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Mantuvo la cabeza apoyada contra el terso tejido de la chaquetilla de su uniforme un instante más. Ella cambió de postura, extendió los brazos hacia él. ¿Iba a abrazarlo? Si lo hacía, decidió Miles, iba a agarrarla y besarla allí mismo. Y luego ya se vería qué pasaba…

Tras él, las puertas del despacho de Galeni se abrieron. Elli y él se separaron de un salto. Ella adoptó la postura de descanso militar con una sacudida de sus cortos rizos oscuros, y Miles se quedó de pie maldiciendo interiormente la interrupción.

Oyó y reconoció la voz familiar antes de darse la vuelta.

—… brillante, seguro y activo como el infierno. Uno cree que va a volcar su volador en cualquier instante. Cuidado cuando empieza a hablar demasiado rápido. Oh, sí, claro que es él…

—Ivan —suspiró Miles, cerrando los ojos—. ¿Cómo, Dios, he pecado contra Ti, para que me envíes a Ivan… aquí?

Como Dios no se dignó contestar, Miles sonrió forzadamente y se dio la vuelta. Elli tenía la cabeza ladeada, el ceño fruncido, y escuchaba con repentina atención.

Galeni había regresado seguido de un teniente alto y joven. Por indolente que fuera, Ivan Vorpatril se había mantenido obviamente en forma, pues con su atlético físico el uniforme verde le quedaba a la perfección. El rostro despejado y afable tenía rasgos armónicos, enmarcados por un cabello oscuro y rizado con un bonito corte estilo patricio. Miles no pudo dejar de mirar a Elli, esperando su reacción. Dados su rostro y su figura, Elli tendía a hacer que todos los que se colocaban a su lado parecieran unos patosos; pero Ivan bien podría ponerse junto a ella y no quedar ensombrecido.

—Hola, Miles —dijo Ivan—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Podría preguntarte lo mismo.

—Soy segundo agregado militar. Me destinaron aquí para que adquiera cultura, supongo. La Tierra, ya sabes.

—Oh —dijo Galeni, torciendo hacia arriba una comisura de los labios—, para eso estás aquí. Me lo andaba preguntando.

Ivan sonrió mansamente.

—¿Cómo va la vida con los irregulares últimamente? —le preguntó a Miles—. ¿Sigues saliéndote con la tuya con el truquito del almirante Naismith?

—A duras penas —dijo Miles—. Los dendarii me acompañan. Están en órbita —apuntó con el dedo hacia arriba—, comiéndose las uñas mientras hablamos.

Galeni puso cara de haber mordido un limón.

—¿Conoce todo el mundo esta operación encubierta menos yo? Usted, Vorpatril… ¡sé que su acceso de Seguridad no es más alto que el mío!

Ivan se encogió de hombros.

—Un encuentro previo. Es de la familia.

—Maldita red de poder Vor —murmuró Galeni.

—Oh —dijo Elli Quinn cayendo en la cuenta de repente—, ¡éste es tu primo Ivan! Siempre me había preguntado qué aspecto tendría.

Ivan, que le había estado lanzando miraditas desde que entrara en la habitación, le prestó toda su atención con la temblorosa tensión de un perro perdiguero. Sonrió encantador y se inclinó sobre la mano de Elli.

—Encantado de conocerla, milady. Los dendarii deben de estar mejorando, si es usted una muestra de ellos. La más hermosa, sin duda.

Elli recuperó su mano.

—Nos conocemos.

—Seguro que no. No podría olvidar ese rostro.

—No tenía esta cara. «Una cabeza como una cebolla», fue la forma en que lo definió usted, que yo recuerde —sus ojos chispearon—. Como estaba ciega en ese momento, no tenía ni idea de qué aspecto tenía la prótesis de plastipiel. Hasta que usted me lo dijo. Miles nunca lo mencionó.

La sonrisa de Ivan se había vuelto fláccida.

—Ah. La dama con las quemaduras de plasma.

Miles sonrió y se acercó un poquito a Elli, que colocó posesivamente la mano sobre el brazo que le ofrecía y le dirigió a Ivan una fría sonrisa de samurai. Ivan, tratando de morir con dignidad, miró al capitán Galeni.

—Ya que se conocen mutuamente, teniente Vorkosigan, he asignado al teniente Vorpatril para que le oriente sobre la embajada y sobre sus deberes aquí —dijo Galeni—. Vor o no Vor, mientras esté en la nómina del Emperador, bien podría serle de alguna utilidad. Confío en que llegue pronto la clarificación de su estatus.

—Confío en que la nómina de los dendarii llegue igualmente pronto —dijo Miles.

