Miles se metió el comunicador en el bolsillo y echó un vistazo al salón principal. La recepción iba en declive. Tal vez un centenar de asistentes constituían todavía un deslumbrante despliegue de modas terrestres y galácticas, y había un buen montón de uniformes además de los de Barrayar. Unos cuantos de los primeros en llegar se marchaban ya, franqueando las medidas de seguridad acompañados por sus escoltas barrayareses. Al parecer los cetagandanos se habían ido con sus amigos. Su escapada debía de ser oportuna más que astuta.
Ivan estaba aún charlando con su bella acompañante al otro lado de la fuente. Miles lo asaltó, implacable.
—Ivan. Reúnete conmigo en la puerta principal dentro de cinco minutos.
—¿Qué?
—Es una emergencia. Ya te lo explicaré más tarde.
—¿Qué tipo de…? —empezó a decir Ivan, pero Miles salió de la sala y se encaminó hacia los tubos ascensores del fondo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr.
Cuando la puerta de la habitación que compartía con Ivan se cerró tras él, se quitó el uniforme verde y las botas y se lanzó hacia el armario. Cogió la camiseta negra y los pantalones grises de su uniforme dendarii. Las botas barrayaresas eran una tradición de caballería; las de los dendarii de infantería. Para ir a caballo las barrayaresas eran más prácticas, aunque Miles nunca había podido explicárselo a Elli. Habría hecho falta una cabalgada de dos horas a campo traviesa y que sus pantorrillas sangraran llenas de ampollas para convencerla de que el diseño tenía otro propósito que el aspecto. Allí no había caballos.
Selló las botas de combate dendarii y se ajustó la chaquetilla blanca y gris en el aire, mientras bajaba por el tubo a máxima velocidad. Se detuvo abajo para alisarse la chaqueta, alzar la barbilla y tomar aire. Uno llamaba forzosamente la atención si jadeaba. Cogió por un pasillo alternativo y rodeó el patio principal hasta la entrada. Seguía sin haber ningún cetagandano, gracias a Dios.
Los ojos de Ivan se abrieron de par en par cuando vio acercarse a Miles. Le dirigió una sonrisa a la rubia, excusándose, y siguió a Miles hasta una de las plantas como para ocultarlo de la vista.
—¿Qué demonios…? —susurró.
—Tienes que sacarme de aquí. Hay guardias.
—¡Oh, no, no puedo! Galeni convertirá tu pellejo en alfombra si te ve con ese atuendo.
—Ivan, no tengo tiempo para discutir ni para dar explicaciones, y por eso precisamente estoy esquivando a Galeni. Quinn no me habría llamado si no me necesitara. Tengo que salir ahora.
—¡Estarás abandonando tu puesto sin permiso!
—No, si no me echan en falta. Diles… diles que me retiré a nuestra habitación debido a un terrible dolor en los huesos.
—¿Te vuelve a molestar esa osteo-como-se-llame tuya? Apuesto a que el médico de la embajada podría conseguirte ese fármaco antiinflamatorio para…
—No, no… no más que de costumbre… pero al menos es algo real. Es posible que se lo crean. Vamos. Tráela —Miles señaló con la barbilla a Sylveth, que esperaba un poco apartada mirando a Ivan con expresión intrigada en su rostro de pétalo.
—¿Para qué?
—Camuflaje.
Sonriendo entre dientes. Miles empujó a Ivan con el codo hacia la puerta.
—¿Cómo está usted? —saludó Miles a Sylveth, mientras capturaba su mano y se la colgaba del brazo—. Encantado de conocerla. ¿Está disfrutando de la fiesta? Maravillosa ciudad, Londres…
Miles decidió que Sylveth y él hacían también una bonita pareja. Miró a los guardias por el rabillo del ojo mientras pasaban. Se fijaron en ella. Con suerte, él sería un borrón gris bajito en sus recuerdos.
Sylveth miró asombrada a Ivan, pero ya se encontraban en el exterior.
—No tienes guardaespaldas —objetó Ivan.
—Me reuniré con Quinn dentro de poco.
—¿Cómo vas a volver a la embajada?
Miles se detuvo.
—Tendrás que esperar a que se me ocurra cómo hacerlo.
—¡Buf! ¿Y cuándo será?
—No lo sé.
