Despertó en una cama de hospital, un entorno desagradable pero familiar. En la distancia, a través de la ventana, las torres de Vorbarr Sultana, la capital de Barrayar, brillaban extrañamente verdes en la oscuridad. MilImp, entonces, el Hospital Militar Imperial. La habitación no estaba decorada con el mismo estilo severo que había conocido de niño, cuando entraba y salía tan a menudo de laboratorios clínicos y operaciones para luego someterse a dolorosas terapias que consideraba MilImp su casa fuera de casa.
Entró un doctor. Tenía aproximadamente sesenta años: pelo gris corto, rostro pálido y arrugado, el cuerpo abotargado por la edad. DR. GALEN decía su placa. Los hiposprays resonaban en sus bolsillos. Copulando y reproduciéndose, tal vez. Miles siempre se había preguntado de dónde venían los hiposprays.
—Ah, está usted despierto —dijo el doctor alegremente—. No intentará escapar de nosotros otra vez, ¿no?
—¿Escapar? —estaba atado con tubos y cables sensores, sondas y correas de control. No parecía que fuera a ir a ninguna parte.
—Catatonia. La tierra del nunca jamás. Gagá. En resumen, loco. Supongo que es la única manera de escapar, ¿no? La sangre lo dirá.
A Miles le pareció oír el susurro de los glóbulos rojos en sus oídos, confiándose miles de secretos militares unos a otros, sacudiéndose ebrios en una danza campestre con moléculas de pentarrápida que agitaban sus grupos hidróxilos como enaguas. Parpadeó para espantar la imagen.
Galen rebuscó en el bolsillo; entonces su rostro cambió.
—¡Oh! —sacó la mano, sacudió un hipospray y se chupó el pulgar ensangrentado—. ¡El pequeño hijo de puta me ha mordido!
Miró hacia abajo, donde el joven hipospray se tambaleaba inseguro sobre sus patitas de metal, y lo aplastó con el pie. Murió con un chirrido diminuto.
—Este tipo de fallo mental no es inusitado en un criocadáver redivivo, por supuesto. Lo superará usted —le aseguró Galen.
—¿Estuve muerto?
—Muerto en el acto, en la Tierra. Se pasó un año en suspensión criogénica.
Extrañamente, Miles recordaba esa parte. Tendido en un ataúd de vidrio como una princesa de cuento de hadas bajo un cruel hechizo, mientras unas siluetas se asomaban silenciosas y espectrales a los paneles de escarcha.
—¿Y usted me revivió?
—Oh, no. Salió mal. El peor caso de quemaduras por congelamiento que se haya visto.
—Oh. —Miles hizo una pausa, aturdido, y añadió con tenue vocecita—: ¿Sigo muerto entonces? ¿Podré tener caballos en mi funeral, como el abuelo?
—No, no, no, por supuesto que no —el doctor Galen rió como una gallina clueca—. Usted no se puede morir, sus padres nunca lo permitirían. Trasplantamos su cerebro a un cuerpo de repuesto. Afortunadamente, había uno disponible. De segunda mano, pero apenas usado. Enhorabuena, es usted virgen otra vez. ¿No fue previsor por mi parte tener a su clon ya preparado?
—¿Mi cl… mi hermano? ¿Mark?
Miles se enderezó, desparramando tubos a su alrededor. Temblando, agarró la bandeja de su mesa y miró en el espejo de su pulida superficie de metal. Una línea irregular de grandes puntadas rojas le recorría la frente. Se miró las manos, las volvió horrorizado.
Miró a Galen.
—Si yo estoy aquí dentro, ¿qué ha hecho con Mark? ¿Dónde ha puesto el cerebro que estaba en esta cabeza?
Galen señaló.
En la mesa situada junto a la cama de Miles había un gran frasco de cristal. Dentro, un cerebro entero, como un champiñón sobre su tallo, flotaba esponjoso, muerto y malévolo. El líquido que lo envolvía era denso y verdoso.
—¡No, no, no! —chilló Miles—. ¡No, no, no!
Se levantó de la cama y agarró el frasco. El líquido se desparramó, frío, sobre sus manos. Corrió hacia el pasillo, descalzo, la bata ondeando abierta detrás. Allí tenía que haber cuerpos de repuesto: aquello era MilImp. De repente, recordó dónde había dejado uno.
