14

La Gran Barrera Contra las Mareas del Támesis, conocida por los graciosos locales como el «Monumento al rey Canuto», era una estructura mucho más impresionante vista desde cien metros de altura que desde la panorámica de kilómetros que ofrecía la lanzadera. El vehículo aéreo trazó una vuelta. La montaña de sintarmigón se extendía en ambas direcciones hasta mucho más allá de lo que alcanzaba el ojo de Miles, convertida en una ilusión de mármol por los reflectores que acuchillaban la negra neblina de la noche.

En las torres de vigilancia emplazadas a cada kilómetro no había soldados que protegieran la muralla, sino los ingenieros y técnicos del turno de noche que atendían las compuertas y estaciones de bombeo. Con toda seguridad, si el mar se abría paso alguna vez arrasaría la ciudad más implacablemente que ningún ejército.

Pero el mar estaba tranquilo aquella noche de verano, salpicado de luces de navegación de colores, rojas, verdes, blancas, y por el distante chispear móvil de las luces de los barcos. Al este, el horizonte brillaba débilmente: un falso amanecer producido por las radiantes luces de Europa, más allá de las aguas. Al otro lado de la barrera blanca, hacia el viejo Londres, la noche se tragaba toda la suciedad y la porquería y los lugares derruidos, dejando sólo la enjoyada ilusión de algo mágico, perfecto e inmortal.

Miles apretó el rostro contra la burbuja del auto aéreo para echar una última ojeada estratégica al ruedo en el que estaba a punto de lidiar antes de que el vehículo se lanzara hacia la zona de aparcamientos, casi vacía, situada detrás de la Barrera. La Sección Seis no era una de las principales secciones del canal, con sus enormes compuertas ocupadas a todas horas; estaba formada por un dique y varias estaciones de bombeo auxiliares, casi desiertas a esa hora. Eso le convenía. Si la situación degeneraba en tiroteo, cuantos menos curiosos civiles hubiera cerca, mejor. Pasarelas elevadas y escaleras conectaban con portillas de acceso a la estructura, negros acentos geométricos sobre la blancura; barandillas arañiles marcaban los pasillos, algunos anchos y públicos, otros estrechos, reservados sin duda al personal autorizado. En aquel momento todos estaban desiertos; ni rastro de Galen o Mark. Ni rastro de Ivan.

—¿Qué tiene de significativo las 02.07? —se preguntó Miles en voz alta—. Tengo la sensación de que debería ser obvio. Es una hora tan exacta…

Elli, nacida en el espacio, sacudió la cabeza, pero el soldado dendarii que pilotaba el vehículo aéreo apuntó:

—Es la marea alta, señor.

—¡Ah! —dijo Miles. Se acomodó en su asiento, pensando furiosamente—. Qué interesante. Sugiere dos cosas. Han escondido a Ivan por alguna parte… y será mejor que concentremos nuestra búsqueda bajo la línea de la marea alta. ¿Lo habrán encadenado a una barandilla junto a las rocas o algo por el estilo?

—La patrulla aérea podría hacer una pasada y comprobarlo —dijo Quinn.

—Sí, que lo haga.

El vehículo aéreo se posó en un círculo pintado sobre el pavimento.

Quinn y el segundo soldado salieron primero, con cautela, e hicieron una rápida comprobación de la zona.

—Alguien se acerca a pie —informó el soldado.

—Recemos para que sea el capitán Galeni —murmuró Miles, echando una ojeada a su crono. Faltaban siete minutos para su tiempo límite.

Era un hombre que corría con su perro. La pareja miró a los cuatro dendarii uniformados y los evitó nerviosamente dando un rodeo para llegar al otro extremo del aparcamiento antes de desaparecer en los matorrales que adornaban la zona norte. Todos apartaron las manos de los aturdidores. «Una ciudad civilizada —pensó Miles—. No harías eso a tales horas en algunas partes de Vorbarr Sultana, a menos que tuvieras un perro mucho más grande.»

El soldado comprobó sus infrarrojos.

—Ahí viene otro.

Esta vez no era el suave roce de unas zapatillas de deporte, sino el rápido resonar de unas botas. Miles reconoció el sonido antes de distinguir la cara en el baile de luces y sombras. El uniforme de Galeni pasó de gris oscuro a verde cuando entró en la zona más iluminada del aparcamiento, caminando rápidamente.

—Muy bien —le dijo Miles a Elli—, aquí nos separamos. Permanece fuera de la vista a toda costa, pero si puedes encontrar un punto de observación, adelante. ¿Está abierto el comunicador?

Elli pulsó su comunicador de muñeca. Miles se sacó el cuchillo de la bota y utilizó la punta para desmontar y apagar la diminuta luz de transmisión del suyo propio, luego sopló. El siseo se repitió en la muñeca de Elli.

—Transmite bien —confirmó ella.

—¿Tienes tu escáner médico?

Elli lo mostró.

—Haz una comprobación.

Le apuntó con él, lo agitó arriba y abajo.

—Grabado y listo para una autocomparación.

—¿Se te ocurre alguna otra cosa?

Ella negó con la cabeza, pero seguía sin parecer satisfecha.

—¿Qué hago si él vuelve y tú no?

—Agárralo, llénalo de pentarrápida… ¿llevas el equipo de interrogatorios?

Ella se abrió la chaqueta para destapar una bolsita marrón cosida a un bolsillo interior.

—Rescata a Ivan si eres capaz. Luego —Miles inspiró profundamente—, puedes volarle al clon la cabeza o lo que se te antoje.

—¿Qué pasó con aquello de «es mi hermano me equivoque o no»?—dijo Elli.

Galeni, que llegó en medio de la conversación, ladeó con interés la cabeza para escuchar la respuesta, pero Miles no contestó. No se le ocurría una respuesta sencilla.

—Quedan tres minutos —le dijo a Galeni—. Será mejor que nos movamos.

Se encaminaron por una vereda que conducía a unas escaleras y rebasaron la cadena que anunciaba a los ciudadanos respetuosos de la ley que estaban cerradas durante la noche. Las escaleras conducían por la parte trasera de la barrera hasta un paseo público que se extendía por toda la parte superior para permitir a los ciudadanos ver el océano a la luz del día. Galeni, que evidentemente había venido corriendo, respiraba entrecortadamente ya al comienzo de la subida.

