II

El Centro Acción para el Desarrollo tiene su sede en la Avenida Pardo, en Miraflores, una de las últimas casitas que resiste el avance de los edificios que han ido sustituyendo, una tras otra, a las viviendas de ladrillos y madera, rodeadas de jardines, a las que daban sombra, rumor de hojas y algarabía de gorriones las copas de los ficus, antes señores de la calle y ahora pigmeos disminuidos por los rascacielos. El buen gusto de Moisés —del «Doctor» Moisés Barbi Leyva, me recuerda la secretaria de la entrada— ha llenado la casa de muebles coloniales, que congenian con la construcción, uno de esos remedos de los años cuarenta de arquitectura neo–virreinal —balcones con celosías, patios sevillanos, arcos moriscos, fuentes de azulejos— que no deja de tener encanto. La casa brilla y se nota actividad en los cuartos que dan al jardín, bien podado y regado. Dos guardias con fusiles, que, al entrar, me registran a ver si no llevo armas, se pasean en el vestíbulo de entrada. Mientras espero a Moisés, examino las últimas publicaciones del Centro, expuestas en una vitrina con luz fluorescente. Estudios de economía, estadística, sociología, política, historia, libros bien impresos y con carátulas que tienen como viñeta un pájaro marino prehistórico. Moisés Barbi Leyva es la espina dorsal del Centro Acción para el Desarrollo, el que gracias a su habilidad combinatoria, simpatía personal y prodigiosa capacidad de trabajo es una de las instituciones culturales más activas del país. Lo extraordinario de Moisés, más aún que su voluntad ciclónica y su optimismo a prueba de balas, es su habilidad combinatoria, ciencia antihegeliana que consiste en conciliar los contrarios, y, como hizo el santo limeño San Martín de Porres, hacer comer en el mismo plato a perro, pericote y gato. Gracias al genio ecléctico de Moisés, el centro recibe subvenciones, becas, préstamos, del capitalismo y del comunismo, de los gobiernos y fundaciones más conservadores y de los más revolucionarios y tanto Washington como Moscú, Bonn como La Habana, París como Pekín, la consideran una institución suya. Están equivocados, por supuesto. El Centro Acción para el Desarrollo es de Moisés Barbi Leyva y no será de nadie más hasta que él desaparezca y es seguro que desaparecerá con él, pues no hay nadie en este país capaz de reemplazarlo en lo que hace.

Moisés, en tiempos de Mayta, era un revolucionario de catacumbas; ahora es un intelectual progresista. Rasgo central de su sabiduría es haber conservado intacta una imagen de hombre de izquierda y haberla incluso robustecido, a medida que el Centro iba prosperando y él con el Centro. Así como ha sido capaz de mantener excelentes relaciones con los más enconados adversarios ideológicos, ha podido llevarse bien con todos los gobiernos que ha tenido este país en los últimos veinte años sin entregarse a ninguno. Con un olfato magistral de las dosis, las proporciones, las distancias, él sabe contrarrestar cualquier concesión excesiva en una dirección con compensatorios alardes retóricos hacia la opuesta. Cuando en un cóctel lo oigo hablar demasiado intensamente contra el saqueo de nuestros recursos por las transnacionales o contra la penetración cultural del imperialismo que pervierte nuestra cultura tercermundista, ya sé que, este año, los aportes norteamericanos a los programas del Centro han sido más considerables que los del adversario, y si en una exposición o concierto lo noto, de pronto, alarmado por la intervención soviética en Afganistán o dolido por la represión de Solidaridad en Polonia, es que, esta vez, sí ha conseguido alguna ayuda de los países del Este. Con estas fintas y argucias él puede probar siempre su independencia ideológica y la de la institución que dirige. Todos los políticos peruanos capaces de leer un libro —no son muchos— lo creen su asesor intelectual y están seguros que el Centro trabaja directamente para ellos, lo que, en un vago sentido, no deja de ser cierto. Moisés ha tenido la sabiduría de hacerles sentir a todos que llevarse bien con la institución que dirige les conviene, y esta sensación, por lo demás, corresponde a la verdad, pues a los derechistas la vinculación con el Centro los hace sentirse reformistas, social–demócratas, casi socialistas; a los izquierdistas los adecenta y los modera, imprimiéndoles cierto empaque técnico, un barniz intelectual; a los militares los hace sentirse civiles, a los curas laicos y a los burgueses proletarios y telúricos.

Como tiene éxito, Moisés despierta convulsivas envidias y mucha gente habla pestes de él y se burla del Cadillac color concho de vino en el que rueda por las calles. Las peores lenguas son, por supuesto, las de los progresistas que gracias al Centro —a él— comen, se visten, escriben, publican, viajan a congresos, ganan becas, organizan seminarios y conferencias y aumentan su prontuario de progresistas. Él sabe las cosas que dicen de él y no le importa, o, si le importa, lo disimula. Su éxito en la vida y la preservación de su imagen dependen de una filosofía que no variará jamás un ápice: es posible que Moisés Barbi Leyva tenga enemigos, pero Moisés Barbi Leyva no es enemigo de nadie de carne y hueso, salvo de esos monstruos abstractos —el imperialismo, el latifundismo, el militarismo, la oligarquía, la CÍA, etc.— que le sirven para sus fines tanto como sus amigos (el resto de la humanidad viviente). El jacobino intratable que era Mayta hace treinta años diría de él, sin duda, que es el caso típico del intelectual revolucionario que se «sensualizó», lo que es probablemente exacto. Pero ¿reconocería que, con todas las transacciones y simulaciones que tiene que hacer en el endemoniado país que le tocó, Moisés Barbi Leyva ha conseguido que varias decenas de intelectuales vivan y trabajen en vez de haraganear en un mundillo universitario corrompido por la frustración y las intrigas, y que otros tantos viajen, sigan cursos de especialización, mantengan un contacto fecundo con sus colegas del resto del mundo? ¿Reconocería que,«sensualizado» como está, Moisés Barbi Leyva ha hecho, él solito, lo que deberían haber hecho el Ministerio de Educación, el Instituto de Cultura o cualquiera de las Universidades del Perú y no ha hecho ninguna otra persona o institución? No, no reconocería nada de esto. Porque esas cosas, para Mayta, eran distracciones de la tarea primordial, la única obligación de quien tiene ojos para ver y decencia para actuar: la lucha revolucionaria.

—Salud —me tiende la mano Moisés.

—Salud, camarada —respondió Mayta.

