Fiero la vio venir y, moviéndose a toda prisa, cortó la válvula del neumático del lado del conductor con la navaja de Lecter y corrió y se arrojó de cabeza al interior de la furgoneta. El vehículo pegó un bote sobre una mediana del aparcamiento y aceleró hacia la salida. Starling consiguió ver la matrícula. La apuntó con el dedo sobre una carrocería polvorienta.

Con las llaves ya en la mano, Starling oyó el silbido del aire que escapaba de la válvula antes de llegar al coche. Veía el techo de la furgoneta llegando a la salida.

Golpeó la ventanilla del Lincoln, que seguía tocando el claxon, ahora por ella.

– ¿Tiene teléfono en el coche? FBI, por favor, ¿lleva teléfono en el coche?

– Arranca, Noel -dijo la mujer golpeando al conductor con la pierna y pellizcándolo-. No queremos problemas, esto es algún truco. Tú no te metas -y el coche salió disparado.

Starling corrió al teléfono público más cercano y marcó el novecientos once.

El ayudante del sheriff Mogli corrió al límite de velocidad a lo largo de quince manzanas.

Carlo arrancó el dardo del cuello del doctor Lecter, aliviado al ver que el agujero no sangraba. Bajo la piel se había formado un hematoma del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. La inyección debía difundirse a través de una masa muscular grande. Aquel hijo de puta era capaz de morirse antes de que los cerdos pudieran acabar con él.

Nadie hablaba en el interior de la furgoneta; sólo se oían las respiraciones y los graznidos de la radio de la policía bajo el salpicadero. El doctor Lecter yacía en el suelo envuelto en su distinguido abrigo, con el sombrero atrapado bajo la lustrosa cabeza y una mancha de sangre en el cuello de la camisa, elegante como un pavo en el escaparate del carnicero.

Mogli se metió en un garaje y subió hasta el tercer nivel, donde se detuvieron el tiempo justo para arrancar las pegatinas de los costados de la furgoneta y cambiar las matrículas.

No valía la pena. Mogli rió para sus adentros cuando la radio de la policía emitió el boletín. La operadora del novecientos once, malinterpretando al parecer la descripción de Starling, que le había hablado de «una furgoneta O minibus gris», emitió una llamada a todas las unidades para buscar un autobús de línea Greyhound. Se había de reconocer, no obstante, que había apuntado correctamente todos los números de la matrícula falsa excepto uno.

– Igual que en Illinois -dijo Mogli.

– Lo he visto sacar la navaja y he creído que se iba a matar para librarse de lo que le tenemos preparado -dijo Carlo a Fiero y Tommaso-. Va a lamentar no haberse rebanado el pescuezo.

Mientras comprobaba las otras ruedas, Starling encontró el paquete junto al coche.

Una botella de Cháteau d'Yquem de trescientos dólares y la tarjeta, escrita con aquella letra que le era tan familiar: «Feliz cumpleaños, Clarice».

En ese momento comprendió lo que había visto.

CAPÍTULO 78

Starling sabía de memoria los números que necesitaba. ¿Conducir diez manzanas hasta casa para usar su propio teléfono? No, mejor volver al teléfono público, donde le quitó el pegajoso auricular a una chica que fue a buscar a un guardia de seguridad del supermercado a pesar de que Starling le había pedido disculpas.

Starling llamó a la brigada de intervención rápida de Buzzard's Point, el centro de operaciones de Washington.

En aquella brigada con la que había trabajado tantos años estaban al cabo de la calle sobre la situación de Starling, y la pusieron con el despacho de Clint Pearsall mientras ella se tentaba en busca de más monedas y discutía con el guardia de seguridad, emperrado en que se identificara.

Por fin oyó la voz de Pearsall al otro lado de la línea.

– Señor Pearsall, he visto a tres hombres, tal vez cuatro, secuestrar a Hannibal Lecter en el aparcamiento del Safeway hace cinco minutos. Me han pinchado una rueda y no he podido perseguirlos.

– ¿Es lo del autobús, la llamada a todas las unidades de la policía?

– No sé nada de ningún autobús. Era una furgoneta gris, con matrícula para discapacitados -explicó, y le dio el número.

– ¿Cómo sabe que era Lecter?

– Me… me ha dejado un regalo, estaba debajo del coche.

– Entiendo…

Pearsall se quedó callado y Starling perdió la paciencia.

– Señor Pearsall, usted sabe que es Mason Verger quien está detrás de esto. No hay otra explicación. Nadie más podría hacerlo. Es un sádico, lo torturará hasta matarlo y querrá verlo. Tenemos que emitir un boletín sobre todos los vehículos de Verger y hacer que el fiscal de Baltimore consiga una orden de registro de su propiedad.

– Starling… Por amor de Dios, Starling. Mire, se lo voy a preguntar una sola vez. ¿Está segura de lo que ha visto? Piénselo un segundo. Piense en todo lo bueno que ha hecho usted aquí. Piense en lo que juró. Luego no habrá marcha atrás. ¿Qué ha visto?

«Qué tendría que decirle… ¿Que no soy una histérica? Eso es lo primero que diría una histérica.»

Comprendió en un instante lo bajo que había caído en la confianza de Pearsall, y de qué material tan perecedero estaba hecha su confianza.

– He visto a tres individuos, puede que a cuatro, secuestrar a un hombre en el aparcamiento del Safeway. En el lugar de los hechos he encontrado un regalo del doctor Hannibal Lecter, una botella de vino Cháteau d'Yquem, por mi cumpleaños, acompañada de una nota de su puño y letra. He descrito el vehículo. Ahora le estoy informado a usted, Clint Pearsall, director del centro de operaciones Buzzard's Point.

– Lo voy a llevar adelante como secuestro, Starling.

– Voy para allá. Puedo ser nombrada ayudante y acompañar a la brigada de intervención rápida.

– No venga, no la dejarán entrar.

Starling lamentó no haberse alejado de allí antes de la llegada de la policía de Arlington. Les costó quince minutos rectificar el boletín para las unidades sobre el vehículo. Una oficial obesa con bastos zapatos de suela gorda le tomó declaración. El cuadernillo de multas, la radio, el espray irritante, la pistola y las esposas sobresalían formando ángulos con su enorme trasero, y las costuras de la chaqueta parecían a punto de reventar. La oficial no sabía si rellenar la casilla sobre la profesión de Starling con «FBI» o «Ninguna». Cuando Starling consiguió irritarla anticipándose a sus preguntas, aminoró el ritmo del interrogatorio. Cuando le llamó la atención sobre las huellas de neumáticos para nieve y barro en el lugar donde la furgoneta había saltado sobre la mediana, resultó que nadie tenía una cámara. Prestó la suya a los policías y les enseñó a usarla.

Una y otra vez, mientras respondía a las preguntas, Starling se repetía mentalmente: «Tenía que haberlos perseguido, tenía que haberlos perseguido, tenía que haber echado a patadas a esos dos del Lincoln y haberlos perseguido».

CAPITULO 79

Krendler se enteró de la declaración de secuestro de inmediato. Llamó a sus fuentes y después se puso en contacto con Mason por un teléfono seguro.

– Starling ha presenciado la captura; no habíamos contado con eso. Está armando jaleo en el centro de operaciones de Washington. Pidiendo una orden para registrar tu casa.

– Krendler… -Mason esperó que la máquina le proporcionara oxígeno, o tal vez estaba exasperado, Krendler no hubiera sabido decirlo-. Ya he puesto denuncias ante las autoridades locales, el sheriff y la oficina del fiscal por el acoso a que me está sometiendo esa Starling, que me llama a las tantas de la noche con amenazas absurdas.

– ¿Lo ha hecho?

– Por supuesto que no, pero no podrá probarlo y servirá para enturbiar las aguas. Sobre lo otro, puedo invalidar cualquier orden en este condado y en este estado. Pero quiero que llames al fiscal de aquí y le recuerdes que esa puta histérica no me deja en paz. De los otros ya me ocupo yo, no sufras.

CAPÍTULO 80

Cuando consiguió librarse de la policía, Starling cambió la rueda y volvió a casa, a sus teléfonos y su ordenador. Le hubiera venido de perlas el teléfono celular del FBI, al que aún no había encontrado sustituto.

En el contestador había un mensaje de Mapp: «Starling, sazona el estofado de ternera y ponió a fuego lento. No se te ocurra echar la verdura todavía. Acuérdate de lo que pasó la última vez. Estaré en una vista de exclusión hasta las cinco aproximadamente».

Starling encendió su portátil e intentó acceder al archivo VICAP de Lecter, pero se le denegó la entrada, no ya a ese archivo, sino a toda la red informática del FBI. Tenía menos acceso que el alguacil del pueblo más perdido.

Sonó el teléfono. Era Clint Pearsall.

– Starling, ¿has estado incordiando a Mason Verger por teléfono?

– Nunca, se lo juro.