—¿Tuvo algún problema para salir de la embajada? —preguntó Miles.

—En realidad no. Como bien sabe, lo difícil es volver a entrar. Creo que demostró usted que lo más sencillo es lo mejor. Salí por la puerta lateral y cogí el tubo más cercano. Afortunadamente, el guardia de servicio no tenía orden de dispararme.

—¿Lo sabía de antemano?

—No.

—Entonces Destang sabe que se ha marchado.

—Lo sabrá, desde luego.

—¿Cree que le habrán seguido? —Miles miró involuntariamente por encima de su hombro. Vio el aparcamiento y el vehículo aéreo abajo; Elli y los dos soldados habían desaparecido de la vista, buscando sin duda un puesto de observación.

—No inmediatamente. La Seguridad de la embajada —los dientes de Galeni brillaron en la oscuridad— anda corta de personal en estos momentos. Dejé mi comunicador de muñeca, y traje dinero para el tubo en vez de usar mi tarjeta, así que no tienen modo de rastrearme.

Llegaron jadeando a la cima; el aire húmedo se volvió frío contra la cara de Miles; olía a limo de río y sal marina, un leve hedor a estuario podrido. Miles cruzó el amplio paseo y se asomó a echar un vistazo a la cara exterior del dique de sintarmigón. Una estrecha cornisa corría unos veinte metros por debajo, perdiéndose de vista a la derecha en una curva de la Barrera. Al no ser parte de la zona pública, se alcanzaba por escaleras extensibles que asomaban a intervalos en la balaustrada; naturalmente, estaban todas plegadas de noche. Era una tontería tratar de romper y descodificar uno de los controles sellados: llevaría tiempo, y era probable que encendiera las luces de alarma de algún supervisor nocturno en una de las lejanas torres… o que bajaran de golpe.

Miles suspiró entre dientes. Deslizarse sobre duras superficies de roca era una de las actividades que menos le entusiasmaban. Sacó un carrete de cable del bolsillo de su chaquetilla dendarii, ató el arpeo gravítico cuidadosa y firmemente a la balaustrada; lo comprobó dos veces. Al contacto, unos asideros surgieron de los lados del carrete y liberaron el amplio arnés que siempre parecía tremendamente endeble a pesar de su fenomenal fuerza tensora. Miles se envolvió en él, lo tensó, saltó por encima de la balaustrada y bajó por la pared de espaldas, sin mirar hacia abajo. Cuando llegó al fondo era un torrente de adrenalina.

Envió el carrete de vuelta a Galeni, quien imitó la maniobra. Éste no hizo ningún comentario acerca de sus sentimientos sobre la altura cuando le devolvió el aparato. Miles tampoco lo hizo; pulsó el control que liberaba el arpeo, rebobinó el carrete y se lo guardó.

—Vamos bien —comentó Miles. Desenfundó el aturdidor—. ¿Qué ha traído?

—Sólo he conseguido un aturdidor —Galeni se lo sacó del bolsillo, comprobó su carga y alcance—. ¿Y usted?

—Dos. Y unos cuantos juguetitos más. Hay severos límites a lo que uno puede pasar a través de la seguridad de un espaciopuerto.

—Considerando lo abarrotado que está este sitio, creo que hacen bien —observó Galeni.

Aturdidores en mano, caminaron en fila india por el saliente, Miles el primero. El mar se agitaba bajo sus pies: una transparencia marrón verdosa veteada de espuma dentro de los círculos de luz y aterciopelado negro más allá. A juzgar por la decoloración, aquel pasillo se inundaba con la marea alta.

Miles indicó a Galeni que se detuviera y avanzó poco a poco. Pasada la curva, el pasillo se ensanchaba hasta formar un círculo de cuatro metros sin salida; la barandilla lo bordeaba hasta el muro del fondo, donde había una puerta: una sólida escotilla oval.

De pie delante de la escotilla estaban Galen y Mark, con los aturdidores en la mano. Mark llevaba una camiseta negra, pantalones grises y botas dendarii; iba sin chaquetilla… Miles se preguntó si era su propia ropa robada, o un duplicado. Las aletas de la nariz se le distendieron cuando vio la daga de su abuelo en la vaina de piel de lagarto colgando de la cintura del clon.

—Un empate —comentó tranquilamente Galen cuando Miles se detuvo, mirando el aturdidor de Miles y el suyo propio—. Si todos disparamos a la vez, mi Miles o yo quedaremos en pie, y el juego será mío. Pero si por algún milagro consiguiera abatirnos a ambos, no estaríamos en condiciones de decirle dónde está su fornido primo. Moriría antes de que pudiera usted encontrarlo. Su muerte ha sido programada. No necesito volver junto a él para ejecutarlo. Más bien lo contrario. Su bonita guardaespaldas bien podría reunirse con nosotros.

Galeni salió de la curva.

—Algunos empates son más curiosos que otros —dijo.

La cara de Galen olvidó su dura ironía, los labios abiertos en un profundo suspiro de desazón, y luego se volvió a tensar al mismo tiempo que su mano se cerraba sobre el arma.

—Tenía que traer a la mujer —susurró.

Miles sonrió apenas.

—Por ahí andará. Pero usted dijo dos, y somos dos. Todas las partes interesadas están presentes. ¿Ahora qué?

La mirada de Galen contó armas, calculó distancias, músculos, probabilidades. Miles hacía lo mismo.

—El empate continúa —dijo Galen—. Si los dos son aturdidos, pierden; si somos aturdidos nosotros, pierden también. Es absurdo.

—¿Qué sugiere usted?

—Propongo que todos dejemos las armas en el centro del círculo. Luego podremos hablar sin distracciones.

«Tiene otra arma oculta —pensó Miles—. Igual que yo.»

—Una proposición interesante. ¿Quién suelta su arma el último?

La cara de Galen era un retrato de tristes cálculos. Abrió la boca, la volvió a cerrar y sacudió levemente la cabeza.

