IX

La comunidad de Quero es una de las más antiguas de Junín y, como hace veinticinco años, como hace siglos, siembra papas, ollucos, habas y coca y pastorea sus ganados en unas cumbres a las que trepa desde Jauja por una trocha abrupta. Si las lluvias no empantanan el camino, el viaje dura un par de horas. Los baches vuelven a la camioneta una mula chúcara, pero están compensados por el paisaje: una angosta quebrada, ceñida por montañas mellizas, paralela a un río espumoso y saltarín que se llama primero Molinos y, ya cerca del pueblo, Quero. Quinguales de copas frondosas y hojas que la humedad del día torna aún más verdes pespuntean la ruta hacia el alargado pueblecito al que entramos a media mañana.

En Jauja he escuchado contradictorias versiones sobre lo que encontraría en Quero. Se halla en una zona directamente afectada por la guerra en la que, en estos años, ha habido continuos atentados, ejecuciones y operaciones de envergadura tanto por parte de los rebeldes como de la contrainsurgencia. Según algunos, Quero estaba en poder de los revolucionarios, que habían fortificado la plaza. Según otros, el Ejército tenía instalada aquí una compañía de artilleros, e, incluso, un campo de entrenamiento con asesores norteamericanos. Alguien me aseguró que nunca me permitirían entrar a Quero, pues el lugar sirve al Ejército de campo de concentración y centro de torturas. «Ahí llevan a los prisioneros de todo el valle del Mantaro para hacerlos hablar aplicándoles los métodos más refinados y de allí parten los helicópteros que, luego de haberlos exprimido, los sueltan vivos en la selva, para escarmiento de los rojos que, calculan, están abajo mirando.» Fabulaciones. No hay en Quero rastro de insurgentes o soldados. Tampoco me sorprende este nuevo desmentido de la realidad a los rumores: la información, en el país, ha dejado de ser algo objetivo y se ha vuelto fantasía, tanto en los diarios, la radio y la televisión como en la boca de las personas. «Informar» es ahora, entre nosotros, interpretar la realidad de acuerdo a los deseos, temores o conveniencias, algo que aspira a sustituir un desconocimiento sobre lo que pasa, que, en nuestro fuero íntimo, aceptamos como irremediable y definitivo. Puesto que es imposible saber lo que de veras sucede, los peruanos mienten, inventan, sueñan, se refugian en la ilusión. Por el camino más inesperado, la vida del Perú, en el que tan poca gente lee, se ha vuelto literaria. Él Quero real, este que ahora piso, no coincide con el de las ficciones que he oído. Ni la guerra ni los combatientes de uno u otro bando se divisan por ninguna parte. ¿Por qué está el pueblo desierto? Suponía que todos los hombres en edad de combatir habían sido levados por el Ejército o por la guerrilla, pero ni siquiera ancianos y niños se ven. Deben hallarse en las faenas del campo o en sus casas; sin duda, todo forastero que llega los asusta. Mientras recorro la iglesita construida en 1946, con su torre de piedra y su techo de tejas, y la redonda glorieta de la plaza encuadrada por cipreses y eucaliptos, tengo la sensación de que es un pueblo fantasma. ¿Sería ésa la imagen de Quero la mañana en que llegaron los revolucionarios?

—Había un sol radiante y la placita estaba llena de gente debido al trabajo comunal — me asegura Don Eugenio Fernández Cristóbal, señalando con su bastón el cielo cargado de nubes cenicientas—. Yo estaba aquí, en esta glorieta. Aparecieron por esa esquina. A esta hora, más o menos.

Don Eugenio era Juez de Paz de Quero en ese tiempo. Ahora está jubilado. Lo extraordinario es que, después de los acontecimientos en los que estuvo comprometido hasta el pescuezo —por lo menos, desde que Vallejos, Mayta, Condori, Zenón Gonzales y su cortejo de siete infantes llegaron aquí—, retomó sus funciones judiciales y vivió varios años más en Quero, hasta la edad del retiro. Habita ahora en los alrededores de Jauja. A pesar de los rumores apocalípticos sobre la región, no se ha hecho de rogar para acompañarme. «Siempre me gustaron las aventuras», me ha dicho. Tampoco se hace de rogar para referir sus recuerdos de aquel día, el más importante de su larga vida. Responde a mis preguntas rápido y con seguridad total, aun para detalles insignificantes. Nunca duda, se contradice ni deja cabos sueltos que pudieran despertar sospechas sobre su memoria. No es poca proeza para un octogenario que, además, no tengo la menor duda, me oculta y tergiversa muchos hechos. ¿Cuál fue su participación exacta en la aventura? Nadie lo sabe a ciencia cierta. ¿Lo sabe él mismo o la versión que fraguó ha acabado por convencerlo a él también?

—No me llamó la atención, porque no era raro que llegaran a Quero camionetas con gente de Jauja. Se cuadraron allacito, junto a la casa de Tadeo Canchis. Preguntaron dónde podían comer. Venían muy hambrientos.

—¿Y no le llamó la atención que estuvieran armados, Don Eugenio? ¿Que, además de tener cada uno un fusil, trajeran en la camioneta tantas armas?

—Les pregunté si se iban de cacería —me responde Don Eugenio—. Porque ésta no es buena época para salir a cazar venados, Alférez.

—Nos vamos a hacer prácticas de tiro, doctorcito —dice que le dijo Vallejos—. Allá arriba, en la pampa.

—¿No era de lo más normal que unos muchachos del San José vinieran a hacer maniobras? —se pregunta Don Eugenio—. ¿Acaso no tenían sus clases de Instrucción Pre–Militar? ¿Acaso no era el Alférez un militar? La explicación me pareció más que satisfactoria.

—¿Quieres que te diga una cosa? Hasta aquí, no había perdido las esperanzas.

—¿De que los de Ricrán estuvieran esperándonos con los caballos? —sonrió Vallejos.

—Y también el Chato Ubilluz y los mineros —confesó Mayta—. Sí, no las había perdido.

Escudriñaba una y otra vez la verde placita de Quero, como queriendo, a fuerza de voluntad, materializar a los ausentes. Tenía fruncido el ceño y le temblaba la boca. Un poco más allá, Condori y Zenón Gonzales conversaban con un grupo de comuneros. Los josefinos permanecían junto a la camioneta, cuidando los Máuseres.

—Nos clavaron la puñalada, pues —añadió, con voz apenas audible.

—A no ser que algún contratiempo los demorara en el camino —dijo, a su lado, el Juez de Paz.

—No hubo ningún contratiempo, no están aquí porque no quisieron —dijo Mayta—. No había que esperar otra cosa, tampoco. Para qué perder tiempo, lamentándonos. No vinieron y ya está, qué importa.

—Así me gusta —le dio una palmada Vallejos—. Mejor solos que mal acompañados, carajo.

Mayta hizo un esfuerzo. Había que sobreponerse a ese desánimo. Manos a la obra, conseguir las bestias, comprar provisiones, continuar. Sólo una idea en la cabeza, Mayta: cruzar la Cordillera y llegar a Uchubamba. Allá, ya seguros, podrían reforzar sus cuadros, revisar con calma la estrategia. En el trayecto, mientras permanecía inmóvil en la camioneta, el soroche se había esfumado. Pero ahora, en Quero, al empezar a moverse, volvió a sentir la presión en las sienes, el corazón acelerado, la inestabilidad y el vértigo. Procuró disimularlo mientras, flanqueado por Vallejos y el Juez de Paz, recorrían las casitas de Quero averiguando quién podía alquilar unas acémilas. Condori y Zenón Gonzales, que tenían conocidos en la comunidad, fueron a encargar algo de comer y a comprar provisiones. Al contado, por supuesto.

Debía haberse celebrado un mitin aquí, para explicar a los campesinos la acción insurreccional. Pero, sin necesidad de intercambiar una palabra con Vallejos, desechó la idea. Después del fracaso de esta mañana, no pensó en recordarle al Alférez el asunto. ¿Por qué ese desánimo? No había cómo sacárselo de encima. La euforia del camino lo libró de recapacitar. Ahora volvía, una y otra vez, sobre su situación: cuatro adultos y siete adolescentes entercados en llevar adelante unos planes que se desmoronaban a cada paso. Esto es derrotismo, Mayta, el camino del fracaso. Como una máquina, acuérdate. Sonrió y puso cara de comprender lo que el Juez de Paz y la dueña de la casita ante la que se habían detenido se decían en quechua. Hubieras tenido que aprender quechua antes que francés.