Era el segundo en llegar, algo excepcional, pues siempre que había reunión del Comité era él quien abría el garaje del Jirón Zorritos que servía de local al POR(T). Los siete miembros del Comité tenían llave y cada cual usaba a veces el garaje para dormir, si no tenía otro techo, o para realizar algún trabajo. Los dos universitarios del Comité, el Camarada Anatolio y el Camarada Medardo, preparaban aquí sus exámenes.

—Hoy te gané —se asombró el Camarada Medardo—. Qué milagro.

—Anoche tuve una fiesta y me acosté tardísimo.

—¿Tú, una fiesta? —se rió el Camarada Medardo—. Otro milagro.

—Algo interesante —explicó Mayta—. Pero no lo que estás pensando. Informaré ahora al Comité, justamente.

En el exterior del garaje no había nada que indicara el género de actividades que tenían lugar adentro, pero, en el interior, colgaba en la pared un cartel con las caras barbadas de Marx, Lenin y Trotski traído por el Camarada Jacinto de una reunión de organizaciones trotskistas en Montevideo. Arrumbados contra las paredes había altos de Voz Obrera y volantes, manifiestos, adhesiones a huelgas o denuncias que no habían alcanzado a repartir. Había un par de sillas desfondadas y unos banquitos de tres patas que parecían de ordeñadora o de espiritistas. Y unos colchones apilados uno sobre otro y cubiertos con una frazada que servían también de asiento cuando hacía falta. Sobre una repisa de ladrillos y tablones languidecían algunos libros llenos de polvo de cal y en un rincón se veía el esqueleto de un triciclo sin ruedas. El local del POR(T) era tan estrecho que con un tercio del Comité daba la impresión de haber quórum.

—¿Mayta? —Moisés se echa atrás en su silla mecedora y me examina, incrédulo.

—Mayta —le digo—. ¿Te acuerdas de él, no? Recupera su aplomo y su sonrisa.

—Por supuesto, cómo no me voy a acordar. Pero me llama la atención. Quién se acuerda en el Perú de Mayta.

—Poca gente. Y, por eso, a los pocos que se acuerdan les estoy exprimiendo los recuerdos.

Sé que me ayudará, porque Moisés es un hombre servicial, siempre dispuesto a echar una mano a todo el mundo, pero me doy cuenta, también, que, para hacerlo, tendrá que romper una prevención psicológica, hacerse cierta violencia, porque Mayta y él estuvieron muy cerca y fueron seguramente muy amigos. ¿Le incomoda el recuerdo del Camarada Mayta en esta oficina llena de libros encuadernados, un mapa del Antiguo Perú en pergamino y una vitrina de huacos fornicantes? ¿Lo hace sentirse en una situación ligeramente falsa el tener que volver a hablar de aquellas acciones e ilusiones que compartieron él y Mayta? Probablemente. A mí mismo, que nunca llegué a ser su compañero político, el recuerdo de Mayta no deja de causarme cierto malestar, de manera que al importante Director del Centro Acción para el Desarrollo…

—Era un buen tipo —dice, prudentemente, a la vez que me mira como queriendo descubrir, en lo más secreto, mi propia opinión de Mayta—. Idealista, bien intencionado. Pero ingenuo, iluso. Yo, por lo menos, en ese desgraciado asunto de Jauja, tengo la conciencia limpia. Le advertí el disparate en que se metía y traté de hacerlo recapacitar. Tiempo perdido, por supuesto, porque era una muía.

—Estoy tratando de reconstruir sus comienzos políticos —le explico—. No sé gran cosa, salvo que, muy chico, a finales del Colegio o el año que estuvo en San Marcos, se hizo aprista. Y después…

—Después se hizo de todo, ésa es la verdad —dice Moisés—. Aprista, comunista, escisionista, trosco. Todas las sectas y capillas. No pasó por otras porque entonces no había más. Ahora tendría más posibilidades. Aquí en el Centro estamos haciendo un cuadro de todos los partidos, grupos, alianzas, fracciones y frentes de izquierda que hay en el Perú. ¿Cuántos calculas? Más de treinta.

Tamborilea en el escritorio y adopta un aire pensativo.

—Pero hay que reconocer una cosa —añade de pronto, muy serio—. En todos esos cambios no hubo ni pizca de oportunismo. Sería inestable, alocado, lo que quieran, pero, también, la persona más desinteresada del mundo. Te digo algo más. Había en él una tendencia autodestructiva. De heterodoxo, de rebelde orgánico. Apenas se metía en algo, comenzaba a disentir y terminaba en actividad fraccional. Era más fuerte en él que cualquier otra cosa: discrepar. ¡Pobre Camarada Mayta! Qué destino jodido ¿no?

—Se abre la sesión —dijo el Camarada Jacinto. Era el Secretario General del POR(T) y el más viejo de los cinco presentes. Faltaban dos miembros del Comité: el Camarada Pallardi y el Camarada Carlos. Después de esperarlos media hora, habían decidido comenzar sin ellos. El Camarada Jacinto, con voz carrasposa, hizo un resumen de la última sesión, hacía tres semanas. No llevaban libro de actas, por precaución, pero el Secretario General apuntaba en una libretita los principales temas de cada debate y ahora iba revisándola —arrugaba mucho los ojos— mientras hablaba. ¿Qué edad tenía el Camarada Jacinto? Sesenta, acaso más. Cholo fornido y erecto, con una cresta de pelos sobre la frente y unos aires deportivos que lo rejuvenecían, era una reliquia en la organización, pues había vivido su historia desde aquellas reuniones, a comienzos de los años cuarenta, en casa del poeta Rafael Méndez Dorich, cuando, de la mano de unos surrealistas que volvían de París —Westphalen, Abril de Vivero, Moro—, habían llegado las ideas troskistas al Perú. El Camarada Jacinto había sido uno de los fundadores de la primera organización trotskista, el Grupo Obrero Marxista, en 1964, la simiente del POR, y, en Fertilizantes, S. A. (Fertisa), donde trabajaba hacía veinte años, había integrado siempre, en minoría, la directiva sindical, pese a la hostilidad de apristas y rabanitos. ¿Por qué se había quedado con ellos en vez de irse con el otro grupo? Mayta se alegraba mucho, pero no lo entendía. Toda la vieja guardia trotskista, todos los contemporáneos del Camarada Jacinto, se habían quedado en el POR. ¿Por qué él, en cambio, estaba en el POR(T)? ¿Por no apartarse de la gente joven? Debía ser por eso, pues a Mayta le parecía dudoso que al Camarada Jacinto le importara mucho la polémica internacional del trotskismo entre «pablistas» y «antipablistas».