La atención de los guardias exteriores se centró en un vehículo de tierra que se detenía en la entrada de la embajada. Miles abandonó a Ivan y cruzó corriendo la calle y se zambulló en la entrada del sistema de tubotransporte.
Diez minutos y dos conexiones más tarde, emergió para encontrarse en una sección mucho más antigua de la ciudad: arquitectura restaurada del siglo XXII. No tuvo que comprobar los números de la calle para localizar su destino. La multitud, las barricadas, las luces destellantes, los hovercoches de la policía, los bomberos, las ambulancias…
—Maldición —murmuró Miles, y echó a andar calle abajo. Paladeó las palabras en la boca, cambiando de registro, para conseguir el plano acento betano del almirante Naismith. «Oh, mierda…»
Miles supuso que el policía al mando era el que sostenía el altavoz, y no alguno de la media docena con armaduras y rifles de plasma. Se abrió paso entre la multitud y saltó la barricada.
—¿Es usted el oficial al mando?
El comisario volvió la cabeza, desconcertado, y luego la bajó. Al principio se quedó mirando, luego frunció el ceño al observar el uniforme de Miles.
—¿Es usted uno de esos psicópatas? —exigió saber.
Miles se meció sobre los talones, preguntándose cómo responder a eso. Reprimió las tres primeras respuestas que se le ocurrieron y escogió en cambio:
—Soy el almirante Miles Naismith, comandante en jefe de la Flota de Mercenarios Libres Dendarii. ¿Qué ha pasado aquí?
Se interrumpió para extender lenta y deliberadamente un dedo índice y empujar hacia el cielo la boca del rifle de plasma con el que le apuntaba una mujer acorazada.
—Por favor, querida, estoy de su parte.
Los ojos de ella destellaron desconfiados a través del visor, pero el comandante de la policía sacudió la cabeza y la mujer retrocedió unos pasos.
—Intento de robo —dijo el comisario—. Cuando la empleada trató de impedirlo, la atacaron.
—¿Robo? —inquirió Miles—. Discúlpeme, pero eso no tiene sentido. Creía que aquí todas las transacciones se hacen por créditos de ordenador. No hay dinero en metálico que robar. Debe de tratarse de algún error.
—Dinero no —dijo el comisario—. Mercancía.
La tienda, advirtió Miles por el rabillo del ojo, era una licorería. Un escaparate estaba resquebrajado. Reprimió un inoportuno temblor y continuó con voz despreocupada.
—En ese caso, no comprendo esta vigilancia con armas letales por un simple caso de hurto. ¿No se están sobrepasando un poco? ¿Dónde están sus aturdidores?
—Tienen a la mujer como rehén —dijo el comisario, sombrío.
—¿Y qué? Atúrdalos a todos, Dios reconocerá a los suyos.
El comisario le dirigió una mirada peculiar. Miles supuso que no leía su propia historia; la fuente de la cita estaba justo al otro lado del charco, por el amor de Dios.
—Dicen que han preparado un dispositivo. Dicen que toda la manzana volará por los aires. —El comisario hizo una pausa—. ¿Es posible?
Miles hizo una pausa también.
—¿Han identificado ya a alguno de esos tipos?
—No.
—¿Cómo se comunican con ellos?
—A través de la comuconsola. Al menos, hasta hace poco… parece que la han destruido hace unos minutos.
—Naturalmente, pagaremos los daños —se atragantó Miles.
—Eso no es todo lo que pagarán —gruñó el comisario.
—Bueno…
Por el rabillo del ojo, Miles vio un hovercoche con el cartel EURONEWS NETWORK que aparcaba sobre la acera.
—Creo que es hora de acabar con esto.
Se dirigió hacia la licorería.
—¿Qué va a hacer? —preguntó el comisario.
—Arrestarlos. Se enfrentarán a cargos dendarii por sacar material de la nave.
—¿Usted solo? Le dispararán. Están locos y borrachos.
—No lo creo. Si fueran a matarme mis propios soldados, tendrían oportunidades mucho mejores que ésta.
El comisario frunció el ceño, pero no lo detuvo.
Las autopuertas no funcionaban. Miles se detuvo ante el cristal un instante, indeciso, luego las aporreó. Hubo un tenue movimiento tras el vidrio iridiscente. Una pausa muy larga y las puertas se abrieron unos treinta centímetros. Miles entró de lado. Desde dentro, un hombre volvió a cerrar las puertas a mano y las atrancó con una barra de metal.