– Pues él asegura que lo has hecho. Ha invitado al sheriff a una visita por su propiedad, de hecho le ha pedido que acuda a recorrerla, y ahora mismo deben de estar haciéndolo. Así que no hay orden de registro que valga, ni la habrá en el futuro. Y no hemos conseguido encontrar más testigos del secuestro. Sólo tú.

– Había un Lincoln blanco con una pareja de ancianos. Señor Pearsall, ¿por qué no comprueban las compras con tarjeta de crédito en el Safeway justo antes de los hechos? En los resguardos figura la hora de la venta.

– Ya veremos, pero eso…

– Eso necesitará tiempo -completó Starling.

– ¿Starling?

– ¿Señor?

– Entre nosotros. La tendré informada de lo importante. Pero manténgase al margen. Mientras dure la suspensión no es una agente de la ley, y se supone que no tiene información. Es usted una particular mas.

– Sí, señor, ya lo sé.


¿Qué aspecto tenemos mientras intentamos tomar una decisión? La nuestra no es una cultura reflexiva, elevar la mirada no es nuestro estilo. La mayoría de las veces decidimos sobre las cosas más graves mirando el linóleo de un pasillo de hospital, o susurrando apresuradamente en una sala de espera con una televisión farfullando memeces.

Starling, que buscaba algo, cualquier cosa, atravesó la cocina y se dirigió a la tranquilidad y el orden de las habitaciones de Mapp. Miró la fotografía de la menuda y orgullosa abuela de Ardelia, la especialista en infusiones. Miró la póliza del seguro de la anciana enmarcada en la pared. En cada rincón de la zona de Mapp se respiraba la personalidad de su moradora.

Starling volvió a su parte de la casa. Tuvo la impresión de que allí no vivía nadie. ¿Qué había enmarcado ella? Su diploma de la Academia del FBI. No le quedaba ninguna fotografía de sus padres. Había vivido sin ellos demasiado tiempo y sólo los conservaba en su mente. A veces, con los olores del desayuno o cualquier otro aroma, con un retazo de conversación o un coloquialismo apenas oído, Starling sentía las manos de sus padres posadas sobre ella. Se percataba de ello sobre todo con su sentido del bien y el mal.

¿Qué demonios era ella? ¿La había reconocido alguien alguna vez?

«Eres una guerrera, Clarice. Puedes ser tan fuerte como desees.»

Starling podía comprender la obsesión de Mason por matar a Hannibal Lecter. Lo hiciera con sus propias manos o por medio de alguien, ella lo hubiera comprendido. Mason tenía motivos.

Pero no podía soportar la idea de que torturaran al doctor Lecter hasta matarlo; la acobardaba como sólo lo había conseguido la matanza de los corderos y de los caballos hacía tantos años.

«Eres una guerrera, Clarice.»

Casi tan horrible como el hecho en sí, era que Mason lo haría con la tácita aprobación de hombres que habían jurado defender la ley. Así era el mundo.

Semejante pensamiento la ayudó a tomar una sencilla decisión:

«El mundo no será así hasta donde alcance mi brazo.»

De pronto se vio ante el armario, subida a un taburete, buscando en lo más alto.

Bajó la caja que le había dado el abogado de John Brigham en otoño. Parecía que había ocurrido en un pasado inmemorial.


Hay una larga tradición y una mística profunda asociadas a la entrega de armas personales a un compañero de filas. Es un acto que tiene que ver con la continuidad de unos valores más allá de la muerte individual.

A los que les ha tocado vivir en unos tiempos en que su seguridad es salvaguardada por otros puede resultarles difícil de comprender.

La caja en la que las armas de John Brigham llegaron a las manos de Starling era un regalo por sí misma. Debía de haberla comprado en Oriente cuando estaba en la marina. Era un estuche de ébano con incrustaciones de madreperla en la tapa. Las armas eran puro Brigham, bien elegidas, bien conservadas e inmaculadamente limpias. Una pistola Colt 45 M1911A1, una versión Safari Arms del 45 recortada para ocultarla en el tobillo y un puñal de bota con uno de los filos dentados. Starling tenía sus propias fundas. La vieja insignia del FBI de John Brigham estaba montada en una placa de ébano. La de la DEA, suelta en la caja.

Starling arrancó la insignia del FBI con una palanca y se la echó al bolsillo. La 45 fue a parar a la pistolera yaqui, detrás de la cadera y cubierta por la chaqueta. Se metió la 45 corta en un tobillo y el puñal en el otro, dentro de las botas. Sacó su diploma del marco y se lo guardó doblado en el bolsillo. En la oscuridad podría pasar por una orden judicial. Mientras plegaba el grueso papel, se dio cuenta de que no era ella misma del todo, y se alegró.

Otros tres minutos ante el portátil. Tras navegar por Internet, imprimió un mapa a gran escala de Muskrat Farm y el parque nacional que la rodeaba. Se quedó mirando el imperio del magnate de la carne unos instantes, recorriendo sus límites con el dedo.

Los gases de los enormes tubos de escape del Mustang aplanaron la hierba mientras salía del camino de acceso de su casa para hacer una visita a Mason Verger.

CAPÍTULO 81

Sobre Muskrat Farm reinaba una quietud que parecía el silencio del antiguo Sabbath. Mason estaba entusiasmado, terriblemente orgulloso de poder llevar a cabo aquel sueño. Para sí, comparaba su éxito con el descubrimiento del radio.

El libro de ciencias ilustrado era el que más recordaba de sus años de colegial; era el único lo bastante alto como para permitirle masturbarse en clase. Solía mirar una imagen de Madame Curie mientras se manipulaba, y ahora pensaba a menudo en ella y en las toneladas de pechblenda que había hervido para obtener el radio. Los esfuerzos de aquella mujer habían sido muy semejantes a los suyos, estaba convencido.

Mason se imaginó al doctor Lecter, producto de todas sus investigaciones y dispendios, reluciendo en la oscuridad como la redoma en el laboratorio de la Curie. Imaginó a los cerdos que se lo iban a comer yéndose después a dormir al bosque, con las panzas reluciendo como bombillas.

Era viernes por la tarde, casi de noche. Los obreros de mantenimiento se habían ido. Ninguno de los trabajadores había visto llegar la furgoneta, que no entró por la puerta principal, sino por el camino forestal que atravesaba el parque nacional y hacía las veces de carretera de servicio de Mason. El sheriff y sus ayudantes habían completado su registro rutinario y estuvieron lejos de la propiedad antes de que el vehículo llegara al granero. Ahora la entrada principal estaba custodiada y sólo un mínimo retén de confianza permanecía en Muskrat.

Cordell estaba en su puesto en la sala de juegos, donde lo relevarían a medianoche. Margot y el ayudante Mogli, que se había puesto su placa para despistar al sheriff y no se la había quitado, estaban con Mason. Y la banda de secuestradores profesionales se afanaba en el granero.

Antes de la noche del domingo todo habría acabado y las pruebas habrían ardido o estarían en proceso de digestión en las barrigas de los dieciséis cerdos. Mason pensó que podía darle a la anguila alguna exquisitez del doctor Lecter, tal vez su nariz. Luego, en los años por venir, contemplaría a la voraz cinta trazando su eterno ocho y sabría que el signo del infinito representaba a Lecter muerto para siempre, por los siglos de los siglos, amén.

No obstante, Mason sabía que es peligroso conseguir exactamente lo que se desea. ¿Qué haría después de haber matado al doctor? Podía malograr unos cuantos hogares adoptivos y atormentar a unos cuantos niños. Podía beber martinis hechos con lágrimas. Pero la diversión auténtica, ¿de dónde la sacaría?

Qué tonto sería si dejaba que el miedo al futuro le estropeara aquel tiempo de éxtasis. Esperó la rociada diminuta del ojo, esperó que se aclarara la lente, luego sopló en un tubo-conmutador: siempre que le apeteciera podría poner el vídeo y ver a su presa…

CAPÍTULO 82

El olor del fuego de carbón en la guarnicionería del granero de Mason y los olores más arraigados de los animales y los hombres. El resplandor sobre el alargado cráneo del caballo de carreras Sombra jugaz, vacío como la Providencia, mirándolo todo con las anteojeras.

Carbones al rojo en la fragua del herrero, resplandeciendo y avivándose con el siseo del fuelle mientras Carlo calentaba una barra que ya había adquirido un rojo cereza.

El doctor Lecter pendía bajo la calavera como un retablo atroz. Tenía los brazos estirados en ángulo recto, fuertemente atados con sogas a un balancín, una pieza de roble macizo del carro de los ponis. El balancín le recorría la espalda como un yugo y estaba fijado a la pared con una argolla fabricada por el propio Carlo. Las piernas no tocaban el suelo. Las tenía atadas por encima del pantalón como patas de cordero asado, con muchas vueltas de cuerda espaciadas y con sendos nudos. No había cadenas ni esposas, ninguna pieza de metal que pudiera dañar los dientes de los cerdos y hacérselo pensar dos veces.

