El lunes, Clarice Starling tuvo que comprobar las ventas de productos sofisticados del fin de semana, y su sistema tenía problemas que requerían la ayuda del técnico informático de la Unidad de Ingeniería. Incluso con listas drásticamente reducidas a dos o tres de las cosechas más selectas de cinco distribuidores de vinos caros, a dos proveedores de foie gras americano y a cinco colmados especializados, la cantidad de compras era formidable. Las llamadas de licorerías individuales a través del número de teléfono que figuraba en el boletín del Bureau tenían que introducirse una por una.
Basándose en la identificación del doctor Lecter como autor del asesinato del cazador de ciervos de Virginia, Starling redujo la lista a las compras realizadas en la costa este, excepto para el foie gras Sonoma. En París, Fauchon se había negado a cooperar. Starling no consiguió comprender lo que el empleado de Vera dal 1926, de Florencia, le decía por teléfono, y envió un fax a la Questura para pedir su ayuda por si el doctor Lecter encargaba trufas blancas.
Al final de la jornada de trabajo de aquel lunes diecisiete de diciembre, a Starling se le ofrecían doce posibles líneas de acción. Se trataba de combinaciones de compras realizadas con tarjetas de crédito. Un hombre había comprado una caja de Pétrus y un Jaguar con compresor de sobrecarga, con la misma American Express.
Otro había encargado una caja de Bátard-Montrachet y una caja de ostras verdes de la Gironda.
Starling comunicó cada posibilidad a las oficinas locales del Bureau para que las investigaran.
Starling y Eric Pickford trabajaban en turnos distintos pero solapados para poder tener la oficina en activo durante el horario comercial.
En su cuarto día de trabajo allí, Pickford empleó parte del tiempo en programar las llamadas automáticas de su teléfono. No puso etiquetas en los botones.
Cuando salió a tomar cafe, Starling pulsó el primer botón. Respondió el propio Paul Krendler.
Starling colgó y se quedó pensativa. Era hora de irse a casa. Haciendo girar lentamente la silla contempló todos los objetos de la Casa de Hannibal. Las radiografías, los libros, la mesa puesta para uno. Después apartó las cortinas y salió.
El despacho de Crawford estaba abierto y vacío. El jersey que le había tejido su difunta esposa colgaba en el perchero del rincón. Starling alargó la mano hacia la prenda, pero no llegó a tocarla. Se echó el abrigo al hombro e inició el largo camino hasta su coche.
Nunca volvería a ver Quantico.
Al atardecer del diecisiete de diciembre, sonó el timbre de Clarice Starling. En el camino de acceso al garaje vio el coche de un policía federal detrás de su Mustang.
Era Bobby, el mismo que la había traído a casa desde el hospital después del tiroteo en el mercado de Feliciana.
– Hola, Starling.
– Hola, Bobby. Entra.
– Me gustaría, pero antes tengo que decirte algo. Me han dado un pliego para que te lo entregue.
– Bueno, hombre, pues dámelo en casa, que se está mejor -le dijo Starling, helada en mitad de la corriente.
La comunicación, con el membrete del inspector general del Departamento de Justicia, la intimaba a aparecer ante una comisión a la mañana siguiente, dieciocho de diciembre, a las nueve en punto, en el edificio J. Edgar Hoover.
– ¿Quieres que te lleve mañana? -ofreció el policía. Starling negó con la cabeza.
– Gracias, Bobby, iré con mi coche. ¿Quieres un café?
– Te lo agradezco, pero no puedo. Lo siento, Starling -dijo el hombre, con evidentes ganas de marcharse. Se produjo un silencio incómodo-. Veo que tienes mejor la oreja -dijo al fin.
Starling le dijo adiós con la mano mientras el coche retrocedía por el camino de acceso.
La notificación se limitaba a ordenarle que se presentara. No ofrecía ninguna explicación.
Ardelia Mapp, veterana de las guerras intestinas del Bureau y azote del corporativismo machista del organismo federal, se puso de inmediato a preparar el té medicinal más fuerte que encontró, regalo de su abuela y famoso por levantar los ánimos. Starling temía aquel té, pero no había excusa que valiera.
Mapp dio golpecitos al membrete con el dedo.
– El inspector general no tiene una mierda que decirte -soltó entre dos sorbos-. Si nuestra Oficina de Responsabilidad Profesional tuviera algo de que acusarte, o lo tuviera la del Departamento de Justicia, tendrían que comunicártelo, tendrían que entregarte un pliego de cargos. Tendrían que darte un jodido 645 o un 644 con los cargos bien claros, y si la acusación fuera criminal tendrías un abogado, puertas abiertas, todo lo que se les da a los criminales, ¿verdad?
– Sí, claro.
– En cambio, de esta forma te acojonan por adelantado. El inspector general es un cargo político, puede encargarse de cualquier caso.
– Pues se ha encargado de éste.
– Con Krendler metiendo cizaña. Sea lo que sea, si decides que quieres ir con uno de los de Igualdad de Oportunidades, tengo todos los números. Ahora, escúchame, Starling. Tienes que decirles que quieres que se grabe. Al inspector general las declaraciones firmadas se la traen floja. Lonnie Gains se llenó de mierda hasta el cuello por eso. Guardan un atestado de lo que dices, pero a veces cambia después de que lo has dicho. Ni siquiera ves una transcripción.
Cuando Clarice Starling llamó a Jack Crawford, la voz del hombre sonaba como si acabara de despertarse.
– No sé de qué se trata, Starling -le confesó-. Hare unas cuantas llamadas. Pero hay algo que sí sé; mañana estaré allí.
Era de día, y la blindada jaula de hormigón del edificio Hoover se cernía amenazante bajo un cielo lechoso.
En la era del coche bomba, la entrada principal y el patío están cerrados la mayoría de los días y el edificio, rodeado de viejos automóviles del Bureau que forman una improvisada barrera de protección.
La policía de Washington tiene la absurda política de dejar multas en algunos de los coches de la barrera un día sí y otro también; bajo los limpiaparabrisas se van formando fajos que el viento agita y desparrama calle abajo.
Un mendigo que se calentaba de pie sobre una reja de la acera llamó a Starling y levantó la mano. Tenía una mejilla manchada de color naranja de la Betadina de alguna sala de urgencias. Le tendió un vaso de plástico roto por los bordes. Starling buscó un dólar en su monedero y le dio dos inclinándose sobre el viciado aire caliente y el vapor.
– Dios la bendiga -dijo el hombre.
– Falta me hace -contestó Starling-. Deséeme suerte.
Pidió un cafe en el Au Bon Pain que había en la fachada del edificio que da a la calle Décima, como había hecho tantas veces a lo largo de los años. Lo necesitaba después de una noche en que apenas había pegado ojo, pero no quería que le entraran ganas de orinar durante la vista. Decidió no beberse más que la mitad. Vio a Crawford por la ventana y lo alcanzó en la acera.
– ¿Quiere compartir este cafe? Pediré otro vaso.
– ¿Es descafeinado?
– No.
– Entonces, mejor no, o me pondré a dar saltos.
Parecía viejo y consumido. Una gota clara le colgaba de la punta de la nariz. Se apartaron de la corriente de empleados que se dirigía a la entrada lateral del cuartel general del FBI.
– No sé de qué va esta reunión, Starling. No han llamado a ningún otro de los que participaron en el asunto del mercado de Feliciana, al menos que yo sepa. Pero estaré a tu lado.
Starling le dio un pañuelo de papel y se unieron a la ininterrumpida columna del turno de mañana.
Starling pensó que los oficinistas tenían un aspecto inusualmente elegante.
