Parece un personaje del Arcimboldo: su nariz es una sarmentosa zanahoria, sus cachetes dos membrillos, su mentón una protuberante patata llena de ojos y su cuello un racimo de uvas a medio despellejar. Su fealdad resulta simpática de tan impúdica; se diría que Don Ezequiel la engalana con esos pelos grasientos que le cuelgan en flecos por los hombros. Su cuerpo parece aún más fofo embutido en el pantalón bolsudo y la chompa con remiendos. Sólo uno de sus zapatos lleva pasador; el otro amenaza salirse a cada paso. Y, sin embargo, no es un mendigo sino el dueño de la Tienda de Muebles y Artículos para el Hogar, en la Plaza de Armas de Jauja, junto al Colegio del Carmen y la Iglesia de las Madres Franciscanas. Las lenguas jaujinas dicen que, ahí donde uno lo ve, es el comerciante más rico de la ciudad. ¿Por qué no ha huido, como otros? Los insurrectos lo raptaron hace unos meses y es vox populi que pagó un alto rescate; desde entonces no lo molestan porque, dicen, paga el «cupo revolucionario».
—Ya sé quién lo mandó acá, ya sé que fue el hijo de puta del Chato Ubilluz —me para en seco, apenas me ve asomar por su tienda—. Vino por gusto, no sé nada ni vi nada ni estuve comprometido en esa cojudez de mierda. No tenemos nada que hablar. Ya sé que está escribiendo sobre Vallejos. No me meta en esto o aténgase a las consecuencias. Se lo digo sin enojarme, para que le entre clarito en la tutuma.
En realidad, me lo dice con los ojos hirviendo de indignación. Grita de tal modo que una de las patrullas que recorren la Plaza se aproxima a preguntar si ocurre algo. No, nada. Cuando se van, hago el número de costumbre: no hay motivo para alarmarse, Don Ezequiel, no pienso nombrarlo ni una sola vez. Tampoco figurará en mi historia el Subteniente Vallejos ni Mayta ni ninguno de los protagonistas y nadie podrá identificar en ella lo que realmente ocurrió.
—¿Y entonces para qué mierda ha venido a Jauja? —me replica, gesticulando con unos dedos como garfios—. ¿Para qué mierda está haciendo preguntas por calles y plazas sobre lo que pasó? ¿Para qué toda esa chismografía de mierda?
—Para mentir con conocimiento de causa —digo, por centésima vez en el año—. Déjeme por lo menos explicárselo, Don Ezequiel. No le quitaré ni dos minutos. ¿Me permite? ¿Puedo entrar?
La luz que baña el aire de Jauja es de amanecer: primeriza, balbuciente, negruzca, y, en ella, el perfil de la Catedral, los balcones del contorno, el jardincillo enrejado y con árboles del centro de la Plaza, se hacen y deshacen. El vientecillo cortante pone la piel de gallina. ¿Eran los nervios? ¿Era el miedo? No estaba nervioso ni asustado, apenas ligeramente ansioso, y no por lo que iba a ocurrir sino por la maldita altura que, a cada instante, le recordaba su corazón. Había dormido unas horas, pese al frío que se colaba por los vidrios rotos, y pese a que los sillones de la peluquería no eran la cama ideal. Lo había despertado a las cinco un quiquiriquí y lo primero que pensó, antes de abrir los ojos, fue: «Ya es hoy». Se levantó, se desperezó en la oscuridad, y, chocando con las cosas, fue hasta la palangana llena de agua. El líquido glacial lo despertó del todo. Había dormido vestido y sólo tuvo que calzarse las botas, cerrar su maletín y esperar. Se sentó en una de las sillas donde Ezequiel rapaba a sus clientes y, cerrando los ojos, recordó las instrucciones. Estaba confiado, sereno, y, si no hubiera sido por ese ahogo, se hubiera sentido feliz. Momentos después oyó abrirse la puerta. En el resplandor de una linterna, vio a Ezequiel. Le traía café caliente, en un tazón de lata.
—¿Dormiste muy incómodo?
—Dormí muy bien —dijo Mayta—. ¿Ya son las cinco y media?
—Falta poco —susurró Ezequiel—. Sal por atrás y no hagas ruido.
—Gracias por la hospitalidad —se despidió Mayta—. Buena suerte.
—Mala suerte, más bien. Toda mi culpa fue ser buena gente, un gran cojudo. —Su nariz se hincha y destacan innumerables venitas vinosas; sus ojos bullen, frenéticos—. Mi culpa fue compadecerme de un foráneo que no conocía y dejarlo dormir una sola noche en mi peluquería. ¿Y quién me metió el dedo a la boca con el cuentanazo de que el pobre no tenía techo y si no me importaría alojarlo? ¡Quién si no el hijo de puta del Chato Ubilluz!
—Han pasado veinticinco años, Don Ezequiel —trato de apaciguarlo—. Es historia vieja, ya nadie se acuerda. No se enoje así.
—Me enojo porque, no contento de hacerme lo que me hizo, ahora ese perro anda diciendo que me he vendido a los terroristas. A ver si el Ejército me fusila y se libra así de mi existencia —bufa Don Ezequiel—. Me enojo porque al cerebro de la cojudez no le pasó nada. Y a mí, que no sabía nada ni entendía nada ni vi nada, me encerraron en la cárcel, me rompieron las costillas y me tuvieron orinando sangre por las patadas que me dieron en los riñones y en los huevos.
—Pero usted salió de la cárcel y volvió a empezar y ahora es un hombre que Jauja envidia, Don Ezequiel. No se ponga así, no se sulfure. Olvídese.
—No puedo olvidarme si usted viene a fregarme la paciencia para que le cuente cosas que no sé —ruge él, accionando como si fuera a arañarme—. ¿No es lo más cojonudo? El que menos sabía lo que pasaba fue el único que se jodió.
Recorrió el pasadizo, se aseguró de que no hubiera nadie en la calle, abrió, salió y cerró tras él la puertecita falsa de la peluquería. En la Plaza no había un alma y la tímida luz apenas le permitía ver dónde pisaba. Fue hasta la banca. Los de Ricrán no habían llegado. Se sentó, puso el maletín entre sus pies, se protegió la boca con el cuello de su chompa y hundió sus manos en los bolsillos. Tenía que ser una máquina. Era algo que recordaba de las clases de Instrucción Pre–Militar: un autómata lúcido, que no se atrasa ni adelanta, y, sobre todo, que nunca duda, un combatiente que aplica lo programado con la precisión de una mezcladora o de un torno. Si todos actuaban así, la prueba más difícil, la de hoy, sería franqueada. La segunda resultaría más fácil, y, salvando una y otra, la victoria estaría un día a la vista. Oía gallos invisibles; detrás, entre las hierbas del jardincillo, croaba un sapo. ¿Se atrasaban? El camión de Ricrán estacionaría en la Plaza de Santa Isabel, donde confluían los vehículos que traían productos para el Mercado. Desde allí, repartidos en grupos, ganarían sus emplazamientos. Ni siquiera sabía los nombres de los dos camaradas que vendrían a reunirse con él para ir a la cárcel, y, luego, a la Compañía de Teléfonos. «¿Qué santo es hoy?» «San Edmundo Dantés.» Bajo la chompa que le cubría media cara, sonrió: la contraseña se le había ocurrido acordándose de El conde de Montecristo. En eso llegó el josefino, puntual. Se llamaba Felicio Tapia y estaba con su uniforme —pantalón y camisa caqui, Cristina del mismo color, una chompa gris— y libros bajo el brazo. «Van a ayudarnos a empezar la revolución y se meterán al colegio», pensó. «Tenemos que apurarnos para que no se pierdan la primera clase.» Cada uno de los grupos tenía adscrito a un josefino como mensajero, por si necesitaba comunicar algún imprevisto. Una vez que cada grupo iniciara la retirada, el josefino debía reanudar su vida normal.
—Los de Ricrán se están atrasando —dijo Mayta—. ¿No se habrá cerrado la cordillera?
El chiquillo observó las nubes:
—No, no ha llovido.
Era improbable que una lluvia o un huayco cerrara el tránsito en esta época. Si así ocurría, estaba previsto que la gente de Ricrán se fuera por las sierras a Quero. El josefino miraba a Mayta con envidia. Era muy jovencito, con dientes de conejo y un comienzo de bozo.
—¿Tus compañeros son tan puntuales como tú?
—Roberto ya está en la esquina del Orfelinato y a Melquíades lo vi yéndose a Santa Isabel.
Aclaraba rápidamente y Mayta lamentó no haber revisado una última vez la metralleta. La tenía en el maletín y no dejaba de pensar en ella, y, antes de echarse a dormir, abrió y cerró el seguro, verificando la carga. ¿Qué falta hacía una nueva revisión? La Plaza estaba ahora algo movida. Pasaban mujeres con mantas sobre la cabeza, en dirección a la Catedral, y, de cuando en cuando, una camioneta o un camión cargados de fardos o barriles. Eran las seis menos cinco. Se puso de pie y cogió el maletín.
—Corre a Santa Isabel y, si ha llegado el camión, dices a los de mi grupo que vayan de frente a la cárcel. A las seis y media les abriré la puerta. ¿Entendido?
—Yo no tengo pelos en la lengua y lo digo tal cual: el responsable de todo no fue Vallejos ni el foráneo sino Ubilluz. —Don Ezequiel se rasca los pellejos bulbosos del pescuezo con sus uñas negras y resopla—: De lo que pasó y de lo que no pasó esa mañana. Pierde el tiempo chismeando con unos y otros.
Basta con él. Esa basura es el único que sabe con pelos y detalles toda la mierda de historia.
Apaga su voz una radio a todo volumen, que transmite en inglés. Es la estación destinada a los «marines» y aviadores norteamericanos, para los que se ha requisado la Unidad Escolar San José.