—El problema de Voz Obrera —dijo el Secretario General—. Es lo más urgente.

—Infantilismo de izquierda, hechizo de la contradicción, no sé cómo llamarlo —dice Moisés— La enfermedad de la ultraizquierda. Ser más revolucionario que, ir más a la izquierda que, ser más radical que… Ésa fue la actitud de Mayta toda su vida. Cuando estábamos en la Juventud Aprista, un par de mocosos recién salidos del cascarón, el Apra en la clandestinidad, Manuel Seoane nos dio unas charlas sobre la teoría del espacio–tiempo histórico de Haya de la Torre y su refutación y superación dialéctica del marxismo. A Mayta, por supuesto, se le metió que teníamos que estudiar marxismo, para saber qué refutábamos y superábamos. Formó un círculo y a los pocos meses la JAP nos puso en disciplina. Y así, sin saber cómo, terminamos colaborando con los rabanitos. El resultado fue el Panóptico. Nuestro bautizo.

Se ríe y yo me río. Pero no nos reímos de las mismas cosas. Moisés se ríe de esos juegos de niños precozmente politizados que eran él y Mayta entonces, y con su risa trata de convencerme que todo aquello no tuvo la menor importancia, un sarampión de imberbes, anécdotas que se llevó el viento. Yo me río de dos fotografías que acabo de descubrir en su escritorio. Se miran y equilibran, cada una en un marco de plata: Moisés estrecha la mano del Senador Robert Kennedy, en su visita al Perú promoviendo la Alianza para el Progreso, y Moisés junto al Presidente Mao Tse Tung, en Pekín, con una delegación de latinoamericanos. En ambas, sonríe con neutralidad.

—Que informe el responsable —añadió el Camarada Jacinto.

El responsable de Voz Obrera era él. Mayta sacudió la cabeza para ahuyentar la imagen del Alférez Vallejos que, junto con una gran modorra, lo perseguía desde que despertó esa mañana con sólo tres horas de sueño en el cuerpo. Se puso de pie. Sacó la pequeña ficha con el esquema de lo que iba a decir.

—Así es, camaradas, Voz Obrera es el problema más urgente y hay que resolverlo hoy mismo —dijo, conteniendo un bostezo—. En realidad, son dos problemas y debemos tratarlos por separado. El primero, el del nombre, surgido por la salida de los divisionistas. Y, el segundo, el de siempre, el económico.

Todos sabían de qué se trataba, pero Mayta se lo recordó con lujo de detalles. La experiencia le había demostrado que esa prolijidad al exponer un tema ahorraba tiempo más tarde, en el debate. Asunto primero: ¿debían seguir llamando Voz Obrera con el añadido de la T al órgano del Partido? Porque los divisionistas habían sacado ya su periódico con el título de Voz Obrera, usando la misma viñeta, para hacer creer a la clase obrera que ellos representaban la continuidad del POR, y el POR(T), la división. Una sucia maniobra, por supuesto. Pero, había que encarar los hechos. Que hubiera dos Partidos Obreros Revolucionarios ya resultaba confuso para los trabajadores. Que hubiera dos Voz Obrera, aunque una de ellas llevara la letra T de Trotskista, los desorientaría aún más. Por otra parte, el material del nuevo número estaba armado en la imprenta de Cocharcas, así que había que tomar una decisión ahora. ¿Se imprimiría como Voz Obrera (T) o le cambiaban el nombre? Hizo una pausa, mientras prendía un cigarrillo, a ver si los Camaradas Jacinto, Medardo, Anatolio o Joaquín decían algo. Como permanecieron mudos, siguió, arrojando una bocanada de humo:

—El otro asunto es que faltan quinientos soles para pagar este número. El administrador de la imprenta me ha advertido que, a partir del próximo, el presupuesto subirá lo que ha subido el papel. Veinte por ciento.

La imprenta de Cocharcas les cobraba dos mil soles por mil ejemplares, de dos pliegos, y ellos vendían el número a tres soles. En teoría, si agotaban el tiraje, les hubiera quedado una utilidad de mil soles. En la práctica, los quioscos y canillitas cobraban el cincuenta por ciento de comisión por número vendido, con lo cual —ya que no tenían avisos— perdían cincuenta centavos por ejemplar. Sólo dejaban utilidad los que vendían ellos mismos en las puertas de las fábricas, universidades y sindicatos. Pero, salvo raras veces, como atestiguaban esas rumas de números amarillentos que rodeaban desmoralizadoramente al Comité Central del POR(T) en el garaje del Jirón Zorritos, nunca se habían agotado los mil ejemplares, y, entre los que salían, buena parte no eran vendidos sino regalados. Voz Obrera había dejado siempre pérdidas. Ahora, con la división, las cosas empeorarían.

Mayta intentó una sonrisa de aliento:

—No es el fin del mundo, camaradas. No pongan esas caras tristes. Más bien, encontremos una solución.

—Del Partido Comunista lo expulsaron cuando estaba en la cárcel, si la memoria no me falla —recuerda Moisés—. Pero a lo mejor me falla. Me pierdo con todas esas rupturas y reconciliaciones.

—¿Estuvo mucho tiempo en el Partido Comunista? —le pregunto—. ¿Estuvieron?

—Estuvimos y no estuvimos, según por donde se mire. Nunca nos inscribimos ni tuvimos carnet. Pero nadie tenía carnet en ese momento. El Partido estaba en la ilegalidad y era minúsculo. Colaboramos como simpatizantes más que como militantes. En la cárcel, Mayta, con su espíritu de contradicción, empezó a sentir simpatías heréticas. Nos pusimos a leer a Trotski, yo arrastrado por él. En el Frontón ya daba conferencias a los presos sobre el doble poder, la revolución permanente, la esclerosis del estalinismo. Un día le llegó la noticia de que los rabanitos lo habían expulsado, acusándolo de ultraizquierdista, divisionista, provocador, trotskista, etcétera. Al poco tiempo yo salí desterrado a la Argentina. Cuando volví, Mayta militaba en el POR. Pero ¿no tienes hambre? Vámonos a almorzar, entonces.