—Yo también preferiría hablar sin distracciones —dijo Miles con cuidado—. Propongo lo siguiente. Yo soltaré el arma primero. Luego mi… el clon. Luego usted. El capitán Galeni el último.

—¿Qué garantía…? —Galen miró bruscamente a su hijo. La tensión entre ellos era casi enfermiza, un extraño y silencioso compendio de ira, desesperación y angustia.

—Él le dará su palabra —dijo Miles. Miró a Galeni en busca de confirmación, y el capitán asintió despacio.

Se hizo el silencio durante tres segundos.

—Muy bien —convino Galen por fin.

Miles avanzó, se arrodilló, dejó el aturdidor en el centro de la cubierta, retrocedió. Mark repitió su actuación, mirándolo mientras tanto. Galen vaciló un largo, agónico momento, los ojos aún llenos de recelo; luego depositó su arma junto a las otras. Galeni lo siguió sin vacilación, con una sonrisa como el tajo de una espada y la mirada insondable excepto por el transfondo de dolor que acechaba en ella desde que su padre había decidido resucitar.

—Su propuesta primero —le dijo Galen a Miles—. Si tiene una.

—Vida —dijo Miles—. He ocultado… en un lugar que sólo yo conozco, y que si me hubiera aturdido nunca habría descubierto a tiempo, una orden de crédito de cien mil dólares betanos… eso son medio millón de marcos imperiales, amigos… pagaderos al portador. Puedo dárselos, más una ventaja: información útil sobre cómo eludir la Seguridad barrayaresa… que por cierto anda muy cerca de usted…

El clon parecía enormemente interesado; sus ojos se habían ensanchado al mencionar Miles la suma y todavía más ante la mención de la Seguridad barrayaresa.

—A cambio de mi primo —Miles tomó aliento—, mi hermano y su promesa de… retirarse y abstenerse de forjar nuevos planes contra el Imperio de Barrayar. Tales planes sólo provocarían inútiles derramamientos de sangre y un dolor innecesario a sus pocos parientes vivos. La guerra ha terminado, Ser Galen. Es hora de que otros intenten otra cosa. Un camino distinto, tal vez un camino mejor… Después de todo, difícilmente sería peor.

—La revolución no puede acabar —susurró Galen, casi para sí.

—¿Aunque todo el mundo muera? ¿«No funcionó, sigamos un poco más»? En mi trabajo a eso lo llaman estupidez militar. No sé cómo lo llaman en la vida civil.

—Mi hermana mayor se rindió porque aceptó la palabra de un barrayarés —observó Galen. Su rostro era muy frío—. También el almirante Vorkosigan estaba lleno de suave y lógica persuasión, y de promesas de paz.

—La palabra de mi padre fue traicionada por un subordinado que no supo reconocer cuándo se acabó la guerra —dijo Miles—. Pagó el error con su vida; fue ejecutado por su crimen. Mi padre le dio su venganza entonces. Fue todo lo que pudo darle: no pudo devolver aquellos muertos a la vida. Ni yo tampoco. Sólo puedo intentar impedir más muertes.

Galen sonrió con amargura.

—Y tú, David. ¿Qué soborno me ofrecerías por traicionar a Komarr, por aceptar el dinero de tu amo barrayarés?

Galeni se estaba mirando las uñas. Una sonrisa peculiar asomó a sus labios mientras escuchaba. Se frotó levemente los dedos en la costura de los pantalones, se cruzó de brazos, parpadeó.

—¿Nietos?

Galen tuvo un instante de sorpresa.

—¡Ni siquiera estás prometido!

—Quizá lo esté algún día. Si vivo, claro.

—Y todos serían buenos súbditos imperiales —Galen escupió su desprecio, recuperando con esfuerzo el equilibrio inicial.

Galeni se encogió de hombros.

—Parece encajar con la oferta de vida de Vorkosigan. No puedo darte nada más que quieras de mí.

—Creo que son ustedes dos más parecidos de lo que piensan —murmuró Miles—. ¿Entonces cuál es su propuesta, Ser Galen? ¿Por qué nos ha hecho venir aquí?

Galen dirigió la mano derecha a su chaqueta. Luego se detuvo, sonrió, ladeó la cabeza como si pidiera permiso. «Aquí viene el segundo aturdidor —pensó Miles—. Tímidamente, pretendiendo hasta el último minuto que no es un arma.» Miles no parpadeó, pero por su mente pasó un cálculo involuntario de cómo saltar la balaustrada y hasta dónde nadar bajo el agua conteniendo la respiración con la fuerte marea. Y con las botas puestas. Galeni, frío como siempre, no se movió tampoco.

Ni siquiera cuando el arma que Ser Galen reveló bruscamente resultó ser un letal disruptor neural.

—Algunos empates son más igualados que otros —dijo Galen. Su sonrisa se convirtió en una parodia—. Recoge esos aturdidores —le ordenó al clon, que se inclinó, los recogió y se los guardó en el cinto.

—¿Qué va a hacer con eso? —preguntó Miles, tratando de no dejar que sus ojos y su mente se paralizaran hipnotizados por la boca plateada del arma.

—Matarlos —explicó Galeni. Sus ojos volaron hacia su hijo, se desviaron. Se concentró en Miles como si tratara de afianzar su resolución.

«Entonces ¿por qué hablas en vez de disparar?» Miles no expresó ese pensamiento en voz alta, no fuera a ser que Galen se dejara llevar por el buen sentido.

«Haz que siga hablando, quiere decir más, está deseando decir más.»

—¿Por qué? No veo cómo servirá eso a Komarr a estas alturas, excepto tal vez para aliviar sus sentimientos. ¿Simple venganza?

—Nada de simple. Completa. Mi Miles saldrá de aquí siendo el único.

—¡Oh, venga ya! —Miles no tuvo que recurrir a su habilidad como actor para prestar ira a su tono; le salió de forma bastante natural—. ¡No seguirá todavía con el dichoso plan de sustitución! Toda la Seguridad barrayaresa está advertida, lo identificarán de inmediato ahora. No es factible —miró al clon—. ¿Vas a dejar que te meta de cabeza en un eliminador? Serás carne muerta en el momento en que asomes la cabeza. Es inútil. Y no es necesario.