El interior de la licorería era un desastre. Miles jadeó debido a los vapores del aire, surgidos de las botellas rotas. «Podrías emborracharte sólo con respirar…» Chapoteaba al pisar la alfombra.
Miles miró a su alrededor para decidir a quién asesinar primero. El que había abierto la puerta destacaba, ya que sólo llevaba puesta la ropa interior.
—Es el almirante Naismith —siseó el portero. Se puso firmes, más o menos, y saludó.
—¿A qué cuerpo pertenece usted, soldado? —rugió Miles.
Las manos del hombre hicieron pequeños movimientos, como para ofrecer una explicación por medio de mímica. Miles no pudo sacarle su nombre.
Otro dendarii, éste de uniforme, permanecía sentado en el suelo con la espalda apoyada en una columna. Miles se agachó. Pensó en obligarlo a ponerse en pie, o al menos de rodillas, cogiéndolo por la chaqueta. Lo miró a la cara. Unos ojillos rojos como carbones encendidos en las cavernas de sus cuencas lo miraron sin reconocerlo.
—¡Uf! —murmuró Miles, y se levantó sin intentar comunicarse. La conciencia de aquel soldado estaba en algún lugar en el espacio del agujero de gusano.
—¿A quién le importa? —dijo una voz ronca desde el suelo, tras uno de los pocos estantes que no habían sido volcados con violencia—. ¿A quién demonios le importa?
«Oh, aquí tenemos hoy a la flor y nata, ¿no?», pensó Miles con amargura. Una persona erecta surgió de detrás del estante.
—No puede ser. Había desaparecido otra vez… —dijo.
Al fin alguien a quien Miles conocía por su nombre. Demasiado bien. Más explicaciones para el caso eran casi innecesarias.
—Ah, soldado Danio. Me alegra verle aquí.
Danio consiguió ponerse firmes, alzándose sobre Miles. Una antigua pistola, las cachas llenas de muescas, colgaba amenazante de su gruesa mano. Miles la señaló.
—¿Es ésta el arma mortal que me han dicho que venga a recoger? Hablaban como si hubieran bajado aquí la mitad de nuestro maldito arsenal.
—¡No, señor! —dijo Danio—. Eso iría contra las ordenanzas.
Acarició afectuosamente la pistola.
—Es de mi propiedad. Porque nunca se sabe. Hay locos por todas partes.
—¿Llevan ustedes otras armas?
—Yalen tiene su cuchillo de monte.
Miles logró controlar un retortijón de alivio prematuro. Al fin y al cabo, si aquellos subnormales actuaban por su cuenta, la Flota Dendarii tal vez no se viera involucrada oficialmente en aquel asunto.
—¿Sabían que llevar armas es un delito criminal en esta jurisdicción?
Danio lo meditó.
—Mariquitas —comentó por fin.
—En cualquier caso —dijo Miles con firmeza—, voy a tener que recogerlas y llevarlas a la nave insignia.
Miles se asomó detrás del estante. El hombre que estaba en el suelo (Yalen, presumiblemente) tenía en las manos un enorme pedazo de acero adecuado para abrir a un ciervo entero, si llegaba a encontrar uno bramando por las calles metálicas y las aeropistas de Londres. Miles, tras pensárselo, se lo pidió.
—Entrégueme ese cuchillo, soldado Danio.
Danio soltó el arma de la tenaza de su camarada.
—Nooo… —dijo el que estaba en posición horizontal.
Miles respiró más tranquilo cuando tuvo las dos armas en las manos.
—Ahora, Danio… rápido, porque se están poniendo nerviosos ahí fuera… ¿Qué ha pasado aquí exactamente?
—Bueno, señor, estábamos celebrando una fiesta. Habíamos alquilado una habitación —señaló con la cabeza al portero medio desnudo que escuchaba cerca—. Nos quedamos sin suministros y vinimos aquí a comprar más, porque estaba cerquita. ¡Lo teníamos todo preparado y empaquetado, y entonces la zorra no quiso aceptar nuestro crédito! ¡Buen crédito dendarii!
—¿La zorra…? —Miles miró en derredor y más allá del desarmado Yalen. «Oh, dioses…» La empleada de la tienda, una mujer regordeta de mediana edad, yacía de costado en el suelo al otro lado del estante, amordazada, atada con la chaqueta del soldado desnudo y sus pantalones.