—Se fregaron por quedarse aquí tanto tiempo. —Don Eugenio da una última chupadita al pucho pigmeo de su cigarrillo—. ¿Cuánto? Lo menos dos horas. Llegarían a eso de las diez y partieron después del mediodía.

Debería decir «partimos». ¿Acaso no se fue con ellos? Pero Don Eugenio, con sus ochenta y pico de años, no comete jamás el menor lapsus que pueda siquiera sugerir que fue cómplice de los rebeldes. Estamos bajo la glorieta, cercados por una impertinente lluvia que desaguan sobre el pueblo las nubes plomizas y jorobadas. Un chaparrón intenso y veloz, seguido de un hermosísimo arco iris. Cuando el cielo se despeja queda, siempre, una lluvia menuda, invisible, una especie de garúa limeña que abrillanta las hierbas de la placita de Quero. Poco a poco resucitan los comuneros que aún viven en el lugar. Asoman de las casas, como figuras irreales, indias perdidas bajo tantas polleras, criaturas con sombreros, campesinos antiquísimos que calzan ojotas. Se acercan a saludar a Don Eugenio, lo abrazan. Algunos se alejan después de cambiar unas cuantas palabras con él, otros se quedan con nosotros. Lo escuchan rememorar aquel lejano episodio, asintiendo a veces imperceptiblemente; a veces, intercalan breves comentarios. Pero cuando trato de averiguar algo sobre la situación actual, todos se encierran en un mutismo irreductible. O mienten: no han visto soldados ni guerrilleros, no saben nada de la guerra. Como yo suponía, no hay entre ellos ningún hombre ni mujer en edad de pelear. Con su chaleco bien apretado, su sombrerito de paño embutido hasta los ojos y las hombreras de su saco brilloso demasiado anchas, el antiguo Juez de Paz de Quero parece un personaje de cuento, un gnomo segregado por estos picachos andinos. Su voz tiene resonancias metálicas, como si subiera de un socavón.

—¿Por qué se quedaron tanto en Quero? —se pregunta, sus dos pulgares metidos en los ojales del chaleco y observando el cielo como si la respuesta estuviera en las nubes—. Porque no les fue fácil conseguir las acémilas. La gente de aquí no puede desprenderse así nomás de su instrumento de trabajo. Nadie quería alquilárselas, aunque ofrecían buenos solcitos. Por fin convencieron a Doña Teofrasia Soto viuda de Almaraz. A propósito: ¿qué ha sido de Doña Teofrasia? —Se oye un rumor y frases en quechua, una de las mujeres se persigna—. Ah, murió. ¿En el bombardeo? Entonces, los guerrilleros estuvieron acá, pues, mamacha. ¿Ya se habían ido? ¿Murieron muchos? ¿Y por qué ajustició la milicia al hijo de Doña Teofrasia?

Gracias a las apostillas en español de Don Eugenio en su diálogo en quechua con los comuneros voy adivinando el episodio que, al sesgo, reintroduce la actualidad en la historia de Mayta. Los guerrilleros estaban en Quero y habían «ajusticiado» a varias personas, entre ellas a ese hijo de Doña Teofrasia. Pero ya se habían marchado cuando un avión sobrevoló el pueblo, disparando ráfagas de metralla. Entre las víctimas, cayó Doña Teofrasia, quien al oír el avión había salido a ver. Murió en la puerta de la iglesia.

—O sea que terminó mal la pobre —comenta Don Eugenio—. Vivía por esa callecita. Jorobada y un poco bruja, según las bolas. Bueno, ella fue la que aceptó alquilárselas, después de hacerse de rogar. Pero sus animales estaban en el campo y mientras fue a traerlos se pasó más de una hora. Por otra parte, los demoró la comida. Ya se lo dije, estaban hambrientos y se mandaron preparar un almuerzo donde Gertrudis Sapollacu, que tenía su fondita y daba pensión.

—Estaban muy confiados, entonces.

—Faltó poquito para que los policías les cayeran encima mientras despachaban el caldo de gallina —asiente Don Eugenio.

Esa composición de tiempo está muy clara. Todos coinciden: antes de una hora de los sucesos, estaba llegando a Jauja el autobús de Huancayo con una compañía de guardias civiles al mando de un Teniente apellidado Silva y un Cabo de nombre Lituma. Hicieron un alto brevísimo en la ciudad, para conseguir un guía y para que el Teniente Dongo y los guardias a sus órdenes se les agregaran. La persecución comenzó de inmediato.

—¿Y cómo es que usted se fue con ellos, doctorcito? —le pregunto a boca de jarro, a ver si pestañea.

El Alférez intentó que se quedara en Quero. Mayta le dio las razones: necesitaban que alguien hiciera de puente entre el campo y la ciudad, sobre todo después de lo que había pasado; necesitaban montar redes de ayuda, reclutar gente, conseguir información. Él era la persona para dirigir la tarea. Fue inútil. Las órdenes de Vallejos y los argumentos de Mayta se hicieron trizas frente a la decisión del pequeño letrado: no, señores, ni tonto, él no se quedaba aquí a recibir a la policía y pagar los platos rotos. Él se iba con ellos de todas maneras. Lo que comenzó como un intercambio de opiniones se volvió discusión. Las voces de Vallejos y del Juez de Paz se elevaban y, en el sombrío recinto saturado de olor a grasa y ajo, Mayta advirtió que Condori, Zenón Gonzales y los josefinos habían dejado de comer para escuchar. No era bueno que la discusión se envenenara. Ya tenían bastantes problemas y eran demasiado pocos para pelearse entre ellos.

—No vale la pena seguir discutiendo, camaradas. Si el doctorcito se empeña tanto, que venga.

Temió que el Alférez lo contradijera, pero Vallejos optó por concentrarse en su plato. Lo mismo hizo el Juez y al poco rato la atmósfera se distendió. Vallejos había colocado al brigadier Cordero Espinoza sobre una elevación, vigilando la ruta, mientras comían. La pascana de Quero se estaba prolongando, y, mientras mordisqueaba los tiznados pedazos de gallina, Mayta se dijo que era una temeridad demorarse de este modo.

—Tendríamos que partir de una vez.

