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La primera vez que vine a Lurigancho fue hace cinco años. Los presos del pabellón número dos me invitaron a la inauguración de una biblioteca, a la que alguno tuvo la idea de poner mi nombre, y acepté, movido por la curiosidad de comprobar si era cierto lo que había oído sobre la cárcel de Lima.

Para llegar hasta allí hay que pasar frente a la Plaza de Toros, atravesar el barrio de Zárate, y, después, pobres barriadas, y, por fin, muladares en los que se alimentan los chanchos de las llamadas «chancherías clandestinas». La pista pierde el asfalto y se llena de agujeros. En la húmeda mañana, entonces, medio borrados por la neblina, aparecen los pabellones de cemento, incoloros como los arenales del contorno. Incluso a gran distancia se advierte que las innumerables ventanas han perdido todos los vidrios, si alguna vez los tuvieron, y que la animación en los cuadraditos simétricos son caras, ojos, atisbando el exterior.

De esa primera visita recuerdo el hacinamiento, esos seis mil reclusos asfixiados en unos locales construidos para mil quinientos, la suciedad indescriptible y la atmósfera de violencia empozada, a punto para estallar con cualquier pretexto en refriegas y crímenes. En esa masa desindividualizada, que tenía más de horda o jauría que de colectividad humana, se encontraba entonces Mayta, ahora lo sé con seguridad. Pudiera ser que lo hubiera mirado y hasta cambiado una venia con él. ¿Estaría entonces en el pabellón número dos? ¿Asistiría a la inauguración de la biblioteca?

Los pabellones se alinean en dos hileras, los impares adelante y los pares atrás. Rompe la simetría un pabellón excéntrico, recostado contra las alambradas y muros occidentales, donde tienen aislados a los maricas. Los pabellones pares son de presos reincidentes o de delitos mayores, en tanto que ocupan los impares los primerizos, aún no condenados o que cumplen condenas leves. Lo que quiere decir que Mayta, en los últimos años, ha sido inquilino de un pabellón par. Los presos están barajados en los pabellones por los barrios de donde proceden: el Agustino, Villa el Salvador, La Victoria, El Porvenir. ¿En cuál catalogarían a Mayta?

El auto avanza despacio y me doy cuenta que desacelero a cada momento, de manera inconsciente, tratando de retardar lo más posible esta segunda visita a Lurigancho. ¿Me asusta la idea de enfrentarme por fin con el personaje sobre el que he estado investigando, interrogando a la gente, fantaseando y escribiendo hace un año? ¿O mi repugnancia a ese lugar es más fuerte aun que mi curiosidad por conocer a Mayta? Al terminar aquella primera visita pensé: «No es verdad que los reclusos vivan como animales: éstos tienen más espacio para moverse; las perreras, pollerías, establos, son más higiénicos que Lurigancho».

Entre los pabellones corre el llamado, sarcásticamente, Jirón de la Unión, un pasadizo estrecho y atestado, casi a oscuras de día y en tinieblas de noche, donde se producen los choques más sangrientos entre las bandas y los matones del penal y donde los canches subastan a sus pupilos. Tengo muy presente lo que fue cruzar el pasadizo de pesadilla, entre esa fauna calamitosa y como sonámbula, de negros semidesnudos y cholos con tatuajes, mulatos de pelos intrincados, verdaderas selvas que les llovían hasta la cintura, y blancos alelados y barbudos, extranjeros de ojos azules y cicatrices, chinos escuálidos e indios en ovillos contra las paredes y locos que hablaban solos. Sé que Mayta regenta desde hace años un quiosco de alimentos y bebidas en el Jirón de la Unión. Por más que busco, en mi memoria no se delinea, en el bochornoso corredor, ningún puesto de venta. ¿Estaba tan turbado que no me di cuenta? ¿O el quiosco era una manta en el suelo donde Mayta, en cuclillas, ofrecía jugos, frutas, cigarrillos y gaseosas?

Para llegar al pabellón número dos tuve que circundar los pabellones impares y franquear dos alambradas. El director del penal, despidiéndome en la primera, me dijo que de allí en adelante seguía por mi cuenta y riesgo, pues los guardias republicanos no entran a ese sector ni nadie que tenga un arma de fuego. Apenas crucé la reja, una multitud se me vino encima, gesticulando, hablando todos a la vez. La delegación que me había invitado me rodeó y así avanzamos, yo en medio de la argolla, y, afuera, una muchedumbre de reos que, confundiéndome con alguna autoridad, exponían su caso, desvariaban, protestaban por abusos, vociferaban y exigían diligencias. Algunos se expresaban con coherencia pero la mayoría lo hacía de manera caótica. Noté a todos desasosegados, violentos, aturdidos. Mientras caminábamos, tenía, a la izquierda, la explicación de la sólida hediondez y las nubes de moscas: un basural de un metro de altura en el que debían haberse acumulado los desperdicios de la cárcel a lo largo de meses y años. Un reo desnudo dormía a pierna suelta entre las inmundicias. Era uno de los locos a los que se acostumbra distribuir en los pabellones de menos peligrosidad, es decir en los impares. Recuerdo haberme dicho, luego de aquella primera visita, que lo extraordinario no era que hubiera locos en Lurigancho, sino que hubiera tan pocos, que los seis mil reclusos no se hubieran vuelto, todos, dementes, en esa ignominia abyecta. ¿Y si, en estos años, Mayta se hubiera vuelto loco?

Volvió un par de veces más a la cárcel, después de pasar cuatro años preso por los sucesos de Jauja, la primera a los siete meses de haber sido amnistiado. Es sumamente difícil reconstruir su historia desde entonces —una historia policial y penal—, porque, a diferencia de aquel episodio, no hay casi documentación sobre los hechos en los que fue acusado de intervenir, ni testigos que quieran abrir la boca. Los sueltos periodísticos que he podido encontrar, en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, son tan escasos que es prácticamente imposible saber qué papel jugó en esos asaltos de los que, al parecer, fue protagonista. Es también imposible deslindar si esas acciones fueron políticas o simples delitos comunes. Conociendo a Mayta, puede pensarse que es improbable que no fueran operaciones políticas, pero ¿qué quiere decir «conociendo a Mayta»? El Mayta sobre el que he investigado tenía unos cuarenta años. El de ahora más de sesenta. ¿Es el mismo?

¿En qué pabellón de Lurigancho habrá pasado estos últimos diez años? ¿El cuatro, el seis, el ocho? Todos ellos deben ser, más o menos, como el que conocí: recintos de techo bajo, de luz mortecina (cuando la electricidad no está cortada), fríos y húmedos, con unos ventanales de rejas herrumbradas y un socavón parecido a una cloaca, sin rastro de servicios higiénicos, donde la posesión de un espacio para tenderse a dormir, entre excrementos, bichos y desperdicios, es una guerra cotidiana. Durante la ceremonia de inauguración de la biblioteca —un cajón pintado, con un puñadito de libros de segunda mano— vi varios borrachos, tambaleándose. Cuando sirvieron, en unas latitas, una bebida para brindar, supe que se emborrachaban con chicha de yuca fermentada, fuertísima, fabricada en los propios pabellones. ¿Se emborracharía también con esa chicha, en momentos de depresión o de euforia, mi supuesto condiscípulo?

El episodio que regresó a Mayta a la cárcel, después de lo de Jauja, hace veintiún años, ocurrió en La Victoria, cerca de la calle que era la vergüenza del barrio, un hormiguero de prostitutas: el Jirón Huatica. Tres hampones, dice La Crónica, único diario que informó al respecto, capturaron un garaje donde funcionaba el taller de mecánica de Teodoro Ruiz Candi. Cuando éste llegó al lugar, a las ocho de la mañana, encontró que adentro lo esperaban tres sujetos con revólveres. Así cayó también prisionero el aprendiz Eliseno Carabías López. El objetivo de los asaltantes era el Banco Popular. Al fondo del garaje, una ventana se abría sobre un descampado al que daba la puerta falsa de esa agencia bancaria. A mediodía, una camioneta entraba al descampado y por la puerta falsa sacaban el dinero depositado en el Banco para llevarlo a la oficina central, o metían a la sucursal el dinero que les enviaba la matriz para sus transacciones. Hasta esa hora, permanecieron en el taller con sus dos prisioneros. Espiaban por la ventanita y fumaban. Se cubrían las caras pero tanto el dueño como el aprendiz aseguraron que uno de ellos era Mayta. Más: que él daba las órdenes.