—¡Ya está la maldita radio de los gringos conchas de su madre! —ruge Don Ezequiel, tapándose los oídos.
Le digo que me ha sorprendido no ver hasta ahora a «marines» por las calles, que todas las patrullas que cruzan las esquinas sean de guardias y soldados peruanos.
—Deben estar durmiendo la mona o descansando después de tanto cachar —brama, hecho una fiera—. Han corrompido a todo Jauja, han convertido en prostitutas hasta las monjas. ¿Cómo no iba a ser así si aquí todos nos morimos de hambre y ellos tienen dólares? Dicen que hasta el agua se la traen en aviones. No es verdad que con su plata ayuden al comercio local. Ni uno solo ha entrado a comprarme nada, por ejemplo. Sólo gastan en cocaína, eso sí a cualquier precio. Mentira que vinieran a pelear con los comunistas. Han venido a coquearse y a tirarse a las jaujinas. Hasta hay negros entre ellos, qué tal concha.
Aunque estoy atento a la rabieta de Don Ezequiel, ni un instante descuido a Mayta, en esa madrugada de hace un cuarto de siglo, en esa Jauja sin revolucionarios ni «marines», caminando por la matutina calle de Alfonso Ugarte, con el maletín de la metralleta. ¿Iba preocupado por la tardanza del camión? Seguramente. Por más que se hubiera previsto la posibilidad de una tardanza, debía producirle cierta inquietud esa primera contrariedad, aun antes de que empezara a materializarse el plan. Plan que, en medio de la telaraña de tergiversaciones y fabulaciones, creo identificar bastante bien hasta el momento en que los revolucionarios, a eso de media mañana, debían salir de Jauja en dirección al puente de Molinos. A partir de ahí me pierdo en las contradictorias versiones. Tengo cada vez más la seguridad de que sólo un núcleo ínfimo
—acaso sólo Vallejos y Ubilluz, acaso sólo ellos y Mayta, acaso sólo el Subteniente— sabía exactamente todo lo que harían: esta decisión de dejar en ignorancia al resto los perjudicó terriblemente. ¿En qué pensaba Mayta en la última cuadra de Alfonso Ugarte, cuando veía ya. a mano izquierda, los muros de adobe y los aleros de tejas de la cárcel? Que, a su derecha, detrás de los visillos de la casa de Ubilluz, el Chato y los camaradas de La Oroya, Casapalca y Morococha, acantonados ahí desde la víspera o desde horas atrás, acaso lo estarían viendo pasar. ¿Debía avisarles que el camión no llegó? No, no debía alterar por ningún motivo las instrucciones. Por lo demás, al verlo solo habrían comprendido que el camión se había atrasado. Si llegaba en la siguiente media hora, los de Ricrán alcanzarían las acciones. Y, si no, se reunirían con ellos en Quero, adonde debían acudir los demorados. Llegó hasta la fachada de piedra de la cárcel, y, como había dicho el Alférez, no había centinela. La puerta aherrumbrada se abrió y apareció Vallejos. Con un dedo en los labios, tomó de un brazo a Mayta y lo hizo entrar cerrando el portón luego de comprobar que no lo acompañaba nadie. Con un ademán le indicó que regresara a la Alcaidía y desapareció. Mayta observó el zaguán abierto, con columnas, en el cuarto del frente decía Prevención, y el patiecito con guindos de hojas largas y finas, cargadas de racimos. En la habitación donde estaba había un escudo, un pizarrón, un escritorio, una silla y una ventanita por cuyos cristales turbios se adivinaba la calle. Seguía con el maletín en las manos, sin saber qué hacer, cuando volvió Vallejos.
—Quería ver si nadie te sintió —dijo éste en voz baja—. ¿No llegó el camión?
—Por lo visto, no. Mandé a Felicio a esperarlo y a decir a mi grupo que se presentara aquí a las seis y media. ¿Nos harán falta los de Ricrán?
—No hay problema —dijo Vallejos—. Escóndete ahí y espera, sin hacer ruido.
A Mayta lo fortaleció la calma y seguridad del Subteniente. Estaba con pantalón y botas de fajina y una chompa negra de cuello en vez de la camisa comando. Entró a la Alcaidía y el cuarto le pareció un gran closet, de paredes blancas. Ese mueble debía ser una armería, en esos nichos debían colocar los fusiles. Al cerrar la puerta quedó en la penumbra. Forcejeó para abrir su maletín, porque el seguro se había atrancado. Sacó la metralleta y se metió en los bolsillos las cajas de municiones. Tan bruscamente como había estallado, la radio se apagó. ¿Qué había sido del camión de Ricrán?
—Había llegado tempranito, a Santa Isabel, donde tenía que llegar —Don Ezequiel se echa a reír y es como si surtiera veneno de sus ojos, boca y orejas—. Y cuando empezó lo de la cárcel, ya se había ido. Pero no a Quero, donde se suponía que debía ir, sino a Lima. Y no llevándose a los comunistas ni las armas robadas. Nada de eso. ¿Qué se llevaba el camión? ¡Habas! Sí, carajo, como suena. El camión de la revolución, en el instante que la revolución comenzaba, partió a Lima con un cargamento de habas. ¿No me pregunta de quién era ese cargamento de habas?
—No se lo pregunto porque me va usted a decir que era del Chato Ubilluz —le digo.
Don Ezequiel lanza otra risotada monstruosa:
—¿No me pregunta quién lo manejaba? —Alza sus manos sucias y, como dando puñetes, señala la Plaza—: Yo lo vi pasar, yo lo reconocí a ese traidor. Yo lo vi. prendido del volante, con una gorrita azul de maricón. Yo vi los costales de habas. ¿Qué carajo pasa? ¡Qué iba a pasar! Que ese maldito cabrón acababa de meternos el dedo, a Vallejos, al foráneo y a mí.
—Dígame una sola cosa más y lo dejo en paz, Don Ezequiel. ¿Por qué no se fue usted también esa mañana? ¿Por qué se quedó tan tranquilo en su peluquería? ¿Por qué, al menos, no se escondió?
La cara frutal me considera horriblemente varios segundos, con furia morosa. Lo veo hurgarse la nariz, encarnizarse con los pellejos del pescuezo. Cuando me contesta, todavía se siente obligado a mentir:
—¿Por qué mierda iba a esconderme si no estaba comprometido en nada? ¿Por qué mierda?
—Don Ezequiel, Don Ezequiel —lo amonesto—. Han pasado veinticinco años, el Perú se acaba, la gente sólo piensa en salvarse de una guerra que ya ni siquiera es entre nosotros, usted y yo podemos quedar muertos en el próximo atentado o tiroteo, ¿a quién le importa ya lo que pasó ese día? Cuénteme la verdad, ayúdeme a terminar mi historia antes de que a usted y a mí nos devore también este caos homicida en que se ha convertido nuestro país. Usted tenía que ayudar a cortar los teléfonos y contratar unos taxis, pretextando una pachamanca en Molinos. ¿Recuerda a qué hora debía estar en la Compañía de Teléfonos? Cinco minutos después de que abrieran. Los taxis iban a esperar en la esquina de Alfonso Ugarte y La Mar, donde los capturaría el grupo de Mayta. Pero usted ni contrató los taxis ni fue a la Compañía de Teléfonos y al josefino que llegó hasta aquí a preguntarle qué pasaba, le respondió: «No pasa nada, todo se jodió, corre al colegio y olvídate que me conoces». Ese josefino es Telésforo Salinas, el Director de Educación Física de la Provincia, Don Ezequiel.
—¡Sarta de mentiras! ¡Infamias de Ubilluz! —ruge él, granate de disgusto—. Yo no supe nada y no tenía por qué esconderme ni escapar. Váyase, lárguese, desaparezca. ¡Calumniador de porquería! ¡Chismoso de mierda!
En el nicho en penumbra en el que estaba, la metralleta en las manos, Mayta no oía ningún ruido. Tampoco veía nada, salvo dos rayitos de luz, por las junturas de la puerta. Pero no tenía dificultad en adivinar, con precisión, que en ese instante Vallejos entraba a la cuadra de los catorce guardias y los despertaba con voz de trueno: «¡Atenciooooón!». «¡Limpieza de Máuseres!» Pues el comandante armero de Huancayo acababa de avisarle que vendría a pasar revista temprano por la mañana. «Tengan cuidado, sean maniáticos con el exterior y con el alma de los fusiles, cuidadito que alguno esté anillado y no me lo noten.» Pues el Subteniente Vallejos no quería recibir más resondrones del comandante armero. Los fusiles útiles y la munición de cada guardia republicano —noventa cartuchos— serían llevados a la Prevención. «¡A formar en el patio!» Entonces vendría su turno. Ya estaba la maquinaria en marcha, las piezas en funcionamiento, esto es la acción, esto era. ¿Habrían llegado los de Ricrán? Espiaba por las rendijas, esperando las siluetas de los guardias llevando sus Máuseres y municiones al cuartito del frente, uno detrás de otro, y entre ellos, Antolín Torres.