El clon parecía claramente incómodo, pero alzó la barbilla y consiguió mantener una postura orgullosa.

—No voy a ser lord Vorkosigan. Voy a ser el almirante Naismith. Ya lo hice una vez, así que sabes que puedo. Tus dendarii nos ofrecerán la salida de aquí… y una nueva base de operaciones.

—¡Bah! —Miles hizo ademán de tirarse de los pelos—. ¿Crees que habría venido hasta aquí si eso fuera remotamente posible? Los dendarii están también advertidos. Todos los líderes de las patrullas de ahí fuera (y será mejor que creas que tengo patrullas por ahí) llevan un escáner médico. A la primera orden que des, te escanearán. Si encuentran hueso en las piernas donde debería haber prótesis sintéticas, te volarán la cabeza. Fin del plan.

—Pero si los huesos de mis piernas son sintéticos —dijo el clon, sorprendido.

Miles se quedó inmóvil.

—¿Qué? Me dijiste que los huesos no se te rompían…

Galen volvió la cabeza hacia el clon.

—¿Cuándo le dijiste que…?

—No se rompen —le respondió el clon a Miles—. Pero después de que reemplazaran los tuyos, también reemplazaron los míos. De lo contrario, el primer escáner médico lo habría descubierto todo.

—¿Pero sigues sin tener las viejas fracturas en los otros huesos…?

—No, eso requeriría un análisis mucho más detallado. Y cuando los tres sean eliminados, podré evitarlo. Estudiaré tus archivos…

—¿Los tres?

—Los tres dendarii que saben que tú eres Vorkosigan.

—Su bonita guardaespaldas, y la otra pareja —explicó vengativo Galen ante la mirada horrorizada de Miles—. Lamento que no la haya traído. Ahora tendremos que darle caza.

¿Era aquello que asomó al rostro de Mark una expresión de fugaz desazón? Galen también se dio cuenta y frunció el ceño.

—No saldrá bien —argumentó Miles—. Hay cinco mil dendarii. Conozco a centenares de ellos por su nombre, o de vista. Hemos combatido juntos. Sé cosas sobre ellos que sus madres no saben, cosas que no están en ningún archivo. Y me han visto bajo todo tipo de tensiones. Ni siquiera sabrías qué chiste es adecuado contar. Y aunque tuvieras éxito durante un tiempo y te convirtieras en el almirante Naismith como antes quisiste convertirte en el Emperador… ¿dónde está entonces Mark? Tal vez Mark no quiera ser un mercenario del espacio. Tal vez quiera ser un… un diseñador textil. O médico.

—Oh —suspiró el clon, dirigiendo una mirada a su cuerpo retorcido—, médico no…

—O programador de holovid o piloto estelar o ingeniero. O estar muy lejos de él. —Miles indicó a Galen con la cabeza; por un instante los ojos del clon se llenaron de apasionada ansia que rápidamente disimuló—. ¿Cómo lo descubrirás?

—Es verdad —dijo Galen, mirando al clon con los ojos entornados—, debes hacerte pasar por un soldado experimentado. Y no has matado nunca.

El clon se agitó incómodo, mirando de reojo a su mentor.

La voz de Galen se había suavizado.

—Debes aprender a matar si esperas sobrevivir.

—No, no es así —intervino Miles—. La mayoría de la gente no mata a nadie en toda la vida. Es un argumento falso.

El disruptor neural apuntó firmemente a Miles.

—Habla demasiado —los ojos de Galen se posaron una última vez en su silencioso hijo, que alzó la barbilla desafiante y luego desvió la mirada como si la visión le quemase—. Es hora de irnos.

Galen, el rostro endurecido, se volvió hacia el clon.

—Toma —le tendió el disruptor neural—. Es hora de completar tu educación. Dispárales y vámonos.

—¿Qué hay de Ivan? —preguntó en voz baja el capitán Galeni.

—El sobrino de Vorkosigan tiene para mí tan poca utilidad como su hijo —dijo Galen—. Pueden irse al infierno de la mano. —Volvió la cabeza hacia el clon y añadió—: ¡Empieza!

Mark tragó saliva y alzó el arma con ambas manos.

—Pero… ¿qué hay de la orden de crédito?

—No hay ninguna orden de crédito. ¿No distingues una mentira en cuanto la oyes, idiota?

Miles alzó el comunicador de muñeca y le habló claramente.

—Elli, ¿tienes todo esto?

—Grabado y transmitido al capitán Thorne —respondió con regocijo la voz de Quinn, fina en el aire húmedo—. ¿Quieres compañía ya?

—Todavía no. —Miles bajó la mano, se enderezó, miró los ojos enfurecidos de Galen y sus dientes apretados—. Lo que decía. Fin del plan. Discutamos las alternativas.

Mark había bajado el disruptor neural, el rostro preocupado.

—¿Alternativas? ¡Venganza! —susurró Galen—. ¡Fuego!

—Pero… —dijo el clon, agitado.

—En este momento, eres un hombre libre —Miles habló en voz baja y deprisa—. Él pagó por ti, sin embargo no te posee. Pero si matas por él, te poseerá para siempre. Para siempre jamás.

«No necesariamente», silabeó Galeni, pero no interrumpió el discurso de Miles.

—Tienes que matar a tus enemigos —rugió Galen.

La mano de Mark tembló, la boca abierta en protesta.

—¡Ahora, maldición! —aulló Galen, e hizo un intento de recuperar el disruptor neural.

Galeni se colocó delante de Miles, que rebuscó en su chaqueta el segundo aturdidor. El disruptor neural chisporroteó. Miles desenfundó, demasiado tarde, demasiado tarde, el capitán Galeni jadeó —«ha muerto por mi lentitud, mi estupidez de último momento»—, el rostro encogido, la boca abierta en un alarido silencioso. Miles saltó de detrás de él, apuntó el aturdidor…

Y vio a Galen desmoronarse entre convulsiones, la espalda arqueada en un movimiento que le rompió los huesos, la cara retorcida… y entonces se desplomó muerto.