Cuando se oyó un motor, saltaron por la ventana al descampado. En verdad, no hubo tiroteo. Los asaltantes tomaron de sorpresa al chófer y al guardia y los desarmaron, cuando los empleados del Banco ya habían colocado en la camioneta una bolsa sellada con una recaudación de tres millones de soles. Luego de obligarlos a tenderse en el suelo, uno de los hampones abrió la puerta del descampado a la Avenida 28 de Julio y se trepó a la carrera a la camioneta del Banco en la que habían subido sus dos compañeros con el botín. Salieron acelerados. Por nerviosismo o torpeza del conductor, la camioneta embistió a un afilador de cuchillos y fue a estrellarse contra un taxi. Dio, según La Crónica, dos vueltas de campana antes de quedar patas arriba. Pero los ladrones consiguieron salir del vehículo y darse a la fuga. Mayta fue capturado horas después. La información no dice si el dinero fue recobrado ni he logrado averiguar si, más tarde, cayeron los otros dos cómplices.

No he conseguido saber tampoco si Mayta llegó a ser juzgado por el atraco. Un parte policial que rescaté de los archivos de la Comisaría de La Victoria repite, detalles más detalles menos, la información de La Crónica (la humedad ha deteriorado de tal modo el papel que es arduo descifrarlo). No hay rastro de instructiva judicial. En los expedientes del Ministerio de Justicia, donde se lleva la estadística de los reos y sus prontuarios, en el de Mayta el asunto figura confusamente. Hay una fecha —16 de abril de 1963— que debe ser el día en que fue pasado de la Comisaría a la cárcel, luego la indicación «Tentativa de asalto a entidad bancada, con heridos y contusos, más secuestro, accidente de tránsito y embestida a peatón», y, finalmente, la mención del Juzgado a cargo del asunto. No hay más datos. Es posible que la instructiva se dilatara, el Juez se muriera o perdiera su puesto y todas las causas quedaran estancadas, o, simplemente, que el legajo se perdiera. ¿Cuántos años estuvo Mayta en Lurigancho por este suceso? Tampoco he podido saberlo. Está registrado su ingreso pero no su salida. Es una de las cosas que me gustaría preguntarle. Su rastro, en todo caso, se me pierde hasta hace diez años, cuando volvió a la cárcel. Esta vez sí fue debidamente juzgado y sentenciado a quince años por «extorsión, secuestro y atraco criminal resultante en pérdida de vida». Si las fechas del expediente son exactas, lleva poco menos de once años en Lurigancho.

He llegado, por fin. Me someto al trámite: registro de pies a cabeza por la guardia republicana y entrega de mis documentos que se quedarán en la Prevención hasta el fin de la visita. El Director ha indicado que me hagan pasar a su oficina. Un auxiliar de civil me lleva hasta aquí, luego de cruzar un patio, fuera de las alambradas, desde el que se domina el penal. Este sector es el más aseado y el menos promiscuo de la cárcel.

El despacho del Director está en el segundo piso de una construcción de cemento, fría y descascarada. Un cuartito donde hay, apenas, una mesa de metal y un par de sillas. Paredes totalmente desnudas; en el escritorio no se ve siquiera un lápiz o un papel. El Director no es el de hace cinco años sino un hombre más joven. Está informado sobre el motivo de mi visita y ordena que traigan aquí al reo con el que quiero conversar. Me prestará su oficina para la entrevista, pues éste es el único sitio donde estaré tranquilo. «Ya habrá visto que aquí en Lurigancho no hay donde moverse con la cantidad de gente.» Mientras esperamos, añade que las cosas nunca marchan bien, por más esfuerzos que se hagan. Ahora, los reclusos, alborotados, amenazan con una huelga de hambre porque, según ellos, se les quiere limitar las visitas. No hay nada de eso, me asegura. Simplemente, para controlar mejor a esas visitas que son las que introducen la droga, el alcohol y las armas, se ha dispuesto un día para las visitas mujeres y otro para los hombres. Así habrá menos gente cada vez y se podrá registrar con más cuidado a cada visitante. Si por lo menos se pudiera frenar el contrabando de cocaína, se ahorrarían muchas muertes. Porque es sobre todo por la pasta, por los pitos, que se agarran a chavetazos. Más que por el alcohol, la plata o los maricas: por la droga. Pero, hasta ahora, ha sido imposible impedir que la metan. ¿Los guardianes y celadores no hacen también negocios con las drogas? Me mira, como diciéndome: «Para qué pregunta lo que sabe».

—También eso es imposible de evitar. Por más controles que uno invente, siempre los burlan. Metiendo unos miligramos de pasta, una sola vez, cualquier guardia dobla su sueldo. ¿Sabe usted cuánto ganan ellos? Entonces, no hay que extrañarse. Se habla mucho del problema de Lurigancho. No hay tal. El problema es el país.

Lo dice con amargura, como una evidencia que conviene tener presente. Parece empeñoso y bien intencionado. La verdad, no le envidio el puesto. Unos golpecitos en la puerta nos interrumpen.

—Lo dejo con el sujeto, entonces —me dice, yendo a abrir—. Tómese el tiempo que haga falta.

El personaje que entra en el despacho es un flaquito crespo y blancón, de barba rala, que tiembla de pies a cabeza, embutido en una casaca que le baila. Calza unas zapatillas rotosas y sus ojos asustadizos revolotean en las órbitas. ¿Por qué tiembla así? ¿Está enfermo o asustado? No atino a decir nada. ¿Cómo es posible que sea él? No se parece lo más mínimo al Mayta de las fotografías. Se diría veinte años menor que aquél.

—Yo quería hablar con Alejandro Mayta —balbuceo.

—Me llamo Alejandro Mayta —responde, con vocecita raquítica. Sus manos, su piel, hasta sus pelos parecen aquejados de desasosiego.

—¿El del asunto de Jauja, con el Alférez Vallejos? —vacilo.

—Ah, no, ése no —exclama, cayendo en cuenta—. Ése ya no está aquí.

Parece aliviado, como si haber sido traído a la Dirección entrañara algún peligro que se acaba de disipar. Da media vuelta y toca fuerte, hasta que abren y aparece el Director, acompañado de dos hombres. Siempre azogado, el crespito explica que no es él a quien busco sino al otro Mayta. Se va de prisa, con sus zapatillas silentes, siempre vibrando.

—¿Usted lo ubica, Carrillo? —pregunta el Director a uno de sus acompañantes.

—Claro, claro —dice un gordo canoso, con el pelo cortado al rape y una barriga que le rebalsa el cinturón—. El otro Mayta. ¿No fue un poco político, ése?

—Sí —le digo—. Ése es el que busco.

—Lo perdió usted por puesta de manos —me aclara, de inmediato—. Salió el mes pasado.

Pienso que lo perdí y que nunca lo encontraré y que tal vez sea mejor. Acaso el encuentro con el Mayta de carne y hueso en lugar de ayudarme estropearía lo que llevo haciendo. ¿No saben adonde ha ido? ¿Nadie tiene alguna dirección donde ubicarlo? No la tienen ni sospechan su paradero. Le digo al Director que no se moleste en acompañarme. Pero Carrillo viene conmigo, y, mientras bajamos la escalera, le pregunto si recuerda bien a Mayta. Claro que lo recuerda; él lleva tanto tiempo aquí como el más viejo de los reclusos. Entró como simple chulillo y ahora es Sub–Director del penal. ¡Las cosas que habrán visto sus ojos!

—Un preso muy formal y tranquilo, no se metía nunca en líos —dice—. Concesionario de un puesto de alimentos en el pabellón cuatro. Tipo muy trabajador. Se las arregló para mantener a su familia mientras cumplía la condena. Se ha estado aquí por lo menos diez años, la última vez.

—¿Su familia?

—Mujer y tres o cuatro hijos —añade—. Ella venía a verlo cada semana. Me acuerdo muy bien del cholo Mayta. Caminaba pisando huevos ¿no?

Estamos cruzando el patio, entre las alambradas, hacia la Prevención, cuando el SubDirector se para.

—Espérese. Pudiera tener su dirección Arispe. Ha heredado el puestito de alimentos del pabellón cuatro. Creo que siguen siendo socios, incluso. Lo haré llamar y a lo mejor tiene suerte.