—Su mercenaria… guardaespaldas, puede regresar a su puesto. Si por algún motivo necesita abandonar el complejo de la embajada, le asignaré a uno de mis hombres.

—Sí, señor —suspiró Miles—. Pero sigo necesitando contactar con los dendarii, por si se produce una emergencia.

—Me encargaré de que la comandante Quinn reciba un enlace comunicador seguro cuando se marche. De hecho —tocó su comuconsola—, ¿sargento Barth?

—¿Sí, señor? —respondió una voz.

—¿Tiene preparado ya ese comunicador?

—Acabo de terminar de codificarlo, señor.

—Bien, tráigalo a mi despacho.

Barth, todavía de civil, apareció en cuestión de segundos. Galeni acompañó a Elli a la salida.

—El sargento Barth la escoltará fuera de la embajada, comandante Quinn.

Ella miró por encima del hombro a Miles, que le esbozó un saludo tranquilizador.

—¿Qué les digo a los dendarii? —preguntó.

—Diles… diles que sus fondos vienen de camino —respondió Miles. Las puertas se cerraron con un susurro, eclipsándola.

Galeni regresó a la comuconsola, que parpadeaba para llamar su atención.

—Vorpatril, por favor, encárguese de que su primo se libre de ese… disfraz, y de que llevar un uniforme adecuado sea la principal prioridad.

«¿Le asusta el almirante Naismith… sólo un poco, señor?», se preguntó Miles, irritado.

—El uniforme dendarii es tan auténtico como el suyo propio, señor.

Galeni se lo quedó mirando desde el otro lado de su mesa destellante.

—No puedo saberlo, teniente. Mi padre sólo pudo comprarme soldaditos de juguete cuando yo era niño. Pueden retirarse.

Miles, ardiendo, esperó a que las puertas se hubieran cerrado tras ellos antes de quitarse la chaqueta gris y blanca y arrojarla al suelo del pasillo.

—¡Disfraz! ¡Soldaditos de juguete! ¡Creo que voy a matar a ese komarrés hijo de puta!

—Oh —dijo Ivan—. Sí que estamos quisquillosos hoy.

—¡Has oído lo que ha dicho!

—Sí, claro… Galeni tiene razón. Un poco de regulación nunca viene mal. Hay una docena de pequeños puestos de mercenarios dispersos por todos los rincones del nexo de agujero de gusano. Algunos de ellos hacen equilibrios entre lo legal y lo ilegal. ¿Cómo puede saber que tus dendarii no están a un paso de convertirse en secuestradores?

Miles recogió la chaquetilla del uniforme, la sacudió y la dobló cuidadosamente sobre su brazo.

—Ja.

—Vamos —dijo Ivan—. Te llevaré a intendencia y te buscaré un traje más de tu gusto.

—¿Tienen algo de mi tamaño?

—Hacen un mapa-láser de tu cuerpo y confeccionan las prendas una a una, todo controlado por ordenador, igual que ese pirata carero al que acudes en Vorbarr Sultana. Esto es la Tierra, hijo.

—Mi hombre en Barrayar lleva diez años confeccionándome la ropa. Tiene algunos trucos que no están en el ordenador… Bueno, supongo que sobreviviré. ¿Puede fabricar la embajada ropa civil?

Ivan hizo una mueca.

—Si tus gustos son conservadores. Pero si quieres algo de moda para asombrar a las chicas locales, debes ir a otro sitio.

—Con Galeni como carabina, tengo la impresión de que no voy a poder ir muy lejos —suspiró Miles—. Tendrá que valer.

Miles contempló la manga verde bosque de su uniforme de gala barrayarés, alisó el puño y alzó la barbilla para acomodar mejor la cabeza al cuello alto. Casi había olvidado lo incómodo que era aquel maldito cuello. Por delante, los rectángulos rojos de su rango de teniente se le clavaban en la mandíbula; por detrás, se le enganchaba en el pelo, aún sin cortar. Y las botas le daban calor. El hueso del pie izquierdo que se había roto en Dagoola aún le dolía, incluso después de que lo hubieran vuelto a romper, enderezado y tratado con estimulación eléctrica.

Con todo, el uniforme verde era su hogar. Su auténtico yo. Tal vez fuera el momento de tomarse unas vacaciones del almirante Naismith y sus intratables responsabilidades, hora de recordar los problemas más razonables del teniente Vorkosigan cuya única tarea era ahora aprender los procedimientos de una pequeña oficina y soportar a Ivan Vorpatril. Los dendarii no le necesitaban para dirigir su descanso y el rutinario avituallamiento, ni podría haber preparado una desaparición más segura y concienzuda para el almirante Naismith.

