Un escrupuloso silencio rodeaba a Mason Verger. Sus empleados lo trataban como si acabara de perder a un hijo. Cuando le preguntaron cómo se sentía, respondió:
– Como si hubiera pagado un montón de dinero por un espagueti muerto.
Después de un sueño de varias horas, Mason ordenó que llevaran niños a la sala de juegos próxima a su habitación para hablar con uno o dos de los más traumatizados; pero no había niños con traumas disponibles a corto plazo, ni tiempo para que su proveedor de los barrios pobres le traumatizara a un par.
A falta de otras víctimas, hizo que su ayudante Cordell cortara las aletas a unas cuantas carpas y se las fuera echando a la anguila. Cuando el bicho se hartó, se escondió en su roca dejando el agua teñida de rojo y gris, y llena de iridiscentes jirones dorados.
Mason intentó martirizar a su hermana, pero Margot se retiró al gimnasio e hizo caso omiso de los mensajeros que le envió durante horas. Era la única persona de Muskrat Farm que se atrevía a desairar a Mason.
El sábado, en el noticiario vespertino de la televisión, pasaron una grabación de vídeo breve y mal editada obtenida de un turista, que mostraba la muerte de Rinaldo Pazzi antes de que se hubiera imputado el crimen al doctor Lecter. Áreas borrosas ahorraban a los telespectadores ciertos detalles anatómicos.
El secretario de Mason cogió el teléfono de inmediato para conseguir una copia sin editar, que llegó por helicóptero cuatro horas más tarde.
La grabación tenía un origen curioso.
De los dos turistas que estaban filmando el Palazzo Vecchio en el momento de los hechos, uno perdió la sangre fría y su cámara le quedó colgando de la muñeca mientras Pazzi se precipitaba al vacío. El otro, de nacionalidad suiza, sostuvo la suya con firmeza a lo largo de todo el episodio; incluso hizo un barrido a lo largo del cable, que no dejaba de agitarse y balancearse en la pantalla.
El videoaficionado, que se llamaba Viggert y trabajaba en una oficina de patentes, temió que la policía secuestrara su cinta y la RAI la obtuviera gratis. Llamó enseguida a su abogado en Lausana, hizo los trámites necesarios para asegurarse el copyright de las imágenes y, tras reñida puja, vendió los derechos de difusión a la cadena televisiva ABC News. Los derechos para publicar una serie de artículos en Estados Unidos fueron a parar en primer lugar al New York Post y después al National Tattler.
La grabación ocupó de inmediato el puesto que merecía entre los clásicos del terror televisivo: Zapruder, el asesinato de Lee Harvey Oswald y el suicidio de Edgar Bolger; pero Viggert habría de lamentar amargamente una venta tan prematura, es decir, anterior a que el crimen se imputara a Lecter.
La copia de las vacaciones de los Viggert obraba en poder de Mason en su integridad. Entre otras cosas mostraba a la familia suiza gravitando en torno a los cataplines del David de la Academia horas antes de los sucesos del Palazzo Vecchio.
Mason, que no apartaba el ojo encapsulado de la pantalla, sentía escaso interés por el trozo de carne que se balanceaba al final del cable eléctrico. La sucinta lección de historia que La Nazione y el Corriere della Sera dedicaron a los dos Pazzi ahorcados desde la misma ventana con quinientos veinte años de diferencia tampoco le importaba. Lo que consiguió mantenerlo en tensión, lo que pasó una, y otra, y otra vez, fue el barrido cable arriba hasta el balcón en el que una figura delgada recortaba su borrosa silueta contra la débil luz del interior, saludando con la mano. Haciendo señas a Mason. El doctor Lecter saludaba a Mason doblando la mano por la muñeca, como si dijera adiós a un niño.
– Hasta luego -replicó Mason desde la oscuridad-. Hasta luego -farfulló la profunda voz de locutor, temblorosa de rabia.
La identificación del doctor Hannibal Lecter como asesino de Rinaldo Pazzi proporcionó a Clarice Starling algo serio que hacer, a Dios gracias. Se convirtió en el enlace inferior defacto entre el FBI y las autoridades italianas. Merecía la pena aunar fuerzas para un objetivo común.
La vida de Starling había cambiado después del tiroteo en la operación antidroga. Ella y los otros supervivientes de la matanza en el mercado de Feliciana flotaban en una especie de limbo administrativo, a la espera de que el Departamento de Justicia cursara su informe a un oscuro Subcomité Judicial del Congreso.
Tras el hallazgo de la radiografía, Starling había matado el tiempo como interina altamente cualificada, cubriendo suplencias de instructores de baja o vacaciones en la Academia Nacional de Policía de Quantico.
A lo largo del otoño y del invierno, todo Washington perdió la chaveta a causa de un escándalo en la Casa Blanca. Los babosos reformistas gastaron más saliva de la que se había empleado en el insignificante pecadillo, y el presidente de Estados Unidos se tragó públicamente más basura de la que le correspondía tratando de evitar el impeachment.
En medio de semejante circo, algo tan baladí como una matanza en el mercado de Feliciana cayó en el olvido de la noche a la mañana.
Día a día una sombría certeza iba cobrando fuerza en el fuero interno de Starling: el servicio federal nunca volvería a ser lo mismo para ella. Estaba marcada. Cuando hablaban con ella, sus compañeros tenían la desconfianza pintada en los rostros, como si hubiera contraído una enfermedad contagiosa. Starling era lo bastante joven como para que aquel comportamiento la sorprendiera y le hiciera daño.
Lo mejor era mantenerse ocupada. Las peticiones de información sobre Hannibal Lecter procedentes de Italia llovían sobre la Unidad de Ciencias del Comportamiento, la mayoría de las veces por partida doble, pues el Departamento de Estado les transmida las copias cursadas por vía diplomática. Starling respondía con celeridad alimentando las líneas de fax y enviando los archivos sobre Lecter por correo electrónico. Le sorprendió comprobar hasta qué punto se había desparramado el material complementario en los siete años que mediaban desde la huida del doctor.
Su pequeño cubículo en los sótanos de la Unidad de Ciencias del Comportamiento era un maremágnum de papeles, borrosos faxes transatlánticos, ejemplares de periódicos italianos…
¿Qué podía enviar a los italianos que les fuera de utilidad? La pista a la que se habían agarrado con más desesperación era el único acceso desde el ordenador de la Questura al archivo VICAP unos pocos días antes de la muerte de Pazzi. Basándose en ello, la prensa italiana intentó rehabilitar al difunto dando por supuesto que el inspector trabaja en secreto para capturar al doctor Lecter y limpiar de ese modo su reputación.
En contrapartida, Starling se preguntaba qué información del caso Pazzi podría aprovechar el FBI si el doctor decidía regresar a Estados Unidos.
Jack Crawford no aparecía mucho por la Unidad, así que no podía pedirle consejo. Acudía con frecuencia a los tribunales, pues, a medida que se acercaba su jubilación, se veía obligado a deponer en muchos de los casos abiertos. Se tomaba cada vez más días por enfermedad, y cuando estaba en su despacho parecía cada vez más distante.
La imposibilidad de consultarle sus dudas provocaba en Starling periódicos ataques de pánico.
En los años que llevaba en el FBI, Starling había visto todo tipo de cosas. Sabía que si el doctor Lecter volvía a asesinar en Estados Unidos, las trompetas de la vacuidad atronarían en el Congreso, una algarabía de recriminaciones cruzadas se desataría en el Departamento de Justicia y el aquí-te-pillo-aquí-te-mato empezaría en serio. Los de Aduanas y Vigilancia de Fronteras serían los primeros en pagar el pato por haber permitido que entrara.
Las autoridades en cuya jurisdicción se cometiera el primer crimen exigirían toda la documentación relativa a Lecter, y los esfuerzos del FBI se concentrarían en la oficina local del Bureau. Más tarde, cuando el doctor atacara de nuevo, en cualquier otro lugar, todo se trasladaría allí.
Si conseguían capturarlo, las autoridades lucharían por adjudicarse el mérito como osos polares alrededor de una foca ensangrentada.
Era responsabilidad de Starhng prepararlo todo para la eventualidad del temido regreso, se produjera o no, olvidándose de su deprimente lucidez sobre lo que pasaría con la investigación.
Se hizo unas sencillas preguntas que hubieran parecido ridiculas a los trepadores que mosconeaban en las antesalas de los despachos. ¿Cómo podía hacer ni más ni menos que lo que había jurado hacer? ¿Cómo podía proteger a los ciudadanos y capturar al monstruo si le daba por regresar?
Era obvio que el doctor Lecter tenía excelente documentación y dinero a espuertas. Era brillante a la hora de esconderse. No había más que recordar la original sencillez de su primer escondite tras su huida de Memphis; se registró en un hotel de cuatro estrellas de
Saint Louis contiguo a una clínica de cirugía plástica. La mitad de los huéspedes llevaban la cara vendada. Hizo lo propio con la suya y vivió a cuerpo de rey con el dinero de un muerto.
Entre sus centenares de notas, Starling tenía las facturas del servicio de habitaciones. Astronómicas. Una botella de Bátard-Montrachet a ciento veinticinco dólares la unidad. Debió de saberle a gloria después de tantos años de rancho carcelario…
Clarice había pedido copias de todo lo relacionado con su estancia en Florencia, y los italianos no se habían hecho de rogar. Por la calidad de la impresión, supuso que debían de hacerlas con una fotocopiadora antediluviana.
Entre la documentación, recibida sin ningún orden, estaban los papeles personales del doctor Lecter encontrados en el Palazzo Capponi. Unos cuantos apuntes sobre Dante redactados con la letra que tan familiar le era a Starling, una nota para la señora de la limpieza, una factura del famoso colmado florentino Vera dal 1926 por dos botellas de Bátard-Montrachet y unos tartufi bianchi. La misma marca de vino; pero ¿qué era lo otro?
El Bantam New College Italian & English Dictionary de Starling le informó de que tartufi bianchi eran trufas blancas. Se puso en contacto con el chef de un buen restaurante italiano de Washington para hacerse una idea más exacta. Al cabo de cinco minutos tuvo que inventarse una disculpa porque el individuo había perdido la noción del tiempo explicándole su gusto exquisito.
El gusto. El vino, las trufas. El buen gusto en todo era una constante de las vidas norteamericana y europea del doctor Lecter, en su vida como psiquiatra de prestigio y como monstruo fugitivo. Puede que su cara fuera diferente, pero no ocurría lo mismo con sus gustos, y no era hombre que se privara de nada.
El buen gusto era un tema delicado para Starling, porque en ese terreno el doctor Lecter consiguió herirla en lo más vivo, al elogiarla por su agenda y burlarse de sus zapatos. ¿Cómo la había llamado? Una paleta ambiciosa y bien lavada, con una pizca de gusto.
Era buen gusto lo que echaba en falta en la rutina diaria de su vida laboral, mientras manejaba un equipo puramente funcional en aquel entorno utilitario.
Al mismo tiempo, su fe en la «técnica» estaba empezando a encogerse para dejar espacio a otra cosa.
Starling estaba cansada de tanta técnica. La fe en ella es la religión de los que trabajan en el filo de la navaja. Para enfrentarse a un criminal armado o luchar con él cuerpo a cuerpo se necesita creer que una técnica perfecta, que un duro entrenamiento garantizan que uno es invencible. Lo cual no es cierto, en especial por lo que respecta a los tiroteos. Se pueden reducir los riesgos, pero cuando se participa en suficientes tiroteos, lo más probable es acabar muerto en uno de ellos.
Starling lo había visto de cerca.
Ahora que había empezado a dudar de la religión de la técnica, ¿adonde podía volver los ojos?
En plena desorientación, en medio de la exasperante homogeneidad de sus días, empezó a prestar atención a la forma de las cosas. Empezó a dar crédito a sus reacciones viscerales ante las cosas, sin cuantíficarlas ni reducirlas a palabras. Por la misma época advirtió un cambio en sus hábitos de lectura. En otros tiempos tenía la costumbre de leer el pie de una imagen antes de mirarla. Ahora no. A veces ni siquiera las leía.
Durante años había hojeado revistas de moda a escondidas y con sentimientos de culpa, como si se tratara de pornografía. Ahora empezaba a reconocer en su fuero interno que algo en aquellas fotografías la hacía sentirse hambrienta. Dentro de la estructura de su mente, forjada por los luteranos para resistir al óxido de la ociosidad, estaba empezando a ceder a una deliciosa perversión.
Hubiera llegado a concebir aquella táctica de cualquier otro modo, pero el cambio de marea que se estaba produciendo en su interior aceleró el proceso. Le inspiró la idea de que el gusto del doctor Lecter por las cosas raras, por los productos con un mercado reducido, podía ser la aleta dorsal del monstruo, con la que cortaba la superficie haciéndose, al mismo tiempo, visible.
Starling estaba convencida de que podría descubrir alguna de sus identidades alternativas obteniendo y comparando listas informatizadas de clientes. Para ello tenía que conocer sus preferencias. Necesitaba conocerlo mejor que nadie en el mundo.
«¿Qué cosas sé que le gustan? Le gusta la música, el vino, los libros, la comida… Y yo.»
El primer paso para el desarrollo del propio gusto es estar dispuesto a valorar la propia opinión. En las áreas de la comida, el vino y la música, Starling tendría que estudiar los antecedentes del doctor y determinar lo que solía preferir en el pasado; pero había un campo en el que, como mínimo, era su igual. Los automóviles. Starling era una fanática de los coches, como cualquiera que hubiera visto su coche podía deducir.
Antes de su condena, el doctor Lecter había tenido un Bentley equipado con sobrealimentador. Con compresor de sobrealimentación, no con turbocompresor. Un coche trucado con un compresor de desplazamiento positivo tipo Roetes, es decir, sin retardador turbo. Starling comprendió de inmediato que el mercado de los Bentley trucados era tan reducido que el doctor no correría el riesgo de volver a entrar en él.
¿Qué compraría en la actualidad? Starling intuía el tipo de sensación que Lecter apreciaba. Un coche con motor sobrealimentado de ocho cilindros en uve, potente pero muy estable. ¿Qué compraría ella en el mercado actual?
Sin ninguna duda, un Jaguar XJR sedán con sobrealimentador. Envió faxes a los distribuidores de Jaguar de las costas este y oeste pidiéndoles listas semanales de sus ventas.
¿Qué otra cosa le gustaba a Lecter, de la que Starling supiera un montón?
«Le gusto yo», recordó.
Con qué presteza había respondido Lecter al saberla en apuros… Sobre todo teniendo en cuenta la demora que implicaba usar un servicio de reenvío para escribirle. Lastima que la pista de la máquina de franqueo automático no hubiera dado frutos; el aparato estaba en un sitio tan público que cualquier ladrón hubiera podido usarlo.
¿Cuánto tardaba en llegar a Italia el National Tattler? Por él se había enterado Lecter de que Starling tenía problemas, como demostraba el ejemplar que se había encontrado en el Palazzo Capponi. ¿Tenía una página web el diario sensacionalista? También era posible que hubiera leído el resumen de lo ocurrido en la web abierta al público del FBI, si disponía de ordenador en Italia. ¿Qué podría sacarse en claro a partir del ordenador del doctor Lecter?
Entre los objetos personales incautados en el Palazzo Capponi no figuraba ningún ordenador.
Pero Starling había visto algo. Buscó las fotos de la biblioteca del palacio. Ahí estaba la imagen del hermoso escritorio en el que Lecter le había escrito la carta. Encima había un ordenador. Un Phillips portátil. En las fotografías posteriores había desaparecido.
Haciendo uso del diccionario, redactó con dificultad un fax dirigido a la Questura en Florencia: «Fra le cose personali del dottor Lecter, c'é un computer portatile?».
De esta forma, pasito a paso, Clarice Starling inició la persecución del doctor Lecter por los vericuetos de sus gustos, con más confianza en sus piernas de la razonablemente justificada.
Cordell, el secretario de Mason Verger, empleando una muestra enmarcada sobre su escritorio, reconoció la elegante letra de inmediato. El papel era del Hotel Excelsior de Florencia, Italia.
Como un creciente número de ricos en la era de Unabomber, Mason hacía pasar su correspondencia por un fluoroscopio semejante al de la central de Correos.
Cordell se puso unos guantes y comprobó la carta. El fluoroscopio no detectó cables ni baterías. De acuerdo con las estrictas instrucciones de Mason, fotocopió la carta y el sobre manejándolos con pinzas, y se cambió de guantes antes de recoger las copias y entregárselas a Mason.
La inconfundible letra redonda de Lecter decía lo siguiente:
Querido Mason:
Gradas por ofrecer una recompensa tan sustanciosa por mi cabeza. Me gustaría que la aumentaras. Como sistema de localizarían a distancia, una recompensa es más efectiva que un radar. Inclina a las autoridades de todas partes a olvidarse de su deber y perseguirme por cuenta propia, con los resultados que has podido ver.
En realidad, te escribo para refrescarte la memoria en lo referente a tu antigua nariz. En tu inspirada entrevista en el Ladies' Home Journal sobre la represión de la droga aseguras que diste tu nariz, junto con el resto de tu cara, a unos chuchos, Skippy y Spot, que meneaban sus colitas a tus pies. Estás muy equivocado: te la comiste tú mismo, como aperitivo. Por el sonido crujiente que hacías mientras la masticabas, yo diría que tenia una consistencia similar a la de las mollejas de pollo. «¡Sabe apollo!», fue tu comentario en aquel momento. Me recordó los ruidos que hacen los franceses en los bistrots cuando se atiborran de ensalada de gésier.
¿A que ya no te acordabas, Mason?
Hablando de pollos, durante la terapia me contaste que, mientras pervertías a los niños desfavorecidos en tu campamento de verano, te diste cuenta de que el chocolate te irritaba la uretra. Tampoco te acordabas de eso, ¿a que no?
¿No se te ha ocurrido pensar que me contaste un montón de cosas de las que ahora no te acuerdas?
Hay un paralelismo indudable entre tu, Mason, y Jezabel. Como agudo estudioso de la Biblia que eres, te acordaras de que los perros se comieron el rostro de Jezabel, junto con todo lo demás, después de que los eunucos la arrojaran por la ventana.
Tu gente podía haberme asesinado en la calle. Pero me querías vivo, ¿verdad? Por el aroma de tus sicarios, es obvio cómo planeabas tratarme. Mason, Mason. Ya que tienes tantísimas ganas de verme, deja que te dedique unas palabras de consuelo. Y ya sabes que no miento nunca.
Antes de morir, me verás la cara.
Todo tuyo,
Hannibal Lecter, DM
PD. Me preocupa, sin embargo, que no vivas hasta entonces, Mason. Debes evitar las nuevas cepas de neumonía. Tienes que cuidarte, propenso como eres (y seguirás siendo) a contraerla. Te recomiendo vacunación inmediata, así como inyecciones para inmunizarte ante la hepatitis Ay B. No quiero perderte antes de tiempo.
Mason parecía un tanto sofocado cuando finalizó la lectura. Esperó, esperó y cuando cogió el ritmo del respirador dijo alguna cosa, que Cordell no consiguió entender.
El secretario se inclinó junto a su boca y fue recompensado con una lluvia de saliva.
– Ponme al teléfono con Paul Krendler. Y con el porquero.
El mismo helicóptero en el que Mason recibía a diario los periódicos extranjeros trasladó a Muskrat Farm al ayudante del inspector general, Paul Krendler.
La siniestra presencia de Mason y el cuarto a oscuras con los siseos y suspiros de la máquina y las danzas de la incansable anguila bastaban para que Krendler se sintiera incómodo; por si fuera poco, tuvo que tragarse el vídeo de la muerte de Pazzi una y otra vez.
Siete veces contempló a los Viggert posando alrededor de la virilidad del David, y otras tantas, la caída de Pazzi y el desbordamiento de sus visceras. A la séptima, Krendler creyó que también al David se le saldrían las tripas.
Por fin se encendieron las potentes luces de la zona de visitas, que empezaron a achicharrar el cuero cabelludo de Krendler, brillante bajo el corte al cepillo.
Los Verger tenían un sexto sentido para la rapacidad, así que Mason empezó por lo que Krendler quería para sí. Su voz salió de la oscuridad ajusfando las frases al ritmo del respirador.
– No quiero que me expliques… todo tu programa político… ¿Cuánto hace falta?
Krendler quería hablar con Mason en privado, pero no estaban solos. Una figura de hombros anchos y magnífica musculatura recortaba su oscura silueta contra el resplandor del acuario. La idea de que un guardaespaldas escuchara la conversación lo ponía nervioso.
– Preferiría que estuviéramos solos… ¿Te importa decirle a tu amigo que se vaya?
– Es Margot, mi hermana -dijo Mason-. Puede quedarse.
Margot salió de la oscuridad haciendo sisear su culotte de ciclista.
– Oh, cuánto lo siento… -se disculpó Krendler, levantándose a medias del asiento.
– Qué hay -dijo ella.
Pero en lugar de aceptar la mano que le ofrecía el hombre, cogió un par de nueces del cuenco de la mesa y, apretándolas en el puño hasta reventarlas con un crac, volvió a la penumbra del acuario, donde era de suponer que se las comió. Krendler oyó caer al suelo las cascaras.
– Muy bien, te escucho -dijo Mason.
– Por echar a Lowenstein del distrito veintisiete, diez millones de dólares mínimo -Krendler, que no estaba seguro de la ubicación de la cama, cruzó las piernas y dirigió la vista»a un punto de la oscuridad-. Lo necesitaré sólo para los medios de comunicación. Pero te garantizo que es vulnerable. Estoy en condiciones de saberlo.
– ¿Qué problema tiene?
– Diremos simplemente que su conducta no…
– Bueno, pero ¿qué es, dinero o un chochete? Krendler no se sentía cómodo diciendo «chochete» delante de Margot, por más que a Mason no parecía importarle.
– Está casado y hace años que tiene un asunto con una jueza del Tribunal de Apelación del estado. La juez ha fallado a favor de varios de los contribuyentes a su campaña. Lo más probable es que sea pura casualidad, pero cuando la televisión lo condene estará acabado.
– ¿El juez es una mujer? -preguntó Margot. Krendler asintió. Sin saber si Mason podía verlo, añadió:
– Sí, una mujer.
– Qué lástima -dijo Mason-. Hubiera sido mejor que fuera un invertido, ¿no te parece, Margot? De todas formas, no puedes echarle esa mierda encima tú mismo, Krendler. No puede salir de tí.
– Hemos diseñado un plan que ofrece a los votantes…
– Tú no puedes arrojarle esa mierda -repitió Mason.
– Me limitaré a asegurarme de que el Comité de Inspección Judicial sepa adonde mirar, de forma que se le echen encima cuando salte la liebre. ¿Dices que puedes ayudarme?
– Te ayudaré con la mitad.
– ¿Cinco?
– No seas tímido, Krendler. ¿Qué es eso de «cinco»? Vamos a decirlo con el respeto que merece: cinco millones de dólares. El Señor me ha bendecido con mi dinero. Y con él pienso hacer Su santa Voluntad. Lo tendrás sólo si Hannibal Lecter llega limpiamente a mis manos -Mason respiró el tiempo de unos pocos latidos-. Si es así, te convertirás en el señor congresista Krendler del distrito veintisiete, libre y limpio, y todo lo que te pediré en el futuro será que te opongas al Acta de Derechos de los Animales. Si el FBI coge a Lecter, la pasma lo encierra donde sea y se libra de él con una inyección letal, despídete de mí.
– Si lo capturan dentro de una jurisdicción local, no podré hacer nada. Ni si la gente de Crawford lo atrapa en un golpe de suerte. Eso no lo puedo controlar.
– ¿En cuántos estados con pena de muerte hay cargos contra Lecter? -preguntó Margot con una voz áspera pero tan profunda como la de su hermano a causa de las hormonas.
– En tres, por asesinato múltiple en primer grado en todos.
– Quiero que lo juzgen en el estado donde lo detengan -dijo Mason-. Nada de secuestro, ni violación de los derechos civiles, ni ningún otro cargo supraestatal. Quiero que se libre de la pena de muerte, y lo quiero en una prisión estatal, no en una jaula federal de máxima seguridad.
– ¿Hace falta que pregunte por qué?
– No a menos que quieras que te lo explique. No tiene nada que ver con el Acta de Derechos de los Animales, te lo aseguro -dijo Mason, que no pudo contener la risa.
Tanta charla lo había extenuado. Hizo una seña a Margot.
La mujer cogió una libreta, se acercó a la luz y leyó sus propias anotaciones.
– Queremos toda la información que se consiga y la queremos antes que los de Ciencias del Comportamiento. Queremos los informes de la Unidad de Ciencias del Comportamiento en cuanto los introduzcan en la base de datos, y queremos los códigos de acceso al VICAP y al Centro Nacional de Información sobre el Crimen.
– Sólo se puede acceder al VICAP llamando desde un teléfono público -dijo Krendler, que seguía hablando hacia la oscuridad como si no tuviera delante a la mujer-. ¿Cómo piensa hacerlo?
– Es que no pienso hacerlo -replicó Margot.
– Lo hará -susurró Mason-. Crea programas para las máquinas de los gimnasios. Es su pequeño negocio, para no tener que vivir a expensas de su hermanito.
– El FBI tiene un sistema cerrado y parte de él está cifrado. Tendrá que acceder desde una localización autorizada, exactamente como yo le diga, y bajar la información a un portátil programado en el Departamento de Justicia -explicó Krendler-. De esa forma, si el VICAP introduce un virus trazador en la información, irá directamente al Departamento de Justicia. Compre un portátil potente y un buen módem con dinero en metálico a un mayorista, y no envíe la garantía por correo. Compre también una tarjeta descompresora. Y no lo utilice para navegar en Internet. Lo necesitaré de un día para otro y lo quiero de vuelta cuando todo haya acabado. Me pondré en contacto con ustedes. Entonces, ya está, eso es todo -y se puso en pie recogiendo sus papeles.
– No, no es todo, señor Krendler… -replicó Mason-. Lecter no tiene ningún motivo para asomar las orejas. Tiene dinero para esconderse eternamente.
– ¿De dónde lo ha sacado? -preguntó Margot.
– A su consulta de psiquiatra iban unos cuantos viejos muy ricos -explicó Krendler-. Consiguió que lo nombraran heredero de un montón de dinero y acciones, y los escondió bien. Hacienda no ha sido capaz de dar con ellos. Exhumaron los cuerpos de una pareja de benefactores para comprobar si los había matado, pero no pudieron probar nada. El escáner no encontró toxinas.
– Así que no lo cogerán en un atraco, tiene dinero de sobras -dijo Mason-. Hay que engañarlo para que salga de su escondite. Empieza a pensar en maneras de hacerlo.
– Se imaginará de dónde le vino el golpe de Florencia -dijo Krendler.