Miles desenfundó el cuchillo de monte y se acercó. La mujer emitió histéricos sonidos guturales.
—Yo de usted no la soltaría —advirtió el soldado desnudo—. Hace un montón de ruido.
Miles se detuvo y estudió a la mujer. Su pelo gris destacaba salvajemente, excepto allí donde lo tenía pegado al cuello y la frente por el sudor. Sus ojos aterrorizados giraron enloquecidos; se debatió contra las ligaduras.
—Mm.
Miles se guardó el cuchillo en el cinturón temporalmente. Leyó por fin el nombre del soldado desnudo en su uniforme, e hizo una desagradable conexión mental.
—Xaviera. Sí, ahora lo recuerdo. Se portó usted bien en Dagoola.
Xaviera se enderezó aún más.
Maldición. Se acabó su incipiente plan de entregar a todo el grupo a las autoridades locales y rezar para que estuvieran aún en la cárcel cuando la flota abandonara la órbita. ¿Podría separar de algún modo a Xaviera de sus indignos camaradas? Ay, parecía que todos estaban en aquello juntos.
—Así que ella no quiso aceptar sus tarjetas de crédito. Usted, Xaviera… ¿qué pasó a continuación?
—Er… se intercambiaron insultos, señor.
—¿Y?
—Los nervios se desbocaron un tanto. Se lanzaron botellas y cayeron al suelo. La mujer llamó a la policía. Recibió un puñetazo —Xaviera miró con cautela a Danio.
Miles captó la falta de protagonistas de toda la acción en la sintaxis de Xaviera.
—¿Y?
—Y la policía llegó. Y les dijimos que volaríamos el lugar en pedazos si trataban de entrar.
—¿Y tienen ustedes los medios para llevar a cabo esa amenaza, soldado Xaviera?
—No, señor. Fue todo un farol. Intentaba pensar… bueno, qué haría usted en esta situación, señor.
«Éste es demasiado observador. Aunque esté como una cuba», pensó Miles con amargura. Suspiró y se pasó las manos por el pelo.
—¿Por qué no quiso aceptar sus tarjetas de crédito? ¿No son las Universales Terrestres que les asignaron en el espaciopuerto? No intentarían colarle las que quedaron de Mahata Solaris, ¿no?
—No, señor —dijo Xaviera. Sacó su tarjeta para probarlo. Parecía en orden. Miles se volvió con intención de pasarla por la comuconsola del mostrador, sólo para descubrir que había sido hecha pedazos de un disparo. El agujero de bala de la placa estaba centrado con precisión y debía de haber sido considerado el tiro de gracia, aunque la comuconsola aún emitía leves ruiditos de vez en cuando. Miles añadió su precio a la factura que llevaba ya en mente, y dio un respingo.
—De hecho —Xaviera se aclaró la garganta—, fue la máquina la que la escupió, señor.
—No tendría que haber hecho eso —empezó a decir Miles—, a menos…
«A menos que suceda algo en la central de cuentas», pensó. Sintió la boca del estómago súbitamente helada.
—Lo comprobaré —prometió—. Mientras tanto, tenemos que acabar con este asunto y sacarlos de aquí sin que los policías locales los frían a tiros.
Danio señaló excitado la pistola que Miles empuñaba.
—Podríamos abrirnos paso por detrás. Echar a correr hacia el tubo más cercano.
Miles, momentáneamente sin habla, pensó en cargarse a Danio con su propia pistola. El hombre se salvó solamente porque Miles tuvo en cuenta que el retroceso podría romperle el brazo. Se había roto la mano derecha en Dagoola y el recuerdo del dolor estaba aún fresco.
—No, Danio —dijo Miles cuando pudo controlar su voz—. Vamos a salir tranquilamente… muy tranquilamente, por la puerta principal. Y nos vamos a rendir.
—Pero los dendarii no se rinden nunca —dijo Xaviera.
—Esto no es una base de instrucción —dijo Miles con paciencia—. Es una licorería. O al menos lo era. Aún más, ni siquiera es nuestra licorería. —«Aunque sin duda me veré obligado a comprarla.»—. Piensen en los policías de Londres no como en sus enemigos, sino como en sus mejores amigos. Lo son, ¿saben? Porque —miró fríamente a Xaviera—, hasta que ellos acaben con ustedes, yo no podré empezar.