Es un mediodía espléndido, de verano, con un sol blanco y vertical, que alegra casas, gentes, árboles, cuando, en el rutilante Cadillac color concho de vino de Moisés, salimos a las calles de Miraflores, más atestadas que otros días de patrullas policiales y de jeeps del Ejército con soldados encasquetados. Hay una ametralladora a la entrada de la Diagonal, protegida por sacos de arena, a cargo de la Infantería de Marina. Al pasar frente a ella, el oficial que comanda el puesto está hablando por una radio portátil. En un día asilo indicado es comer junto al mar, dice Moisés. ¿Al Costa Verde o al Suizo de La Herradura? El Costa Verde está más cerca y mejor defendido contra posibles atentados. En el trayecto, hablamos del POR en los años finales de la dictadura odriísta, 1955 y 1956, cuando los presos políticos salían de la cárcel y los exiliados volvían al país.

—Entre tú y yo, eso del POR era una broma —dice Moisés—. Una broma seria, por supuesto, para los que dedicaron su vida y se jodieron. Una broma trágica para los que se hicieron matar. Y una broma de mal gusto para los que se secaron el cerebro con panfletos masturbatorios y polémicas estériles. Pero, por donde se mire, una broma sin pies ni cabeza.

Como temíamos, el Costa Verde está repleto. En la puerta, el servicio de seguridad del restaurante nos registra y Moisés deja su revólver a los vigilantes. Le dan a cambio una contraseña amarilla. Mientras esperamos que se desocupe una mesa, nos instalan bajo un toldo de paja, pegado al rompeolas. Tomando una cerveza fría, vemos estallar las olas y sentimos en la cara las salpicaduras del mar.

—¿Cuántos eran en el POR en tiempos de Mayta? —le pregunto.

Moisés se abstrae y bebe un largo trago que le deja un bozal de espuma. Se limpia con la servilleta. Mueve la cabeza, con una sonrisita burlona flotando por su cara:

—Nunca más de veinte —murmura. Habla tan bajito que tengo que acercar la cabeza para no perder lo que dice—. Fue la cifra tope. Lo celebramos en un chifa. Ya éramos veinte. Poco después vino la división. «Pablistas» y «antipablistas». ¿Te acuerdas del Camarada Michael Pablo? El POR y el POR(T). ¿Nosotros éramos «pablistas» o anti? Te juro que no me acuerdo. Era Mayta quien nos embarcaba en esas sutilezas ideológicas. Sí, ya me vino, nosotros éramos «pablistas» y ellos anti. Siete nosotros y ellos trece. Se quedaron con el nombre y tuvimos que añadir una T mayúscula a nuestro POR. Ninguno de los grupos creció después de la división, de eso estoy seguro. Así, hasta el asunto de Jauja. Entonces, los dos POR desaparecieron y empezó otra historia. Fue una buena cosa para mí. Terminé exiliado en París, pude hacer mi tesis y dedicarme a cosas serias.

—Las posiciones están claras y la discusión agotada —dijo el Camarada Anatolio.

—Tiene razón —gruñó el Secretario General—. Votemos con la mano levantada. ¿Quiénes a favor?

—La propuesta de Mayta —cambiar el nombre de Voz Obrera (T) por Voz Proletaria— fue rechazada tres contra dos. El voto del Camarada Jacinto fue el dirimente. Al argumento de Mayta y Joaquín —la confusión que significaría la existencia de dos periódicos con el mismo nombre, atacándose uno al otro—, Medardo y Anatolio replicaban que el cambio parecería dar la razón a los divisionistas, admitir que eran ellos, los del POR, y no el POR(T) quien mantenía la línea del Partido. Regalarles, además del nombre de la organización, el del periódico, ¿no era poco menos que premiar la traición? Según Medardo y Anatolio la similitud de títulos, problema transitorio, se iría aclarando en la conciencia de la clase obrera cuando el contenido de los artículos, editoriales, informaciones, la coherencia doctrinaria, hicieran el deslinde y mostraran cuál era el periódico genuinamente marxista y antiburocrático y cuál el apócrifo. La discusión fue áspera, larguísima, y Mayta pensaba cuánto más divertida había sido la conversación de la víspera con ese muchacho bobo e idealista. «He perdido este voto por aturdimiento, por la falta de sueño», pensó. Bah, no importaba. Si conservar el título traía más dificultades para distribuir Voz Obrera (T), siempre cabía pedir una revisión del acuerdo, cuando estuvieran presentes los siete miembros del Comité.

—¿Seguro que eran sólo siete cuando Mayta conoció al Subteniente Vallejos?

—También te acuerdas de Vallejos —sonríe Moisés. Estudia el menú y ordena ceviche de camarones y arroz con Conchitas. Le he dejado la elección diciéndole que un economista sensualizado, como él, lo hará mejor que yo—. Sí, siete. No me acuerdo de los nombres de todos, pero sí de los seudónimos. Camarada Jacinto, Camarada Anatolio, Camarada Joaquín… Yo era el Camarada Medardo. ¿Te has fijado cómo se ha empobrecido el menú del Costa Verde desde que hay racionamiento? A este paso, pronto se cerrarán todos los restaurantes de Lima.

Nos han colocado en una mesa del fondo, desde la que apenas se divisa el mar, tapado por las cabezas de los comensales: turistas, hombres de negocios, parejas, empleados de una firma que celebran un cumpleaños. Debe haber un político o un empresario importante entre ellos, pues, en una mesa próxima, veo a cuatro guardaespaldas de civil, con metralletas sobre las piernas. Beben cerveza en silencio, ojeando el local de un lado a otro. El rumor de las conversaciones, las risas, el ruido de los cubiertos apagan las olas y la resaca.

—Con Vallejos, en todo caso, llegaron a ocho —le digo—. La memoria te falló.

—Vallejos no estuvo nunca en el Partido—me replica, al instante—. Suena a broma eso de un Partido con siete afiliados ¿no? No estuvo nunca. Para mayor precisión, a Vallejos yo no le vi jamás la cara. La primera vez que se la vi fue en los periódicos.

Habla con absoluta seguridad y tengo que creerle. ¿Por qué me mentiría? De todas maneras, me sorprende, más todavía que el número de militantes del POR(T). Lo imaginaba pequeño pero no tan ínfimo. Me había hecho una composición de lugar sobre presunciones que ahora se esfuman: Mayta llevando a Vallejos al garaje del Jirón Zorritos, presentándolo a sus camaradas, incorporándolo como Secretario de Defensa… Todo eso, humo.

—Ahora, cuando te digo siete, te digo siete profesionalizados —aclara Moisés, luego de un momento—. Había, además, los simpatizantes. Estudiantes y obreros con los que organizábamos círculos de estudios. Y teníamos cierta influencia en algunos sindicatos. El de Fertisa, por ejemplo. Y en Construcción Civil.