Cuando el hierro del horno estuvo al rojo blanco, Carlo lo llevó al yunque con las pinzas y lo golpeó con el martillo para darle forma de grillete, salpicando la semioscuridad de brillantes chispas que rebotaban en su pecho y en la figura colgante del doctor Hannibal Lecter.

La cámara de televisión de Mason, extraña entre las viejas herramientas, escrutaba al doctor, Lecter desde su trípode metálico, que le daba aspecto de araña. En el banco de trabajo había un monitor apagado.

Carlo volvió a calentar el grillete y salió corriendo para colocarlo en el elevador de carga mientras seguía candente y maleable. El martillo resonaba en el alto granero, el golpe y su eco, bang-bang, bang-bang.

Se oyó un áspero chirrido procedente del piso superior, donde Fiero trataba de sintonizar la retransmisión en diferido de un partido de fútbol en onda corta. El equipo de Cagliari jugaba en Roma contra la odiada Juventus.

Tommaso estaba sentado en un sillón de mimbre con el rifle de aire comprimido apoyado contra la pared. Sus oscuros ojos de sacerdote no se apartaban del rostro del doctor.

Tommaso detectó una alteración en la inmovilidad del hombre amarrado. Era un cambio sutil, de la inconsciencia a un autodominio sobrehumano, puede que tan sólo una diferencia en el sonido de su respiración.

Tommaso se levantó de la silla y gritó hacia el granero.

Si sta svegliando.

Carlo volvió a la guarnicionería con el diente de venado asomándole en la boca. Sostenía unos pantalones con las perneras llenas de fruta, verdura y trozos de pollo. Los frotó contra el cuerpo y las axilas del doctor.

Procurando mantener la mano lejos de su boca, lo agarró por el pelo y le levantó la cabeza.

Buona sera, Dottore.

Un chisporroteo en el altavoz del monitor de televisión. La pantalla se iluminó y mostró la cara de Mason…

– Encended la luz de la cámara -dijo Mason-. Buenas noches, doctor Lecter.

El doctor abrió los ojos por primera vez.

Carlo hubiera jurado que en el fondo de los ojos del demonio volaban chispas, pero prefirió pensar que eran reflejos de la fragua. Se santiguó contra el mal de ojo.

– Mason -dijo el doctor a la cámara. Detrás de Mason podía ver la silueta de Margot, negra contra el acuario-. Buenas noches, Margot -añadió en un tono más cortés-. Es un placer volver a verte.

A juzgar por la claridad con que se expresó, se podría haber pensado que llevaba un rato despierto.

– Buenas noches, doctor Lecter -saludó la áspera voz de Margot.

Tommaso encontró el foco de la cámara y lo encendió.

La luz cruda los deslumbró a todos durante unos segundos. Al cabo, se oyeron los profundos tonos de locutor de Mason:

– Doctor, en unos veinte minutos vamos a servir a los cerdos del primer plato, es decir, sus pies. Después de eso celebraremos una fiesta en pijama, usted y yo. Para entonces, podrá ponerse unos pantaloncitos cortos. Cordell va a mantenerlo vivo mucho tiempo…

Mason siguió hablando mientras Margot se inclinaba para ver mejor la escena del granero.

El doctor Lecter miró el monitor para asegurarse de que Margot lo estaba viendo. Entonces, con voz metálica y tranquila, le susurró a Carlo en la oreja:

– Tu hermano, Matteo, debe de oler peor que tú ahora mismo. Se cagó encima mientras lo abría en canal.

Carlo llevó la mano al bolsillo de atrás y sacó la aguijada eléctrica. A la brillante luz de la cámara, golpeó con ella el lado de la cabeza de Lecter. Luego, asiéndolo del pelo con una mano, apretó el botón del mango y sostuvo el instrumento ante los ojos del doctor mientras el potente arco voltaico chisporroteaba entre los electrodos.

– Vas a joder a tu madre -dijo, y le hundió el arco en el ojo.

El doctor Lecter no emitió el menor sonido. El único ruido salió del altavoz: Mason bramaba en la medida en que su respiración se lo permitía, mientras Tommaso, que se había abalanzado sobre Carlo, procuraba que soltara al doctor. Fiero bajó del piso superior para ayudarlo. Por fin consiguieron sentarlo en el sillón de mimbre. Sin soltarlo.

– ¡Si lo dejas ciego no veremos un dólar! -le gritaban al unísono, cada uno por una oreja.

El doctor Lecter ajustó las celosías de su palacio de la memoria para aliviar el terrible resplandor. Ahhhhh. Apoyó el rostro contra el fresco mármol del costado de Venus.

Volvió la cara para mirar directamente a la cámara y dijo con voz serena:

– No voy a aceptar el chocolate, Mason.

– Este hijoputa está loco. Bueno, después de todo ya lo sabíamos -dijo el ayudante del sheriff Mogli-. Pero ese Carlo está igual o peor.

– Baja ahora mismo y arréglalo -le ordenó Mason.

– ¿Está seguro de que no tienen pistolas? -preguntó Mogli.

– Te pago para echarle cojones, ¿estamos? No. Sólo el rifle tranquilizante.

– Déjame hacerlo a mí -pidió Margot-. No fastidies todo obligándolos a demostrar quién es más machote. Los italianos respetan a sus mamas. Y Carlo sabe que manejo el dinero.

– Que saquen la cámara y me enseñen los cerdos -exigió Mason-. ¡La cena será a las ocho!

– Yo no pienso quedarme -replicó Margot.

– ¡Vaya si te quedarás! -zanjó Mason.

CAPÍTULO 83

Margot respiró hondo antes de entrar en el granero. Si tenía la intención de matarlo, tenía que ser capaz de mirarlo. Pudo oler a Carlo antes de abrir la puerta de la guarnicionería. Fiero y Tommaso flanqueaban a Lecter. No le quitaban ojo a Carlo, sentado en el sillón.

Buona sera, signori -dijo Margot-. Sus amigos llevan razón, Carlo. Estropéelo ahora y se quedan sin dinero. Después de haber llegado tan lejos y de haberlo hecho tan bien.

Los ojos de Carlo no se despegaban del rostro del doctor Lecter.

Margot sacó un teléfono celular del bolsillo. Pulsó unos números en la carcasa iluminada y acercó el aparato al rostro de Carlo.

– Lea -y lo sostuvo en la trayectoria de su mirada. En la diminuta pantalla podía leerse: «BANCO STEUBEN».

– Ése es su banco de Cagliari, signor Deogracias. Mañana por la mañana, cuando todo haya acabado, cuando le haya hecho pagar por lo que le hizo a su valiente hermano, yo misma llamaré a este número, le diré a su banquero mi código y añadiré: «Entregue al señor Deogracias el resto del dinero que custodia para él». Su banquero se lo confirmará por teléfono. Mañana por la noche estará volando de vuelta a casa, convertido en un hombre rico. Como la familia de Matteo. Podrá llevarles los coglioni del doctor en una bolsa para que les sirvan de consuelo. Pero si el doctor Lecter no puede ver su propia muerte, si no puede ver a los cerdos cuando se acerquen para comerle la cara, usted se queda sin nada. Sea hombre, Carlo. Vaya a por sus cerdos. Yo me sentaré con ese hijo de puta. En media hora lo estará oyendo gritar mientras le devoran los pies.

Carlo echó atrás la cabeza y respiró con fuerza.

Piero, andiamo! Tu, Tommaso, rimani.

Tommaso ocupó su sitio en el sillón de mimbre junto a la puerta.

– Todo controlado, Mason -dijo Margot dirigiéndose a la cámara.

– Querré llevarme a casa la nariz. Díselo a Carlo -refunfuñó Mason, y la pantalla se oscureció.

Trasladarse fuera de su habitación suponía un esfuerzo extraordinario tanto para Mason como para los que lo rodeaban; había que volver a conectar sus tubos a unos contenedores instalados en su camilla con ruedas especial y conectar su macizo respirador a un transformador de corriente alterna.

Margot escrutó el rostro del doctor Lecter.

El ojo destrozado estaba hinchado y cerrado entre las quemaduras negras que le habían producido los electrodos en los extremos de la ceja.

El doctor Lecter abrió el ojo bueno. Fue capaz de retener en su cara la frescura del costado marmóreo de Venus.

– Me gusta ese olor a linimento fresco y a limón -dijo el doctor Lecter-. Gracias por venir, Margot.

– Eso mismo me dijo cuando la matrona me hizo pasar a su despacho el primer día. Cuando estaban deliberando sobre Mason la primera vez.

– ¿Eso dije? -recién salido de su palacio de la memoria, donde había repasado sus entrevistas con Margot, sabía que era así.