Atravesó otra puerta y se encontró en la lanzadera de combate sobre Dagoola IV. La compuerta de la lanzadera estaba abierta, atascada; nubes negras salpicadas de denditras amarillas de luz se agitaban más allá. La lanzadera osciló, y hombres y mujeres sucios y heridos con chamuscados uniformes de combate dendarii entraron gritando y maldiciendo. Miles se deslizó hasta la compuerta abierta, aún sujetando el frasco, y salió.
Parte del tiempo flotó, parte cayó. Una mujer que gritaba pasó ante él, estirando los brazos para que la ayudara, pero Miles no podía soltar el frasco. Su cuerpo reventó al impactar contra el suelo.
Miles aterrizó de pie, sobre piernas de goma, y casi soltó el frasco. El lodo era denso y negro y tiraba de sus rodillas.
El cuerpo del teniente Murka, y su cabeza, yacían justo donde los había dejado en el campo de batalla. Con manos frías y temblorosas, Miles sacó el cerebro del frasco y trató de introducirlo por la herida ya cauterizada del disparo de plasma en el cuello. Testarudo, el cerebro se negó a cooperar.
—Ya no tiene cara de todas formas —criticó la cabeza del teniente Murka desde donde yacía, a varios metros de distancia—. Será feo como el pecado, caminando con mi cuerpo con esa cosa asomando.
—Cállate, no tienes derecho a voto, estás muerto —le replicó Miles. El resbaladizo cerebro se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo. Lo recogió y trató de limpiarle la suciedad con la manga de su uniforme de almirante dendarii, pero el áspero tejido rayó la retorcida superficie del cerebro de Mark, dañándolo. Miles colocó disimuladamente el tejido en su lugar, esperando que nadie lo advirtiera, y siguió intentando meter el cerebro por el cuello.
Miles abrió los ojos y se quedó mirando. Contuvo la respiración. Temblaba, húmedo de sudor. El plafón de la luz ardía firmemente en el hosco techo de la celda, el camastro era duro y frío.
—Dios. Gracias a Dios —jadeó.
Galeni se acercó, preocupado, apoyando un brazo contra la pared.
—¿Está bien?
Miles tragó saliva, respiró profundamente.
—Uno sabe que se trata de un mal sueño cuando despertar aquí es una mejora.
Con una mano acarició la fría, reconfortante solidez del camastro. La otra no encontró ninguna puntada en su frente, aunque sentía la cabeza como si algún aficionado hubiera estado practicando la cirugía con ella. Parpadeó, cerró los ojos, los volvió a abrir, y con esfuerzo se apoyó en el codo derecho. Tenía la mano izquierda hinchada y pulsante.
—¿Qué sucedió?
—Fue un empate. Uno de los guardias y yo nos aturdimos mutuamente. Por desgracia, eso siguió dejando a un guardia en pie. Me desperté hará cosa de una hora. Fue a máxima potencia. No sé cuánto tiempo hemos perdido.
—Demasiado. Pero fue un buen intento. Maldición —se detuvo justo antes de golpear con su mano mala el borde del camastro—. Estuve tan cerca. Casi lo tenía.
—¿Al guardia? Parecía que él lo tenía a usted.
—No, a mi clon. Mi hermano. Sea lo que fuere —destellos del sueño acudieron a él, y se estremeció—. Un tipo nervioso. Creo que tiene miedo de acabar en un frasco.
—¿Eh?
—¡Uf! —Miles intentó sentarse. El aturdidor le había dejado una sensación nauseabunda. Tenía espasmos en brazos y piernas. Galeni, que no se encontraba en mejor forma, regresó a su propio camastro y se sentó.
Poco después la puerta se abrió. «La cena», pensó Miles.
El guardia los apuntó con su aturdidor.
—Vosotros dos. Fuera.
El segundo guardia lo cubría desde atrás, a varios metros de distancia, con otro aturdidor preparado. A Miles no le gustó la expresión de sus rostros, uno solemne y pálido, el otro sonriendo nervioso.
—Capitán Galeni —sugirió Miles con voz algo más aguda de lo que pretendía—. Creo que ahora sería un buen momento para que hablara con su padre.