El destino de Ivan era una diminuta habitación sin ventanas situada en las entrañas de la embajada; su tarea: suministrar cientos de discos de datos a un ordenador seguro que los concentraba en resúmenes semanales de la situación de la Tierra para enviarlos al jefe Illyan y al personal general de Barrayar. Allí, supuso Miles, eran filtrados por ordenador con cientos de otros informes similares para crear la visión del universo que tenía Barrayar. Miles esperaba fervientemente que Ivan no estuviera anotando kilovatios y megavatios en la misma columna.

—Con diferencia, el grueso de este material consiste en estadísticas públicas —explicaba Ivan, sentado ante su consola y con aspecto complacido—. Variaciones de población, cifras de producción agrícola e industrial, los presupuestos militares publicados de las diversas facciones políticas. El ordenador los calibra de dieciséis formas distintas y llama la atención cuando no encajan. Como en su origen también hay ordenadores, esto no sucede demasiado a menudo… todas las mentiras son coladas antes de que lleguen a nosotros, dice Galeni. Más importante para Barrayar son los informes de movimiento de las naves que entran y salen del espacio local terrestre.

»Luego tenemos material más interesante, auténtico trabajo de espías. Hay varios centenares de personas en la Tierra a quienes esta embajada intenta seguir la pista, por una razón de seguridad u otra. Uno de los grupos mayores es el de los expatriados komarreses rebeldes.

Un gesto con la mano, y docenas de rostros se sucedieron sobre la placa vid.

—¿Ah, sí? —dijo Miles, interesado a su pesar—. ¿Tiene Galeni contactos secretos con ellos y cosas así? ¿Por eso lo han destinado aquí? Doble agente… triple agente.

—Qué más quisiera Illyan —respondió Ivan—. Por lo que sé, consideran a Galeni un apestado. Un colaborador maligno con los opresores imperialistas y todo eso.

—Sin duda no supondrán una gran amenaza para Barrayar a estas alturas y esta distancia. Refugiados…

—Algunos fueron los refugiados listos, te lo advierto, los que sacaron su dinero antes de que la cosa estallara. Algunos tuvieron relación con la financiación de la revuelta komarresa durante la Regencia… la mayoría son ahora mucho más pobres. Viejos además. Otra media generación, si la política de integración de tu padre funciona, y habrán perdido por completo el impulso; eso dice el capitán Galeni.

Ivan cogió otro disco de datos.

—Y finalmente llegamos a la auténtica patata caliente, que es seguir la pista de lo que hacen las otras embajadas. Como la cetagandana.

—Espero que estén en el otro lado del planeta —dijo Miles con toda sinceridad.

—No, la mayoría de las embajadas y los consulados galácticos están concentrados aquí, en Londres. Eso hace que vigilarnos unos a otros resulte mucho más cómodo.

—Dioses —gimió Miles—, no me digas que están al otro lado de la calle o algo por el estilo.

Ivan sonrió.

—Casi. Están a unos dos kilómetros de distancia. Asistimos mucho a las recepciones mutuas, para practicar nuestras habilidades sinuosas, y jugar al sé-que-sabes-que-sé.

Miles se sentó, hiperventilando un poco.

—Oh, mierda.

—¿Qué te pasa, primito?

—Esa gente está intentando matarme.

—No, hombre, no. Empezarían una guerra. Ahora mismo estamos en paz, más o menos, ¿recuerdas?

—Bueno, intentan matar al almirante Naismith, al menos.

—Que desapareció ayer.

—Sí, pero… uno de los motivos por los que toda la cortina de humo de los dendarii ha aguantado tanto tiempo es la distancia. El almirante Naismith y el teniente Vorkosigan nunca aparecen a menos de cientos de años luz el uno del otro. Nunca hemos sido atrapados en el mismo planeta juntos, mucho menos en la misma ciudad.

—Mientras dejes tu uniforme dendarii en mi armario, ¿quién va a hacer la conexión?

—Ivan, ¿cuántos jorobados de metro y medio, morenos y de ojos grises puede haber en este maldito planeta? ¿Crees que aquí se tropieza uno con enanos deformes a cada esquina?

—En un planeta de nueve mil millones de habitantes tiene que haber al menos seis. ¡Cálmate! —Ivan hizo una pausa—. Sabes, es la primera vez que te oigo emplear esa palabra.

—¿Qué palabra?

—Jorobado. En realidad no lo eres.

Ivan lo miró con amistosa preocupación.

Miles cerró el puño, lo abrió con gesto de desdén.