– Sí. Yo estaba llorando, con miedo a contarle lo de Mason conmigo. También me daba miedo sentarme, pero usted en ningún momento me ofreció asiento, porque sabía que tenía suturas, ¿verdad? Paseamos por el jardín. ¿Se acuerda de lo que me dijo?

– Que no tenías más culpa por lo que había pasado…

– «…que si me hubiera mordido el trasero un perro rabioso», eso es lo que me dijo. Usted me hizo mucho bien en esa ocasión y durante las otras visitas, y le estuve agradecida durante algún tiempo.

– ¿Qué más te dije?

– Que usted era mucho más raro de lo que yo sería nunca -le recordó Margot-. Dijo que ser raro estaba bien.

– Si lo intentaras, serías capaz de recordar todo lo que hablamos. ¿Te acuerdas…?

– Por favor, no me suplique -le salió, a pesar de que no tenía intención de decirlo de esa manera.

El doctor Lecter se movió ligeramente y las sogas crujieron. Tommaso se levantó y se acercó a comprobar los nudos.

Attenzione a la bocca, signorina. Cuidado con la boca.

Margot no supo si Tommaso se refería a la boca del doctor Lecter o a sus palabras.

– Margot, ha pasado mucho tiempo desde que te traté, pero me gustaría que habláramos de tu historial médico, sólo un momento, en privado -dijo señalando con el ojo bueno hacia Tommaso.

Margot lo pensó unos instantes.

– Tommaso, ¿podrías dejarnos solos un momento?

– No, signorina, lo siento mucho; pero me quedaré ahí con la puerta abierta -y salió con el rifle al granero, desde donde se quedó vigilando a Lecter.

– Nunca te haría sentirte incómoda suplicando, Margot. Me gustaría saber por qué haces esto. ¿Te importa explicármelo? ¿Es que has empezado a aceptar el chocolate, como le gusta decir a Mason, después de haber luchado contra él tanto tiempo? Entre nosotros no hace falta que finjamos que estás vengando la cara de Mason.

Y ella se lo contó. Lo de Judy, lo de que querían tener un hijo. No le costó mas de tres minutos; se quedó sorprendida de lo fácil que le resultaba resumir sus problemas.

Unos sonidos lejanos, un chillido y la mitad de un grito. Fuera, apoyado contra la valla que había levantado en el extremo abierto del granero, Carlo estaba probando la grabadora para convocar a los cerdos de los pastos del bosque con los gritos de angustia de víctimas muertas o rescatadas hacía mucho tiempo.

Si el doctor Lecter lo había oído, no dio muestras de ello.

– Margot, ¿crees que Mason te dará así como así lo que te ha prometido? Eres tú la que está suplicando a Mason. ¿Te sirvió de algo suplicarle cuando te desgarró? Es lo mismo que aceptar su chocolate y dejarle salirse con la suya. Sabes que obligará a Judy a hacérselo. Y ella no está acostumbrada.

Margot no respondió, pero apretó las mandíbulas.

– ¿Sabes lo que ocurriría si, en vez de arrastrarte ante Mason, simplemente le estimularas la próstata con la aguijada de Carlo? ¿La ves encima del banco de trabajo?

Margot empezó a levantarse.

– Escúchame -susurró el doctor Lecter-. Mason te lo negará. Sabes que tendrás que matarlo, lo has sabido durante veinte años. Lo has sabido desde que te dijo que mordieras el almohadón y no hicieras tanto ruido.

– ¿Está diciendo que lo haría por mí? No podría fiarme de usted en la vida.

– No, claro que no. Pero podrías confiar en que yo nunca negaría haberlo hecho. En realidad sería mucho más terapéutico para tí hacerlo tú misma. Recordarás que te lo recomendé cuando aún eras una niña.

– «Espera hasta que puedas solucionarlo tú misma», me dijo. Eso me alivió mucho.

– Profesionalmente, ése es el tipo de catarsis que tenía que aconsejarte. Ahora eres lo bastante mayor. ¿Y qué más da otro cargo por asesinato contra mí? Sabes que tendrás que matarlo. Y cuando lo hagas, la ley seguirá la pista del dinero, que la llevará derecha hasta ti y el recién nacido. Margot, soy el único sospechoso que te queda. Si muero antes que Mason, ¿quién me sustituirá? Podrás hacerlo cuando más te convenga, y yo te escribiré una carta babeando sobre lo mucho que disfruté matándolo.

– No, doctor Lecter, lo siento. Es demasiado tarde. Ya tengo mis propios planes -observó el rostro del hombre con sus brillantes ojos azules de carnicera-. Puedo hacer esto y dormir después, sabe que soy capaz.

– Sí, sé que puedes. Eso es algo que siempre me gustó de ti. Eres mucho más interesante, mucho más… capaz que tu hermano.

Ella se levantó para marcharse.

– Si le sirve de algo, doctor Lecter, lo siento.

Antes de que llegara a la puerta, él volvió a hablarle:

– Margot, ¿cuándo volverá a ovular Judy?

– ¿Cómo? Dentro de un par de días, creo.

– ¿Tienes todo lo que necesitas? Extensores, equipo de congelación rápida…

– Tengo todo el instrumental de una clínica de fertilización.

– Haz algo por mí.

– ¿Sí?

– Maldíceme y arráncame un mechón de pelo, lejos de la frente, si no te importa. Llévate un trozo de piel. Acuérdate de ponérselo en la mano a Mason. Después de matarlo.

»Cuando llegues a casa, pídele a Mason lo que te prometió. A ver qué contesta. Tú me has entregado, tu parte del trato está cumplida. Sujeta el mechón en la mano y pídele lo que quieres. Y a ver qué dice. Cuando se te ría en las narices, vuelve aquí. Todo lo que has de hacer es coger el rifle tranquilizante y dispararle al que está ahí detrás. O golpearlo con el martillo. Tiene una navaja. Basta con que cortes las cuerdas de un brazo y me la des. Y te vayas. Yo me encargo del resto.

– No.

– ¿Margot?

La mujer agarró el pomo de la puerta, dispuesta a rechazar otra súplica.

– ¿Aún puedes cascar una nuez?

Se metió la mano en el bolsillo y sacó dos. Los músculos del antebrazo se arracimaron y las nueces reventaron.

– Excelente -dijo el doctor soltando una risita-. Con toda esa fuerza, y nueces. Puedes ofrecerle nueces a Judy para hacerle pasar el mal sabor de Mason.

Margot volvió sobre sus pasos con la expresión crispada. Le escupió al rostro y le arrancó una mata de pelo cerca de la coronilla. Era difícil saber con qué intención.

Mientras salía, Margot lo oyó tararear.

Mientras caminaba hacia la casa iluminada, la sangre pegaba el pequeño fragmento de cuero cabelludo a la palma de su mano, de la que el mechón colgaba sin que le hiciera falta cerrar los dedos a su alrededor.

Se cruzó con Cordell, que conducía un cochecito de golf cargado con el equipo médico necesario para preparar al paciente.

CAPÍTULO 84

Desde el paso elevado a la altura de la salida treinta de la autopista, en dirección norte, Starling podía ver a un kilómetro de distancia la caseta iluminada de la entrada principal, el puesto de vigilancia más adelantado de Muskrat Farm. Starling había tomado una decisión en el trayecto hasta Maryland: entraría por la parte de atrás. Si se presentaba en la puerta principal sin credenciales ni orden judicial, la gente del sheriff la escoltaría fuera del condado, o hasta la cárcel del condado. Para cuando la soltaran, todo habría acabado.

No le preocupaba no tener permiso. Condujo hasta la salida 29, bien pasada Muskrat Farm, y volvió atrás por la carretera de servicio. El asfalto parecía muy oscuro después de las luces de la autopista. La carretera estaba limitada por la autopista a la derecha y a la izquierda por una cuneta y una alta valla de malla de alambre que la separaba de la sobrecogedora negrura del parque nacional. Starling descubrió en el mapa un camino forestal que se cruzaba con la carretera alquitranada dos kilómetros más adelante, en un lugar invisible desde la caseta de la de entrada. Era donde se había parado por error en su primera visita. Según el mapa, el camino forestal atravesaba el parque nacional y llegaba a Muskrat Farm. Hacía los cálculos con el odómetro del coche. El rugido del Mustang, más ruidoso que nunca circulando en primera, repercutía en los árboles.

Allí estaba, ante las luces delanteras, una pesada verja de tubos metálicos soldados cotonada por alambre de espino. El cartel «ENTRADA DE SERVICIO» que había visto la otra vez había desaparecido. Los hierbajos habían crecido delante de la verja y en el paso sobre la zanja, que tenía una alcantarilla.

A la luz de los focos pudo apreciar que las hierbas estaban apisonadas por el paso reciente de algún vehículo. En un lugar en que la gravilla y la arena se habían desprendido del pavimento se distinguían la marcas de neumáticos sobre el barro y la nieve. ¿Serían iguales a las que había dejado la furgoneta en el aparcamiento del Safeway? No hubiera podido asegurarlo, pero era muy probable.