Es un guardia republicano jubilado que vive en la calle Manco Cápac, a medio camino entre la cárcel y la tienda de Don Ezequiel. Para evitar que el ex–peluquero me descerrajara un puñete o le diera una apoplejía he tenido que marcharme. Sentado en una banca de la majestuosa Plaza de Jauja —afeada ahora por los caballetes con alambres de las esquinas de la Municipalidad y la Subprefectura— pienso en Antolín Torres. He conversado con él esta mañana. Es un hombre feliz desde que los «marines» lo contrataron de guía y traductor (habla el castellano tan bien como el quechua). Antes tenía una chacrita, pero la guerra la destruyó y se estaba muriendo de hambre hasta que llegaron los gringos. Su trabajo consiste en acompañar a las patrullas que salen a recorrer las inmediaciones. Sabe que este trabajo le puede costar el pescuezo; muchos jaujinos le vuelven la espalda y la fachada de su casa está llena de inscripciones de «Traidor» y «Condenado a muerte por la justicia revolucionaria». Por lo que me ha dicho Antolín y las palabrotas de Don Ezequiel, las relaciones entre los «marines» y los jaujinos son malas o pésimas. Incluso la gente hostil a los insurrectos alienta un resentimiento contra estos extranjeros a los que no entienden y, sobre todo, que comen, fuman y no padecen ninguna privación en un pueblo donde hasta los antiguos ricos pasan penurias. Sesentón de cuello de toro y gran barriga, ayacuchano de Cangallo que se ha pasado la vida en Jauja, Antolín Torres tiene un castellano sabroso, brotado de quechuismos. «Que me maten, pues, los comunistas, me ha dicho. Pero, eso sí, me matarán bien comido, bien bebido y fumando rubios.» Es un narrador que sabe graduar los efectos con pausas y exclamaciones. Aquel día, hace veinticinco años, le tocaba entrar de servicio a las ocho, reemplazar como centinela en la puerta al guardia Huáscar Toledo. Pero Huáscar no estaba en la garita sino adentro, con los demás, terminando de engrasar el Máuser para la visita del comandante armero. El Subteniente Vallejos los apuraba y Antolín Torres malició algo.
—Pero ¿por qué, señor Torres? ¿Qué tenía de raro una revisión de armamento?
—Lo raro era que el Subteniente se paseara con la metralleta al hombro. ¿Para qué, pues, estaba armado? ¿Y para qué, pues, teníamos que dejar el Máuser en la Prevención? Esto es rarísimo, mi Sargento. ¿De cuándo acá, pues, la moda de que un guardia se separe de su Máuser para la revista? No pienses tanto, Antolín, es malísimo para el ascenso, me dijo el Sargento. Obedecí, limpié mi Máuser y lo dejé en la Prevención, con mis noventa cartuchos. Y me fui a formar al patio. Pero oliéndome algo raro. No lo que pasaría, pues. Algo de los presos, más bien. Había como cincuenta en los calabozos. Un intento de fuga, no sé, algo.
«Ahora.» Mayta empujó la puerta. De tanto estar inmóvil se le habían acalambrado las piernas. Su corazón era un tambor batiente y lo dominaba una sensación de algo definitivo, irreversible, cuando emergió con su metralleta llena de grasa en el patiecito, ante los guardias formados, y se plantó delante de la Prevención. Dijo lo que tenía que decir:
—Espero que nadie me obligue a disparar, porque no quisiera matar a nadie.
Vallejos encaraba también con la metralleta a sus subordinados. Los ojos legañosos de los catorce guardias pendularon de él al Alférez, del Alférez a él, sin entender: ¿estamos despiertos o soñando? ¿Esto es verdad o pesadilla?
—Y, entonces, el Subteniente les habló ¿no es cierto, señor Torres? ¿Recuerda usted lo que les dijo?
—No quiero comprometerlos, yo me vuelvo rebelde, revolucionario socialista —mima y acciona Antolín Torres y la nuez sube y baja por su cuello, desbocada—. Si alguno quiere seguirme por su propia voluntad, que venga. Hago esto por los pobres, por el pueblo sufrido y porque los jefes nos han fallado. Y, usted, Sargento pagador, de mi quincena compre cerveza el domingo para todo el personal. Mientras el Subteniente discurseaba, el otro enemigo, el que vino de Lima, nos tenía cuadrados con su metralleta, cerrándonos el paso a los Máuseres. Caímos como cholitos, pues. La superioridad, luego, nos dio dos semanas de rigor.
Mayta lo había oído sin seguir lo que Vallejos les decía, por la excitación que lo colmaba. «Como una máquina, como un soldado.» El Subteniente arreó a los guardias hacia la cuadra y ellos obedecieron dócilmente, todavía sin entender. Vio que el Subteniente, después de encerrarlos, echaba cadena a la cuadra. Luego, con movimientos rápidos, precisos, la metralleta en la mano izquierda, corrió con una gran llave en la otra mano a abrir una puerta enrejada. ¿Estaban allí los de Uchubamba? Tenían que haber visto y oído lo que acababa de pasar. En cambio, los otros presos, en las celdas de la espalda del patio de los guindos, se hallaban demasiado lejos. Desde su puesto, junto a la Prevención, vio emerger a dos hombres detrás de Vallejos. Ahí estaban, sí, los camaradas que hasta ahora sólo conocía de nombre. ¿Cuál sería Condori y cuál Zenón Gonzales? Antes de que lo supiera, estalló una discusión entre Vallejos y el más joven, un blanconcito de pelos largos. Aunque a Mayta le habían dicho que los campesinos de la zona oriental solían tener piel y cabellos claros, se desconcertó: los agitadores indios que dirigieron la toma de la Hacienda Aína parecían dos gringuitos. Uno llevaba ojotas.
—¿Te vas a echar atrás, so carajo? —oyó decir a Vallejos, acercando la cara a uno de ellos— Ahora que comenzó, ahora que estamos en la candela ¿te vas a echar atrás?
—No me echo atrás —masculló éste, retrocediendo—. Es que… es que…
—Es que eres un amarillo, Zenón —gritó Vallejos—. Peor para ti. Vuelve a tu celda. Que te juzguen, que te enchironen, púdrete en el Frontón. No sé cómo no te pego un tiro, carajo.
—Espera, alto, vamos a hablar sin pelea —dijo Condori, interponiéndose. Era el de las ojotas y a Mayta lo alegró descubrir, allí, a alguien que podía ser de su edad—. No te calientes, Vallejos. Déjame solo un rato con Zenón.
El Subteniente, de tres trancos, vino al lado de Mayta.
—Mariconeó —dijo, ya sin la furia de hacía un momento, sólo con decepción—. Anoche estaba de acuerdo. Ahora viene con que tiene dudas, que mejor se queda acá y que después ya verá. Eso se llama miedo, no dudas.
¿Qué dudas movieron al joven dirigente de Uchubamba a provocar ese incidente? ¿Pensó, en el umbral de la rebelión, que eran demasiado pocos? ¿Dudó que él y Condori pudieran arrastrar al resto de la comunidad a la insurrección? ¿Tuvo una intuición de la derrota? ¿O, simplemente, vaciló ante la perspectiva de tener que matar y de que lo mataran?
El diálogo de Condori y Gonzales era en voz baja. Mayta oía palabras sueltas y, a ratos, los veía gesticular. En un momento, Condori cogió a su compañero del brazo. Debía tener cierta autoridad sobre éste, quien, aunque alegaba, mantenía una actitud respetuosa. Un momento después, ambos se acercaron.
—Ya está, Vallejos —dijo Condori—. Ya está. Todo bien. No ha pasado nada.
—Está bien, Zenón —le estiró la mano Vallejos—. Discúlpame por haberme calentado. ¿Sin rencores?
El joven asintió. Al estrecharle la mano, Vallejos repitió: «Sin rencores y que todo sea por el Perú, Zenón». Por su cara, Gonzales parecía más resignado que convencido. Vallejos se volvió hacia Mayta:
—Carguen las armas en los taxis. Voy a ver a los presos.
Se alejó hacia los guindos y Mayta corrió a la entrada. Por la ventanita de vigilancia del portón observó la calle. En vez de los taxis, de Ubilluz y los mineros de La Oroya, vio a un grupito de escolares josefinos, encabezados por Cordero Espinoza, el brigadier.
—¿Qué hacen aquí? —los interpeló—. ¿Por qué no están en sus puestos?
—Porque no había nadie en sus puestos, porque todos habían desaparecido —dice Cordero Espinoza, con un bostezo que entibia su sonrisa—. Porque nos habíamos cansado de esperar. No había a quien servir de chasquis. A mí me tocaba la Comisaría. Estuve allí tempranito y nada. Al rato, Hernando Huasasquiche vino a decirme que el Profe Ubilluz no estaba en su casa ni en ninguna parte. Y que lo habían visto manejando su camión, por la carretera. Poco después supimos que los de Ricrán se habían hecho humo, que los de La Oroya no habían venido o se habían regresado. ¡La espantada general! Nos reunimos en la Plaza. Estábamos con las caras largas, haciendo tiempo para ir a clases. Nos habían hecho una mala pasada, nos habían tenido jugando a la serial. En eso se apareció Felicio Tapia. Nos dijo que el limeño sí había ido a la cárcel, después de esperar en vano a los de Ricrán. Así que nos fuimos a la cárcel a ver qué pasaba. Vallejos y Mayta habían encerrado a los guardias, capturado los fusiles y libertado a Condori y Gonzales. ¿Se imagina usted una situación más ridícula?
Al Doctor Cordero Espinoza no le falta razón. ¿Cómo no llamarla ridícula? Han tomado la cárcel, tienen catorce fusiles y mil doscientas balas. Pero se han quedado sin revolucionarios porque ni uno solo de los treinta o cuarenta conjurados ha comparecido. ¿Fue lo que pensó Mayta al espiar por la ventanita y encontrarse sólo con siete niños uniformados?
—¿No ha venido nadie? ¿Ninguno? ¿Nadie?
—Hemos venido nosotros —dijo el chiquillo de cabeza semirrapada y, en su aturdimiento, Mayta recordó lo que Ubilluz dijo de él al presentárselo: «Cordero Espinoza, brigadier de año, primero de su clase, un cráneo»—. Pero los demás parece que se han corrido.