– No me digas.
– Y te querrá a ti.
– No estoy tan seguro. Yo le gusto tal como soy. Anda, Krendler, sigue pensando -dijo Mason, y se puso a tararear.
Todo lo que el inspector general adjunto oyó mientras salía fue el mosconeo de Mason, que tenía costumbre de canturrear himnos religiosos mientras tramaba algo: «Ya tienes tu cebo, Krendler. Pero ya hablaremos cuando hayas hecho un ingresó banCarlo que te incrimine. Cuando me pertenezcas».
En el cuarto de Mason no queda más que la familia, el hermano y la hermana.
Música y luz suave. Música del Magreb, laúd y tambores. Margot está sentada en el sofá, con la cabeza baja y los codos en las rodillas. Hubiera podido tratarse de una lanzadora de martillo olímpico esperando su turno, o de una levantadora de pesas descansando en el gimnasio después de un entrenamiento. Respira un poco más deprisa que el respirador de Mason.
La canción termina y Margot se levanta y se acerca a la cabecera de la cama. La anguila asoma la cabeza por el agujero de la roca artificial y mira hacia su ondulado cielo de plata por si barrunta otro chaparrón de carpa para esta noche. Margot se esfuerza por dulcificar su áspera voz.
– ¿Estás despierto?
En un instante Mason está presente tras su ojo siempre abierto.
– ¿Ha llegado la hora de hablar de… -un siseo de inhalación- lo que quiere Margot? Anda, siéntate aquí, en las rodillas de Santa Claus.
– Ya sabes lo que quiero.
– Dímelo otra vez.
– Judy y yo queremos un niño. Queremos un Verger, nuestro propio hijo.
– ¿Y por qué no compráis un chinito? Están más baratos que los lechones.
– Sería una buena obra. Podríamos hacer eso también.
– ¿Y qué dirá papá? «…A un familiar directo, confirmado como mi descendiente por el laboratorio Cellmark o uno similar mediante la prueba del ADN, todas mis propiedades una vez desaparecido mi querido hijo Mason.» Su querido hijo Mason: ése soy yo. «En caso de no existir tal heredero, el único beneficiario será la Convención Baptista Sureña, con cláusulas específicas a favor de la Universidad Baylor de Waco, Texas.» A papá le jodio un montón lo de tus tortillas, Margot.
– Puedes pensar lo que quieras, Mason, pero no es por el dinero; bueno, un poco sí, pero ¿es que no quieres un heredero? También sería tu heredero, Mason.
– ¿Por qué no te buscas un buen semental y le das un poco de metesaca? No puede decirse que no sepas hacerlo.
La música marroquí vuelve a sonar, y el exasperante bordoneo del laúd parece azuzar la ira contenida de Margot.
– Me he jodido yo misma, Mason. Se me han secado los ovarios con todo lo que me he metido. Además, quiero que Judy participe. Quiere ser la madre. Mason, dijiste que si te ayudaba… Me prometiste tu esperma.
Los dedos de araña de Mason le hicieron un gesto.
– Sírvete tu misma. Si es que sigue ahí.
– Mason, lo más probable es que tu esperma siga siendo viable, y te aseguro que es muy fácil cosecharlo sin que sufras molestias…
– ¿Cosechar mi esperma viable? Me parece que has estado hablando con alguien.
– Sólo con la clínica de fertilidad, es confidencial -las facciones de Margot se suavizaron, incluso a la luz fría del acuario-. Seríamos unas madres estupendas, Mason. Hemos ido a clases de paternidad, y Judy viene de una familia numerosa y unida. Además, existe un grupo de apoyo para parejas de madres.
– Solías conseguir que me corriera cuando éramos niños, Margot. Me hacías descargar como si tuvieras un motor en la muñeca. Y a toda hostia.
– Me hiciste daño cuando era pequeña, Mason. Me hiciste daño y me dislocaste el codo obligándome a lo otro. Sigo sin poder levantar más de cuarenta kilos con el brazo izquierdo.
– Es que no querías comerte el chocolate. Y ya te dije que hablaríamos de lo del niño algún día, hermanita, cuando acabe este trabajo.
– Sólo te pido que te hagas el análisis -dijo Margot-. El médico te sacará una muestra sin hacerte daño…
– ¿Qué daño me va a hacer, si no puedo sentir nada ahí abajo? Podrías chupármela hasta ponerte azul, y te aseguro que no sería lo mismo que la primera vez. Ya me lo han hecho otros y no ha pasado nada.
– El médico te sacará un poco, sólo para ver si tu esperma da señales de motilidad. Judy ya está tomando Clomid. Estamos controlando su ciclo, hay un montón de cosas por hacer…
– En todo este tiempo, no he tenido el gusto de conocer a Judy. Cordell dice que es patizamba. ¿Cuánto hace que os lo montáis tú y ella, Margot?
– Cinco años.
– ¿Por qué no la traes un día? Podríamos… hacer algo juntos, por decirlo así.
Los tambores magrebíes acaban con un seco manotazo que deja un silencio resonante en los oídos de Margot.
– ¿Por qué no te apañas con el Departamento de Justicia tú sólito? -le susurró pegando la boca a su oreja-. ¿Por qué no intentas llegar a una cabina telefónica con el jodido portátil? ¿Por qué no pagas a unos cuantos espaguetis más para coger al tío que convirtió tu cara en comida para perros? Dijiste que me ayudarías, Mason.
– Y lo haré. Sólo tengo que pensar en el mejor momento.
Margot reventó dos nueces y dejó caer las cascaras sobre la sábana.
– No te lo pienses mucho, preciosidad.
Su culotte de ciclista siseó como el vapor de una olla exprés mientras abandonaba el cuarto.
Ardelia Mapp cocinaba cuando le apetecía, pero una vez metida en harina el resultado era excelente. Su escuela era mitad jamaicana, mitad de la costa de Carolina del Sur, y en aquel momento se disponía a preparar pollo al estilo sureño. Estaba quitando las pepitas a un pimiento que sostenía con cuidado por el tallo mientras regañaba a Starling, atareada con los pollos, la cuchilla de carnicero y la tabla de cortar.
– Si dejas los trozos enteros, Starling, no van a coger el mismo gusto que si los cortas -le explicó, y no por primera vez-. Así -dijo cogiendo el hacha y golpeando una pechuga con tal fuerza que las esquirlas de hueso se le clavaron en el delantal-. ¿Has visto? Pero ¿cómo se te ocurre tirar las cabezas? Vuelve a echarlas ahí ahora mismo, anda -y un minuto más tarde-: He estado en la oficina de correos, facturando los zapatos para mi madre.
– Yo también he ido. Podía haberlos llevado yo.
– ¿Y no te han dicho nada?
– No.
Mapp, nada sorprendida, asintió.
– Los tambores dicen que están controlando tu correo.
– ¿Quién lo ha ordenado?
– Una directiva confidencial del inspector de Correos. No lo sabías, ¿verdad?
– No.
– Pues di que te has enterado por otro conducto, no quiero que mi amigo de correos pague el pato.
– Vale -Starling dejó la hachuela un momento-. ¡Dios, Ardelia!
Mientras estaba ante el mostrador de la oficina de correos comprando sellos, no había notado nada en las caras inexpresivas de los atareados funcionarios, la mayoría afroamericanos y varios conocidos suyos. Estaba claro que alguien quería ayudarla, aunque hacerlo suponía arriesgarse a ser acusado de un delito y perder la pensión. Estaba claro que ese alguien confiaba más en Ardelia que en ella. Aunque angustiada, Starling se sintió feliz por haber recibido un favor de la comunidad afroamericana. Tal vez debiera interpretarlo como un reconocimiento tácito de que había actuado en defensa propia en el asunto de Evelda Drumgo.
– Ahora coges las cebolletas, las machacas con el mango del cuchillo y las vas echando aquí. Machaca también lo verde -le indicó Ardelia.
Finalizados los trabajos preparatorios, Starling se lavó las manos. Luego fue al cuarto de estar de Ardelia, tan ordenado como de costumbre, y se sentó. Ardelia llegó al cabo de un minuto secándose las manos en un paño de cocina.
– ¿Qué coño de mierda es ésta, joder? -dijo Ardelia.
Tenía la costumbre de soltar una sarta de juramentos justo antes de enfrentarse a algo que tuviera auténtica mala pinta, una versión moderna del clásico silbido en la oscuridad.
– No tengo ni puta idea -contestó Starling-. ¿Quién será el cabrón que anda mirándome las cartas?
– Mis amigos no pueden llegar más arriba del inspector de Correos.
– Esto no tiene nada que ver con el tiroteo, ni con Evelda -aseguró Starling-. Si me están leyendo el correo, tiene que ser por el doctor Lecter.
– Pero si siempre les has enseñado todo lo que te ha mandado… Tienes que aclarar esto con Crawford.
– Pero cagando leches. Si me está controlando la Oficina de Responsabilidades Profesionales del Bureau, puedo averiguarlo. Creo. Si es la de Justicia, no lo sé.
El Departamento de Justicia y su filial, el FBI, tienen Oficinas de Responsabilidades Profesionales separadas, que en teoría cooperan y a veces entran en conflicto. Esos conflictos se conocen puertas adentro como «competiciones de a-ver-quién-mea-mas-alto», y los agentes que se ven cogidos entre los dos chorros se ahogan en bastantes ocasiones. Para colmo, el inspector general del Departamento de Justicia, un cargo político, puede intervenir cuando le parezca oportuno y zanjar un caso peliagudo.
– Si saben que Hannibal Lecter está planeando algo, si creen que anda cerca, tienen que comunicártelo para que puedas tomar precauciones. Starling, ¿alguna vez… lo has sentido a tu alrededor?
– No suelo pensar en él -dijo Starling sacudiendo la cabeza-. No de esa manera. Antes pasaba mucho tiempo sin acordarme siquiera. ¿Sabes esa sensación como de plomo, esa sensación gris y pesada, cuando algo te da miedo? Ni siquiera siento eso. Sólo pienso que, si estuviera en peligro, lo sabría.
– ¿Qué harías, Starling? ¿Qué harías si te lo encontraras frente a frente? ¿Sin esperártelo? ¿Lo has pensado alguna vez? ¿Te le echarías encima?
– Si consiguiera encontrármelo, se la metería por el culo.
Ardelia se rió.
– Y luego, ¿qué?
La sonrisa desapareció de los labios de Starling.
– Se le habría acabado el cuento.
– ¿Podrías dispararle?
– ¿Estás de broma? ¿Para evitar que convirtiera mi hígado en foie gras? Dios mío, Ardelia, espero que no ocurra nunca. Me alegraré si lo encierran sin que nadie más salga herido, incluido él. Pero a veces pienso que si alguna vez lo acorralan, me gustaría ser yo la que estuviera allí.
– No digas eso ni en broma.
– Conmigo tendría más posibilidades de salir vivo. No le dispararía por estar asustada. No es el hombre lobo. Lo que pasara dependería de él.
– ¿Es que no te asusta? Más vale que te asuste un poco.
– ¿Sabes lo que me asusta de él, Ardelia? Que te dice la verdad. Me gustaría que se librara de la inyección. Si lo consigue y lo mandan a una institución, los especialistas están lo bastante interesados en estudiarlo como para proporcionarle el tratamiento adecuado. Y no tendrá problemas con compañeros de celda. Si estuviera en chirona le hubiera agradecido su carta. No puedo menospreciar a un hombre lo bastante loco como para decir la verdad.
– Por el motivo que sea alguien anda metiendo la nariz en tu correo. Consiguieron una orden judicial y está bien guardada en algún sitio. No están vigilando la casa todavía, porque nos hubiéramos dado cuenta -dijo Ardelia-. No me extrañaría que esos hijos de puta supieran que Lecter viene hacia aquí y no te hubieran avisado. Vigila mañana.
– El señor Crawford nos lo hubiera dicho. No pueden organizar nada importante contra el doctor Lecter a espaldas de Crawford.
– Jack Crawford es historia, Starling. En ese punto estás ciega. ¿Y si están montando algo contra ti? Por tener una boquita tan grande, por no dejar que Krendler se te metiera en la cama. ¿Y si hay alguien que está intentando acabar contigo? Oye, ahora sí que hablo en serio con lo de ocultar mi fuente.
– ¿Hay algo que podamos hacer por tu amigo el de correos? ¿Podemos corresponderle?
– ¿Quién crees que viene a cenar?
– Ésta sí que es buena, Ardelia… Espera un momento, creía que era yo la que estaba invitada a cenar.
– Puedes llevarte un poco a casa.
– Muy agradecida.
– De nada, cariño. Será un placer.
Cuando Starling era niña tuvo que mudarse de una casa de madera que hacía crujir el viento al sólido edificio de ladrillos rojos del Orfanato Luterano.
El destartalado domicilio de su primera infancia tenia una cocina caliente donde podía compartir una naranja con su padre. Pero la muerte sabe el camino a las casas humildes, en las que vive gente con trabajos peligrosos y sueldos de miseria. Su padre salió de aquella casa en su vieja furgoneta para hacer una patrulla nocturna de la que nunca regresaría.
Starling escapó de su hogar adoptivo en un caballo destinado al matadero mientras sacrificaban a los corderos, y encontró algo parecido a un refugio en el Orfanato Luterano. Desde aquella época, las grandes y sólidas estructuras institucionales la hacían sentirse segura. Puede que los luteranos anduvieran escasos de calor y naranjas, y sobrados de Jesús, pero las normas eran las normas, y si las comprendías todo iba como la seda.
Mientras el reto consistiera en superar pruebas competitivas pero impersonales o en hacer trabajos de calle, sabía que su lugar estaba seguro. Pero Starling carecía de aptitudes para los cabildeos de despacho.
Ahora, mientras salía de su Mustang a primera hora de la mañana, las altas fachadas de Quantico ya no eran el gran regazo de ladrillos donde refugiarse. Vistas desde el aparcamiento, a través de las ondulaciones del aire, hasta las puertas de entrada parecían torcidas.
Hubiera querido ver a Jack Crawford, pero no le daba tiempo. La filmación en Hogan's Alley empezaría en cuanto el sol estuviera lo bastante alto.
La investigación de la matanza en el mercado de Feliciana requería una reconstrucción de los hechos filmada en la pista de tiro de Hogan's Alley, donde habría que justificar cada tiro y cada trayectoria.
Starling tuvo que interpretar su papel. La furgoneta camuflada que usaron era la original, con los agujeros de bala más recientes taponados con masilla sin pintar. Una y otra vez saltaron del cochambroso vehículo, una y otra vez el agente que hacía de John Brigham cayó de bruces y el que hacía de Burke se retorció en el suelo. El simulacro, en el que se empleó munición de fogueo, la dejó molida.
Acabaron bien pasado el mediodía.
Starling guardó su equipo especial y encontró a Jack Crawford en el despacho.
Había vuelto a llamarlo «señor Crawford», y el hombre, que parecía cada vez más distraído, se mostraba distante con todo el mundo.
– ¿Quiere un Alka-Seltzer, Starling? -le ofreció cuando la vio en la puerta.
Crawford tomaba unos cuantos específicos a lo largo del día, además de ginseng, palmito sierra, hierba de san Juan y aspirina infantil. Las iba cogiendo de la palma de la mano con un cierto orden, y echaba atrás la cabeza como si se estuviera atizando un lingotazo.
En las últimas semanas había empezado a colgar la chaqueta del traje en la percha del despacho y ponerse un jersey tejido por su difunta esposa. Ahora a Starling le parecía más viejo que cualquier recuerdo que conservara de su propio padre.
– Señor Crawford, alguien está abriendo parte de mi correspondencia. No lo hacen muy bien. Parece que despegan la cola con el vapor de una tetera;
– Comprobamos tu correo desde que Lecter te escribió.
– Hasta ahora se limitaban a pasar los paquetes por el fluoroscopio. Eso es estupendo, pero soy capaz de leer mis propias cartas. Nadie me ha dicho nada.
– No es cosa de nuestra Oficina de Responsabilidades Profesionales.
– Tampoco del adjunto Dawg, señor Crawford. Es algún pez lo bastante gordo como para conseguir una orden de suspensión del título tercero debidamente autorizada.
– ¿No dices que parecen aficionados? -se quedó callada lo suficiente como para que él añadiera-: Mejor que te hayas dado cuenta así, ¿no te parece, Starling?
– Sí, señor.
Crawford frunció los labios y asintió.
– Me ocuparé del asunto -guardó los frascos en el cajón superior del escritorio-. Hablaré con Carl Schirmer del Departamento de Justicia y pondremos las cosas en claro.
Schirmer era un infeliz. Según los rumores se jubilaría a final de año. Todos los colegas de Crawford estaban a punto de jubilarse.
– Gracias, señor.
– ¿Qué?, ¿hay alguien en tus clases de la policía que prometa? ¿Alguien con quien debieran hablar los de reclutamiento?
– En la de técnicas forenses, aún no lo sé, les da vergüenza preguntarme sobre crímenes sexuales. Pero hay un par de buenos tiradores.
– De esos tenemos de sobra -alzó la vista hacia ella con prontitud-. No me refería a ti, Starling.
Al final de aquel día en que había representado la muerte de John Brigham, Starling fue a su tumba en el Cementerio Nacional de Arlington.
Posó la mano en la lápida, que aún conservaba partículas de piedra arrancadas por el cincel. De pronto volvió a tener la nítida sensación de besar su frente fría como el mármol cuando lo visitó por última vez en su ataúd y dejó en su mano, bajo el guante blanco, su última medalla de campeona en el Abierto para pistola de combate.
Las hojas habían empezado a caer en Arlington y cubrían el césped sembrado de tumbas. Con la mano en la losa de Brigham, contemplando las hectáreas de lápidas, se preguntó cuántos de aquellos muertos habrían caído como él víctimas de la estupidez, el egoísmo y las componendas de viejos cínicos.
Creyente o descreído, si uno es un guerrero, Arlington es un lugar sagrado; la tragedia no es morir, sino que te sacrifiquen.
El vínculo que la unía a Brigham no era menos fuerte por el hecho de no haber sido su amante. Apoyada sobre una rodilla ante la piedra, Starling recordó que el hombre le había preguntado algo con timidez y ella había contestado que no; que a continuación le preguntó si podían ser amigos, con evidente sinceridad, y ella le contestó, con no menos sinceridad, que sí.
Arrodillada en Arlington, pensó en la tumba de su padre, tan lejana. No la había visitado desde que se graduó la primera de su clase en la facultad y fue allí para contárselo. Se preguntó si no sería el momento de volver.
Vista a través de las ramas oscuras de Arlington, la puesta de sol era tan anaranjada como las naranjas que compartía con su padre; el distante toque de corneta le produjo un escalofrío, y la losa siguió fría bajo su mano.
Podemos verlo entre el vaho de nuestro aliento. En la noche serena sobre Terranova, distinguimos un punto de luz brillante junto a Orion; luego, pasando lentamente sobre nuestras cabezas, un Boeing 747 que encara un viento de ciento sesenta kilómetros por hora en dirección oeste.
Atrás, en tercera clase, donde viajan los paquetes turísticos, los cincuenta y dos miembros de «El Fantástico Viejo Mundo», un recorrido por once países en diecisiete días, regresan a Detroit y Windsor, Canadá. El espacio para los hombros es de cincuenta centímetros. El espacio para las caderas entre los reposabrazos, de otros tantos. Lo que hace cinco centímetros más de los que tenían los esclavos en los barcos que los sacaban de África.
Los pasajeros se deleitan con sandwiches congelados de carne resbaladiza y queso de plástico gentileza de la compañía, y aspiran las ventosidades y demás emanaciones de sus prójimos en el aire económicamente reprocesado, una variante del principio del licor de cloaca establecido por los mercaderes de reses y cerdos en los años cincuenta.
El doctor Hannibal Lecter ocupa un asiento en las hileras centrales, flanqueado por dos niños. Al final de su hilera hay una mujer con una criatura. Después de tantos años de celdas y mordazas, el doctor no soporta que lo confinen. Uno de los niños nene en el regazo un juego de ordenador que no para de soltar pitidos.
Como muchos pasajeros repartidos por las plazas baratas, el doctor Lecter lleva una brillante insignia amarilla con un monigote sonriente y «CAN-AM TOURS» escrito en grandes letras rojas, y viste un chanda! de mercadillo. El suyo lleva los colores de los Toronto Maple Leáis, un equipo de hockey sobre hielo. Debajo, una suma considerable de dinero, pegada al cuerpo.
El doctor Lecter ha pasado tres días con el grupo tras comprar su billete a un revendedor parisino de cancelaciones de última hora por enfermedad. El hombre que debía ocupar su asiento había vuelto a Canadá en una caja después de que le fallara el corazón mientras subía a la cúpula de San Pedro.
Cuando llegue a Detroit, tendrá que afrontar el control de pasaportes y la aduana. Sabe de sobra que los oficiales de seguridad y los de inmigración de todos los aeropuertos importantes de Occidente habrán recibido órdenes de abrir bien los ojos en su honor. Allí donde su fotografía no cuelgue tras el control de pasaportes, estará esperando que alguien apriete una tecla en el ordenador de la aduana o la oficina de inmigración.
Con todo, piensa que tal vez lo favorezca una circunstancia afortunada: puede que las autoridades sólo dispongan de fotografías de su antiguo rostro. En Brasil no existe expediente alguno que corresponda al pasaporte falso con el que entró en Italia, ni copias por tanto de su imagen actual; en Italia Rinaldo Pazzi intentó simplificarse la vida y satisfacer a Mason Verger consiguiendo el expediente de los carabinieri, incluidos las fotografías y negativos empleados en el permesso di soggiorno y permiso de trabajo del «doctor Fell». El doctor Lecter los había encontrado en la cartera del policía y los había destruido.
A menos que Pazzi hubiera tomado fotos del doctor Fell a escondidas, es probable que no exista en todo el mundo un retrato actualizado del doctor Lecter. No es que su rostro sea muy distinto al anterior; un poco de colágeno alrededor de la nariz y los pómulos, el pelo teñido y peinado de otra forma, gafas… Pero sí lo bastante como para pasar inadvertido si consigue no atraer la atención. Para la cicatriz del dorso de la mano ha usado un cosmético duradero y un agente bronceador.
Espera que en el Aeropuerto Metropolitano de Detroit el Servicio de Inmigración divida a los recién llegados en dos filas, pasaportes estadounidenses y otros. Ha elegido una ciudad fronteriza con el fin de que la fila de los «otros» sea larga. El avión está lleno de canadienses. Lecter confía en que podrá colarse entre la manada, siempre que la manada lo admita como uno de los suyos. Los ha acompañado a varios museos y visitas históricas, y ha volado con ellos en la sentina del avión, pero todo tiene sus límites; no se siente capaz de comer la misma bazofia que ellos.
Cansados y con los pies doloridos, hartos de su ropa y sus compañeros, los turistas hozan en sus bolsas de la cena y abren sus sandwiches para retirar la lechuga ennegrecida por el frío.
Para no llamar la atención, el doctor Lecter espera hasta que los otros pasajeros dan cuenta de la repulsiva pitanza, acuden al retrete y se quedan, en abrumadora mayoría, dormidos. En la parte de delante ponen una película ñoña. Sigue esperando con la paciencia de una pitón. A su lado el niño se ha quedado dormido sobre el juguete informático. A lo largo del ancho avión las luces de lectura se van apagando.
Entonces y sólo entonces, lanzando miradas furtivas a su alrededor, el doctor Lecter saca de debajo del asiento de delante su propia cena, una elegante caja amarilla con adornos marrones de Fauchon, el restaurador parisino. Está atada con dos cintas de seda de colores complementarios. El doctor ha hecho acopio de un páté de foie gras con trufas deliciosamente aromático e higos de Anatolia que aún lloran por sus tallos cortados. Tiene media botella de un Saint Estephe por el que siente especial predilección. El lazo de seda cede con un susurro.
El doctor está a punto de comerse un higo; lo sostiene ante los labios con las fosas nasales dilatadas por el aroma, dudando entre convertirlo en un único y glorioso bocado o morder sólo la mitad, cuando el juego de ordenador suelta un pitido. Otro. Sin volver la cabeza, oculta el higo con la palma de la mano y mira al niño dormido. Los aromas a trufa, foie gras y coñac ascienden de la caja abierta.
El crío husmea el aire. Sus ojillos entreabiertos, brillantes como los de un roedor, espían de reojo la cena del doctor Lecter. Y con la voz de pito de un hermano envidioso, dice:
– Oiga, señor. Oiga, señor.
Está claro que no tiene intención de parar.
– ¿Qué quieres?
– Esa es una de esas comidas raras, ¿verdad?
– No, qué va.
– Entonces, ¿qué es eso que tiene ahí? -el chaval vuelve el rostro hacia el de Lecter con expresión zalamera-. ¿Me da un poco?
– Me encantaría hacerlo -le contesta el doctor, fijándose en que, bajo la cabezota infantil, el cuello es apenas más grueso que un solomillo de cerdo-, pero no te gustaría. Es hígado.
– ¡Pastel de hígado! ¡Síiiiiii! A mi mamá no le importa… ¡Mamáaa!
«Demonio de niño -piensa el doctor-, le gusta el hígado y cuando no gimotea, chilla.»
La mujer con el niño de pecho sentada al final de la hilera se despierta sobresaltada. Los viajeros de la fila anterior, que habían reclinado sus asientos hasta el punto que el doctor Lecter podía olerles el pelo, miran hacia atrás por el espacio que queda entre las butacas.
– Estamos intentando dormir.
– ¡Mamáaaaaaa! ¿Puedo probar el sandwich de este señor?
La criatura acostada en el regazo de la mujer se despierta y empieza a llorar. La madre mete un dedo por la parte de atrás del pañal, lo saca indemne y le endilga un chupete al rorro.
– ¿Qué quiere darle a mi hijo, señor?
– Es hígado, señora -responde el doctor Lecter intentando no perder la compostura-. Pero yo no…
– Es pastel de hígado, mi favorito, quiero un poquito -gimotea el niño-. ¿Puedo probarlo, eh, mamá? -y alarga la última palabra en una queja que perfora los tímpanos.
– Señor, si quiere darle algo a mi hijo, me gustaría verlo antes.
La azafata, con la cara congestionada por un sueñecito interrumpido, se acerca al asiento de la mujer con la criatura llorando a moco tendido.
– ¿Va todo bien? ¿Puedo traerle alguna cosa? ¿Le caliento un biberón?
La mujer saca un biberón cerrado con un tapón y se lo da. Luego enciende la luz de lectura, y mientras busca una tetina grita en dirección a Lecter:
– ¿Le importaría pasármelo? Si quiere que lo pruebe mi niño, quiero verlo antes. No se ofenda, pero es que tiene la tripita delicada.