– Hoy es el noventa aniversario del FBI. Bush vendrá a soltar un discurso -le recordó Crawford.
En la calle lateral había cuatro furgonetas de televisión con antena de conexión vía satélite.
Un equipo de filmación de la cadena WFUL montado en la acera grababa a un individuo joven con el pelo cortado a navaja que hablaba a un micrófono de mano. Un ayudante de producción subido al techo de la furgoneta vio acercarse entre la multitud a Starling y Crawford.
– ¡Ahí está, es ésa del abrigo azul marino! -gritó a los de abajo.
– Vamos allá -ordenó el del corte a navaja-. Rodando.
El equipo provocó una marejada en la corriente humana hasta conseguir ponerle a Starling la cámara en la cara.
– Agente especial Starling, ¿puede hacer algún comentario sobre la investigación de la matanza en el mercado de pescado de Feliciana? ¿Cuándo se emitirá el informe? ¿Se le han presentado cargos por matar a los cinco…?
Crawford se quitó el sombrero y, fingiendo protegerse la vista de los focos, consiguió bloquear la cámara unos instantes. Sólo la puerta de seguridad contuvo al equipo de televisión.
«A estos cabrones les han dado el soplo.»
Una vez dentro de Seguridad, se detuvieron en el vestíbulo. La neblina los había cubierto de gotas diminutas. Crawford se echó al coleto un comprimido de ginseng, a palo seco.
– Starling, puede que hayan elegido este día por el revuelo del impeachment y el aniversario. Sea lo que sea lo que pretenden, con este follón podría írseles todo al garete.
– Entonces, ¿por qué filtrarlo a la prensa?
– Porque en este asunto no todo el mundo cojea del mismo pie. Te quedan diez minutos, ¿quieres empolvarte la nariz?
Starling apenas había pisado el séptimo, el piso ejecutivo del edificio J. Edgar Hoover. Ella y el resto de los miembros de su clase de graduación se habían reunido allí siete años antes para ver al director felicitar a Ardelia Mapp como primera de su promoción, y en una ocasión un director adjunto la había hecho llamar para entregarle su medalla de campeona de pistola de combate.
Pero pisar la alfombra del despacho del director adjunto Noonan estaba mucho más allá de su experiencia. En la atmósfera de club masculino con sillones de cuero de la sala de juntas flotaba un fuerte olor a tabaco. Starling se preguntó si habían apagado las colillas y renovado el aire a toda prisa antes de que entrara.
Tres hombres se levantaron al entrar Crawford y Starling, y uno, no. Los educados eran el antiguo jefe de Starling, Clint Pearsall, de Buzzard's Point, el centro de operaciones de Washington, el director adjunto Noonan y un individuo alto y pelirrojo con traje de seda natural. Pegado a su asiento estaba Paul Krendler, de la oficina del inspector general. Krendler hizo girar la cabeza sobre su largo cuello como si la hubiera localizado por su olor. Cuando la miró, Starling pudo ver sus dos orejas redondas al mismo tiempo. Lo más extraño era la presencia en un rincón de un policía federal al que no conocía.
El personal del FBI y del Departamento de Justicia suele mimar su aspecto, pero aquellos hombres se habían acicalado para la televisión. Starling comprendió que tendrían que comparecer abajo, en la ceremonia que se celebraría más tarde en presencia del ex presidente Bush. De no ser así, en lugar de llamarla al edifico Hoover, la habrían hecho acudir al Departamento de Justicia.
Krendler frunció el ceño al ver a Crawford al lado de la agente.
– Señor Crawford, su presencia no es necesaria en este procedimiento.
– Soy el supervisor inmediato de la agente especial Starling. Éste es mi lugar.
– No lo creo así -replicó Krendler, y se volvió hacia Noonan-. Clint Pearsall es su jefe oficial, sólo está cedida temporalmente a Crawford. En mi opinión la agente Starling debería responder a nuestras preguntas en privado. Si necesitamos información adicional, podemos pedir al jefe de unidad Crawford que espere donde podamos localizarlo.
Noonan asintió.
– Ciertamente tu aportación nos será de mucha utilidad, Jack, una vez que hayamos escuchado el testimonio independiente de esta… de la agente especial Starling. Jack, quiero que esperes fuera. Si quieres quedarte en la sala de lectura de la biblioteca, ponte cómodo, ya te llamaré.
Crawford se puso en pie.
– Director Noonan, ¿puedo decir…?
– Puede salir, eso es lo que puede hacer -lo atajó Krendler.
Noonan se levantó.
– Guarde las formas, señor Krendler; hasta que decida cedérselo, está usted en mi despacho. Jack, tú y yo nos conocemos hace muchos años. El caballero del Departamento de Justicia ha recibido el nombramiento hace demasiado poco para entenderlo. Podrás decir lo que quieras. Ahora, déjanos y deja que Starling hable por sí misma -dijo Noonan, que se inclinó hacia Krendler y le susurró al oído algo que le sacó los colores.
Crawford miró a Starling. Todo lo que podía hacer era salir con el rabo entre las piernas.
– Gracias por venir, señor -le dijo ella.
El policía abrió la puerta a Crawford.
Al oír la puerta cerrarse a sus espaldas, Starling enderezó la espalda y se dispuso a enfrentarse sola a los tres hombres.
A partir de ese momento el procedimiento siguió adelante con la celeridad de una amputación del siglo XVIII.
Noonan era la autoridad del FBI de mayor rango en el despacho, pero el inspector general estaba por encima, y al parecer había enviado a Krendler como plenipotenciario.
Noonan cogió el expediente que tenía sobre la mesa.
– ¿Quiere hacer el favor de identificarse para el atestado?
– Agente especial Clarice Starling. ¿Es que hay un atestado, director Noonan? Porque me gustaría que lo hubiera -al ver que no contestaba, añadió-: ¿Le importa que grabe la sesión?
Sacó una pequeña grabadora Nagra de su bolso.
A Krendler le faltó tiempo para saltar:
– Por lo general este tipo de encuentro preliminar debería tener lugar en el despacho del inspector general en el Departamento de Justicia. Lo celebramos aquí porque nos conviene a todos a causa de la ceremonia de hoy, pero rigen las reglas de la Inspección General. Es cuestión de un mínimo de sensibilidad diplomática. Nada de grabaciones.
– Comuníquele los cargos, señor Krendler -le indicó Noonan.
– Agente Starling, se la acusa de revelación ilegal de material reservado a un criminal en busca y captura -dijo Krendler, con el rostro bajo cuidadoso dominio-. Específicamente, se la acusa de poner este anuncio en dos periódicos italianos advirtiendo al fugitivo Hannibal Lecter de que se hallaba en peligro de ser apresado.
El policía federal entregó a Starling una fotocopia borrosa del periódico La Nazione. Ella la volvió hacia la ventana para leer lo que habían enmarcado con un círculo: «A. A. Aaron: Entréguese a las autoridades más próximas, los enemigos están cerca. Hannah».
– ¿Cómo se declara?
– Yo no lo he puesto. Es la primera noticia que tengo.
– ¿Cómo explica usted que el anunciante utilice un nombre en clave, «Hannah», que sólo conocen el doctor Hannibal Lecter y este Bureau? ¿El nombre en clave que Lecter le pidió que usara?
– No lo sé. ¿Quién encontró esto?
– El Servicio de Documentación, en Langley, lo vio por casualidad mientras traducían la información sobre Lecter que venía en La Nazione.
– Si el nombre es un secreto dentro del Bureau, ¿cómo pudieron reconocerlo los del Servicio de Documentación? Ese servicio depende de la CÍA. Preguntémosles quién les llamó la atención sobre «Hannah».