—Mata a tus enemigos —jadeó Mark, la cara blanca como el papel—. Bien. ¡Ah! —añadió, alzando de nuevo el arma mientras Miles avanzaba—. ¡Quédate quieto ahí mismo!

Un siseo a los pies de Miles. Miró hacia abajo para ver una fina capa de espuma barrer sus botas, perder impulso, retroceder. Al cabo de un instante, otra. La marea rebasaba el saliente. La marea subía…

—¿Dónde está Ivan? —exigió Miles, la mano cerrada sobre el aturdidor.

—Si disparas, nunca lo sabrás —dijo Mark.

Su mirada oscilaba nerviosa de Miles a Galeni, del cadáver de Galen a sus pies al arma que tenía en la mano, como si todo formara una suma imposiblemente incorrecta. Respiraba de manera entrecortada, dominado por el pánico; los nudillos con los que sujetaba el disruptor neutral estaban pálidos como el hueso. Galeni permanecía muy, muy quieto, con la cabeza ladeada, contemplando a quien allí yacía o mirando hacia dentro; no parecía ser consciente del arma ni de su portador.

—Bien —dijo Miles—. Tú nos ayudas y nosotros te ayudaremos. Llévanos con Ivan.

Mark retrocedió hacia la pared, sin bajar el arma.

—No te creo.

—¿Adónde vas a ir? No puedes volver con los komarreses. Hay un escuadrón de choque barrayarés pensando en asesinarte y te pisa ya los talones. No puedes acudir a las autoridades locales buscando protección; tienes un cadáver que explicar. Soy tu única oportunidad.

Mark miró el cadáver, el disruptor neural, a Miles.

El suave chirrido de un carrete de rappel al desenrollarse apenas fue audible por encima del siseo del mar. Miles miró hacia arriba. Quinn volaba en un largo arco, como un halcón, el arma en una mano y el carrete de control en la otra.

Mark abrió de una patada la compuerta y entró por ella.

—Busca tú a Ivan. No está lejos. No tengo ningún cadáver que explicar… tú sí. ¡El arma del crimen lleva tus huellas!

Arrojó el disruptor neural y cerró la escotilla.

Miles saltó hacia la puerta con la mano extendida pero ya estaba sellada: a punto estuvo de romperse algunos huesos más. El chasquido de un mecanismo de cierre diseñado para desafiar la fuerza del mar sonó apagado a través de la compuerta. Miles siseó entre dientes.

—¿La vuelo de un tiro? —preguntó Quinn mientras aterrizaba.

—¡Santo Dios, no! —la decoloración de la pared producida por la marca del agua estaba a más de dos metros por encima de la compuerta—. Inundaríamos Londres. Intenta abrirla sin dañarla. ¡Capitán Galeni!

Miles se volvió. Galeni no se había movido.

—¿Se encuentra en estado de shock?

—¿Mm? No… no, no creo. —Galeni se recuperó con esfuerzo. Añadió, en un tono extraño y reflexivo—: Más tarde, tal vez.

Quinn estaba agachada junto a la compuerta; se sacaba artilugios de los bolsillos y los colocaba sobre la superficie vertical, comprobando lecturas.

—Electromecánica con anulación manual… si uso un imán…

Miles se acercó y le quitó a Quinn el arnés deslizante.

—Suba —le dijo a Galeni—, a ver si encuentra una entrada por el otro lado. ¡Tenemos que capturar al pequeño cabrito!

Galeni asintió y se enganchó el arnés.

Miles empuñó el aturdidor y el cuchillo de su bota.

—¿Quiere un arma? —Mark se había marchado con todos los aturdidores en el cinturón.

—El aturdidor es inútil —advirtió Galeni—. Será mejor que se quede con el cuchillo. Si lo alcanzo, usaré las manos desnudas.

«Con placer», añadió Miles en silencio. Asintió. Los dos habían recibido entrenamiento básico barrayarés para la lucha sin armas. Tres cuartas partes de los movimientos le habían sido prohibidos a Miles en una lucha real debido a la secreta debilidad de sus huesos; eso no iba con Galeni. El capitán ascendió, rebotando en la pared colgado del hilo invisible con la precisión de una araña.

—¡Lo tengo! —exclamó Quinn. La gruesa compuerta se abrió, revelando un profundo y oscuro agujero.

Miles se sacó la linterna del cinturón y entró. Miró el cadáver ceniciento de Galen, envuelto por la espuma, liberado de la obsesión y el dolor. No se podía confundir la tranquilidad de la muerte con la tranquilidad del sueño ni de ninguna otra cosa; era el absoluto. El rayo del disruptor neural debía de haberle alcanzado directamente en la cabeza. Quinn cerró la compuerta tras ellos y se detuvo para guardarse el equipo en los bolsillos mientras el mecanismo de la puerta trinaba y parpadeaba, se deslizaba y chasqueaba, manteniendo a raya de nuevo al Támesis.

Los dos recorrieron el pasillo. Apenas cinco metros más adelante llegaron a una intersección en forma de T. El pasillo principal estaba iluminado y se perdía de vista en ambas direcciones.

—Tú ve por la izquierda, yo iré por la derecha —dijo Miles.

—No deberías ir solo —objetó Quinn.

—Tal vez debería duplicarme, ¿eh? ¡Ve, maldición!

Quinn alzó las manos, exasperada, y echó a correr.

Miles corrió en la dirección contraria. Sus pasos resonaban extrañamente en el pasillo, en las profundidades de la montaña de sintarmigón. Se detuvo un momento, escuchó; sólo oyó los leves pasos de Quinn perdiéndose en la distancia. Siguió corriendo, dejando atrás cientos de metros de sintarmigón liso, oscuras y silenciosas estaciones de bombeo y otras iluminadas que zumbaban levemente. Se estaba preguntando si habría pasado por alto una salida (¿una portilla en el techo?) cuando divisó un objeto en el suelo. Uno de los aturdidores se había caído del cinturón de Mark. Miles lo recogió con un rápido ¡ajá! y se lo guardó sin dejar de correr.

Activó el comunicador de muñeca.

—¿Quinn?