Diversas expresiones cruzaron por el rostro de Galeni: furia, tozudez, reflexión, duda.
—Por ahí —el guardia les indicó el tubo elevador.
Bajaron hacia el nivel del garaje.
—Usted puede hacerlo, yo no —murmuró Miles en un canturreo sotto voce.
Galeni siseó entre dientes: frustración, conformidad, resolución. Cuando entraron en el aparcamiento, se volvió bruscamente hacia el guardia más cercano y rezongó:
—Quiero hablar con mi padre.
—No puede.
—Creo que será mejor que me deje —la voz de Galeni era peligrosa, cargada, por fin, de miedo.
—No es cosa mía. Nos dio órdenes y se marchó. No está aquí.
—Llámelo.
—No me dijo dónde estaría —la voz del guardia era tensa e irritada—. Y si lo supiera, no lo llamaría de todas formas. Póngase ahí, junto a ese volador.
—¿Cómo vais a hacerlo? —preguntó Miles de pronto—. Siento auténtica curiosidad. Consideradlo mi última voluntad.
Se acercó al volador, buscando con la mirada un escondite, cualquier escondite. Si conseguía agacharse o pasar al otro lado del vehículo antes de que dispararan…
—Os aturdiremos, volaremos hasta la costa sur, os dejaremos caer al agua —recitó el guardia—. Si aparecéis flotando en la costa, la autopsia sólo revelará que os habéis ahogado.
—No es exactamente un crimen sangriento —observó Miles—. Más fácil para vosotros de esa forma, espero.
Si Miles los juzgaba bien, aquellos hombres no eran asesinos profesionales. De todas maneras, siempre había una primera vez para todo. Esa columna de allí no era lo bastante ancha para detener una descarga aturdidora. Las herramientas de la pared opuesta ofrecían algunas posibilidades… sufría furiosos calambres en las piernas…
—Y así el Carnicero de Komarr recibe por fin su merecido —comentó el guardia solemne, con desapego—. Indirectamente.
Alzó el aturdidor.
—¡Esperad! —chilló Miles.
—¿A qué?
Miles todavía buscaba una respuesta cuando las puertas del garaje se abrieron.
—¡Soy yo! —gritó Elli Quinn—. ¡Quietos!
Una patrulla dendarii pasó corriendo ante ella. En el instante que el guardia komarrés tardó en apuntar, un tirador dendarii lo abatió. El segundo guardia se dejó llevar por el pánico y corrió hacia el tubo elevador. Un dendarii lo detuvo a la carrera, y en cuestión de segundos lo tuvo boca abajo en el suelo con las manos a la espalda.
Elli se acercó a Miles y Galeni, sacando un sensor sónico de su oído.
—Dioses, Miles, no podía creer que fuera tu voz. ¿Cómo has hecho eso? —al ver su aspecto, una expresión de extremo disgusto asomó a su cara.
Miles capturó sus manos y las besó. Un saludo militar habría sido más adecuado, pero su adrenalina estaba aún bombeando y esto era más sentido. Además, no iba de uniforme.
—¡Elli, eres un genio! ¡Tendría que haber sabido que el clon no te engañaría!
Ella se lo quedó mirando, casi retrocediendo, la voz agudizada hasta el punto de ruptura.
—¿Qué clon?
—¿Cómo que qué clon? Por eso estás aquí, ¿no? Metió la pata… y has venido a rescatarme, ¿no?
—¿Rescatarte de qué? Miles, me ordenaste hace una semana que encontrara al capitán Galeni, ¿recuerdas?
—Oh —dijo Miles—. Sí. Eso hice.
—Y eso hicimos. Llevamos toda la noche vigilando esta zona de edificios, esperando captar un análisis positivo de voz suyo, para poder notificarlo a las autoridades locales. No les gustan las falsas alarmas. Pero cuando finalmente apareció en los sensores, pareció que sería mejor no esperar a las autoridades, así que corrimos el riesgo… no creas que no se me pasaron por la cabeza visiones de dendarii arrestados en masa por irrupción ilegal…
Un sargento dendarii se acercó y saludó.
—Maldición, señor, ¿cómo lo hace? —continuó caminando mientras consultaba un escáner, sin esperar respuesta.
—Sólo para descubrir que habías llegado antes que nosotros.