Dejamos rutinariamente a nuestros hijos en las guarderías, entre extraños. Al mismo tiempo, sintiéndonos culpables, manifestamos paranoia ante los extraños e inoculamos nuestros miedos a los niños. En los tiempos que corren, un auténtico monstruo no puede olvidarlo, ni siquiera un monstruo al que los niños le resulten tan indiferentes como al doctor Lecter.
El doctor pasa su caja de Fauchon a la escrupulosa madre.
– ¡Qué buena pinta tiene el pan! -exclama hurgando con el dedo de comprobar pañales.
– Señora, permítame ofrecérselo.
– Bueno, pero el «licor» no lo quiero -exclama buscando a su alrededor la complicidad de los pasajeros-. Pensaba que no dejaban traer alcohol. ¿Es whisky? ¿Dejan beber esto en el avión? Me gustaría quedarme la cinta, si no la va a usar.
– Señor, no puede abrir bebidas alcohólicas en el avión -la azafata amonesta a Lecter-. Permítame que se la guarde. Podrá reclamarla a la llegada.
– Faltaría más. Se lo agradezco mucho -responde el doctor.
El doctor Lecter es capaz de aislarse de la situación. Es capaz de hacer que todo desaparezca. Los pitidos de la consola, los ronquidos y las ventosidades no son nada comparados con el griterío infernal que soportó en el corredor de los violentos. La butaca no es más estrecha que los asientos de fuerza. Como tantas veces en su celda, cierra los ojos y busca la tranquilidad en su palacio de la memoria, un lugar irreprochablemente hermoso en su mayor parte.
Por una vez, el cilindro de metal que aulla contra el viento en dirección este contiene un palacio con mil estancias.
Así como en cierta ocasión visitamos al doctor Lecter en el Palazzo Capponi, lo acompañaremos ahora al interior del palacio de su mente…
El vestíbulo es la Capilla Normanda de Palermo; severa, hermosa y eterna, contiene un solo recordatorio de la mortalidad, representada por la calavera grabada en el suelo. A menos que haya acudido al palacio para retirar información a toda prisa, el doctor Lecter suele hacer una pausa, como en esta ocasión, para admirar la capilla. Más allá, remota y compleja, luminosa y sombría, se extiende la vasta estructura construida por el doctor.
El palacio de la memoria era un sistema mnemotécnico bien conocido por los sabios del mundo antiguo, que a lo largo de la Alta Edad Media preservaron en sus mentes un enorme acopio de información mientras los bárbaros se dedicaban a quemar libros. Como los eruditos que lo precedieron, el doctor Lecter almacena un asombroso cúmulo de datos asociados a objetos de estas mil estancias; pero, a diferencia de los antiguos, su palacio cumple una segunda función: a temporadas le sirve de residencia. Ha pasado años rodeado por sus exquisitas colecciones de arte, mientras su cuerpo yacía inmovilizado en el corredor de los violentos, donde los alaridos hacían vibrar los barrotes como si fueran el arpa del infierno.
El palacio de Hannibal Lecter es inmenso, incluso juzgado según el patrón medieval. Traducido al mundo tangible rivalizaría con el Palacio Topkapi de Estambul en tamaño y complejidad.
Alcanzamos al doctor cuando las ágiles babuchas de su mente lo están trasladando del vestíbulo al Gran Salón de las Estaciones. El palacio ha sido construido siguiendo las reglas establecidas por Simónides de Ceos y expuestas por Cicerón cuatrocientos años más tarde; es airoso, alto de techos y está decorado con objetos y cuadros extraordinarios y sorprendentes, a veces extravagantes y absurdos, a menudo hermosos. Las urnas están bien iluminadas y distribuidas espaciadamente, como las de un gran museo. Pero las paredes no están pintadas con los colores neutros de los museos. Como Giotto, el doctor Lecter ha cubierto de frescos los muros de su mente.
Aprovechando que está en el palacio, decide recoger las señas del domicilio de Clarice Starling; pero no tiene prisa, así que se detiene al pie de una gran escalinata presidida por los bronces de Riace. Los enormes guerreros de bronce atribuidos a Fidias, rescatados del fondo del mar en nuestra época, presiden un espacio pintado con frescos que podría contener todas las historias narradas por Hornero y Sófocles.
El doctor Lecter podría hacer que los rostros de bronce recitaran a Meleagro con sólo desearlo, pero hoy se Umita a admirarlos.
Un millar de estancias, kilómetros de corredores, cientos de datos ligados a cada uno de los objetos que decoran cada una de las salas, aguardan al doctor Lecter en este inabarcable y placentero refugio cada vez que necesita tomarse un respiro.
Pero hay algo que el doctor comparte con nosotros: en las criptas de nuestros corazones y nuestros cerebros, el peligro acecha. No todo son salas agradables, luminosas y altas. En el suelo de la mente hay agujeros semejantes a los de las mazmorras medievales, calabozos hediondos, celdas excavadas en la roca, con forma de botella y la trampilla en la parte superior. Por suerte nada escapa de ellas silenciosamente. Un movimiento de tierras, una traición de nuestros guardianes despejan el camino a horrores reprimidos durante años, y las chispas del recuerdo inflaman los malsanos gases en una explosión de dolor que nos empuja a comportamientos suicidas…
Temerosos y maravillados, lo seguimos mientras avanza con paso vivo e ingrávido a lo largo del corredor que él mismo ha construido, percibiendo un aroma de gardenias y vagamente conscientes de la magnífica factura de las estatuas y de la luminosidad de las pinturas.
Tuerce a la derecha pasado un busto de Plinio y asciende las escaleras hasta el Salón de las Direcciones, una estancia llena de estatuas y cuadros dispuestos en estudiado orden, bien espaciados e iluminados, como recomienda Cicerón.
Ah… el tercer gabinete de la derecha está presidido por un cuadro que representa a san Francisco de Asís dando de comer una polilla a un tordo. [5] En el suelo, a los pies de la pintura, el mármol representa a tamaño natural la siguiente escena:
Un desfile en el Cementerio Nacional de Arlington encabezado por Jesús, treinta y tres años, conduciendo una camioneta Ford modélo T del 27, una de aquellas «mariconas de hojalata», con J. Edgar Hoover de pie en la caja del vehículo vistiendo un tutu y saludando con la mano a una multitud invisible. Desfilando tras él vemos a Clarice Statting con un rifle Enfield 308 al hombro.
El doctor Lecter parece animarse al ver a Starling. Hace tiempo, consiguió la dirección particular de la mujer a través de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad de Virginia. La conserva asociada a esta imagen, y ahora, por puro placer, recuerda el nombre de la calle y el número de la casa donde vive Starling:
Tindal 3327
Arlington, Virginia 22308
El doctor Lecter puede recorrer los vastos salones de su palacio de la memoria a una velocidad sobrenatural. Con sus reflejos y su fuerza, con su penetración y agilidad mentales, el doctor Lecter está perfectamente armado contra el mundo físico. Pero hay lugares dentro de sí mismo a los que no puede entrar sin sentirse amenazado, sitios en los que las reglas de Cicerón sobre lógica, ordenación espacial y luz no pueden aplicarse…
Decide hacer una visita a su colección de tapices antiguos. Quiere escribir una carta a Mason Verger, y necesita revisar un texto de Ovidio sobre aceites faciales aromáticos asociado a los tejidos.
Camina sobre una interesante alfombra de pelo corto que lleva al salón de los telares y los tejidos.
En el mundo del 747, el doctor Lecter tiene los ojos cerrados y la cabeza, que se balancea despacio cuando las turbulencias agitan el avión, recostada en el asiento.
Al final de la hilera, la criatura, que se ha tomado el biberón, aún no se ha dormido. La cara se le está poniendo roja. La madre siente tensarse el cuerpecillo arrebujado en la manta, y relajarse al cabo de un momento. No cabe duda de lo que ha ocurrido. No necesita hundir el dedo en los pañales. En los asientos de delante alguien suelta un «¡Madre de Dios!».
Al tufo de gimnasio a última hora de la tarde se ha añadido otra pincelada olorosa. El niño sentado junto a Lecter, habituado a las jugarretas del bebé, sigue engullendo la comida de Fauchon.
Bajo el palacio de la memoria, las trampillas revientan, las mazmorras exhalan su espeluznante hedor…
Un puñado de animales consiguió sobrevivir bajo el fuego de la artillería y las ametralladoras en la guerra que acabó con las vidas de los padres de Hannibal Lecter y arruinó el extenso bosque de su propiedad.
El abigarrado contingente de desertores que convirtió la remota cabana de caza en su rejugio se mantuvo de lo que encontró a mano. En una ocasión, los prófugos dieron con un pobre cervatillo, esquelético y herido por una flecha, que había conseguido encontrar pasto bajo la nieve y sobrevivir. Lo arrastraron al campamento para no tener que cargar con él.
Hannibal Lecter, que tenía seis años, espiaba a través de una grieta del granero cuando llegaron con el animal, que sacudía la cabeza y pegaba tirones a la soga enrollada alrededor de su cuello. No les convenía pegarle un tiro, así que consiguieron que doblara las escuálidas patas de alambre, le asestaron un hachazo en el pescuezo y se maldijeron unos a otros en distintos idiomas para que alguno trajera un barreño antes de que se perdiera toda la sangre.
El raquítico animal no tenía mucha carne alrededor de los huesos, y en dos días, quizá tres, cubiertos con sus largos abrigos y despidiendo por las bocas un vaho de putrefacción, los desertores salieron de la cabana y caminaron sobre la nieve que la separaba del granero, que desatrancaron para elegir entre los niños acurrucados en la paja. Ninguno se había congelado, así que se dispusieron a escoger uno vivo.
Tantearon el muslo, el brazo y el pecho de Hannibal Lecter, pero en lugar de a él cogieron a su hermana Mischa y se la llevaron. Para jugar, dijeron. Ninguno de los que se llevaban para jugar había vuelto.
Hannibal se agarró a Mischa tanjuerte, se agarró a ella con tal desesperación, que tuvieron que cerrar de golpe la enorme puerta del granero, le fracturaron un brazo y perdió el conocimiento.
Se la llevaron a rastras por la nieve, manchada todavía con la sangre del ciervo.
Rezó con taljuerza para volver a ver a Mischa que la oración consumió su cabeza de seis años, pero no consiguió acallar los golpes del hacha. Sus súplicas para volver a verla no quedaron sin respuesta por entero: vio unos cuantos dientes de leche de Mischa en el maloliente pozo ciego que sus captores habían excavado entre la cabana donde dormían y el granero donde guardaban a los niños cautivos que fueron su sustento tras el desastre del frente oriental en 1944.
Desde aquella respuesta parcial a sus plegarias, Hannibal Lecter había dejado de hacer cabalas sobre cualquier divinidad, aparte de reconocer que sus propias modestas predaciones palidecían al lado de las de Dios, cuya ironía es inescrutable, y cuya voluble ferocidad está mas allá de toda medida.
En el inestable avión, con la cabeza rebotando suavemente contra el respaldo, el doctor Lecter permanece en suspenso entre su última imagen de Mischa arrastrada sobre la nieve ensangrentada y el sonido del hacha. Se ha atascado en ese punto y no lo puede soportar. En el ámbito del avión se oye un breve grito procedente de su rostro sudoroso, un grito débil y agudo, estremecedor.
Los pasajeros de delante se vuelven, algunos se despiertan. En las primeras filas algunos refunfuñan.
– ¡Por amor de Dios! ¿Es que no se va a poder estar tranquilo en este avión?
El doctor Lecter abre los ojos y mira al frente. Siente una mano en el brazo. Es la mano del niño.
– Ha tenido una pesadilla, ¿a que sí?
El niño no está asustado, ni hace caso de las protestas en los asientos delanteros.
– Sí.
– Yo también tengo muchas pesadillas, por eso no me río de usted.
El doctor Lecter respira varias veces con la cabeza reclinada en el respaldo. Luego recupera la compostura como si la calma le bajara desde el nacimiento del cabello hasta la cara. Inclina la cabeza hacia el niño y, en un tono confidencial, le dice:
– Haces bien en no comerte esa bazofia. No te la comas nunca.
Las compañías aéreas ya no proporcionan a sus usuarios papel de escribir. El doctor Lecter, calmado del todo, saca del bolsillo interior de la chaqueta papel con el membrete de un hotel y se dispone a redactar una carta dirigida a Clarice Starling. En primer lugar, dibuja su rostro. Ese retrato se conserva en la actualidad en una fundación dependiente de la Universidad de Chicago, a disposición de los estudiosos. Starling tiene el aspecto de una niña y el pelo, como Mischa, pegado a las mejillas por las lágrimas…
Distinguimos el avión a través del vaho de nuestro aliento, un punto de luz brillante en el sereno cielo nocturno. Lo vemos sobrepasar la Estrella Polar, más allá del punto de no retorno, iniciando un gran arco de descenso hacia otro amanecer del Nuevo Mundo.
Los montones de papeles, expedientes y disquetes amenazaban con venirse abajo y sepultar a Starling en su cubículo. Sus peticiones de espacio no obtenían respuesta. «Hasta aquí hemos llegado», decidió un día. Y con la desfachatez de los que no tienen nada que perder se adueñó de un amplio despacho en el sótano de Quantico. Se suponía que aquel lugar estaba destinado a convertirse en el cuarto oscuro de la Unidad de Ciencias del Comportamiento en cuanto el Congreso asignara fondos. No tenía ventanas, pero sí muchas estanterías y, dada la función que cumpliría en el futuro, una doble cortina opaca en vez de puerta.
Algún anónimo vecino de despacho imprimó un cártel en letra gótica que decía «LA CASA DE HANNIBAL» y lo clavó a la cortina con alfileres. Temiendo perder el sitio, Starling lo retiró y lo guardó dentro.
Casi enseguida encontró un tesoro de efectos personales en la biblioteca de la Facultad de Derecho de Columbia, donde tenían una Sala Hannibal Lecter. En ella se conservaba documentación original de su carrera médica y psiquiátrica, y transcripciones del juicio y de procesos civiles emprendidos en su contra. En su primera visita a la biblioteca Starling tuvo que esperar cuarenta y cinco minutos mientras los empleados buscaban las llaves sin éxito. En la segunda, se encontró con el responsable de la sala, un indolente becario que tenía todo el material sin catalogar.
La paciencia de Starling no había mejorado al cruzar la barrera de los treinta. Gracias a las gestiones del jefe de unidad Jack Crawford en la oficina del fiscal, obtuvo una orden judicial para llevarse toda la colección a su despacho en los sótanos de Quantico. La policía federal se encargó del traslado en una sola furgoneta.
Como Starling había supuesto, la orden produjo cierto revuelo, y lo ocurrido acabó llegando a oídos de Krendler.
Al final de dos largas semanas, Starling había conseguido organizar la mayoría del material en su improvisado centro Lecter. A última hora de la tarde de un viernes, se lavó la cara y las manos para quitarse el polvo y la mugre de los libros, bajó la intensidad de la luz y se sentó en un rincón del suelo mirando las estanterías abarrotadas de papeles. Quizá se quedara dormida un momento…
Un olor la despertó y se dio cuenta de que no estaba sola. Era olor a betún.
La habitación estaba en penumbras, y el ayudante del inspector general, Paul Krendler, paseaba despacio a lo largo de las estanterías, hojeando libros y bizqueando ante las fotos. No se había molestado en llamar; no había dónde hacerlo en las cortinas, pero por lo demás Krendler no acostumbraba llamar, sobre todo en las agencias subordinadas. Y allí, en aquellos sótanos de Quantico, se sentía entre las clases bajas.
Una de las paredes estaba dedicada al doctor Lecter en Italia, con una gran fotografía de Rinaldo Pazzi ahorcado con las tripas fuera ante el Palazzo Vecchio colgada como un póster. La pared de enfrente contenía lo referente a sus crímenes en Estados Unidos, y estaba presidida por una fotografía policial del cazador con arco que Lecter había asesinado hacía años. El cuerpo pendía de un tablero para herramientas y tenía todas las heridas que aparecen en las ilustraciones medievales del «Hombre herido». En las correspondientes estanterías había numerosos expedientes de los casos apilados junto a los sumarios civiles de procesamientos por muerte dolosa entablados contra Lecter por las familias de las víctimas.
Los libros de medicina procedentes de la consulta del doctor Lecter seguían un orden idéntico al que habían guardado en su antiguo despacho de psiquiatra. Starling los había organizado examinando con lupa las fotografías policiales de la consulta.
Casi toda la luz del penumbroso cuarto procedía de una radiografía de la cabeza y el cuello del doctor colocada en un soporte luminoso instalado en la pared. El resto, de la pantalla de un ordenador situado sobre una mesa auxiliar en una esquina. El salvapantallas era «Criaturas peligrosas». De vez en cuando, el altavoz soltaba un gruñido.
Amontonados junto a la pantalla estaban los resultados de las pesquisas de Starling. Las notas, recetas, facturas clasificadas por temas, penosamente reunidas y reveladoras del modo de vida de Lecter en Italia, y en Estados Unidos antes de que lo confinaran en el hospital psiquiátrico. Era un catálogo provisional de sus gustos.
Usando un escáner plano como soporte, Starling había dispuesto un servicio de mesa individual con lo que había sobrevivido de su hogar en Baltimore: porcelana, plata, cristal, mantelería de un blanco radiante y un candelabro; un metro cuadrado de elegancia que contrastaba con el grotesco decorado del despacho.
Krendler cogió el ancho vaso de vino e hizo sonar el cristal golpeándolo con la uña de un dedo.
El ayudante del inspector no había tocado nunca a un criminal, ni había rodado por el suelo con ninguno, y se imaginaba al doctor Lecter como a una especie de demonio inventado por los medios de comunicación, y como una oportunidad de medrar. Se imaginaba su propia fotografía formando parte de un despliegue como aquél en el museo del FBI una vez muerto Lecter. Se imaginaba las sumas astronómicas de su campaña. Krendler tenía la cara pegada a la radiografía del espacioso cráneo del doctor, y cuando Starling abrió la boca, dio un respingó y manchó la placa con la grasa de la nariz.
– ¿Puedo ayudarlo, señor Krendler?
– ¿Qué hace sentada ahí, a oscuras?
– Estaba pensando, señor Krendler.
– Los del Capitolio quieren saber qué estamos haciendo respecto a Lecter.
– Esto es lo que estamos haciendo.
– Hágame un resumen, Starling. Póngame al día.
– ¿No prefiere que el señor Crawford…?
– Y ése, ¿dónde anda?
– El señor Crawford está en los juzgados.
– Tengo la impresión de que anda un poco perdido, ¿no le parece?
– No, señor, a mí no me lo parece.
– ¿Qué está haciendo? Los de la universidad nos llamaron hechos una furia cuando usted se llevó todo esto de su biblioteca. Este asunto podía haberse manejado con más delicadeza.
– Hemos reunido todo lo que hemos podido encontrar sobre Lecter en este despacho, tanto objetos como documentación. Sus armas están en Armas de Fuego y Herramientas, pero tenemos duplicados. Y tenemos lo que queda de sus papeles personales.
– Y todo esto, ¿a santo de qué? ¿Usted qué quiere, capturar a un criminal o escribir una tesis doctoral? -Krendler hizo una pausa para almacenar aquella estupenda rima en su polvorín mental-. Imagínese que un peso pesado de los republicanos en la Comisión de Seguimiento Judicial me pregunta lo que usted, agente especial Starling, está haciendo para capturar a Hannibal Lecter. A ver, ¿qué le digo?
Starling dio todas las luces. Comprobó que Krendler seguía gastándose el dinero en trajes caros y ahorrándolo en camisas y corbatas. Los huesos de sus velludas muñecas le asomaban por las mangas.
Starling se quedó un momento mirando la pared, atravesándola con la mirada y tratando de no perder los estribos. Se obligó a ver a Krendler como a un alumno de la Academia de Policía.
– Sabemos que el doctor Lecter tiene una identidad sólida -empezó diciendo-. Lo más probable es que tenga otra igual de buena, tal vez más. Respecto a eso siempre ha sido muy escrupuloso. No cometerá un error tonto.
– Al grano.
– Es un hombre de gustos refinados, algunos bastante exóticos, en comida, vino, música… Si vuelve, querrá esas cosas. Tendrá que apañárselas para conseguirlas. No estará dispuesto a privarse de ellas.
»E1 señor Crawford y yo hemos examinado las facturas y papeles que se han podido recuperar de su vida en Baltimore, antes de que lo detuvieran, y todas las que la policía italiana ha podido proporcionarnos, así corno las denuncias de sus acreedores presentadas tras su detención. Hemos elaborado una lista de algunas de las cosas que le gustan. Aquí la tiene. El mismo mes en el que el doctor Lecter sirvió las lechecillas del flautista Benjamín Raspail a los miembros del patronato de la Orquesta Filarmónica de Baltimore, compró dos cajas de burdeos Cháteau Pétrus a tres mil seiscientos dólares la caja. Además, compró cinco cajas de Bátard-Montrachet a mil cien dólares la caja, y distintos vinos más baratos.
«Después de su huida, pidió el mismo vino al servicio de habitaciones del hotel de Saint Louis, y volvió a comprarlo en Vera dal 1926, en Florencia. Es un producto nada corriente. Estamos investigando las ventas de cajas de los mayoristas e importadores.
»Encargó foie gras de categoría A a doscientos dólares el kilo al Iron Gate de Nueva York, y a través del Oyster Bar de la estación Grand Central consiguió ostras verdes de la Gironda, Francia. La comida para el patronato de la Filarmónica empezó con esas ostras, a las que siguieron lechecillas, un sorbete y luego, como puede leer en este artículo de Town & Country -leyó en voz alta rápidamente-, "un notable ragú oscuro y brillante, cuyos ingredientes no nos fue posible descubrir, con acompañamiento de arroz al azafrán. Su sabor era deliciosamente inefable, con exquisitos tonos bajos que sólo la exhaustiva y cuidadosa reducción au fond puede proporcionar". Nunca se ha podido identificar a la víctima que aportó la materia prima del ragú. Bla, bla, bla… y sigue describiendo el elegante servicio de mesa y demás zarandajas con todo detalle. Estamos comprobando las compras con tarjeta de crédito en los proveedores de porcelana y cristalería.
Krendler resopló por la nariz.
– Mire, en este pleito civil le reclaman el pago de un candelabro Steuben, y el concesionario de coches Galeazzo de Balrimore lo demandó para que devolviera un Bentley. Estamos controlando las ventas de Bentleys, tanto nuevos como de segunda mano. No puede decirse que sean muchas. Y las ventas de Jaguars con compresor de sobrecarga. Hemos enviado faxes a los proveedores de restaurantes especializados en caza para que nos informen de sus ventas de jabalíes, y emitiremos un boletín la semana previa a la llegada de Escocia de las perdices patirrojas -tecleó en el ordenador y consultó una lista, después se separó de la pantalla al sentir el aliento de Krendler en el cuello-. He solicitado fondos para comprar la cooperación de algunos revendedores de estrenos, los buitres culturales, en Nueva York y San Francisco; hay un par de orquestas y unos cuantos cuartetos de cuerda por los que siente especial predilección, le gustan las filas seis o siete y siempre compra asientos de pasillo. He distribuido las mejores fotografías de que disponemos en el Lincoln Center y en el Kennedy Center, y en la mayoría de las salas de conciertos. Tal vez con su intervención, señor Krendler, el Departamento de Justicia podría aportar dinero -al ver que no se daba por aludido, prosiguió-: Estamos comprobando las suscripciones recientes a publicaciones culturales que Lecter recibía hasta ahora, de antropología, lingüística, matemáticas, música, la Physical Review…
– ¿Y qué me dice de putas sadomasoquistas? ¿No contrata chaperos?
Starling era consciente del placer que experimentaba Krendler haciéndole semejante pregunta.
– No que nosotros sepamos, señor Krendler. Fue visto hace años en conciertos con distintas mujeres muy atractivas, un par de ellas personalidades prominentes de la vida social de Baltimore que participaban en obras benéficas y esa clase de cosas. Tenemos las fechas de sus cumpleaños para comprobar los regalos que les envían. Por lo que sabemos ninguna de ellas sufrió el menor daño, y ninguna ha querido hablar sobre él nunca. No sabemos absolutamente nada sobre sus preferencias sexuales.
– Siempre he pensado que era homosexual.
– ¿Algún motivo en especial, señor Krendler?
– Todas esas sandeces artísticas que se gasta. Música de cámara y comida de vernissage. No es nada personal, si es que siente usted algún tipo de simpatía por ese tipo de gente, o tiene amigos así. Lo principal, lo que quiero que se le meta en la cabeza, Starling, es que más vale que empiece a ver cooperación por aquí. No admitiré secretismos ni camarillas. Quiero una copia de cada 302, quiero cada línea de investigación, cada pista. ¿Lo ha entendido, agente especial Starling?
– Sí, señor.
– Asegúrese de hacerlo -dijo Krendler ya en la puerta-. Ésta es su oportunidad de mejorar su situación aquí. Su carrera, por llamarla de algún modo, necesita toda la ayuda que pueda conseguir.
El futuro cuarto oscuro ya estaba equipado con un extractor de aire. Mirándolo a la cara, Starling presionó el interruptor y el aparato empezó a succionar el olor de su loción para el afeitado y su betún. Krendler desapareció tras las cortinas sin decir adiós.
El aire vibraba ante los ojos de Starling como el calor reverberando en la galería de tiro.
En el vestíbulo, Krendler oyó la voz de Starling a sus espaldas:
– Saldré con usted, señor Krendler.
A Krendler lo esperaba un coche con conductor. Seguía estando en el nivel de transporte ejecutivo, pero se daba importancia con un Mercury Grand Marquis sedán.
– Aguarde un momento, señor Krendler -le dijo Starling antes de que subiera al coche.
Krendler se volvió sorprendido. Aquello podía ser el comienzo de algo. ¿Una rendición a regañadientes? La antena se le enderezó.
– Ahora estamos en plena calle -dijo Starling-. Sin chatarra que nos grabe, a no ser que la lleve usted.
Empezó a apoderarse de ella un impulso que no pudo resistir. Para trabajar entre los polvorientos papeles se había puesto una camisa vaquera holgada sobre un top ajustado.
«No debiera hacerlo -se dijo-. Que se joda.»
Tiró de las presillas de la camisa hasta abrirla del todo.
– ¿Lo ve?, yo no llevo micrófonos -tampoco llevaba sujetador-. Es posible que ésta sea la única vez que hablemos en privado, y me gustaría hacerle una pregunta. Durante años me he limitado a hacer mi trabajo y, en cuanto ha podido, usted me ha clavado una puñalada por la espalda. ¿Cuál es su problema, señor Krendler?
– Le agradezco la sinceridad… Buscaré un hueco en mi agenda si quiere revisar…
– ¿Qué le parece ahora mismo?