El pasillo se transformó de pronto en una especie de vestíbulo con tubo elevador. Debía de estar debajo de una de las torres de vigilancia. Personal autorizado solamente.

—¿Quinn?

Se introdujo en el tubo y se elevó. Oh, Dios, ¿en qué nivel se había bajado Mark? La tercera planta ante la que pasó daba a una zona de paredes de cristal, con aspecto de recibidor, con puertas y la noche más allá. Claramente, una salida. Miles salió del tubo.

Un auténtico desconocido, vestido de civil con una chaqueta y pantalones, se volvió al oír el sonido de sus pasos y se apoyó en una rodilla. El destello plateado de un espejo parabólico parpadeó en sus manos: la boca de un disruptor neural.

—¡Allí está! —exclamó el hombre, y disparó.

Miles retrocedió hacia el tubo elevador tan rápido que rebotó en la otra pared. Extendió las manos hacia la escalerilla de seguridad en el costado del tubo y empezó a asir peldaños más rápido de lo que el campo antigrav podía elevarlo. Contrajo los músculos faciales, lleno de picotazos por el nimbo del rayo disruptor. Los zapatos del hombre, advirtió Miles, eran botas del servicio barrayarés.

—¡Quinn! —aulló de nuevo por el comunicador de muñeca.

El siguiente nivel daba a un pasillo sin pistoleros. Las tres primeras puertas que probó estaban cerradas. La cuarta cedió; daba a una oficina profusamente iluminada, al parecer desierta. Al echarle un rápido vistazo Miles captó un ligero movimiento en las sombras, bajo una consola. Se agachó para encontrarse con dos mujeres vestidas con el mono azul de técnicos de la Autoridad de Mareas. Una chilló y se cubrió los ojos; la segunda la abrazó y miró desafiante a Miles, que trató de sonreír amistosamente.

—Ah… hola.

—¿Quiénes son ustedes? —dijo la segunda mujer con mala cara.

—Oh, no estoy con ellos. Son, um… asesinos contratados —una descripción justa, después de todo—. No se preocupen, no van por ustedes. ¿Han llamado ya a la policía?

Ella negó con la cabeza, muda.

—Les sugiero que lo hagan inmediatamente. Ah… ¿me han visto antes?

Ella asintió.

—¿Por qué camino tomé?

Ella retrocedió, aterrorizada, creyéndose acorralada por un psicópata. Miles se encogió de hombros y se acercó a la puerta.

—¡Llame a la policía! —ordenó. El leve pitido de las teclas de una comuconsola al ser pulsadas le siguió pasillo abajo.

Mark no estaba en aquel nivel. El campo gravitatorio del tubo elevador había sido desconectado; la barra de seguridad automática estaba extendida sobre la abertura y el brillo rojo de la luz de advertencia inundaba el pasillo. Miles asomó con cuidado la cabeza, para encontrarse con otra cabeza que le miraba desde en el nivel inferior; se retiró cuando un disruptor neural chispeó.

Un balcón corría por la parte exterior de la torre. Miles atravesó la puerta y miró en derredor, y hacia arriba. Sólo había un piso más. Su balcón era fácilmente alcanzable con un garfio. Sonrió, sacó el carrete y lo lanzó; consiguió enganchar firmemente el garfio en la balaustrada al primer intento. Tragó saliva. Un breve oscilar sobre la torre, el dique y el rugiente mar cuarenta metros más abajo, y se encontró en el siguiente balcón.

Se acercó de puntillas a la puerta de cristal y comprobó el pasillo. Mark estaba agachado, recortado por la luz roja, cerca de la entrada del tubo ascensor, con el aturdidor en la mano. La forma (inconsciente, esperaba Miles) de un hombre con mono de técnico yacía tendida en el suelo.

—¿Mark? —llamó Miles en voz baja, y retrocedió. Mark se dio la vuelta y lanzó una descarga en su dirección. Miles se apretujó contra la pared—. Coopera conmigo y te sacaré vivo de ésta. ¿Dónde está Ivan?

El recordatorio de que Mark aún tenía un as en la manga tuvo el esperado efecto tranquilizador. No volvió a disparar.

—Sácame de ésta y te diré dónde está —replicó.

Miles sonrió en la oscuridad.

—Muy bien. Voy a acercarme.

Atravesó la puerta y se reunió con su imagen, deteniéndose sólo para comprobar el pulso en el cuello del hombre tendido. Estaba vivo, menos mal.

—¿Cómo vas a sacarme de ésta? —exigió Mark.

—Bueno, ésa es la parte difícil —admitió Miles. Se detuvo a escuchar. Alguien trataba de subir por la escalerilla del tubo elevador; todavía no estaba cerca de su nivel—. La policía viene de camino y, cuando llegue, espero que los barrayareses se marchen a toda prisa. No querrán ser capturados en un embarazoso incidente interplanetario que el embajador tendría que explicar a las autoridades locales. La operación de esta noche ya está fuera de control porque la gente los ha visto. Destang hará que rueden sus cabezas por la mañana.

—¿La policía? —Mark apretó con más fuerza su aturdidor; el miedo luchó por abrirse paso en su rostro.

—Sí. Podríamos intentar jugar al escondite en esta torre hasta que la policía llegue. O podríamos subir al tejado y hacer que el vehículo aéreo dendarii nos recoja ahora mismo. Sé lo que prefiero yo. ¿Y tú?

—Entonces sería tu prisionero —susurró Mark, lleno de furia y miedo—. Muerto ahora, muerto después, ¿cuál es la diferencia? Sé qué utilidad le darías a un clon tuyo.

Miles advirtió que Mark volvía a verse a sí mismo como un banco de partes corporales ambulante. Suspiró. Miró su crono.

—Según el horario de Galen, me quedan once minutos para encontrar a Ivan.

Una mirada astuta se apoderó del rostro de Mark.

—Ivan no está arriba. Está abajo. Por donde hemos venido.

—¿Sí? —Miles se arriesgó a echar una ojeada al tubo elevador. El escalador había salido por otra planta. Los cazadores eran concienzudos en su búsqueda. Para cuando llegaran allí, estarían bastante seguros de su presa.