—Bueno, en cierto modo, sí…
Miles se frotó la frente dolorida. Galeni se rascó la barba sin hacer ningún comentario. Galeni sabía callar a voces.
—¿Recuerdas hace tres o cuatro noches, cuando me llevaste para que fuera secuestrado y así infiltrarme en la oposición y descubrir quiénes eran y qué querían?
—Sí…
—Bueno —Miles inspiró profundamente—, funcionó. Enhorabuena. Acabas de convertir un absoluto desastre en una importante acción de inteligencia. Gracias, comandante Quinn. Por cierto, el tipo con el que saliste de aquella casa vacía… no era yo.
Elli abrió los ojos de par en par. Se acercó una mano a la boca. Entonces las oscuras pupilas se estrecharon en furiosa reflexión.
—Hijo de puta —jadeó—. ¡Pero Miles… creía que la historia del clon era algo que te habías inventado!
—Eso hice. Espero que haya desarmado a todo el mundo.
—¿Había… hay un clon de verdad?
—Eso dice él. Las huellas dactilares, retinales y de voz son iguales. Hay, gracias a Dios, una diferencia objetiva. Si radiografían mis huesos encontrarán un enloquecido pespunte de roturas antiguas, a excepción de en mis piernas sintéticas. Sus huesos no tienen ninguna. O eso dice él —Miles se sujetó la mano izquierda, dolorida—. Creo que me dejaré la barba de momento, por si acaso.
Miles se volvió hacia el capitán Galeni.
—¿Cómo nos encargaremos… se encargará Seguridad Imperial de esto, señor? —dijo, deferente—. ¿Quiere que llamemos a las autoridades locales?
—Oh, así que soy otra vez «señor», ¿eh? —murmuró Galeni—. Claro que llamaremos a la policía. No podemos extraditar a esa gente. Pero ahora que son culpables de un crimen cometido aquí en la Tierra, las autoridades de Euroley los detendrán por nosotros. Será el fin de todo este grupúsculo radical.
Miles contuvo la impaciencia y procuró que su voz fuese fría y lógica.
—Pero un juicio público revelaría toda la historia del clon al detalle. Atraería un montón de atención no deseada hacia mí, desde el punto de vista de Seguridad. Incluyendo, puede estar seguro, la atención cetagandana.
—Es demasiado tarde para echar tierra a todo esto.
—No estoy tan seguro. Sí, los rumores vuelan, pero unos cuantos rumores suficientemente confusos resultan muy útiles. Esos dos —Miles señaló a los guardias capturados—, no son peces gordos. Mi clon sabe mucho más que ellos, y ya ha regresado a la embajada. Que es, legalmente, suelo barrayarés. ¿Para qué los necesitamos? Ahora que le hemos recuperado a usted, y tenemos al clon, el plan carece de validez. Mantenga vigilado a este grupo como al resto de los expatriados komarreses aquí en la Tierra, y ya no supondrán ningún peligro para nosotros.
Galeni lo miró a los ojos, luego apartó la vista, el pálido perfil tenso por el significado tácito de aquello: «Y su carrera no se verá comprometida por un escándalo público. Y no tendrá que enfrentarse a su padre.»
—Yo… no sé.
—Yo sí —dijo Miles, confiado. Hizo un gesto a un dendarii cercano—. Sargento. Suba con un par de técnicos y vacíe los archivos de la comuconsola de estos tipos. Haga un repaso rápido en busca de archivos secretos. Y ya que está en ello, registre la casa a ver si hay un par de artilugios antiescáner personal en forma de cinturón; deben de estar guardados en alguna parte. Llévelos al comodoro Jesek y dígale que quiero encontrar al fabricante. En cuanto indique usted que todo está despejado, nos marchamos.
—Vaya, eso sí que es ilegal —observó Elli.
—¿Qué van a hacer, ir a la policía y quejarse? Creo que no. Ah… ¿quiere dejar algún mensaje en la comuconsola, capitán?
—No —dijo Galeni en voz baja después de un instante—. Nada de mensajes.
—Bien.
Un dendarii aplicó primeros auxilios al dedo roto de Miles y le anestesió la mano. El sargento regresó en menos de media hora, con los cinturones antiscan colgando del hombro, y le entregó un disco de datos.