¿Pasmo, rabia, una intuición de catástrofe lo abrumaron? ¿O, más bien, la quieta confirmación de algo que, sin identificar del todo, íntimamente temía desde esa madrugada, al no llegar a la Plaza los hombres de Ricrán, o, acaso, desde que en Lima sus camaradas del POR(T) decidieron apartarse, o desde que comprendió que su gestión con Blacquer para asociar al Partido Comunista al alzamiento era inútil? ¿Desde alguno de esos momentos, sin decírselo claramente, aguardaba sin embargo este tiro de gracia? ¿La revolución ni siquiera empezaría? Pero si ya ha empezado, Mayta, no te das cuenta acaso, ya ha empezado.
—Para eso estamos aquí, para eso hemos venido —exclamó Cordero Espinoza— ¿Acaso no podemos reemplazarlos nosotros?
Mayta vio que los josefinos se habían arremolinado en torno al brigadier y movían las cabezas, asintiendo y apoyando. Lo único que atinó a pensar fue que a algún transeúnte, a algún vecino, podía llamarle la atención ese grupito de colegiales en la puerta de la cárcel.
—Se me ocurrió ofrecernos como voluntarios en ese momento, ahí mismo, sin haberlo consultado con mis compañeros —recuerda el Doctor Cordero Espinoza—. Se me ocurrió de repente, al ver la cara que puso el pobre Mayta al saber que los otros no habían venido.
Estamos en su despacho de la calle Junín, una calle en la que proliferan los bufetes. La abogacía sigue siendo la profesión jaujina por excelencia, aunque, en estos últimos tiempos, la guerra y las catástrofes hayan mermado la actividad jurídica local. Hasta hace poco, en toda familia jaujina uno o dos vástagos venían al mundo con su expediente de leguleyos bajo el brazo. Meter pleitos es un deporte multiclasista en la provincia, tan popular como el fútbol y los carnavales. En la turbamulta de abogados jaujinos, el antiguo brigadier y alumno ejemplar del Colegio San José —donde dictaba el curso de Economía Política un par de veces por semana, hasta que por la guerra se suspendieron las clases— sigue siendo la estrella. Se trata de un hombre desenvuelto y ameno. Su despacho rutila con diplomas de congresos a que ha asistido, distinciones que se ganó como Concejal, Presidente del Club de Leones de Jauja, Presidente de la Junta Pro–carretera al Oriente y varias funciones cívicas más. Es, entre todas las personas con las que he conversado, la que evoca con más distancia, precisión, desenfado y —me parece— objetividad, aquellos sucesos. La pulcritud de su oficina contrasta con el pasillo de la entrada, en el que hay un hueco en el suelo y media pared en escombros. Al hacerme pasar, me dijo señalándolos: «Fue un petardo de los terrucos. Lo he dejado así, para recordar las precauciones que debo tomar cada día si quiero conservar la cabeza en su sitio». Con el mismo espíritu liviano me contó, luego, que en el atentado a su hogar los terrucos fueron más eficientes: la casa ardió toda, con las dos cargas de dinamita. «Mataron a mi cocinera, una viejita de sesenta años. Mi mujer y mis hijos, felizmente, se hallaban ya fuera de Jauja.» Viven en Lima y están a punto de partir al extranjero. Es lo que hará él, apenas liquide sus asuntos. Porque, dice, tal como van las cosas ¿qué sentido tiene seguir arriesgando el pellejo? ¿No ha mejorado la seguridad en Jauja con la llegada de los «marines»? Ha empeorado, más bien. Porque el rencor que provoca en la gente la presencia de tropas extranjeras, hace que muchos ayuden, por acción o por omisión —escondiéndolos, facilitándoles coartadas, callando—, a los terrucos. «Dicen que algo parecido pasa entre los guerrilleros peruanos y los internacionalistas cubanos y bolivianos. Que hay enfrentamientos entre ellos. El nacionalismo es más fuerte que cualquier otra ideología, ya se sabe.» No puedo dejar de sentir simpatía por el antiguo brigadier: dice todas esas cosas con naturalidad, sin pizca de sensiblería ni arrogancia, e, incluso, hasta con cierto humor.
—Apenas me oyeron proponerlos como voluntarios, todos se entusiasmaron — prosigue—. La verdad, éramos uña y carne los siete. ¿Qué juego de niños comparado con lo de ahora, no?
—Sí, sí, los reemplazamos.
—Ábrenos la puerta, déjanos entrar, sí podemos.
—¡Sí podemos, Mayta, sí podemos!
—Nosotros somos revolucionarios y los reemplazamos. Mayta los veía, los escuchaba, y su cabeza era una crepitación, un desorden.
—¿Qué edades tenían ustedes?
—Yo y Huasasquiche diecisiete —dice Cordero Espinoza—. Los otros quince o dieciséis. Una suerte. No pudieron juzgarnos, no teníamos responsabilidad legal. Nos mandaron al Juez de Menores, donde la cosa no fue tan seria. ¿No es paradójico que yo, pionero de la lucha armada en el Perú, sea ahora un objetivo militar de los terrucos?
Se encoge de hombros.
—Supongo que, a estas alturas, para Mayta y Vallejos ya no había marcha atrás posible —le digo.
—Sí la había. Vallejos hubiera podido sacar a los guardias de la cuadra donde los había encerrado y echarlos de carajos: «Han demostrado ustedes ser una nulidad, unas verdaderas madres, en caso de un asalto a la cárcel por subversivos. Ninguno ha pasado la prueba a que los he sometido, so huevones». —El Doctor Cordero Espinoza me ofrece un cigarrillo y, antes de encender el suyo, lo coloca en una boquilla—. Se hubieran tragado el cuento, estoy seguro. También hubieran podido mandarnos al colegio, devolver al calabozo a Gonzales y a Condori, y escapar. Hubieran podido todavía, a esas alturas. Pero claro que no hicieron ninguna de las dos cosas. Ni Mayta ni Vallejos eran gentes que dieran su brazo a torcer. En ese sentido, aunque uno cuarentón y el otro veinteañero, resultaban más chiquillos que nosotros.
O sea que fue Mayta quien primero aceptó esa propuesta romántica y descabellada. Su vacilación, su perplejidad, duraron unos segundos. Se decidió de golpe. Abrió el portón, dijo «rápido, rápido» a los josefinos y mientras ellos invadían el patio, ojeó la calle: estaba vacía de autos y de gentes, las casas cerradas. Le volvieron las fuerzas, la sangre circulaba por sus venas, no había razón para desesperarse. Tras el último muchacho, cerró el portón. Allí estaban: siete caritas ansiosas y exaltadas. Condori y Gonzales tenían ahora cada uno un Máuser en las manos y miraban a los chiquillos, intrigados. Vallejos apareció, detrás de los guindos, terminada su inspección a los presos. Mayta le salió al encuentro:
—Ubilluz y los otros no han venido. Pero tenemos voluntarios para ocupar sus puestos.
¿Vallejos se detuvo en seco? ¿Vio Mayta que su cara se descomponía en un rictus? ¿Vio que el joven Subteniente porfiaba por mostrar serenidad? ¿Lo oyó decir a media voz, rozándole la cara, «¿Ubilluz no ha venido? ¿Ezequiel tampoco? ¿El Lorito tampoco?»?
—No podemos dar marcha atrás, camarada —lo sacudió Mayta del brazo—. Te lo enseñé, te advertí que pasaría: la acción selecciona. A estas alturas, no hay marcha atrás. No podemos. Acepta a los muchachos. Se han fogueado, viniendo aquí. Son revolucionarios, qué más prueba quieres. ¿Vamos a echarnos atrás, hermano?
Se iba convenciendo mientras hablaba y, como una segunda voz, se repetía el conjuro contra la lucidez: «Como una máquina, como un soldado». Vallejos, mudo lo escrutaba ¿dudando?, ¿tratando de confirmar si lo que decía era lo que pensaba? Pero cuando Mayta calló, el Alférez era otra vez el manojo de nervios controlados y decisiones instantáneas. Se acercó a los josefinos que habían escuchado el diálogo.
—Me alegro de que haya pasado esto —les dijo, metiéndose entre ellos—. Me alegro porque gracias a esto sé que hay valientes como ustedes Bienvenidos a la lucha, muchachos. Quiero darles la mano a cada uno.
En realidad, comenzó a abrazarlos, a apretarlos contra su pecho. Mayta se descubrió en medio del grupo, dando y recibiendo abrazos, y, entre nubes, veía también a Zenón Gonzales y a Condori en el entrevero. Una emoción profunda lo embargó. Tenía un nudo en la garganta. Varios muchachos lloraban y las lágrimas corrían por sus caras jubilosas mientras abrazaban al Subteniente, a Mayta, a Gonzales, a Condori, o se abrazaban entre ellos. «Viva la Revolución», gritó uno, y otro «Viva el socialismo». Vallejos los hizo callar.
—Es probable que nunca me haya sentido tan feliz como en ese momento —dice el Doctor Cordero Espinoza—. Era hermoso, tanta ingenuidad, tanto idealismo. Nos sentíamos como si nos hubiera crecido el bigote, la barba, y nos hubiéramos vuelto más altos y más fuertes. ¿Sabe que probablemente ninguno de nosotros había pisado siquiera el burdel? Yo, por lo menos, era virgen. Y me parecía estar perdiendo la virginidad.
—¿Sabía alguno de ustedes manejar un arma?
—En la Instrucción Pre–Militar nos dieron algunas clases de tiro. Tal vez alguien había disparado una escopeta. Pero remediamos la deficiencia ahí mismo. Fue lo primero que se le ocurrió a Vallejos, después de los abrazos: enseñarnos lo que era un Máuser.