—Ah —dijo Xaviera, sometido por fin. Tocó a Danio en el brazo—. Sí. Tal vez… tal vez será mejor que dejemos que el almirante nos lleve a casa, ¿eh, Danio?
Xaviera puso en pie al ex propietario del cuchillo de monte. Tras pensarlo un momento, Miles se situó silenciosamente detrás del de los ojos rojos, sacó su aturdidor de bolsillo y le disparó una ligera descarga en la base del cráneo. El de los ojos rojos se desplomó de lado. Miles rezó para que aquel estímulo final no le provocara un shock traumático. Sólo Dios sabía qué cóctel químico llevaba encima, pero seguro que no era de alcohol solamente.
—Cójalo por la cabeza —ordenó Miles a Danio—, y usted, Yalen, por los pies.
De esa forma, los tres quedaban inmovilizados de forma muy efectiva.
—Xaviera, abra la puerta, ponga las manos sobre la cabeza y camine, sin correr, hasta el lugar donde se entregará para que lo arresten. Danio, sígalo. Es una orden.
—Ojalá tuviéramos al resto de la tropa —murmuró Danio.
—La única tropa que necesitan es una tropa de expertos legales —dijo Miles. Miró a Xaviera y suspiró—. Les enviaré una.
—Gracias, señor —contestó Xaviera, y avanzó con solemnidad. Miles cubrió la retaguardia, apretando la mandíbula.
Parpadeó ante la luz de la calle. Su pequeña patrulla cayó en los brazos de los policías que esperaban. Danio no luchó cuando empezaron a esposarlo, aunque Miles sólo se relajó cuando vio que conectaban por fin el campo de maraña. El comisario de policía se acercó, tomando aire para hablar.
Un suave ¡foomp! surgió de la puerta de la licorería. Llamas azules lamieron la acera.
Miles gritó, se dio la vuelta y corrió como un loco tomando una gran bocanada de aire. Atravesó las puertas de la licorería, se zambulló en la oscuridad y sorteó el mostrador. La alfombra empapada de alcohol estaba ardiendo; las llamas, como cortinas de trigo dorado, corrían alocadamente tras el humo. El fuego avanzaba hacia la mujer atada en el suelo. Al cabo de un instante su pelo sería un terrible halo…
Miles se abalanzó hacia ella, se la cargó al hombro, luchó por ponerse en pie. Habría jurado que notaba sus huesos combarse. La mujer pataleó, sin colaborar para nada. Miles caminó dando tumbos hacia la salida, brillante como la boca de un túnel, como la puerta de la vida. Sus pulmones latían, buscando oxígeno contra sus labios cerrados. Tiempo total, once segundos.
Al duodécimo segundo, la habitación que dejaban atrás se iluminó, rugiendo. Miles y su carga cayeron a la acera; mientras las llamas les lamían las ropas, ellos rodaban una y otra vez. La gente chillaba y gritaba desde una distancia indeterminada. El tejido del uniforme dendarii, preparado para el combate, ni se derretiría ni ardería, pero seguía siendo una mecha apetecible para los líquidos volátiles que lo manchaban. El efecto era terriblemente espectacular. Pero la ropa de la pobre empleada no constituía la misma protección…
Miles se atragantó con la andanada de espuma con la que los roció el bombero que había saltado dispuesto a intervenir. Debía de haber estado esperando este momento. La policía de aspecto asustado aferraba ansiosa su rifle de plasma, completamente sobrante ahora. La espuma del extintor era como la de la cerveza, aunque no sabía tan bien. Miles escupió los asquerosos productos químicos y permaneció tendido un instante, jadeando. Dios, qué bueno era el aire. Nadie lo alababa lo suficiente.
—¡Una bomba! —gritó el comandante de policía.
Miles se tumbó de espaldas, apreciando la rendija de cielo azul que le mostraban sus ojos, milagrosamente nítidos, ilesos, sin quemaduras.
—No —jadeó tristemente—, coñac. Montones de botellas de coñac carísimo. Y alcohol barato. Probablemente prendido por un cortocircuito de la comuconsola.