Una cadena y un candado de cromo aseguraban la verja. Nada de sudores. Starling miró en ambas direcciones de la carretera. No venía nadie. Un allanamiento de morada sin importancia. Se sentía una criminal. Comprobó los tubos en busca de cables sensores. Ninguno. Empleando dos horquillas y con la pequeña linterna entre los dientes, en cuestión de quince segundos consiguió abrir el candado. Condujo el coche al otro lado de la entrada y se internó entre los árboles antes de apearse para cerrar. Rodeó los tubos con la cadena y puso el candado por la parte de fuera. Todo parecía normal. Dejó los extremos sueltos por la parte de dentro de forma que pudiera abrir con facilidad embistiendo con el coche si era necesario.

Midiendo el mapa con el pulgar, había unos tres kilómetros de bosque hasta la granja. Avanzó bajo el oscuro túnel que cubría el camino forestal, con el cielo nocturno a ratos visible, a ratos oculto, cuando las ramas se cerraban en lo alto. Conducía en segunda, sin pisar apenas el acelerador, sólo con las luces de estacionamiento, procurando mantener el Mustang tan silencioso como podía, con las hierbas secas barriendo la parte baja del coche. Cuando leyó en el odómetro que había recorrido dos kilómetros y un tercio, paró. Con el motor apagado, podía oír la llamada de un cuervo en la oscuridad. El cuervo se quejaba de mala manera. Rogó a Dios que fuera un cuervo.

CAPÍTULO 85

Cordell entró en la Guarnicionería con la viveza del verdugo y botellas de suero bajo los brazos, de los que colgaban las vueltas de los goteros.

– ¡El doctor Hannibal Lecter! -exclamó-. Deseaba tanto aquella máscara suya para nuestro club de Baltimore. Mi chica y yo tenemos en casa una pequeña mazmorra, llena de argollas y arneses de cuero.

Dejó sus cosas en el soporte del yunque y puso un atizador a calentar en el fuego.

– Buenas noticias y malas noticias -dijo Cordell con su alegre voz de enfermero y su leve acento suizo-. ¿Le ha comunicado Mason el orden del día? El programa es el siguiente: dentro de un ratito bajaré a Mason aquí y los cerdos le comerán los pies. Luego esperará hasta mañana y entonces Carlo y sus hermanos lo meterán de cabeza entre los barrotes, para que los cerdos le puedan comer la cara, igualito que hicieron los perros con Mason. Yo lo mantendré vivo con intravenosas y torniquetes hasta el final. Está realmente jodido, ¿eh? Esas son las malas noticias.

Cordell miró hacia la cámara de televisión para asegurarse de que estaba apagada.

– La buena noticia es que no tiene por qué ser mucho peor que una visita al dentista. Eche un vistazo a esto, doctor -Cordell sostuvo una jeringuilla hipodérmica con una larga aguja ante la cara del doctor Lecter-. Hablemos como profesionales de la sanidad. Podría ponerme detrás de usted e inyectarle una epidural que le impediría sentir nada ahí abajo. Podría limitarse a cerrar los ojos y hacer oídos sordos. Lo único que sentiría serían sacudidas y tirones. Y una vez que Mason tenga bastante juerguecita por esta noche y se vaya a la casa, yo podría inyectarle algo para que le diera un ataque al corazón. ¿Quiere que se lo enseñe?

En la palma de Cordell apareció una botellita de Pavulon que sostuvo cerca del ojo sano del doctor Lecter, pero no lo bastante como para que pudiera morderlo.

El resplandor de la fragua jugaba en una de las mejillas de Cordell, que tenía una expresión ávida y un brillo de felicidad en los ojos.

– Usted, doctor Lecter, tiene montones de dinero. Todo el mundo lo dice. Yo sé cómo funcionan esas cosas, también yo coloco dinero aquí y allí. Sáquelo, muévalo, gástelo ahora que tanta falta le hace. Yo puedo mover el mío por teléfono, y apuesto a que usted también.

Cordell se sacó un teléfono celular del bolsillo.

– Llamaremos a su banquero, le dirá un código, él me dará la conformidad y yo lo arreglaré a usted en un periquete -levantó la inyección epidural-. Mire que chorrito. ¿Qué me dice?

El doctor Lecter murmuró algo con la cabeza hundida en el pecho. «Cartera» y «consigna» fue todo lo que Cordell pudo oír.

– Vamos, vamos, doctor, y después podrá dormir…

– Billetes de cien sin marcar -dijo el doctor Lecter, y su voz se apagó.

Cordell se inclinó más cerca, y el doctor Lecter estiró el cuello hacia abajo tanto como pudo, atrapó una ceja de Cordell con sus pequeños y afilados dientes y le arrancó una buena porción aprovechando el tirón de Cordell. Luego le escupió la ceja a la cara como si fuera el pellejo de una uva.

Cordell se secó la herida y se puso dos tiras de esparadrapo que dieron a su cara una expresión de sorpresa. Luego guardó la jeringa.

– Todo este alivio, mal empleado -dijo-. Antes de que amanezca lo verá de otro modo. Puede imaginarse que tengo estimulantes para llevarlo justo por el otro camino. Y no se preocupe, no se me morirá antes de tiempo -aseguró mientras recogía el atizador del fuego-. Voy a engancharlo -terminó Cordell-. Si se resiste, lo quemaré. Mire, así es como se sentirá.

Aplicó el extremo candente del atizador al pecho del doctor Lecter y le tostó la tetilla a través de la camisa. Tuvo que apagar el círculo de fuego que se ensanchaba en la pechera del doctor.

El doctor Lecter no emitió el menor sonido.


Carlo hizo retroceder la carretilla elevadora hasta la guarnicionería. Fiero y él descolgaron al doctor mientras Tommaso le apuntaba con el rifle; lo colocaron sobre la horquilla de carga y sujetaron el balancín a la parte delantera del vehículo. El doctor Lecter quedó sentado en el centro de la horquilla elevadora, con los brazos atados al balancín y las piernas extendidas, cada una atada a uno de los dientes de la horquilla.

Cordell le insertó un catéter en el dorso de cada mano. Tuvo que subirse a una bala de paja para colgar las bolsas de plasma a ambos lados de la máquina. Luego retrocedió para admirar su obra. Era divertido ver al doctor Lecter allí tendido con una intravenosa en cada mano, como la parodia de algo que Cordell no acababa de recordar. Cordell amarró torniquetes con nudos corredizos justo encima de cada una de las rodillas con extremos lo bastante largos como para poder apretar los torniquetes por encima de la valla e impedir que el doctor Lecter muriera desangrado. De momento, los dejó flojos. Mason se pondría hecho un basilisco si a Lecter se le dormían los pies.

Había llegado el momento de bajar a Mason y meterlo en la furgoneta. El vehículo, aparcado tras el granero, estaba frío. Los sardos habían dejado su comida dentro. Cordell juró y arrojó fuera su nevera portátil. Tendría que pasar el aspirador al jodido montón de chatarra en la casa. También tendría que ventilarlo. Los putos sardos habían estado fumando allí dentro, y mira que se lo tenía prohibido. Habían vuelto a instalar el encendedor en el salpicadero, del que aún colgaba el cable eléctrico del monitor de la baliza.

CAPÍTULO 86

Starling apagó la luz interior del Mustang y apretó el botón que abría el maletero antes de abrir la puerta.

Si el doctor Lecter estaba allí, si conseguía apoderarse de él, tal vez pudiera esposarlo de pies y manos y llevarlo metido en el maletero por lo menos hasta la cárcel del condado. Tenía cuatro juegos de esposas y bastante cuerda como para amarrarle los pies a las manos e impedir que pataleara. Más valía no pensar en lo fuerte que era.

Cuando puso los pies sobre la grava, se dio cuenta de que estaba cubierta por una fina escarcha. El viejo coche había crujido cuando Starling se apeó.

– Tenías que quejarte, ¿no, chatarra hija de puta? -susurró por debajo de su respiración.

De pronto se acordó de cuando le hablaba a Hannah, la yegua que montó la noche de su huida, cuando quiso alejarse de la matanza de los corderos. Se limitó a entornar la puerta del coche. Se guardó las llaves en un apretado bolsillo del pantalón para que no sonaran.

La noche era clara y la luna en cuarto creciente le permitía caminar sin encender la linterna cuando los árboles no ocultaban el cielo. Comprobó el borde de la grava y vio que estaba suelta y desigual. Lo más silencioso sería caminar sobre la huella de una rueda, donde la grava estuviera apisonada, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la cuneta y manteniendo la carretera en la periferia del ángulo de visión para observar su trazado. Era como atravesar la blanda negrura; oía cómo sus pies hacían crujir la grava pero no podía verlos.

El momento más duro se produjo cuando estuvo lejos del Mustang pero podía seguir sintiendo su presencia tras ella. No quería dejarlo allí.