– Estoy seguro de que el traductor estaba familiarizado con el expediente del caso.
– ¿Tan familiarizado? Lo dudo mucho. Preguntémosle quién le sugirió que se fijara en eso. ¿Cómo iba a saber yo que el doctor Lecter estaba en Florencia?
– Usted fue quien descubrió que habían entrado en el archivo VICAP de Lecter desde la Questura de Florencia -dijo Krendler-. El acceso se produjo varios días antes del asesinato de Pazzi. No sabemos cuándo lo descubrió usted. ¿Por qué iba la Questura de Florencia a interesarse por Lecter, si no?
– ¿Y qué razón iba a tener yo para avisar al doctor Lecter? Director Noonan, ¿qué tiene de particular este asunto para que lo lleve la Inspección General? Estoy dispuesta a hacer la prueba del polígrafo en cualquier momento. Tráiganlo cuando quieran.
– Los italianos han presentado una protesta diplomática por el intento de advertir a un conocido criminal mientras se encontraba en su país -explicó Noonan, e indicó al individuo pelirrojo sentado a su lado-. Éste es el señor Montenegro, de la Embajada de Italia.
– Buenos días, caballero. ¿Y cómo lo averiguaron los italianos? -preguntó Starling-. Supongo que no por los de Langley.
– La queja diplomática ha lanzado la pelota a nuestro tejado -intervino Krendler antes de que Montenegro pudiera abrir la boca-. Queremos dejar esto aclarado a satisfacción de las autoridades italianas, y a mi satisfacción y la del inspector general, y lo queremos ya. Será mejor para todos si estudiamos juntos los hechos. ¿Qué pasa con usted y el doctor Lecter, señorita Starling?
– Interrogué al doctor Lecter en varias ocasiones a las órdenes del jefe de sección Crawford. Después de la huida del doctor, he recibido dos cartas suyas en siete años. Ambas están en su poder -resumió Starling.
– De hecho, hay más cosas en nuestro poder -dijo Krendler-. Conseguimos esto ayer. Qué más haya podido recibir, lo desconocemos.
Krendler se dio la vuelta para coger una caja de cartón cubierta de sellos y maltratada por correos. Hizo como que se deleitaba con las fragancias que salían de la caja. Señaló la etiqueta de embarque con el dedo, sin molestarse en enseñársela a Starling.
– Dirigida a usted en su domicilio de Arlington, agente especial Starling. Señor Montenegro, ¿quiere decirnos qué son estos artículos?
El diplomático italiano removió los objetos envueltos en papel de seda haciendo destellar sus gemelos.
– Veamos, esto son lociones, sapone di mandarle, el famoso jabón de almendras de Santa María Novella, en Florencia, de la farmacia del convento, y algunos perfumes. Es el tipo de cosa que se regala la gente cuando está enamorada.
– Han sido escaneados para comprobar las toxinas y los irritantes, ¿no, Clint? -preguntó Noonan al anterior supervisor de Starling.
Pearsall parecía avergonzado.
– Sí -respondió-. No tienen nada malo.
– Una prenda de amor -dijo Krendler con cierto regodeo-. Ahora vayamos a la epístola amorosa -desplegó la hoja de pergamino y la sostuvo haciendo visible la foto de periódico de Starling en el cuerpo de la leona alada; luego, le dio la vuelta para leer la letra redonda del doctor Lecter-. «¿Ha pensado alguna vez, Starling, en por qué los filisteos no la comprenden? Porque es usted la respuesta al acertijo de Sansón: usted es la miel en la boca del león.»
– Il miele dentro la leonessa, me gusta -dijo Montenegro, archivando la frase en la memoria por si se le presentaba la ocasión de usarla.
– ¿Que le gusta? -se asombró Krendler.
Con un gesto de la mano, el italiano declinó contestarle, al darse cuenta de que Krendler era incapaz de oír la música dé la metáfora de Lecter, o de percibir las evocaciones táctiles del regalo.
– El inspector general quiere que demos prioridad a esta cuestión, a causa de las ramificaciones internacionales -dijo Krendler-. El camino que se siga, el que los cargos sean administrativos o criminales, depende de lo que descubramos en nuestras pesquisas. Si el asunto toma la vía criminal, será visto por la Sección de Integridad Pública del Departamento de Justicia, que lo llevará a juicio. Se la informará con tiempo más que suficiente para que se prepare. Director Noonan…
Noonan respiró hondo y se dispuso a asestar el mazazo.
– Clarice Starling, queda en suspensión administrativa hasta el momento en que esta materia sea juzgada. Deberá entregar sus armas y su identificación del FBI. Se le revoca el acceso a cualquier dependencia del Bureau excepto a las públicas. Se la escoltará para salir del edificio. Por favor, entregue su arma reglamentaria e identificación al agente especial Pearsall. Adelante.
Al acercarse a la mesa, Starling vio a los hombres por un momento como bolos en una partida de campeonato. Hubiera podido cargarse a los cuatro antes de que ninguno llegara a echar mano a su arma. El momento pasó. Sacó su 45 y miró fijamente a Krendler mientras dejaba caer el cargador en la palma de la mano, lo depositaba sobre la mesa y hacía saltar el cartucho de la recámara. Krendler lo cogió en el aire y lo apretó en la mano hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
La placa y la identificación fueron detrás.
– ¿Tiene una segunda arma? -preguntó Krendler-. ¿Y un rifle?
– ¿Starling? -la urgió Noonan.
– Bajo llave en mi coche.
– ¿Otro equipo táctico?
– Un casco y un chaleco.
– Oficial, recupérelos cuando acompañe a la señorita Starling a su vehículo -dijo Krendler-. ¿Tiene un teléfono celular cifrado?
– Sí.
Krendler se volvió hacia Noonan con las cejas arqueadas.
– Devuélvalo también -dijo Noonan.
– Quiero decir algo, creo que estoy en mi derecho.
– Adelante -dijo Noonan mirándose el reloj.
– Esto es un montaje. Creo que Mason Verger intenta capturar al doctor Lecter por motivos personales. Creo que fracasó en Florencia. Creo que el señor Krendler puede estar actuando en combinación con Verger y quiere que los esfuerzos del FBI contra el doctor Lecter beneficien a Verger. Creo que Paul Krendler, del Departamento de Justicia, está obteniendo dinero de esto y que quiere destruirme para conseguir sus propósitos. El señor Krendler se ha comportado conmigo de una forma impropia con anterioridad y está actuando ahora movido por el despecho además de por intereses económicos. Esta misma semana me ha llamado «conejito de granja». Reto al señor Krendler a someterse conmigo a un detector de mentiras ante esta comisión. Estoy a su disposición. Podríamos hacerlo ahora mismo.
– Agente especial Starling, tiene usted suerte de no estar bajo juramento hoy… -empezó a decir Krendler.
– Pues tómemelo. Y jure usted también.
– Quiero asegurarle que, si no hay pruebas contra usted, tendrá derecho a reincorporarse a su puesto sin que quede constancia alguna en su expediente -dijo Krendler con su tono más amable-. Mientras tanto seguirá cobrando su sueldo y disfrutando de sus beneficios sanitarios y de su seguro. El cese administrativo no es en sí mismo punitivo, agente Starling, aproveche sus ventajas -continuó Krendler en un tono que se había vuelto confidencial-. De hecho, si quisiera aprovechar este lapso para que le quitaran esa mancha de la cara, estoy seguro de que nuestros médicos…
– No es ninguna mancha -dijo Starling-. Es pólvora. Aunque no me extraña que no sea capaz de reconocerla.
El policía federal esperaba con la mano tendida hacia ella.