Vallejos asintió, echando una ojeada a su reloj, pero siguió comiendo, sin apresurarse, íntimamente le dio la razón. Sí, qué pesado ponerse de pie, estirar las piernas, desentumecer los músculos, lanzarse a los cerros, caminar ¿cuántas horas? ¿Y si por el soroche se desmayaba? Lo subirían a una acémila, como un costal. Era ridículo estar aquejado de mal de altura. Sentía como si el soroche fuera un lujo inaceptable en un revolucionario. Sin embargo, el malestar físico era muy real: escalofríos, dolor de cabeza, un desasimiento generalizado. Y, sobre todo, ese corazón tronante en el pecho. Vio, con alivio, que Vallejos y el Juez de Paz conversaban animadamente. ¿Cómo explicar la espantada de la gente de Ricrán? ¿Habían decidido no venir en una reunión celebrada ayer mismo? ¿Habían recibido una contraorden del Chato Ubilluz? Sería extraordinaria una coincidencia, que Ubilluz. los mineros, los de Ricrán, hubieran decidido, cada cual por su lado, sin comunicárselo a los otros, echarse atrás. ¿Tenía importancia eso ahora, Mayta? Ninguna. Más tarde sí, cuando la historia tomara cuentas y estableciera la verdad. (Pero yo, que en este caso soy la historia, sé que no es tan sencillo, pues no siempre el tiempo decanta la verdad; sobre este asunto, las inasistencias de último minuto, no hay manera de saber con total certidumbre si los ausentes desertaron o los protagonistas se adelantaron a lo acordado o si todo se debió a una descoordinación de días y horas. Y no hay manera de saberlo porque ni siquiera los propios actores lo saben.) Tragó el último bocado y se limpió las manos con su pañuelo. La penumbra de la habitación le había ocultado al principio las moscas, pero ahora las veía: constelaban las paredes y el techo y se paseaban con impudicia sobre los platos de comida y los dedos de los comensales. Así serían todas las casitas de Quero: ni luz, ni agua corriente, ni desagües, ni baños. Las moscas y los piojos y mil bichos serían parte del ínfimo mobiliario, amos y señores de porongos y pellejos, de los rústicos camastros arrinconados contra las paredes de adobe y caña, de las descoloridas imágenes de vírgenes y santos clavadas contra las puertas. Si les venían ganas de orinar, en la noche, no tendrían ánimos para levantarse e ir afuera. Orinarían aquí mismo, junto a la cama donde duermen y el fogón en el que cocinan. Total, el piso es de tierra y la tierra se bebe los orines y no queda huella. Y el olor tampoco importa mucho porque desaparece, mezclado, espesando los múltiples olores a basura y suciedad que constituyen la atmósfera de la casa. ¿Y si a medianoche tienen ganas de hacer caca? ¿Tendrían ánimos para salir a la oscuridad y al frío, al viento y a la lluvia? Cagarían aquí también, entre el fogón y la cama. Al entrar ellos, la señora de la casa, una india vieja, con arrugas y legañas, y dos largas trenzas que le batían la espalda al andar, habían arrinconado detrás del baúl a unos cuyes que se pascaban por el cuarto. ¿Dormirían con ella esos animalitos, acurrucados contra su viejo cuerpo en busca de calor? ¿Cuántos meses, cuántos años que esa señora no se mudaba las polleras que llevaba puestas y que sin duda habían envejecido con ella, sobre ella? ¿Cuánto que no había hecho un aseo completo de su cuerpo, con jabón? ¿Meses, años? ¿Lo habría hecho alguna vez en su vida? El malestar del soroche desapareció, desplazado por la tristeza. Sí, Mayta, en esta mugre, en este desamparo, vivían millones de peruanos, entre orines y excrementos, sin luz ni agua, llevando la misma vida vegetativa, la misma rutina embrutecedora, la actividad primaria y casi animal de esta mujer con la que, pese a sus esfuerzos, no había podido cambiar sino unas pocas palabras, pues su castellano era incipiente. ¿No bastaba abrir un poco los ojos para justificar lo que habían hecho, lo que iban a hacer? Cuando los peruanos que vivían como esta mujer comprendieran que tenían la fuerza, que sólo les bastaba tomar conciencia de ella y usarla, toda la pirámide de explotación, servidumbre y horror que era el Perú se desfondaría como un techo apolillado. Cuando comprendieran que rebelándose comenzaría por fin la humanidad para sus vidas inhumanas, la revolución sería arrolladora.

—Listo, nos fuimos —dijo Vallejos, poniéndose de pie—. Carguemos las armas.

Todos se apresuraron a salir a la calle. Mayta se sintió animoso de nuevo, al pasar de la oscuridad a la luz. Fue a ayudar a los josefinos que sacaban los fusiles de la camioneta y los iban sujetando sobre las muías. En la placita de Quero, los indios seguían comerciando, desinteresados de ellos.

—Me convencieron de la manera más sencilla —dice Don Eugenio, con expresión cariacontecida, apiadado de su credulidad—. El Subteniente Vallejos me explicó que, además de ejercitar a los muchachos, iba a hacer entrega de la Hacienda Aína a la comunidad de Uchubamba. De la cual, recuerde, era Presidente Condori y VicePresidente Zenón Gonzales. ¿Por qué no le iba a creer? Hacía meses que había líos en Aína. Los comuneros de Uchubamba habían ocupado tierras de la hacienda y las reclamaban alegando títulos coloniales. ¿No era el Alférez una autoridad militar en la provincia? Tenía que cumplir con mi deber, para algo era Juez, señor. Así que, por más que la caminata no era broma —yo ya raspaba los sesenta—, los acompañé de buena gana. ¿No era lo más normal del mundo?

Se diría, por la naturalidad con que lo cuenta. Ha salido el sol. La cara de Don Eugenio resplandece.

—Qué sorpresa se llevaría usted, entonces, cuando empezaron los tiros.

—De padre y señor mío —responde sin vacilar—. Comenzaron no mucho después de nuestra partida, al entrar a la quebradita de Huayjaco.

Frunce un poco los ojos —sus párpados se arrugan, se le encrespan las cejas— y su mirada se vuelve líquida. Debe ser el efecto de la resolana; no puedo creer que al exJuez de Paz de Quero se le salgan las lágrimas de nostalgia por lo sucedido aquella tarde. Aunque, acaso, a su edad, todo lo anterior, aun lo más doloroso, despierte añoranza.

—Estaban tan apurados que ni siquiera hice una maletita con lo indispensable — murmura—. Salí tal como me ve ahora, con corbata, chaleco y sombrero. Echamos a andar y a la hora u horita y media empezó la fiesta.

Suelta una risita y, de inmediato, las personas que nos rodean ríen también. Son seis, cuatro hombres y dos mujeres, todos entrados en años. Hay, además, en la baranda mohosa de la glorieta, varios niños. Pregunto a los adultos si estaban aquí cuando llegaron los policías. Ellos, luego de miraditas de soslayo al Juez, como pidiéndole permiso, asienten. Insisto, encarando al más viejo de los campesinos: cómo fue, qué pasó luego de que partieron los revolucionarios. Él señala la esquina de la plaza donde muere el camino: se apareció ahí, roncando, humeando, el ómnibus con los policías. ¿Cuántos eran? Muchos. ¿Cuántos, muchos? Unos cincuenta, tal vez. Animados por su ejemplo, los otros comienzan también a hablar, y al rato todos confrontan sus recuerdos a la vez. Me cuesta seguir el hilo, en ese laberinto en el que el quechua se mezcla con el español y en el que el episodio de hace veinticinco años se confunde de pronto con el bombardeo de hace días o semanas —tampoco está claro— y con los «ajusticiamientos» de la guerrilla. En las mentes de estos campesinos se produce, naturalmente, una asociación que a mí me ha costado trabajo establecer y que muy pocos de mis compatriotas ven. Lo que saco por fin en claro es que los cincuenta o sesenta policías los creían en Quero, escondidos, pues se pasaron cerca de media hora rebuscando el pueblo, entrando y saliendo de las casitas, preguntando a unos y a otros dónde se habían metido. ¿Preguntaban por los revolucionarios? ¿Por los comunistas? No, no empleaban esas expresiones. Decían: los rateros, los abigeos, los bandidos. ¿Están seguros?

—Claro que están seguros —los personifica Don Eugenio—. Usted tiene que darse cuenta, eran otros tiempos, a quién se le iba a ocurrir que eso era una revolución. Acuérdese, además, que asaltaron dos Bancos antes de salir de Jauja…

Se ríe y todos vuelven a reírse. ¿Hubo, en esa media hora que permanecieron aquí, algún incidente entre policías y comuneros? No, ninguno, los guardias se convencieron ahí mismo que los «abigeos» se habían ido y que la gente de Quero no tenía nada que ver con ellos ni sabía lo ocurrido en Jauja. Otros tiempos, no hay duda: los policías no consideraban todavía que cualquier hombre con poncho y ojotas era —mientras no demostrara lo contrario— un cómplice de los subversivos. El mundo andino no se había polarizado al extremo actual en que sus habitantes sólo pueden ser cómplices de los rebeldes o cómplices de sus represores.

—Y, mientras —dice el Juez de Paz, la mirada de nuevo acuosa—, nosotros nos estábamos empapando de lo lindo.