Mientras el Subteniente daba a los josefinos una clase de manejo del fusil, Mayta explicó a Condori y Zenón Gonzales lo ocurrido. No protestaron al saber que, por lo visto, no contaban con nadie más; no se indignaron al saber que los revolucionarios podían ser sólo ellos y ese grupito de imberbes. Lo escucharon serios, sin hacer una pregunta. Vallejos ordenó a dos muchachos conseguir taxis. Felicio Tapia y Huasasquiche partieron a la carrera. Entonces, Vallejos reunió a Mayta y los campesinos. Había reestructurado el plan de acción. Divididos en dos grupos, tomarían la Comisaría y el Puesto de la Guardia Civil. Mayta escuchaba y, con el rabillo del ojo, seguía las reacciones de los comuneros. ¿Diría Gonzales: «Ya ves que tenía razón de dudar»? No, no dijo nada; con el fusil en la mano, escuchaba al Subteniente, inescrutable:
—¡Ahí vienen los taxis! —gritó Perico Temoche, desde el portón.
—No fui nunca taxista de verdad —me asegura el señor Onaka, mostrando con gesto melancólico los vacíos anaqueles de su tienda, que solían estar repletos de comestibles y artículos domésticos—. Yo fui siempre administrador y dueño de este almacén. Aunque no lo crea, era el mejor surtido de Junín.
La amargura tuerce su cara amarilla. El señor Onaka ha sido una víctima predilecta de los rebeldes, que han asaltado un sinfín de veces su tienda. «Ocho, me precisa. La última, hace tres semanas, con los «marines» ya aquí. O sea que, gringos o no gringos, es la misma vaina de siempre. Se presentaron a las seis, enmascarados, cerraron la puerta y dijeron: ¿Dónde tienes escondidos los víveres, perro? ¿Escondidos? Busquen y llévense lo que encuentren. Si por culpa de ustedes yo soy un calato. No encontraron nada, por supuesto. ¿No quieren llevarse a mi mujer, más bien? Si es lo único que me han dejado. Ya les perdí el miedo ¿ve? Se lo dije, la última vez: ¿Por qué no me matan? Dense gusto, acaben con este hombre al que han envenenado la vida. No gastamos pólvora en gallinazos, me dijo uno de ellos. Y todo eso a las seis de la tarde, con policías, soldados y «marines» por las calles de Jauja. ¿No es ésa la prueba de que son, todos, la misma carnada de ladrones?» Resopla, toma aire y echa una mirada a su esposa, que, reclinada sobre el mostrador, trata de leer el periódico, pegando las páginas a los ojos. Los dos son muy viejitos.
—Como ella bastaba para atender a los clientes, yo me hacía con el Ford unas carreritas de taxi —sigue el señor Onaka—. Ésa fue la mala suerte que me enredó en lo de Vallejos. Por eso malogré el carro y tuve que gastar fortunas en la compostura. Por eso me gané un coscorrón que me abrió esta ceja y estuve preso, mientras hacían las averiguaciones y descubrían que yo no era cómplice sino víctima.
Estamos en un rincón de su decaída bodega, de pie, cada uno a un lado del mostrador. Al otro extremo, la señora Onaka aparta la vista de su periódico cada vez que entra un cliente a comprar velas o cigarrillos, lo único que parece abundar en la tienda. Los Onaka son de origen japonés —nieto y nieta de inmigrantes— pero en Jauja les dicen «los chinos», confusión que al señor Onaka no le importa. A diferencia del Doctor Cordero Espinoza, él no toma sus desgracias con humor y filosofía. Se lo nota desmoralizado, rencoroso con el mundo. Él y Cordero Espinoza son las únicas personas, entre las decenas con las que he conversado en Jauja, que hablan abiertamente contra los «terrucos». Los demás, aun aquellos que han sido víctimas de atentados, guardan mutismo total sobre los revolucionarios.
—Acababa de abrir la bodega y en eso se me apareció el hijito de los Tapia, los de la calle Villarreal. Una carrera urgente, señor Onaka. Hay que llevar al hospital a una señora enferma. Prendí el carro, el chiquito Tapia se sentó a mi lado y el teatrero iba diciéndome: «Apúrese, que la señora se muere». Frente a la cárcel había otro taxi, cargando unos fusiles. Me cuadré detrás. Le pregunté al Subteniente Vallejos: ¿Quién es la del desmayo? Ni me contestó. En eso, el otro, el de Lima, ¿Mayta, no?, me plantó su metralleta en el pecho: Obedezca si no quiere que le pase nada. Sentí que se me salía la caca, con perdón de la expresión. Ahí sí que tuve miedo. Bueno, eran los primeros que veía. Qué bruto fui. Entonces tenía bastante platita. Hubiera podido irme con mi mujer. Estaríamos pasando una vejez tranquila.
Condori, Mayta, Felicio Tapia, Cordero Espinoza y Teófilo Puertas subieron al auto luego de cargar la mitad de las municiones y de los fusiles. Mayta ordenó a Onaka partir: «Al menor intento de llamar la atención, disparo». Iba en el asiento de atrás y tenía la boca totalmente reseca. Pero sus manos sudaban. Apretados a su lado, el brigadier y Puertas se habían sentado sobre los fusiles. Adelante, con Felicio Tapia, iba Condori.
—No sé como no choqué, cómo no atropello a alguien —musita la boca sin dientes del señor Onaka—. Creía que eran ladrones, asesinos, escapados de la cárcel. ¿Pero cómo podía estar el Subteniente con ellos? ¿Qué podían hacer entre asesinos el hijito de los Tapia y el hijito de ese caballerazo, el Doctor Cordero? Me dijeron que la revolución y que no se qué. ¿Qué es eso? ¿Cómo se come eso? Me hicieron llevarlos hasta el Puesto de la Guardia Civil, en el Jirón Manco Capac. Ahí se bajaron el de Lima, Condori y el chiquito Tapia. Dejaron a los otros dos cuidándome y Mayta les dijo: Si trata de escapar, mátenlo. Después, los chicos juraron que era teatro, que jamás me hubieran disparado. Pero ahora sabemos que los niños también matan con hachas, piedras y cuchillos ¿no? En fin, ahora sabemos muchas cosas que en ese tiempo nadie sabía. Tranquilos, muchachos, no se les vaya a disparar, ustedes me conocen, yo no mato una mosca, yo a ustedes les he fiado muchas veces. ¿Por qué me hacen esto? Y, además, ¿qué va a pasar ahí adentro? ¿Qué han ido a hacer ésos en el Puesto? La revolución socialista, señor Onaka, me dijo Corderito, ese al que le quemaron la casa y que por poco dinamitan el bufete. ¡La revolución socialista! ¿Qué? ¿Qué cosa? Creo que es la primera vez que oí la palabrita. Ahí me enteré que cuatro viejos y siete josefinos habían escogido mi pobre Ford para hacer una revolución socialista. ¡Ay, carajo!
En la puerta del Puesto no había centinelas y Mayta hizo una señal a Condori y a Felicio Tapia: entraría primero, que lo cubrieran. Condori parecía tranquilo pero Tapia estaba muy pálido y Mayta vio sus manos amoratadas por la fuerza con que apretaba el fusil. Entró a la habitación doblado y con la metralleta sin seguro, gritando:
—¡Arriba las manos o disparo!
En el cuarto medio a oscuras había un hombre en calzoncillos y camiseta a quien su aparición sorprendió en un bostezo que se le congeló en expresión estúpida. Se lo quedó mirando y sólo cuando vio aparecer, detrás de Mayta, a Condori y a Felicio Tapia, apuntándolo con sus fusiles, alzó los brazos.
—Cuídenlo —dijo Mayta y corrió al fondo. Atravesó un pasillo angosto, que daba a un patio de tierra: dos guardias, con el pantalón y los botines del uniforme pero sin camisa, se estaban lavando las caras y los brazos en una batea de agua jabonosa. Uno le sonrió, como tomándolo por un colega.
—¡Arriba las manos o disparo! —dijo Mayta, esta vez sin gritar—. ¡Arriba las manos, carajo!
Los dos obedecieron y uno de ellos, por la brusquedad del movimiento, echó la batea al suelo. El agua oscureció la tierra. «Mucha bulla, mierda», protestó una voz soñolienta.
¿Cuántos habría ahí adentro? Condori estaba a su lado y Mayta le susurró «Llévate a éstos», sin apartar la mirada del cuarto de donde había salido la protesta. Cruzó el patiecillo a la carrera, encogido, pasó bajo una enredadera trepadora, y, en el umbral de la pieza, se detuvo en seco, conteniendo el ¡arriba las manos! que iba a dar. Era el dormitorio. Había dos filas de camas camarote, pegadas a la pared, y, en tres de ellas, tipos echados, dos durmiendo y el tercero fumando boca arriba. De una radio de pilas, a su lado, salía un huaynito. Al ver a Mayta, el hombre se atoró y se incorporó de un salto, mirando fijo la metralleta.
—Creí que era broma —balbuceó, soltando el cigarro y llevándose las manos a la cabeza.
—Despierta a ésos —dijo Mayta, señalando a los dormidos—. No me obligues a disparar que no quiero matarte.
Sin darle la espalda ni quitar los ojos del arma, el guardia se fue moviendo de costado, como un cangrejo, hasta sus compañeros. Los sacudió a manazos:
—Despierten, despierten, no sé qué está pasando.
—Yo esperaba tiros, un gran ruido. Ver a Mayta, Condori y el hijito de los Tapia, ensangrentados, y que en la pelotera los guardias me dispararan creyéndome asaltante —dice el señor Onaka—. Pero no hubo un solo tiro. Antes de saber qué sucedía adentro, llegó el taxi con Vallejos. Ya había capturado la Comisaría del Jirón Bolívar y metido en un calabozo al Teniente Dongo y a tres guardias. Les preguntó a los mocosos: ¿Todo va bien? No sabemos. Yo le rogué: Déjeme ir, Subteniente, tengo a mi esposa muy enferma. No se asuste, señor Onaka, lo necesitamos porque ninguno de nosotros sabe manejar. Mire usted el tamaño de la cojudez: iban a hacer la revolución y ni siquiera sabían manejar un auto.