Carrillo y yo permanecemos en el patio, frente a las alambradas. Para llenar el tiempo, le pregunto sobre Lurigancho y él, igual que el Director, dice que aquí siempre surgen problemas. Porque aquí, sí señor, hay mala gente, tipos que parecen nacidos sólo para ensañarse hasta lo indescriptible con el prójimo. A lo lejos, rompiendo la simetría de los pabellones, está el recinto de los maricas. ¿Siguen encerrándolos ahí? Sí. Aunque no sirve de gran cosa, pese a las tapias y barrotes los reclusos se meten y los maricas se salen y el tráfico es más o menos el de siempre. De todos modos, desde que tienen pabellón propio, hay menos líos. Antes, cuando andaban mezclados con los otros, las peleas y asesinatos por ellos eran todavía peores. Recuerdo, de mi primera visita, una breve conversación con un médico del penal, sobre las violaciones de los recién llegados. «El caso más frecuente es el recto supurando, gangrenado, cancerizado.» Pregunto a Carrillo si siempre hay tantas violaciones. El se ríe. «Es inevitable, con gente que anda tan aguantada, ¿no cree? Tienen que desfogarse de alguna manera.» Llega por fin el preso que ha mandado llamar. Le explico por qué busco a Mayta, ¿sabe dónde podría ubicarlo?

Es un hombre de buen aspecto, vestido con relativa corrección. Me escucha sin hacerme ninguna pregunta. Pero lo veo dudar y estoy seguro que no me facilitará ninguna pista. Le pido entonces que la próxima vez que vea a Mayta le dé mi teléfono. Bruscamente, se decide:

—Trabaja en una heladería —me dice—. En Miraflores.

Es una pequeña heladería que existe hace muchos años, en la arbolada calle Bolognesi, que conozco muy bien, pues, de muchacho, vivía por allí una chica lindísima con nombre de jardín: Flora Flores. Estoy seguro que la heladería existía ya en ese tiempo y que alguna vez entramos allí con la bella Flora a tomar un barquillo de lúcuma. Un local pequeñito, un simple garaje o algo así, algo insólito en esa calle donde no hay tiendas sino las típicas casitas miraflorinas de los años cincuenta, de dos pisos, con sus jardines a la entrada y las inevitables matas de geranios, la buganvilia y la ponciana de flores rojas. Un nerviosismo incontrolable me gana cuando, al fin, doblo el Malecón y enfilo por Bolognesi. Sí, está exactamente donde recordaba, a pocos pasos de esa casa gris, con balcones, donde yo veía aparecer la carita dulce y los ojos incandescentes de Flora. Estaciono unos metros antes de la heladería y apenas puedo echar llave al auto por lo torpes que se me han puesto las manos.

No hay nadie en el local, que, en efecto, es pequeño, aunque moderno, con unas mesitas de hule floreado pegadas a la pared. La persona que atiende es Mayta. Está en mangas de camisa, algo más gordo, algo más viejo que en las fotos, pero lo hubiera reconocido al instante entre decenas de personas.

—Alejandro Mayta —le digo, alargándole la mano—. ¿No? Me escudriña unos segundos y sonríe, abriendo una boca en la que le faltan dientes. Pestañea, tratando de reconocerme. Al fin, renuncia.

—Lo siento, pero no caigo —dice—. Dudaba que fuese Santos, pero tú, usted, no es Santos, ¿no?

—Lo busco hace tiempo —le digo, acodándome en el mostrador—. Le va a sorprender mucho, le advierto. Ahora mismo vengo de Lurigancho. El que me dijo cómo encontrarlo fue su socio del pabellón cuatro, Arispe.

Lo observo con cuidado, a ver cómo reacciona. No parece sorprenderse ni inquietarse. Me mira con curiosidad, un resto de sonrisa perdida en la cara morena. Viste una camisita de tocuyo y le noto unas manos toscas, de tornero o labrador. Lo que más me llama la atención es su absurdo corte de pelo: lo han tijereteado a la mala, su cabeza es una especie de escobillón, algo risible. Me hace recordar mi primer año en París, de grandes aprietos económicos, en que con un amigo de la Escuela Berlitz, donde enseñábamos español, íbamos a cortarnos el pelo a una academia de peluqueros, cerca de la Bastilla. Los aprendices, unos niños, nos atendían gratis, pero nos dejaban la cabeza como se la han puesto a mi inventado condiscípulo. Me mira achicando los ojos oscuros y cansados —todo el rededor lleno de arrugas— con una naciente desconfianza titilando en las pupilas.

—Me he pasado un año investigando sobre usted, conversando con la gente que lo conoció —le digo—. Fantaseando y hasta soñando con usted. Porque he escrito una novela que, aunque de manera muy remota, tiene que ver con la historia esa de Jauja.

Me mira sin decir nada, ahora sí sorprendido, sin comprender, sin estar seguro de haber oído bien, ahora sí inquieto.

—Pero… —tartamudea—. Por qué se le ocurrió, cómo ha sido eso de…

—No sé por qué ni cómo, pero es lo que he estado haciendo todo este año —le digo, con precipitación, atemorizado de su temor, de que se niegue a seguir esta charla, a tener otra. Le aclaro—: En una novela siempre hay más mentiras que verdades, una novela no es una historia fiel. Esa investigación, esas entrevistas, no eran para contar lo que pasó realmente en Jauja, sino, más bien, para mentir sabiendo sobre qué mentía.

Me doy cuenta de que, en vez de tranquilizarlo, lo confundo y alarmo. Pestañea y se queda con la boca entreabierta, mudo.

—Ah, usted es el escritor —sale del paso—. Sí, ya lo reconocí. Hasta leí una de sus novelas, creo, hace años.

En eso entran tres muchachos sudorosos que vienen de hacer deporte, a juzgar por su indumentaria. Piden gaseosas y helados. Mientras Mayta los atiende, puedo observarlo, moviéndose entre los objetos de la heladería. Abre la nevera, los depósitos, llena los barquillos, destapa las botellas, alcanza los vasos con una desenvoltura y familiaridad que delatan buena práctica. Trato de imaginármelo en el pabellón cuatro de Lurigancho, sirviendo jugos de frutas, paquetes de galletas, tazas de café, vendiendo cigarrillos a los otros reos, cada mañana, cada tarde, a lo largo de diez años. Físicamente, no parece vencido; es un hombre fortachón, que lleva con dignidad sus sesenta y pico de años. Después de cobrar a los tres deportistas, vuelve a mi lado, con una sonrisa forzada.

—Caramba —murmura—. Esto sí que era lo último que se me hubiera ocurrido. ¿Una novela?

Y mueve la incrédula cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.

—Por supuesto que no aparece su nombre verdadero —le aseguro—. Por supuesto que he cambiado fechas, lugares, personajes, que he enredado, añadido y quitado mil cosas. Además, inventé un Perú de apocalipsis, devastado por la guerra, el terrorismo y las intervenciones extranjeras. Por supuesto que nadie reconocerá nada y que todos creerán que es pura fantasía. He inventado también que fuimos compañeros de colegio, de la misma edad y amigos de toda la vida.

—Por supuesto —silabea él, escrutándome con incertidumbre, descifrándome a poquitos.

—Me gustaría conversar con usted —añado—. Hacerle algunas preguntas, aclarar ciertas cosas. Sólo lo que usted quiera y pueda contarme, desde luego. Tengo muchos enigmas dándome vueltas en la cabeza. Además, esta conversación es mi último capítulo. No puede usted negármela, me dejaría la novela coja.

Me río y él también se ríe y oímos a los tres deportistas riéndose. Pero ellos se ríen de algún chiste que acaban de contarse. Y en eso entra una señora a pedir media libra de pistacho y chocolate mitad mitad, para llevar. Cuando termina de atenderla, Mayta vuelve a mi lado.

—Hace dos o tres años, unos muchachos de Vanguardia Revolucionaria fueron a verme a Lurigancho —dice—. Querían saber lo de Jauja, un testimonio escrito. Pero yo me negué.

—No es lo mismo —le digo—. Mi interés no es político, es literario, es decir…

—Sí, ya sé —me interrumpe, alzando una mano—. Bueno, le regalo una noche. No más, porque no tengo mucho tiempo, y, la verdad, no me gusta hablar de esos asuntos. ¿El martes próximo? Es la que me conviene, el miércoles sólo comienzo aquí a las once y puedo acostarme tarde la víspera. Los otros días salgo a las seis de mi casa, pues hasta aquí tengo tres ómnibus.

Quedamos en que vendré a buscarlo a la salida de su trabajo, después de las ocho. Cuando estoy yéndome, me llama:

—Tómese un helado, por cuenta de la casa. Para que vea qué buenos son. A ver si se hace cliente nuestro.