—Aquí tiene, señor.
—Gracias.
Galen no había regresado aún. Visto el panorama, Miles consideraba eso un añadido.
Se arrodilló junto al komarrés que estaba aún consciente, y acercó un aturdidor a su sien.
—¿Qué va a hacer? —croó el hombre.
Los labios resquebrajados de Miles se distendieron en una sonrisa que empezó a sangrar.
—Vaya, aturdirte por supuesto, llevarte a la costa sur y tirarte. ¿Qué si no? Buenas noches.
El aturdidor zumbó, y el komarrés pataleó y se derrumbó. El soldado dendarii le soltó las ligaduras y Miles dejó a los dos guardias tendidos uno al lado del otro en el suelo. Salieron y cerraron con cuidado las puertas del garaje.
—De vuelta a la embajada, pues, y crucifiquemos al pequeño bastardo —dijo Elli Quinn sombría, solicitando la ruta a su destino en la consola del coche alquilado. El resto de la patrulla se retiró a ocupar posiciones encubiertas.
Miles y Galeni se acomodaron. Galeni parecía tan agotado como se sentía Miles.
—¿Bastardo? —suspiró—. No. Me temo que eso es lo que no es.
—Crucifiquémoslo primero —murmuró Galeni—. Definámoslo después.
—De acuerdo —dijo Miles.
—¿Cómo entraremos? —preguntó Galeni mientras se acercaban a la embajada.
—Sólo hay una manera —dijo Miles—. Por la puerta principal. Desfilando. Adelante, Elli.
Miles y Galeni se miraron e hicieron una mueca. La barba de Miles iba por detrás de la de Galeni (después de todo, el capitán le llevaba cuatro días de ventaja), pero los labios partidos, las magulladuras y la sangre seca de su camisa lo compensaban, calculó Miles. Su sensación general de total degradación aumentó. Además, Galeni había encontrado las botas y la chaquetilla de su uniforme en la casa de los komarreses, y Miles no. El clon se las había llevado, tal vez. Miles no estaba seguro de cuál de ellos olía peor (Galeni llevaba más tiempo encarcelado, pero Miles opinaba que había sudado más), y no iba a pedirle a Elli Quinn que olisqueara y los calificara. Por los labios torcidos de Galeni y las arrugas de sus ojos, Miles supuso que debía de estar experimentando la misma reacción retardada de enloquecido alivio que burbujeaba en su propio pecho. Estaban vivos, y era un milagro y una maravilla.
Avanzaron marcando el paso y subieron la rampa. Elli se quedó atrás, observando la actuación con interés.
El guardia de la entrada saludó por acto reflejo mientras el asombro se extendía por su cara.
—¡Capitán Galeni! ¡Ha vuelto! Y, er… —miró a Miles, abrió y cerró la boca—, usted. Señor.
Galeni le devolvió el saludo sin ganas.
—Llame al teniente Vorpatril y dígale que se presente aquí. A Vorpatril solamente.
—Sí, señor.
El guardia de la embajada habló a través de su comunicador de muñeca, sin apartar los ojos de ellos. No paraba de mirar de reojo a Miles, con expresión sorprendida.
—Er… me alegro de que haya vuelto, capitán.
—Yo también, cabo.
Al cabo de un instante, Ivan salió de un tubo elevador y se acercó corriendo por el vestíbulo de mármol.
—Dios mío, señor, ¿dónde ha estado? —exclamó, agarrando a Galeni por los hombros. Recordó comportarse un poco tarde, y saludó.
—Mi ausencia no ha sido voluntaria, se lo aseguro.
Galeni se tiró del lóbulo de una oreja, parpadeando, y se pasó la mano por la barba de días, un poco conmovido por el entusiasmo de Ivan.
—Lo explicaré con detalle, más tarde. Ahora mismo… ¿teniente Vorkosigan? Quizá sea el momento de sorprender a su, er, otro pariente.
Ivan miró a Miles.
—¿Te dejaron salir, entonces? —miró con más atención y se puso blanco—. Miles…
Miles le enseñó los dientes y se apartó del hipnotizado cabo.
—Todo quedará explicado cuando arrestemos al otro yo. ¿Dónde estoy, por cierto?
Ivan arrugó los labios, cada vez más preocupado.