—Volvamos a los cetagandanos. Si tienen a alguien haciendo lo mismo que haces tú…

Ivan asintió.

—Lo conozco. Se llama ghem-teniente Tabor.

—Entonces saben que los dendarii están aquí, y saben que el almirante Naismith ha sido visto. Probablemente tienen una lista de todas las órdenes de compra que hemos introducido en la red de comunicación… o la tendrán pronto, cuando le presten atención. Están en guardia.

—Quizá lo estén, pero no pueden recibir órdenes de arriba más rápido que nosotros —razonó Ivan—. Y en cualquier caso, van faltos de gente. Nuestro personal de seguridad es cuatro veces superior al suyo, gracias a los komarreses. Quiero decir que esto puede ser la Tierra, pero sigue siendo una embajada menor, aún más para ellos que para nosotros. No temas —adoptó una pose en su asiento, la mano sobre el pecho—, el primo Ivan te protegerá.

—Eso no es ninguna garantía —murmuró Miles.

Ivan sonrió por el sarcasmo y volvió a su trabajo.

El día se arrastró interminablemente en la habitación tranquila e inamovible. Su claustrofobia, descubrió Miles, estaba mucho más desarrollada de lo que solía. Asimiló las lecciones de Ivan y caminó de pared a pared entre tanto.

—Podrías hacer eso el doble de rápido, ¿sabes? —observó Miles, señalando su análisis de datos.

—Pero entonces habría acabado justo después de almorzar y no tendría nada más que hacer.

—Sin duda Galeni te encontraría algo.

—Eso es lo que me temo —dijo Ivan—. El cambio de turno llegará pronto. Luego nos vamos de parranda.

—No, luego tú te vas de parranda. Yo me voy a mi habitación, como me han ordenado. Tal vez pueda recuperar el sueño, por fin.

—Eso es, piensa en positivo —dijo Ivan—. Entrenaré contigo en el gimnasio de la embajada, si quieres. No tienes buen aspecto, ¿sabes? Pálido y, um… pálido.

«Viejo —se dijo Miles—, es la palabra que acabas de evitar.» Contempló la imagen distorsionada de su rostro en el cromado de la consola. ¿Tan mal?

Ivan se golpeó el pecho.

—El ejercicio te sentará bien.

—Sin duda —murmuró Miles.

Los días adoptaron rápidamente una pauta monótona. Ivan lo despertaba en la habitación que compartían. Miles hacía un poco de ejercicio en el gimnasio, se duchaba, desayunaba y acudía a trabajar a la sala de datos. Empezaba a preguntarse si le permitirían volver a ver la maravillosa luz solar de la Tierra. Al cabo de tres días, Miles le quitó a Ivan el trabajo del ordenador y empezó a terminarlo a mediodía con el fin de disponer al menos de las horas de tarde para leer y estudiar. Devoró los procedimientos de la embajada y de seguridad, historia terrestre, noticias galácticas. Más tarde, se agotaban en el gimnasio otra vez. Las noches en que Ivan no salía, Miles veía dramas de vid con él; las noches en que salía, leía guías de viaje de todos los lugares de interés que no le permitían visitar.

Elli informaba diariamente por el enlace seguro de la situación de la Flota Dendarii, todavía en órbita. Miles, a solas con el enlace, se sentía cada vez más ansioso de aquella voz externa. Los informes de ella eran sucintos. Pero después pasaban a charlas sin importancia, ya que a Miles le resultaba cada vez más difícil cortar la comunicación, y Elli nunca le colgó. Miles fantaseó con cortejarla en su propia personalidad: ¿aceptaría una comandante una cita de un simple teniente? ¿Le gustaría siquiera lord Vorkosigan? ¿Le dejaría Galeni alguna vez abandonar el complejo de la embajada para averiguarlo?

Miles decidió que diez días de vida ordenada, ejercicio y horarios regulares habían sido malos para él. Su nivel de energía estaba a tope. A tope y embotellado en la inmovilizada personalidad de lord Vorkosigan, mientras la lista de deberes a los que se enfrentaba el almirante Naismith aumentaba y aumentaba y aumentaba…

—¿Quieres dejar de moverte, Miles? —se quejó Ivan—. Siéntate. Inspira. Quédate quietecito durante cinco minutos. Puedes hacerlo si lo intentas.

Miles recorrió una vez más la sala del ordenador, luego se arrojó sobre una silla.

—¿Por qué no me ha llamado Galeni todavía? ¡El correo del cuartel general del Sector llegó hace una hora!