Miles aún llevaba el arnés deslizador. Muy tranquilamente, cuidando de que no sonara, extendió la mano, enganchó el garfio a la barra de seguridad y lo probó.

—Así que quieres bajar, ¿no? Puedo arreglarlo. Pero será mejor que tengas razón en lo de Ivan. Porque si muere te diseccionaré personalmente. Corazón e hígado, filetes y chuletas.

Miles se agachó, comprobó el arnés, fijó las coordenadas de giro y parada del carrete y se situó bajo la barra, dispuesto a lanzarse.

—Sube.

—¿Para mí no hay correa de seguridad?

Miles miró por encima del hombre y sonrió.

—Rebotas mejor que yo.

Con aspecto dubitativo, Mark se guardó el aturdidor en el cinturón, se acercó a Miles y, torpemente, rodeó con brazos y piernas su cuerpo.

—Será mejor que te agarres con más fuerza. La deceleración al fondo va a ser grande. Y no grites al bajar. Llamaría la atención.

La presa de Mark se tensó convulsivamente. Miles comprobó una vez más que no había compañía no deseada (el tubo seguía vacío), y se lanzó.

El doble peso ganó impulso de forma aterradora. Cayeron a plomo en silencio cuatro pisos; Miles se notaba el estómago flotando cerca de las muelas y los costados del tubo elevador eran una mancha de color… Entonces el carrete comenzó a gemir, resistiendo su giro. Las correas mordieron y Mark empezó a soltarse. Miles extendió la mano para sujetarlo por la muñeca. Se detuvieron un centímetro o dos por encima del suelo del tubo, de vuelta al vientre de la montaña de sintarmigón. A Miles le zumbaban los oídos.

El ruido del descenso le había parecido estentóreo, pero ninguna cabeza sorprendida asomó por las aberturas de arriba, ningún arma chisporroteó. Miles y Mark salieron de la línea de visión del tubo al pequeño vestíbulo situado detrás del pasillo interno. Miles pulsó el control para liberar el garfio y dejar que el carrete se rebobinara; el hilo no hizo ningún ruido al caer, pero el garfio chasqueó al golpear el suelo y Miles dio un respingo.

—Por allí —Mark señaló a la derecha. Corrieron pasillo abajo, uno al lado del otro. Una profunda vibración empezó a ahogar otros sonidos más ligeros. La estación de bombeo que parpadeaba y zumbaba cuando Miles pasó por primera vez por allí estaba ahora en pleno funcionamiento para elevar el agua del Támesis hasta el nivel de la marea alta a través de tuberías ocultas. La siguiente estación, anteriormente oscura y silenciosa, estaba ahora iluminada, preparada para entrar en acción.

Mark se detuvo.

—Aquí.

—¿Dónde?

Mark señaló.

—Cada cámara de bombeo tiene una compuerta de acceso, para limpieza y reparaciones. Lo pusimos ahí dentro.

Miles maldijo.

La cámara de bombeo tenía el tamaño de un armario grande. Sellada, sería oscura, fría, viscosa, apestosa y completamente silenciosa. Hasta que el impulso del agua, tamborileando con inmensa fuerza, la inundara para convertirla en una cámara de muerte. La inundara para llenar los oídos, la nariz, los ojos oscuros; la inundara para llenar la cámara hasta arriba, arriba, ni un pequeño bolsillo de aire para una boca frenética; la inundara para retorcer y golpear el cuerpo incesantemente, haciéndolo chocar contra las gruesas paredes hasta que la cara quedara aplastada sin posibilidad de reconocimiento, hasta que, con la marea, las hediondas aguas se retiraran, dejando… nada de valor. Un obstáculo en la línea.

—Tú… —jadeó Miles, mirando a Mark—. ¿Te prestaste a este…?

Mark se frotó las palmas, nervioso, y retrocedió.

—Estás aquí… te he traído —empezó a decir, quejumbroso—. Dije que lo haría…

—¿No es un castigo demasiado severo para un hombre que nunca te ha hecho otro daño que roncar y no dejarte dormir? ¡Ah!

Miles se volvió, la espalda rígida de disgusto, y empezó a golpear los controles de cierre de la compuerta.

El último paso era manual, girar la barra que la liberaba. Cuando Miles empujó la pesada puerta hacia dentro, una alarma empezó a sonar.

—¿Ivan?

—¡Ah! —el grito que surgió del interior era casi mudo.

Miles se introdujo hasta los hombros, la linterna en la mano. La compuerta estaba cerca de la parte superior de la cámara; se encontró mirando la mancha blanca del rostro de Ivan, medio metro por debajo de él.

—¡Tú! —exclamó Ivan con voz asqueada mientras resbalaba en el fango.

—No, él no —corrigió Miles—. Yo.

—¿Eh? —la cara de Ivan estaba arrugada, agotada, casi más allá de cualquier pensamiento coherente. Miles había visto esa misma expresión en hombres que habían pasado demasiado tiempo en combate.

Miles lanzó su oportuno arnés (se estremeció, recordando que casi había decidido no incluirlo cuando preparaba las cosas a bordo de la Triumph) y agarró el carrete.

—¿Listo para subir?

Los labios de Ivan se movieron en un murmullo, pero se pasó el arnés por los brazos. Miles golpeó el control del carrete e Ivan voló. Lo ayudó a salir por la compuerta. Ivan se incorporó, las piernas separadas, las manos en las rodillas, jadeando pesadamente. Llevaba el uniforme verde empapado, arrugado y sucio. Sus manos parecían carne de perro. Debía de haber golpeado y arañado, escarbado y gritado en la oscuridad, ahogado y sin que lo oyera nadie…

Miles volvió a cerrar la compuerta. Chasqueó con sonoridad. Giró la barra manual de cierre. La alarma dejó de sonar. Los circuitos de seguridad volvieron a conectarse, la bomba inmediatamente empezó a trabajar. Ningún ruido penetraba desde la cámara de bombeo, aparte de un monstruoso siseo subliminal. Ivan se sentó pesadamente y hundió la cara entre las rodillas.

Miles se arrodilló junto a él, preocupado. Su primo alzó la cabeza y consiguió esbozar una sonrisa enferma.