—Miles… ¿intentas jugar con mi cabeza? No tiene demasiada gracia…
—Nada de juegos. Y no tiene ninguna gracia. El individuo que ha estado durmiendo en tu cuarto los últimos cuatro días… no era yo. He estado alojado con el capitán Galeni, aquí presente. Un grupo revolucionario komarrés trató de colocarte un doble, Ivan. El cretino es mi clon, de verdad. ¡No me digas que no has notado nada!
—Bueno… —dijo Ivan. El alivio, y un creciente embarazo, empezaron a nublar sus rasgos—. Hiciste algo, um, poco propio de ti, estos dos últimos días.
Elli asintió dubitativa; comprendía muy bien el azoramiento de Ivan.
—¿Qué? —inquirió Miles.
—Bueno… te he visto maniático. Y te he visto depresivo. Pero nunca te había visto… bueno, neutral.
—Eso me pasa por preguntar. ¿Y sin embargo nunca sospechaste nada? ¿Tan bueno era?
—¡Oh, sospeché algo la primera noche!
—¿Y qué? —chilló Miles. Tenía ganas de tirarse de los pelos.
—Y decidí que no podía ser. Después de todo, tú mismo te inventaste esta historia del clon hace unos cuantos días.
—Pues ahora demostraré mi sorprendente presciencia. ¿Dónde está?
—Bueno, por eso me ha sorprendido tanto verte.
Galeni se había cruzado de brazos y tenía una mano en la frente. Miles no pudo leer sus labios, aunque se movían ligeramente… contando hasta diez, tal vez.
—¿Por qué, Ivan? —dijo Galeni, y esperó.
—Dios mío, no se habrá marchado ya a Barrayar, ¿verdad? —dijo Miles impaciente—. Tenemos que detenerlo…
—No, no —contestó Ivan—. Han sido los locales. Por eso tenemos aquí este lío.
—¿Dónde está? —rugió Miles, agarrando la chaqueta verde del uniforme de Ivan con la mano buena.
—¡Cálmate, eso es lo que estoy intentando decirte! —Ivan contempló los blancos nudillos del puño de su primo—. Sí, eres tú, desde luego. La policía local ha venido aquí hace un par de horas y te ha arrestado… lo arrestó a él… lo que sea. Bueno, no exactamente, pero tenían una orden de detención prohibiéndote dejar esta jurisdicción legal. Ibas a marcharte esta noche. Traían una orden judicial para interrogarte ante el fiscal municipal y asegurarse de que había pruebas suficientes para presentar cargos formales.
—¿Cargos de qué, qué estás farfullando, Ivan?
—Bueno, pues ahí está el lío. Tuvieron una especie de cortocircuito en sus cerebros sobre las embajadas… vinieron y te arrestaron, teniente Vorkosigan, por sospecha de conspiración para cometer asesinato. Como remate, se sospecha que contrataste a esos dos matones que intentaron asesinar al almirante Naismith en el espaciopuerto la semana pasada.
Miles dio una patada en el suelo.
—Ah. Ah. ¡Ah!
—El embajador está presentando protestas por todas partes. Naturalmente, no podíamos decirles por qué están equivocados.
Miles agarró a Quinn por el codo.
—No te dejes llevar por el pánico.
—No me dejo llevar por nada —observó Quinn—. Estoy viendo cómo tú te dejas llevar por el pánico. Es mucho más divertido.
Miles se frotó la frente.
—Bien. Bien. Empecemos por asumir que no todo está perdido. Supongamos que el chico no se ha dejado llevar por el… que no se ha venido abajo. Todavía. Supongamos que le ha dado la vena aristocrática y los mira a todos con desdén sin decir palabra. Lo haría bien, si es así como supone que actuamos los Vor. Pequeño capullo. Supongamos que está resistiendo.
—Supuesto —concedió Ivan—. ¿Y qué?
—Si nos apresuramos, conseguiremos salvar…
—¿Tu reputación? —dijo Ivan.
—¿A su… hermano? —aventuró Galeni.
—¿Nuestros culos? —dijo Elli.
—Al almirante Naismith —terminó de decir Miles—. Ahora quien corre peligro es él. —La mirada de Miles se encontró con la de Elli; las cejas de la comandante se alzaron preocupadas—. La palabra clave es «tapadera». Tanto si se destapa… como si, sólo posiblemente, se asegura de modo permanente.