– Lo siento, Starling -dijo Clint Pearsall, con el equipo de la agente en las manos.
Starling lo miró y él apartó la vista. Paul Krendler se le aproximó mientras los otros dejaban paso al diplomático para que saliera en primer lugar. Krendler empezó a decir algo entre dientes, la frase que tenía preparada:
– Starling, eres muy mayor para seguir…
– Perdone.
Era Montenegro. El esbelto diplomático se había dado la vuelta y se acercó a ella.
– Perdone -repitió Montenegro mirando a Krendler a los ojos hasta que éste se apartó con el rostro alterado-. Lamento lo que le ha ocurrido. Y le deseo que la declaren inocente. Le prometo que presionaré a la Questura de Florencia para que investiguen cómo se pagó la inserzione, el anuncio, que apareció en La Nazione. Si se le ocurre algo… que merezca la pena investigar en mi esfera de competencias, por favor, dígamelo e insistiré personalmente en que se haga.
Montenegro le dio una tarjeta, pequeña, gruesa y con las letras en relieve, e hizo como que no veía la mano que le ofrecía Krendler cuando abandonaba el despacho.
Los reporteros, a los que se había permitido cruzar la entrada principal para asistir a la inminente ceremonia, abarrotaban el patio. Unos pocos parecían saber dónde estaba la auténtica noticia.
– ¿Es necesario que me coja el codo? -le preguntó Starling al alguacil.
– No, señora, no lo es -respondió el policía, que le abrió paso entre la avalancha de micrófonos y el chaparrón de preguntas a voz en cuello.
Esta vez el del corte a navaja parecía estar al cabo de la calle. Las preguntas que le gritó fueron: «¿Es cierto que la han apartado del servicio por el caso Hannibal Lecter? ¿Espera imputaciones criminales? ¿Qué tiene que decir sobre las acusaciones de los italianos?».
En el garaje, Starling entregó su chaleco antibalas, su casco, su rifle y su segunda pistola. El alguacil esperó mientras ella descargaba la pequeña pistola y la limpiaba con un trapo húmedo de aceite.
– La vi disparar en Quantico, agente Starling -le dijo-. Yo llegué a los cuartos de final representando a mi cuerpo. Limpiaré su 45 antes de guardarlo.
– Gracias, oficial.
Se quedó remoloneando cuando Starling ya había entrado en el coche. Entonces dijo algo que el motor del Mustang le impidió oír. Starling bajó la ventanilla y el hombre se lo repitió:
– No sabe cómo siento lo que le han hecho.
– Gracias, oficial. Es muy amable de su parte.
Un coche de la prensa esperaba a la salida del garaje. Starling aceleró el Mustang para dejarlo atrás y le pusieron una multa por exceso de velocidad a tres manzanas del edificio J. Edgar Hoover. Los fotógrafos hacían fotografías mientras el policía de tráfico la redactaba.
El director adjunto Noonan estaba sentado ante la mesa de su despacho después de la reunión, frotándose las señales que le habían dejado las gafas en el caballete de la nariz.
El hecho de acabar con la carrera de Starling no lo preocupaba demasiado; siempre había pensado que había un elemento emocional en las mujeres que a menudo las invalidaba para el trabajo en el Bureau. Pero le dolía ver menospreciado a Jack Crawford. Jack había sido uno de los mejores. Puede que sintiera debilidad por aquella chica, pero la vida tenía esas cosas, y además la mujer de Jack estaba muerta y todo eso. Noonan recordaba cierta semana en que no había podido quitarle los ojos de encima a una estenógrafa y tuvo que librarse de ella antes de que pudiera llegar a causar problemas.
Volvió a ponerse las gafas y bajó en el ascensor hasta la biblioteca.
Crawford estaba sentado en la sala de lectura, con la cabeza apoyada en la pared. Noonan creyó que estaba dormido. Tenía la cara pálida y perlada de sudor. Abrió los ojos y resolló con la boca abierta.
– ¿Jack? -Noonan le palmeó el hombro y le puso la mano en la pegajosa frente. Al instante resonó su voz en la biblioteca-: ¡Eh, bibliotecario, llame a un médico!
Se llevaron a Crawford a la enfermería del edificio, y de allí a la Unidad de Vigilancia Intensiva de Cardiología del Memorial Jefferson Hospital.
Krendler no hubiera podido desear una cobertura más amplia. El nonagésimo cumpleaños del FBI incluía un recorrido de profesionales de los medios de comunicación por el nuevo centro de gestión de crisis. Los noticiarios televisivos aprovecharon al máximo aquella insólita posibilidad de acceso al edificio J. Edgar Hoover. La C-SPAN transmitió en directo la totalidad de las declaraciones del ex presidente Bush, junto con las del director. La CNN emitió resúmenes de todos los discursos, y el resto de las cadenas cubrieron la información para las noticias de la noche. Cuando los dignatarios descendieron del estrado, Krendler tuvo su oportunidad. El del corte a navaja, que esperaba junto al escenario, le hizo la pregunta del millón:
– Señor Krendler, ¿es cierto que la agente especial Clarice Starling ha sido relevada de la investigación en torno a Hannibal Lecter?
– Creo que sería prematuro, e injusto para la agente, hacer comentarios al respecto en este momento. Me limitaré a decir que la oficina del inspector general está estudiando el asunto relacionado con Lecter. Por ahora no se han puesto cargos contra nadie.
La CNN también se hizo eco del asunto:
– Señor Krendler, algunos medios de comunicación italianos especulan con la posibilidad de que el doctor Lecter haya recibido información de una fuente gubernamental, que le habría avisado para que huyera. ¿Es ése el motivo para la suspensión de la agente Starling? ¿Es ésa la razón por la que la oficina del inspector general ha tomado cartas en un asunto que parece más bien competencia de la Oficina de Responsabilidad Profesional?
– No puedo hacer comentarios respecto a lo aparecido en la prensa extranjera, Jeff. Lo que sí puedo afirmar es que la oficina del inspector general está investigando alegaciones que hasta el momento no han sido probadas. Tenemos tantas responsabilidades con respecto a nuestros agentes como con respecto a nuestros amigos europeos -dijo Krendler, poniendo el índice tieso como un Kennedy-. El caso Hannibal Lecter está en buenas manos, no sólo en las de Paul Krendler, sino también en las de expertos de todas las unidades del FBI y del Departamento de Justicia. Hemos puesto en marcha un proyecto que revelaremos a su tiempo, cuando haya dado los frutos apetecidos.
El casero alemán del doctor Lecter había equipado la casa con un enorme aparato de televisión Grundig, y había colocado un pequeño bronce de Leda y el Cisne encima de la ultramoderna caja del aparato, en un intento de integrarlo en el decorado de la sala.
El doctor Lecter estaba viendo una película titulada Breve historia del tiempo, sobre el gran astrofísico Stephen Hawking y su obra. La había visto muchas otras veces y aquélla era su parte favorita, el momento en el que la taza de té se cae de la mesa y se hace añicos contra el suelo.
Hawking, retorcido en su silla de ruedas, comenta las imágenes con su voz generada por ordenador:
«¿En qué consiste la diferencia entre el pasado y el futuro? Las leyes de la ciencia no distinguen entre ambos. Y sin embargo, existe una enorme diferencia entre pasado y futuro en la vida corriente.
»Hemos visto muchas veces una taza de té que cae de una mesa y se rompe en mil pedazos al llegar al suelo. En cambio, nunca hemos visto que los pedazos se unan de nuevo y vuelvan a la mesa de un salto.»