Antes de volver a Barranco, doy una pequeña caminata por el barrio, tratando de poner en orden mi cabeza. Voy a pararme un rato bajo los balcones de la casa donde vivió la bellísima Flora Flores. Tenía una melenita castaña, piernas largas y ojos aguamarina. Cuando llegaba a la pedregosa playa de Miraflores, con su ropa de baño negra y sus zapatillas blancas, la mañana se llenaba de luz, el sol calentaba más, las olas corrían más alegres. Recuerdo que se casó con un aviador y que éste se mató a los pocos meses, en un pico de la Cordillera, entre Lima y Tingo María, y que alguien me contó, años después, que Flora se había vuelto a casar y que vivía en Miami. Subo hasta la Avenida Grau. En esta esquina había un barrio de muchachos con los que nosotros —los de Diego Ferré y Colón, en el otro confín de Miraflores— disputábamos intensos partidos de fulbito en el Club Terrazas, y recuerdo con qué ansiedad esperaba yo de niño esos partidos y la terrible frustración cuando me ponían de suplente. Al volver al auto, luego de una media hora, ya estoy algo recuperado del encuentro con Mayta.

El episodio por el que éste volvió a Lurigancho, por el que se ha pasado allá estos últimos diez años, está bien documentado en los diarios y en los archivos judiciales. Ocurrió en Magdalena Vieja, no lejos del Museo Antropológico, al amanecer de un día de enero de 1973. El administrador de la sucursal del Banco de Crédito de Pueblo Libre regaba su jardincito interior —lo hacía todas las mañanas, antes de vestirse—cuando tocaron el timbre. Pensó que el lechero pasaba más temprano que otras veces. En la puerta, cuatro tipos que tenían las caras cubiertas con pasamontañas lo encañonaron con pistolas. Fueron con él al cuarto de su esposa, a la que amarraron en la misma cama. Luego —parecían conocer el lugar— entraron al dormitorio de la única hija, una muchacha de diecinueve años, estudiante de Turismo. Esperaron que la chica se vistiera y advirtieron al señor que, si quería volver a verla, debía llevar cincuenta millones de soles en un maletín al Parque Los Garifos, en las cercanías del Estadio Nacional. Desaparecieron con la muchacha en un taxi que habían robado la víspera.

El señor Fuentes dio parte a la policía y, obedeciendo sus instrucciones, llevó un maletín abultado con papeles al Parque Los Garifos. En los alrededores había investigadores de civil. Nadie se le acercó y el señor Fuentes no recibió ningún aviso por tres días. Cuando él y su esposa estaban ya desesperados hubo una nueva llamada: los secuestradores sabían que había informado a la policía. Le daban una última oportunidad. Debía llevar el dinero a una esquina de la Avenida Aviación. El señor Fuentes explicó que no podía conseguir cincuenta millones, el Banco jamás le facilitaría semejante suma, pero que estaba dispuesto a darles todos sus ahorros, unos cinco millones. Los secuestradores insistieron: cincuenta o la matarían. El señor Fuentes se prestó dinero, firmó letras y llegó a juntar unos nueve millones que esa noche llevó adonde le habían indicado, esta vez sin alertar a la policía. Un auto sobreparó y el que estaba al lado del chófer cogió el maletín, sin decir palabra. La muchacha apareció horas después en casa de sus padres. Había tomado un taxi en la Avenida Colonial, donde la abandonaron sus captores después de tenerla tres días, con los ojos vendados y semianestesiada con cloroformo. Estaba tan perturbada que debieron internarla en el Hospital del Empleado. A los pocos días, se levantó del cuarto que compartía con una operada de apendicitis y, sin decir a ésta palabra, se arrojó al vacío.

El suicidio de la muchacha fue explotado por la prensa y excitó a la opinión pública. Pocos días después la policía anunció que había detenido al cabecilla de la banda — Mayta— y que sus cómplices estaban por caer. Según la policía, Mayta reconoció su culpabilidad y reveló todos los pormenores. Ni los cómplices ni el dinero aparecieron nunca. En el juicio, Mayta negó que hubiera intervenido en el rapto, ni siquiera sabido de él, e insistió en que la falsa confesión le había sido arrancada con torturas. El proceso duró varios meses, al principio entre cierta alharaca de los diarios que pronto decayó. La sentencia fue de quince años de cárcel para Mayta, a quien el tribunal reconoció culpable de secuestro, extorsión criminal y homicidio indirecto, pese a sus protestas de inocencia. Que el día del secuestro estaba en Pacasmayo haciendo averiguaciones sobre un posible trabajo, como repetía, no pudo ser verificado. Fueron muy perjudiciales para él los testimonios de los Fuentes. Ambos aseguraron que su voz y su físico correspondían a uno de los tipos con pasamontañas. El defensor de Mayta, un oscuro picapleitos cuya actuación en todo el proceso fue torpe y desganada, apeló la sentencia. La Corte Suprema la confirmó un par de años después. Que Mayta fuera puesto en libertad al cumplir dos tercios de la pena corrobora, sin duda, lo que me ha dicho el señor Carrillo en Lurigancho: que su conducta durante estos diez años fue ejemplar.

El martes a las ocho de la noche, cuando paso a buscarlo a la heladería, Mayta me está esperando, con un maletín donde debe llevar la ropa que usa para el trabajo. Se acaba de lavar la cara y peinar esos pelos disparatados; unas gotitas de agua le corren por el cuello. Tiene una camisa azul a rayas, una casaca gris a cuadros, desteñida y con remiendos, un pantalón caqui arrugado y unos zapatos espesos, de esos que se usan para largas travesías. ¿Tiene hambre? ¿Vamos a algún restaurante? Me dice que nunca come de noche y que más bien busquemos un sitio tranquilo. Unos minutos después estamos en mi escritorio, frente a frente, tomando unas gaseosas. No ha querido cerveza ni nada alcohólico. Me dice que dejó de fumar y de beber hace años.

El comienzo de la charla es algo melancólico. Le pregunto por el Salesiano. Allí estudió, ¿no es cierto? Sí. No ha vuelto a ver a sus compañeros hace siglos y apenas sabe de alguno que otro, profesional, hombre de negocios, político, cuando aparece de pronto en los diarios. Y tampoco de los Padres, aunque, me cuenta, precisamente hace unos días se encontró en la calle con el Padre Luis. El que enseñaba a los párvulos. Viejecito viejecito, casi ciego, encorvado, arrastraba los pies ayudándose con un palo de escoba. Le dijo que salía a darse sus paseítos por la Avenida Brasil y que lo había reconocido, pero, sonríe Mayta, por supuesto que no tenía la menor idea de con quién hablaba. Debía ser centenario, o raspando.

Cuando le muestro los materiales que he reunido sobre él y la aventura de Jauja — recortes de periódico, fotocopias de expedientes, fotografías, mapas con itinerarios, fichas sobre los protagonistas y testigos, cuadernos de notas y de entrevistas— lo veo husmear, ojear, manosear todo aquello con una expresión de estupor y embarazo. Varias veces se levanta para ir al baño. Tiene un problema en los riñones, me explica, y continuamente siente deseos de orinar, aunque la mayoría de las veces es falsa alarma y sólo orina gotitas.

—En los ómnibus, de mi casa a la heladería, es una vaina. Dos horas de viaje, ya le he dicho. Imposible aguantar, por más que orine antes de subir. A veces no tengo más remedio que mojar el pantalón, como las guaguas.

—¿Fueron muy duros esos años en Lurigancho? —le pregunto, estúpidamente.

Me mira desconcertado. Hay un silencio total allá afuera, en el Malecón de Barranco. No se oye ni la resaca.

—No es una vida de pacha —responde, al cabo de un rato, con una especie de vergüenza—. Cuesta al principio, más que nada. Pero uno se acostumbra a todo, ¿no?

Por fin algo que coincide con el Mayta de los testimonios: ese pudor, la reticencia a hablar de sus problemas personales, a revelar su intimidad. A lo que nunca se acostumbró fue a los guardias republicanos, admite de pronto. No había sabido lo que era odiar hasta que descubrió el sentimiento que inspiraban a los presos. Odio mezclado con terror pánico, por supuesto. Porque, cuando cruzan las alambradas para poner fin a una gresca o una huelga, lo hacen siempre disparando y golpeando, caiga quien caiga, justos y pecadores.

—Fue al fin del año pasado, ¿no? —le digo—. Cuando hubo esa matanza.

—El 31 de diciembre —asiente—. Entraron un centenar, a hacerse las Navidades. Querían divertirse y, como decían, cobrar el aguinaldo. Estaban muy borrachos.

Fue a eso de las diez de la noche. Vaciaban sus armas desde las puertas y ventanas de los pabellones. Arrebataron a los presos todo el dinero, el licor, la marihuana, la cocaína que había en el penal y hasta la madrugada estuvieron divirtiéndose, tiroteándolos, rajándolos a culatazos, haciéndolos ranear, pasar callejón oscuro, o rompiéndoles la cabeza y los dientes a patadas.