Se apartó para dejar paso a los bomberos ataviados de blanco. Uno de ellos lo ayudó a ponerse en pie y lo alejó del edificio en llamas. Se quedó mirando a una persona que le apuntaba con una pieza de equipo que le pareció, durante un confuso momento, un cañón de microondas. El arrebato de adrenalina lo barrió sin efecto, no le quedaba capacidad de respuesta. La persona le farfullaba. Miles parpadeó, aturdido, y el cañón de microondas se convirtió en una cámara de holovid.
Deseó que hubiera sido un cañón de verdad…
La empleada de la licorería, liberada por fin, le señalaba y gritaba y chillaba. Para ser alguien a quien acababan de salvar de una muerte horrible, no parecía muy agradecida. El holovid la enfocó un instante, hasta que el personal de la ambulancia se la llevó. Miles supuso que le suministrarían un sedante. Se la imaginó llegando a casa esa noche, con su marido y sus hijos… «¿Y cómo te ha ido el trabajo en la tienda hoy, querida…?» Se preguntó si aceptaría dinero por su silencio y, si era así, cuánto.
Dinero, oh, Dios…
—¡Miles! —la voz de Elli Quinn por encima de su hombro le hizo dar un salto—. ¿Lo tienes todo bajo control?
En el tubo que los conducía al espaciopuerto de Londres, la gente se los quedaba mirando. Miles, al verse en una pared de espejo mientras Elli compraba los billetes, no se sorprendió. El elegante y atildado lord Vorkosigan que había visto por última vez mirándolo antes de la recepción de la embajada se había transmutado, como un hombre lobo, en un monstruito degradado. Su uniforme mojado, chamuscado y arrugado estaba salpicado de pequeños trocitos de espuma seca. La pechera blanca de su chaquetilla estaba sucia. Tenía la cara tiznada, la voz cascada, los ojos rojos y fieros por la irritación causada por el humo. Apestaba a humo y sudor y licor, sobre todo a licor. Se había revolcado en él, después de todo. La gente que se les acercaba en la cola captaba una vaharada y se apartaba. Los policías, gracias a Dios, se habían quedado con la pistola y el cuchillo, requisados como pruebas. Con todo, Elli y él tenían el vagón burbuja para ellos solos.
Miles se hundió en su asiento con un gruñido.
—Vaya guardaespaldas que eres —le dijo a Elli—. ¿Por qué no me protegiste de esa entrevistadora?
—No intentaba dispararte. Además, acababa de llegar. No podía decirle lo que había sucedido.
—Pero eres mucho más fotogénica. Habría mejorado la imagen de la Flota Dendarii.
—Los holovids me dejan muda. Pero tú parecías bastante tranquilo.
—Intentaba restarle importancia. «Los muchachos siempre serán muchachos», ríe el almirante Naismith, mientras al fondo sus soldados queman Londres…
Elli sonrió.
—Además, no estaban interesados en mí. No fui yo el héroe que se abalanzó hacia un edificio en llamas… por los dioses, cuando saliste rodando de ese incendio…
—¿Lo viste? —Miles se animó un poquitín—. ¿Salió bien en las tomas largas? Tal vez compense lo de Danio y su alegre pandilla en la mente de nuestra ciudad anfitriona.
—Resultaba aterrador —ella se estremeció—. Me sorprende que no tengas quemaduras graves.
Miles alzó las cejas chamuscadas y se metió la mano izquierda quemada bajo el brazo derecho.
—No ha sido nada. Ropa protectora. Me alegro de que no todo nuestro equipo tenga defectos de diseño.
—No sé. Si he de serte sincera, me da miedo el fuego desde… —se tocó la cara con la mano.
—Es lógico. Se encargaron de todo el asunto mis reflejos espinales. Cuando mi cerebro por fin controló el cuerpo, todo se había acabado, y empecé a temblar. He visto unos cuantos incendios, en combate. No pensé más que en correr, porque cuando los incendios alcanzan cierto punto se extienden rápido.
Miles se abstuvo de confesar sus otras preocupaciones sobre los aspectos de seguridad de aquella maldita entrevista. Ya era demasiado tarde, aunque su imaginación jugueteaba con la idea de una incursión dendarii secreta a Euronews Network para destruir el disco vid. Tal vez estallara la guerra, o se estrellara una lanzadera, o en el Gobierno hubiera un grave escándalo sexual y todo el incidente de la licorería fuera archivado en las prisas por cubrir las otras noticias. Además, los cetagandanos sin duda sabían ya que el almirante Naismith había sido visto en la Tierra. Desaparecía muy pronto para volver a ser lord Vorkosigan, quizá permanentemente esta vez.