De pronto era una mujer de treinta y tres años, sola, con una carrera arruinada, sin rifle, caminando en medio de un bosque por la noche. Se vio con claridad meridiana, vio las patas de gallo que empezaban a formarse en las comisuras de sus ojos. Deseó desesperadamente volver a su coche. El siguiente paso fue más lento; luego se quedó inmóvil y pudo oír su respiración.

El cuervo volvió a graznar, la brisa agitó las ramas desnudas sobre su cabeza y en ese momento el grito desgarró el aire de la noche. Un alarido horrible y desesperado, que creció, decayó y murió convertido en una súplica pidiendo la muerte, prorrumpido por una voz tan torturada que podía ser la de cualquiera.

Uccidimi! -y un nuevo grito.

El primero le heló la sangre, el segundo la lanzó al galope con la 45 aún enfundada, una mano sosteniendo la linterna y la otra extendida por delante hacia la negrura. «No, Mason, no lo hagas. No lo conseguirás. Rápido. Rápido.» Se dio cuenta de que podía seguir el surco de grava apisonada si se guiaba por el sonido de sus pisadas y por las piedras sueltas de los bordes. El camino giraba y seguía a lo largo de una valla. Una buena valla, de tubos, de tres metros de altura.

Le llegaban sollozos aterrados y ruegos, el grito que crecía, y más adelante, al otro lado de la valla, percibió movimientos entre los matorrales, que se convirtieron en un trote, más ligero que el de un caballo y de ritmo más vivo. Oyó gruñidos que no tardó en reconocer.

Los gritos de agonía llegaban ahora de más cerca, claramente humanos aunque distorsionados, dominados por un solo alarido durante un segundo, y Starling supo que estaba oyendo una grabación o bien una voz amplificada con retroalimentación por un micrófono. Luz entre los árboles y la silueta del granero. Starling apretó la cabeza contra el frío hierro para mirar a través de la valla. Formas oscuras que corrían, largas, altas hasta la cintura de un hombre. A cuarenta metros de terreno despejado, el extremo de un granero, con las enormes puertas abiertas de par en par y una barrera con una puerta holandesa sobre la que pendía un espejo de marco recargado, que reflejaba la luz del granero proyectando un charco de claridad en el suelo. De pie en el césped sin árboles cercano al granero, un hombre corpulento con sombrero y un descomunal radiocasete. Se tapaba un oído con la mano mientras una retahila de aullidos y sollozos salía por los altavoces.

De pronto, salieron de entre los arbustos. Cerdos salvajes con pavorosas jetas, rápidos como lobos, con largas patas y anchos pechos, peludos, cubiertos de grises cerdas puntiagudas.

Carlo volvió atrás a toda prisa y cerró la puerta holandesa tras sí cuando las bestias estaban todavía a unos treinta metros. Se pararon en un semicírculo y quedaron expectantes, con los grandes colmillos curvos arremangando los morros en un refunfuño permanente. Como delanteros esperando el lanzamiento del balón, echaban a correr, se paraban, entrechocaban, gruñendo y haciendo rechinar los dientes.

Starling había visto toda clase de ganado, pero nada parecido a aquellos cerdos. Una belleza terrible emanaba de ellos, todo gracia y velocidad. Vigilaban la portezuela, chocaban entre sí y echaban a correr, y después retrocedían, sin dejar de escudriñar la barrera que cerraba el extremo del granero.

Carlo dijo algo por encima del hombro y desapareció en el interior del granero.

La furgoneta retrocedió por el interior del granero hasta quedar a la vista. Starling reconoció el vehículo gris al instante. Se detuvo en ángulo junto a la barrera. Cordell salió de ella y abrió la puerta corrediza del costado. Antes de que apagara la luz superior, Starling pudo ver a Mason bajo el duro caparazón de su respirador, medio incorporado mediante almohadones y con el pelo enroscado sobre el pecho. Un asiento junto al ring. La luz de los focos se derramó sobre la portezuela.

Carlo cogió del suelo un objeto que Starling no consiguió reconocer al principio. Parecían unas piernas humanas, o toda la mitad inferior del cuerpo de una persona. Si se trataba de eso, Carlo tenía que ser tremendamente fuerte. Por un momento temió que fueran los restos del doctor Lecter, pero las piernas se doblaron de una forma que las articulaciones hubieran hecho imposible.

Sólo podían ser las piernas de Lecter si lo hubieran atado a una rueda y descoyuntado, pensó durante un segundo funesto. Carlo gritó hacia el interior del granero. Starling oyó un motor poniéndose en marcha.

La carretilla elevadora apareció en el ángulo de visión de Starling conducida por Piero, con el doctor Lecter alzado en alto por la horquilla, los brazos extendidos en el balancín y las botellas de plasma balanceándose por encima de sus manos con el movimiento del vehículo. Levantado para que pudiera ver a los voraces cerdos, para que pudiera contemplar lo que estaba a punto de ocurrirle.

La carretilla avanzaba con una espantosa lentitud procesional, mientras Carlo caminaba a un lado y Mogli, armado, al otro.

Starling se fijó en la insignia de ayudante de Mogli. Una estrella, a diferencia de las insignias de aquel condado. Pelo blanco, camisa blanca, como el conductor de la furgoneta de los secuestradores.

La profunda voz de Mason resonó desde la furgoneta. Tarareó Pompa y circunstancias y se carcajeó.

Los cerdos, avezados a los ruidos, no se asustaron de la máquina, que más bien pareció excitarlos.

La carretilla se detuvo junto a la barrera. Mason dijo algo al doctor Lecter que Starling no pudo oír. Lecter no movió la cabeza ni mostró el menor signo de haber oído. Estaba más alto que el mismo Fiero al volante del vehículo. ¿Miraba en dirección a Starling? Ella nunca lo sabría, porque había empezado a avanzar a toda prisa a lo largo de la valla, a lo largo de un lado del granero, hasta encontrar la gran puerta de dos hojas por la que la furgoneta había entrado marcha atrás.

Carlo arrojó los pantalones rellenos por encima de la barrera. Los animales se abalanzaron sobre el incompleto maniquí. Desgarraban, gruñían, tironeaban y rompían, sacaban pollos de los pantalones y hacían ondear las entrañas sacudiendo las cabezas con violencia. Una mélée de lomos erizados.

Carlo les había preparado un aperitivo ligero, sólo tres pollos y un poco de ensalada. En unos instantes habían hecho trizas los pantalones y con las fauces inundadas de saliva volvieron sus ávidos ojillos hacia la barrera.

.Fiero hizo descender la horquilla hasta casi el nivel del suelo. La mitad superior de la puerta holandesa mantendría a los cerdos lejos de los puntos vitales del doctor Lecter, por el momento. Carlo le quitó al doctor los zapatos y los calcetines.

– «Este cerdito lo encontróooo, éste encendió el fueeeego, éste lo vigilóooo -entonó Mason desde la furgoneta-, éste echó la saaaal y éste tan gordito… ¡se lo comióoooo!».

Starling se estaba acercando a ellos por detrás. Todos miraban hacia el otro lado, hacia los cerdos. Pasó la puerta de la guarnicionería y avanzó hacia el centro del granero.

– No vayáis a dejar que se desangre -dijo Cordell, que estaba limpiando la lente de Mason con un paño, desde la furgoneta-. Estad atentos para apretar los torniquetes cuando yo os diga.

– ¿Unas palabras antes del espectáculo, doctor Lecter? -dijo la profunda voz de Mason.

La cuarenta y cinco retumbó dentro del granero y de inmediato se oyó la voz de Starling:

– ¡Las manos arriba y quietas! Apaga el motor.

Fiero parecía no entender.

Fermate il motore -dijo el doctor Lecter, siempre dispuesto a ayudar.

Ya sólo se oían los apremiantes chillidos de la piara.

Starling no veía más que un arma, en la cadera del hombre canoso de la estrella, inmovilizada en la pistolera por una correa de cuero de las que se desabrochan con el pulgar. «Lo primero de todo es hacer que se tumben», dijo la voz del instructor de la Academia en la mente de Starling.

Cordell se deslizó detrás del volante con rapidez y la furgoneta se puso en marcha, con Mason gritando dentro. Starling empezó a girar, pero captó el movimiento del sujeto canoso con el rabillo del ojo, se volvió hacia él, que gritó «¡Policía!» y desenfundó, y le alcanzó dos veces en el pecho, que al instante vertió copiosos chorros de sangre.

La 357 de Mogli disparó dos veces contra el suelo, y él dio medio paso atrás mirándose el pecho, con la insignia agujereada por el grueso proyectil del 45 que, desviado por ella, había horadado el corazón al bies.

Luego se desplomó hacia atrás y quedó inmóvil en el suelo.

En la guarnicionería, Tommaso había oído los disparos. Empuñó el rifle de aire comprimido y subió al pajar, se dejó caer sobre las rodillas en la paja suelta y gateó hacia el costado que dominaba el interior del granero.