Cuando Vallejos y Zenón Gonzales entraron al Puesto, Mayta, Condori y Tapia acababan de encerrar en el dormitorio a los guardias, atados a los catres. Los fusiles y las pistolas estaban alineados a la entrada.
—No hubo ningún problema—dijo Mayta, aliviado, al verlos llegar—. ¿Y en la Comisaría?
—Ninguno —contestó Vallejos—. Muy bien, los felicito. Tenemos diez fusiles más, pues.
—Van a faltar brazos para tantos —dijo Mayta.
—No van a faltar —repuso el Subteniente, mientras revisaba los nuevos Máuseres—. En Uchubamba sobran ¿no Condori?
Parecía mentira que todo estuviera saliendo tan fácil, Mayta.
—Cargaron un montón de fusiles más en mi Ford —suspira el señor Onaka—. Me ordenaron a la Oficina de Teléfonos y qué me quedaba sino ir.
—Al llegar a mi trabajo, había un par de autos y reconocí en uno al chino de la bodega, ese Onaka, ese carero —dice la señora Adriana Tello, viejecita arrugada y menuda, de voz firme y manos nudosas—. Tenía tal cara que pensé se ha levantado con el pie izquierdo o es un chino neurótico. Apenas me vieron, se bajaron unos tipos y se metieron conmigo a la oficina. ¿Por qué me iba a llamar la atención? En esos tiempos ni siquiera había robos en Jauja, mucho menos revoluciones, ¿por qué me iba? Esperen, todavía no es hora. Pero, como si oyeran llover, se saltaron el mostrador y uno volcó la mesa de Asuntita Asís, que en paz descanse. ¿Qué es esto? ¿Qué hacen? ¿Qué quieren? Inutilizar el teléfono y el telégrafo. Fuera caray, ya me quedé sin trabajo. Jajá, le juro que eso fue lo que pensé. No sé cómo me queda humor todavía con las cosas que pasan. ¿Ha visto la desvergüenza de estos gringos que han venido dizque para ayudarnos? Ni saben hablar cristiano y se pasean con sus fusiles y se meten a las casas, qué prepotencia. Como si fuéramos su colonia. Ya no quedan patriotas en nuestro Perú cuando aguantamos esta humillación.
Al ver que Mayta y Vallejos abrían a puntapiés la caseta de la telefonista y comenzaban a destrozar el tablero con las cachas de sus metralletas y a arrancar los cordones, la señora Adriana Tello trató de salir a la calle. Pero Condori y Zenón Gonzales la sujetaron mientras el Subteniente y Mayta acababan la demolición.
—Ahora estamos tranquilos —dijo Vallejos—. Con los guardias prisioneros y el teléfono cortado, no hay peligro inmediato. No es necesario separarse.
—¿Estará en Quero la gente con los caballos? —pensó Mayta en voz alta. Vallejos se encogió de hombros: de quién se podía fiar uno ahora.
—De los campesinos —murmuró Mayta, señalando a Condori y a Zenón Gonzales, quienes a una indicación del Alférez, habían soltado a la mujer, que salió despavorida a la calle—. Si llegamos a Uchubamba, estoy seguro que no nos fallarán.
—Claro que llegaremos —sonrió Vallejos—. Claro que no nos fallarán.
Irían a pie a la Plaza, camarada. Vallejos ordenó a Gualberto Bravo y Perico Temoche que llevaran los taxis a la esquina de la Plaza de Armas y Bolognesi. Ése sería el punto de reunión. Se puso a la cabeza de los restantes y dio una orden que a Mayta le escarapeló el cuerpo: «De frente ¡marchen!». Debían formar un grupo extraño, impredecible, inadivinable, desconcertante, esos cuatro adultos y cinco escolares armados, marchando por las calles adoquinadas hacia la Plaza de Armas. Atraerían las miradas, inmovilizarían a la gente en las veredas, la harían salir a las ventanas y a las puertas. ¿Qué pensaban los jaujinos que los veían pasar?
—Estaba afeitándome, porque entonces me levantaba tardecito —dice Don Joaquín Zamudio, ex–sombrerero, ex–comerciante y ahora vendedor de lotería en los portales de Jauja—. Desde mi cuarto los vi y pensé que ensayaban para Fiestas Patrias. ¿Desde ahora? Saqué la cabeza y pregunté: ¿Qué desfile es éste? El Alférez, en vez de contestarme, chilló: «Viva la Revolución». Todos corearon: «Viva, viva». ¿Qué revolución es ésta?, les pregunté, creyendo que estábamos jugando a algo. Y Corderito me respondió: «La que estamos haciendo, la socialista». Después supe que, así como los vi, marchando y vivando, se iban a robar dos Bancos.
Desembocaron en la Plaza de Armas y Mayta vio pocos transeúntes. Se volvían a observarlos, con indiferencia. Un grupo de indios con ponchos y atados, sentados en una banca, movieron las cabezas, siguiéndolos. No había gente para una manifestación todavía. Era ridículo estar marchando, no de revolucionarios sino de boy scouts. Pero Vallejos había dado el ejemplo y los josefinos y Condori y Gonzales lo hacían, de modo que no tuvo más remedio que ponerse al paso. Tenía una sensación ambigua, exaltación y ansiedad, porque, aunque los policías estuvieran encerrados, las armas en su poder y el teléfono y el telégrafo cortados ¿no era tan vulnerable el grupito que formaban? ¿Se podía empezar una revolución así? Apretó los dientes. Se podía. Tenía que poderse.
—Entraron por la puerta principal, poco menos que cantando —dice Don Ernesto Duran Huarcaya, ex–Administrador del Banco Internacional y hoy inválido con cáncer generalizado, en su camita del Sanatorio Olavegoya—. Los vi desde la ventana y pensé ni siquiera igualan los pasos, marchan pésimo. Después, como se dirigían derechito al Internacional, dije ya se viene otro sablazo con el cuento de la kermesse, el desfile o la representación. Salí de la curiosidad ahí mismo porque nada más entrar nos apuntaron y Vallejos gritó: «Venimos a llevarnos la plata que pertenece al pueblo y no a los imperialistas». Ah, esto yo no lo aguanto. Ah, yo me les enfrento a éstos.
—Se metió a cuatro patas bajo su escritorio —dice Adelita Campos, jubilada del Banco y vendedora de cocimientos de hierbas—. Muy machito para resondrarnos por una tardanza o para alargar la mano cuando una pasaba junto a él. Pero cuando vio los fusiles, zas, a cuatro patas bajo su escritorio, sin ninguna vergüenza. Si el Administrador hacía eso ¿qué nos tocaba a los empleaditos? Estábamos asustados, por supuesto. Más de los chicos que de los viejos. Porque andaban gritando como verracos «Viva el Perú», «Viva la Revolución» y de puro excitados se les podía escapar un tiro. Quien tuvo la gran idea fue el recibidor, el viejito Rojas. Qué será de él. Supongo que ya se murió, o, diré, que lo mataron, porque, tal como anda la vida en Jauja, la gente aquí no se muere, a la gente la matan. Y nunca se sabe quién.
—Cuando los vi acercarse a mi ventanilla, abrí el cajón de la izquierda —dice el viejito Rojas, ex–cajero del Internacional, en su cubil de agonizante del Asilo de Ancianos de Jauja—. Allí tenía los depósitos de la mañana y el sencillo para los vueltos y los cambios, poca cosa. Levanté los brazos y recé: «Que caigan en la trampa. Madre Santa». Cayeron. Se fueron derechito al cajón abierto y sacaron lo que había: cincuenta mil soles y pico. Ahora es nada, en ese tiempo bastante, pero una migaja de lo que había en el cajón de la derecha: cerca de un millón de soles que no había pasado aún a la caja fuerte.
Eran aprendices, no como los que vinieron después. Shht, shht, no repita lo que he dicho, caballero.
—¿Eso es todo?
—Sí, sí, todo —tembló el cajero—. Es temprano, no hay movimiento todavía.
—Esta plata no es para nosotros sino para la revolución —lo interrumpió Mayta. Se dirigió a las caras incrédulas de los empleados—: Para el pueblo, para los que la han sudado. Esto no es robo, es expropiación. Ustedes no tienen por qué asustarse. Los enemigos del pueblo son los banqueros, los oligarcas, los imperialistas. Ustedes también son explotados por ellos.
—Sí, por supuesto —tembló el cajero—. Es verdad lo que usted dice, caballero.
Al salir a la Plaza, los muchachos siguieron dando vítores. Mayta, que llevaba la bolsa con el dinero, se acercó a Vallejos: vamos primero al Regional, no hay todavía gente para el mitin. Veía ralos paseantes que los miraban con curiosidad, sin acercarse.
—Pero al paso ligero —asintió Vallejos—, antes que nos tranquen la puerta.
Echó a correr y todos lo siguieron, alineándose en el mismo orden en que habían venido. A los pocos segundos, la carrera anuló en Mayta la capacidad de pensar. El ahogo, la presión en las sienes, el malestar volvieron, pese a que no iban de prisa, sino como calentando antes del partido. Cuando, dos cuadras más allá, se detuvieron en las puertas del Banco Regional, estrellitas silentes flotaban alrededor de su cabeza y tenía la boca de par en par. No te puedes desmayar ahora, Mayta. Entró con el grupo y, como en sueños, apoyado en el mostrador, viendo el espanto en la cara de la mujer que tenía al frente, oyó a Vallejos explicar «Ésta es una acción revolucionaria, venimos a recuperar la plata robada al pueblo» y que alguien protestaba. El Subteniente empujó a un hombre y lo abofeteó. Debía ayudar, moverse, pero no lo hizo porque sabía que, si dejaba este apoyo, se desplomaría. Con los dos codos en el mostrador, apuntando con su metralleta al grupo de empleados —algunos gritaban y otros parecían a punto de ir a defender al que había protestado— vio a Condori y a Zenón Gonzales sujetar de los brazos al hombre del escritorio grande al que Vallejos le había pegado. El Subteniente le acercaba la metralleta en actitud amenazadora. El hombre consintió por fin en abrir la caja fuerte que tenía junto a su escritorio. Cuando Condori acabó de pasar el dinero a la bolsa, Mayta empezaba a respirar mejor. Hubieras tenido que venir hace una semana, ir acostumbrando el cuerpo a la altura, no sabe hacer las cosas.