La película muestra la misma secuencia de imágenes rebobinada, y los fragmentos de la taza se reúnen y saltan a la mesa. Hawking continúa hablando:
«La continua progresión del desorden, o entropía, es lo que distingue al pasado del futuro y proporciona de ese modo una dirección al tiempo».
El doctor Lecter sentía gran admiración por la obra de Hawking y la seguía tan de cerca como le era posible a través de las revistas especializadas en matemáticas. Sabía que Hawking había creído en sus comienzos que el universo dejaría de expandirse y volvería a encogerse, y que la entropía podría dar marcha atrás. Más tarde Hawking afirmó que se había equivocado.
Lecter era bastante competente en el área de las ciencias exactas, pero Stephen Hawking se encuentra en un plano inalcanzable para el resto de los mortales. Durante años Lecter le había dado mil vueltas al problema deseando con todas sus fuerzas que Hawking hubiera estado en lo cierto al principio; que el universo dejara de expandirse, que la entropía se enmendara a sí misma, que Mischa, devorada, volviera a estar entera.
El tiempo. El doctor Lecter detuvo la cinta de vídeo y puso las noticias.
Todos los días aparece una lista de los reportajes de televisión y las noticias de prensa referentes al FBI en el sitio web del Bureau abierto al público. El doctor Lecter lo visitaba a diario para asegurarse de que seguían utilizando su fotografía antigua en «Los diez más buscados». De esta forma se enteró del aniversario del FBI con suficiente antelación para no perderse la cobertura televisiva. Se sentó en el gran sillón con su esmoquin y su corbata inglesa y vio mentir a Krendler. Lo miraba con los ojos entrecerrados, haciendo girar con suavidad la copa de coñac bajo la nariz. No había visto aquel pálido rostro desde que Krendler estuvo ante su jaula en Memphis, siete años atrás, justo antes de su huida.
En la cadena local de Washington vio a Starling recibiendo una multa de tráfico con los micrófonos metiéndose por la ventanilla del Mustang. Para entonces la televisión ya acusaba a Starling de «haber abierto una brecha en la seguridad nacional» con relación al caso Lecter.
Los ojos marrones del doctor se abrieron de par en par cuando las cámaras la enfocaron, y en la profundidad de sus pupilas las chispas volaron en torno a la imagen del rostro femenino. Retuvo entera y perfecta su apariencia mucho después de que desapareciera de la pantalla, y procuró fundirla con otra imagen, Mischa; las apretó una contra otra hasta que, del corazón de rojo plasma de su fusión, las chispas ascendieron llevando consigo una sola imagen en dirección este, hacia el cielo nocturno, para que girara con las estrellas sobre el mar.
A partir de ese momento, si el universo decidía contraerse, si el tiempo revertía y las tazas de té rotas se reintegraban, existiría un hueco en el mundo para Mischa. El lugar más valioso que el doctor Lecter era capaz de imaginar: el lugar de Starling. Mischa podría ocupar el lugar de Starling en el mundo. Si eso ocurría, si aquel tiempo retrocedía, la desaparición de Starling habría dejado libre a Mischa un espacio tan puro y radiante como la bañera de cobre en el jardín.
El doctor Lecter aparcó su camioneta a una manzana del Hospital de la Misericordia de Maryland y limpió las monedas con un paño antes de introducirlas en el parquímetro. Vestido con el mono acolchado que usan los trabajadores para protegerse del frío y con una gorra de visera larga para protegerse de las cámaras de seguridad, entró al edificio por la puerta principal.
Habían pasado mas de quince años desde la última vez que el doctor Lecter estuviera en el Hospital de la Misericordia, pero la disposición básica del centro no había cambiado. Encontrarse de nuevo en el lugar donde había iniciado su carrera médica no le produjo la menor emoción. Las áreas restringidas de los pisos superiores habían sufrido una renovación cosmética, pero debían de conservar prácticamente la misma distribución que en sus tiempos si las cianocopias de los planos que había visto en el Departamento de Inmuebles no mentían.
Un pase de visitante obtenido en el mostrador de la entrada le permitió acceder a las plantas de habitaciones. Recorrió el pasillo leyendo los nombres de los pacientes y los médicos en las puertas. Se encontraba en la unidad de convalecencia postoperatoria, a donde se trasladaba a los enfermos que habían sufrido una intervención cardiaca o craneal una vez que salían de cuidados intensivos.
Cualquiera que hubiera observado al doctor Lecter avanzar por el pasillo habría pensado que le costaba leer; movía los labios sin producir sonidos y se rascaba la cabeza de vez en cuando como un retrasado. Al cabo de un rato, se sentó en la sala de espera, desde donde podía ver la entrada al pasillo. Esperó hora y media entre ancianas que contaban tragedias familiares y soportó El preáo justo en la televisión. Por fin vio lo que había estado esperando, un cirujano que aún tenía puesta la bata verde del quirófano haciendo en solitario su ronda de visitas. Aquél era… El cirujano entró en una de las habitaciones para ver a un paciente… del doctor Silverman. El doctor Lecter se levantó rascándose la cabeza. Cogió un periódico desarmado de una mesita y salió de la sala de espera. Dos puertas más allá había otra habitación ocupada por otro paciente del doctor Silverman. El doctor Lecter se deslizó adentro. La habitación estaba en penumbra, el paciente, completamente dormido, con la cabeza y un lado de la cara aparatosamente vendados. En el monitor un gusano de luz daba brincos con regularidad.
El doctor Lecter se quitó a toda prisa el mono aislante y se quedó en bata quirúrgica. Se puso rundas de plástico en los zapatos, gorro, mascarilla y guantes. Se sacó del bolsillo una bolsa blanca para la basura y la desplegó.
El doctor Silverman abrió la puerta con la cabeza vuelta hacia el pasillo mientras hablaba con alguien. ¿Lo acompañaría una enfermera al interior del cuarto? No.
El doctor Lecter cogió la papelera y se puso a echar su contenido en la bolsa de la basura dando la espalda a la puerta.
– Perdone, doctor, enseguida me voy -dijo.
– No se preocupe -respondió el doctor Silverman, cogiendo la tablilla a los pies de la cama-. Continúe con su trabajo, por favor.
– Gracias, así lo haré -dijo el doctor Lecter al tiempo que le propinaba un golpe en la base del cráneo con la porra de cuero, poco más que un capirotazo atizado con un simple giro de la muñeca, en realidad, y lo sujetaba por el pecho mientras se desplomaba. Siempre sorprendía ver al doctor Lecter sosteniendo un cuerpo; tamaño por tamaño, era tan fuerte como una hormiga. Arrastró al doctor Silverman hasta el cuarto de baño y le bajó los pantalones. Lo dejó sentado en la taza del inodoro.
El cirujano se quedó con el torso doblado sobre los muslos. El doctor Lecter lo incorporó el tiempo suficiente para mirarle las pupilas y hacerse con las diversas tarjetas de identificación prendidas en la pechera de la bata quirúrgica.
Reemplazó las credenciales del cirujano con su propio pase de visita, invertido. Se colocó el estetoscopio alrededor del cuello enroscado al estilo de los profesionales y las complejas lentes quirúrgicas de aumento en la frente. Se guardó la porra de cuero en la manga.
Ahora estaba listo para internarse en el corazón del Hospital de la Misericordia.
El centro cumplía estrictamente las directrices federales en cuanto al manejo de drogas narcóticas. En la enfermería de cada planta se guardaban en un armario bajo llave. Para abrirlo eran necesarias dos llaves, en poder de la enfermera jefe y su primer ayudante. Además, se llevaba un estricto libro de registro.
En la zona de quirófanos, la más segura del hospital, cada sala recibía las drogas necesarias para la siguiente intervención unos minutos antes de que se introdujera al paciente. Las del anestesista se guardaban en una vitrina con una zona refrigerada y otra a temperatura ambiente, cerca de la mesa de operaciones.