Acaban de traer los ceviches y los camarones lucen frescos y húmedos y se siente el picante en el aroma de los platos. Bebemos, comemos y, apenas terminamos, vuelvo a la carga:

—¿Estás seguro que nunca viste a Vallejos?

—El único que lo veía era Mayta. Durante un buen tiempo, al menos. Después, se formó una comisión especial. El Grupo de Acción. Anatolio, Mayta y Jacinto, creo. Ellos sí lo vieron, unas cuantas veces. Los demás, nunca. Era un militar ¿no te das cuenta? ¿Qué éramos nosotros? Revolucionarios clandestinos. ¿Y él? ¡Un Alférez! ¡Un Subteniente!

—¿Un Subteniente? —el Camarada Anatolio rebotó en el asiento—. ¿Un Alférez?

—Le han encargado infiltrarnos —dijo el Camarada Joaquín—. Eso está clarísimo.

—Es lo primero que pensé, por supuesto —asintió Mayta—. Recapacitemos, camaradas. ¿Son tan tontos? ¿Mandarían a infiltrarnos a un Alférez que se pone a hablar de la revolución socialista en una fiesta? Pude tirarle algo la lengua y no sabe dónde está parado. Buenos sentimientos, una posición ingenua, emotiva, habla de la revolución sin saber de qué se trata. Está ideológicamente virgen. La revolución, para él, son Fidel Castro y sus barbudos pegando tiros en la Sierra Maestra. Le huele a algo justo, pero no sabe cómo se come. Hasta donde he podido sondearlo, no es más que eso.

Se había sentado y hablaba con cierta impaciencia porque, en las tres horas de sesión, se habían acabado los cigarrillos y sentía urgencia de fumar. ¿Por qué descartaba que fuera un oficial de inteligencia encargado de recabar información sobre el POR(T) ¿Y si lo era? ¿Qué tenía de raro que se valieran de una estratagema burda? ¿No eran burdos los policías, los militares, los burgueses del Perú? Pero la imagen jovial y exuberante del joven lenguaraz evaporó de nuevo sus sospechas. Oyó al Camarada Jacinto darle la razón:

—Pudiera que le hayan encargado infiltrarnos. Al menos, le llevamos la ventaja de saber quién es. Podemos tomar las precauciones que haga falta. Si nos dan la oportunidad de infiltrarlos a ellos, no sería de revolucionarios dejarla escapar, camaradas.

Y así renació, de pronto, un tema que había provocado innumerables discusiones en el POR(T). ¿Había potencialidades revolucionarias en las Fuerzas Armadas? ¿Debían fijarse como una de sus metas infiltrar al Ejército, a la Marina, a la Aviación, formar células de soldados, marineros y avioneros? ¿Adoctrinar a la tropa sobre su comunidad de intereses con el proletariado y el campesinado? ¿O extender el esquema de la lucha de clases al mundo militar era falaz porque, por encima de sus diferencias sociales, el vínculo institucional, el espíritu de cuerpo, unía a soldados y oficiales en una complicidad irrompible? Mayta lamentó haber informado sobre el Alférez. Esto iba a durar horas. Soñó con meter sus pies hinchados en el lavador lleno de agua. Lo había hecho esta madrugada, al volver de la fiesta de Surquillo, contento de haber ido a abrazar a su tía–madrina. Se había quedado dormido con los pies mojados, soñando que él y Vallejos disputaban una carrera, en una playa que podía ser Agua Dulce, sin bañistas, al amanecer. Él se iba quedando atrás, atrás, y el muchacho se volvía a alentarlo, riéndose: «Dale, dale, ¿o te estás volviendo viejo y ya no soplas, Mayta?».

—Duraban horas de horas, quedábamos afónicos —dice Moisés, atacando el arroz—. Por ejemplo ¿Mayta debía seguir viendo a Vallejos o cortar por lo sano? Eso no se decidía así nomás, sino mediante un análisis de las circunstancias, causas y efectos. Teníamos que agotar varias premisas. La Revolución de Octubre, la relación de fuerzas socialistas, capitalistas y burocrático–imperialistas en el mundo, el desarrollo de la lucha de clases en los cinco continentes, la pauperización de los países neocolonizados, la concentración monopolística…

Comenzó risueño y la expresión se le ha ido avinagrando. Regresa al plato el tenedor que se llevaba a la boca. Hace un instante comía con apetito, alabando al cocinero del Costa Verde —«¿por cuánto tiempo más se podrá comer todavía así con las cosas que pasan?»— y, de pronto, se ha vuelto inapetente. ¿Lo han deprimido esos recuerdos que, por hacerme un favor, resucita?

—Mayta y Vallejos me hicieron un gran servicio —murmura, por tercera vez en la mañana— Si no hubiera sido por ellos, seguiría en algún grupúsculo, tratando de vender cincuenta números quincenales de un periodiquito, a sabiendas de que los obreros no lo iban a leer, o que, si lo leían, no lo iban a entender.

Se limpia la boca y con una seña indica al mozo que se lleve su plato.

—Cuando lo de Vallejos, yo ya no creía en lo que hacíamos —añade, con aire fúnebre—. Me daba perfecta cuenta que no conducía a nada, salvo a que volviéramos a la cárcel de cuando en cuando, al exilio de cuando en cuando, y a la frustración política y personal. Y, sin embargo… La inercia, algo que se puede llamar eso o no sé qué. Un miedo pánico a sentirte desleal, traidor. Con los camaradas, con el Partido, contigo mismo. Un terror a borrar de golpe lo que, mal que mal, han sido años de lucha y sacrificio. A los curas que cuelgan la sotana debe pasarles eso.

Me mira como si sólo en ese instante advirtiera que sigo con él.

—¿Alguna vez Mayta se sintió desanimado? —le pregunto.

—No lo sé, tal vez no, él era granítico. —Queda un momento pensativo y encoge los hombros—. O tal vez sí, pero en secreto. Supongo que todos teníamos arrebatos de lucidez en los que veíamos que estábamos al fondo del pozo y sin escalera para trepar.

Pero no lo confesábamos ni muertos. Sí, Mayta y Vallejos me hicieron un gran favor.

—Lo repites tanto que parece que no lo creyeras. O que no te hubiera servido de gran cosa.

—No me ha servido de gran cosa —afirma, con gesto desganado.