Se volvió hacia Galeni.
—Nosotros dos tenemos que lavarnos. Reúnase conmigo aquí dentro de quince minutos. Ivan, trae un bocadillo. Dos bocadillos. Te llevaremos como fuerza bruta —Ivan venía muy bien para esas cosas—. Elli, tú conduces.
—¿Conducir adónde?
—A los juzgados. Vamos al rescate del pobre e incomprendido teniente Vorkosigan. Regresará con nosotros la mar de agradecido, lo quiera o no. Ivan, será mejor que lleves un hipospray con dos centímetros cúbicos de tolizona, además de esos bocadillos.
—Espera, Miles —dijo Ivan—. Si el embajador no consiguió sacarlo de allí, ¿cómo esperas que lo hagamos nosotros?
Miles sonrió.
—Nosotros no. El almirante Naismith.
Los juzgados municipales de Londres eran un gran edificio negro de cristal de unos dos siglos de antigüedad. Ejemplos de arquitectura similar brotaban de vez en cuando en un distrito compuesto por estilos aún más antiguos, resto de los bombardeos e incendios del Quinto Disturbio Civil. La renovación urbana allí no llegaba hasta después de un desastre. Londres estaba abarrotado, era un rompecabezas de épocas yuxtapuestas, y los londinenses se aferraban obstinadamente a los pedazos de su pasado; había incluso un comité para salvar los espantosos restos de finales del siglo XX. Miles se preguntó si Vorbarr Sultana, actualmente en franco proceso de expansión, tendría aquel aspecto al cabo de mil años, o si aniquilaría su historia en la prisa por modernizarse.
Miles se detuvo en el vestíbulo para ajustarse el uniforme de almirante dendarii.
—¿Se me ve respetable? —le preguntó a Quinn.
—La barba te hace parecer, um…
Miles se la había recortado apresuradamente.
—¿Distinguido? ¿Mayor?
—Desaliñado.
—Ja.
Los cuatro cogieron el tubo elevador hasta la planta noventa y siete.
—Sala W —les indicó el panel de recepción después de que accedieran a sus archivos—. Cubículo 19.
El cubículo 19 resultó contener un terminal asegurado de Euronet JusticeComp y un ser humano vivo, un joven serio.
—Ah, investigador Reed —le sonrió cálidamente Elli cuando entraron—. Volvemos a vernos.
Una breve mirada sirvió para comprobar que el investigador Reed estaba solo. Miles aclaró un retortijón de pánico en su garganta.
—El investigador Reed se encarga de ese desagradable incidente en el espaciopuerto, señor —explicó Elli, confundiendo su tos con una solicitud de explicaciones y adoptando un tono profesional—. Investigador Reed, el almirante Naismith. Tuvimos una larga charla en mi último viaje aquí.
—Ya veo —dijo Miles. Mantuvo una expresión amable y neutral.
Reed lo miraba de arriba abajo.
—Increíble. ¡Así que es usted de verdad el clon de Vorkosigan!
—Prefiero considerarlo mi hermano gemelo apartado. Por lo común, procuramos mantenernos lo más lejos posible el uno del otro. Así que ha hablado usted con él.
—Un poco. No me ha parecido muy cooperativo —Reed miraba con incertidumbre a Miles y a Elli y a los dos barrayareses uniformados—. Cerrado. Bastante desagradable, más bien.
—Sí, lo imagino. Le estaba usted pisando un callo. Es bastante sensible en lo que a mí respecta. Prefiere que no le recuerden mi embarazosa existencia.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Rivalidad de hermanos —improvisó Miles—. He llegado más lejos que él en la carrera militar. Se lo toma como un reproche, un desmérito de sus propios logros tan perfectamente razonables…
«Dios mío, que alguien me saque de este lío.» La mirada de Reed se volvía penetrante.
—Al grano, por favor, almirante Naismith —gruñó el capitán Galeni.
«Gracias.»
—Cierto. Investigador Reed, no pretenderé que Vorkosigan y yo seamos amigos, ¿pero de dónde sacaron esa curiosa idea de que fue él quien trató de orquestar mi muerte?