La lluvia se desató al cuarto de hora de partir de Quero. Una lluvia fuerte, de gotas gruesas, que por momentos parecía granizada. Pensaron buscar refugio hasta que amainara, pero no había dónde guarecerse. «Cómo ha cambiado el paisaje», se decía Mayta. Era tal vez el único al que el aguacero no mortificaba. El agua corría por su piel, impregnaba sus pelos, se le escurría entre los labios y resultaba un bálsamo. A partir de los sembríos de Quero, el terreno era una continua pendiente. Como si hubieran cambiado una vez más de región, de país, este paisaje no tenía nada que ver con el que separaba de Jauja a Quero. Habían desaparecido los tupidos quinguales, las matas de hierbas, los pájaros, el rumor de la cascada, las florecillas silvestres y las cañas balanceándose junto al camino. En esta ladera pelada, sin rastro de trocha, la única vegetación eran, de cuando en cuando, unos cactos gigantes, de gruesos brazos erizados de espinos, en forma de candelabros. La tierra se había ennegrecido y gibado con pedrones y rocas de aire siniestro. Avanzaban divididos en tres grupos. Las acémilas y las armas adelante, con Condori y tres josefinos. Luego, el resto de los muchachos, a un centenar de metros, con Zenón Gonzales como jefe de grupo. Y, cerrando la marcha, cubriendo a los demás, el Alférez, Mayta y el Juez de Paz, quien también conocía el camino hacia Aína, por si perdían contacto con los otros. Pero hasta ahora Mayta había estado viendo a los dos grupos, allí adelante, más arriba, en las faldas de los cerros, dos manchitas que aparecían y desaparecían según los altibajos del terreno y la densidad de la lluvia. Debía ser media tarde, aunque el cielo grisáceo sugería el anochecer. «¿Qué hora es?», le preguntó a Vallejos. «Las dos y media.» Al oírlo, recordó un chiste que hacían los alumnos del Salesiano cuando les preguntaban la hora. «Lo tengo parado, míralo», y se señalaban la bragueta. Se sonrió y, por esa distracción, casi se cae. «El arma boca abajo, que no le entre tanta agua», le dijo Vallejos. La lluvia había puesto el suelo fangoso y Mayta procuraba pisar las piedras, pero éstas, sueltas por el aguacero, cedían y constantemente resbalaba. En cambio, a su derecha, el letrado de Quero — chiquito, reconcentrado, su sombrero hecho una sopa, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo de colores, sus centenarios botines que parecían enfangados— caminaba por la serranía como por un lisa vereda. También Vallejos progresaba con desenvoltura, algo adelantado, la metralleta en el hombro y la cabeza inclinada para ver dónde pisaba. Todo el tiempo les sacaba ventaja y Mayta y Don Eugenio tenían que dar pequeñas carreritas para alcanzarlo. Desde que salieron de Quero, casi no habían cambiado palabra. El propósito era llegar a la quebrada llamada Viena, ya en la vertiente oriental, de clima más benigno. Condori y Zenón Gonzales creían que era posible llegar allí antes de anochecer, si se apuraban. No era aconsejable pernoctar en plena puna, con peligro de nevada y tempestad. Aunque cansado y, a ratos, agitado por la altura, Mayta se sentía bien. ¿Lo aceptaban los Andes, por fin, después de tanto hostilizarlo? ¿Había pasado el bautizo? Sin embargo, un rato después, cuando Vallejos indicó que podían hacer un alto, se dejó caer en la tierra barrosa, exhausto. Había dejado de llover, el cielo estaba aclarando y ya no veía a los otros dos grupos. Se hallaban en una honda depresión, flanqueados por paredes de roca en las que brotaban penachos húmedos de ichu. Vallejos vino a sentarse a su lado y le pidió la metralleta, a la que examinó con cuidado, abriendo y cerrando el seguro. Se la devolvió sin decir nada y prendió un cigarrillo. La cara del joven estaba llena de gotitas y, detrás de la bocanada de humo, Mayta la vio tensa por la preocupación.

—Tú eras el que nunca perdía el optimismo —le dijo.

—No lo he perdido —repuso Vallejos, chupando el cigarrillo y arrojando el humo por la nariz y por la boca—. Sólo que…

—Sólo que no te cabe en la cabeza lo de esta mañana —dijo Mayta—. Has perdido la virginidad política, ahora sí. La revolución es más enredada que los cuentos de hadas, mi hermano.

—No quiero hablar de lo de esta mañana —lo cortó Vallejos—. Hay cosas más importantes, ahora.

Oyeron un ronquido. El Juez de Paz se había tumbado de espaldas en el suelo, con el sombrero sobre la cara, y, por lo visto, dormía.

Vallejos consultó su reloj.

—Si mis cálculos son buenos, deberían estar llegando recién a Jauja. Les llevamos unas cuatro horas. Y, en este páramo, somos una aguja en el pajar. Estamos fuera de peligro, creo. Bueno, despertemos al doctorcito y sigamos.

Apenas oyó las últimas palabras de Vallejos, Don Eugenio se incorporó. Se caló al instante el empapado sombrero.

—Siempre listo, mi Alférez —dijo, haciendo un saludo militar—. Yo soy una lechuza, duermo con un ojo nomás.

—Me asombra que esté con nosotros, doctorcito —dijo Mayta—. Con sus años y su trabajo, usted sí que tenía razones para cuidarse.

—Bueno, francamente, si alguien me hubiera pasado la voz, lo más seguro es que yo también me habría esfumado —confesó, sin el menor embarazo, el Juez de Paz—. Pero ni se acordaron de mí, me basurearon. Qué me quedaba, pues. ¿Esperar allá a la policía para ser el chivo expiatorio? Ni cojudo, señores.

Mayta se echó a reír. Habían reanudado la marcha y trepaban la hondonada, resbalando, cuando vio que Vallejos se quedaba quieto, agazapado. Miraba a un lado y a otro, escuchando.

—Tiros —lo oyó decir, en voz muy baja.

—Truenos, hombre —dijo Mayta—. ¿Seguro que son tiros?

—Voy a ver de dónde vienen —dijo Vallejos, alejándose—. Quietos, aquí.

—¿Y la policía le creyó todo eso, Don Eugenio?

—Por supuesto que me creyó. ¿No era la verdad? Pero, antes, me hicieron pasar un mal rato.

Con los pulgares en el chaleco y la ajada carita vuelta hacia el cielo me cuenta —en la glorieta de Quero hay ahora una veintena de viejos y niños haciéndonos rueda— que lo tuvieron tres días en la Comisaría de Jauja y luego un par de semanas en la Comandancia de la Guardia Civil de Huancayo, exigiéndole que confesara ser cómplice de los revolucionarios. Pero él, por supuesto, terco, incansable, repitió que se fue con ellos engañado, creyéndoles que necesitaban un Juez para entregar la Hacienda Aína a los comuneros de Uchubamba y que las armas eran para maniobras premilitares de los josefinos. Tuvieron que aceptar su versión, sí señor: a las tres semanas estaba otra vez en Quero, ejerciendo de Juez de Paz, limpio de polvo y paja y con una buena anécdota para los amigos. Se ríe y en su risa percibo un rastro de burla. Ahora el aire está seco y en las viviendas del pueblo, en las tierras y los cerros vecinos, contrastan el ocre, el pizarra, el dorado y tonos de verde. «Qué tristeza ver estas tierras medio muertas», se lamenta Don Eugenio. «Todo esto eran sembríos macanudos. ¡Qué guerra maldita! Está matando a Quero, no es justo. Y pensar que hace veinticinco años el pueblo parecía tan pobre. Pero siempre se puede estar peor, no hay fondo para la desgracia.» Yo no lo dejo distraerse en la actualidad y lo regreso al pasado y a la ficción. ¿Qué había hecho durante el tiroteo? ¿Cuánto había durado el tiroteo? ¿Llegaron a salir de la quebrada de Huayjaco? Desde que comenzó hasta que terminó y sin omitir detalle, Don Eugenio.

Tiros, no cabía duda. Mayta estaba con una rodilla en tierra, empuñando la metralleta y observando en mínimo: el horizonte dentado de unas cumbres. Una sombra pasó aleteando. ¿Un cóndor? No recordaba haber visto a ninguno vivo, sólo en fotos. Advirtió que el Juez de Paz se persignaba y que, con los ojos cerrados y las manos juntas, se ponía a rezar. Volvió a escuchar una ráfaga, en la misma dirección que la anterior. ¿A qué hora volvería Vallejos? Como respondiendo a su deseo, el Alférez asomó por el borde de la elevación. Y, detrás de él, la cara de un josefino del grupo intermedio: Perico Temoche. Se deslizaron por la ladera hasta ellos. La cara de Temoche estaba lívida y sus manos y la culata de su Máuser manchadas de barro, como si se hubiera caído.

—Están tirándole a la vanguardia —dijo Vallejos—. Pero andan lejos, el segundo grupo no los ha visto.

—¿Qué hacemos? —dijo Mayta.

—Avanzar —repuso Vallejos, con energía—. El primer grupo es el importante, hay que salvar esas armas. Trataremos de distraerlos, hasta que la vanguardia se aleje. Vamos, de una vez. Sepárense bastante uno de otro.

Mientras trepaban el muro de la hondonada, Mayta se preguntó por qué a nadie se le había ocurrido darle un fusil a Don Eugenio ni a él pedirlo. Si había que pelear, el Juez iba a vérselas negras. No se sentía agitado, no tenía miedo. Se había adueñado de él una gran serenidad. No sentía sorpresa por los tiros. Estaba esperándolos desde que salieron de Jauja, nunca había creído que les llevaran tanta ventaja como decía el Alférez. Qué estupidez demorarse así en Quero.