—La cifra oficial de muertos fue treinta y cinco —dice—. En realidad, mataron el doble o más. Los periódicos dijeron después que habían impedido un intento de fuga.

Hace un gesto de cansancio y su voz se vuelve murmullo. Los reos se echaban unos encima de otros, como en el rugby, formando montañas de cuerpos para protegerse. Pero no es ése su peor recuerdo de la cárcel. Sino, tal vez, los primeros meses, cuando era llevado de Lurigancho al Palacio de Justicia para la instructiva, en esos atestados furgones de paredes metálicas. Los presos tenían que ir en cuclillas y con la cabeza tocando el suelo, pues, al menor intento de levantarla y espiar afuera, eran salvajemente golpeados. Lo mismo al regresar: para subir al furgón, desde la carceleta, había que atravesar a toda carrera una doble valla de republicanos, escogiendo entre cubrirse la cabeza o los testículos, pues en todo el trayecto recibían palazos, puntapiés y escupitajos. Se queda pensativo —acaba de volver del baño— y añade, sin mirarme:

—Cuando leo que matan a uno de ellos, me alegro mucho.

Lo dice con un rencor súbito, profundo, que se evapora un instante después, cuando le pregunto por el otro Mayta, ese flaquito crespo que temblaba tan raro.

—Es un ladronzuelo que anda con la cabeza derretida ya de tanta pasta —dice—. No va a durar mucho.

Su voz y su expresión se dulcifican al hablar del quiosco de alimentos que administró con Arispe en el pabellón cuatro.

—Produjimos una verdadera revolución —me asegura, con orgullo—. Nos ganamos el respeto de todo el mundo. El agua se hervía para los jugos de fruta, para el café, para todo. Cubiertos, vasos y platos se lavaban antes y después de usarse. La higiene, lo primero. Una revolución, sí. Organizamos un sistema de cupones a crédito. Aunque no me lo crea, sólo una vez intentaron robarnos. Recibí un tajo aquí en la pierna, pero no pudieron llevarse nada. Incluso creamos una especie de Banco, porque muchos nos daban a guardar su plata.

Es evidente que, por alguna razón, le incomoda tremendamente hablar de lo que a mí me interesa: los sucesos de Jauja. Cada vez que trato de llevarlo hacia ellos, comienza a evocarlos y, muy pronto, de manera fatídica, desvía la charla hacia temas actuales. Por ejemplo, su familia. Me dice que se casó en el interregno de libertad entre sus dos últimos períodos en Lurigancho, pero que, en verdad, conoció a su mujer actual en la cárcel, la vez anterior. Ella venía a visitar a un hermano preso, quien se la presentó. Se escribieron y cuando él salió libre se casaron. Tienen cuatro hijos, tres hombres y una niña. Para su mujer fue muy duro que a él lo internaran de nuevo. Los primeros años, tuvo que romperse el alma para dar de comer a las criaturas, hasta que él pudo ayudarla gracias a la concesión del quiosco. Esos primeros años su mujer hacía tejidos y los vendía de casa en casa. Él procuraba también vender algo —las chompas tenían cierta demanda— allá en Lurigancho.

Mientras lo oigo, lo observo. Mi primera impresión de un hombre bien conservado, sano y fuerte, era falsa. No debe estar bien de salud. No sólo por ese problema en los riñones que a cada momento lo lleva al baño. Suda mucho y por instantes se congestiona, como si lo acosaran ráfagas de malestar. Se seca la frente con el pañuelo y, a ratos, víctima de un espasmo, se le corta el habla. ¿Se siente mal? ¿Quiere que suspendamos la entrevista? No, está perfectamente, sigamos.

—Me parece que no le gusta tocar el tema de Vallejos y Jauja le digo, de sopetón—. ¿Le molesta por el fracaso que significó? ¿Por las consecuencias que tuvo en su vida?

Niega con la cabeza, varias veces.

—Me molesta porque me doy cuenta que usted está mejor informado que yo — sonríe—. Sí, no es broma. Se me han olvidado muchas cosas y otras las tengo confusas. Quisiera echarle una mano y contarle. Pero, el problema es que ya no sé muy bien todo lo que pasó, ni cómo pasó. Hace mucho de todo eso, dése cuenta.

¿Habladuría, pose? No. Sus recuerdos son vacilantes, y, a menudo, errados. Debo rectificarlo a cada paso. Me asombra, porque, todo este año, obsesionado con el tema, suponía ingenuamente que el protagonista también lo estaba y que su memoria seguía escarbando en lo ocurrido en aquellas horas, un cuarto de siglo atrás. ¿Por qué hubiera sido así? Aquello fue para Mayta un episodio en una vida en la que, antes y después, hubo muchos otros, tanto o acaso más graves. Es normal que éstos desplazaran o empobrecieran a aquél.

—Hay un asunto, sobre todo, que me resulta incomprensible —le digo—. ¿Hubo traición? ¿Por qué desaparecieron los que estaban comprometidos? ¿Dio contraorden el Profesor Ubilluz? ¿Por qué lo hizo? ¿Por miedo? ¿Porque desconfiaba del proyecto? ¿O fue Vallejos, como asegura Ubilluz, quien adelantó el día de la insurrección?

Mayta reflexiona unos segundos, en silencio. Se encoge de hombros:

—Nunca estuvo claro y nunca lo estará —murmura—. Ese día, me pareció que era traición. Después, se volvió más enredado. Porque yo no supe de antemano la fecha prevista para el levantamiento. La fijaron sólo Vallejos y Ubilluz, por razones de seguridad. Éste ha dicho siempre que la fecha acordada era cuatro días después y que Vallejos la adelantó porque se enteró de que lo iban a transferir, debido a un incidente que tuvo con los apristas dos días antes.

Lo del incidente es cierto, está documentado en un periodiquito jaujino de la época. Hubo una manifestación aprista en la Plaza de Armas, para recibir a Haya de la Torre, quien pronunció un discurso desde el atrio de la Catedral. Vallejos, vestido de civil, el Chato Ubilluz y un pequeño grupo de amigos se apostaron en una esquina de la Plaza y al entrar el cortejo le lanzaron huevos podridos. Los búfalos apristas los corretearon, y, después de un conato de refriega, Vallejos, Ubilluz y sus amigos se refugiaron en la peluquería de Ezequiel. Esto es lo único probado. La tesis de Ubilluz y de otra gente, en Jauja, es que Vallejos fue reconocido por los apristas y que éstos hicieron una enérgica protesta por la participación del jefe de la cárcel, un oficial en servicio activo, contra un mitin político autorizado. A consecuencia de esto, habrían advertido a Vallejos que lo iban a transferir. Dicen que fue llamado de urgencia por su jefatura inmediata, la de Huancayo. Ello lo habría impulsado a adelantar cuatro días la rebelión, sin advertir a todos los otros comprometidos. Ubilluz asegura que él se enteró del suceso cuando el Alférez estaba ya muerto y los rebeldes detenidos.

—Antes me parecía que no era cierto, que se corrieron —dice Mayta—. Después, ya no supe. Porque en el Sexto, en el Frontón, en Lurigancho, fueron cayendo, meses o años después, algunos de los tipos que estuvieron comprometidos. Los encarcelaban por otros asuntos, sindicales o políticos. Todos juraban que el alzamiento los sorprendió, que Ubilluz los había citado para otro día, que jamás hubo repliegue o volteretazo. Para hablarle francamente, no lo sé. Sólo Vallejos y Ubilluz sabían la fecha acordada. ¿La adelantó? A mí no me lo dijo. Pero, no es imposible. Él era muy impulsivo, muy capaz de hacer una cosa así, aun corriendo el riesgo de quedarse solo. Lo que entonces llamábamos un voluntarista.

¿Está criticando al Alférez? No, es un comentario distanciado, neutral. Me cuenta que, aquella primera noche, cuando vino la familia de Vallejos a llevarse el cadáver, el padre se negó a saludarlo. Entró cuando a él lo interrogaban y Mayta le estiró la mano pero el señor no se la estrechó y más bien lo miró con ira y lágrimas, como responsabilizándolo de todo.