—Chico, dale tiempo para ir al cuarto de baño y tomarse una taza de café. Dale tiempo para leer sus informes. Estamos en época de paz, todo el mundo tiene tiempo de sobra para sentarse a escribir informes. Les molestaría si nadie los leyera.

—Ése es el problema de las tropas mantenidas por el Gobierno —dijo Miles—, estáis mal acostumbrados. Os pagan para no hacer la guerra.

—¿No hubo una flota mercenaria que hizo eso una vez? Aparecía en la órbita de cualquier parte y cobraba… para no hacer la guerra. Funcionaba, ¿no? No eres un comandante mercenario suficientemente creativo, Miles.

—Sí, la flota de LaVarr. Funcionó bastante bien hasta que la Armada de Tau Ceti los alcanzó, y entonces lo enviaron a la cámara de desintegración.

—No tienen sentido del humor, los taucetanos.

—Ninguno —reconoció Miles—. Ni mi padre tampoco.

—Muy cierto. Bien…

La comuconsola trinó. Ivan tuvo que hacerse a un lado mientras Miles se abalanzaba hacia ella.

—¿Sí, señor? —dijo Miles, sin aliento.

—Venga a mi despacho, teniente Vorkosigan —ordenó Galeni. Su cara, tan saturnina como siempre, nada dejaba entrever.

—Sí, señor; gracias, señor —Miles cortó la comunicación y corrió hacia la puerta—. ¡Mis dieciocho millones de marcos, por fin!

—O bien eso —bromeó Ivan—, o te ha encontrado un trabajito para que hagas inventario. Tal vez te ponga a contar los peces de colores de la fuente del patio principal.

—Seguro, Ivan.

—¡Eh, es un auténtico desafío! No paran de dar vueltas, ¿sabes?

—¿Y tú cómo lo sabes? —Miles hizo una pausa, los ojos encendidos—. Ivan, ¿te ordenó hacer eso?

—Tuvo que ver con un fallo de seguridad —dijo Ivan—. Es una larga historia.

—Apuesto a que sí. —Miles dio un pequeño redoble en la mesa, y la rodeó—. Más tarde. Me voy.

Miles encontró al capitán Galeni contemplando dubitativo la pantalla de su comuconsola, como si estuviera aún en código.

—¿Señor?

—Mm. —Galeni se arrellanó en su asiento—. Bien, han llegado sus órdenes del cuartel general del Sector, teniente Vorkosigan.

—¿Y?

La boca de Galeni se tensó.

—Y confirman su asignación temporal a mi personal. Oficial y públicamente. Ahora podrá obtener su paga de teniente en mi departamento con fecha de hace diez días. Respecto a sus órdenes, son las mismas que las de Vorpatril, con el nombre cambiado. Me ayudará en lo que se le pida, se mantendrá a disposición del embajador y su esposa para servicios de escolta y, cuando el tiempo se lo permita, se aprovechará de las ventajas educativas que son únicas en la Tierra y apropiadas para su condición de oficial imperial y lord de los Vor.

—¿Qué? ¡No puede ser! ¿Qué demonios son servicios de escolta?

«Suena a chica de alterne.»

Una leve sonrisa torció la boca de Galeni.

—Principalmente, permanecer en posición de descanso en los acontecimientos sociales de la embajada y hacer de Vor para los nativos. Hay un sorprendente número de gente que encuentra a los aristócratas, incluso a los de fuera del planeta, particularmente fascinantes.

El tono de Galeni dejaba claro que encontraba esa fascinación verdaderamente peculiar.

—Comerá usted, beberá, bailará quizá… —su tono se volvió dubitativo durante un segundo—, y en líneas generales será exquisitamente amable con todo aquel a quien el embajador quiera, ah, impresionar. A veces, se le pedirá que recuerde conversaciones e informe de ellas. Vorpatril lo hace bastante bien, para mi sorpresa. Podrá explicarle los detalles.

«No necesito que Ivan me dicte notas sociales —pensó Miles—. Y los Vor son una casta militar, no la aristocracia.» ¿En qué demonios estaba pensando el cuartel general? Parecía algo extraordinariamente obtuso incluso para ellos.

Sin embargo, si no tenían ningún nuevo proyecto preparado para los dendarii, ¿por qué no aprovechar la oportunidad para que el hijo del conde Vorkosigan adquiriera un poco más de lustre diplomático? Nadie dudaba de que estaba destinado a los niveles más complicados del servicio, difícilmente podía quedar expuesto a experiencias menos variadas que Ivan. No era el contenido de las órdenes, era sólo la falta de separación de su otra personalidad lo que era tan… insospechado.