Las existencias se almacenaban en un dispensario quirúrgico aparte, próximo a la sala de esterilización, que contenía cierto número de preparados que no era posible encontrar en el dispensario general del primer piso: poderosos tranquilizantes y exóticos sedantes hipnóticos que permiten realizar operaciones a corazón abierto y practicar cirugía cerebral sobre pacientes conscientes con los que es posible mantener una conversación.
El dispensario quirúrgico siempre estaba vigilado durante la jornada laboral y los armarios no estaban cerrados con llave cuando el farmacéutico se encontraba allí. En un emergencia de cirugía cardiovascular no hay tiempo para buscar llaves. El doctor Lecter, con la mascarilla puesta, empujó las puertas de vaivén que daban paso a la zona de quirófanos.
En un intento de desdramatizar el ambiente, habían pintado las paredes con distintas combinaciones de colores brillantes que hubieran dado la puntilla a cualquier moribundo. Junto al mostrador, unos cuantos cirujanos firmaban la entrada e iban desfilando hacia la sala de esterilización. El doctor Lecter levantó la tablilla de firmas y movió la pluma sobre ella sin llegar a escribir.
El horario del tablero informaba de que la primera intervención de la jornada, la extirpación de un tumor cerebral en el quirófano B, comenzaría dentro de veinte minutos. En la sala de esterilización el doctor Lecter se quitó los guantes, se lavó escrupulosamente hasta la altura de los codos, se secó las manos, se las empolvó y volvió a ponerse los guantes. Salió de nuevo al vestíbulo. El dispensario debía de ser la puerta siguiente de la derecha. La puerta, rotulada con una A y pintada de color albaricoque, tenía el rótulo GENERADORES DE EMERGENCIA. A continuación se encontraba la puerta de doble hoja del quirófano B. Una enfermera se colocó a su lado.
– Buenos días, doctor.
El doctor Lecter carraspeó bajo la mascarilla y murmuró un buenos días. Dio media vuelta hacia la sala de esterilización farfullando, como si hubiera olvidado alguna cosa. La enfermera se lo quedó mirando un momento y entró en el quirófano B. El doctor Lecter se quitó los guantes y los tiró al contenedor aséptico. Nadie le prestó atención. Cogió otro par. Su cuerpo seguía en la sala de esterilización, pero en realidad estaba recorriendo a toda velocidad el vestíbulo de su palacio de la memoria, pasando de largó junto al busto de Plinio y subiendo las escaleras que llevaban al Salón de Arquitectura. En una zona bien iluminada que dominaba la maqueta de Christopher Wren para la catedral londinense de San Pablo, las cianocopias del hospital lo esperaban sobre una mesa de dibujo. Los planos de los quirófanos del Hospital de la Misericordia, alineados uno junto a otro como en el Departamento de Inmuebles de Baltimore. Él estaba allí. El dispensario, ahí. No. Los planos estaban equivocados. La distribución debía de haber cambiado después de que se archivaran las cianocopias. Sobre el papel, los generadores aparecían al otro lado del vestíbulo, trente al quirófano A. Tal vez las etiquetas estuvieran confundidas. Tenía que ser eso. No podía permitirse dar vueltas de aquí para allá.
El doctor Lecter salió de la sala, empujó la primera puerta de la derecha y avanzó por el corredor que llevaba al quirófano A. La puerta de la izquierda. El rótulo decía «IRM». No, adelante. La siguiente puerta era el dispensario. Habían dividido el espacio en un laboratorio para imágenes por resonancia magnética y una zona separada para el almacenamiento de drogas.
La pesada puerta del dispensario estaba abierta, inmovilizada con una cuña. El doctor Lecter se coló en el interior rápidamente y cerró la puerta tras sí.
Un farmacéutico rechoncho ordenaba cajas acuclillado junto a los aparadores.
– ¿Puedo ayudarlo, doctor?
– Sí, por favor.
El joven empezó a erguirse, pero no pudo completar el movimiento. El falso cirujano le asestó un mamporro, y el farmacéutico se desplomó soltando una ventosidad.
El doctor Lecter se levantó el faldón de la bata quirúrgica y se lo remetió en el mandil de jardinero que llevaba debajo.
Recorrió con la mirada los aparadores de arriba abajo leyendo las etiquetas a la velocidad del rayo: Ambien, amobarbital, Amytal, clorohidrato, Dalmane, fluracepán, Halcion… Se guardó docenas de frascos en los bolsillos. Luego registró el refrigerador: midazolán, Noctec, escopolamina, Pentotal, quacepán, solcidem… En menos de cuarenta segundos, el doctor Lecter estuvo de vuelta en el pasillo cerrando tras sí la puerta del dispensario.
Volvió a la sala de esterilización y se miró en el espejo para asegurarse de que no se notaban los bultos. Sin prisa, cruzó de nuevo la puerta de vaivén con las tarjetas de identidad vueltas deliberadamente del revés, la mascarilla puesta y las lentes sobre los ojos con los cristales levantados; no sobrepasaba las setenta y dos pulsaciones mientras cambiaba saludos ininteligibles con otros médicos. Bajó en el ascensor, un piso, y otro, otro más, sin quitarse la mascarilla y con la vista en la tablilla que había cogido al azar.
Es posible que los visitantes que se aproximaban al hospital se extrañaran de que aquel médico llevara la mascarilla puesta hasta bajar la escalinata y estar lejos de las cámaras de seguridad. Y puede que los desocupados que remoloneaban por la calle se sorprendieran al ver que un médico conducía una camioneta tan vieja y destartalada.
En la planta de quirófanos, un anestesista, después de aporrear la puerta del dispensario, encontró al farmacéutico aún inconsciente; pasaron otros quince minutos antes de que echaran en falta las drogas.
Cuando el doctor Silverman volvió en sí, se encontró tumbado junto al inodoro con los pantalones bajados. No recordaba haber entrado en la habitación y no tenía la menor idea de dónde estaba. Se le ocurrió que podía haber sufrido un desvanecimiento, tal vez un pequeño ataque ocasionado por la presión de un violento retortijón de tripas. Dudaba si moverse por miedo a que se desprendiera un coágulo. Se arrastró despacio hasta que consiguió asomarse al pasillo haciendo gestos con la mano. Un examen reveló una ligera conmoción.
El doctor Lecter hizo otro par de visitas antes de volver a casa. Se detuvo en una oficina de correos de los suburbios de Baltimore el tiempo necesario para recoger un paquete que había encargado a través de Internet a una empresa funeraria. Era un esmoquin con la camisa y la corbata cosidas a la chaqueta y la parte posterior abierta.
Todo lo que necesitaba ahora era el vino, algo muy, muy festivo. Para eso tenía que trasladarse a Annapolis. Hubiera sido estupendo poder hacer el viaje con el Jaguar.
Krendler se había abrigado pata correr en la calle y había tenido que desabrocharse el chándal para evitar sobrecalentarse cuando Eric Pickford lo llamó a su casa de Georgetown.
– Eric, vaya a la cafetería y llámeme desde un teléfono público.
– ¿Cómo dice, señor Krendler?
– Haga lo que le digo.
Krendler se quitó los guantes y la cinta del pelo, y los dejó sobre el piano del salón. Con un dedo tocó el tema principal de Dragnet hasta que volvió a sonar el teléfono.
– Starling ha sido agente técnica, Eric. A saber lo que ha hecho con los teléfonos de su despacho. Hay que proteger los asuntos del gobierno.