—Creo que voy a hacer de la claustrofobia una afición a partir de ahora…

Miles le devolvió la sonrisa y le dio una palmada en el hombro. Se levantó y se volvió. Mark no estaba por ninguna parte.

Escupió y se llevó el comunicador de muñeca a los labios.

—¿Quinn? ¡Quinn!

Salió al corredor, miró arriba y abajo, escuchó con atención. El levísimo eco de unos pasos se perdía en la distancia, en la dirección opuesta a la torre de vigilancia repleta de barrayareses.

—Pequeño mierda —murmuró Miles—. Al diablo con él —llamó a la patrulla aérea—. ¿Sargento Nim? Aquí Naismith.

—Sí, señor.

—He perdido contacto con la comandante Quinn. Mire a ver si logra recogerla. Si no, empiece a buscarla. La vi por última vez yendo a pie dentro de la barrera, a medio camino entre la Torre Seis y la Siete, en dirección sur.

—Sí, señor.

Miles se volvió y ayudó a Ivan a ponerse en pie.

—¿Puedes andar? —preguntó ansioso.

—Sí… claro —Ivan parpadeó—. Sólo estoy un poco…

Echaron a andar pasillo abajo. Ivan se tambaleó un tanto, apoyado en Miles; luego caminó con paso más firme.

—No sabía que mi cuerpo pudiera bombear tanta adrenalina. O durante tanto tiempo. Horas y horas… ¿Cuánto tiempo he estado ahí dentro?

Miles miró su crono.

—Menos de dos horas.

—Mm. Me ha parecido mucho más —Ivan recuperaba el equilibrio—. ¿Adónde vamos? ¿Por qué llevas tu traje de Naismith? ¿Está bien milady? No la cogieron a ella, ¿no?

—No, Galen sólo te cogió a ti. Esto es una operación dendarii independiente. Destang me ordenó quedarme a bordo de la Triumph mientras sus matones trataban de eliminar a mi doble. Para que no hubiera confusiones.

—Sí, bueno, tiene sentido. De esa forma, sabrán que pueden disparar a cualquier tipo bajito que vean. —Ivan volvió a parpadear—. Miles…

—Eso es —dijo Miles—. Por eso vamos hacia allí y no hacia allá.

—¿Debería caminar más rápido?

—Estaría bien, si eres capaz.

Avivaron el paso.

—¿Por qué has bajado a tierra? —preguntó Ivan después de un minuto o dos—. No me digas que aún intentas salvarle el pellejo a esa desgraciada copia tuya.

—Galen me mandó una invitación grabada en tu pellejo. No tengo demasiados parientes, Ivan. Para mí son de un valor incalculable. Aunque sólo sea por su rareza, ¿eh?

Intercambiaron una mirada. Ivan se aclaró la garganta.

—Bien. Vale. Pero te puedes buscar un lío, tratando de desafiar a Destang. Dime… si ese escuadrón de asalto está tan cerca, ¿dónde está Galen? —la alarma nubló su rostro.

—Galen ha muerto —informó Miles brevemente. De hecho pasaban ante la oscura intersección que conducía al saliente donde se encontraba el cadáver.

—¿Sí? Me alegra oírlo. ¿Quién hizo los honores? Quiero besarle la mano.

—Creo que tendrás la oportunidad dentro de un instante.

El rápido tableteo de unas pisadas, como de una persona con las piernas cortas, era apenas audible al otro lado de la curva del pasillo. Miles desenfundó el aturdidor.

—Y esta vez no tengo que discutir con él. Tal vez Quinn lo haya hecho correr en esta dirección —añadió esperanzado. Estaba muy preocupado por Quinn.

Mark dobló la curva y se detuvo ante ellos con un grito agónico. Se volvió, dio un paso, se detuvo, se volvió de nuevo como un animal enjaulado. La parte derecha de su cara era una veta roja, tenía la oreja llena de ampollas blancuzcas y el hedor de pelo quemado flotaba levemente en el aire.

—¿Y ahora qué? —preguntó Miles.

La voz de Mark era aguda y forzada.

—¡Hay unos lunáticos pintados que me persiguen con pistolas de plasma! Se han apoderado de la siguiente torre de vigilancia…

—¿Has visto a Quinn por alguna parte?

—No.

—Miles —dijo Ivan, aturdido—, los nuestros no llevarían arcos de plasma en una misión antipersonal de estas características, ¿no? No en una instalación vital como ésta… no querrían arriesgarse a dañar la maquinaria…

—¿Pintados? ¿De qué manera? —instó Miles—. No será por casualidad como una máscara de ópera china, ¿verdad?

—No sé cómo es una máscara de ópera china —jadeó Mark—. Pero ellos… bueno, uno va pintado de oreja a oreja.

—El ghem-comandante, sin duda —suspiró Miles—. De caza formal. Parece que han subido la apuesta.

—¿Cetagandanos? —dijo Ivan bruscamente.

—Sus refuerzos habrán llegado por fin. Habrán seguido mi pista en el espaciopuerto. ¡Oh, Dios… y Quinn fue por allí!

También Miles dio una vuelta sobre sí mismo y se tragó el pánico para devolverlo a donde pertenecía, a la boca del estómago. No debía permitir que le alcanzara el cerebro.

—Relájate, Mark. No quieren matarte a ti.

—¡Y un cuerno que no! ¡Gritó «Ahí está», y trató de volarme la cabeza!

Miles sonrió malicioso.

—No, no —canturreó tranquilizador—. Es un simple caso de confusión de identidades. Esa gente quiere matarme a mí… al almirante Naismith. Son los que están al otro lado del túnel los que quieren matarte a ti. Naturalmente —añadió jovial—, ninguno de ellos nos distingue.

Ivan farfulló entre dientes.

—Por aquí —indicó Miles, y echó a correr. Giró en la intersección y se detuvo ante la compuerta de acceso. Ivan y Mark galopaban detrás.

Miles se puso de puntillas y apretó los dientes. Según el indicador, la marea se había alzado ya por encima de la escotilla. Esa salida estaba sellada por el mar.

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