—¿Te sientes mal? —le preguntó Vallejos, al salir.
—Un poco de soroche, por la carrera. Hagamos el mitin con los que haya. Hay que hacerlo.
—Viva la Revolución —gritó, eufórico, un chiquillo.
—¡Viva! —rugieron los demás josefinos. Uno de ellos apuntó su Máuser al cielo y tronó un disparo. El primero del día. Los otros cuatro lo imitaron. Invadieron la Plaza dando vivas a la Revolución, lanzando tiros al aire y gritando a la gente que se acercara.
—Todo el mundo le ha dicho que no hubo mitin, porque nadie quiso oírlo. Ellos llamaban a la gente que andaba por la glorieta, por el atrio, por los portales y nadie iba —dice Anthero Huillmo, ex–fotógrafo ambulante y ahora ciego que vende novenas, estampas y rosarios de ocho de la mañana a ocho de la noche en la puerta de la Catedral—. Hasta a los camiones les rogaban «Paren», «Bájense», «Vengan». Ellos aceleraban, desconfiando. Pero sí hubo mitin. Estuve ahí, lo vi y lo oí. Ese tiempo era antes de la granada lacrimógena que por voluntad del Señor me quemó la cara. Ahora no hubiera podido pero entonces sí lo vi. La verdad, fue un mitin para mí sólito.
¿Era el primer indicio de que los cálculos no sólo habían errado respecto a los propios conjurados sino, también, sobre el pueblo jaujino? La función del mitin, en su cabeza, era clarísima: aleccionar al hombre de la calle sobre las acciones de la mañana, explicarle su sentido histórico y social de lucha clasista, mostrarle la decisión con que se alzaban, acaso repartir parte del dinero entre los más pobres. Pero allí, frente a la glorieta donde Mayta se había trepado, no había sino un fotógrafo ambulante, el grupito de indios petrificados en una banca que evitaban mirarlos y los cinco josefinos. En vano llamaban con las manos y a gritos a los grupos de curiosos de las esquinas de la Catedral y del Colegio del Carmen. Si los josefinos hacían la tentativa de ir hacia ellos, corrían. ¿Los habían asustado los disparos? ¿Ya se habría extendido la noticia y temerían verse comprometidos o que, en cualquier momento, apareciera la policía? ¿Tenía sentido seguir esperando? Haciendo bocina con sus manos, Mayta gritó:
—¡Nos hemos alzado contra el orden burgués, para que el pueblo rompa sus cadenas! ¡Para acabar con la explotación de las masas! ¡Para repartir la tierra a quien la trabaja! ¡Para poner fin al saqueo imperialista de nuestro país!
—No te rajes la garganta, están muy lejos y no te oyen —dijo Vallejos, saltando del muro de la glorieta—. Estamos perdiendo el tiempo.
Mayta obedeció y echó a andar a su lado, hacia la esquina de Bolognesi, donde esperaban los taxis vigilados por Gualberto Bravo y Perico Temoche. Bueno, no hubo mitin, pero, por lo menos, se le había quitado el soroche. ¿Llegarían a Quero? ¿Estarían allá los que debían esperarlos con caballos y mulas? Como si hubiera habido telepatía entre ambos, oyó decir a Vallejos:
—Si los de Ricrán no aparecen por Quero, tampoco hay problema. Allá hay animales de sobra. Es comunidad ganadera.
—Se los compraremos, entonces —dijo Mayta, tocando la bolsa que cargaba en la mano derecha. Se volvió a Condori, que iba detrás de él—. ¿Cómo es el camino hasta Uchubamba?
—Cuando no hay lluvias, fácil —repuso Condori—. Lo he hecho mil veces. Es bravo sólo en la noche, por el frío. Pero, desde que se llega a la selva, pan comido.
Gualberto Bravo y Perico Temoche, que estaban sentados junto a los chóferes de los taxis, se bajaron a recibirlos. Envidiosos de no haberlos acompañado a los Bancos, decían: «Cuenten, cuenten». Pero Vallejos ordenó partir de inmediato.
—No separarse por ningún motivo —dijo el Subteniente, acercándose a Mayta, quien con Condori y los tres josefinos ya estaba en el taxi del señor Onaka—. No hay necesidad de correr mucho. Hasta Molinos, pues.
Se alejó hacia el otro taxi y Mayta pensó: «Llegaremos a Quero, cargaremos los Máuseres en acémilas, cruzaremos la Cordillera, bajaremos a la selva y en Uchubamba los comuneros nos recibirán con los brazos abiertos. Los armaremos y será nuestra primera base». Tenía que ser optimista. Aunque hubiera habido deserciones, aunque tampoco aparecieran los de Ricrán en Quero, no podía dudar. ¿No había salido todo tan bien esta mañana?
—Eso creíamos —dice el Coronel Felicio Tapia, médico asimilado al Ejército, casado y con cuatro hijos, uno minusválido y otro, militar, herido en acto de servicio en la región de Azángaro; está en Jauja de paso, pues visita continuamente las postas sanitarias de todo Junín—. Que los guardias y el Teniente que dejamos encerrados se demorarían en salir y que, como las comunicaciones estaban cortadas, tendrían que ir a Huancayo a buscar refuerzos. Cinco o seis horas, lo menos. Para entonces, ya estaríamos bajando hacia la selva. ¿Quién nos iba a encontrar? La zona estuvo muy bien escogida por Vallejitos. Es la región donde nos ha sido más difícil operar. Ideal para emboscadas. Los rojos están ahí, en sus guaridas, y la única manera es bombardear a ciegas, arrasar, o ir a sacarlos a la bayoneta, sacrificando mucho personal. Si supiera cuántos hombres hemos perdido sólo en esa zona, la gente se quedaría boquiabierta. Bueno, supongo que ya nadie se queda boquiabierto en el Perú por nada. ¿Dónde estábamos? Sí, eso creíamos. Pero el Teniente Dongo salió de su calabozo ahí mismo. Fue a Telégrafos y vio todo destrozado. Corrió a la estación y, ahí, el telégrafo estaba sanito y salvo. Telegrafió y el ómnibus con los policías partió de Huancayo cuando apenas salíamos de Jauja. En lugar de cinco, les sacamos a lo más un par de horitas. ¡Qué estupidez! Porque inutilizar el telégrafo del ferrocarril era cuestión de un segundo.
—¿Por qué no lo hicieron, entonces?
Se encoge de hombros y humea por la boca y la nariz. Es un hombre envejecido, de bigotitos manchados por la nicotina, acezante. Hablamos en la Enfermería del Cuartel de Jauja, y, de rato en rato, el Coronel Tapia echa una ojeada a la sala atestada de enfermos y heridos entre los que circulan enfermeras.
—¿Sabe que no lo sé? Subdesarrollo, supongo. En el plan original, en el que iban a participar unos cuarenta, creo, sin contarnos a los josefinos, un grupo debía tomar la estación. Creo recordar, al menos. Luego, en el zafarrancho del cambio de planes, a Vallejitos se le pasaría. O a lo mejor nadie se acordó que había un telégrafo en el ferrocarril. El hecho es que partimos muy tranquilos creyendo que teníamos todo el tiempo del mundo por delante.
En realidad, no muy tranquilos. Cuando el señor Onaka (gimoteando que no podía ir hasta Molinos teniendo a su esposa enferma, que al motor le faltaba gasolina para llegar allá) acababa de arrancar, se produjo el incidente del relojero. Mayta lo vio surgir, súbitamente, bufando como un toro bravo, en la puertecita encristalada de letras góticas: «Relojería y Joyería de Pedro Bautista Lozada». Era un hombre mayor, delgado, con anteojos, la cara roja de indignación y una escopeta en la mano. Alistó su metralleta, pero tuvo suficiente sangre fría para no disparar, pues el hombre, aunque rugía como un energúmeno, ni siquiera los apuntaba. Movía la escopeta como un bastón:
—Comunistas de mierda, a mí no me asustáis —trastabillaba a la orilla de la vereda, los anteojos zangoloteando en su nariz—. ¡Comunistas de mierda! ¡Apeaos si tenéis cojones, coño!
—Siga, no pare —ordenó Mayta al chófer, dándole un golpe en el hombro. Menos mal que nadie le clavó un tiro a este cascarrabias. «Es el español», se rió Felicio Tapia. «¿Qué querrá decir Apeaos?»
—Todo Jauja dice que era usted el ser más pacífico del mundo, Don Pedro, una persona que no se metía con nadie. ¿Qué le dio esa mañana por salir a insultar a los revolucionarios?
—No sé qué me dio —ganguea, con su boca babosa, sin dientes, bajo la manta de vicuña, en su sillón de la relojería donde ha pasado más de cuarenta años, desde que llegó a Jauja, Don Pedro Bautista Lozada—. O, mejor dicho, me dio rabia. Los vi meterse al Internacional y llevarse la plata en un bolsón. Eso no me importó. Luego los oí dar vítores comunistas y disparar. Sin pensar que las balas perdidas podían causar desgracias. ¿Qué era esa majadería? Así que cogí mi escopeta, esta que tengo entre las piernas para las malas visitas. Después, descubrí que ni siquiera la había cebado.