—No sé, pudo haber algo de eso —repite—. O, también, un malentendido. Es decir, que Vallejos estuviera seguro de un apoyo que, en realidad, no le habían prometido. En las reuniones a las que me llevaron, en Ricrán, donde Ubilluz, con los mineros, sí, se habló de la revolución, todos parecían de acuerdo. ¿Pero, ofrecieron realmente coger un fusil y venirse al monte el primer día? Yo no los oí decirlo. Para Vallejos era un sobreentendido, algo fuera de toda duda. A lo mejor sólo recibió vagas promesas, apoyo moral, la intención de ayudar desde lejos, siguiendo cada cual su vida corriente. O, tal vez, se comprometieron y, por miedo o porque el plan no los convenció, se echaron atrás. No puedo decírselo. La verdad, no lo sé.

Tamborilea con los dedos en el brazo del asiento. Sigue un largo silencio.

—¿Lamentó alguna vez haberse metido en esa aventura? —le pregunto—. Supongo que, en la cárcel, habrá pensado mucho, todos estos años, en lo que pasó.

—Arrepentirse es cosa de católicos. Yo dejé de serlo hace muchos años. Los revolucionarios no se arrepienten. Hacen su autocrítica, que es distinto. Yo hice la mía y se acabó. —Parece enojado.' Pero unos segundos después, sonríe—: No sabe usted qué raro me resulta hablar de política, recordar hechos políticos. Es como un fantasma que volviera, desde el fondo del tiempo, a mostrarme a los muertos y a cosas olvidadas.

¿Dejó de interesarse en la política sólo en estos últimos diez años? ¿En su prisión anterior? ¿O cuando estuvo preso por lo de Jauja? Queda en silencio, pensativo, tratando de aclarar sus recuerdos. ¿También se le ha olvidado?

—No me había puesto a pensar en eso hasta ahora —murmura, secándose la frente—. No fue una decisión mía, en realidad. Fue algo que ocurrió, algo que las circunstancias impusieron. Acuérdese que cuando me fui a Jauja, para el levantamiento, había roto con mis camaradas, con mi partido, con mi pasado. Me había quedado solo, políticamente hablando. Y mis nuevos camaradas sólo lo fueron unas horas. Vallejos murió, Condori murió, Zenón Gonzales regresó a su comunidad, los josefinos volvieron al colegio. ¿Se da cuenta? No es que yo dejara la política. Ella me dejó a mí, más bien.

Lo dice de una manera que no le creo: a media voz, con los ojos huidizos, removiéndose en el asiento. Por primera vez en la noche, estoy seguro de que, miente. ¿No volvió a ver nunca a sus antiguos amigos del PÓR(T)?

—Se portaron bien conmigo cuando estuve en la cárcel, después de lo de Jauja — exclama—Iban a verme, me llevaban cigarrillos, se movieron mucho para que me incluyeran en la amnistía que dio el nuevo gobierno. Pero el POR(T) se deshizo al poco tiempo, por los sucesos de La Convención, de Hugo Blanco. Cuando salí de la cárcel el POR(T) y el POR a secas ya no existían. Habían surgido otros grupos trotskistas con gente venida de la Argentina. Yo no conocía a nadie y no estaba interesado ya en política.

Con las últimas palabras, se levanta a orinar.

Cuando regresa, veo que también se ha lavado la cara. ¿De veras no quiere que salgamos a comer algo? Me asegura que no, repite que no come nunca de noche. Quedamos un buen rato sumidos en cavilaciones propias, sin hablar. El silencio sigue siendo total esta noche en el Malecón de Barranco; sólo habrá en él silenciosas parejas de enamorados, protegidas por la oscuridad, y no los borrachines y marihuaneros que los viernes y sábados hacen siempre tanto escándalo. Le digo que, en mi novela, el personaje es un revolucionario de catacumbas, que se ha pasado media vida intrigando y peleando con otros grupúsculos tan insignificantes como el suyo, y que se lanza a la aventura de Jauja no tanto porque lo convenzan los planes de Vallejos —tal vez, íntimamente, es escéptico sobre las posibilidades de éxito— sino porque el Alférez le abre las puertas de la acción. La posibilidad de actuar de manera concreta, de producir en la realidad cambios verificables e inmediatos, lo encandila. Conocer a ese joven impulsivo le descubre retroactivamente la inanidad en que ha consistido su quehacer revolucionario. Por eso se embarca en la insurrección, aun intuyendo que es poco menos que un suicidio.

—¿Se reconoce algo en semejante personaje? —le pregunto—. ¿O no tiene nada que ver con usted, con las razones por las que siguió a Vallejos?

Se queda mirándome, pensativo, pestañeando, sin saber qué contestar. Alza el vaso y bebe el resto de la gaseosa. Su vacilación es su respuesta.

—Esas cosas parecen imposibles cuando fracasan —reflexiona—. Si tienen éxito, a todo el mundo le parecen perfectas y bien planeadas. Por ejemplo, la Revolución Cubana. ¿Cuántos desembarcaron con Fidel en Granma? Un puñadito. Tal vez menos de los que éramos nosotros ese día en Jauja. A ellos les salió y a nosotros no.

Se queda meditando, un momento.

—A mí nunca me pareció una locura, mucho menos un suicidio —afirma—. Estaba bien pensado. Si destruíamos el puente de Molinos y retrasábamos a los policías, hubiéramos cruzado la Cordillera. En la bajada a la selva, ya no nos encontraban. Hubiéramos…

Se le apaga la voz. La falta de convicción con que habla es tan visible que, se habrá dicho, no tiene sentido tratar de hacerme creer algo en lo que él tampoco cree. ¿En qué cree ahora mi supuesto ex–condiscípulo? Allá, en el Salesiano, hace medio siglo, creía ardientemente en Dios. Luego, cuando murió Dios en su corazón, creyó con el mismo ardor en la revolución, en Marx, en Lenin, en Trotski. Luego, los sucesos de Jauja, o, acaso, antes, esos largos años de insulsa militancia, debilitaron y mataron también esa fe. ¿Qué otra la reemplazó? Ninguna. Por eso da la impresión de un hombre vacío, sin emociones que respalden lo que dice. Cuando empezó a asaltar Bancos y a secuestrar por un rescate ¿ya no podía creer en nada, salvo en conseguir dinero a como diera lugar? Algo, en mí, se resiste a aceptarlo. Sobre todo ahora, mientras lo observo, vestido con esos zapatos de caminante y esa ropa misérrima; sobre todo ahora que he visto cómo se gana la vida,

—Si usted quiere, no tocamos ese tema —lo alerto—. Pero tengo que decirle algo, Mayta. Me cuesta entender que, al salir de la cárcel, luego de lo de Jauja, se dedicara a asaltar Bancos y a secuestrar gente. ¿Podemos hablar de eso?

—No, de eso no —contesta inmediatamente, con cierta dureza. Pero se contradice, añadiendo—: No tuve nada que ver. Falsificaron pruebas, presentaron testigos falsos, los obligaron a declarar contra mí. Me condenaron porque hacía falta un culpable y yo tenía antecedentes. Mi condena es una mancha para la justicia.

Nuevamente se le corta la voz, como si en ese momento lo ganaran la desmoralización, la fatiga, la certidumbre de que es inútil tratar de disuadirme de algo que, por obra del tiempo, ha adquirido irreversible consistencia. ¿Dice la verdad? ¿Puede ser cierto que no fuera uno de los asaltantes de La Victoria, uno de los secuestradores de Pueblo Libre? Sé muy bien que en las cárceles del país hay gente inocente —acaso tanta como criminales afuera, gozando de consideración— y no es imposible que Mayta, con su prontuario, sirviera de chivo expiatorio a jueces y policías. Pero vislumbro, en el hombre que tengo al frente, tal estado de apatía, de abandono moral, tal vez de cinismo, que tampoco me resulta imposible imaginármelo cómplice de los peores delitos.

—El personaje de mi novela es maricón —le digo, después de un rato.

Levanta la cabeza como picado por una avispa. El disgusto le va torciendo la cara. Está sentado en un sillón bajito, de espaldar ancho, y ahora sí parece tener sesenta o más años. Lo veo estirar las piernas y frotarse las manos, tenso.

—¿Y por qué? —pregunta, al fin.

Me toma de sorpresa: ¿acaso lo sé? Pero improviso una explicación.

—Para acentuar su marginalidad, su condición de hombre lleno de contradicciones. También, para mostrar los prejuicios que existen sobre este asunto entre quienes, supuestamente, quieren liberar a la sociedad de sus taras. Bueno, tampoco sé con exactitud por qué lo es.

Su expresión de desagrado se acentúa. Lo veo alargar la mano, coger el vaso de agua que ha colocado sobre unos libros, manosearlo y, al advertir que está vacío, volverlo a su sitio.