Y como me río y me burlo de él diciéndole que es uno de los pocos intelectuales peruanos que ha conseguido independencia y, además, del que puede decirse que hace cosas y ayuda a hacer cosas a sus colegas, me desarma con un ademán irónico. ¿Me refiero a Acción para el Desarrollo? Sí, le servía al Perú, sin duda era un aporte mayor que el que había hecho a este país en veinte años de militancia. Sí, servía también a quienes el Centro les publicaba libros, les conseguía becas y los libraba del burdel de la Universidad. Pero a él, en cambio, lo frustraba. De otra manera que el POR(T), por supuesto. Él hubiera querido —me mira como preguntándose si merezco la confidencia— ser uno de ellos. Investigar, escribir, publicar. Un viejo proyecto muy ambicioso que, ahora lo sabía, nunca llevaría a cabo. Una Historia Económica del Perú. General y pormenorizada, desde las culturas preincaicas hasta nuestros días. ¡Descartado, igual que todos los otros proyectos académicos! Mantener el Centro vivo significaba ser administrador, diplomático, publicista y, sobre todo, burócrata, veinticuatro horas del día. No, veintiocho, treinta. Pues, para él, los días tenían treinta horas.

—¿No es gracioso que un ex–trotskista que se pasó la juventud despotricando contra la burocracia termine de burócrata? —dice, intentando recobrar su buen humor.

—El asunto no da para más —protestó el Camarada Joaquín—. No da para más ¿no se dan cuenta?

En efecto, pensó Mayta, no lo daba, y, además, ¿cuál era el asunto en cuestión? Pues hacía rato que, por culpa del Camarada Medardo, quien había traído al debate la participación de los soviets de soldados en la Revolución rusa, discutían sobre la rebelión de los marineros de Kronstad y su aplastamiento. Según Medardo, esa rebelión antisocialista, en febrero de 1921, era una buena prueba de la dudosa conciencia de clase de la tropa y de los riesgos de confiar en las potencialidades revolucionarias de los soldados. Picado de la lengua, el Camarada Jacinto replicó que en vez de hablar de su actuación en 1921, Medardo debía recordar lo que habían hecho los marineros de Kronstad en 1905. ¿No fueron los primeros en alzarse contra el Zar? ¿Y en 1917 no se adelantaron a la mayoría de las fábricas en formar un soviet? La discusión se desvió luego hacia la actitud de Trotski respecto a Kronstad. Medardo y Anatolio recordaron que en su Historia de la Revolución aprobó, como mal menor, la represión del alzamiento, porque era objetivamente contrarrevolucionario y servía a los rusos blancos y a las potencias imperialistas. Pero Mayta estaba seguro que Trotski había rectificado luego esa tesis y aclarado que él no intervino en la represión de los marineros, la que había sido obra exclusiva del Comité de Petrogrado presidido por Zinoviev. Incluso, escribió que en el exterminio de los marineros rebeldes, durante el gobierno de Lenin, asomaron ya los primeros antecedentes de los crímenes antiproletarios de la burocratización estalinista. Al final, la discusión, por un vuelco imprevisto, se atrancó en si las obras de Trotski estaban bien traducidas al español.

—No tiene sentido que votemos sobre esto —opinó Mayta—. Lleguemos a un consenso, se puede conciliar los planteamientos. Aunque me parece poco probable, reconozco que Vallejos podría estar encargado de infiltrarnos o de alguna provocación. De otro lado, como ha dicho el Camarada Jacinto, no debemos desperdiciar la oportunidad de ganarnos a un militar joven. Ésta es mi propuesta. Haré contacto con él, lo tantearé, veré si hay manera de atraerlo. Sin darle, por supuesto, ninguna información sobre el Partido. Si huelo algo sospechoso, punto final. Y, si no, ya se verá qué hacemos, sobre la marcha.

O porque estaban cansados o porque había sido más persuasivo, aceptaron. Al ver que las cuatro cabezas asentían, conformes, se alegró: podría comprar cigarrillos, fumar.

—En todo caso, si las tenía, disimulaba muy bien sus crisis —dice Moisés—. Es algo que siempre le envidié: la seguridad en lo que hacía. No sólo en el POR(T). También antes, cuando era moscovita o aprista.

—Cómo explicas todos esos cambios, entonces. ¿Por convencimiento ideológico? ¿Por razones psicológicas?

—Morales, más bien —me rectifica Moisés—. Aunque, hablar de moral en el caso de Mayta te parecerá incongruente ¿no?

En sus ojos brilla una luz maliciosa. ¿Espera una pequeña insinuación para enrumbar por el lado de la chismografía?

—No me parece incongruente en absoluto —le aseguro—. Siempre sospeché que todos esos cambios políticos de Mayta tenían una razón más emotiva o ética que ideológica.

—La búsqueda de la perfección, de lo impoluto —sonríe Moisés—. Había sido muy católico de chico. Hasta hizo una huelga de hambre para aprender cómo vivían los pobres. ¿Sabías eso? Le venía de ahí, tal vez. Cuando se persigue la pureza, en política, se llega a la irrealidad.

Me observa un momento, callado, mientras el mozo nos sirve los cafés. Mucha gente ha partido del Costa Verde, entre ellos el hombre importante con sus guardaespaldas armados de metralletas, y, además de oír de nuevo la voz del mar, divisamos, hacia la izquierda, entre los rompeolas de Barranquito, a unos tablistas que esperan los tumbos, sentados en sus tablas como jinetes. «Un atentado desde el mar sería lo más fácil, dice alguien. La playa no está cuidada. Hay que advertirle al administrador.»

—¿Qué es lo que te interesa tanto de Mayta? —me pregunta Moisés, mientras, con la punta de la lengua, toma la temperatura del café—. Entre todos los revolucionarios de esos años, es el más borroso.

—No sé, hay algo en su caso que me atrae más que el de otros. Cierto simbolismo de lo que vino después, un anuncio de algo que nadie pudo sospechar entonces que vendría.

No sé cómo seguir. Si pudiera, se lo aclararía, pero, a estas alturas, solamente sé que la historia de Mayta es la que quiero conocer e inventar, con la mayor vitalidad posible. Podría darle razones morales, sociales, ideológicas, demostrarle que es la más importante y urgente de las historias. Todo sería mentira. La verdad, no sé por qué la historia de Mayta me intriga y me perturba.

—Tal vez yo sé por qué —dice Moisés—. Porque fue la primera, antes del triunfo de la Revolución Cubana. Antes de ese hecho que partió en dos a la izquierda.

Tal vez tiene razón, tal vez sea por el carácter precursor de aquella aventura. Es verdad, ella inauguró una época en el Perú, algo que ni Mayta ni Vallejos pudieron adivinar en ese momento. Pero también es posible que todo ese contexto histórico no tenga otra importancia que la de un decorado y que el elemento oscuramente sugestivo en ella, para mí, sean los ingredientes de truculencia, marginalidad, rebeldía, delirio, exceso, que confluyen en aquel episodio que protagonizó mi condiscípulo salesiano.