En lo alto de la hondonada, se agazaparon para mirar. No se veía a nadie: sólo la tierra parda y sinuosa, subiendo siempre, con ocasionales breñas y riscos, donde, pensó, podían protegerse si los perseguidores se aparecían a la vuelta de una cumbre.

—Vayan cubriéndose en las rocas —dijo Vallejos. Llevaba su metralleta en la mano izquierda y con la derecha les indicaba que se separaran más. Corría casi, inclinado, mirando en torno. Detrás de él iba el letrado, y, al poco rato, Mayta y Perico Temoche quedaron rezagados. No había vuelto a oír tiros. El cielo se despejaba: había menos nubes y ya no plomizas, preñadas de tormenta, sino blancas y esponjosas. «Mala suerte, ahora convendría que lloviera», pensó. Avanzaba atento a su corazón, temeroso de que sobrevinieran el ahogo, la arritmia, la fatiga. Pero no, se sentía bien, aunque con algo de frío. Forzando la vista, trató de divisar a los grupos delanteros. Era imposible por lo entrecortado del terreno y la abundancia de ángulos muertos. En un momento, entre dos pequeñas elevaciones, le pareció distinguir los puntos movedizos. Llamó con la mano a Perico Temoche:

—¿Son ésos los de tu grupo?

El muchacho asintió varias veces, sin hablar. Parecía más niño, así, con la cara desencajada. Apretaba su fusil como si quisieran arrebatárselo y parecía haber perdido la voz.

—No se han vuelto a oír —trató de animarlo—. A lo mejor era falsa alarma.

—No, no era falsa alarma —balbuceó Perico Temoche—. Eran de verdad.

Y, muy bajito, haciendo esfuerzos para sobreponerse, le contó que, al sonar los primeros disparos, todo su grupo había alcanzado a ver que, adelante, la vanguardia se dispersaba en tanto que alguien, seguramente Condori, levantaba su fusil para contestar el ataque. Zenón Gonzales gritó: «Al suelo, al suelo». Permanecieron tendidos hasta que se apareció Vallejos y les ordenó seguir. Se lo había traído a él para que hiciera de correo.

—Ya sé por qué —le sonrió Mayta—. Porque eres el más rápido. ¿Y también el de más agallas?

El josefino sonrió apenas, sin abrir la boca. Seguían caminando juntos, mirando a un lado y a otro. Vallejos y el Juez de Paz les habían sacado unos veinte metros de ventaja. Minutos después oyeron otra salva.

—La anécdota divertida es que en pleno tiroteo me resfrié —dice Don Eugenio—. Había habido una fuerte lluvia y yo estaba empapado ¿ve usted?

Sí, el hombrecillo pequeño, enchalecado y ensombrerado, en medio de los guerrilleros, bajo las balas de los guardias que los tiroteaban desde las cumbres, comienza a estornudar. Tratando de ponerlo en apuros, le pregunto en qué momento comprendió que aquellos hombres eran unos insurrectos y puro cuento lo de las maniobras y la entrega de Aína. No se incomoda:

—Cuando empezó la balacera —dice, con convencimiento absoluto— todo se explicó solito. Caracho, imagínese mi situación. Sin saber cómo, encontrarme ahí, entre balas que zumbaban.

Hace una pausa, sus ojitos se aguan otra vez y a mí me vuelve el recuerdo de aquella tarde, en París, dos o tres días después de la tarde que evocamos. Era a la hora en que religiosamente dejaba de escribir y salía a comprar Le Monde y a leerlo tomando un express en el bistrot Le Tournon, de la esquina de mi casa. El nombre estaba mal escrito, habían cambiado la y por una i, pero no tuve la menor duda: era mi condiscípulo del Salesiano. Aparecía en una noticia sobre el Perú, casi invisible de pequeña, apenas seis o siete líneas, no más de cien palabras. «Frustrado intento insurreccional», algo así, y no estaba claro si el movimiento tenía ramificaciones, pero sí que los cabecillas habían sido muertos o capturados. ¿Estaba Mayta preso o muerto? Fue lo primero que pensé, mientras se me caía de la boca el Gauloise y leía y releía la noticia sin acabar de aceptar que en mi lejanísimo país hubiera ocurrido una cosa así y que mi compañero de lectura de El conde de Montecristo fuera el protagonista. Pero que el Mayta sin y griega de Le Monde era él fue una certeza desde el primer instante.

—¿A qué hora empezaron a llegar aquí los prisioneros? —repite mi pregunta Don Eugenio, como si lo hubiera interrogado a él. En realidad se lo he preguntado a los ancianos de Quero, pero es bueno que sea el Juez de Paz, hombre de confianza de los vecinos, quien se muestre, interesado en saberlo—. Sería ya de noche ¿no es cierto?

Hay una onda de noes, cabezas que niegan, voces que se disputan la palabra. No había anochecido, era la tardecita. Los guardias volvieron en dos grupos; el primero, traía tendido, en una de las acémilas de Doña Teofrasia, al Presidente de la Comunidad de Uchubamba. ¿Venía muerto ya Condori? Agonizando. Le habían caído dos balazos, en la espalda y en el cuello, y estaba manchado de sangre. También traían a varios josefinos, con las manos amarradas. En ese tiempo se tomaban prisioneros. Ahora, mejor morir peleando porque al que agarran, después de sacarle lo que sabe, de todas maneras lo matan, ¿no, señor? En fin, a los muchachos les habían quitado los cordones de los zapatos para que no intentaran escaparse. Caminaban como pisando huevos, y, pese a arrastrar los pies, algunos perdían los chuzos. Llevaron a Condori a casa del teniente–gobernador y le hicieron una curación, pero por gusto, pues se les murió al ratito. A eso de la media hora llegaron los otros. Vallejos les hacía señas de que se apuraran.

—Más rápido, más rápido —lo oyó gritar.

Mayta trató pero no pudo. Ahora también Perico Temoche le había sacado varios metros. Se oían tiros aislados y no podía localizar de dónde provenían ni si estaban más cerca o más lejos que antes. Temblaba, pero no de soroche sino de frío. Y en eso vio a Vallejos alzar su metralleta: el disparo estalló en sus tímpanos. Miró la cumbre a la que el Alférez había disparado y sólo vio rocas, tierra, matas de ichu, picos quebrados, cielo azul, nubecillas blancas. Él también apuntaba hacia allá, el dedo en el gatillo.

—Por qué se paran, carajo —los urgió Vallejos, de nuevo—. Sigan, sigan.

Mayta le obedeció y, durante un buen rato, caminó muy de prisa, con el cuerpo inclinado, saltando sobre los pedruscos, corriendo a veces, tropezando, sintiendo que el frío calaba sus huesos y que su corazón enloquecía. Oyó nuevos disparos y en un momento estuvo seguro que un tiro había despotrillado unas piedras, a poca distancia. Pero, por más que miraba las cimas, no divisaba a un atacante. Era por fin una máquina que no piensa, que no duda, que no recuerda, un cuerpo concentrado en la tarea de seguir corriendo para no quedarse atrás. De pronto se le doblaron las rodillas y se detuvo, jadeante. Tambaleándose, dio unos pasos y se encogió detrás de unas piedras musgosas. El Juez de Paz, Vallejos y Perico Temoche seguían avanzando, muy rápido. Ya no podrás alcanzarlos, Mayta. El Alférez se volvió y Mayta le hizo señas de que siguiera. Y, mientras hacía esos gestos, percibió, esta vez sin sombra de duda, que un tiro se estrellaba a pocos pasos: había abierto un pequeño orificio en el suelo y levantado un humito. Se encogió lo más que pudo, miró, buscó, y, colgada del parapeto de rocas a su derecha, vio clarito la cabeza de un guardia y un fusil que le apuntaba. Se estaba cubriendo por el lado equivocado. Circundó las piedras a gatas, se tumbó en el suelo y sintió tiros sobre su cabeza. Cuando, por fin, pudo apuntar y disparó, tratando de aplicar las instrucciones de Vallejos —el blanco debe coincidir con el alza—, el guardia ya no estaba en el parapeto. La ráfaga lo hizo remecerse y lo aturdió. Vio que sus tiros descascaraban la roca, un metro por debajo de donde había asomado el guardia.

—Corre, corre, yo te cubro —oyó gritar a Vallejos. El Alférez apuntaba hacia el parapeto.