– ¡El siguiente! -amenazó Starling con un tono que no se conocía. Tenía que actuar deprisa para aprovechar el efecto de la muerte de Mogli-. Al suelo, con la cabeza hacia la pared. Tú, al suelo, con la cabeza hacia aquí. Hacia aquí.

Girati dall'altra parte -explicó el doctor Lecter desde la carretilla elevadora.

Carlo alzó la vista hacia Starling, comprendió que lo mataría y se quedó quieto en el suelo. Ella los esposó deprisa con una mano, con las cabezas apuntando en direcciones opuestas, la muñeca de Carlo con el tobillo de Fiero y el otro tobillo de Fiero con la otra muñeca de Carlo, sin dejar de apoyar el cañón de la 45 en la oreja de éste.

Se sacó el puñal de la bota y dio la vuelta a la carretilla elevadora para ponerse detrás del doctor Lecter.

– Buenas noches, Clarice -dijo cuando pudo verla.

– ¿Puede andar? ¿Lo sostienen las piernas?

– Sí.

– ¿Puede ver?

– Sí.

– Voy a cortar las cuerdas. Con el debido respeto, doctor, si intenta joderme le volaré la tapa de los sesos aquí mismo. ¿Lo ha entendido?

– Perfectamente.

– Sea bueno y no le pasará nada.

– Sigues hablando como una luterana.

Starling no había dejado de ocuparse de las ligaduras. El puñal estaba bien afilado. Se dio cuenta de que el filo dentado cortaba deprisa la resbaladiza cuerda nueva.

Lecter tenía el brazo derecho libre.

– Puedo hacer el resto si me das el puñal.

Starling dudó. Retrocedió fuera del alcance de su brazo y se lo dio. Ahora tenia que vigilarlo a él y a los dos hombres tumbados en el suelo.

– Mi coche está a unos doscientos metros en el camino forestal.

El doctor se había soltado una pierna. A continuación se puso a cortar la cuerda que retenía la otra, nudo a nudo.

– Cuando acabe de soltarse, no intente correr. No llegaría a la puerta -le dijo Starling-. Hay dos hombres esposados en el suelo detrás de usted. Hágalos arrastrarse hasta la carretilla y espóselos a ella para que no puedan llegar a un teléfono. Luego espósese usted con éstas.

– ¿Dos? -preguntó él-. Cuidado, tendría que haber tres.

Al tiempo que decía aquello el dardo disparado por el rifle de Tommaso trazó una línea plateada bajo los focos y se quedó vibrando en mitad de la espalda de Starling. Ella giró, ya un poco mareada y con la visión turbia, vislumbró el cañón al borde del pajar y disparó, disparó, disparó… Tommaso rodó hacia el interior con las astillas clavándosele en el cuerpo, mientras el humo giraba a la luz de los focos. Starling disparó otra vez con la vista completamente oscurecida y se llevó la mano a la cadera intentando coger un cargador, aunque las piernas ya no la sostenían.

El alboroto parecía haber excitado aún más a los cerdos, que viendo a los hombres en tan atractiva posición chillaban y gruñían empujando la barrera.

Starling se derrumbó de bruces y el cargador suelto cayó de la pistola y rebotó contra el suelo. Carlo y Fiero levantaron las cabezas y empezaron a reptar unidos por las esposas, a arrastrarse torpemente como un murciélago enorme hacia el cadáver de Mogli, la pistola y las llaves de las esposas. Se oyó a Tommaso montar el rifle en el pajar. Le quedaba un dardo. Se levantó y se acercó al borde mirando por encima del cañón, buscando al doctor Lecter al otro lado del carro elevador.

Tommaso avanzó a lo largo del borde del sobrado; en cuestión de segundos no quedaría ningún lugar donde esconderse.

El doctor Lecter cogió en brazos a Starling y retrocedió rápidamente hasta la portezuela holandesa procurando mantener el elevador entre ellos y Tommaso, que avanzaba con precaución, vigilando sus pisadas por el borde del pajar. El sardo disparó el dardo, que, dirigido al pecho de Lecter, golpeó el hueso de la espinilla de Starling. El doctor Lecter tiró de los cerrojos de la puerta holandesa.

Fiero, frenético, agarró la cadena con las llaves de Mogli, mientras Carlo reptaba hasta la pistola y los cerdos trotaban en desbandada hacia la pitanza que intentaba erguirse. Carlo consiguió disparar la 357 una vez y uno de los animales rodó por el suelo, pero los otros saltaron por encima de su compañero sobre Carlo y Fiero, y sobre el cadáver de Mogli. Otros atravesaron el granero y se perdieron en la noche.

El doctor Lecter, llevando a Starling, estaba detrás de la puerta holandesa cuando los cerdos pasaron como una exhalación.

Resde el pajar, Tommaso podía ver el rostro de su hermano en medio de la piara; al cabo de unos segundos, sólo fue una masa sanguinolenta. Dejó caer el rifle sobre el heno. El doctor Lecter, tieso como un bailarín y sosteniendo en sus brazos a Starling, salió de detrás de la puerta y atravesó descalzo el granero, bordeando el mar de agitados lomos y chorros de sangre. Una pareja de grandes cochinos, uno de ellos la cerda preñada, cuadraron las patas y bajaron las testuces para embestirlo.

Cuando el hombre los miró y no pudieron husmear el miedo, volvieron grupas y regresaron trotando a los sencillos manjares del suelo.

El doctor Lecter no vio refuerzos procedentes de la casa. Una vez bajo los árboles del camino forestal, se paró para arrancarle los dardos a Starling y succionó las dos heridas. La punta clavada en la espinilla se había doblado contra el hueso.

Los cerdos agitaron los matorrales a poca distancia.

Le quitó las botas a Starling y se las puso él. Le apretaban un poco. Dejó la 45 en el tobillo de la mujer para poder alcanzarla sin tener que soltarla.

Diez minutos más tarde, el guarda de la entrada principal levantó la vista del periódico y la dirigió hacia un sonido distante, un ruido de desgarro, como el de un caza con motor de explosión en vuelo rasante. Era un Mustang de cinco litros que atravesaba el paso superior de la interestatal a cinco mil ochocientas revoluciones por minuto.

CAPÍTULO 87

Mason gimoteaba y berreaba para que lo llevaran a su habitación, igual que en el campamento cuando alguno de los chicos o chicas más pequeños se le resistían y conseguían escapar unos cuantos lametones antes de que pudiera aplastarlos bajo su peso.

Margot y Cordell lo subieron a su ala en el ascensor y lo dejaron a buen recaudo en su cama, conectado a las fuentes de alimentación fijas.

Mason estaba tan encolerizado como Margot no recordaba haberlo visto, y las venas hinchadas le latían con fuerza sobre los huesos desnudos de la cara.

– Más vale que le dé algo -dijo Cordell cuando estuvieron en la sala de juegos.

– Aún no. Déjalo que piense un rato. Dame las llaves de tu Honda.

– ¿Por qué?

– Alguien tiene que bajar y ver si hay alguien vivo. ¿Quieres ir tú?

– No, pero…

– Puedo llegar con tu coche hasta la guarnicionería, la furgoneta no cabe por la puerta. Ahora, dame las jodidas llaves.

Margot estaba delante del garaje cuando Tommaso salió corriendo del bosque y atravesó el prado, volviendo la cabeza de vez en cuando. «Piensa, Margot.» Miró su reloj. Las ocho y veinte. «A medianoche llegará el relevo de Cordell. Hay tiempo para hacer venir hombres desde Washington y que lo limpien todo.» Fue al encuentro de Tommaso conduciendo sobre el césped.

– He intentado alcanzar a ellos, un cerdo me golpea. Él… -Tommaso hizo la pantomima de Lecter cargando con Starling- la mujer. Van en el gran coche. Ella tiene due -le enseñó dos dedos- freccette -se señaló la espalda y la pierna-. Freccette. Dardi. Clavadas. Bam -hizo el gesto de disparar.

– Dardos -dijo Margot.

– Dardos, puede que demasiado narcótico. Puede que sea muerta.

– Entra -dijo Margot-. Tenemos que ir a comprobarlo.


Margot, acompañada por el sardo, condujo hasta la puerta de doble hoja por donde Starling había entrado en el granero. Chillidos, gruñidos y agitación de lomos erizados. Margot avanzó tocando el claxon e hizo recular lo suficiente a los cerdos como para comprobar que había tres despojos humanos, ninguno reconocible.

Entraron con el coche en la guarnicionería y cerraron las puertas.

Margot se dijo que Tommaso era la única persona viva que la había visto en el granero, aparte de Cordell.

Puede que aquella idea también se le pasara por la cabeza a Tommaso. Se mantuvo a prudente distancia sin apartar de ella sus inteligentes ojos oscuros. En sus mejillas había rastro de lágrimas.