– Todo son figuraciones suyas, Starling.
– ¿Es porque no quise salir con usted? ¿Empezó esta mierda cuando le dije que volviera a casa con su mujer?
Krendler le echó otro vistazo. Desde luego, micrófonos no llevaba.
– No sea tan creída, Starling… Esta ciudad está llena de conejitos de granja.
Entró en el coche, se sentó junto al conductor y dio unos golpecitos en el salpicadero. El cochazo se puso en marcha. Krendler movió los labios con los que hubiera querido decirle: «Conejitos de granja como tú». Tenía por delante, estaba convencido, un montón de discursos que pronunciar, y quería perfeccionar su karate verbal y adquirir el dominio de la pulla que va derecha a los titulares.
– Te digo que podría funcionar -repitió Krendler frente a la susurrante oscuridad en que yacía Mason-. Hace diez años hubiera sido imposible, pero hoy en día puede barajar listas de clientes en el ordenador con una mano mientras se toca el chichi con la otra -aseguró, y se removió en el son bajo las brillantes luces de la zona de visitas.
Krendler veía la silueta de Margot recortada contra la pared del acuario. Ya se había acostumbrado a decir obscenidades en su presencia, y le estaba cogiendo gusto. Hubiera apostado cualquier cosa a que a Margot le hubiera gustado tener polla. Le entraron ganas de decir «polla» delante de ella, y se le ocurrió una forma de hacerlo:
– Así es como ha conseguido acotar el terreno y determinar las preferencias de Lecter. No me extrañaría que supiera incluso a qué lado se pone la polla el doctor.
– Tanta sabiduría me recuerda, Margot, que estamos haciendo esperar al doctor Doemling -dijo Mason.
El doctor Doemling había hecho tiempo entre los animales de peluche de la sala de juegos. Mason lo veía por la pantalla de vídeo examinando el suave escroto de la enorme jirafa, como habían hecho los Viggert con los del David. En el vídeo parecía mucho más pequeño que los juguetes, como si se hubiera comprimido, tal vez para abrirse paso como un gusano hacia una infancia mejor que la suya.
Visto a la luz de los focos, el psicólogo era un individuo seco, extremadamente pulcro aunque cubierto de caspa, con el pelo peinado de un lado sobre el cuero cabelludo cubierto de pecas y un dije de los Phi Beta Kappa en la cadena del reloj. Se sentó al otro lado de la mesa de cafe, frente a Krendler, que tuvo la impresión de que aquélla no era la primera visita del doctor.
La manzana que estaba en su lado del frutero tenía un agujero de gusano. El doctor Doemling hizo girar el cuenco para que el agujero mirara hacia otro lado. Tras las gafas, sus ojos siguieron a Margot, que se acercó a por un par de nueces y volvió junto al acuario, con un grado de asombro que bordeaba la grosería.
– El doctor Doemling es catedrático de Psicología en la Universidad Baylor. Ocupa la cátedra Verger -explicó Mason a Krendler-. Le he pedido que nos ilustre sobre el vínculo que podría haberse establecido entre el doctor Lecter y la agente especial Clarice Starling. Doctor…
Doemling miró hacia delante como si estuviera prestando testimonio en un tribunal y volvió la cabeza hacia Mason como si éste fuera el jurado. Krendler reconoció las estudiadas maneras y la hábil parcialidad del individuo acostumbrado a deponer como experto por dos mil dólares al día.
– Como es lógico, el señor Verger está al tanto de mis cualificaciones. ¿Desea usted conocerlas?
– No -dijo Krendler.
– He examinado las notas tomadas por la señorita Starling durante sus entrevistas con el doctor Lecter, las cartas que éste le ha enviado y el material que ustedes me han proporcionado sobre los antecedentes de ambos -empezó Doemling.
Al oír aquello Krendler tuvo un sobresalto, pero Mason lo tranquilizó.
– El doctor Doemling ha firmado un compromiso de confidencialidad.
– Cordell pondrá sus diapositivas en la pantalla cuando lo desee, doctor -dijo Margot.
– Antes de eso, quisiera hacer una pequeña introducción -Doemling consultó sus notas-. Sabemos que el doctor Lecter nació en Lituania. Su padre tenía un título de conde que data del siglo X, y su madre procedía de una familia de la nobleza italiana, los Visconti. Durante la retirada alemana de Rusia, un grupo de pánzers nazis bombardeó su propiedad próxima a Vilna desde la carretera y acabó con las vidas de sus padres y de la mayoría de la servidumbre. Después de aquello, los niños desaparecieron. Eran dos, Hannibal y su hermana. Desconocemos lo que ocurrió con la hermana. Lo que cuenta es que Lecter es huérfano, como Clarice Starling.
– Eso ya se lo conté yo -dijo Mason, que empezaba a impacientarse.
– Sí, pero ¿qué conclusiones sacó usted de esa información? -le replicó Doemling-. Yo no propongo una especie de simpatía entre huérfanos, señor Verger. Esto no tiene nada que ver con la simpatía. La simpatía no viene a cuento y, en cuanto a la piedad, usted sabe mejor que nadie lo piadoso que llega a ser. Ahora préstenme atención. Lo que la común experiencia de la orfandad proporciona a Lecter es ni más ni menos que una mayor capacidad para comprender a esa mujer y, en definitiva, para controlarla. Esto es una cuestión de control.
»La señorita Starling pasó su infancia en instituciones públicas y, por lo que ustedes me han explicado, no parece mantener ninguna relación estable con un hombre. Vive con una antigua compañera de universidad, una joven afroamericana.
– Lo más probable es que tengan un rollo -afirmó Krendler.
El doctor Doemling le lanzó una mirada tan elocuente que Krendler tuvo que mirar a otro lado.
– Nadie puede saber con certeza los auténticos motivos por los que dos personas viven juntas.
– Es uno de los misterios de que habla la Biblia -remachó Mason.
– Esa Starling tiene su aquel, si les gusta el trigo entero -apuntó Margot.
– En mi opinión el atraído es Lecter, no ella -dijo Krendler- Ya la han visto, es fría como el hielo.
– ¿Está seguro, señor Krendler? -Margot parecía divertida.
– ¿Crees que es lesbiana, Margot? -le preguntó Mason.
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Sea lo que sea, lo lleva como si fuera asunto suyo y de nadie más, ésa es la impresión que me dio. Creo que es fuerte, y que lleva puesta una máscara, pero el día que la conocí no me pareció fría. No hablamos mucho, pero eso sí me quedó claro. Entonces no necesitabas mi ayuda, ¿verdad, Mason? Me echaste de la habitación, ¿te acuerdas? No estoy en absoluto de acuerdo en que sea fría. Las chicas con el aspecto de Starling necesitan mantener las distancias, porque siempre hay algún tonto del culo revoloteando a su alrededor.
Llegados a este punto Krendler tuvo la sensación de que Margot lo miraba más tiempo de lo normal, aunque sólo podía distinguir la silueta de la mujer.
Resultaba curiosa la colección reunida en aquella habitación: el tono cuidadosamente burocrático de Krendler; la seca pedantería de Doemling; los resuellos cavernosos de Mason, expurgados de oclusivas y nitrados de sibilantes; y la voz áspera y grave de Margot, lista para morder en cualquier momento pero amordazada por el bocado como un poní de alquiler. Y por debajo, los jadeos de la maquinaria que producía el oxígeno de Mason.
– He podido hacerme cierta idea sobre su vida privada a la luz de su aparente fijación con el padre -continuó Doemling-. La expondré con brevedad. Hasta ahora disponemos de tres documentos del doctor Lecter relacionados con Clarice Starling. Dos cartas y un dibujo. El dibujo es el reloj de la crucifixión que ideó mientras estaba en el manicomio -el doctor Doemling levantó la vista hacia la pantalla-. La diapositiva, por favor.
Desde algún lugar fuera de la habitación, Cordell hizo aparecer el extraordinario esbozo en el monitor elevado. El original estaba hecho con carboncillo sobre papel basto. En la cianocopia obtenida por Mason los trazos habían adquirido el color de los moratones.
– Intentó patentarlo -dijo el doctor Doemling-. Como pueden ver, Jesucristo aparece crucificado en la esfera de un reloj y sus brazos van girando para marcar la hora, como en los relojes del ratón Mickey. Pero lo más interesante es que la cara, la cabeza caída sobre el pecho, es la de Clarice Starling. Hizo el dibujo durante las entrevistas que mantuvieron. Ahora vamos a ver una fotografía de la mujer, y podrán comparar. Cordell, pónganos la foto, por favor.
No cabía duda, el Jesucristo de Lecter tenía la cabeza de Clarice Starling.
– Otra particularidad es que el cuerpo está clavado en la cruz por las muñecas en vez de por las palmas de las manos.
– Eso es correcto -intervino Mason-. Hay que poner los clavos en las muñecas y usar grandes cuñas de madera. Idi Amín y yo lo descubrimos a fuerza de probar cuando representamos la Pasión en Uganda una Semana Santa. Fue así como crucificaron a Nuestro Señor. Todos los cuadros de la Crucifixión están equivocados. La culpa la tuvo un error de traducción del hebreo al latín de la Vulgata.
– Gracias -dijo el doctor Doemling, picado-. Sabemos que la Crucifixión representa un objeto de veneración destruido. Observen que el minutero está en las seis, cubriendo castamente los genitales. La manecilla de las horas marca las nueve, o pasa un poco. Ese nueve es una clara referencia a la hora en que según la tradición fue crucificado Jesucristo.
– Y si juntamos el seis y el nueve, observen que obtenemos sesenta y nueve, una cifra muy popular en las relaciones interpersonales -tuvo que decir Margot.
En respuesta a la rencorosa mirada de Doemling, hizo crujir un par de nueces y dejó caer las cascaras al suelo.
– Ahora pasemos a considerar las cartas del doctor Lecter a Clarice Starling. Cuando quiera, Cordell -el doctor Doemling se sacó un puntero láser del bolsillo-. Vean ustedes que la escritura, una letra redonda y fluida trazada con una estilográfica de plumin cuadrado, parece obra de una máquina en cuanto a su regularidad. Este tipo de escritura es habitual en las bulas de los papas medievales. Es muy hermosa, pero regular hasta lo grotesco. No tiene absolutamente nada de espontánea. Quien escribe así, planea alguna cosa. Esta primera la envió inmediatamente después de su fuga, durante la cual acabó con la vida de cinco personas. Leamos parte del texto:
Y bien, Clarice, ¿han dejado de chillar los corderos?
Me debes cierta información, ¿lo recuerdas?, y te voy a decir lo que me gustaría.
Un anuncio en la edición nacional del Times y en el International Herald-Tribune el primer día de cualquier mes sería lo ideal. A ser posible, incluyelo también en el China Mail.
No me sorprenderé si la respuesta es «sí y no». Los corderos callarán por el momento. Pero, Clarice, te juzgas con la misma piedad que la balanza de la mazmorra de Threave; tendrás que ganarte la bendición de ese silencio una y otra vez. Porque lo que te empuja a actuar es el sufrimiento, ver sufrimiento a tu alrededor, y el sufrimiento no acabará nunca.
Hacerte una visita no forma parte de mis planes, Clarice; el mundo es más interesante contigo dentro. Asegúrate de tener conmigo la misma cortesía…
El doctor Doemling se ajustó las gafas sin montura nariz arriba y se aclaró la garganta.
– Éste es el clásico ejemplo de lo que en mis publicaciones he dado en llamar avunculismo y en la literatura especializada empieza a ser ampliamente conocido como «avunculismo de Doemling». Es muy probable que aparezca en el nuevo Manual de diagnóstico y estadística. Para los profanos puede definirse como el hecho de presentarse a sí mismo como un mentor experimentado y benévolo con el fin de sacar partido de alguna debilidad del pupilo.
»Deduzco a partir de las notas del caso que el asunto de los corderos hace referencia a un episodio de la infancia de Clarice Starling, el sacrificio de los animales en el rancho de Montana que fue su hogar adoptivo -continuó Doemling sin abandonar la sequedad de su tono.
– Era un toma y daca de informaciones entre Lecter y ella -puntualizó Krendler-. El sabía algo sobre el asesino en serie Buffalo Bill.
– La segunda carta, siete años posterior, es, a primera vista, de condolencia y apoyo -continuó Doemling-. Empieza provocándola con alusiones a sus padres, a los que al parecer ella adoraba. Llama al padre «el difunto vigilante nocturno» y a la madre, «fregona». Y a continuación los adorna con las mismas cualidades excepcionales que ella les ha atribuido siempre, y acaba utilizándolas para disculpar los fracasos profesionales de la agente. Esto no tiene otro objetivo que congraciarse con ella para poder manipularla.
»En mi opinión la señorita Starling podría haber desarrollado un fuerte vínculo con su padre, una imago, que le impide entablar relaciones sexuales con normalidad y podría inclinarla hacia el doctor Lecter en una especie de transferencia que, dada la perversidad de este hombre, él no desaprovechará ni por un instante. En esta segunda carta vuelve a animarla a ponerse en contacto con él a través de las secciones de anuncios personales de la prensa, para lo que le proporciona un nombre en clave.
«¡Por los clavos de Cristo, este tío no para de hablar!», pensó Mason, para quien la impaciencia y el fastidio eran tanto más insoportables cuanto que no podía moverse.
– ¡Excelente, brillante, doctor, realmente asombroso! -exclamó Mason-. Margot, abre un poco la ventana. Tengo una nueva fuente de información sobre Lecter, doctor Doemling. Alguien que conoce tanto a Starling como al doctor y los ha visto juntos. Es la persona que más tiempo ha pasado con nuestro hombre. Quiero que hable usted con él.
Krendler se removió en el sofá con un incipiente retortijón de tripas al comprender los derroteros que empezaba a tomar el asunto.
Mason habló por el interfono y al cabo de un momento una figura alta entró en la habitación. Era tan musculosa como Margot y vestía de blanco.
– Les presento a Barney -dijo Mason-. Durante seis años fue el responsable de la sección de violentos en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, en la época en que Lecter estuvo allí. Ahora trabaja para mí.
Barney iba a quedarse de pie delante del acuario, junto a Margot, pero el doctor Doemling le pidió que se acercara a la luz. Se sentó al lado de Krendler.
– ¿Barney, no es así? Veamos, Barney, ¿qué titulación tiene usted?
– Tengo un TAE.
– Así que es auxiliar de enfermería. Bien, me alegro por usted. ¿Qué más?
– Tengo un título de diplomado en Humanidades por la Universidad Nacional a Distancia -dijo Barney impertérrito-. Y un certificado de asistencia a la Escuela Cummins de Ciencias Forenses, que me cualifica para participar en autopsias. Iba por las noches cuando estaba en la escuela de enfermería.
– ¿Se pagó los estudios en la escuela de enfermería como auxiliar del forense?
– Eso es, retirando cadáveres del escenario de algún crimen y ayudando en las autopsias.
– ¿Y antes?
– Estuve en los marines.
– Ya veo. Y cuando estaba en el hospital psiquiátrico vio a Clarice Starling y a Hannibal Lecter juntos. Dígame, ¿asistió a alguna de sus conversaciones?
– Me pareció que ellos…
– Vamos a empezar con lo que vio, no con lo que pensó sobre lo que vio. ¿Le parece?
– Es lo bastante listo como para dar su opinión -interrumpió Mason-. Barney, tú conoces a Clarice Starling.
– Sí.
– Y viste al doctor Lecter durante seis años.
– Sí.
– ¿Y cómo era su relación?
Al principio a Krendler le costó entender la voz áspera y aguda de Barney; sin embargo, fue él quien hizo la pregunta pertinente.
– ¿Se comportaba Lecter de una forma especial durante sus entrevistas con Starling, Barney?
– Sí. La mayoría de las veces ni siquiera se molestaba en contestar a los que lo visitaban -dijo Barney-. Otras abría los ojos lo justo para humillar a algún psiquiatra que estaba intentando comprender el funcionamiento de su cerebro. Hizo llorar a un catedrático que lo visitó. Con Starling era duro, pero le contestaba a casi todo. Ella le interesaba. Lo intrigaba.
– ¿Cómo?
Barney se encogió de hombros.
– Prácticamente no veía mujeres. Ella es bastante atractiva…
– No me interesa su opinión al respecto -lo cortó Krendler-. ¿Eso es todo lo que sabe?
Barney no respondió. Lo miró como si los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro de Krendler fueran dos perros enganchados.
Margot reventó otras dos nueces.
– Continúa, Barney -dijo Mason.
– Eran sinceros el uno con el otro. Él te desarma con esa actitud. Tienes la sensación de que no se rebajará a mentir.
– ¿Que no se «qué»? -lo interrumpió Krendler.
– Rebajará -respondió Barney.
– Erre, e, be, a, jota… -se oyó decir a Margot Verger desde la oscuridad-. O se avendrá. O condescenderá, señor Krendler.
– El doctor Lecter -prosiguió Barney- le contó a Starling cosas desagradables sobre sí misma, y luego le dijo algunas agradables. Ella aguantó el tipo con las malas, y después pudo disfrutar más de las buenas sabiendo que no eran palabrería barata. Él la consideraba encantadora y divertida.
– ¿Quién es usted para juzgar lo que el doctor Lecter encontraba divertido? -dijo el doctor Doemling-. ¿Cómo ha llegado a semejantes conclusiones, celador Barney?
– Oyéndolo reír, loquero Doemling. Nos lo enseñaron en la escuela de enfermería, en una conferencia titulada «La sanación por el descojone».
O era Margot aguantándose la risa o es que el acuario burbujeaba más de la cuenta.
– Tranquilo, Barney. Cuéntanos el resto -lo animó Mason.
– Sí, señor Verger. A veces el doctor Lecter y yo hablábamos por la noche, cuando había tranquilidad. Hablábamos de los cursos que yo hacía y de otras cosas. Él…
– ¿Estaba usted siguiendo algún curso de psicología a distancia, por casualidad? -tuvo que preguntarle Doemling.
– No, señor, no considero la psicología una ciencia. Ni el doctor Lecter tampoco -Barney continuó rápidamente, sin dar tiempo a que el respirador permitiera a Mason intervenir para reprenderlo-: Me limito a repetir lo que me dijo. El doctor era capaz de ver en qué se estaba convirtiendo la chica. Era encantadora de la misma forma que un cachorro, un pequeño cachorro que cuando crezca se habrá convertido en uno de esos tigres enormes. Con el que ya no podras jugar. Tenía la testarudez de un cachorro, decía el doctor. Tenía todas las armas, en miniatura y en continuo crecimiento, y él sabía cómo luchar con cachorros como ella. Eso divertía a Lecter.
»Creo que la forma en que empezó todo entre ellos puede decirles mucho. La primera vez el doctor fue cortés, pero no le dio la menor importancia; entonces, cuando ella iba a marcharse, otro interno le tiró semen a la cara. Aquello avergonzó al doctor Lecter, lo sacó de sus casillas. Fue la única vez que llegué a verlo realmente enfadado. Ella también se dio cuenta y trató de usarlo a su favor. Tengo la impresión de que el doctor Lecter la admiraba por su coraje.
– ¿Cuál fue la actitud de Lecter hacia el otro interno, hacia el que arrojó el semen? ¿Tenían algún tipo de relación?
– No exactamente -respondió Barney-. El doctor Lecter se limitó a matarlo aquella misma noche.
– ¿No estaban en celdas separadas? -preguntó Doemling-. ¿Cómo pudo hacerlo?
– Estaban separados por tres celdas y en distintos lados del corredor -puntualizó Barney-. En mitad de la noche el doctor Lecter le habló un rato y luego le dijo que se tragara la lengua.
– Así que Clarice Starling y Hannibal Lecter se llevaban bien, ¿no es eso? -preguntó Mason.
– Tenían una especie de acuerdo -matizó Barney-. Intercambiaban información. El doctor Lecter le proporcionaba pistas sobre el asesino en serie tras el que andaba Clarice, y ella le correspondía con información personal. El doctor Lecter llegó a decirme que Starling daba la impresión de tener más nervio del que le convenía, un «exceso de celo», lo llamó. En su opinión la chica era capaz de trabajar demasiado próxima al filo si pensaba que su misión lo exigía. Y en cierta ocasión dijo que Starling tenía «la maldición del buen gusto». Sigo sin saber lo que quiso decir con aquello.
– Doctor Doemling, ¿quiere follársela, matarla, comérsela o qué coño quiere? -preguntó Mason, procurando agotar las posibilidades.
– Probablemente las tres cosas -respondió Doemling-. No me gustaría tener que predecir el orden en qué le gustaría llevarlas a cabo. Pero hay algo que sí estoy en condiciones de decirles. Da igual que la prensa amarilla, y los que tienen mentalidad de prensa amarilla, quieran darle al asunto un toque romántico y traten de convertirlo en «La Bella y la Bestia»; el objetivo de Lecter es la degradación de esa mujer, su sufrimiento y, en último término, su muerte. Ha salido en su defensa dos veces: cuando la ultrajaron arrojándole semen a la cara y cuando se le echaron encima los medios por disparar a aquella gente. Se presenta con el disfraz de un padre, pero lo que lo excita es la desgracia. Cuando se escriba la historia de Hannibal Lecter, y se escribirá, será presentada como un caso de «avunculismo de Doemling». Clarice Starling sólo conseguirá atraerlo estando en desgracia.
En el ancho y elástico entrecejo de Barney había aparecido un profundo surco.
– Señor Verger, ¿puedo decir algo, ya que me lo ha preguntado antes? -no esperó a obtener permiso-. En el manicomio, el doctor Lecter cambió de actitud hacia ella cuando vio que conservaba la calma, se limpiaba la leche de la cara y seguía haciendo su trabajo. En las cartas la llama una guerrera, y le recuerda que salvó a aquel niño durante el tiroteo. Admira y respeta su coraje y su disciplina. Dice por propia voluntad que no tiene intención de ir a por ella. Y una de las cosas que nunca hace es mentir.
– Ahí tienen exactamente el tipo de mentalidad de periódico basura de la que les hablaba -dijo Doemling-. Hannibal Lecter carece de emociones como la admiración y el respeto. No es capaz de sentir aprecio o afecto. Ésa es una equivocación romántica, muy propia de quienes han recibido una educación deficiente.
– Doctor Doemling, ¿no me recuerda, verdad? -dijo Barney-. Yo era el responsable del corredor de los violentos cuando usted intentó hablar con el doctor Lecter, como mucha otra gente. Pero si no recuerdo mal fue usted el que salió llorando. Después el doctor Lecter escribió una reseña de su libro para el American Journal of Psychiatry. No puedo culparlo si el artículo volvió a hacerle llorar.
– Ya está bien, Barney -dijo Mason-. Ve a encargarme el almuerzo.
– Desde luego no hay nada peor que un autodidacta de tres al cuarto -dijo Doemling cuando Barney salió de la habitación.
– No me había contado usted que había entrevistado a Lecter, doctor -dijo Mason.
– En aquella época estaba catatónico, fue imposible obtener de él la menor colaboración.
– ¿Y por eso se echó a llorar…?
– Eso no es cierto.
– ¿…y contradice en todo a Barney?
– Ese hombre está tan engañado como la chica.
– Seguro que a Barney también le gustaría tirársela -dijo Krendler.
Margot se aguantó una risita, pero no lo bastante como para evitar que Krendler la oyera.
– Si quieren que Clarice Starling le resulte atractiva, consigan que Lecter la vea en apuros -dijo Doemling-. Que el daño que sufra le sugiera el daño que él mismo podría infligirle. Verla herida de cualquier forma simbólica lo excitará tanto como si la viera acariciarse. Cuando el lobo oye balar a la oveja herida, llega corriendo, pero no para ayudarla.
– No puedo entregarte a Clarice Starling -dijo Krendler cuando Doemling los dejó solos-. Puedo tenerte constantemente al corriente de dónde está y de todo lo que hace, pero no controlar las misiones que le asigne el Bureau. Y si el Bureau la saca a la intemperie para que haga de cebo, la protegerán, te lo garantizo -para reforzar su argumentación, Krendler apuntó el índice hacia el lugar de la oscuridad en que suponía a Mason-. No puedes colarte en una cosa así. No podrías adelantarte a su cobertura e interceptar a Lecter. El grupo de vigilancia localizaría a los tuyos en un visto y no visto. En segundo lugar, el Bureau no tomará esa iniciativa a menos que Lecter vuelva a ponerse en contacto con ella o sea evidente que está cerca; ya le ha escrito otras veces y no se ha presentado. Haría falta un mínimo de doce personas para vigilarla, saldría demasiado caro. Todo sería más fácil si no le hubieras echado un cable cuando lo del tiroteo. Ahora ya es tarde para cambiar de opinión, no podrías volver a colgarle el sambenito.
– Sería, podría, debería… -rezongó Mason, haciendo un buen trabajo con las oclusivas, dicho sea de paso-. Margot, coge el periódico de Milán, el Corriere della Sera… el número del sábado, el día siguiente al asesinato de Pazzi… Busca el primer mensaje en la sección de anuncios personales… Léenoslo.
Margot levantó el apretado texto hacia la luz.
– Está en inglés, dirigido a A. A. Aaron. Dice: «Entregúese a las autoridades más próximas, los enemigos están cerca. Hannah». ¿Quién es esa Hannah?
– Es el nombre de la yegua de Starling cuando era niña -dijo Mason-. Es un aviso de Starling a Lecter. Lecter le había explicado en la carta cómo ponerse en contacto con él.
Krendler se puso en pie de un salto.
– ¡Maldita hija de puta! No podía saber lo de Florencia. Si lo sabe, sabrá también que te he estado pasando información.
Mason suspiró y se preguntó si Krendler era bastante listo como para ser un político de provecho.
– Ella no sabe nada. Fui yo quien puso el anuncio en La Nazione, el Corriere della Sera y el International Herald-Tribune, para que saliera al día siguiente de nuestra operación contra Lecter. De esa forma, si fallábamos, Lecter creería que Starling estaba intentando ayudarlo. Y seguiríamos teniendo un vínculo con él a través de Starling.
– Pues nadie se ha enterado.
– No. Excepto tal vez Hannibal Lecter. Y puede que quiera darle las gracias. Por correo, en persona, ¿quién sabe? Ahora, escúchame: ¿sigues controlando sus cartas?
– Escrupulosamente -dijo Krendler, asintiendo con la cabeza-. Si le manda algo, lo verás antes que ella.