El polvo, los cachivaches, el desorden y la increíble vejez del personaje, me recuerdan una película que vi de niño: El Mágico Prodigioso. La cara de Don Pedro es una pasa y tiene las cejas crespas y enormes. Me ha contado que vive solo y que él mismo se prepara la comida, pues sus principios le impiden tener sirvientes.
—Dígame algo más, Don Pedro. Cuando llegaron los policías de Huancayo y el Teniente Dongo empezó a buscar guías para ir tras de los rebeldes, usted se negó. ¿Acaso no estaba tan furioso contra ellos? ¿O es que no conocía las sierras de Jauja?
—Las conocía mejor que nadie, como buen cazador de venados que fui —babea y ganguea, limpiándose la aguadija que le brota de los ojos—. Pero, aunque no me gustan los comunistas, tampoco me gustan los policías. Hablo en pasado, porque, a mis años, ya ni los gustos están claros, amigo. Sólo me quedan unos cuantos relojes y estas babas que se me salen por la falta de dientes. Soy ácrata y moriré en mi ley. Si alguien cruza esta puerta con malas intenciones, sea terruco o soplón, esta escopeta dispara. Abajo el comunismo, cono. Muera la policía.
Los taxis, pegados uno a otro, pasaron por la Plaza Santa Isabel, donde debían haber transbordado al camión de Ricrán las armas capturadas en la cárcel, la Comisaría y el Puesto de la Guardia Civil. Pero nadie lamentaba el cambio, alrededor de Mayta, en el apretado automóvil en el que apenas podían moverse. Los josefinos no cesaban de abrazarse y de dar vivas. Condori los observaba, en actitud reservada, sin participar del entusiasmo. Mayta permanecía callado. Pero esta alegría y excitación lo conmovían. En el otro taxi había, sin duda, una escena idéntica. A la vez, estaba atento al nerviosismo del chófer, preocupado por la torpeza con que manejaba. El auto daba botes y barquinazos, el señor Onaka se metía a todos los huecos, embestía todas las piedras y parecía decidido a atropellar a todos los perros, burros, caballos o personas que se cruzaban. ¿Era miedo o una táctica? ¿Los preparaba para lo que vino? Cuando el auto, apenas a unos centenares de metros de Jauja, de pronto se salió de la trocha y se estrelló contra una barda de piedras pegada a la cuneta, aplastando el guardabarros y disparando a los pasajeros unos contra otros y contra puertas y vidrios, los cinco creyeron que el señor Onaka lo había hecho a propósito. Lo zarandearon, insultaron, y Condori le lanzó un puñete que le rompió la ceja. Onaka lloriqueaba que había chocado sin querer. Al salir del auto, Mayta sintió un perfume de eucaliptos. Lo traía una brisa fría, desde las montañas vecinas. El taxi de Vallejos se acercaba en retroceso, levantando una nube de polvo rojizo.
—La broma nos hizo perder un cuarto de hora, quizá más—dice Juan Rosas, subcontratista, camionero y dueño de una chacrita de habas y ollucos, que convalece de una operación de hernia en casa de su yerno, en el centro de Jauja—. Esperando otro carro para reemplazar al del chino. No pasaba ni un burro. Pura mala suerte, pues por esa ruta siempre había camiones yendo a Molinos, Quero o Buena Vista. Ese día, nada. Mayta le dijo a Vallejos: «Adelántate con tu grupo —en el que iba yo— y vas consiguiendo los caballos». Porque ya ninguno creía que en Quero nos estarían esperando los de Ricrán. Vallejos no quiso. Así que nos quedamos. Por fin apareció una camioneta. Bastante nueva, el tanque lleno, llantas reencauchadas. Menos mal. La hicimos parar, hubo una discusión, el chófer no quería, tuvimos que asustarlo. Finalmente, la capturamos. El Alférez, Condori y Gonzales se sentaron adelante. Mayta se trepó atrás, con la plebe, es decir nosotros, y todos los Máuseres. La espera nos había preocupado, pero, apenas arrancamos, otra vez nos pusimos a cantar.
La camioneta brincaba en la trocha llena de baches y los josefinos, pelos alborotados, puños en alto, daban vivas al Perú y a la Revolución Socialista. Mayta iba sentado en el filo de la caseta, mirándolos. Y, de pronto, se le ocurrió:
—¿Por qué no la Internacional, camaradas?
Las caritas, blancas por el polvo del camino, asintieron v varias dijeron: «Sí, sí, cantémosla». Al instante, comprendió: ninguno sabía la letra ni había oído jamás la Internacional. Ahí estaban, bajo el limpísimo cielo serrano, con sus uniformes arrugados, mirándolo y mirándose, esperando cada uno que los otros empezaran a cantar. Sintió un arrebato de ternura por los siete chiquillos. Les faltaban años para ser hombres pero ya se habían graduado de revolucionarios. Lo estaban arriesgando todo con esa maravillosa inconsciencia de sus quince, dieciséis o diecisiete años, aunque carecían de experiencia política y de toda formación ideológica. ¿No valían acaso más que los fogueados revolucionarios del POR(T) que se habían quedado allá en Lima, o que el sabihondo Doctor Ubilluz y sus huestes obrero–campesinas volatilizadas esa misma mañana? Sí. pues habían optado por la acción. Tuvo ganas de abrazarlos.
—Yo les enseño la letra —dijo, incorporándose en la sacudida camioneta—. Cantemos, canten conmigo. Arriba los pobres del mundo…
Así, chillones, desafinados, exaltados, muertos de risa por las equivocaciones y los gallos, saludando con el puño izquierdo en alto, vitoreando a la Revolución, al Socialismo y al Perú, los vieron pasar los arrieros y labradores de la periferia jaujina, y los escasos viajeros que descendían hacia la ciudad entre cascadas y frondosos chaguales, por esa garganta rocosa y húmeda que baja de Quero hacia la capital de la provincia. Intentaron cantar la Internacional un buen rato, pero, debido al mal oído de Mayta, no podían pescar la música. Por fin, desistieron. Terminaron entonando el Himno Nacional y el Himno del Colegio Nacional San José de Jauja. Así llegaron al puente de Molinos. La camioneta no frenó. Mayta la hizo detenerse, golpeando el techo de la caseta.
—¿Qué hay? —dijo Vallejos, asomando la cabeza por la puerta entreabierta.
—¿No íbamos a volar ese puente? El Alférez hizo un gesto cómico:
—¿Con las manos? La dinamita se quedó donde Ubilluz.
Mayta recordaba que, en todas las conversaciones, Vallejos había insistido en la voladura del puente; cortado éste, los policías tendrían que subir a Quero a pie o a caballo, lo que les daría a ellos una ventaja más.
—No te preocupes —lo tranquilizó Vallejos—. Vamos sobrados. Sigan cantando, eso alegra el viaje.
La camioneta volvió a arrancar y los siete josefinos retomaron sus himnos y chistes. Pero Mayta ya no intervino. Se sentó en el techo de la caseta, y, mientras veía desfilar el paisaje de grandes árboles, oía el rumor de las cascadas y el trino de los jilgueros y sentía el aire puro oxigenándole los pulmones. La altura no lo incomodaba. Arrullado por la alegría de esos adolescentes, empezó a fantasear. ¿Cómo sería el Perú dentro de algunos años? Una laboriosa colmena, cuya atmósfera relajaría, a escala nacional, la de esta camioneta conmocionada por el idealismo de estos muchachos. Así, igual que ellos, se sentirían los campesinos, dueños ya de sus tierras, y los obreros, dueños ya de sus fábricas, y los funcionarios, conscientes de que ahora servían a toda la comunidad y no al imperialismo ni a millonarios ni a caciques o partidos locales. Abolidas las discriminaciones y la explotación, echadas las bases de la igualdad con la abolición de la herencia, el reemplazo del Ejército clasista por las milicias populares, la nacionalización de los colegios privados y la expropiación de todas las empresas, Bancos, comercios y predios urbanos, millones de peruanos sentirían que, ahora sí, progresaban, y los más pobres primero. Ejercerían los cargos principales los más esforzados, talentosos y revolucionarios y no los más ricos y mejor relacionados, y cada día se cerrarían un poquito más los abismos que habían separado a proletarios y burgueses, a blancos y a indios y a negros y a asiáticos, a costeños y a serranos y a selváticos, a hispanohablantes y a quechuahablantes, y todos, salvo el ínfimo grupito que habría fugado a Estados Unidos o habría muerto defendiendo sus privilegios, participarían en el gran esfuerzo productivo para desarrollar el país y acabar con el analfabetismo y el centralismo asfixiante. Las brumas de la religión se irían disipando con el auge sistemático de la ciencia. Los concejos obreros y campesinos impedirían, a nivel de las fábricas, de las granjas colectivas y de los ministerios, el crecimiento desmesurado y la consiguiente cristalización de una burocracia que congelara la Revolución y empezara a confiscarla en su provecho. ¿Qué haría él en esa nueva sociedad si aún estaba vivo? No aceptaría ningún puesto importante, ni ministerio, ni jefatura militar, ni cargo diplomático. A lo más una responsabilidad política, en la base, tal vez en el campo, una granja colectiva de los Andes o algún proyecto de colonización en la Amazonia. Los prejuicios sociales, morales, sexuales, poco a poco comenzarían a ceder, y a nadie, en ese crisol de trabajo y de fe en el futuro que sería el Perú, le importaría que él viviera con Anatolio —pues se habrían reconciliado— y que fuera más o menos evidente que, a solas, libres de miradas, con la discreción debida, se amaran y gozaran uno del otro. Disimuladamente, se tocó la bragueta con el puño del arma. ¿Hermoso, no, Mayta? Mucho. Pero qué lejos parecía…