Mayta se reincorporo y corrió. El frío lo entumecía, sus huesos parecían crujir bajo su piel. Era un frío helado y ardiente que lo hacía sudar, igualito que la fiebre. Cuando llegó junto a Vallejos se arrodilló y apuntó también hacia las rocas.

—Hay unos tres o cuatro ahí —dijo el Alférez, señalando—. Vamos a progresar por saltos, en escalón. No quedarse quietos porque nos rodearían. Que no nos corten de los otros. Cúbreme.

Y, sin esperar su respuesta, se incorporó y echó a correr. Mayta siguió vigilando los riscos de la derecha, el dedo en el gatillo de la metralleta, pero no asomó ninguna figura. Por fin, buscó a Vallejos y lo divisó, lejísimos, haciéndole señas de que avanzara, él lo cubriría. Echó a correr y a los pocos pasos volvió a oír tiros, pero no se detuvo y siguió corriendo y al poco rato descubrió que era el Subteniente quien disparaba. Cuando lo alcanzó estaban junto a él Perico Temoche y el Juez de Paz. El chiquillo cargaba su Máuser con una cacerina de cinco balas que sacó de un bolsón colgado en la cintura. Había estado disparando, pues.

—¿Y los otros grupos? —preguntó Mayta. Tenían delante un roquedal que les cortaba la visión.

—Los hemos perdido, pero saben que no pueden pararse —dijo Vallejos, con vehemencia, sin apartar la mirada del contorno. Y, luego de una pausa—: Si nos cercan, nos jodimos. Hay que avanzar hasta que oscurezca.

—De noche no habrá peligro. De noche no hay persecución que valga.

«Hasta que anochezca», pensó Mayta. ¿Cuánto faltaba? ¿Tres, cinco, seis horas? No le preguntó a Vallejos la hora. Más bien, metió la mano en su sacón y una vez más —lo había hecho docenas de veces en el día— comprobó que tenía muchas cacerinas de repuesto.

—Progresión de dos en dos —ordenó Vallejos—. Yo y el doctor, tú y Perico. Cubriéndonos. Atención, no se descuiden, correr agachados. Vamos, doctorcito.

Salió corriendo y Mayta vio que ahora el Juez de Paz tenía un revólver en la mano. ¿De dónde lo había sacado? Debía ser el del Alférez, por eso llevaba la cartuchería abierta. Y en eso vio surgir dos siluetas humanas encima de su cabeza, entre los cañones de los fusiles. Una gritó: «Ríndanse, carajo». Él y Perico dispararon al mismo tiempo.

—No los pescaron a todos ese mismo día —dice Don Eugenio—. Dos josefinos se les escaparon: Teófilo Puertas y Felicio Tapia.

Conozco la historia por boca de los protagonistas, pero no lo interrumpo, para ver las coincidencias y discrepancias. Detalles más, detalles menos, la versión del antiguo Juez de Paz de Quero es muy semejante a la que he oído. Puertas y Felicio estaban en la vanguardia, bajo el mando de Condori, el primer grupo en ser detectado por una de las patrullas en que se habían dividido los guardias para batir la zona. De acuerdo a las instrucciones de Vallejos, Condori trató de seguir avanzando, a la vez que repelía el ataque, pero al poco rato fue herido. Esto provocó la espantada. Los muchachos echaron a correr, dejando abandonadas las acémilas con las armas. Puertas y Tapia se ocultaron en una cueva de vizcachas. Permanecieron allí toda la noche, medio helados de frío. Al día siguiente, hambrientos, confusos, resfriados, deshicieron el camino y llegaron a Jauja sin ser descubiertos. Ambos se presentaron a la Comisaría acompañados de sus padres.

—Felicio estaba hinchado —asegura el Juez de Paz—. De la tremenda tunda que recibió en su casa por dárselas de revolucionario.

Del grupo de vecinos de Quero que nos acompañaban sólo quedan ahora, bajo la glorieta, una pareja de viejos. Los dos recuerdan la entrada de Zenón Gonzales, amarrado de un caballo, descalzo, con la camisa rota, como si hubiera forcejeado con los guardias, y, detrás de él, el resto de los josefinos, también amarrados y con los zapatos sin pasadores. Uno de ellos —nadie sabe cuál— lloraba. Uno morochito, dicen, uno de los menorcitos. ¿Lloraba porque le habían pegado? ¿Porque estaba herido, asustado? Quién sabe. Tal vez por la mala suerte del pobre Alférez.

Y así, trepando, trepando siempre, de dos en dos, estuvieron un tiempo que a Mayta

le pareció horas, pero no debía serlo porque la luz no cedía lo más mínimo. Por parejas

que eran Vallejos y el letrado y Mayta y Perico Temoche, o Vallejos y el josefino y Mayta

y el letrado, dos corrían y dos los cubrían, estaban juntos lo suficiente para darse ánimos

y recobrar el aliento y continuaban. Veían las caras de los guardias a cada momento y

cambiaban tiros que nunca parecían dar en el blanco. No eran tres o cuatro, como

suponía Vallejos, sino bastantes más, de otro modo hubieran tenido que ser ubicuos para

aparecer en sitios tan diferentes. Asomaban en las partes altas, ahora por los dos lados,

aunque el peligroso era la derecha, donde la balaustrada de rocas se hallaba muy

próxima del terreno por el que corrían. Los estaban siguiendo por el filo de la cumbre y,

aunque a ratos Mayta creía que los había dejado atrás, siempre reaparecían. Había

cambiado un par de veces la cacerina. No se sentía mal; con frío, sí, pero su cuerpo

estaba respondiendo al tremendo esfuerzo, a esas carreras a semejante altura. ¿Cómo

no hay nadie herido?, pensaba. Porque les habían disparado ya muchas balas. Es que los

guardias se cuidaban, asomaban apenas la cabeza y tiraban a la loca, por cumplir, sin

demorarse en apuntar, temerosos de resultar un blanco fácil para los rebeldes. Tenía la

impresión de un juego, de una ceremonia ruidosa pero inofensiva. ¿Iba a durar hasta que

oscureciera? ¿Podrían escabullirse de los guardias? Parecía imposible que la noche fuera

a caer alguna vez, a oscurecerse este cielo tan lúcido. No se sentía abatido. Sin

arrogancia, sin patetismo, pensó: «Mal que mal estás siendo lo que querías, Mayta».

—Listo, Don Eugenio. Corramos. Nos están cubriendo.

—Váyase usted, nomás, a mí no me dan las piernas —le repuso el Juez de Paz, muy despacio—. Yo me quedo. Llévese esto, también.

En lugar de entregárselo, le arrojó el revólver, que Mayta tuvo que agacharse a recoger. Don Eugenio se había sentado, con las piernas abiertas. Sudaba copiosamente y tenía la boca torcida en una mueca ansiosa, como si se hubiera quedado sin aire. Su postura y su expresión eran las de un hombre que ha llegado al límite de la resistencia y al que el agotamiento ha vuelto indiferente. Comprendió que no tenía objeto discutir con él.

—Buena suerte, Don Eugenio —dijo, echando a correr. Cruzó muy rápido los treinta o cuarenta metros que lo separaban de Vallejos y de Perico Temoche, sin oír tiros; cuando llegó donde ellos, ambos, rodilla en tierra, disparaban. Trató de explicarles lo del Juez de Paz, pero jadeaba en tal forma que no le salió la voz. Desde el suelo, intentó disparar y no pudo; su metralleta estaba encasquillada. Disparó con el revólver, los tres últimos tiros, con la sensación de que lo hacía por gusto. El parapeto estaba muy cerca y había una ringlera de fusiles apuntándoles: los quepis aparecían y desaparecían. Oía gritar amenazas que el viento traía hacia ellos muy claras: «Ríndanse, carajo», «Ríndanse, conchas de su madre». «Sus cómplices ya se rindieron», «Recen, perros». Se le ocurrió: «Tienen orden de capturarnos vivos». Por eso no había nadie herido. Disparaban sólo para asustarlos. ¿Sería cierto que la vanguardia se había entregado? Estaba más tranquilo e intentó hablar a Vallejos de Don Eugenio, pero el Alférez lo cortó con un ademán enérgico.

—Corran, yo los cubro —Mayta advirtió, por su voz y por su cara, que esta vez sí estaba muy alarmado—. Rápido, éste es mal sitio, nos están cerrando. Corran, corran.