Sin embargo… informe de conversaciones. ¿Podía ser el inicio de algún tipo de trabajo especial de espionaje? Quizá venían de camino nuevos detalles clarificadores.

Ni siquiera quiso plantearse la posibilidad de que el cuartel general hubiera decidido que era por fin el momento de acabar por completo con las operaciones encubiertas de los dendarii.

—Bueno… —dijo Miles a regañadientes—, muy bien…

—Me alegro de que encuentre las órdenes de su gusto, teniente —murmuró Galeni.

Miles se ruborizó y apretó la mandíbula. Si podía encargarse de los dendarii, todo lo demás no importaba.

—¿Y mis dieciocho millones de marcos, señor? —preguntó, cuidando esta vez de expresarse en un tono humilde.

Galeni tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—No ha llegado ninguna orden de crédito con este correo, teniente. Ni mención alguna.

—¡Qué! —exclamó Miles—. ¡Tiene que haberla!

Casi se abalanzó sobre la mesa de Galeni para examinar el vid en persona, pero se contuvo justo a tiempo.

—Calculé diez días para todo el…

Su cerebro desechó los datos no deseados, repasando mentalmente: combustible, tarifas de atraque orbital, reavituallamiento, atenciones quirúrgicas-dentales-médicas, el agotado inventario de suministros, pagas, nóminas, liquidez, margen…

—¡Maldición, derramamos nuestra sangre por Barrayar! No pueden… ¡tiene que haber algún error!

Galeni abrió las manos, indefenso.

—Sin duda. Pero no está en mi poder repararlo.

—¡Solicítelo otra vez…, señor!

—Oh, lo haré.

—Aún mejor… déjeme ir como correo. Si hablara con el cuartel general en persona…

—Mm —Galeni se frotó los labios—. Una idea tentadora… no, mejor que no. Sus órdenes, al menos, fueron claras. Sus dendarii tendrán simplemente que esperar el siguiente correo. Estoy seguro de que todo se arreglará si las cosas son como usted dice.

A Miles no le pasó por alto el retintín.

Esperó un momento interminable, pero Galeni no añadió nada.

—Sí, señor —saludó y se marchó. Diez días… diez días más… diez días más como mínimo… Podrían esperar otros diez días. Pero confiaba en que, para entonces, en el cuartel general hubieran recuperado la razón de su cerebro colectivo.

La invitada femenina de más alto rango de la recepción de la tarde era la embajadora de Tau Ceti. Era una mujer esbelta de edad indeterminada, fascinante estructura ósea facial y ojos penetrantes. Miles sospechaba que su conversación sería educativa en sí misma, política, sutil y chispeante. Lástima, ya que el embajador barrayarés la había monopolizado. Miles dudaba que fuera a tener oportunidad de averiguarlo.

La matrona a cuya escolta le habían asignado mantenía su rango gracias a su marido, el lord alcalde de Londres, y ahora se entretenía con la esposa del embajador. La señora alcaldesa parecía capaz de charlar interminablemente, sobre todo de la ropa que llevaban los otros invitados. Un criado ataviado de militar (todos los criados humanos de la embajada eran miembros del departamento de Galeni) ofreció de pasada a Miles un vaso de vino lleno de un líquido pajizo que Miles aceptó con voracidad. Sí, dos o tres copas, con su baja tolerancia al alcohol, y estaría lo suficientemente aturdido para soportar incluso aquello. ¿No era exactamente el constreñido escenario social del que había escapado, a pesar de sus defectos físicos, para abrirse paso en el servicio imperial? Naturalmente, más de tres vasos y se quedaría tumbado dormido en el suelo con una sonrisita tonta en la cara, y estaría metido en graves problemas cuando despertara.

Miles tomó un buen trago y casi se atragantó. Zumo de manzana… Maldito Galeni, era concienzudo. Una rápida mirada alrededor le confirmó que no era la misma bebida que se servía a los invitados. Miles se pasó el pulgar por el alto cuello de la chaquetilla de su uniforme y sonrió tenso.

—¿Sucede algo con su vino, lord Vorkosigan? —inquirió la matrona con preocupación.

—La cosecha es un poco, ah… joven —murmuró Miles—. Quizá deba sugerir al embajador que la conserve en la bodega un poco más de tiempo.

«Hasta que yo me marche de este planeta, por ejemplo…»

El salón principal de recepciones era una cámara alta y elegante con claraboyas que debería haber resonado cavernosamente, pero estaba extrañamente silenciosa para la gran multitud que sus niveles y recovecos podían albergar. Absorbedores de sonido ocultos en alguna parte, supuso Miles… y, apostó, si sabías dónde situarte, conos de seguridad para impedir la escucha ya fuese humana o electrónica.