– Escucha con atención lo que voy a decirte: encargué y pagué ese anuncio de forma que Starling no tenga posibilidad de probar que no lo puso ella. Eso es un delito mayor. Es pisar la raya roja. Con eso es toda tuya, Krendler. Y sabes mejor que yo que el FBI no da una mierda por ti una vez que estás fuera. Por ellos, como si te convierten en comida para perros. No serán capaces ni de hacer la vista gorda con el permiso de armas. No le importará a nadie más que a mí. Y Lecter sabrá que está más sola que la una. Pero antes intentaremos otras cosas -Mason hizo una pausa para respirar y prosiguió-: Si no funcionan, haremos lo que dice Doemling y usaremos el anuncio para dejarla con el culo al aire, qué digo con el culo… Con el culo y todo lo demás. Estará tan jodida que podrás partirla en dos con la mierda de ese anuncio. Quédate la parte del coño, ése es mi consejo. La otra es más aburrida que el copón. Vaya, no quería blasfemar.
Clarice Starling corría sobre las hojas caídas en un parque natural de Virginia situado a una hora de su casa, uno de sus lugares favoritos. Aquel día laborable de otoño que tanto necesitaba tomarse libre, el parque no ofrecía el menor rastro de otra presencia humana. Recorría un camino que le era familiar entre las colinas boscosas a orillas del Shenandoah. El primer sol caía sobre las lomas y entibiaba el aire, pero aún no alcanzaba las umbrías depresiones, en las que el aire era cálido a la altura de su rostro y frío en sus piernas al mismo tiempo.
Esos días la tierra no le parecía inmóvil bajo sus pies; sólo corriendo tenía la sensación de pisar terreno firme.
La mañana era espléndida y Starling avanzaba bajo los resplandores que danzaban entre las hojas, pisoteando las manchas de luz del camino, que unas zancadas más adelante estaba barrado por las sombras que el sol todavía bajo arrancaba a los troncos. A unos metros, dos ciervas y un macho de encrespada cornamenta saltaron fuera del camino con un brinco unánime que aceleró el corazón de la mujer, echaron a correr y desaparecieron en la umbría profundidad del bosque, donde sus blancas y erguidas colas siguieron destacando al ritmo de su trote. Contenta, Starling se puso a dar saltos sobre el terreno.
Inmóvil como un personaje de tapiz medieval, Hannibal Lecter siguió sentado sobre las hojas caídas en la ladera que dominaba el río. Podía ver ciento cincuenta metros del camino con unos prismáticos, que había protegido contra los reflejos poniéndoles una visera de cartón. Primero vio la espantada de los ciervos, que ascendieron la colina y pasaron de largo, y luego, por primera vez en siete años, a Clarice Starling de cuerpo entero.
Bajo los gemelos el rostro no cambió de expresión, pero las fosas nasales se dilataron al aspirar aire con fuerza, como si pudiera captar el olor de la mujer a aquella distancia.
El aire le trajo olor a hojas secas matizado por una insinuación de cinamomo, las emanaciones del mantillo y las bayas en lenta putrefacción, un leve efluvio de excrementos de conejo a muchos metros de distancia, el intenso almizcle de una piel de ardilla hecha jirones bajo las hojas, pero no el aroma de Starling, que hubiera identificado en cualquier lugar. Los ciervos que habían emprendido la huida al verla siguieron trotando mucho después de que la mujer los perdiera de vista.
Starling, que corría con soltura, sin luchar contra el suelo, permaneció a la vista menos de un minuto. Una mochila diminuta con una botella de agua le colgaba de la espalda, sobre la que caía el sol difuminando la silueta como si de su cuerpo emanara un polvo de polen. Mientras la seguían a lo largo del camino los binoculares captaron un resplandor del río por delante de Starling, y durante unos instantes el doctor Lecter tuvo la vista llena de manchas de luz. Starling desapareció donde el camino hacía bajada, y lo último que vio de ella fue su nuca con la cola de caballo balanceándose como la cola blanca de un ciervo.
El doctor permaneció inmóvil, sin hacer el menor movimiento para seguirla. La imagen de la mujer seguía corriendo en su mente con extraordinaria nitidez. Lo seguiría haciendo hasta que él la hiciera parar. Era la primera vez que la veía después de siete años, sin contar las fotografías de prensa, ni los fugaces atisbos de su cabeza en el interior de un coche. Se tumbó en las hojas con las manos entrelazadas bajo la nuca, y se quedó mirando el escaso follaje de un arce, que se estremecía contra el cielo, oscureciéndolo hasta que le pareció casi morado. Morado, como el racimo de uva labrusca que había cogido cuando trepaba hasta allí; los granos polvorientos empezaban a arrugarse, y se comió unos cuantos, estrujó el resto contra su palma y lamió el jugo como un niño, con la mano bien abierta. Morado, morado…
Las berenjenas del huerto eran moradas.
El agua caliente se había acabado a mediodía en la elevada cabana de caza, y la niñera de Mischa tuvo que arrastrar la abollada bañera de cobre hasta el huerto para que el sol calentara el baño de la criatura. Mischa se sentó entre los reflejos, rodeada de plantas, con las blancas mariposas de la col revoloteando alrededor de su cuerpecillo de dos años. El agua apenas le cubría las regordetas piemos, pero su solemne hermano Hannibal y el enorme perro recibieron el encargo de no perderla de vista mientras la niñera volvía a la cabana para buscar una toalla.
Para algunos criados Hannibal Lecter era un niño inquietante, anormalmente intenso, prematuramente listo; pero no asustaba a la vieja nodriza, que tenía muchas cosas que hacer, ni tampoco a Mischa, que le ponía las mónitas en forma de estrella sobre la cara y se echaba a reír. Mischa estiró los brazos por encima de los hombros de Hannibal y alcanzó la berenjena, que le encantaba mirar al sol. Sus ojos, que no eran marrones como los de su hermano, sino azules, miraban la berenjena y parecían absorber su color, oscurecerse con ella. Hannibal Lecter sabía que los colores eran la pasión de su hermana. Cuando la llevaron adentro y el ayudante del cocinero salió refunfuñando a vaciar la bañera, Hannibal se arrodilló junto a la hilera de berenjenas, que irisaban de reflejos morados y verdes las burbujas antes de que reventaran sobre la tierra de cultivo. Sacó su pequeño cortaplumas y seccionó el tallo de una berenjena, le sacó brillo con su pañuelo, y con la hortaliza adíente de sol en las manos como un animal, la llevó al cuarto de Mischa y la dejó donde ella pudiera verla. A Mischa le encantaba el morado oscuro, a lo largo de su corta vida adoró el color berenjena.
Hannibal Lecter cerró los ojos para volver a ver los ciervos trotando, asustados de Starling, para ver a la mujer trotando camino adelante, aureolada por el sol que le daba en la espalda… Pero aquél era el ciervo equivocado, el cervatillo con la flecha clavada, que tiraba, tiraba de la soga que le apretaba el cuello y lo arrastraba hacia el hacha, el cervatillo que se comieron antes de hacer lo mismo con Mischa, y ya no pudo permanecer inmóvil, tuvo que levantarse, con las manos y la boca manchadas de jugo morado, con la mueca caída de una máscara de tragedia griega. Buscó a Starling a lo largo del camino. Aspiró profundamente por la nariz y dejó que los aromas del bosque lo purificaran. Fijó la vista en el repecho tras el que había desaparecido Starling. El camino destacaba entre los árboles como si la mujer hubiera dejado un rastro luminoso a su paso.
Trepó con rapidez a la cima y bajó la otra vertiente de la colina hacia una zona de acampada cercana, en cuya área de aparcamiento había dejado la camioneta. Quería estar fuera del parque antes de que Starling volviera a su coche, que la esperaba a tres kilómetros de allí, en el aparcamiento principal de la entrada, cerca de la garita del guarda forestal, cerrada hasta el comienzo de la temporada.
Starling tardaría al menos quince minutos en llegar al coche.
El doctor Lecter aparcó junto al Mustang y dejó el motor en marcha. Había podido examinar el coche en el aparcamiento de un supermercado próximo a la casa de Starling. La pegatina del abono anual en el parabrisas del viejo Mustang fue lo que llamó la atención del doctor hacia el parque; sin pérdida de tiempo compró un mapa de la reserva natural y la exploró detenidamente.
El coche, agazapado sobre sus anchas ruedas como si durmiera, estaba cerrado con llave. Aquel vehículo resultaba divertido. Era a un tiempo extravagante e increíblemente eficaz. Por más que se agachara junto al pomo cromado no consiguió oler nada. Desplegó una estrecha lámina de acero y la deslizó entre el cristal y la puerta por encima de la cerradura. ¿Alarma? ¿Sí? ¿No? Clic. No.
El doctor Lecter subió al coche y penetró en una atmósfera que era, intensamente, la de Clarice Starling. El volante era grueso y forrado de cuero, y en su centro podía leerse la palabra «MOMO». La miró ladeando la cabeza como un loro y formó con los labios las dos sílabas: «MO-MO». Se recostó en el asiento, cerró los ojos y empezó a aspirar arqueando las cejas, como si estuviera escuchando un concierto.
Entonces, como si tuviera voluntad propia, el puntiagudo extremo rosa de su lengua asomó entre los dientes como una pequeña serpiente que intentara escapar de su boca. Sin cambiar de expresión, como si no fuera consciente de sus propios movimientos, se inclinó hacia delante, encontró el cuero del volante guiándose por el olfato, posó en él la lengua y la enroscó sobre las depresiones para los dedos de la parte inferior. Saboreó las zonas desgastadas donde la mujer posaba las palmas de las manos. Luego volvió a reclinarse en el respaldo mientras la lengua se retiraba a su nido, y movió la boca cerrada como si estuviera paladeando un vino. Respiró con fuerza y retuvo el aire mientras salía y cerraba el Mustang. No espiró aún, conservó a Starling en la boca y los pulmones hasta, que su vieja camioneta estuvo fuera del parque.
Uno de los axiomas de la unidad de Ciencias del Comportamiento dice que los vampiros son territoriales, mientras que los caníbales atraviesan el país de punta a punta.
Sin embargo, la vida nómada no atraía especialmente al doctor Lecter. Su éxito en eludir a las fuerzas del orden se debía sobre todo a la consistencia de sus identidades falsas, ideadas para durar y adoptadas con suma prudencia, y a su facilidad de acceso al dinero. Los desplazamientos frecuentes y erráticos no formaban parte de su modus operandi.
Gracias a dos identidades alternativas, consolidadas hacía mucho tiempo y provistas de excelente crédito, más una tercera para el manejo de vehículos, no le resultó difícil procurarse un cómodo nido a la semana de su regreso a Estados Unidos.
Había elegido un lugar de Maryland a una hora de coche al sur de Muskrat Farm y razonablemente cerca de los ambientes musicales y teatrales de Washington y Nueva York.
Nada de lo relacionado con las ocupaciones visibles del doctor Lecter podía atraer la atención ajena, y cualquiera de sus identidades principales hubiera sobrevivido a una verificación corriente. Tras una visita a su caja de seguridad de Miami, alquiló por un año una casa hermosa y aislada en la bahía de Chesapeake a un cabildero alemán.
Desviando las llamadas a través de dos teléfonos con distinto sonido instalados en un apartamento barato de Filadelfia, podía conseguir inmejorables referencias siempre que las necesitara sin tener que abandonar la comodidad de su nuevo hogar.
Asistía a los conciertos, ballets y óperas que le interesaban comprando entradas excelentes a revendedores, a los que siempre pagaba en metálico.
Una de las ventajas de su nuevo domicilio era que disponía de un amplio garaje doble con taller y una puerta levadiza excelente. En el interior guardaba sus dos vehículos, una camioneta Chevrolet con un bastidor de tubos y un torno fijo en la parte trasera, que tenía seis años de antigüedad y había comprado a un fontanero y pintor de brocha gorda, y un Jaguar sedán con sobrealimentador alquilado a través de un grupo de empresas de Delaware. La camioneta ofrecía un aspecto diferente de un día para otro. El equipo que alternaba en la parte trasera incluía una escalera de mano, tuberías, PVC, una barbacoa portátil y una bombona de butano.
Una vez arreglados los asuntos domésticos, se concedió una semana de música y museos en Nueva York, y envió los catálogos de las exposiciones más interesantes a su primo, el gran pintor Balthus, a Francia.
En Sotheby's adquirió dos instrumentos musicales extraordinarios, ambos piezas raras. El primero era un clavicémbalo flamenco de finales del XVIII, prácticamente idéntico al Dulkin de 1745 del museo Smithsoniano, con un teclado suplementario en la parte superior para tocar las composiciones de Bach, digno sucesor del gravicembalo que había disfrutado en Florencia. Su otra adquisición era un pionero de los instrumentos electrónicos, un theremin construido en los años treinta por el mismo profesor Theremin. Aquel instrumento había fascinado siempre al doctor Lecter, que se había hecho uno siendo niño. Se toca moviendo las manos desnudas sobre un campo electrónico, de forma que los simples gestos producen el sonido.
Ahora estaba cómodamente instalado y tenía con qué entretenerse…
El doctor Lecter conducía la camioneta de regreso a su nuevo hogar en la costa de Maryland tras pasar la mañana en el bosque. La visión de Clarice Starling corriendo entre las hojas de otoño por el camino forestal estaba a buen recaudo en su palacio de la memoria. A partir de ahora sería una fuente de placer a la que el doctor podría acceder en cuestión de segundos partiendo del vestíbulo. Vería correr a Starling, y era tal la calidad de su memoria visual que podría examinar las imágenes y encontrar detalles que había pasado por alto, oír de nuevo a los grandes y fuertes ciervos trotando colina arriba hasta perderse de vista, ver los callos de sus jarretes, y una cardencha verde enredada en el vientre del que pasó más cerca. Guardó aquel recuerdo en una estancia soleada del palacio, tan lejos como pudo del cervatillo asaeteado…
Llegó a casa, a su nueva casa, y la puerta del garaje descendió con un zumbido uniforme tras la camioneta.
Cuando el portón volvió a alzarse a mediodía, el Jaguar negro salió del interior llevando al doctor vestido para la ciudad.
Al doctor Lecter le encantaba ir de compras. Se dirigió directamente a Hammacher Schlemmer, el proveedor de accesorios de primera calidad para el deporte y el hogar, y allí se tomó su tiempo. Influido por su excursión matinal, sacó una cinta métrica y se puso a medir tres cestas de picnic enormes hechas de mimbre lacado, con sólidos compartimientos de cobre y correas de cuero cosido a mano. Al final se decidió por la de tamaño intermedio, dado que sólo contendría un servicio individual.
La caja de la cesta incluía un termo, prácticos vasos de distintos tamaños, porcelana resistente y cubiertos de acero inoxidable. Sólo se vendía con los accesorios, así que no tuvo más remedio que comprar el lote.
En sucesivas visitas a Tiffany y Christofle, el doctor pudo sustituir los pesados platos por otros de porcelana francesa Gien con escenas de caza, hojas y pájaros de montaña. En Christofle dio con un juego de su cubertería de plata del siglo xix preferida, con diseño Cardinal, la marca del fabricante grabada en la concavidad de las cucharas y la palabra «París» bellamente estilizada en la parte posterior de los mangos. Los tenedores tenían los dientes muy espaciados y en pronunciada curva, y los cuchillos pesaban agradablemente en la palma. Las piezas se adaptaban a la mano como pistolas de duelista. Cuando le llegó el turno a la cristalería, el doctor tardó en decidir el tamaño de las copas de aperitivo, y compró un bailón para el coñac. En cambio, no titubeó en cuanto a los vasos de vino; escogió unos Riedel, que compró en dos tamaños, ambos con las bocas lo bastante anchas para dejar espacio a la nariz.
En Christofle también encontró mantelillos individuales de suave lino blanco y unas hermosas servilletas de damasco con una rosa diminuta como una gota de sangre bordada en una esquina. El efecto le resultó sorprendente y compró seis, de forma que, ante cualquier eventualidad, siempre dispusiera de algunas limpias.
Compró dos buenos hornillos portátiles de gas de 35.000 unidades de calor, de los que se emplean en los restaurantes para cocinar a la vista de los comensales; una exquisita sartén para salteados y una cacerola fait-tout para salsas, ambas fabricadas en cobre por Dehillerin, de París; también adquirió dos batidores. No consiguió encontrar cuchillos de cocina de acero al carbono, que prefería a los de acero inoxidable, ni el resto de los cuchillos especiales que se había visto obligado a dejar en Italia.
Por último, visitó una tienda de suministros médicos próxima al Hospital General de la Caridad, donde descubrió una ganga en forma de sierra para autopsias Stryker casi nueva, que encajaba perfectamente en el fondo de la cesta de picnic, en el espacio destinado al termo. La garantía no había caducado y los accesorios incluían hojas normales y craneales, y una llave craneal, con lo que el doctor Lecter casi había completado su batterie de cuisine.
Las puertas vidrieras estaban abiertas al fresco aire de la noche. La luna asomaba entre las nubes en movimiento y teñía la bahía de hollín y plata. El doctor se sirvió un vaso de vino para estrenar la cristalería y lo dejó sobre un pedestal colocado junto al clavicémbalo. El bouquet se mezcló con el aire salino y el doctor Lecter pudo disfrutarlo sin necesidad de apartar las manos del teclado.
A lo largo de su vida había tenido clavicordios, espinetas y otros instrumentos de teclado antiguos. Sin embargo, prefería el sonido y la sensación de tocar un clavicémbalo; como no es posible controlar el volumen del sonido que los plectros arrancan a las cuerdas, la música llega al intérprete como una experiencia impredecible, repentina y entera.
El doctor Lecter no apartaba los ojos del instrumento mientras abría y cerraba las manos. Se enfrentó al clavicémbalo recién adquirido como hubiera abordado a una desconocida atractiva, con un comentario ligero pero interesante, tocando una canción compuesta por Enrique VIII, Verde crece el acebo.
Satisfecho, probó con la Sonata en si bemol mayor de Mozart. El doctor y el clavicémbalo necesitaban tiempo para intimar, pero las respuestas del instrumento a sus manos le decían que se le entregaría pronto. La brisa había aumentado y las velas vacilaban, pero el doctor Lecter tenía los ojos cerrados a la luz, y seguía tocando con el rostro alzado. Las burbujas volaban de las manos en forma de estrella de Mischa, que las agitaba en la brisa que sobrevolaba la bañera, y al atacar el tercer movimiento era Clarice Starling la que volaba con ligereza a través del bosque, la que corría y corría, haciendo crujir las hojas bajo sus pies, mientras el viento hacía sonar el follaje de los árboles y los ciervos echaban a correr al verla, un ciervo joven y dos ciervas que brincaron fuera del camino como brinca un corazón queriendo salirse del pecho. El terreno se enfrió de repente y los desharrapados salieron del bosque arrastrando al cervatillo, que tenía una flecha en el costado y se resistía a la soga que tenía apretada alrededor del pescuezo; los hombres tiraron del animal herido para no tener que cargar con él hasta el hacha y, de pronto, la música acabó con un violento mazazo, la nieve se llenó de sangre y el doctor Lecter se aferró al taburete con ambas manos. Respiró hondo una vez, y otra, y otra más, volvió a poner las manos sobre el teclado y forzó una frase, luego dos, que resonaron hasta morir en el silencio.
El doctor emitió un débil chillido que subió de tono y cesó tan abruptamente como la música. Se quedó sentado largo rato con la cabeza inclinada sobre el teclado. Luego se levantó sin hacer ruido y salió del salón. Hubiera sido imposible saber en qué parte de la casa a oscuras se encontraba. El viento de la bahía cobró fuerza, consumió las llamas de las velas, hizo sonar las cuerdas del clavicémbalo en la oscuridad arrancándoles ya un aire accidental, ya un débil chillido que llegaba de un pasado muy lejano.
La feria regional de armas blancas y de Fuego del Atlántico Medio se celebraba en el auditorio del War Memorial. Metros y metros cuadrados de armamento, una pradera de armas de fuego, sobre todo pistolas y fusiles de asalto. Los haces rojos de las miras láser se entrecruzaban en el techo.
Pocos auténticos amantes de la naturaleza visitan las ferias de armas, por una cuestión de simple buen gusto. Las armas se han convertido en objetos siniestros, y las ferias de armas son tristes, desangeladas, tan deprimentes como el paisaje interior de muchos de sus visitantes.
Es una muchedumbre astrosa, torva, irritable, estreñida como gallina que no acaba de poner el huevo, con el corazón negro como la pez a ojos vista. Y la mayor amenaza para el derecho de todo ciudadano a poseer un arma de fuego.
Lo que les chifla es el armamento de asalto fabricado en serie con bajos costes y materiales de desecho para proporcionar gran potencia de fuego a tropas ignorantes y sin entrenar.
En medio de tanta tripa de cerveza, tanta carne flaccida y tanta cara pálida y sebosa, el doctor Hannibal Lecter, conmovido por el espectáculo, parecía un figurín. Las armas de fuego no le interesaban. Se dirigió directamente al puesto del vendedor de armas blancas más importante del circuito de ferias.
El comerciante sé llamaba Buck y pesaba ciento cincuenta kilos. Buck tenía en exposición todo un arsenal de espadas de fantasía e imitaciones de armas medievales y antiguas; pero también porras, cuchillos y machetes de primera calidad, entre los que el doctor Lecter localizó enseguida la mayoría de los artículos que figuraban en su lista de objetos que había debido abandonar en Italia.
– ¿Puedo ayudarle?
Buck tenía unos carrillos bonachones y una boca simpática, pero ojos ruines.
– Sí. Me quedaré esa «Arpía», por favor, y un Spyderco recto y dentado con hoja de diez centímetros. Y aquel cuchillo de despellejador de punta redonda que tiene ahí detrás.
Buck cogió los artículos.
– Quiero el cuchillo de caza que le he dicho, no ése, el bueno. Déjeme ver la porra de cuero, la negra… -el doctor Lecter comprobó el muelle del mango-. Me la quedo.
– ¿Alguna cosa más?
– Sí. Quiero un Spyderco Civilian, no veo ninguno.
– No hay mucha gente que lo conozca, nunca tengo más de uno.
– Sólo quiero uno.
– Su precio normal es de doscientos veinte dólares. Podría dejárselo por ciento noventa incluido el estuche.
– Estupendo. ¿Tiene cuchillos de cocina de acero al carbono?
Buck meneó la cabezota.
– Tendrá que buscarlos de segunda mano en algún mercadillo. Es lo que hago yo. Afilándolos con el dorso de un platillo de postre quedan como nuevos.
– Hágame un paquete. Vendré a buscarlo dentro de unos minutos.
A Buck no solían pedirle que hiciera paquetes. Pero lo hizo, aunque con las cejas arqueadas.
Como era de esperar, aquella feria de armamento tenía más de bazar que de otra cosa. Había unas cuantas mesas de polvorientas antiguallas de la Segunda Guerra Mundial, que empezaban a parecer prehistóricas. Se podían comprar rifles M-l, máscaras de gas con los cristales de los ojos rotos, cantimploras… No faltaban los habituales tenderetes de reliquias nazis, donde uno podía comprar botes de auténtico gas Zyklon B, si sus gustos iban por ahí.
No había casi nada de las guerras de Corea y Vietnam, y absolutamente nada de la operación Tormenta del desierto.
Muchos de los visitantes vestían ropa de camuflaje, como si acabaran de regresar del frente con un breve permiso para asistir a la feria, en la que no echarían en falta indumentaria de aquel tipo, incluido el conjunto de camuflaje total adecuado para un francotirador o un cazador con arco, pues una de las secciones más importantes del salón era la dedicada a los arcos y la caza con arco.
El doctor Lecter estaba examinando el conjunto de camuflaje cuando vio por el rabillo del ojo los otros uniformes. Cogió un guante de arquero. Se giró hacia la luz para ver la marca del fabricante y comprobó que los dos agentes que se habían parado a su lado pertenecían al Departamento de Caza y Pesca Fluvial de Virginia, que tenía un pabellón dedicado a la conservación del medio ambiente.
– Ahí tienes a Donnie Barber -dijo el más viejo de los dos guardias, señalando con la barbilla-. Si alguna vez consigues llevarlo ante el juez, avísame. Me gustaría echar a ese hijo de puta de los bosques para siempre.
No le quitaban ojo a un hombre de unos treinta años que estaba en el otro extremo del pabellón de los arcos, vuelto hacia ellos pero con la cara levantada hacia un monitor de vídeo. Donnie Barber vestía de camuflaje, con la cazadora atada a la cintura por las mangas. Llevaba una camiseta de color caqui y sin mangas, para enseñar los tatuajes, y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás.
El doctor Lecter se alejó poco a poco de los guardias haciendo como que miraba distintos artículos. Se detuvo en un puesto de miras láser para pistola, al otro lado del pasillo, y a través de una celosía llena de pistoleras observó las imágenes del vídeo que tenía embelesado a Donnie.
Era un vídeo sobre la caza con arco de ciervos cariacú.
Al parecer, alguien fuera de cámara ahuyentaba a un ciervo para que corriera entre dos vallas y entrara en un corral de maderos. El cazador, que estaba tensando el arco, llevaba un micrófono de ambiente para captar sus propios sonidos. De pronto su respiración se hizo más agitada. Luego susurró al micrófono: «No conozco nada mejor que esto».
El ciervo dio un respingo al alcanzarlo la flecha y chocó dos veces contra la cerca antes de conseguir saltarla y salir huyendo.
Sin dejar de mirar, Donnie Barber dio un salto acompañado de gruñidos cuando la flecha se clavó en el animal.
En esos momentos el cazador del vídeo, que había localizado al ciervo, se disponía a despiezarlo. Empezó con lo que llamó «la lomera».
Donnie Barber paró el vídeo y lo rebobinó hasta el instante en que la flecha se clavaba, una y otra vez, hasta que el concesionario le llamó la atención.
– Anda y que te den, tontorrón -dijo Donnie Barber-, que no vendes más que mierda.
En el puesto de al lado compró flechas amarillas de punta ancha provista de una aleta afilada como una navaja. Se sorteaban dos días de caza del ciervo, y por el importe de su compra a Donnie le correspondió un boleto.
Barber lo rellenó, lo introdujo por la ranura y desapareció con su largo paquete y el bolígrafo del vendedor entre la muchedumbre de comandos barrigudos.
Como los ojos de un batracio al acecho de insectos, los del vendedor percibían cualquier pausa en la multitud que desfilaba ante su puesto. El hombre que tenía delante estaba extraordinariamente inmóvil.
– ¿Ésta es su mejor ballesta? -le preguntó el doctor Lecter.
– No -el hombre sacó un estuche de debajo del mostrador-. La mejor es ésta. Yo prefiero las que se pliegan a las que se desmontan a la hora de transportarlas. La polea se puede tensar manualmente o con el motor eléctrico. Supongo que sabe que no se puede usar una ballesta en Virginia si no se es un inválido… -le informó el vendedor.
– Mi hermano ha perdido un brazo y está impaciente por matar algo con el otro -le explicó el doctor Lecter.
– Claro, lo entiendo.
En cosa de cinco minutos, el doctor compró una magnífica ballesta y dos docenas de saetones, las flechas cortas y gruesas que se usan con ese tipo de arma.