– Sí, señor. Starling me ha llamado, señor Krendler. Quería recoger su planta y sus otras cosas, como ese pájaro del tiempo ridículo que bebe de un vaso. Pero me ha explicado algo que funciona. Me ha dicho que me olvidara del último dígito de los códigos postales de las suscripciones a revistas si la diferencia es de tres o menos. Dice que el doctor Lecter podría estar usando varios apartados de correos que estuvieran convenientemente cerca unos de otros.
– ¿Y?
– He conseguido un acierto de esa manera. La Revista de Neurofisiología va a una oficina de correos y el Physica Scripta y el ICARUS a otra. Están a unos quince kilómetros de distancia. Las suscripciones son a distintos nombres, pagados por giro postal.
– ¿Qué es ICARUS?
– Es la revista internacional de estudios sobre el sistema solar. Lecter fue uno de los primeros suscriptores hace veinte años. Las oficinas postales están en Baltimore. Suelen recibir las publicaciones alrededor del diez de cada mes. Tengo otra cosa; hace un minuto se ha vendido una botella de Cháteau… ¿cómo es, Yiquin?
– Sí, se pronuncia «IH-kán». ¿Qué pasa con eso?
– Ha sido en una de las mejores licorerías de Annapolis. Introduje la venta en la base de datos y coincide con la lista de fechas significativas que elaboró Starling. El programa identificó el año de nacimiento de Starling. El año que hicieron ese vino es el mismo que nació Starling. El sujeto pagó trescientos veinticinco dólares en metálico y…
– ¿Eso ha sido antes o después de que hablaras con Starling?
– Justo después, hace un minuto…
– Así que ella no sabe nada…
– No. Debería llamar…
– ¿Me estás diciendo que el vendedor te ha llamado por la venta de una sola botella?
– Sí, señor. Ella tiene un montón de notas, sólo hay tres botellas de ese vino en toda la costa este. Starling las tenía localizadas. La verdad, hay que quitarse el sombrero.
– ¿Quién las ha comprado? ¿Qué aspecto tenía?
– Varón blanco, altura mediana, con barba. Iba muy arropado.
– ¿Tiene cámara de seguridad esa tienda?
– Sí, señor, eso es lo primero que les pregunté. Les dije que enviaríamos a alguien para recoger la cinta. Pensaba hacerlo ahora. El dependiente que atendió a ese individuo no había leído el boletín, pero fue a decírselo al dueño por tratarse de una venta poco habitual. El dueño corrió afuera a tiempo para ver al sujeto, al menos cree que era él, subiendo a una camioneta vieja y marchándose. Gris con una prensa de tornillo en la parte trasera. Si se trata de Lecter, ¿cree usted que intentará entregarle la botella a Starling? Deberíamos ponerla sobre aviso.
– No -lo cortó Krendler-. No le digas nada.
– ¿Puedo avisar a los del VICAP y actualizar el expediente Lecter?
– No -lo atajó Krendler, pensando deprisa-. ¿Ha habido respuesta de la Questura sobre el ordenador de Lecter?
– No, señor.
– Entonces no puedes poner al día el VICAP hasta que estemos seguros de que Lecter no puede acceder a él. Podría tener el código de acceso de Pazzi. O Starling podría leerlo y darle el soplo otra vez de alguna forma, como hizo en Florencia.
– Vaya, es verdad, no había caído en eso. La oficina federal de Annapolis podría recoger la cinta.
– De eso me encargaré yo personalmente.
Pickford le dictó la dirección de la licorería.
– Sigue con lo de las suscripciones -le ordenó Krendler-. Puedes informar a Crawford de esto cuando vuelva al trabajo. Yo organizaré la vigilancia de las oficinas de correos a partir del día diez.
Krendler marcó el número de Mason; luego salió de su residencia de Georgetown y trotó hacia el parque Rock Creek.
En la penumbra cada vez más densa sólo se veían la cinta Nike blanca para el pelo, las zapatillas Nike blancas y la raya blanca a lo largo del costado de su oscuro chándal Nike, como si no hubiera nadie bajo los emblemas comerciales.
Fue una carrera a paso vivo de media hora. Oyó el zumbido de las hélices cuando tuvo a la vista la pista de helicópteros próxima al zoo. Se agachó bajo las aspas y alcanzó la cabina sin necesidad de interrumpir el trote. El ascenso del aparato lo emocionó, la ciudad, los monumentos iluminados empequeñeciéndose mientras subía a las alturas que se merecía, en dirección a Annapolis para recoger la cinta y llevársela a Mason.
– ¿Quieres enfocar el aparato de una puta vez, Cordell? -en la profunda voz de locutor de Mason, con sus consonantes sin labialidad, «aparato» y «puta» sonaban más bien como «ajaiato» y «juta».
Krendler estaba a su lado en la parte oscura de la habitación para ver mejor el monitor elevado. En el calor de aquel cuarto de enfermo, se había atado la chaqueta de su chándal de yuppie a la cintura y lucía su camiseta de Princeton. La cinta del pelo y las zapatillas destacaban a la luz del acuario.
En opinión de Margot, Krendler tenía hombros de pollo. Cuando él entró, apenas intercambiaron un saludo.
No había contador de revoluciones ni de tiempo en la cámara de la licorería, y el ajetreo del negocio en vísperas de las Navidades era considerable. Cordell hizo correr la cinta de un cliente a otro a lo largo de un montón de ventas. Mason mataba el tiempo mortificando a todo el mundo.
– ¿Qué dijiste cuando entraste en la tienda con tu chándal y enseñaste la chapa de hojalata, Krendler? ¿Que te estabas entrenando para la seguridad de las Olimpiadas? -Mason había acabado de perderle el respeto desde que Krendler había empezado a ingresar los cheques.
Krendler era incapaz de ofenderse cuando sus intereses estaban en juego.
– Dije que iba de incógnito. ¿Qué vigilancia le has puesto a Starling?
– Margot, explícaselo -dijo Mason, que al parecer prefería ahorrar su escaso aliento para los insultos.
– Hemos traído a doce hombres de nuestro servicio de seguridad de Chicago. Están en Washington. Han formado tres equipos, un miembro de cada uno es ayudante del sheriff en el estado de Illinois. Si la policía los sorprende cogiendo a Lecter, dirán que lo reconocieron y que es una acción cívica y bla, bla, bla. El equipo que lo capture se lo entrega a Carlo. Se vuelven a Chicago y aquí no ha pasado nada.
La cinta de vídeo seguía corriendo.
– Un momento… Cordell, retrocede treinta segundos -dijo Mason-. Mirad eso.
La cámara de la licorería cubría el área que iba de la entrada a la caja resgistradora.
En la borrosa, imagen sin sonido de la cinta, se veía entrar a un individuo con una gorra de visera larga, chaqueta de leñador y manoplas. Tenía las patillas largas y llevaba gafas de sol. Dio la espalda a la cámara y cerró la puerta cuidadosamente.
El comprador explicó al dependiente lo que quería en cuestión de segundos y lo siguió fuera de cámara, hacia los botelleros.
Pasaron tres minutos. Por fin, regresaron al encuadre. El dependiente limpió el polvo de la botella y la rodeó de borra antes de meterla en una bolsa. El cliente sólo se quitó la manopla derecha y pagó en metálico. La boca del dependiente se movió diciendo «gracias» a la espalda del hombre, que se dirigía hacia la salida.
Una pausa de unos segundos, y el dependiente llamó a alguien que estaba fuera de cámara. Un individuo corpulento apareció a su lado y corrió hacia la puerta.
– Ése es el propietario, el que vio la camioneta -explicó Krendler.
– Cordell, ¿puedes hacer una copia y aumentar la cabeza del cliente?