Tomó nota de dónde se encontraban los embajadores barrayarés y taucetano para referencias futuras; sí, incluso el movimiento de sus labios parecía algo oscurecido y difuso. Ciertos tratados de derecho de paso por el espacio local de Tau Ceti tendrían que ser renegociados pronto.

Miles y su matrona se dirigieron hacia el centro arquitectónico de la sala: la fuente y su estanque. Era una escultura graciosa y borboteante, con helechos y musgo de colores a juego. Formas doradas se movían misteriosamente en las aguas oscuras.

Miles se envaró, luego se obligó a relajarse. Un joven con el negro uniforme de gala cetagandano y las marcas de pintura amarilla y roja en la cara de un ghem-teniente se acercaba, sonriente y alerta. Intercambiaron un saludo cauteloso.

—Bienvenido a la Tierra, lord Vorkosigan —murmuró el cetagandano—. ¿Es una visita oficial, o está haciendo turismo?

Miles se encogió de hombros.

—Un poco de cada. Me han destinado a la embajada para complementar mi, ah, educación. Pero creo que tiene usted ventaja sobre mí, señor.

No era así, por supuesto. Los dos cetagandanos de uniforme y los dos que iban de paisano, más tres individuos sospechosos de ser chacales encubiertos, eran los primeros sobre quienes le habían puesto en guardia.

—Ghem-teniente Tabor, agregado militar, embajada cetagandana —recitó Tabor amablemente. Volvieron a intercambiar saludos—. ¿Estará aquí mucho tiempo, milord?

—Espero que no. ¿Y usted?

—Mi hobby es el arte del bonsái. Se dice que los antiguos japoneses trabajaban en un solo árbol hasta cien años. Aunque tal vez sólo lo parecía.

Miles desconfió del humor de Tabor, pero el teniente mantuvo el rostro tan impasible que era difícil de saber. Quizá temiera estropear la pintura de su cara.

Un cascabeleo de risas, suave como campanillas, atrajo su atención hacia el otro extremo de la fuente. Ivan Vorpatril estaba apoyado en la barandilla cromada con la cabeza inclinada hacia una melena rubia. Ella iba vestida con un traje rosa salmón y plata que parecía ondular incluso mientras estaba quieta, como ahora. Una artística trenza de cabello dorado le caía sobre un hombro blanco. Sus uñas destellaron en rosa plateado cuando gesticuló animadamente.

Tabor susurró algo, se inclinó con exquisitez sobre la mano de la matrona y siguió de largo. Miles lo vio a continuación al otro lado de la fuente, situándose cerca de Ivan… pero sospechó que no eran secretos militares lo que buscaba. No era extraño que hubiera parecido interesado en Miles sólo de refilón. Pero el acecho a la rubia fue interrumpido por una señal de su embajador, y Tabor tuvo que acompañar a los dignatarios a la salida.

—Es un joven tan agradable, lord Vorpatril —canturreó la matrona de Miles—. Lo apreciamos mucho por aquí. La esposa del embajador me ha dicho que son ustedes parientes, ¿no es así? —ladeó la cabeza, animada y expectante.

—Primos, más o menos —explicó Miles—. Ah… ¿quién es la joven dama que le acompaña?

La matrona sonrió orgullosa.

—Es mi hija, Sylveth.

Hija, por supuesto. El embajador y su esposa tenían una aguda apreciación barrayaresa de los matices del rango social. Miles, al ser el mayor del linaje familiar y por ende hijo del primer ministro conde Vorkosigan, superaba a Ivan social aunque no militarmente. Lo que significaba, oh Dios, que estaba condenado. Quedaría atrapado con todas las matronas VIP eternamente mientras que Ivan… Ivan se llevaría a todas las hijas.

—Una pareja encantadora —dijo, haciendo un esfuerzo.

—¿Verdad que sí? ¿Qué tipo de primos, lord Vorkosigan?

—¿Uh? Oh, Ivan y yo, sí. Nuestras abuelas eran hermanas. Mi abuela fue la hija mayor del príncipe Xav Vorbarra, la de Ivan la más joven.

—¿Princesas? Qué romántico.

Miles pensó en describir con detalle cómo su abuela, su hermano y la mayoría de sus hijos habían sido convertidos en carne picada durante el reino de terror del loco emperador Yuri. No, la esposa del alcalde podría considerarlo un relato de miedo pasado de moda, o aún peor, una historia romántica. Miles dudaba de que pudiera comprender la violenta estupidez de los asuntos de Yuri, con sus consiguientes huidas en todas direcciones para complicar la historia de Barrayar hasta la fecha.