– Hágame un paquete -le dijo Lecter.
– Si llena este boleto puede ganar dos días para cazar ciervos. En una granja estupenda -le indicó el vendedor.
El doctor Lecter rellenó el boleto del sorteo y lo metió por la ranura de la urna.
El vendedor se puso a atender a otro cliente, pero el doctor volvió sobre sus pasos.
– ¡Jefe! -exclamó-. Me he olvidado de poner el número de teléfono. ¿Puedo?
– Claro, hombre, usted mismo.
El doctor Lecter quitó la tapa de la caja y cogió los dos boletos de arriba. Añadió un número de teléfono falso al resto de la falsa información de su papeleta y echó un buen vistazo a la otra, parpadeando una sola vez, como el diafragma de una cámara de fotos.
En el gimnasio de Muskrat Farm dominaban el negro y el cromo de la tecnología punta, y el espacioso recinto estaba equipado con todo el ciclo de máquinas Nautilus, aparatos de pesas, una pista de aeróbic y un bar de zumos.
Barney casi había acabado la sesión y estaba enfriando los músculos en la bicicleta cuando se dio cuenta de que no, estaba solo. En una esquina, Margot Verger se estaba quitando el chándal. Llevaba pantalones cortos elásticos y un top sin mangas sobre el sujetador deportivo, y en ese momento se estaba poniendo un cinturón para levantar pesas. Barney las oyó resonar en el rincón. Al cabo de un momento la oyó respirar con fuerza mientras hacía unos levantamientos para calentar.
Barney seguía pedaleando con la resistencia al mínimo y secándose la cabeza con una toalla cuando la mujer se le acercó entre dos tandas de pesas.
Margot miró los brazos del hombre y a continuación los suyos. Tenían más o menos el mismo grosor.
– ¿Cuánto eres capaz de levantar echado en el banco? -le preguntó ella.
– No lo sé.
– Yo creo que lo sabes, y perfectamente.
– Puede que ciento setenta y cinco, o una cosa así.
– ¿Ciento setenta y cinco? Venga ya, grandullón. Cómo vas a levantar todo eso…
– Puede que tenga razón.
– Tengo un billete de cien dólares que dice que no eres capaz de levantar ciento setenta y cinco.
– ¿Contra qué?
– ¿Contra qué cono va a ser? Otros cien. Y yo te pondré la marca.
Barney la miró frunciendo el entrecejo, elástico como goma.
– Vale.
Colocaron las pesas. Margot sumó las que Barney había puesto en su lado como si creyera que iba a hacer trampas. Él respondió contando las del lado de Margot aún con más cuidado.
Se tumbó en el banco y los ajustados pantalones de la mujer, de pie junto a su cabeza, quedaron a un palmo de su cara. La articulación de los muslos con el abdomen formaba nudos como un marco barroco y el macizo torso parecía llegar casi al techo.
Barney se acomodó sintiendo el banco contra la espalda. Las piernas de Margot olían a linimento fresco y sus manos, con las uñas pintadas de color coral, se posaban suavemente en la barra, bien torneadas a pesar de su fuerza.
– ¿Listo?
– Sí.
Barney empujó la barra hacia la cara de la mujer, inclinada sobre él. No tuvo que esforzarse demasiado. Dejó la barra un soporte más arriba que el elegido por Margot. Ella sacó el dinero de su bolsa de deporte.
– Gracias -le dijo Barney.
– Puedo hacer más flexiones que tú -replicó Margot.
– Ya lo sé.
– ¿No me crees?
– Sí, pero yo puedo mear de pie.
El grueso cuello de la mujer se puso rojo.
– Yo también.
– ¿Cien pavos? -propuso Barney.
– Hazme un combinado -le ordenó ella.
En el bar de zumos había un frutero. Mientras Barney preparaba los combinados de fruta en la licuadora, Margot cogió dos nueces y las reventó cerrando el puño.
– ¿Eres capaz de romper una sola, sin nada contra lo que hacer presión? -le preguntó Barney, que rompió dos huevos contra el borde de la licuadora y los echó adentro.
– ¿Y tú? -dijo Margot, y le tendió una nuez.
Barney se quedó mirando la nuez en su palma abierta.
– No lo sé -despejó el trozo de barra que tenía delante y una naranja rodó por ella y cayó al suelo al lado de Margot-. Vaya, lo siento -se disculpó Barney.
Ella la recogió y volvió a ponerla en el frutero.
El enorme puño de Barney se cerró con fuerza sobre la nuez. La mirada de la mujer iba del puño al rostro de Barney, que tenía el cuello hinchado por el esfuerzo y la cara cada vez más roja. Empezó a temblar y al cabo de unos segundos se oyó un débil crujido procedente del puño. Margot se quedó con la boca abierta mientras Barney acercaba el tembloroso puño a la licuadora. El crujido se oyó con más fuerza. La yema y la clara de un huevo cayeron dentro de la licuadora con un ¡plop! Barney pulsó el interruptor y se lamió las yemas de los dedos. Margot se rió contra su voluntad.
Barney vertió los combinados en los vasos. Vistos desde el otro extremo del gimnasio hubieran parecido dos luchadores o dos levantadores de pesas de distintas categorías.
– A ti te gusta hacer todo lo que hacen los hombres, ¿no? -le preguntó Barney.
– Menos las estupideces.
– ¿Quieres que hagamos cosas de hombres juntos?
La sonrisa de Margot se esfumó.
– No tengo ganas de oír ningún chiste de pollas, Barney.
El hombre sacudió la cabezota.
– Tú ponme a prueba -dijo.
En la «CASA DE HANNIBAL» el material recopilado sobre el doctor crecía conforme Clarice Starling se internaba a tientas por los vericuetos de sus gustos.
Rachel DuBerry era algo mayor que Lecter en la época en que había actuado como activa mecenas de la Sinfónica de Baltimore, y muy hermosa, como Starling pudo comprobar en las fotografías de Vogue de aquellos años. Eso había sido dos maridos ricos atrás. En la actualidad era la señora de Franz Rosencranz, de los famosos Textiles Rosencranz. Su secretaria para actividades sociales la puso con ella.
– Ahora me limito a mandar dinero a la orquesta, querida. Estamos fuera demasiado tiempo como para participar activamente -explicó a Starling la señora Rosencranz, nacida DuBerry-. Si es algo relacionado con impuestos, puedo darle el número de mis contables.
– Señora Rosencranz, cuando participaba en el patronato de la Sinfónica y de la Escuela Westover, conoció usted al doctor Hannibal Lecter, ¿no es así?
Un silencio prolongado.
– ¿Señora Rosencranz?
– Me parece que es mejor que me dé su número y la llame a través de la centralita del FBI.
– Como quiera.
Cuando se reanudó la conversación, Rachel dijo:
– Sí, tuve trato social con Hannibal Lecter hace años y desde entonces la prensa se ha dedicado a acampar en mi césped. Era un hombre con un encanto extraordinario, completamente fuera de lo habitual. De los que le ponen la piel de gallina a una chica, no sé si me explico. Me costó años creer lo que se contaba de él.
– ¿Le hizo regalos en alguna ocasión, señora Rosencranz?
– Solía enviarme una nota el día de mi cumpleaños, incluso después de que lo detuvieran. A veces un regalo, antes de que lo condenaran. Tiene un gusto exquisito para los regalos.
– Y el doctor Lecter dio la famosa cena de cumpleaños en su honor. Con las cosechas de los vinos elegidas de acuerdo con la fecha de su nacimiento.
– Sí -admitió ella-. Suzy la llamó la fiesta más extraordinaria desde el baile en blanco y negro de Capote.
– Señora Rosencranz, si tuviera noticias suyas, ¿podría llamar al número del FBI que voy a darle? Querría preguntarle algo más si no es molestia. ¿Celebraba usted aniversarios especiales con el doctor Lecter? Y también tengo que preguntarle su fecha de nacimiento.
Al otro lado del teléfono la temperatura había bajado varios grados.
– Ésa es una información que debe de ser fácil conseguir.
– Sí, señora Rosencranz, pero hay ciertas incoherencias entre las fechas de la seguridad social, de su partida de nacimiento y de su permiso de conducir. De hecho, ninguna de ellas coincide. Le pido que me disculpe, pero estamos controlando compras de artículos de lujo para los cumpleaños de personas relacionadas con el doctor Lecter.
– ¿«Personas relacionadas»? De modo que eso es lo que soy ahora, qué denominación tan horrorosa -la señora Rosencranz rió entre dientes. Pertenecía a una generación de cócteles y cigarrillos, y su voz era profunda-. Agente Starling, ¿qué edad tiene?
– Treinta y dos, señora Rosencranz. Cumpliré treinta y tres dos días antes de Navidad.
– Permítame que le diga, con la mejor intención del mundo, que le deseo que cuente con al menos un par de «personas relacionadas» en su vida. Le aseguro que ayudan a matar el tiempo.
– Sí, señora. ¿La fecha de su nacimiento?
Al final la señora Rosencranz se dignó a revelar la información correcta, que clasificó como «la fecha que conoce el doctor Lecter».
– Si no le molesta que se lo pregunte, señora, puedo entender que cambie el año, pero ¿por qué cambiar el mes y el día?
– Quería ser Virgo, porque es el signo mas compatible con el del señor Rosencranz. Por aquella época empezábamos a salir juntos.
La gente que había conocido al doctor Lecter cuando vivía en una jaula lo veía de una forma un tanto diferente.
Starling había liberado a Catherine, la hija de la ex senadora Ruth Martin, del infierno del sótano donde el asesino en serie Jame Gumb la mantenía oculta, y, de no haber sufrido una derrota en las siguientes elecciones, la senadora hubiera podido hacer mucho bien a Starling. Se notaba su agradecimiento al otro lado del teléfono, le dio recuerdos de Catherine y se interesó por ella.
– Nunca me ha pedido nada, Starling. Si alguna vez necesita otro empleo…
– Gracias, senadora Martin.
– Y sobre ese maldito Lecter, no, si hubiera tenido noticias suyas, por supuesto que se lo habría comunicado al Bureau, y ahora mismo voy a apuntar su número aquí, junto al teléfono, Starling. Charlsie sabe lo que tiene que hacer con el correo. No espero tener noticias de ese hombre. Lo último que me dijo ese degenerado en Memphis fue «Me encanta su traje». Me hizo lo más cruel que nadie me haya hecho nunca. ¿Sabe qué fue?
– Sé que procuró mortificarla.
– Cuando Catherine estaba desaparecida, cuando estábamos desesperados y él dijo que tenia información sobre Jame Gumb, y yo le estaba suplicando, me preguntó, me miró a la cara con esos ojos de serpiente suyos y me preguntó si le había dado el pecho a Catherine. Quería saber si le había dado de mamar. Le contesté que sí. Entonces dijo aquello: «Un trabajo que da sed, ¿verdad?». Y eso hizo que lo reviviera todo de golpe, tenerla en brazos cuando era una criatura, sedienta, esperando a que se saciara… Aquello me desgarró como nada que hubiera sentido hasta entonces, y él se limitó a absorber mi dolor.
– ¿Cómo era, senadora Martin?
– ¿Cómo era…? Perdone, no la entiendo.
– Cómo era el traje que llevaba, el que le gustó al doctor Lecter.
– Déjeme pensar… Un Givenchy azul marino, de muy buen corte -dijo la senadora Martin, un tanto molesta por las prioridades de Starling-. Cuando haya vuelto a ponerlo entre rejas, Starling, venga a verme, daremos un paseo a caballo.
– Gracias, senadora, lo tendré en cuenta.
Dos llamadas telefónicas, una a cada lado del doctor Lecter; una daba fe de su encanto, la otra, de sus escamas. Starling tomó unas notas: «Cosechas relacionadas con cumpleaños», lo que ya estaba cubierto en su pequeño programa. Añadió «Givenchy» a su lista de artículos de lujo. Después de dudarlo, escribió igualmente «Dar el pecho» sin que supiera a cuento de qué, y no tuvo más tiempo para pensar en ello porque el teléfono rojo empezó a sonar.
– ¿Ciencias del Comportamiento? Estoy intentando ponerme en contacto con Jack Crawford, soy el sheriff Dumas del condado de Clarendon, Virginia.
– Sheriflf, soy la ayudante de Jack Crawford. El ha tenido que ir a los juzgados. ¿En qué puedo ayudarlo? Soy la agente especial Starling.
– Necesito hablar con Jack Crawford. Tenemos a un tipo en el depósito al que le han cortado unas cuantas tajadas. ¿Hablo con la unidad correcta?
– Sí, señor, ésta es el la unidad de car… Sí, señor, ha hecho bien en llamar aquí. Si me dice exactamente dónde se encuentra, saldré para allí enseguida y pondré al tanto al señor Crawford en cuanto acabe de testificar.
El Mustang de Starling salió de Quantico lo bastante deprisa como para hacer que el marine de guardia le pusiera mala cara, meneara la cabeza y procurara reprimir una sonrisa.
El depósito de cadáveres del condado de Clarendon, al norte de Virginia, está unido al hospital del condado por una pequeña esclusa neumática con un ventilador extractor en el techo y amplias puertas de dos hojas en cada extremo para facilitar la entrada y salida de cadáveres. Un ayudante del sheriff de pie ante ellas impedía el acceso a cinco reporteros y cámaras arremolinados a su alrededor.
Starling se puso de puntillas detrás del corro y levantó la placa. Cuando el policía la vio y asintió con la cabeza, Starling se abrió paso entre los periodistas. Los flashes la deslumhraron y un fogonazo relumbró a sus espaldas.
En la sala de autopsias reinaba un silencio que sólo interrumpía el ruido del instrumental al ser depositado en la bandeja metálica.
El depósito del condado tenía cuatro mesas de autopsia de acero inoxidable, con sendas balanzas y piletas. Dos de ellas estaban cubiertas con sábanas extrañamente moldeadas por los restos que ocultaban. En otra, la más próxima a las ventanas, se estaba llevando a cabo una autopsia rutinaria. El patólogo y su ayudante estaban enfrascados en alguna operación delicada y no levantaron la vista cuando Starling entró.
El insidioso chirrido de una sierra eléctrica llenó la sala y al cabo de un momento el patólogo apartó la parte superior de un cráneo, levantó un cerebro en el hueco de las manos y lo depositó en la balanza. Susurró el peso al micrófono de su solapa, examinó el órgano en el platillo de la balanza y lo hurgó con un dedo enguantado. Cuando advirtió la presencia de Starling por encima del hombro de su ayudante, puso el cerebro en la cavidad torácica abierta del cadáver, encestó los guantes de goma en una papelera como un crío lanzando gomas elásticas y dio la vuelta a la mesa para acercarse a la mujer. A Starling, estrechar aquella mano le daba repelús.
– Clarice Starling, agente especial, FBI.
– Doctor Hollingsworth, forense, patólogo, jefe de cocina y limpiabotellas -los ojos de Hollingsworth, de un azul intenso, relucían como huevos duros. Se dirigió a su ayudante sin apartar la vista de Starling-: Marlene, llame al sheriff, está en la UVI de Cardiología, y destape esos cuerpos, por favor.
Según la experiencia de Starling, los forenses solían ser inteligentes pero también juguetones y atolondrados en las conversaciones informales, y les gustaba presumir. Hollingsworth siguió la mirada de Starling.
– ¿Le llama la atención lo que he hecho con el cerebro?
Ella asintió, pero le enseñó las manos, abiertas en son de paz.
– Aquí no somos descuidados, agente especial Starling. No he vuelto a meterlo en el cráneo por hacerle un favor al de la funeraria. En este caso tendrán un ataúd abierto y un largo velatorio, y no hay forma de evitar que parte del cerebro se escurra al cojín; así que llenamos el cráneo con gasas o lo que tengamos a mano, volvemos a cerrarlo y lo grapo por encima de las orejas para que no vuelva a abrirse. La familia tiene el cuerpo entero y todos felices.
– Lo entiendo.
– Dígame si entiende esto otro -dijo.
Detrás de Starling la ayudante del doctor Hollingsworth había destapado las mesas de autopsia.
Starling se dio la vuelta y lo vio todo en una sola imagen que se le quedaría grabada el resto de su vida. Uno al lado del otro, sobre las dos mesas de acero inoxidable, yacían un ciervo y un hombre. Del cuerpo del primero sobresalía una flecha amarilla. La flecha y las astas del animal habían sostenido la sábana como los mástiles de una tienda de campaña.
El hombre tenía una flecha más corta y gruesa atravesándole la cabeza justo encima de las orejas. Llevaba una sola prenda, una gorra de béisbol calada del revés y clavada a la cabeza por la flecha.
Al verlo, a Starling le entró la risa, pero se reprimió tan rápido que los demás debieron de interpretar el ruido como expresión de su sobresalto. La similar colocación de los dos cuerpos, con el humano también de costado en lugar de en posición anatómica, revelaba que los habían sacrificado de forma casi idéntica; les habían extirpado el solomillo y los ijares con destreza y precisión, y habían rebanado los pequeños filetes de debajo de la columna.
Una piel de ciervo sobre acero inoxidable. La cabeza alzada sobre las astas en el cojín de metal, vuelta y con el ojo en blanco, como si intentara mirar hacia atrás, hacia el brillante astil que lo había matado; tumbado sobre el costado y su propio reflejo en aquel lugar de obsesivo orden, el animal parecía más salvaje, más ajeno al hombre de lo que nunca lo habría parecido en el bosque.
El hombre tenía los ojos abiertos y de la comisura le salía un hilillo de sangre, como lágrimas rojas.
– Produce extrañeza verlos juntos -dijo el doctor Hollingsworth-. Los dos corazones pesan exactamente lo mismo -miró a Starling y comprobó que se encontraba bien-. Hay una diferencia en el hombre. Mire esto: le han separado de la columna las costillas cortas y le han sacado los pulmones por la espalda. Casi parecen alas, ¿verdad?
– Un «Águila sangrienta» -murmuró Starling, que se había quedado pensativa.
– No lo había visto en mi vida.
– Tampoco yo -confesó Starling.
– ¿Hay un nombre para eso? ¿Cómo lo ha llamado?
– El «Águila sangrienta». Está documentada en la biblioteca de Quantico. Es un antiguo sacrificio noruego. Desgajar las costillas cortas y extraer los pulmones por la espalda, luego aplastarlos de esa forma para darles la apariencia de alas. En los años treinta hubo un neovikingo que lo hizo en Minnesota.
– Usted verá un montón de cosas así, no como ésta, pero de este tipo…
– A veces, sí.
– Se sale un poco de mi terreno. Aquí nos traen sobre todo asesinatos corrientes, gente a la que han disparado o apuñalado… Pero ¿quiere saber lo que pienso?
– Me encantaría, doctor.
– Creo que este hombre, Donnie Barber según su carnet de identidad, mató al ciervo ilegalmente ayer, un día antes de que se levantara la veda. Sabemos que murió entonces. La flecha coincide con el resto de su equipo. Lo estaba despiezando a toda prisa. No he examinado los antígenos de la sangre de sus manos, pero es sangre del ciervo. Sólo pensaba llevarse lo que los cazadores de ciervos llaman la «lomera», y se puso a hacer una faena bastante torpe, vea este desgarrón a medio hacer, aquí. Entonces se llevó una sorpresa tremenda, esta flecha atravesándole la cabeza. Del mismo color, pero de otro tipo. Sin muesca en la parte de abajo. ¿Sabe lo que es?
– Parece una flecha de ballesta -dijo Starling.
– Otra persona, puede que el individuo de la ballesta, acabó la faena con el ciervo, y lo hizo mucho mejor; luego, aunque parezca increíble, hizo lo mismo con el hombre. Fíjese con qué precisión la ha despellejado lo imprescindible, lo decididas que son las incisiones. Ningún estropicio, ningún desperdicio. Michael DeBakey no lo hubiera hecho mejor. No hay indicios de actividad sexual con ninguno de los dos. Los han sacrificado por la carne, eso es todo.
Starling se presionó los labios con los nudillos. Por un segundo el patólogo creyó que se besaba un amuleto.
– Doctor Hollingsworth, ¿ha encontrado los hígados?
Silencio. Antes de contestarle, el hombre la escrutó por encima de las gafas.
– Falta el del ciervo. Al parecer el del señor Barber no cumplía las normas de calidad de ese individuo. Le cortó una porción para examinarlo, hay una incisión justo a lo largo de la vena porta. El hígado está cirrótico y descolorido. Sigue en el cuerpo, ¿quiere verlo?
– No, gracias. ¿Qué me dice del timo?
– Las lechecillas, sí, faltan en los dos casos. Agente Starling, nadie ha pronunciado el nombre todavía, ¿no es así?
– No -dijo Starling-, todavía no.
Se oyó el bufido de la cámara neumática y un individuo curtido con chaqueta deportiva de tweed y pantalones caqui apareció en el umbral.
– ¿Cómo está Carleton, sheriff? -le preguntó Hollingsworth-. Agente Starling, éste es el sheriff Dumas. Su hermano está ingresado en la UVI de Cardiología.
– Parece que aguanta. Dicen que se ha estabilizado, que lo tienen «en observación», sea lo que sea lo que signifique eso -explicó Dumas. Llamó a alguien-: Entre, Wilburn.
El sheriff estrechó la mano de Starling y le presentó al otro hombre.
– Éste es el oficial Wilburn Moody, guarda de caza.
– Sheriff, si quiere estar con su hermano, podemos volver arriba -ofreció Starling.
El sheriff Dumas negó con la cabeza.
– No me dejarán entrar otra vez hasta dentro de hora y media. No se ofenda, señorita, pero yo pregunté por Jack Crawford. ¿Va a venir?
– Sigue en los juzgados. Cuando usted llamó estaba declarando. Espero que se ponga en contacto con nosotros a no mucho tardar. Le agradecemos que llamara tan pronto.
– El bueno de Crawford dio clase a mi promoción de la Academia Nacional de Policía de Quantico hace la tira de años. Un tío grande. Si la ha enviado a usted es que es buena. ¿Qué, empezamos?
– Cuando usted diga, sheriff.
Dumas sacó un bloc de notas del bolsillo de su chaqueta.
– Este individuo de la flecha en la cabeza es Donnie Leo Barber, varón blanco de treinta y dos años, con domicilio en un remolque del parque de caravanas de Cameron. Sin empleo conocido. Licenciado con deshonor de las Fuerzas Aéreas hace cuatro años. Tiene un certificado de especialista en fuselaje y grupos motores del ejército. Trabajó algún tiempo como mecánico de aviones. Pagó una multa por un delito menor, empleo de arma de fuego dentro los límites urbanos. Se declaró culpable de caza furtiva en el condado de Summit, ¿cuándo fue eso, Wilburn?
– Hace dos temporadas, acababan de devolverle la licencia. Era muy popular en el departamento. Nunca se molestaba en seguir al animal después de dispararle. Si no lo abatía, a esperar el siguiente. Una vez…
– Cuéntanos lo que te has encontrado hoy, Wilburn.
– Bueno, yo iba por la comarcal cuarenta y siete, a unos dos kilómetros al oeste del puente, hacia las siete de esta mañana, cuando el viejo Peckman me hizo señas de que parara. Iba con la lengua fuera y la mano en el pecho. Sólo conseguía abrir y cerrar la boca señalando hacia el bosque. Anduve unos… puede que no más de ciento cincuenta metros por la maleza y allí estaba ese tío de ahí, Barber, apoyado en un árbol con una flecha atravesándole la cabeza, y ese ciervo, con otra flecha. Estaban rígidos, de un día antes por lo menos.
– Ayer por la mañana temprano, si tenemos en cuenta que ha hecho frío -puntualizó el doctor Hollingsworth.
– Pero la temporada ha empezado esta mañana -continuó el guarda-. Este Donnie Barber tenía un aguardo elevado sin montar. Parece que llegó para prepararse con tiempo, o para cazar ilegalmente. Si no, ¿para qué iba a llevar el arco si sólo quería montar el acecho? Entonces aparece este ciervo imponente y el tío no se puede aguantar. Lo he visto montones de veces. Es más frecuente que la mierda de jabalí. Y entonces llega el otro cuando se ha puesto a sacar tajadas. No sabría decir nada por las huellas, porque había estado lloviendo muy fuerte, empezaba a escampar cuando llegué…
– Por eso hicimos un par de fotos y retiramos los cuerpos -explicó el sheriff Dumas-. El viejo Peckman es el dueño de ese bosque. El tal Donnie tenía un permiso de dos días para cazar allí, a contar desde hoy, con la firma de Peckman. Peckman solía hacerlo una vez al año, lo anunciaba en los periódicos y hacía que se lo movieran unos intermediarios. Donnie también llevaba una nota en el bolsillo de atrás que decía: «Mi enhorabuena por esos dos días para cazar ciervos». Los papeles están húmedos, señorita Starling. No tengo nada contra nuestros chicos, pero quizá convenga que examinen las huellas los de su laboratorio. Y las flechas. Todo estaba empapado cuando llegamos. Procuramos no tocar nada.
– ¿Quiere llevarse las flechas, agente Starling? ¿Cómo quiere que las extraiga? -le preguntó el doctor Hollingsworth.
– Si es posible, me gustaría que las sujetara con retractores y las serrara por el lado de las plumas; luego empuje la otra mitad afuera. Así podré fijarlas con alambre al panel de pruebas -le pidió Starling, abriendo su cartera.
– No creo que tuviera tiempo de ofrecer resistencia, pero ¿quiere una muestra de las uñas?
– Prefiero que se las extraiga para hacer la prueba del ADN. No hace falta que las etiquete dedo por dedo, sólo separe las de las dos manos, ¿le importa, doctor?
– ¿Podrán examinar la reacción en cadena de la polimerasa, y la repetición de secuencias cortas de los genomas haploides?
– En el laboratorio central sí. Le informaremos dentro de tres o cuatro días, sheriff.
– ¿Pueden examinar la sangre del ciervo? -preguntó el guarda.
– No, basta con saber que es sangre animal -contestó Starling.
– ¿Y si acabamos encontrando la carne del ciervo en el frigorífico de alguien? -sugirió Moody-. Sería importante determinar si pertenece a este ciervo, ¿no le parece? A veces necesitamos distinguir a un ciervo de otro mediante análisis de sangre, para los casos de caza furtiva. Cada ejemplar es distinto. No había pensado en eso, ¿verdad? Mandamos las muestras a Portland, Oregón, al Departamento de Caza y Pesca de allí; ellos le darán la información, si es que se puede esperar. Te contestan diciendo: «Éste es el ciervo número uno», o lo llaman «el ciervo A», con un número bien largo para el caso, porque supongo que sabe que los ciervos no' tienen nombre… Aquí de eso sabemos un poco.
A Starling le gustaba la cara de Moody, curtida por las muchas horas pasadas a la intemperie.