—¿Un militar progresista? ¿Estás seguro que hay eso? —se burló el Camarada Medardo—. Los apristas se han pasado la vida buscándolo, para que les haga la revolución y les abra las puertas de Palacio. Se han vuelto viejos sin encontrarlo. ¿Quieres que nos pase lo mismo?

—No nos va a pasar —sonrió Mayta—. Porque nosotros no vamos a dar un cuartelazo sino a hacer la revolución. No te preocupes, camarada.

—Yo sí me preocupo —dijo el Camarada Jacinto—. Pero de algo más terrestre. ¿Habrá pagado el alquiler el Camarada Carlos? No vaya a caernos otra vez la viejecita.

Había terminado la sesión y, como nunca salían todos a la vez, habían partido primero Anatolio y Joaquín. Ellos esperaban unos minutos para abandonar el garaje. Mayta sonrió, recordando. La viejecita se había presentado inopinadamente en medio de una fogosa discusión sobre la Reforma Agraria hecha en Solivia por el Movimiento Nacionalista Revolucionario de Paz Estenssoro. Los dejó estupefactos, como si la persona que abrió la puerta hubiera sido un soplón y no la frágil figurita de cabellos blancos y espalda curva, apoyada en un bastón de metal.

—Señora Blomberg, buenas noches —reaccionó el Camarada Carlos—. Qué sorpresa.

—¿Por qué no tocó la puerta? —protestó el Camarada Jacinto.

—No tengo por qué tocar la puerta del garaje de mi propia casa —replicó la señora Blomberg, ofendida—. Quedamos en que me pagarían el primero. ¿Qué pasó?

—Un pequeño atraso debido a la huelga de Bancos —el Camarada Carlos, adelantándose, trataba de tapar con su cuerpo el cartel de los barbados y los altos de Voz Obrera—. Aquí tengo su chequecito, precisamente.

La señora Blomberg se aplacó al ver que el Camarada Carlos sacaba un sobre de su bolsillo. Examinó el cheque con prolijidad, asintió, y se despidió rezongando que en el futuro no se atrasaran ya que, a sus años, no estaba para cobrar arriendos de casa en casa. Los sobrecogió un ataque de risa y, olvidados de la discusión, fantasearon: ¿habría visto la señora Blomberg las caras de Marx, Lenin y Trotski? ¿Estaría yendo a la policía? ¿Sería allanado el local esa noche? Se le había dicho que el garaje lo alquilaban para sede de un club de ajedrez y lo único que no había podido ver, en su intempestiva visita, era un tablero o un alfil. Pero la policía no vino, de modo que la señora Blomberg no llegó a advertir nada sospechoso.

—A no ser que este Alférez que quiere hacer la revolución sea una continuación de esa visita —dijo Medardo—. En lugar de allanarnos, infiltrarnos.

—¿Después de tantos meses? —insinuó Mayta, temeroso de reabrir una discusión que lo alejaría del cigarrillo—. En fin, ya lo sabremos. Han pasado diez minutos. ¿Nos vamos?

—Habrá que chequear por qué no vinieron Pallardi y Carlos —dijo Jacinto.

—Carlos era el único de los siete que llevaba una vida normal —dice Moisés—. Contratista de obras, dueño de una ladrillera. Él financiaba el alquiler del local, la imprenta, los volantes. Todos cotizábamos, pero nuestro aporte eran miserias. Su esposa nos odiaba a muerte.

—¿Y Mayta? En la France Presse debía ganar muy poco.

—Fuera de eso, la mitad de su sueldo o más se la gastaba en el Partido —asiente Moisés—. Su mujer también nos detestaba, por supuesto.

—¿La mujer de Mayta?

—Estuvo casado con todas las de la ley —se ríe Moisés—. Por poco tiempo. Con una tal Adelaida, una empleada de Banco muy guapita. Algo que nunca entendimos. ¿No lo sabías?

No lo sabía. Salieron juntos, echaron llave a la puerta del garaje y en la bodega de la esquina se detuvieron para que Mayta comprara una cajetilla de Inca. Ofreció cigarrillos a Jacinto y Medardo y encendió el suyo con tanta prisa que se chamuscó los dedos. Camino de la Avenida Alfonso Ugarte, dio varias pitadas, entrecerrando los ojos, disfrutando el placer de inhalar y expulsar esas nubecillas de humo que se desvanecían en la noche.

—Ya sé por qué tengo la cara del Alférez metida aquí —pensó en voz alta.

—Ese milico nos ha hecho perder mucho tiempo —se quejó Medardo—. ¡Tres horas por un Subteniente!

Mayta siguió, como si no hubiera oído:

—Es que, por ignorancia, por inexperiencia o lo que sea, hablaba de la revolución como nosotros ya no hablamos nunca.

—No me palabree en difícil que yo soy obrero, no intelectual, camarada —se burló Jacinto.

Era una broma que hacía con tal frecuencia que Mayta había llegado a preguntarse si, en el fondo, el Camarada Jacinto no envidiaba aquella condición que decía despreciar tanto. En eso, los tres tuvieron que aplastarse contra la pared para no ser arrollados por un ómnibus que venía con un racimo de gente rebalsando sobre la vereda.

—Con humor, con alegría —añadió Mayta—. Como de algo saludable y hermoso. Nosotros hemos perdido el entusiasmo.

—¿Quieres decir que nos hemos vuelto viejos? —bromeó Jacinto—. Será tu caso. Yo tengo cintura para rato.

Pero Mayta no tenía ganas de bromear y hablaba con ansiedad, atropellándose:

—Nos hemos vuelto demasiado teóricos, demasiado serios, un poco politicastros. No sé… Oyendo a ese muchacho desbarrar sobre la revolución socialista me dio envidia. Es inevitable que la lucha lo endurezca a uno. Pero es malo perder las ilusiones. Es malo que los métodos nos hagan olvidar los fines, camaradas.