Y le dio una palmada en el brazo. Perico Temoche echó a correr. Se incorporó y corrió

también, oyendo que, al instante, silbaban las balas a su alrededor. Pero no se detuvo, y,

ahogándose, sintiendo que el hielo traspasaba sus músculos, sus huesos, su sangre,

siguió corriendo, y, aunque se tropezó y cayó dos veces y en una de ellas perdió el

revólver que llevaba en la mano izquierda, en ambas se levantó y siguió, haciendo un

esfuerzo sobrehumano. Hasta que se le doblaron las piernas y cayó de rodillas. Se

encogió en el suelo.

—Les hemos sacado ventaja —oyó decir a Perico Temoche. Y, un instante después—: ¿Dónde está Vallejos? ¿Tú lo ves? —Hubo una pausa larga, con jadeos—. Mayta, Mayta, creo que estos conchas de su madre le han dado.

Entre el sudor que le nublaba la vista advirtió que, allá abajo, donde se había quedado el Alférez cubriéndolos —habían corrido unos doscientos metros— se movían unas siluetas verdosas.

—Corramos, corramos —acezó, tratando de incorporarse. Pero no le respondieron los brazos ni las piernas y entonces rugió—: Corre, Perico. Yo te cubro. Corre, corre.

—A Vallejos lo trajeron de noche, yo mismo lo vi, ¿ustedes no lo vieron? —dice el Juez de Paz. Los dos viejos de la glorieta lo confirman, moviendo sus cabezas. Don Eugenio señala de nuevo la casita con el escudo, sede de la Gobernación—. Lo vi desde ahí. En ese cuarto del balcón nos tenían a los prisioneros. Lo trajeron en un caballo, tapado con una manta que les costó desprender porque se había pegado con la sangre de los balazos. Él sí estaba requetemuerto al entrar a Quero.

Lo escuchó divagar sobre cómo y quién mató a Vallejos. Es un tema que he oído referir tanto y por tantos, en Jauja y en Lima, que sé de sobra que nadie me dará ya ningún dato que no sepa. El ex–Juez de Paz de Quero no me ayudará a aclarar cuál es la cierta entre todas las hipótesis. Que si murió en el tiroteo entre insurrectos y guardias civiles. Que si sólo fue herido y lo remató el Teniente Dongo, en venganza por la humillación que le hizo pasar al capturar su Comisaría y encerrarlo en su propio calabozo. Que si lo capturaron ileso y lo fusilaron, por orden superior, allá, en la puna de Huayjaco, para escarmiento de oficiales con veleidades revoltosas. El Juez de Paz las menciona todas, en su monólogo reminiscente, y, aunque con cierta prudencia, me da a entender que se inclina por la tesis de que el joven Alférez fue ejecutado por el Teniente Dongo. La venganza personal, el enfrentamiento del idealista y el conformista, el rebelde y la autoridad: son imágenes que corresponden a las apetencias románticas de nuestro pueblo. Lo cual no quiere decir, claro está, que no puedan ser ciertas. Lo seguro es que este punto de la historia —en qué circunstancias murió Vallejos— tampoco se aclarará. Ni cuántas balas recibió: no se hizo autopsia y el parte de defunción no lo menciona. Los testigos dan sobre esto las versiones más antojadizas: desde una bala en la nuca hasta un cuerpo como un colador. Lo único definitivo es que lo trajeron a Quero ya cadáver, en un caballo, y que de aquí lo trasladaron a Jauja, donde la familia retiró el cuerpo al día siguiente, para llevárselo a Lima. Fue enterrado en el viejo camposanto de Surco. Es un cementerio que está ahora en desuso, con viejas lápidas en ruinas y caminillos invadidos por la maleza. En torno a la tumba del Alférez, en la que sólo hay un nombre y la fecha de su muerte, ha crecido un matorral de hierba salvaje.

—¿Y también vio a Mayta cuando lo trajeron, Don Eugenio?

A Mayta, que no quitaba los ojos de los guardias aglomerados allá abajo, donde se había quedado Vallejos, le iba volviendo la respiración, la vida. Seguía en el suelo, apuntando al vacío con su metralleta atascada. Procuraba no pensar en Vallejos, en lo que podía haberle ocurrido, sino en recobrar las fuerzas, incorporarse y alcanzar a Perico Temoche. Tomando aire, se enderezó, y casi doblado en dos corrió, sin saber si le disparaban, sin saber dónde pisaba, hasta que tuvo que detenerse. Se tiró al suelo, con los ojos cerrados, esperando que las balas se incrustaran en su cuerpo. Vas a morir, Mayta, esto es estar muerto.

—¿Qué hacemos, qué hacemos? —balbuceó a su lado el josefino.

—Yo te cubro —jadeó, tratando de empuñar la metralleta y de apuntar.

—Estamos rodeados —gimió el muchacho—. Nos van a matar.

A través del sudor que le chorreaba de la frente, vio guardias en todo el derredor, algunos echados, otros acuclillados. Sus fusiles los encañonaban. Movían las bocas y alcanzaba a oír unos ruidos ininteligibles. Pero no necesitaba entender para saber que les gritaban: «¡Ríndanse! ¡Tiren las armas!». ¿Rendirse? De todas maneras los matarían; o los someterían a torturas. Con todas sus fuerzas apretó el gatillo, pero la metralleta seguía encasquillada. Forcejeó en vano unos segundos, oyendo a Perico Temoche gimotear.

—¡Tiren las armas! ¡Manos a la cabeza! —rugió una voz, muy cerca—. O están muertos.

—No llores, no les des ese gusto —dijo Mayta al josefino—. Anda, Perico, tira el fusil.

Lanzó lejos la metralleta e, imitado por Perico Temoche, se puso de pie con las manos en la cabeza.

—¡Cabo Lituma! —La voz parecía salir de un parlante—. Regístrelos. Al primer movimiento, me los quema.

—Sí, mi Teniente.

Figuras uniformadas y con fusiles se aproximaban corriendo de todos lados. Esperó, inmóvil —el cansancio y el frío crecían por segundos—, que llegaran hasta él, convencido de que lo golpearían. Pero sólo sintió empujones mientras lo registraban de pies a cabeza. Le arrancaron el bolsón de la cintura, y, llamándolo «abigeo» y «ratero», le ordenaron que se quitara los cordones de las zapatillas. Con una soga le amarraron las manos a la espalda. Hacían lo mismo con Perico Temoche y oyó que el Cabo Lituma sermoneaba al muchacho, preguntándole si no le daba vergüenza convertirse en «abigeo» siendo apenas «un churre». ¿Abigeos? ¿Los creían ladrones de ganado? Le vinieron ganas de reírse de la estupidez de sus captores. En eso le dieron un culatazo en la espalda a la vez que le ordenaban moverse. Lo hizo, arrastrando los pies que bailoteaban dentro de sus zapatillas flojas. Estaba dejando de ser la máquina que había sido; volvía a pensar, a dudar, a recordar, a interrogarse. Sintió que temblaba. ¿No era preferible estar muerto que pasar los tragos amargos que tenía por delante? No, Mayta, no.

—La demora en regresar a Jauja no fue por los dos muertos —dice el Juez de Paz—. Fue por la plata. ¿Dónde estaba? Se volvían locos buscándola y no aparecía. Mayta, Zenón Gonzales y los josefinos juraban que iba en las acémilas, salvo los solcitos que le dieron a la señora Teofrasia Soto viuda de Almaraz por los animales y a Gertrudis Sapollacu por el almuerzo. Los guardias que capturaron al grupo de Condori juraban que en las acémilas no encontraron un cobre, sólo Máuseres, balas y unas ollas de comida. Se pasó mucho rato en los interrogatorios, tratando de averiguar qué era de la plata. Por eso llegamos a Jauja al amanecer.

Nosotros vamos a llegar también más tarde de lo previsto. Se nos han escurrido las horas en la glorieta de Quero y anochece rápidamente. La camioneta enciende los faros: del frondoso paisaje sólo diviso troncos pardos fugitivos y las piedras y piedrecillas brillosas por las que zangoloteamos. Vagamente pienso en el riesgo de una emboscada en una revuelta de la trocha, en el estallido de una mina, en llegar a Jauja después del toque de queda y ser apresados.

—¿Qué pasaría, pues, con el dinero del asalto? —se pregunta Don Eugenio, imparable ya en su evocación de aquellos hechos—. ¿Se lo repartirían los guardias?