«Piensa, Margot. No quieres ninguna mierda con los sardos. En el fondo saben que tú eres quien manejas el dinero. Te dejarán sin blanca en un segundo.»

Los ojos de Tommaso siguieron los movimientos de su mano mientras la metía en el bolsillo.

El teléfono celular. Marcó Cerdeña, donde eran las dos y media de la madrugada, y luego el número del domicilio particular del banquero Steuben. Le habló brevemente y pasó el teléfono a Tommaso. Éste asintió, dijo algo, volvió a asentir y le devolvió el teléfono. El dinero era suyo. Trepó al pajar y recogió su mochila, junto con el abrigo y el sombrero del doctor Lecter. Mientras recogía sus cosas, Margot cogió la aguijada eléctrica, comprobó la corriente y se la guardó en la manga. También cogió el martillo de herrero.

CAPÍTULO 88

Tommaso, al volante del coche de Cordell, se despidió de Margot delante de la casa. Dejaría el Honda en la zona de aparcamiento prolongado en el Aeropuerto Internacional Dulles. Margot le prometió que enterraría lo que quedaba de Fiero y Carlo tan bien como fuera posible.

Había algo que él creía su deber decirle; se mentalizó y echó mano de su mejor inglés:

Signorina, los cerdos, tiene que saberlo, los cerdos ayudan al doctor Lecter. Se apartan de él, dan un rodeo. Matan a mi hermano, matan a Carlo, pero no tocan el doctor Lecter. Yo creo lo respetan -Tommaso se santiguó-. No debería usted volver perseguirlo.

Y a lo largo de toda su larga vida en Cerdeña, Tommaso lo contaría de esa forma. Cuando tenía sesenta años, decía que el doctor Lecter, llevando en brazos a la mujer, dejó el granero llevado por una piara de cerdos.

Cuando el coche desapareció en el camino forestal, Margot se quedó mirando las ventanas iluminadas de la habitación de Mason varios minutos. Veía la sombra de Cordell moverse por las paredes mientras se atareaba alrededor de la cama, instalando de nuevo los monitores que mostraban el pulso y la respiración de su hermano.

Deslizó el mango del martillo de herrero en la parte posterior del pantalón y pasó la falda de la chaqueta por encima de él.

Cordell dejaba la habitación con una brazada de almohadones cuando Margot salió del ascensor.

– Cordell, prepárale un martini.

– No sé si…

– Yo sí lo sé. Prepáraselo.

Cordell dejó los almohadones en el confidente y se arrodilló ante el frigorífico del bar.

– ¿Queda zumo? -le preguntó Margot, acercándosele por la espalda.

Blandió el martillo y golpeó con fuerza la base del cráneo, que produjo un chasquido seco. La cabeza chocó contra el frigorífico, rebotó y el hombre cayó hacia atrás sobre los glúteos y se quedó mirando al techo con los ojos abiertos, una pupila dilatada, la otra no. Le ladeó la cabeza contra el suelo y con otro martillazo le hundió la sien mientras una sangre espesa le brotaba de las orejas.

Margot no sintió nada.

Mason oyó abrirse la puerta de su habitación e hizo girar el ojo bajo el protector. Había dormitado unos minutos con la luz al mínimo. También la anguila dormía bajo su roca.

Los macizos hombros de Margot llenaban el umbral. Cerró la puerta.

– Hola, Mason.

– ¿Qué ha pasado allá abajo? ¿Por qué coño has tardado tanto?

– Abajo están todos muertos, Mason.

Margot se acercó hasta la cama, desconectó el cable del teléfono de Mason y lo dejó caer al suelo.

– Piero, Carlo y Johnny Mogli, todos están muertos. El doctor Lecter se ha ido llevándose a esa Starling con él.

Entre los dientes de Mason apareció un espumarajo mientras maldecía.

– He mandado a Tommaso a su casa con su dinero.

– ¿Que has, quéeee? ¡Jodida puta estúpida! Ahora, escucha lo que voy a decirte, vamos a limpiarlo todo y a empezar de nuevo. Tenemos todo el fin de semana. No tenemos por qué preocuparnos de lo que ha visto Starling. Si la tiene Lecter, es como si ya estuviera muerta.

– A mí no me ha visto -replicó Margot encogiéndose de hombros.

– Llama a Washington y haz venir a cuatro de esos bastardos. Mándales el helicóptero. Enséñales la excavadora, enséñales… ¡Cordell! Ven aquí…

Mason soplaba en su zampona. Margot apartó los tubos y se inclinó sobre su hermano, de forma que pudiera verle la cara.

– Cordell no va a venir, Mason. Cordell está muerto.

– ¿Cómo?

– Acabo de matarlo en la sala de juegos. Ahora, Mason, vas a darme lo que me debes.

Quitó las barandillas de la cama y, levantando la gran rosca de pelo trenzado, dio un tirón a la ropa. Sus piernecillas no eran más gruesas que rollos de pasta para hacer bizcochos. La mano, única extremidad que podía mover, aleteó hacia el teléfono. El caparazón del respirador soplaba arriba y abajo a su ritmo regular.

Margot se sacó del bolsillo un condón sin espermicida y lo sostuvo ante las narices de su hermano. Se extrajo de la manga la aguijada eléctrica.

– ¿Te acuerdas, Mason, de que solías escupirte en la polla para lubricarla? ¿Crees que podrías salivar un poco? ¿No? A lo mejor yo puedo.

Mason bramaba cuando la respiración se lo permitía emitiendo toda una gama de escalofriantes rebuznos, pero todo había acabado en medio minuto, y con completo éxito.

– Date por muerta, Margot -el nombre sonó más bien como «Nargot».

– Oh, Mason, todos lo estamos. ¿No lo sabías? Pero éstos, no -dijo remetiéndose la blusa sobre la bolsita caliente-. Están vivitos y coleando. Te lo enseñaré. Te enseñaré cómo colean… Vamos a jugar a imitar animales.

Margot cogió los espinosos guantes para coger pescado que había junto al acuario.

– Puedo adoptar a Judy -dijo Mason-. Podría ser mi heredera, y podríamos crear un fideicomiso.

– Claro que podríamos -dijo Margot sacando una carpa del vivero. Trajo una silla de la zona de visitas, se subió a ella y quitó la tapa del acuario-. Pero no lo haremos.

Se inclinó sobre el acuario con sus gruesos brazos dentro del agua. Sujetaba la cola de la carpa cerca de la gruta, y cuando la anguila asomó la aferró por debajo de la cabeza con su mano libre y la sacó limpiamente del agua. La robusta anguila se sacudía, gruesa y tan alta como Margot, haciendo relucir su hermosa piel. La agarró también con la otra mano y, cuando el animal empezó a dar sacudidas, Margot tuvo que emplear todas sus fuerzas para sujetarla con los guantes espinosos clavados en el cuello.

Bajó con cuidado de la silla y se acercó a Mason. La anguila, que no dejaba de contorsionarse, tenía la boca parecida a una cizalla en cuyo interior rechinaban aquellos dientes curvados hacia dentro de los que ningún pez escapaba nunca. Margot la dejó caer sobre el pecho de su hermano, encima del respirador, y sujetándola con una mano le enrolló con la otra la larga trenza.

– Colea, Mason, colea -dijo Margot.

Mientras sostenía a la anguila por detrás de la cabeza, tiró de la mandíbula de Mason con la otra mano y lo forzó a abrirla echando todo su peso sobre la barbilla del hombre, que se resistía con las fuerzas que le quedaban, hasta que la boca se le desencajó con un crujido.

– Debiste haber aceptado el chocolate -dijo Margot, y le metió en la boca las fauces de la anguila, que atrapó la lengua con sus dientes afilados como navajas como si fuera un pez y no la soltó, mientras el cuerpo se agitaba enredado en la coleta de Mason. La sangre brotó por sus fosas nasales y empezó a ahogarlo.

Margot los dejó así, a Mason con la anguila, y a la carpa nadando a sus anchas en el enorme acuario. Se adecentó en el despacho de Cordell y observó los monitores hasta que las constantes vitales se convirtieron en lineas continuas.

La anguila seguía agitándose cuando Margot volvió a la habitación. El respirador subía y bajaba inflando su vejiga natatoria y bombeando espuma sanguinolenta de los pulmones de Mason. Margot lavó la aguijada en el acuario y la guardó en su bolso.

Se sacó de un bolsillo la bolsita que contenía el mechón y el fragmento de cuero cabelludo del doctor Lecter. Cogió los dedos de Mason y pasó las uñas por la sangre del cuero cabelludo, un trabajo difícil con la anguila aún agitándose, y le cerró los dedos sobre el pelo. Por fin, metió un pelo suelto en uno de los guantes para el pescado.

Margot salió de allí sin mirar siquiera el cadáver de Cordell y volvió a casa, donde la esperaba Judy, con su trofeo, guardado en un sitio que lo había mantenido caliente.

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