—Nunca tuve prejuicios sobre nada —murmura, luego de un silencio—. Pero, sobre los maricas, creo que tengo. Después de haberlos visto. En el Sexto, en el Frontón. En Lurigancho es todavía peor.

Queda un rato pensativo. La mueca de disgusto se atenúa, sin desaparecer. No hay asombro de compasión en lo que dice:

—Depilándose las cejas, rizándose las pestañas con fósforos quemados, pintándose la boca, poniéndose faldas, inventándose pelucas, haciéndose explotar igualito que las putas por los cafiches. Cómo no tener vómitos. Parece mentira que el ser humano pueda rebajarse así. Mariquitas que le chupan el pájaro a cualquiera por un simple pucho… — Resopla, con la frente nuevamente llena de sudor. Agrega entre dientes—: Dicen que Mao fusiló a todos los que había en China. ¿Será cierto?

Se vuelve a levantar para ir al baño y mientras espero que vuelva, miro por la ventana. En el cielo casi siempre nublado de Lima, esta noche se ven las estrellas, algunas quietas y otras chispeando sobre la mancha negra que es el mar. Se me ocurre que Mayta, allá en Lurigancho, en noches así, debía contemplar hipnotizado las estrellas lucientes, espectáculo limpio, sereno, decente: dramático contraste con la degradación violenta en que vivía.

Cuando regresa, dice que lamenta no haber viajado nunca al extranjero. Era su gran ilusión, cada vez que salía de la cárcel: irse, empezar en otro país, desde cero. Lo intentó por todos los medios, pero resultaba dificilísimo: por falta de dinero, de papeles en regla, o por ambas cosas. Una vez llegó hasta la frontera, en un ómnibus que iba a llevarlo a Venezuela, pero a él lo desembarcaron en la aduana del Ecuador, pues su pasaporte no estaba en regla.

—De todas maneras no pierdo las esperanzas de irme —gruñe—. Con tanta familia es más difícil. Pero es lo que me gustaría. Aquí no hay perspectiva de trabajo, de nada. No hay. Por donde uno mire, simplemente no hay. Así que no he perdido las esperanzas.

Pero sí las has perdido para el Perú, pienso. Total y definitivamente, ¿no, Mayta? Tú que tanto creías, que tanto querías creer en un futuro para tu desdichado país. Echaste la esponja, ¿no? Piensas, o actúas como si lo pensaras, que eso no cambiará nunca para mejor, sólo para peor. Más hambre, más odio, más opresión, más ignorancia, más brutalidad, más barbarie. También tú, como tantos otros, sólo piensas ahora en escapar antes que nos hundamos del todo.

—A Venezuela, o a México, donde también dicen que hay mucho trabajo, por el petróleo. Y hasta a los Estados Unidos, aunque no hable inglés. Eso es lo que me gustaría.

De nuevo se le va la voz, extenuada por la falta de convicción. A mí también se me va algo en ese instante: el interés por la charla. Sé que no voy a conseguir de mi falso condiscípulo nada más de lo que he conseguido hasta ahora: la deprimente comprobación de que es un hombre destruido por el sufrimiento y el rencor, que ha perdido incluso los recuerdos. Alguien, en suma, esencialmente distinto del Mayta de mi novela, ese optimista pertinaz, ese hombre de fe, que ama la vida a pesar del horror y las miserias que hay en ella. Me siento incómodo, abusando de él, reteniéndolo aquí —es cerca de la medianoche— para una conversación sin consistencia, previsible. Debe ser angustioso para él este escarbar recuerdos, este ir y venir de mi escritorio al baño, una perturbación de su diaria rutina, que imagino monótona, animal.

—Lo estoy haciendo trasnochar demasiado —le digo.

—La verdad es que me acuesto temprano—responde, con alivio, agradeciéndome con una sonrisa que ponga punto final a la charla—. Aunque duermo muy poco, me bastan cuatro o cinco horas. De muchacho, en cambio, era dormilón.

Nos levantamos, salimos, y, en la calle, pregunta por dónde pasan los ómnibus al centro. Cuando le digo que voy a llevarlo, murmura que basta con que lo acerque un poco. En el Rímac puede tomar un micro.

Casi no hay tráfico en la Vía Expresa. Una garúa menudita empaña los cristales del auto. Hasta la Avenida Javier Prado intercambiamos frases inocuas, sobre la sequía del Sur y las inundaciones del Norte, sobre los líos en la frontera. Cuando llegamos al puente, susurra, con visible molestia, que tiene que bajarse un ratito. Freno, se baja y orina al lado del auto, escudándose en la puerta. Al volver, murmura que en las noches, a causa de la humedad, el problema de los riñones se acentúa. ¿Ha ido donde el médico? ¿Sigue algún tratamiento? Está arreglando primero lo de su seguro; ahora que lo tenga irá al Hospital del Empleado a hacerse ver, aunque, parece, se trata de algo crónico, sin cura posible.

Estamos callados hasta la Plaza Grau. Allí, súbitamente —acabo de pasar a un vendedor de emoliente—, como si hablara otra persona, le oigo decir:

—Hubo dos asaltos, cierto. Antes de ese de La Victoria, ese por el que me encerraron. Lo que le dije es verdad: tampoco tuve nada que ver con el secuestro de Pueblo Libre. Ni siquiera estaba en Lima cuando ocurrió, sino en Pacasmayo, en un trapiche.

Se queda callado. No lo apresuro, no le pregunto nada. Voy muy despacio, esperando que se decida a continuar, temiendo que no lo haga. Me ha sorprendido la emoción de su voz, el aliento confidencial. Las calles del centro están oscuras y desiertas. El único ruido es el motor del auto.

—Fue al salir de la cárcel, después de lo de Jauja, después de esos cuatro años adentro —dice, mirando al frente—. ¿Se acuerda de lo que ocurría en el Valle de La Convención, allá en el Cusco? Hugo Blanco había organizado a los campesinos en sindicatos, dirigido varias tomas de tierras. Algo importante, muy diferente de todo lo que venía haciendo la izquierda. Había que apoyar, no permitir que les ocurriera lo que a nosotros en Jauja.

Freno ante un semáforo rojo, en la Avenida Abancay, y él también hace una pausa. Es como si la persona que está a mi lado fuera distinta de la que estuvo hace un rato en mi escritorio y distinta del Mayta de mi historia. Un tercer Mayta, dolido, lacerado, con la memoria intacta.

—Así que tratamos de apoyarlos, con fondos —susurra—. Planeamos dos expropiaciones. En ese momento era la mejor manera de poner el hombro.

No le pregunto con quiénes se puso de acuerdo para asaltar los Bancos; si sus antiguos camaradas del POR(T) o del otro POR, revolucionarios que conoció en la cárcel u otros. En esa época —comienzos de los sesenta— la idea de la acción directa impregnaba el aire y había innumerables jóvenes que, si no actuaban ya de ese modo, por lo menos hablaban día y noche de hacerlo. A Mayta no debió serle difícil conectarse con ellos, ilusionarlos, inducirlos a una acción santificada con el nombre absolutorio de expropiaciones. Lo ocurrido en Jauja debía haberle ganado cierto prestigio ante los grupos radicales. Tampoco le pregunto si él fue el cerebro de aquellos asaltos.

—El plan funcionó en los dos casos como un reloj —agrega—. Ni detenciones ni heridos. Lo hicimos en dos días consecutivos, en sitios distintos de Lima. Expropiamos… —Una breve vacilación, antes de la fórmula evasiva—: … varios millones.

Queda en silencio otra vez. Noto que está profundamente concentrado, buscando las palabras adecuadas para lo que debe ser lo más difícil de contar. Estamos frente a la Plaza de Acho, mole de sombras difuminadas en la neblina. ¿Por dónde sigo? Sí, lo llevaré hasta su casa. Me señala la dirección de Zárate. Es una amarga paradoja que viva, ahora que está libre, en la zona de Lurigancho. La avenida, aquí, es una sucesión de huecos, charcos y basuras. El auto se estremece y da botes.

—Como estaba requetefichado, se acordó que yo no llevara el dinero al Cusco. Allá debíamos entregarlo a la gente de Hugo Blanco. Por una precaución elemental decidimos que yo fuera después, separado de los otros, por mi cuenta. Los camaradas partieron en dos grupos. Yo mismo los ayudé a partir. Uno en un camión de carga, otro en un auto alquilado.

Vuelve a callar y tose. Luego, con sequedad y un fondo de ironía, añade rápido:

—Y, en eso, me cayó la policía. No por las expropiaciones. Por el asalto de La Victoria. En el que yo no había estado, del que yo no sabía nada. Vaya casualidad, pensé. Vaya coincidencia. Qué bien, pensé. Tiene su lado positivo. Los distrae, los va a enredar. Ya no me vincularían para nada con las expropiaciones. Pero no, no era una coincidencia…

De golpe, ya sé lo que me va a contar, he adivinado con toda precisión adonde culminará su relato.