Es otro de los enigmas que ha quedado flotando. En este caso, al menos, tengo una pista sólida. La abundancia de mentiras enturbia el asunto. ¿A cuánto ascendía lo que los insurrectos se llevaron de Jauja? Mi impresión es que los empleados de los Bancos abultaron las cifras y que los revolucionarios no supieron cuánto se estaban llevando, pues ni tuvieron tiempo de contar el botín. El dinero iba en unas bolsas, en las muías. ¿Sabía alguien cuánto había en ellas? Probablemente, nadie. Probablemente, también, algunos de los captores vaciaron parte del dinero en sus bolsillos, por lo que la suma devuelta a los Bancos fue apenas de quince mil soles, mucho menos de lo que los rebeldes «expropiaron» y menos aún de lo que los Bancos dijeron que les habían sustraído.

—Quizá es lo más triste del asunto —pienso en voz alta—. Que lo que había comenzado como una revolución, todo lo descabellada que se quiera, pero revolución al fin y al cabo, terminara en una disputa sobre cuánto se robaron y quién se quedó con lo robado.

—Cosas que tiene la vida —filosofa Don Eugenio.

Imaginó lo que dirían los periódicos de Lima, mañana, pasado y traspasado, lo que dirían los camaradas del POR y los del POR(T) y los adversarios del PC cuando leyeran las versiones exageradas, fantasiosas, sensacionalistas, amarillas, que darían los periódicos de lo ocurrido. Imaginó la sesión que el POR(T) dedicaría a sacar las enseñanzas revolucionarias del episodio y casi pudo oír, con las inflexiones y tonos de cada uno, a sus antiguos camaradas afirmando que la realidad había confirmado el análisis científico, marxista, trotskista, hecho por el Partido y justificado plenamente su desconfianza y su rechazo a participar en una aventura pequeño–burguesa abocada al fracaso. ¿Insinuaría alguno que esa desconfianza y ese rechazo habían contribuido al desastre? Ni se les pasaría por la cabeza. ¿Habría tenido otro resultado la rebelión si todos los cuadros del POR(T) participaban en ella de manera resuelta? Sí, pensó. Ellos habrían arrastrado a los mineros, al Profesor Ubilluz, a la gente de Ricrán, todo hubiera estado mejor planeado y ejecutado y ahora mismo estarían rumbo a Aína, seguros. ¿Estabas siendo honesto, Mayta? ¿Tratabas de pensar con lucidez? No. Era muy pronto, todo estaba demasiado cerca. Con calma, cuando esto hubiera pasado, habría que analizar lo sucedido desde el principio, determinar con la cabeza fría si, concebida de otra manera, con la participación de los comprometidos y del POR(T), la rebelión habría tenido más suerte o si ello sólo hubiera servido para demorar la derrota y hacerla más sangrienta. Sintió tristeza y deseos de tener apoyada la cabeza de Anatolio contra su pecho, oír esa respiración pausada, armoniosa, casi musical, cuando, agotado, se dormía sobre su cuerpo. Se le escapó un suspiro y se dio cuenta que le castañeteaban los dientes. Sintió un culatazo en la espalda: «Apúrate». Cada vez que la imagen de Vallejos surgía en su conciencia, el frío se hacía irresistible y se esforzaba por expulsarla. No quería pensar en él, preguntarse si estaba prisionero, herido, muerto, si estarían golpeándolo o rematándolo, porque sabía que el abatimiento lo dejaría sin fuerzas para lo que se venía. Iba a necesitar valor, más del que era preciso para sobreponerse al viento crujiente que le azotaba la cara. ¿Dónde se habían llevado a Perico Temoche? ¿Dónde estaban los otros? ¿Habrían conseguido escapar algunos? Iba solo, en medio de una doble columna de guardias civiles. Lo miraban a veces de reojo, como a un bicho raro, y, olvidados de lo que acababa de ocurrir, se entretenían conversando, fumando, con las manos en los bolsillos, como quien regresa de un paseo. «Ya nunca más tendré soroche», pensó. Trató de reconocer el lugar, por el que habían tenido que venir de subida, pero ahora no llovía y el paisaje parecía otro: colores más contrastados, aristas menos filudas. El suelo estaba enfangado y perdía continuamente las zapatillas. Tenía que detenerse a calzárselas y, cada vez, el guardia que iba detrás lo empujaba. ¿Te arrepentías, Mayta? ¿Habías actuado con precipitación? ¿Habías sido un irresponsable? No, no, no. Al contrario. A pesar del fracaso, los errores, las imprudencias, se enorgullecía. Por primera vez tenía la sensación de haber hecho algo que valía la pena, de haber empujado, aunque de manera infinitesimal, la revolución. No lo aplastaba, como otras veces al caer preso, la sensación del desperdicio. Habían fracasado, pero estaba hecha la prueba: cuatro hombres decididos y un puñado de escolares habían ocupado una ciudad, desarmado a las fuerzas del orden, expropiado dos Bancos, huido a las montañas. Era posible, lo habían demostrado. En adelante, la izquierda tendría que tener en cuenta el precedente: alguien, en el país, no se contentó con predicar la revolución sino intentó hacerla. «Ya sabes lo que es», pensó, a la vez que perdía una zapatilla. Mientras se la calzaba recibió un nuevo culatazo.

Despierto a Don Eugenio, que se ha quedado dormido a media ruta, y lo dejo en su casita de las afueras de Jauja, agradeciéndole su compañía y sus recuerdos. Voy luego al Albergue de Paca. Todavía está abierta la cocina y podría comer algo, pero me basta una cerveza. Salgo a tomarla a la pequeña terraza sobre la laguna. Se ven las aguas tersas y los matorrales de las orillas iluminados por la luna, que luce redonda y blanca en un cielo atestado de estrellas. En la noche se oyen en Paca toda clase de ruidos, el silbido del viento, el croar de las ranas, cantos de pájaros nocturnos. No hoy. Esta noche los animales callan. Los únicos clientes en el Albergue son dos agentes viajeros, vendedores de cerveza, a los que oigo conversar al otro lado de los cristales, en el comedor.

Éste es el fin del episodio central de aquella historia, su nudo dramático. No duró doce horas. Empezó al amanecer, con la toma de la cárcel, y terminó antes del crepúsculo, con la muerte de Vallejos y Condori y la captura del resto. Los trajeron a la Comisaría de Jauja, donde los tuvieron una semana y luego los trasladaron a la cárcel de Huancayo, donde permanecieron un mes. Allí comenzaron a soltar discretamente a los josefinos, por disposición del Juez de Menores, quien los confiaba al cuidado de las familias, en una especie de residencia vigilada. El Juez de Paz de Quero retornó a su cargo, «limpio de polvo y paja», en efecto, a las tres semanas. Mayta y Zenón Gonzales fueron llevados a Lima, encerrados en el Sexto, luego en el Frontón y luego regresados al Sexto. Ambos fueron amnistiados —nunca llegó a realizarse el juicio—, años más tarde, al tomar posesión un nuevo Presidente del Perú. Zenón Gonzales dirige todavía la cooperativa de Uchubamba, propietaria de la Hacienda Aína desde la Reforma Agraria de 1971, y pertenece al Partido Acción Popular del que ha sido dirigente en toda la zona.

Los primeros días, los periódicos se ocuparon mucho de los sucesos y dedicaron primeras planas, grandes titulares, editoriales y artículos, a lo que fue considerado un intento de insurrección comunista, debido al historial de Mayta. En La Prensa apareció una foto de él, irreconocible, detrás de los barrotes de un calabozo. Pero prácticamente a la semana dejó de hablarse del tema. Más tarde, cuando, inspirados por la Revolución Cubana, hubo en 1963, 1964, 1965 y 1966, brotes guerrilleros en la sierra y en la selva, ningún periódico recordó que el primer antecedente de esos intentos de levantar en armas al pueblo para establecer el socialismo en el Perú había sido ese episodio ínfimo, afantasmado por los años, en la provincia de Jauja, y nadie recuerda hoy a sus protagonistas.

Cuando me voy a dormir oigo, por fin, un ruido cadencioso. No, no son los pájaros nocturnos; es el viento, que hace chapalear contra la terraza del Albergue las aguas de la laguna de Paca. Esa suave música y el hermoso cielo estrellado de la noche jaujina sugieren un país apacible, de gentes reconciliadas y dichosas. Mienten, igual que una ficción.

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