– Pues a éste lo vamos a llamar «John Doe», [6] guarda Moody. Le agradezco que me haya informado de lo de Oregón, puede que tengamos que hacer negocios con ellos alguna vez. Gracias -dijo, y le sonrió hasta que el hombre se ruborizó y se puso a jugar con el sombrero.
Mientras estaba inclinada revolviendo en su bolso, el doctor Hollingsworth se la quedó mirando embelesado. La cara de la mujer se había animado tras la charla con el pobre Moody. El antojo de la mejilla parecía más bien una quemadura de pólvora. Estuvo a punto de preguntárselo, pero se lo pensó dos veces.
– ¿Dónde han guardado los papeles? No los han metido en bolsas de plástico, ¿verdad? -le preguntó Starling al sheriff.
– En bolsas de papel. Una bolsa de papel nunca le ha hecho daño a una prueba -el sheriff se frotó la nuca y miró fijamente a Starling-. Supongo que se imagina por qué llamé a su oficina, por qué quería que viniera Jack Crawford. Me alegro de que viniera usted, ahora que me he dado cuenta de quién es. Nadie ha pronunciado la palabra «caníbal» fuera de esta sala, porque la prensa saldría de estampida hacia el bosque y lo pondrían todo patas arriba. Lo único que saben es que podría tratarse de un accidente de caza. Han oído rumores de que el cuerpo sufre alguna mutilación. Pero no saben que a Barber le han dejado las costillas al aire. No hay muchos caníbales entre los que elegir, agente Starling.
– No, sheriff, no demasiados.
– Y es un trabajo jodidamente limpio.
– Sí, señor, una obra de arte.
– Puede que me se me haya ocurrido por haberlo visto tanto en los periódicos… pero ¿cree usted que esto puede ser obra de Hannibal Lecter?
Starling se quedó mirando una araña que se colaba por el desagüe de la mesa de autopsias vacía.
– La sexta víctima del doctor Lecter fue un cazador con arco -dijo.
– ¿Se lo comió?
– A ése, no. Lo dejó colgado en un panel para herramientas con todas las heridas imaginables. Le dio el mismo aspecto que un grabado médico conocido como el «Hombre herido». Le interesan las cosas de la Edad Media.
El patólogo señaló hacia los pulmones extendidos sobre la espalda de Donnie Barber.
– Usted ha dicho que se trataba de un ritual antiguo.
– Eso creo -respondió Starling-. No sé si esto es obra del doctor Lecter. Si lo es, la mutilación no tiene nada que ver con ningún fetichismo, y lo de las alas no forma parte de un comportamiento compulsivo.
– Entonces, ¿qué es?
– Un capricho -dijo Starling, mirándolos para comprobar si la definición, que le parecía exacta, los había desconcertado-. Es un capricho, parecido al que hizo que lo atraparan la última vez.
El laboratorio de ADN era nuevo, olía a nuevo y el personal era mas joven que ella. A esto último tendría que ir acostumbrándose, pensó Starling con una punzada. Y muy pronto sería un año mas vieja.
Un» joven cuya tarjeta de identificación decía «A. BENNING» firmó el recibo de las dos flechas.
A. Benning había tenido algún que otro disgusto en la recepción de pruebas, a juzgar por su evidente alivio cuando vio los dos proyectiles fijados con esmero al tablero de pruebas de Starling con alambres forrados de plástico.
– No se imagina lo que me encuentro algunas veces cuando abro estas cosas -le confesó A. Benning-. Supongo que sabe que no podré decirle nada enseguida, esto no es cosa de cinco minutos…
– Claro -la tranquilizó Starling-. No hay referencias sobre el RFLP [7] del doctor Lecter. Se escapó hace mucho tiempo y las muestras antiguas han pasado por un centenar de manos y ya no son fiables.
– El laboratorio tiene demasiado trabajo como para examinar todas las muestras, no podemos comparar catorce cabellos de una habitación de motel, como nos traen a veces. Si pudiera traerme…
– Escúcheme -la interrumpió Starling-, y luego hable. He pedido a la Questura italiana que me manden el cepillo de dientes que creen perteneció al doctor Lecter. Podrá conseguir células epiteliales de él. Haga tanto la prueba del RFLP como la de secuencias recurrentes de genomas. Esta flecha de ballesta ha estado bajo la lluvia, así que dudo que le sirva de mucho. Pero mire esto…
– Lo siento, no imaginaba que usted supiera… Starling consiguió sonreír.
– No se apure, A. Benning, ya verá como nos entendemos de maravilla. Fíjese, las dos flechas son amarillas. La de ballesta, porque la han pintado a mano; no es un mal trabajo, pero se notan las pinceladas. Mire aquí, ¿qué le parece eso que se ve bajo la pintura?
– ¿Un pelo del pincel?
– Puede. Pero fíjese que está curvado hacia un extremo y tiene una especie de bultíto al final. ¿Y si ruera una pestaña?
– Y si conserva el folículo…
– Exacto.
– Mire, puedo hacer las polimerasas y las secuencias del genoma, es decir, tres colores a la vez, en la misma línea de gel y aislar tres localizaciones de ADN al mismo tiempo. Harán falta trece para los tribunales, pero bastarán un par de días para saber con toda seguridad si es de él.
– A. Benning, estaba segura de que me ayudarías.
– Eres Starling, ¿verdad? Quiero decir la agente especial Starling. Perdona si he empezado con mal pie. Es que los polis mandan las pruebas en unas condiciones… No tenía nada que ver contigo.
– Ya lo sé.
– Creía que eras mayor. Todas las chicas… las mujeres te conocen, bueno, todo el mundo te conoce; pero para nosotras eres… -A. Benning apartó la mirada- algo especial -luego levantó el rechoncho pulgar y dijo-: Buena suerte con el Otro. No te importa que lo llame así, ¿verdad?
El mayordomo de Mason Verger, Cordell, era un hombretón de rasgos excesivos que habría sido guapo de haberles dado un poco de animación. Tenía treinta y siete años, y no podría volver a trabajar en la sanidad suiza, ni en cualquier otro oficio que lo pusiera en contacto con niños en aquel país.
Mason le pagaba un salario generoso para que organizara aquella ala del edificio, y era responsable del cuidado y alimentación del inválido. Le había demostrado ser de absoluta confianza y capaz de cualquier cosa. Mientras Mason interrogaba a las criaturas, Cordell había presenciado a través de la pantalla actos de crueldad que hubieran provocado la rabia o las lágrimas de cualquier otro.
Ese día Cordell estaba un tanto preocupado por el único asunto que consideraba sagrado, el dinero.
Llamó a la puerta con los nudillos dos veces, como de costumbre, y entró a la habitación de Mason. Estaba completamente a oscuras excepto por el resplandor del acuario. La anguila se percató de su presencia y salió del agujero, esperanzada.
– ¿Señor Verger?
Pasó un momento antes de que Mason se despertara.
– Necesito comentar algo con usted. Tengo que hacer un pago extra en Baltimore esta semana a la misma persona de la que hablamos antes. No se trata de ninguna emergencia, pero sería prudente. Ese niño negro llamado Franklin comió veneno para ratas y estaba en estado crítico a principios de semana. Le ha contado a su madre adoptiva que usted le sugirió envenenar a su gato para que la policía no lo torturara. Así que le dio el gato a un vecino y se tomó el veneno él mismo.
– Eso es absurdo -dijo Mason-. Yo no tuve nada que ver con semejante cosa.
– Por supuesto, señor Verger, es completamente absurdo.
– ¿Quién se ha quejado, la mujer que te consigue los crios?
– A ésa hay que pagarle ya.
– Cordell, tú no le hiciste nada a ese pequeño bastardo, ¿verdad? No le verían nada en el hospital, ¿o sí? Ya sabes que lo acabaré descubriendo.
– No, señor. ¿En esta casa? Nunca, lo juro. Usted sabe que no soy ningún estúpido. Y adoro mi trabajo.
– ¿Dónde está Franklin?
– En el Hospital General de la Misericordia de Maryland. Cuando salga irá a un hogar comunitario. Ya sabe que la mujer con quien vivía fue borrada de la lista de hogares adoptivos por fumar marihuana. Ella es la que se está quejando de usted. Tal vez convenga hablar con ella.
– Una negrata drogadicta, no será mucho problema.
– No conoce a nadie a quien ir con el cuento. En mi opinión hay que manejarla con cuidado. Guantes de seda. La asistente social quiere que la hagamos callar.
– Pensaré en ello. Adelante, págale a la asistenta.
– ¿Mil dólares?
– Pero que se entere de que es lo último que va a sacarnos.
Tumbada a oscuras en el sofá de la habitación de Mason, con las mejillas manchadas de lágrimas secas, Margot Verger escuchaba la conversación entre su hermano y Cordell. Había intentado razonar con Mason, hasta que se quedó dormido. Era evidente que Mason la creía lejos de la habitación. Margot abrió la boca para respirar muy despacio aprovechando los siseos de la máquina. La luz del pasillo tiño de gris la penumbra de la habitación cuando salió Cordell. Margot siguió tumbada en el sofá. Esperó casi veinte minutos, hasta que el respirador se adaptó al ritmo del durmiente, y dejó la habitación. La anguila la vio salir, pero Mason no.
Margot Verger y Barney pasaban el tiempo juntos. No hablaban mucho, pero veían partidos de rugby en la sala de recreo, Los Simpsons y a veces conciertos en las cadenas educativas, y juntos siguieron Yo, Claudio. Cuando el turno de Barney le obligaba a perderse varios episodios, los grababan en vídeo.
A Margot le gustaba Barney, le gustaba la camaradería con que la trataba. Hasta entonces no había conocido a nadie con tan pocos prejuicios. Barney era listo, y había en él algo indefinible, como de otro mundo. Eso también le gustaba.
Margot tenía una sólida formación en Humanidades, además de su licenciatura en Informática. Barney, que era autodidacta, tenía opiniones que iban de lo pueril a lo penetrante. Ella podía proporcionarle un contexto. Su propia educación era una meseta amplia y abierta, aunque acotada por la razón. Pero la meseta descansaba encima de su mentalidad como la Tierra plana de los antiguos sobre una tortuga.
Margot le hizo pagar cara su broma sobre mear de pie. Estaba segura de tener las piernas más fuertes que él, y el tiempo le dio la razón. Fingiendo grandes esfuerzos con pesos moderados, lo convenció para hacer una apuesta sobre levantamiento con las piernas, y recuperó sus cien dólares. Además, aprovechando su menor peso, lo derrotó haciendo levantamientos con un solo brazo, el derecho, pues el izquierdo nunca se había recuperado de una lesión infantil originada en un forcejeo con Mason.
Algunas noches, cuando Barney había acabado su turno con Mason, se entrenaban juntos ayudándose mutuamente en el banco. Era un trabajo serio durante el que apenas emitían otro sonido que el de sus respiraciones. A veces se limitaban a darse las buenas noches cuando ella guardaba sus cosas en la bolsa de deporte y desaparecía hacia las dependencias familiares, prohibidas al personal.
Aquella noche Margot entró en el gimnasio negro y cromo procedente de la habitación de Mason, con los ojos arrasados en lágrimas.
– Pero, mujer -dijo Barney-, ¿qué te pasa?
– Nada, mierdas de familia, ¿qué te voy a contar? Estoy bien -respondió Margot.
Trabajó como una posesa, levantando más de la cuenta, más veces de las adecuadas.
En una ocasión Barney se acercó a coger una barra de discos y meneó la cabeza.
– Te vas a romper algo -le advirtió.
Ella seguía acelerando en una bicicleta fija cuando Barney decidió parar, se fue al vestuario y dejó que la humeante ducha hiciera desaparecer por el desagüe la larga jornada. Era una instalación sin tabiques con cuatro alcachofas superiores y otras tantas a la altura de la cintura y los muslos. A Barney le gustaba abrir un par de duchas y dejarlas converger sobre su oscuro corpachón.
En unos segundos quedó envuelto en una espesa niebla que lo aisló de todo salvo del agua que azotaba su cabeza. La ducha era uno de sus lugares de reflexión favoritos. Nubes de vapor. Las nubes. Aristófanes. Las explicaciones del doctor Lecter sobre el lagarto que se meó encima de Sócrates. Se le ocurrió que, antes de que lo aporreara el implacable martillo lógico del doctor Lecter, alguien como Doemling hubiera conseguido avasallarlo.
Cuando oyó el chorro de otra ducha, no le prestó mayor atención y siguió frotándose. Otros empleados usaban el gimnasio, aunque por lo general a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Forma parte de la etiqueta masculina no prestar mucha atención a los demás usuarios de las duchas comunes de un gimnasio; sin embargo, Barney no pudo evitar preguntarse de quién se trataba. Esperaba que no fuera Cordell, que le ponía los pelos de punta. Era extraño que alguien hubiera acudido allí a aquellas horas. ¿Quién coño sería? Barney se dio la vuelta para que el agua le cayera sobre los hombros. Nubes de vapor, fragmentos del individuo que estaba a su lado, visibles entre los chorros como fragmentos de un fresco en una pared enyesada. Un hombro musculoso, una pierna… Una mano bien torneada restregando un grueso cuello y unas espaldas anchas, uñas rojo coral… Ésa era la mano de Margot. Los dedos de los pies, también pintados. La pierna de Margot.
Barney volvió a meter la cabeza bajo el potente chorro de la ducha y respiró hondo. Al alcance de su mano, la figura se había vuelto y se frotaba con energía. Ahora se estaba lavando la cabeza. Aquél era el liso abdomen de Margot, sus pequeños pechos erguidos sobre los grandes pectorales, los pezones duros apuntando al chorro, las ingles de Margot, nudosas en el lugar donde el tronco se unía a los muslos, y eso tenía que ser la raja de Margot, enmarcada por una cresta rubia estrecha y desmochada con mimo.
Barney aspiró tanto aire como pudo y lo aguantó en los pulmones. Notaba el crecimiento del problema. La mujer brillaba como una yegua, hinchada al límite por la dura sesión de entrenamiento. Cuando su interés se hizo demasiado evidente, Barney se dio la vuelta. A lo mejor conseguía desentenderse de ella hasta que se marchara.
La ducha de al lado paró. En cambio, la voz se puso a hablar.
– Oye, Barney, ¿cómo están las apuestas por los Patriots?
– Con… con mi colega puedes conseguir Miami y cinco y medio.
Barney miró por encima del hombro.
Margot se estaba secando a la distancia justa para que el agua de la ducha de Barney no la alcanzara. El pelo empapado se le pegaba a los hombros. Ahora tenía la cara sonrosada y el rastro de las lágrimas había desaparecido. Tenía una piel preciosa.
– Entonces, ¿vas a aceptar los puntos? -le preguntó ella-. Las apuestas en la oficina de Judy están a…
Barney no podía mirar otra cosa. El vellón de Margot, perlado de góticas, enmarcando el rosa de los pliegues. Tenía la cara ardiendo y una erección de caballo. Se sentía confuso y avergonzado. Volvió a ocurrírsele aquella idea desagradable. Nunca se había sentido atraído por los hombres. Margot, a pesar de todos sus músculos, era muy distinta a un hombre, y le gustaba.
Y, además, ¿qué era aquella mierda de ir a la ducha con él?
Cerró su ducha y se quedó frente a ella, chorreando. Sin pararse a pensarlo, le puso la mano en la mejilla.
– Por amor de Dios, Margot… -dijo, con la voz alterada. Ella bajó los ojos.
– Maldita sea, Barney. No…
Barney estiró el cuello e, inclinándose hacia delante, intentó besarla en cualquier parte de la cara sin tocarla con el miembro, pero no pudo evitarlo. Ella se apartó y miró el hilillo de cristalino fluido que salía del hombre y lo unía a su vientre liso; como un rayo, le plantó en el pecho un antebrazo digno de un defensa, que le hizo perder el equilibrio y lo dejó sentado sobre el suelo de la ducha.
– Jodido bastardo -farfulló Margot-. Tenía que habérmelo imaginado. ¡Cabrón! Coge tu cosa y métetela por el culo.
Barney se levantó y salió del vestuario. Se puso la ropa sin secarse y se fue del gimnasio sin abrir la boca.
La habitación de Barney estaba en un edificio separado de la casa, unas antiguas cuadras con techo de pizarra convertidas en garajes con apartamentos en el piso superior. Por la noche se quedaba hasta tarde tecleando en su ordenador portátil. Estaba intentando concentrarse en el curso que seguía por Internet cuando sintió temblar el suelo, como si alguien enorme subiera las escaleras.
Un ligero golpe en la puerta. Cuando la abrió, se encontró con Margot, envuelta en un jersey grueso y cubierta con un gorro de lana.
– ¿Puedo entrar un momento?
Barney se miró los pies unos segundos y luego se hizo a un lado.
– Barney, oye, siento lo que ha pasado -le dijo-. Me ha entrado el pánico. Quiero decir, la he cagado y después me he asustado. Me gustaba que fuéramos amigos.
– A mí también.
– Pensaba que podíamos ser, no sé, como colegas.
– Venga, Margot. Yo también dije que quería que fuéramos amigos, pero no soy un puto eunuco. Te has metido en la jodida ducha conmigo. Y estabas impresionante, eso no es culpa mía. Entras desnuda en la ducha y me veo delante dos cosas que me gustan un montón.
– Yo y un coño -dijo Margot.
Se sorprendieron riéndose al mismo tiempo.
Margot se le acercó y lo atrapó con un abrazo que hubiera lesionado a cualquiera menos fuerte que Barney.
– Escucha, si tuviera que haber un tío, serías tú. Pero no es lo mío. De verdad que no. Ni ahora ni nunca.
Barney asintió.
– Lo sé. Ha sido superior a mis fuerzas.
Se quedaron callados unos instantes sin deshacer el abrazo.
– ¿Quieres que inténtenlos ser amigos?
Barney lo pensó por un momento.
– Claro. Pero tendrás que poner un poco de tu parte. A ver qué te parece el trato: voy a hacer un esfuerzo enorme para olvidar lo que he visto en la ducha, y tú no volverás a enseñármelo nunca más. Y tampoco me enseñes las tetas, ya puestos. ¿Qué te parece?
– Puedo ser muy buena amiga, Barney. Ven a casa mañana. Judy cocina y yo no me quedo atrás.
– De acuerdo, pero seguro que no cocinas mejor que yo.
– Ponme a prueba -lo retó Margot.
El doctor Lecter sostuvo una botella de Cháteau Pétrus a contraluz. El día anterior la había sacado del botellero y dejado en posición vertical por si tenía posos. Miró el reloj y decidió que era el momento de abrirla.
Aquél era el tipo de cosas que el doctor Lecter consideraba un serio riesgo, superior a los que le gustaba correr. No quería ser brusco. Quería disfrutar el color del vino en una jarra de cristal. ¿Y si, por descorchar la botella demasiado pronto, descubría que no había ningún exquisito aroma que pudiera perderse al decantarla en el recipiente? La luz reveló un poco de sedimento.
Sacó el corcho con el mismo cuidado con que hubiera trepanado un cráneo, y dejó la botella en el escanciador, que mediante una manivela y un husillo inclinaba la botella milímetro a milímetro. Esperó a que el aire salino hiciera su trabajo; luego, decidiría.
Encendió un fuego de carbón vegetal y se sirvió una copa de Lillet con hielo y una rodaja de naranja mientras consideraba el fond en el que había trabajado durante días. Para preparar el caldo había seguido las inspiradas indicaciones de Alejandro Dumas. Tres días antes, a su regreso del bosque, había añadido a la cacerola un rollizo cuervo que se había estado atiborrando de bayas de enebro. Las pequeñas plumas negras habían flotado en las aguas tranquilas de la bahía. Las remeras las había conservado para hacer plectros para su clavicémbalo.
El doctor Lecter machacó sus propias bayas de enebro y empezó a freír chalólas en una sartén de cobre. Ató un manojo de hierbas frescas haciendo un impecable nudo quirúrgico a un cordel de algodón, y les echó encima el caldo utilizando un cucharón.
Sacó de la cazuela de cerámica un solomillo, que la salsa había vuelto oscuro y jugoso. Lo escurrió, lo enrolló sobre sí mismo y lo ató procurando que tuviera el mismo diámetro a todo lo largo.
Al cabo de un rato el fuego estuvo en su punto, con el carbón bien apilado formando una meseta. El filete siseó sobre la parrilla y el humo formó en el jardín una espiral azul que parecía danzar al compás de la música de los altavoces. El doctor Lecter estaba oyendo la conmovedora composición de Enrique VIII Sí el puro amor nos gobernara.
Bien entrada la noche, con los labios tintos en Cháteau Pétrus y una copa pequeña de cristal coloreada por el tono miel del Cháteau d'Yquem reposando en el pedestal, el doctor Lecter interpretaba a Bach. En su mente Starling corría sobre las hojas caídas en el bosque. Los ciervos se espantaron y ascendieron la colina en la que permanecía sentado, completamente inmóvil. Corriendo, corriendo, llegó a la segunda de las Variaciones Goldberg, mientras la llama de la vela lanzaba reflejos sobre sus manos. Una sutura en la música, un atisbo de nieve manchada de sangre y dientes sucios, esta vez tan sólo unas décimas de segundo que acabaron con un chasquido nítido, el proyectil de una ballesta atravesando un cráneo, y volvió a ver el hermoso bosque, fluyó la música, y Starling, nimbada de un halo de luminoso polen se perdió de vista con la cola de caballo agitándose como la de un ciervo blanco, y sin más interrupciones el doctor interpretó el movimiento hasta el final; el silencio aterciopelado que siguió estaba tan lleno de matices como el Cháteau d'Yquem.
El doctor Lecter sostuvo la copa ante la vela, que brillaba tras ella como el sol en el agua, y el vino adquirió el color del sol invernal en la piel de Clarice Starling. Faltaba poco para su cumpleaños, recordó el doctor. Se preguntó si le quedaría alguna botella de Cháteau d'Yquem de la cosecha del año en que había nacido. ¿Por qué no hacer un regalo a Clarice Starling, que tres semanas más tarde habría vivido tanto como Cristo?
En el momento en que el doctor Lecter levantaba su copa al trasluz de la vela, A. Benning, que se había quedado hasta tarde en el laboratorio de ADN, levantó su última emulsión hacia la luz y observó las tinturas roja, azul y amarilla de las líneas de electroporesis. La muestra utilizada consistía en células obtenidas del cepillo de dientes del Palazzo Capponi enviado en la valija diplomática italiana.
– Vaya, vaya -murmuró, y llamó al número de Starling en Quantico.
Le respondió Eric Pickford.
– Hola, ¿puedo hablar con Clarice Starling, por favor?
– Ya se ha marchado. Yo estoy de guardia, ¿en qué puedo ayudarla?
– ¿Tiene un número de busca donde pueda localizarla?
– Mire, está aquí, pero en el otro teléfono. ¿Qué ha conseguido?
– ¿Hará el favor de decirle que ha llamado Benning, del laboratorio de ADN? Por favor, dígale que lo del cepillo de dientes y la pestaña de la flecha coinciden. Es el doctor Lecter. Y dígale que me llame.
– Por supuesto, se lo diré enseguida. Déme su extensión. Muchas gracias.
Starling no estaba en la otra línea. Pickford llamó a Paul Krendler a su casa.
Al ver que Starling no la llamaba al laboratorio, la analista se sintió un tanto decepcionada. A. Benning había dedicado a aquello un montón de tiempo extra. Se fue a casa mucho antes de que Pickford se decidiera a llamar a Starling.
Mason estuvo al corriente una hora antes que la agente especial.
Habló brevemente con Krendler, tomándose su tiempo, dejando que la máquina le fuera mandando oxígeno. Tenía la mente muy clara.
– Es el momento de poner a Starling fuera de circulación, antes de que decidan preparar una encerrona y la pongan de cebo. Es viernes, tenemos todo el fin de semana. Mueve el culo, Krendler. Suelta lo del anuncio y échala a la calle, le ha llegado la hora. Y Krendler…
– Me gustaría que al menos…
– …limítate a hacer lo que te digo, y cuando recibas la próxima postal de las islas Caimán tendrá un número completamente nuevo escrito debajo del sello.
– De acuerdo, yo… -empezó a decir Krendler, pero la comunicación se cortó.
La breve conversación había cansado a Mason más de lo normal. Para acabar, antes de hundirse en un sueño intranquilo, hizo venir a Cordell y le dijo:
– Manda traer los cerdos.
Exige mayor esfuerzo físico mover a un cerdo semisalvaje contra su voluntad que secuestrar a un hombre. Los cerdos son más difíciles de sujetar que los hombres, los grandes son más fuertes que cualquier hombre y no se los puede intimidar con un arma. Si se quiere conservar íntegros el abdomen y las piernas, no hay que perder de vista los colmillos.
Por instinto, los jabalíes procuran eviscerar a su adversario cuando se enfrentan a las especies plantígradas, como el hombre y el oso. No desjarretan de forma espontánea, pero aprenden a hacerlo deprisa.
Si se necesita mantener vivo al animal, no se lo puede aturdir con un shock eléctrico, pues los cerdos son proclives a sufrir fibrilaciones coronarias fatales.
Carlo Deogracias, el porquero mayor, tenía paciencia de cocodrilo. Había probado a sedarlos usando la misma acepromacina que destinaba al doctor Lecter. Ahora sabía con exactitud la dosis necesaria para dormir a un jabalí de cien kilos y los intervalos de administración para mantenerlo inmóvil hasta catorce horas seguidas sin efectos secundarios duraderos.
Dado que la empresa de los Verger era una importadora-exportadora a gran escala de animales y asociada permanente del Departamento de Agricultura en la experimentación de programas de cría, los cerdos de Mason se encontraron el camino expedito. El formulario 17-129 del Servicio Veterinario se envió por fax a la Inspección de Salud Animal y Vegetal de Riverdale, Maryland, en la forma reglamentaria, junto con los certificados veterinarios de Cerdeña y una tasa de treinta y nueve dólares con cincuenta por cincuenta tubos de semen congelado que Carlo iba a introducir en el país.
Los permisos correspondientes llegaron también por fax, junto con una dispensa de la usual cuarentena porcina de Key West y una confirmación de que un inspector enviado ex profeso evitaría que los animales encontraran problemas en el Aeropuerto Internacional Baltimore-Washington.
Carlo y sus ayudantes, los hermanos Fiero y Tommaso Falcione, habían construido las jaulas. Eran sólidas, tenían puertas de guillotina en cada extremo y estaban lijadas y acolchadas por dentro. En el último minuto se acordaron de embalar el espejo del burdel. Las fotografías que mostraban el reflejo de los cerdos enmarcado en molduras rococó habían hecho las delicias de Mason.