– Estará en un segundo, señor Verger. Pero será borrosa.
– Hazlo.
– No se quita la manopla izquierda -dijo Mason-. Puede que me hayan tomado el pelo con la radiografía que compré.
– Pazzi dijo que se había operado la mano, ¿no?, que ya no tenía el dedo de mas -dijo Krendler.
– Puede que Pazzi tuviera el dedo metido en el culo, ya no sé a quién creer. Tú lo conoces, Margot, ¿qué dices? ¿Era Lecter?
– Han pasado dieciocho años -respondió Margot-. Sólo asistí a tres sesiones con él y siempre se quedaba detrás de su escritorio, no daba paseos por el despacho. Era muy tranquilo. De lo que más me acuerdo es de su voz.
Se oyó la de Cordell en el interfono.
– Señor Verger, ha venido Carlo.
Carlo olía a cerdo, o peor. Entró en la habitación sosteniendo el sombrero contra el pecho y el hedor a embutido de jabalí rancio que emanaba de su cabeza obligó a Krendler a expulsar aire por la nariz. En señal de respeto, el secuestrador sardo inmovilizó en la boca el diente de venado que masticaba.
– Carlo, mira esto. Cordell, rebobina hasta el momento en que entra en la licorería.
– Ése es el stronzo hijo de la gran puta -dijo Carlo antes de que el sujeto del vídeo hubiera dado cuatro pasos-. La barba es reciente, pero tiene la misma forma de moverse.
– ¿Le viste las manos en Firenze, Carlo?
– Certo.
– ¿Cinco dedos en la izquierda, o seis?
– …Cinco.
– Has dudado.
– Porque tenía que decir cinque en inglés. Eran cinco, estoy seguro.
Mason separó las descarnadas mandíbulas, única forma de sonrisa que le quedaba.
– Me encanta. Lleva las manoplas para que los seis dedos sigan en su descripción -dijo.
Puede que la fetidez de Carlo hubiera penetrado en el acuario a través de la bomba de aireación. La anguila salió a echar un vistazo y se quedó fuera, dando vueltas y más vueltas, trazando su infinito ocho de Moebius, enseñando los dientes al respirar.
– Carlo, puede que acabemos este asunto pronto -dijo Mason-. Tú, Piero y Tommaso sois mi primer equipo. Confio en vosotros, aunque no pudisteis con él en Florencia. Quiero que tengáis a Clarice Starling bajo constante vigilancia el día anterior a su cumpleaños, el día de su cumpleaños y el siguiente. Os relevarán cuando esté dormida en su casa. Os daré un conductor y una furgoneta.
– Padrone -dijo Carlo.
– ¿Sí?
– Quiero un rato en privado con el dottore, por mi hermano Matteo -Carlo se santiguó al pronunciar el nombre del difunto-. Usted me lo prometió.
– Comprendo tus sentimientos perfectamente, Carlo. Tienes toda mi comprensión. Mira, quiero dedicarle al doctor Lecter dos sesiones. La primera noche, quiero que los cerdos le coman los pies con él viéndolo todo desde el otro lado de la barrera. Y lo quiero en buena forma para eso. Tráemelo en perfecto estado. Nada de golpes en la cabeza, ni huesos rotos ni lesiones en los ojos. Luego esperará una noche sin pies, para que los cerdos acaben con él al día siguiente. Hablaré con él un ratito, y después lo tendrás para ti solo durante una hora, antes de la última sesión. Te pediré que le dejes un ojo y que esté consciente para verlas venir. Quiero que les vea las caras cuando le coman la suya. Si tú, por decir algo, decides caparlo, lo dejo a tu discreción; pero quiero que Cordell esté presente para cortar la hemorragia. Y lo quiero filmado.
– ¿Y si se desangra el primer día en el corral?
– No se desangrará. Ni morirá durante la noche. Lo que hará esa noche es esperar mirándose los muñones. Cordell se ocupará de eso y reemplazará sus fluidos corporales, supongo que necesitará un gotero intravenoso para toda la noche, puede que dos.
– O cuatro si hace falta -se oyó decir por los altavoces a la voz desencarnada de Cordell-. Puedo hacerle incisiones en las piernas.
– Y tienes mi permiso para escupir y mear en los goteros al final, antes de que lo lleves al corral -dijo Mason a Carlo con su tono más cordial-. O correrte en ellos, si lo prefieres.
El rostro de Carlo se iluminó al imaginarlo; luego se acordó de la musculosa signorina y le dirigió una mirada culpable de reojo.
– Grazie mille, padrone. ¿Podrá venir a verlo morir?
– No lo sé, Carlo. El polvo de los graneros me sienta fatal. Quizá tenga que verlo por la tele. ¿Me traerás a alguno de los cerdos? Quiero tocar uno.
– ¿A esta habitación, padrone?
– No, ya me bajarán un momento conectado a la fuente de alimentación.
– Tendré que dormirlo, padrone -dijo Carlo dubitativo.
– Mejor una cerda. Tráela al césped, delante del ascensor. Puedes usar el elevador de carga sobre la hierba.
– ¿Piensan hacerlo con la furgoneta o con la furgoneta y un coche? -preguntó Krendler.
– ¿Carlo?
– Con la furgoneta sobra. Necesito un conductor.
– Tengo algo mejor para usted -dijo Krendler-. ¿Se puede dar más luz?
Margot accionó el interruptor y Krendler dejó su mochila sobre la mesa, junto al frutero. Se puso guantes de algodón y sacó lo que parecía un pequeño monitor con antena y una repisa para elevarlo, además de un disco duro externo y un compartimiento para las baterías recargables.
– Es difícil vigilar a Starling porque vive en un callejón sin salida y no hay donde esconderse. Pero tiene que salir, es una fanática del ejercicio al aire libre -los informó Krendler-. Ha tenido que apuntarse a un gimnasio privado porque no puede seguir usando el del FBI. La pillamos aparcada ante el gimnasio el jueves y le pusimos una baliza debajo del coche. Es una de ésas con ánodo de níquel y cátodo de cadmio, y se recarga cuando el motor se pone en marcha, así que no la descubrirá por quedarse sin batería. El programa informático incluye estos cinco estados contiguos. ¿Quién va a manejarlo?
– Cordell, ven aquí -dijo Mason.
Cordell y Margot se arrodillaron junto a Krendler, y Carlo se quedó de pie junto a ellos, con el sombrero a la altura de las narices de los otros.
– Miren esto -dijo Krendler accionado el interruptor-. Es como el sistema de navegación de un coche, excepto que muestra dónde está el coche de Starling -en la pantalla apareció un plano del centro de Washington-. Se hace zoom y se mueve el área con las flechas, ¿lo ven? Ahora no indica nada. Una señal de la baliza en el coche de Starling encendería este piloto y se oiría un pitido. Entonces se busca la fuente en la vista general y se utiliza el zoom. El pitido va más rápido conforme nos acercamos. Aquí está el barrio de Starling a escala de plano callejero. No hay señal del coche porque estamos fuera de cobertura. En cualquier punto del Washington metropolitano o de Arlington estaríamos dentro. Lo he sacado del helicóptero que me ha traído. Esto es el convertidor para el enchufe de corriente alterna de la furgoneta. Una cosa. Tienen que garantizarme que este aparato no caerá en las manos equivocadas. Podría tener un montón de problemas, esto aún no se vende en las tiendas de espías. O me lo devuelven o lo tiran al fondo del Potomac. ¿Entendido?
– ¿Lo has entendido, Margot? -preguntó Mason-. ¿Tú también, Cordell? Que cojan a Mogli de conductor y lo ponéis al corriente.