—No lo entendí completamente hasta años después. Quizá porque no quería entenderlo. —Bosteza, con la cara congestionada, y mastica algo—. Incluso, vi un día en Lurigancho un volante a mimeógrafo, sacado por no sé qué grupo fantasma, atacándome. Me acusaban de ladrón, decían que me había robado no sé cuánto dinero del asalto al Banco de La Victoria. No le di importancia, creí que era una de esas vilezas normales en la vida política. Cuando salí de Lurigancho, absuelto por lo de La Victoria, habían pasado dieciocho meses. Me puse a buscar a los camaradas de las expropiaciones. Por qué, en todo ese tiempo, no me habían hecho llegar un solo mensaje, por qué no habían tomado contacto conmigo. Por fin encontré a uno de ellos. Entonces, hablamos.

Sonríe, entreabriendo la boca de dientes incompletos. Ha cesado la llovizna y en el cono de luz de los faros del auto hay tierra, piedras, desperdicios, perfiles de casas pobres.

—¿Le contó que el dinero no llegó nunca a manos de Hugo Blanco? —le pregunto.

—Me juró que él se había opuesto, que él trató de convencer a los otros que no hicieran una chanchada así —dice Mayta—. Me contó montones de mentiras y echó a los demás la culpa de todo. Él había pedido que me consultaran lo que iban a hacer. Según él, los otros no quisieron. «Mayta es un fanático», dice que le dijeron. «No entendería, es demasiado recto para estas cosas.» Entre las mentiras que me contó, se reconocían algunas verdades.

Suspira y me ruega que pare. Mientras lo veo, al lado de la puerta, desabotonándose y abotonándose la bragueta, me pregunto si el Mayta que me sirvió de modelo podría ser llamado fanático, si el de mi historia lo es. Sí, sin duda, los dos lo son. Aunque, tal vez, no de la misma manera.

—Es verdad, yo no hubiera entendido —dice, suavemente, cuando vuelve a mi lado—. Es verdad. Yo les hubiera dicho: la plata de la revolución quema las manos. ¿No se dan cuenta que si se quedan con ella dejan de ser revolucionarios y se convierten en ladrones?

Vuelve a suspirar, hondo. Voy muy despacio, por una avenida en tinieblas, a cuyas orillas hay a veces familias enteras durmiendo a la intemperie, tapadas con periódicos. Perros escuálidos salen a ladrarnos, los ojos encandilados por los faros.

—Yo no los hubiera dejado, por supuesto —repite—. Por eso me denunciaron, por eso me implicaron en el asalto de La Victoria. Sabían que yo, antes que dejarlos, les hubiera pegado un tiro. Mataron dos pájaros, delatándome. Se libraron de mí y la policía encontró un culpable. Ellos sabían que yo no iba a denunciar a unos camaradas a los que creía arriesgando la vida para llevar a Hugo Blanco el producto de las expropiaciones. Cuando, en los interrogatorios, me di cuenta de qué me acusaban, dije: «Perfecto, no se la huelen». Y, durante un tiempo, los estuve hueveando. Creía que era una buena coartada.

Se ríe, despacito, con la cara seria. Queda en silencio y se me ocurre que no dirá nada más. No necesito que lo diga, tampoco. Si es cierto, ahora sé qué lo ha destruido, ahora sé por qué es el fantasma que tengo a mi lado. No el fracaso de Jauja, ni todos esos años de cárcel, ni siquiera purgar culpas ajenas. Sino, seguramente, descubrir que las expropiaciones fueron atracos; descubrir que, según su propia filosofía, había actuado «objetivamente» como un delincuente común. ¿O, más bien, haber sido un ingenuo y un tonto ante camaradas que tenían menos años de militancia y menos prisiones que él?

¿Fue eso lo que lo desengañó de la revolución, lo que hizo de él este simulacro de sí mismo?

—Durante un tiempo, pensé buscarlos, uno por uno, y tomarles cuentas —dice.

—Como en El conde de Montecristo —lo interrumpo—. ¿Leyó alguna vez esa novela?

Pero Mayta no me escucha.

—Después, la rabia y el odio también se me fueron —prosigue—. Si quiere, digamos que los perdoné. Porque, hasta donde supe, a todos les fue tan mal o peor que a mí. Menos a uno, que llegó a diputado.

Se ríe, con una risita ácida, antes de enmudecer.

No es cierto que los hayas perdonado, pienso. Tampoco te has perdonado a ti mismo por lo que ocurrió. ¿Debo pedirle nombres, precisiones, tratar de sonsacarle algo más? Pero la confesión que me ha hecho es excepcional, una debilidad de la que tal vez se arrepienta. Pienso en lo que debió ser rumiar, entre las alambradas y el cemento de Lurigancho, la burla de que fue objeto. Pero ¿y si esto que me ha contado es exageración, pura mentira? ¿No será todo una farsa premeditada para exculparse de un prontuario que lo avergüenza? Lo miro de soslayo. Está bostezando y desperezándose, como con frío. A la altura de la bifurcación a Lurigancho, me indica que siga derecho. Termina el asfalto de la avenida; ésta se prolonga en una huella de tierra que se pierde en el descampado.

—Un poco más allá está el pueblo joven donde vivo —dice—. Camino hasta aquí a tomar el ómnibus. ¿Se acordará y podrá regresar, ahora que me deje?

Le aseguro que sí. Quisiera preguntarle cuánto gana en la heladería, qué parte de su sueldo se le va en ómnibus y cómo distribuye lo que le queda. También, si ha intentado conseguir algún otro trabajo y si quisiera que le eche una mano, haciendo alguna gestión. Pero todas las preguntas se me mueren en la garganta.

—En una época se decía que en la selva había perspectivas —le oigo decir—. Estuve dándole vueltas a eso, también. Ya que lo del extranjero era difícil, tal vez irme a Pucallpa, a Iquitos. Decían que había madereras, petróleo, posibilidades de trabajo. Pero era cuento. Las cosas en la selva andan igual que aquí. En este pueblo joven hay gente que ha regresado de Pucallpa. Es lo mismo. Sólo los traficantes de coca tienen trabajo.

Ahora sí, estamos terminando el descampado y, en la oscuridad, se vislumbra una aglomeración de sombras chatas y entrecortadas: las casitas. De adobes, calaminas, palos y esteras, dan, todas, la impresión de haberse quedado a medio hacer, interrumpidas cuando empezaban a tomar forma. No hay asfalto ni veredas, no hay luz eléctrica y no debe haber tampoco agua ni desagüe.

—Nunca había llegado hasta aquí —le digo—. Qué grande es esto.

—Allá, a la izquierda, se ven las luces de Lurigancho —dice Mayta, mientras me guía por los vericuetos de la barriada—. Mi mujer fue una de las fundadoras de este pueblo joven. Hace ocho años. Unas doscientas familias lo crearon. Se vinieron de noche, por grupos, sin ser vistas. Trabajaron hasta el amanecer, clavando palos, tirando cordeles, y, a la mañana siguiente, cuando llegaron los guardias, ya el barrio existía. No hubo manera de sacarlas.

—O sea que, al salir de Lurigancho, usted no conocía su casa —le pregunto.

Me dice que no con la cabeza. Y me cuenta que, el día que salió, después de casi once años, se vino sólito, caminando a través del descampado que acabamos de cruzar, apartando a pedradas a los perros que querían morderlo. Al llegar a las primeras casitas empezó a preguntar: «¿Dónde vive la señora Mayta?». Y así fue que se presentó a su hogar y le dio la sorpresa a su familia.

Estamos frente a su casa, la tengo presa en el cono de luz de los faros del auto. La fachada es de ladrillo y la pared lateral también, pero el techo no ha sido vaciado aún, es una calamina sin asegurar, a la que impiden moverse unos montoncitos de piedra, enfilados cada cierto trecho. La puerta, un tablón, está sujeta a la pared con clavos y pitas.

—Estamos luchando por el agua —dice Mayta—. Es el gran problema aquí. Y, por supuesto, la basura. ¿Seguro que podrá usted llegar hasta la avenida?

Le aseguro que sí y le digo que, si no le importa, luego de algún tiempo, lo buscaré para que conversemos y me cuente algo más sobre la historia de Jauja. Acaso le vuelvan a la memoria otros detalles. Él asiente y nos despedimos con un apretón de manos.

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