—¿Posee un castillo lord Vorpatril? —inquirió ella, con segundas.

—Ah, no. Su madre, mi tía Vorpatril —«que es una barracuda social que te comería viva»—, tiene un apartamento muy bonito en la capital de Vorbarr Sultana. —Miles hizo una pausa—. Nosotros solíamos tener un castillo. Pero acabó ardiendo al final de la Era del Aislamiento.

—Un castillo en ruinas. Es casi mejor.

—Pintoresco como el infierno —le aseguró Miles.

Alguien había dejado un platito con los restos de los aperitivos apoyado en la barandilla, junto a la fuente. Miles cogió el bollito de pan y empezó a lanzar migas para los peces de colores, que se acercaron a devorarlas de un breve bocado.

Uno se negó a morder el anzuelo y permaneció acechando en el fondo. Qué interesante, un pez de colores que no comía… bueno, era una solución a los problemas de inventario de peces de Ivan. Quizás el pez testarudo era una maligna construcción cetagandana, cuyas frías escamas brillaban como si fueran de oro porque lo eran.

Miles podría sacarlo del agua de un salto felino, aplastarlo con el pie en medio de un chasquido mecánico y un chisporroteo metálico, y luego alzarlo con un grito triunfal:

—¡Ah! ¡Gracias a mi inteligencia y mis rápidos reflejos, he descubierto al espía!

Pero si sus suposiciones eran equivocadas, ah. El chirrido viscoso bajo sus botas, la matrona retrocediendo, y el hijo del primer ministro de Barrayar habría adquirido una instantánea reputación de tener serias dificultades emocionales…

—¡Ajá! —se imaginó riéndose ante la vieja horrorizada mientras las vísceras del pez se rebullían bajo sus pies—. ¡Tendría que ver lo que hago con los gatitos!

El gran pez de colores se alzó perezosamente por fin y cogió la miga con una salpicadura que ensució las pulcras botas de Miles. «Gracias, pez. Me acabas de salvar de una tremenda vergüenza social.» Naturalmente, si los artificieros cetagandanos eran realmente listos, habrían diseñado un pez mecánico que comiera de verdad y excretara un poco…

La esposa del alcalde acababa de hacer otra interesante pregunta sobre Ivan, que Miles, entretenido, no había acabado de pillar.

—Sí, es una lástima lo de su enfermedad —murmuró, y se preparaba para enzarzarse en un monólogo sobre los malignos genes de Ivan, debidos a la consanguinidad aristocrática, las zonas de radiación tras la primera guerra cetagandana y el loco emperador Yuri, cuando el comunicador que llevaba en el bolsillo trinó.

—Discúlpeme, señora. Me llaman.

«Bendita seas, Elli», pensó mientras abandonaba a la matrona para encontrar un rincón tranquilo desde donde contestar. No había cetagandanos a la vista. Encontró un hueco libre en el segundo piso e inició la comunicación.

—¿Sí, comandante Quinn?

—Miles, gracias a Dios —su voz era apremiante—. Parece que tenemos una Situación aquí, y eres el oficial dendarii más cercano.

—¿Qué tipo de situación? —no le importaban las situaciones en mayúsculas. Elli no solía dejarse llevar por el pánico ni era dada a las exageraciones. Su estómago se tensó, nervioso.

—No he podido conseguir detalles fiables, pero parece que cuatro o cinco de nuestros soldados de permiso en Londres se han encerrado en una especie de tienda con un rehén, y se enfrentan a la policía. Van armados.

—¿Nuestros chicos o la policía?

—Por desgracia, ambos. El comandante de la policía con el que hablé parecía dispuesto a manchar las paredes de sangre. Muy pronto.

—Tanto peor. ¿Qué demonios piensan que están haciendo?

—Que me aspen si lo sé. Estoy en órbita ahora mismo, preparándome para partir, pero pasarán entre cuarenta y cinco minutos y una hora antes de que consiga llegar. Tung está en una posición aún peor, ya que el vuelo suborbital desde Brasil dura dos horas. Pero creo que tú podrías estar allí en diez minutos. Ten, introduciré la dirección en tu comunicador.

—¿Cómo se ha permitido que nuestros chicos lleven armas dendarii a tierra?

—Buena pregunta, pero me temo que tendremos que reservarla para el post mortem. Es una forma de hablar —dijo, sombría—. ¿Encontrarás el lugar?

Miles miró la dirección en su lector.

—Creo que sí. Te veré allí.

De algún modo…

—Bien. Corto y cierro.

La comunicación se cortó con un chasquido.

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