—Su caso no ha sido fácil. Los dos presuntos asesinos —Reed miró a Elli—, eran un callejón sin salida. Así que seguimos otra pista.
—No sería la de Lise Vallerie, ¿verdad? Me temo que soy culpable de haberla desviado un poco del camino. Tengo un curioso sentido del humor, me temo. Es un defecto…
—… que todos debemos soportar —murmuró Elli.
—Consideré interesantes las sugerencias de Vallerie, no concluyentes —dijo Reed—. En casos pasados he descubierto que es una investigadora cuidadosa por propio derecho, que no se deja detener por ciertas reglas de orden que entorpecen, digamos, mi trabajo. Y resulta muy valiosa a la hora de transmitir asuntos de interés.
—¿Qué está investigando ahora? —inquirió Miles.
Reed le dirigió una mirada neutra.
—La clonación ilegal. Tal vez pueda usted darle algunas indicaciones.
—Ah… me temo que mis experiencias llevan unas dos décadas pasadas de moda para sus objetivos.
—Bueno, no se puede tener todo. En este caso la pista fue bastante objetiva. Se vio a un coche aéreo salir del espaciopuerto a la hora del atentado; pasó ilegalmente a través de un control de tráfico. Lo seguimos hasta la embajada barrayaresa.
«El sargento Barth.» Galeni parecía a punto de escupir; Ivan adoptó esa expresión agradable y ligeramente bobalicona que en el pasado había descubierto tan útil para evadir cualquier acusación de responsabilidad.
—Oh, eso —dijo Miles tranquilamente—. Fue simplemente la tediosa vigilancia que Barrayar me hace. Con toda sinceridad, la embajada de la que yo sospecharía es la cetagandana. Recientes operaciones dendarii en su zona de influencia, muy lejos de su jurisdicción, les molestaron enormemente. Pero no es una acusación que pueda demostrar, y por eso me contenté con dejar el trabajo a su gente.
—Ah, el famoso rescate de Dagoola. He oído hablar de ello. Un motivo de peso.
—De bastante más peso que la vieja historia que le conté a Lise Vallerie. ¿Resuelve eso los contratiempos?
—¿Y obtiene usted algo a cambio por este caritativo servicio a la embajada de Barrayar, almirante?
—¿Mi buena acción del día? No, tiene usted razón. Ya le he advertido sobre mi sentido del humor. Digamos que mi recompensa es suficiente.
—Nada que pudiera ser considerado como obstrucción a la justicia, espero —Reed alzó las cejas.
—Yo soy la víctima, ¿recuerda? —Miles se mordió la lengua—. Mi recompensa no tiene nada que ver con el código penal de Londres, se lo aseguro. Mientras tanto, ¿puedo pedirle que entregue al pobre teniente Vorkosigan a la custodia, digamos, de su oficial al mando, el capitán Galeni, aquí presente?
La cara de Reed era un retrato de la suspicacia, se había redoblado su desconfianza. «¿Qué ocurre, maldición? —se preguntó Miles—. Se supone que le estoy haciendo la rosca…»
Reed alzó las manos, se echó atrás e inclinó la cabeza.
—El teniente Vorkosigan se ha marchado con un hombre que se presentó como capitán Galeni hace una hora.
—Aaah… —dijo Miles—. ¿Un hombre mayor vestido de civil? ¿Pelo gris, grueso?
—Sí.
Miles tomó aire, sonriendo fijamente.
—Gracias, investigador Reed. No le haremos perder más su valioso tiempo.
De vuelta en el vestíbulo, Ivan dijo:
—¿Y ahora qué?
—Creo que es hora de regresar a la embajada. Y de enviar un informe completo al cuartel general —dijo el capitán Galeni.
«La urgencia por confesar, ¿eh?»
—No, no, nunca envíe informes en el ínterin —dijo Miles—. Sólo informes finales. Los informes en el ínterin tienden a desencadenar órdenes. Y entonces hay que obedecerlas o perder energías y un tiempo valiosísimo en evitarlas, en vez de resolver el problema.
—Una interesante filosofía de mando. Debo recordarla. ¿La comparte usted, comandante Quinn?
—Oh, sí.
—Los mercenarios dendarii deben de ser una organización fascinante con la que trabajar.
—Así lo creo —dijo Quinn sonriendo.