Miles salió del tubo agarrándose la espalda.
—¿Los huesos? —preguntó Elli, preocupada—. ¿Le ha pasado algo a tu columna?
—No estoy seguro —él avanzó junto a ella, bastante encorvado—. Espasmos musculares… esa pobre mujer debía de ser más gorda de lo que me pareció. La adrenalina te engaña…
No se sentía mejor cuando su pequeña lanzadera de personal amarró en la Triumph, la nave insignia dendarii en órbita. Elli insistió en visitar la enfermería.
—Tirón muscular —dijo fríamente la cirujana después de examinarlo—. Guarde cama una semana.
Miles hizo falsas promesas y salió aferrando un frasco de píldoras con la mano vendada. Estaba bastante seguro de que el diagnóstico de la cirujana era correcto, pues el dolor remitía ahora que se hallaba a bordo de su propia nave. Podía sentir la tensión de su cuello ceder por fin, y esperaba que continuara menguando. Empezaba a librarse de la subida de adrenalina también. Era mejor zanjar aquel asunto allí, mientras aún podía caminar y hablar al mismo tiempo.
Se puso bien la chaqueta, frotó inútilmente las manchas blancas y alzó la barbilla antes de entrar en el santuario de la contable de la flota.
Era por la tarde, hora de la nave (sólo una hora de diferencia con Londres), pero la contable de los mercenarios continuaba aún en su puesto. Vicki Bone era una mujer precisa, de edad mediana, fornida, decididamente una técnica, no una soldado; su voz normal era un tranquilo canturreo. Se giró en su asiento y le preguntó:
—¡Oh, señor! ¿Tiene ya la transferencia de crédi…? —advirtió su aspecto y su voz recuperó el timbre habitual—. Santo Dios, ¿qué le ha sucedido?
Tras un segundo de indecisión, saludó.
—Eso es lo que vengo a averiguar, teniente Bone.
Miles enganchó un segundo asiento en las abrazaderas del suelo y le dio la vuelta para sentarse a horcajadas con los brazos apoyados en el respaldo. Tras dudar también él un segundo, le devolvió el saludo.
—Tenía entendido que informó usted ayer de que todos nuestros pedidos de suministros no esenciales para el mantenimiento de la vida a bordo estaban en suspenso y nuestro crédito en Tierra bajo control.
—Temporalmente bajo control —replicó ella—. Hace catorce días me dijo usted que tendríamos una transferencia de créditos al cabo de diez días. Traté de reducir los gastos al mínimo. Hace cuatro días me dijo usted que pasarían otros diez días…
—Como mínimo —confirmó Miles, sombrío.
—He vuelto a reducir los gastos cuanto he podido, pero ha habido que pagar algunas cosas para conseguir que se prolongara el crédito otra semana. Nos hemos estado quedando peligrosamente sin fondos de reserva desde Mahata Solaris.
Miles pasó cansinamente un dedo por el respaldo del asiento.
—Sí, tal vez tendríamos que haber seguido directamente hasta Tau Ceti.
Demasiado tarde ya. Si al menos estuvieran tratando con el cuartel general de Seguridad del Sector Dos…
—Tendríamos que haber dejado dos tercios de la flota en la Tierra de todas formas, señor.
—Y no quise dividir el convoy, lo sé. Pero si nos quedamos aquí mucho más, ninguno de nosotros podrá marcharse… un agujero negro financiero. Mire, active sus programas y dígame qué ha pasado con la cuenta de crédito de personal a eso de las 16.00, hora de Londres.
—¿Mm?
Sus dedos conjuraron arcanos y pintorescos bancos de datos en la consola de su holovid.
—Oh, cielos. No tendría que haber hecho eso. ¿Dónde ha ido el dinero…? Ah, anulación directa. Eso lo explica.
—Explíquemelo a mí —instó Miles.
Ella se volvió.
—Bueno, naturalmente, cuando la flota se halla estacionada durante cierto tiempo en algún lugar que tenga una red financiera, no dejamos nuestros activos paralizados.
—¿No?