Con amoroso cuidado, Carlo drogó a los dieciséis cerdos, cinco jabalíes criados en el mismo corral y once hembras, una de ellas preñada, ninguna en celo. Una vez inconscientes, los examinó uno por uno con detalle. Comprobó los afilados dientes y las puntas de los colmillos con los dedos; sostuvo sus terribles cabezas con las manos; miró al interior de los ojillos entelados; afinó el oído para asegurarse de que los conductos respiratorios estaban despejados; y sacudió sus elegantes tobillos. Después los arrastró sobre lonas al interior de las jaulas de madera y dejó caer las puertas.
Los camiones descendieron ruidosamente de las montañas de Gennargentu hasta Cagliari. En el aeropuerto los esperaba un aerobús de carga de la compañía Count Fleet Airlines, especializado en el transporte de caballos de carreras. Aquel aparato solía llevar y traer caballos norteamericanos que competían en Dubai. En esa ocasión transportaba sólo uno, recogido en Roma, y no hubo manera de tranquilizarlo en cuando percibió el olor a salvajina; relinchó y coceó su estrecho pesebre acolchado hasta que la tripulación tuvo que sacarlo y dejarlo en tierra, lo que más tarde estuvo a punto de costarle a Mason una fortuna, pues se vio obligado a pagar el transporte del animal y una compensación a su dueño para evitar una querella.
Carlo y sus ayudantes volaron con los cerdos en la apretada bodega del carguero. Cada media hora, el porquero jefe hacía una visita a cada uno de los animales, les ponía la mano en el áspero costado y sentía los zambombazos de su salvaje corazón.
Por más que estuvieran sanos y tuvieran buen apetito, no podía pedirse a dieciséis cerdos que se zamparan al doctor Lecter de una sentada. Les había costado un día dar entera cuenta del cineasta.
En la primera sesión, Mason quería que el doctor Lecter viera cómo le comían los pies. Durante la noche lo mantendrían vivo con una solución salina intravenosa, a la espera del segundo plato.
Mason había prometido a Carlo que le permitiría pasar una hora con el doctor entre plato y plato.
El segundo día, los animales podrían vaciarlo y comerse la carne de las paredes del vientre y de la cara en una hora; cuando la primera tanda con los cerdos mayores y la cerda preñada se retirara ahita, la segunda ola correría a la mesa. Para entonces, la diversión se habría acabado de todos modos.
Era la primera vez que Barney iba al granero. Entró por una puerta lateral practicada bajo las galerías de asientos que rodeaban las dos terceras partes de un viejo ruedo. Vacío y silencioso salvo por el zureo de las palomas en las vigas del techo, el lugar seguía conservando un cierto aire de expectación. Tras el podio del subastador se extendía el corral abierto. Grandes puertas dobles daban a las cuadras y la guarnicionería.
Barney oyó voces y gritó un «¡Hola!».
– En la guarnicionería, Barney, entra -dijo la profunda voz de Margot.
La guarnicionería era un lugar alegre, con las paredes llenas de arneses y hermosas sillas de montar, e impregnado de olor a cuero. Los cálidos rayos de sol que se colaban por las ventanas polvorientas, justo debajo de los tirantes, lustraban los aparejos y las pacas de heno. Un sobrado abierto a lo largo de uno de los lados daba al pajar del granero.
Margot estaba recogiendo las riendas y los cepillos de los caballos. Su cabello era más claro que la paja y sus ojos, tan azules como el sello de inspección de la carne.
– Hola -dijo Barney desde la puerta.
El lugar le parecía un tanto teatral, pensado para las visitas infantiles. Por su altura y la inclinación de la luz, recordaba a una iglesia.
– Hola, Barney. Echa un vistazo por ahí, la comida estará lista en veinte minutos.
La voz de Judy Ingram llegó del piso superior.
– Barneeeeeey. Buenos días. ¡Espera a ver lo que tenemos para comer! Margot, ¿quieres que probemos a comer fuera?
Los sábados Margot y Judy acostumbraban cepillar la variopinta recua de rollizos Shetlands adiestrados para que los montaran los niños de visita, y solían preparar una comida al aire libre.
– Vamos a probar en la fachada sur del granero, al sol -dijo Margot.
Las dos mujeres parecían demasiado predispuestas a gorjear. Cualquier persona con la experiencia hospitalaria de Barney sabe que un exceso de gorjeos no presagia nada bueno para el agasajado.
La guarnicionería estaba presidida por un cráneo de caballo colgado al alcance de la mano en una de las paredes, con la brida y las anteojeras puestas, y engalanado con los colores de la cuadra Verger.
– Te presento a Sombra fugaz, que ganó la carrera de Lodgepoles del cincuenta y dos, el único ganador que tuvo mi padre -dijo Margot-. Era demasiado roñoso para hacer que lo disecaran -se quedó mirando la calavera y añadió-: Es igualito que Mason, ¿no te parece?
En un rincón había una fragua y un fuelle. Margot había encendido un pequeño fuego de carbón para caldear el granero. En la lumbre hervía una cacerola que esparcía olor a sopa.
Sobre un banco de trabajo podía verse un juego completo de herramientas de herrero. Margot cogió un martillo de mango corto y abultada cabeza. Con sus fuertes brazos y su amplio tórax hubiera podido ganarse la vida haciendo trabajos de forja o herrando caballerías, aunque sus puntiagudos pectorales no hubieran pasado desapercibidos.
– ¿Podéis echarme las mantas? -les pidió Judy.
Margot cogió una pila de mantas de caballo recién lavadas y con un impulso del recio brazo la lanzó describiendo un arco al piso superior.
– Bueno, voy a lavarme y a sacar las cosas del jeep. Comemos en quince minutos, ¿vale? -dijo Judy, bajando la escalera de mano.
Barney, que se sentía vigilado por Margot, no prestó atención al trasero de Judy. Había varias balas de paja con mantas dobladas encima. Margot y Barney las utilizaron como asientos.
– Lástima que no puedas ver los ponis. Se los han llevado al establo de Lester -dijo Margot.
– He oído los camiones esta mañana. ¿Cómo es eso?
– Cosas de Mason.
Se produjo un silencio. Siempre se habían sentido cómodos sin necesidad de hablar, pero esta vez fue distinto.
– Mira, Barney, llega un punto en que ya no hay mas que hablar, a menos que se esté dispuesto a hacer algo. ¿No crees que nosotros hemos llegado a ese punto?
– ¿Como en una aventura o algo así? -dijo Barney. La desafortunada comparación quedó flotando entre los dos.
– ¿Una aventura? -dijo Margot-. Te estoy ofreciendo algo mil veces mejor que eso. Ya sabes de lo que hablo.
– Perfectamente -admitió Barney.
– Pero, si decidieras no hacer ese algo, y más tarde ocurriera de todos modos, ¿comprendes que no podrías venir a verme y sacarlo a relucir?
Se golpeó la palma de la mano con el martillo de herrero, tal vez de forma inconsciente, mientras lo miraba con sus azules ojos de carnicera.
Barney había visto toda clase de actitudes a lo largo de su vida, y había sobrevivido aprendiendo a interpretarlas. Ahora veía que aquella mujer hablaba en serio.
– Lo sé.
– Lo mismo que si hiciéramos algo. Seré muy generosa una vez y sólo una. Pero será más que suficiente. ¿Quieres saber cuánto?
– Margot, durante mi turno no le va a pasar nada. Al menos mientras esté recibiendo su dinero por cuidarlo.
– Pero ¿por qué, Barney?
Sentado en la bala de paja, Barney encogió los anchos hombros.
– Porque un trato es un trato.
– ¿A eso lo llamas un trato? Esto sí que es un trato -dijo Margot-. Cinco millones de dólares, Barney. Los mismos que Krendler piensa conseguir por vender al FBI, si quieres saberlo.
– Estamos hablando de conseguir suficiente semen de Mason para que Judy se quede preñada, ¿no?
– Y de algo más que eso. Sabes que si le sacas su cosa y lo dejas vivo, te cogerá, Barney. No podrás huir lo bastante lejos. Irás a parar a los cerdos.
– ¿Adonde?
– ¿Qué significa eso, Barney, ese Semper fi que llevas en el brazo?
– Cuando acepté su dinero dije que cuidaría de él. Mientras, trabaje para él no pienso tocarle un pelo.
– Pero si no tendrás que hacerle nada, excepto la parte médica, después de muerto. Yo no puedo tocarlo ahí. No puedo hacerlo otra vez. Y puede que necesite tu ayuda con Cordell.
– Si matas a Mason, sólo tendrás una ración -dijo Barney.
– Tendremos cinco centímetros cúbicos. Hasta el esperma más pobre, bien administrado, nos daría para cinco inseminaciones, podríamos hacerlo in vitro… La familia de Judy es muy fértil.
– ¿No has pensado en comprar a Cordell?
– No. No cumpliría el trato. Su palabra no vale una mierda. Tarde o temprano volvería pidiendo más. Lo mejor es que desaparezca.
– Veo que lo has pensado bien.
– Sí… Mira, Barney, no tienes más que controlar el cuarto del enfermero. Las constantes de los monitores quedan grabadas, hasta el último segundo. Pero el circuito de televisión sólo actúa en vivo, no hay cinta de vídeo en marcha. Nosotros… yo meto la mano en el armazón del respirador y le inmovilizo el pecho. El monitor reflejará el funcionamiento del respirador. Cuando el ritmo cardiaco y la presión sanguínea muestren un cambio, entras a toda prisa y él estará inconsciente, y puedes intentar revivirlo tanto como quieras. Lo único que tienes que hacer es no darte cuenta de que yo estoy allí. Y yo sigo presionándole el pecho hasta que esté muerto. Has ayudado en un montón de autopsias, Barney. ¿Qué es lo primero que buscan cuando sospechan una asfixia provocada?
– Hemorragias tras los párpados.
– Mason no tiene párpados.
Margot había hecho los deberes, y estaba acostumbrada a comprar cualquier cosa. Y a cualquiera…
Barney la miró a la cara pero mantuvo el martillo dentro de su ángulo de visión mientras contestaba.
– No, Margot.
– Si hubiera dejado que me follaras, ¿lo harías?
– No.
– Si te hubiera follado yo, ¿lo harías?
– No.
– Si no trabajaras aquí, si no tuvieras ninguna responsabilidad médica hacia él, ¿lo harías?
– Probablemente no.
– ¿Es cuestión de ética o puro canguelo?
– No lo sé.
– Pues vamos a comprobarlo. Estás despedido, Barney.
Él asintió, no especialmente sorprendido.
– Y Barney… -la mujer se llevó un dedo a los labios-. Chis. ¿Me das tu palabra? ¿Hace falta que te diga que podría aplastarte con tus antecedentes de California? No es necesario, ¿verdad?
– No tienes por qué preocuparte -dijo Barney-. Soy yo el que tengo motivos. No sé qué forma tiene Mason de despedir a la gente. Puede que desaparezcan sin más.
– Tú tampoco tienes de qué preocuparte, le diré a Mason que has cogido la hepatitis. Y apenas sabes nada de sus asuntos; sólo que está intentado ayudar a la ley. Además, Mason sabe lo de tus antecedentes, te dejará marchar.
Barney se preguntó a quién habría encontrado más interesante el doctor Lecter durante las sesiones de terapia, si a Mason Verger o a su hermana.
Era de noche cuando el largo camión plateado se detuvo ante el granero de Muskrat Farm. Llegaban con retraso y con los nervios de punta.
Los trámites en el Aeropuerto Internacional Baltimore-Washington habían ido como la seda al principio; el inspector del Departamento de Agricultura selló la entrada de los dieciséis cerdos. Aunque tenía los conocimientos de un experto en la materia, era la primera vez que veía unos animales semejantes.
Luego, Carlo Deogracias echó un vistazo al interior del camión. Era un vehículo para el transporte de ganado y olía como tal, además de mostrar la huella de sus anteriores inquilinos en las numerosas grietas. Carlo no estaba dispuesto a descargar sus cerdos. El avión tuvo que esperar hasta que el airado conductor, Carlo y Fiero Falcione encontraron otro camión más a propósito para transportar las jaulas, localizaron un lavadero de camiones con una manguera de vapor y limpiaron el interior de la caja.
Una vez ante la entrada principal de Muskrat Farm, se presentó el último inconveniente. El guarda comprobó el tonelaje del vehículo y se negó a dejarles paso alegando que superaban el límite de un puente ornamental. Los encaminó hacia la carretera de servicio que atravesaba el parque nacional. Las ramas de los árboles arañaban el techo del vehículo mientras recorrían los tres últimos kilómetros.
Carlo contempló satisfecho el granero enorme y limpio de Muskrat Farm. Le hizo gracia el pequeño elevador de carga que trasladó las jaulas hasta las cuadras de los ponis con exquisita delicadeza.
Cuando el conductor del camión se acercó blandiendo una aguijada eléctrica y se ofreció a azuzar a uno de los cerdos para comprobar hasta qué punto estaba drogado, Carlo le arrebató el instrumento y lo asustó de tal modo que no se atrevió a pedirle que se lo devolviera.
Carlo pensaba dejar que los animales se recuperaran de los sedantes en la semioscuridad, sin permitirles salir de las jaulas hasta que estuvieran sobre sus cuatro patas y alerta. Le preocupaba que los primeros en despertarse decidieran atacar a los que siguieran drogados. Cualquier bulto acostado atraía su atención cuando la piara no dormitaba al mismo tiempo.
Fiero y Tommaso se veían obligados a extremar las precauciones desde que la manada devoró a Oreste el cineasta y más tarde a su ayudante congelado. No podían estar en el corral o en los pastos con ellos. Los cerdos no los amenazaban, tampoco hacían rechinar los dientes como hacen los jabalíes; se limitaban a mirar a los hombres con la espeluznante terquedad propia de los cerdos, e iban aproximándose de soslayo hasta que estaban lo bastante cerca para cargar.
Carlo, con la misma terquedad, no descansó hasta haber recorrido linterna en mano la valla que rodeaba el prado boscoso adyacente a la gran masa forestal del parque nacional.
Cavó en la tierra con la navaja para examinar el mantillo y encontró bellotas. Mientras se acercaban con el camión, había oído arrendajos graznando a las últimas luces y consideró que probablemente habría acebos. Sin duda, en aquel campo vallado crecían robles blancos, aunque esperaba que no demasiados. No quería que los animales encontraran su alimento en el suelo, como hubieran hecho con facilidad en el bosque abierto.
A todo lo largo del fondo abierto del granero, Mason había hecho construir una sólida barrera con una puerta holandesa como la de Cerdeña.
Tras la seguridad de aquella barrera, Carlo podría alimentarlos lanzándoles ropa rellena con pollos, patas de cordero y hortalizas al centro del corral.
No estaban domesticados, pero no tenían miedo de los hombres ni del ruido. Ni siquiera Carlo podía entrar en el corral. Los cerdos no son como otros animales. Hay en ellos una chispa de inteligencia y un terrible sentido práctico característicos de la especie. Aquellos no eran del todo hostiles. Simplemente, les gustaba la carne humana. Eran ligeros de patas como un miura, capaces de maniobrar como un perro pastor, y sus movimientos en torno a los cuidadores tenían el siniestro empaque de la premeditación. Tras uno de los ensayos, Fiero pasó un mal rato cuando intentó recuperar una de las camisas para volver a utilizarla.
Nunca se había visto unos cerdos como aquéllos, mayores que el jabalí europeo e igual de salvajes. Carlo se sentía su creador. Sabía que el trabajo que llevarían a cabo, el mal que destruirían, le proporcionaría más crédito del que pudiera necesitar en el más allá.
Hacia medianoche todo el mundo dormía en el granero. Carlo, Fiero y Tommaso descansaban libres de sueños en el altillo de la guarnicionería, mientras los cerdos roncaban en sus jaulas, empezando a trotar en sueños con sus elegantes patas y a intentar levantarse sobre la lona limpia en algunos casos. La calavera del caballo de carreras, Sombra fugaz, débilmente iluminada por las brasas del horno de herrero, no perdía detalle.
Atacar a una agente del Burjeau Federal de Investigación con la prueba amañada por Mason era un salto enorme para Krendler. De hecho, lo dejó casi sin aliento. Si la fiscal general lo cogía, lo aplastaría como a una cucaracha.
Excepto por el riesgo personal, la cuestión de arruinar la carrera de Clarice Starling no le quitaba el sueño como lo hubiera hecho acabar con la de un hombre. Un agente tenía una familia que mantener, como el propio Krendler, que mantenía la suya, por muy codiciosa y desagradecida que fuera.
Y estaba claro que Starling tenía que desaparecer. Si la dejaban a su aire, siguiendo las pistas con sus ridiculas habilidades femeninas, encontraría a Hannibal Lecter. Si eso ocurría, Mason Verger no le daría nada.
Cuanto antes la privaran de sus recursos y la pusieran de patitas en la calle, a hacer de cebo, tanto mejor.
En su ascensión al poder, Krendler había acabado con otras carreras, primero como fiscal con ambiciones políticas, más tarde en el Departamento de Justicia. Sabía por experiencia que arruinar la carrera de una mujer es más fácil que perjudicar a un hombre. Si una mujer consigue un ascenso que ninguna mujer debiera obtener, lo más eficaz es decir que lo ha conseguido boca arriba.
Sería imposible acusar a Starling de eso, reflexionó Krendler. De hecho, no se le ocurría nadie más necesitado de un polvo salvaje en todo el escalafón. A veces imaginaba el abrasivo acto mientras se hurgaba la nariz.
Krendler no hubiera sido capaz de explicar su animosidad hacia Starling. Era visceral y procedía de una parte de sí mismo que no se atrevía a visitar. Un lugar con fundas en las sillas y una lámpara con pantalla abovedada, puertas con picaporte y persianas de manubrio, y una chica con la pinta de Starling pero sin su sentido común, con las bragas alrededor de un tobillo preguntándole cuál era su jodido problema, y por qué no venía y se lo hacía, y que si era uno de esos maricas, uno de esos maricas, uno de esos maricas…
Si no se sabía la clase de ingenua que era Starling, reflexionó Krendler, su carrera tal como la habían reflejado los medios era mucho mejor de lo que sus escasos ascensos indicaban, tenía que admitirlo. Por suerte, había recibido pocas recompensas a su labor. Añadiendo la ocasional gota de veneno a su hoja de servicios a lo largo de los años, Krendler había conseguido influir en el comité de ascensos del FBI lo suficiente para bloquear varias misiones golosas que estuvieron a punto de asignarle; la actitud independiente y la falta de tacto de la mujer habían hecho el resto con eficacia.
Mason no estaba dispuesto a esperar la resolución del asunto del mercado de Feliciana. Además, no había garantía de que la mierda salpicara a Starling en una vista. La muerte de Evelda Drumgo y los demás había sido el resultado de una cadena de errores de seguridad, eso era indiscutible. Había sido un milagro que Starling consiguiera salvar al jodido negrito. Otra boca que alimentar con dinero público. Arrancar la costra de tan feo asunto hubiera resultado fácil, pero era una forma poco gobernable de acabar con Starling.
La idea de Mason era mejor. Sería rápida y la dejaría fuera de combate. El momento era oportuno.
Un axioma de Washington, corroborado en la práctica más veces que el teorema de Pitágoras, afirma que en presencia de oxígeno un pedo sonoro con un culpable evidente hará pasar desapercibidas muchas emisiones menores en la misma habitación, con tal de que sean casi simultáneas.
Ergo, el juicio por impeachment estaba distrayendo al Departamento de Justicia lo suficiente para que él pudiera darle el pasaporte a Starling.
Mason quería que la prensa cubriera la noticia para que el doctor Lecter se enterara. Pero Krendler debía hacer aparecer la cobertura como un accidente desafortunado. Por suerte se le presentaba una ocasión que le venía como anillo al dedo: el cumpleaños del mismísimo FBI.
Krendler mantenía una conciencia domesticada con la que absolverse.
Ahora acudió a consolarlo: si Starling perdía su trabajo, en el peor de los casos el jodido antro de bolleras donde vivía Starling tendría que apañárselas sin antena parabólica para retransmisiones deportivas. Además, le estaría dando a un cañón suelto la oportunidad de caer al suelo y rodar hasta donde no pudiera volver a amenazar a nadie.
Un «cañón suelto» derribado dejaría de «mecer el barco», pensó, satisfecho y confortado como si dos metáforas navales constituyeran una ecuación lógica. Que el barco al mecerse moviera el cañón no le preocupaba en absoluto.
Krendler tenía una vida fantástica tan activa como su imaginación le permitía. Ahora, por puro placer, se imaginó a Starling vieja, con las tetas bamboleantes, las esbeltas piernas convertidas en masas celulíticas y varicosas, escaleras arriba y abajo con la colada, apartando la vista de las manchas de las sábanas, trabajando por el alojamiento en una pensión propiedad de una pareja de tortilleras viejas y bigotudas.
Se imaginó lo primero que le diría para celebrar su triunfo, una frase acabada en «conejito de granja».
Armado con la penetración psicológica del doctor Doemling, deseó estar cerca de ella cuando se quedara sin armas, para decirle sin parpadear: «Eres un poco mayorcita para seguir jodiendo con tu padre, hasta para una muerta de hambre del sur». Se repetía la frase mentalmente, e incluso consideró la posibilidad de escribirla en su libreta.
Krendler tenía el instrumento, la oportunidad y la mala baba necesarios para hundir la carrera de Starling, y cuando puso manos a la obra recibió la ayuda de la suerte y del servicio de correos italiano.
El cementerio de Battle Creer en las afueras de Hubbard es una pequeña cicatriz en el pelaje leonado del interior de Texas en diciembre. El viento silbaba, como silba siempre en aquel lugar. No merece la pena esperar que calle.
La nueva sección del cementerio tenía las losas a ras de tierra para facilitar la poda del césped. Aquel día un globo plateado en forma de corazón bailaba sobre la tumba de una niña que cumplía años. En la parte vieja cortaban la hierba de los caminos a menudo y los espacios entre las tumbas, tan a menudo como era posible. Trozos de cintas y tallos de flores secas se mezclaban con la tierra. Al fondo del cementerio había una montaña a donde iban a parar las flores marchitas. Entre el globo bamboleante y la montaña de deshechos, había una excavadora con el motor encendido y un joven negro al volante, mientras otro, de pie junto a ella, encendía un cigarrillo con una cerilla que protegía del viento ahuecando las manos…
– Señor Closter, quería que estuviera aquí para que se diera cuenta de a qué nos enfrentamos. Estoy seguro de que usted no recomendaría a los parientes del difunto que vieran esto -dijo el señor Greenlea, director de la funeraria Hubbard-. Ese féretro, y quiero volver a felicitarlo por su buen gusto, proporcionará una presentación de lo más digna, que es todo lo que necesitan ver. Me congratulo de poder hacerle el descuento profesional. Mi propio padre, que en paz descanse, reposa en uno exactamente igual.
Hizo una seña al conductor de la excavadora, cuya pala mordió la superficie herbosa y hundida de la tumba.
– ¿No ha cambiado de parecer respecto a la lápida, señor Closter?
– No -respondió el doctor Lecter-. Los hijos quieren que esté bajo la misma que la madre.
Siguieron en el mismo sitio sin hablar, con el viento agitando las perneras de sus pantalones, hasta que la excavadora se detuvo a un metro de profundidad.
– Más vale que continuemos con las palas -dijo el señor Greenlea, y los dos trabajadores saltaron al hoyo y empezaron a cavar con un ritmo constante y eficaz-. Con cuidado. Ese primer ataúd no era gran cosa. Todo lo contrario del que tendrá a partir de ahora.
De hecho, la tapa del barato ataúd de madera prensada se había hundido sobre su ocupante. Greenlea hizo que sus empleados limpiaran la tierra de alrededor y pasaran una lona por el fondo, que había permanecido intacto. Levantaron la caja con la lona y la cargaron en la parte trasera de una camioneta.
En el garaje de la funeraria, sobre una mesa de caballete, se procedió a retirar los trozos de madera de la cubierta, que dejaron a la luz un esqueleto de buen tamaño.
El doctor Lecter lo examinó rápidamente. Una bala había astillado una costilla a la altura del hígado, y la parte izquierda de la frente presentaba una depresión fracturada y un agujero de bala. El cráneo, enmohecido pero bien conservado, tenía unos pómulos altos y prominentes, que el doctor había visto con anterioridad.
– La tierra no deja mucho -dijo el señor Greenlea.
Los restos podridos del pantalón y los jirones de una camisa vaquera tapaban los huesos. Los botones de perla habían caído entre las costillas. Un sombrero de ala ancha de fieltro marrón descansaba sobre el pecho. Tenía un rasguño en el ala y un agujero en la copa.
– ¿Conocía usted al difunto? -le preguntó el doctor Lecter.
– Nuestro grupo de empresas compró este negocio y se hizo cargo del cementerio en 1989 -le informó el señor Greenlea-. Ahora vivo en la ciudad, pero las oficinas centrales están en Saint Louis. ¿Quiere ver si podemos conservar la ropa? O puedo proporcionarle un traje, pero no creo…
– No -dijo el doctor Lecter-. Cepillen los huesos y tiren todo lo demás excepto el sombrero, el cinturón y las botas, guarden las falanges de las manos y los pies en bolsas y envuélvanlos en el mejor sudario de seda que tengan, con el cráneo y los demás huesos. No es necesario que los compaginen. ¿Quedarse con la lápida les compensa de volver a tapar la fosa?
– Sí, basta con que firme aquí, y le daré copias de esos otros certificados -dijo el señor Greenlea, más que satisfecho por la venta realizada. Cualquier otro director de funeraria que hubiera llegado a por un cadáver habría facturado los huesos en una caja de cartón y vendido a la familia un ataúd de los suyos.
Los papeles de la exhumación cumplían escrupulosamente las normas del Código de Salud y Seguridad de Texas, sección 711.004, como el doctor bien sabía, pues los había hecho él mismo, para lo que había extraído los requisitos y facsímiles de los impresos de las páginas web de la Biblioteca Legal de la Asociación de Condados de Texas.
Los dos trabajadores, agradecidos por la plataforma neumática de la parte posterior de la camioneta alquilada por el doctor Lecter, colocaron el ataúd en su sitio y lo sujetaron a su plataforma con ruedas junto al otro único objeto cargado en el vehículo, un guardarropa de cartón.
– Qué buena idea llevar su propio armario. Así no se arruga el traje de ceremonias en la maleta, ¿verdad? -dijo el señor Greenlea.
En Dallas, el doctor sacó del ropero la funda de una viola y guardó en ella el bulto de huesos envueltos en seda, con el sombrero bien encajado en la parte de abajo y el cráneo dentro.
Sacó el ataúd de la camioneta y lo abandonó en el cementerio Fish Trap. Luego volvió al aeropuerto Dallas-Fort Worth, donde facturó la funda de la viola directamente a Filadelfia.