—No, no. Todo lo que no haga falta de modo inmediato se mantiene el máximo tiempo posible en algún tipo de inversión a corto plazo que genere intereses. Así, todas nuestras cuentas de crédito se encuentran bajo el mínimo legal; cuando hay que pagar una factura la paso al ordenador y saco lo suficiente de la cuenta de inversión para cubrir la deuda de la cuenta de crédito.
—¿Y, er, merece la pena correr el riesgo?
—¿Riesgo? ¡Es una buena práctica básica! Ganamos más de cuatro mil créditos federales GSA en intereses y dividendos la semana pasada, hasta que nos pasamos del mínimo establecido.
—Oh.
Miles tuvo una momentánea visión: se vio renunciando a la guerra para jugar a la bolsa. ¿La Compañía de Acciones de los Mercenarios Dendarii Libres? Por desgracia, el Emperador tal vez tuviera un par de palabritas que decir al respecto…
—Pero esos idiotas —la teniente Bone indicó el esquema que representaba su versión de las aventuras de Danio esa tarde— intentaron contactar directamente con la cuenta a través de su número, en vez de a través de la cuenta central de la flota, como se le ha dicho que haga a todo el mundo. Y estamos tan cortos de fondos ahora mismo que rebotó. A veces me parece estar hablando con sordos.
Más extrañas gráficas de barras florecieron bajo sus dedos.
—¡Pero sólo puedo desviar y desviar por un tiempo limitado, señor! La cuenta de inversión ya está a cero, así que no genera ningún dinero extra. No estoy segura de que podamos aguantar diez días más. Y si la transferencia de crédito no llega, entonces… —alzó las manos— ¡toda la Flota Dendarii podría empezar a caer en manos de los acreedores!
—Oh.
Miles se frotó el cuello. Se había equivocado, su dolor de cabeza no mejoraba.
—¿No hay nada que pueda hacer pasando de cuenta en cuenta para crear, er… dinero virtual? ¿Temporalmente?
—¿Dinero virtual? —los labios de la teniente se arrugaron en gesto de repulsa.
—Para salvar la flota. Igual que en combate. Contabilidad mercenaria… —unió las manos, entre las rodillas, y le sonrió esperanzado—. Naturalmente, si está más allá de sus habilidades…
Las aletas de la nariz de la teniente Bone se hincharon.
—Por supuesto que no. Pero eso que usted pide se basa principalmente en lapsos de tiempo. La red financiera de la Tierra está plenamente integrada; no hay lapsos de tiempo a menos que quieras empezar a convertirla en interestelar. Pero le diré qué podría funcionar… —Su voz se apagó—. Bueno, tal vez no…
—¿Qué?
—Vaya a un banco importante y pida un préstamo a largo plazo sobre, digamos, un bien de valor considerable.
Sus ojos, al mirar en derredor, se referían a la Triumph y revelaban qué clase de bien de valor tenía en mente.
—Puede que tengamos que ocultarles otros gravámenes destacados y el grado de depreciación, por no mencionar ciertas ambigüedades sobre lo que pertenece o no pertenece a la corporación de la flota o a los capitanes… pero al menos sería dinero de verdad.
¿Y qué diría el comodoro Tung cuando descubriera que Miles había hipotecado su nave? Pero Tung no estaba allí. Estaba de permiso. Todo podría estar resuelto para cuando regresara.
—Tendremos que pedir dos o tres veces la cantidad que realmente necesitamos, para asegurarnos de recibir suficiente —continuó la teniente Bone—. Usted tendría que firmar, como oficial al mando.
El almirante Naismith tendría que firmar, reflexionó Miles. Un hombre cuya existencia legal era estrictamente… virtual, aunque no se podía esperar que un banco terrestre lo descubriera. Los dendarii apoyaban convincentemente su identidad. Quizás aquél fuese uno de los movimientos más seguros que había hecho jamás.
—Adelante, teniente Bone. Hágalo. Um… use la Triumph, es lo más grande que tenemos.
Ella asintió y enderezó los hombros recuperando parte de su habitual serenidad.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Miles suspiró y se puso en pie. Sentarse había sido un error; sus cansados músculos le pasaron factura. La teniente arrugó la nariz cuando lo olió al pasar. Quizá debiera invertir unos minutos en lavarse. Ya sería bastante difícil explicar su desaparición, cuando regresara a la embajada, para tener que dar explicaciones sobre su aspecto.
—Dinero virtual —oyó murmurar con desaprobación a la teniente Bone mientras salía—. Santo Dios.