¿Entendían lo que quería decirles? Sintió que se turbaba y cambió de tema. Pero, al despedirse de ellos en Alfonso Ugarte, para ir a su cuarto de la calle Zepita, la idea le siguió dando vueltas en la cabeza. Frente al Hospital Loayza, mientras aguardaba un paréntesis en el río de automóviles, camiones y ómnibus que atoraban las cuatro pistas, se le aclaró una asociación que, de manera fantasma, venía haciendo desde la noche anterior. Sí, era eso mismo, la Universidad. Ese año decepcionante, esos cursos de historia, literatura y filosofía en los que se matriculó en San Marcos. Muy rápidamente llegó a la conclusión de que a esos profesores se les había atrofiado la vocación, si es que alguna vez habían sentido amor por las obras maestras, por las grandes ideas. A juzgar por lo que enseñaban y por los trabajos que pedían a los alumnos, en la cabeza de esas soporíferas mediocridades se había producido una inversión. El profesor de Literatura Española parecía convencido de que era más importante leer lo que el señor Leo Spitzer había escrito sobre Lorca que los poemas de Lorca, o el libro del señor Amado Alonso sobre la poesía de Neruda que la poesía de Neruda, y al profesor de Historia parecían importarle más las fuentes de la historia del Perú que la historia del Perú y al de Filosofía más la forma de las palabras que el contenido de las ideas y su repercusión en los hechos… La cultura se les había disecado, convertido en saber vanidoso, en erudición estéril separada de la vida. Él se había dicho entonces que eso era lo esperable de la cultura burguesa, del idealismo burgués, apartarse de la vida, y había dejado la Universidad disgustado: la verdadera cultura estaba reñida con lo que allí se enseñaba. ¿Se habían academizado él, Jacinto, Medardo, los camaradas del POR(T) y los del otro POR? ¿Habían olvidado la jerarquía entre lo fundamental y lo accesorio? ¿Se había vuelto su trabajo revolucionario algo tan esotérico y pedante como aquello en lo que habían convertido la literatura, la historia, la filosofía, los profesores de San Marcos? Escuchar a Vallejos había sido un llamado de atención: «No olvidar lo esencial, Mayta. No enredarse en lo superfluo, camarada». No sabía, no había leído nada, estaba virgen, sí, pero, en un sentido, les llevaba ventaja: la revolución era para él la acción, algo tangible, el cielo en la tierra, el reino de la justicia, de la igualdad, de la libertad, de la fraternidad. Adivinó las imágenes con que la revolución se aparecía a Vallejos: campesinos rompiendo las cadenas del gamonal, obreros que de sirvientes pasan a ser soberanos de máquinas y talleres, una sociedad en la que la plusvalía deja de engordar a un puñado para revertir sobre todos los trabajadores… y sintió un escalofrío. ¿No era la esquina de Cañete y Zepita? Acabó de salir del ensimismamiento y se frotó los brazos. ¡Caracho! Qué distraído, para venir a parar aquí. ¿El imán del peligro? ¿Un masoquismo secreto? Era una esquina que evitaba esta de Cañete y Zepita, por el mal gusto en la boca que sentía cada vez que la cruzaba. Allí mismo, frente al quiosco de periódicos, había frenado aquella mañana el auto gris verdoso con un chirrido que aún rechinaba en sus oídos. Antes de que atinara a darse cuenta de lo que ocurría, bajaron cuatro tipos y se sintió apuntado por pistolas, registrado, sacudido, metido a empellones en el automóvil. Antes, había estado en comisarías, en distintas cárceles, pero aquella vez había sido la peor y la más larga, la primera en que había sido maltratado con salvajismo. Había creído volverse loco, pensado en matarse. Desde entonces, evitaba esa esquina por una especie de superstición que le hubiera avergonzado reconocer. Dobló por Zepita y caminó despacio las dos cuadras que faltaban para su casa. El cansancio se le concentraba, como siempre, en los pies. Malditos pies planos. «Soy un fakir, pensó, los estoy apoyando sobre miles de agujas pequeñitas…» Pensó: «La revolución es la fiesta del Alférez pintón».

Su cuarto era el segundo de los altos en un callejón de dos pisos, un recinto de tres metros por cinco atiborrado de libros, revistas, periódicos desparramados por el suelo y una cama sin espaldar en la que había sólo un colchón y una frazada. Unas cuantas camisas y pantalones colgaban de clavos en la pared y detrás de la puerta había un espejito y una repisa con sus cosas de afeitar. Una bombilla pendiente de un cordón iluminaba con luz sucia el increíble desorden que volvía al cuartito aún más estrecho. Apenas entró, a cuatro patas sacó de debajo de la cama —el polvo lo hizo estornudar— el lavador desportillado, que era, tal vez, el objeto que apreciaba más en este lugar. Los cuartos no tenían baño; en el patio había dos excusados para uso común del callejón y un caño del que los vecinos recogían agua para la cocina y el aseo. De día había siempre colas pero no de noche, de modo que Mayta bajó, llenó el lavador y volvió a su cuarto — con precaución para no derramar ni una gota— en pocos minutos. Se desnudó, se echó de espaldas en la cama y hundió los pies en el lavador. Ah, qué descanso. Le ocurría quedarse dormido dándose ese baño de pies; entonces, se despertaba al amanecer muerto de frío, estornudando. Pero ahora no se durmió. Mientras la sensación fresca, balsámica, subía de sus pies a sus tobillos y a sus piernas y el cansancio iba amenguando, pensaba que, aunque no tuviera otra consecuencia, había sido bueno que alguien se lo recordara: a un revolucionario no debe pasarle lo que a esos literatos, historiadores y filósofos de San Marcos, un revolucionario no debe olvidar que vive, lucha y muere para hacer la revolución y no para, para…

—… pagar la cuenta —dice Moisés—. Basta de discusión. La pagaré yo. Mejor dicho, el Centro. Métete esa cartera donde no le dé el sol.

Pero ya no hay sol. El cielo se ha nublado y, cuando salimos del Costa Verde, parece invierno: una de esas tardes típicas de Lima, mojadas, de cielo bajo, cargado y fanfarrón, amenazando con una tormenta que nunca vendrá. Al recuperar su arma, en la entrada — «Es una Browning de 7.65 milímetros», me dice—, Moisés verifica si el seguro está puesto. La coloca en la guantera del auto.

—Dime, por lo menos, qué tienes hasta ahora —me pregunta, mientras subimos la Quebrada de Armendáriz en su Cadillac color concho de vino.

—Un cuarentón de pies planos que se ha pasado la vida en las catacumbas de la revolución teórica, para no decir de las intrigas revolucionarias —le resumo—. Aprista, aprista disidente, moscovita, moscovita disidente, y, por fin, trotskista. Todas las idas y venidas, todas las contradicciones de la izquierda de los años cincuenta. Ha estado escondido, preso, ha vivido siempre en la penuria. Pero…

—¿Pero?

—Pero la frustración no lo ha amargado ni corrompido. Se conserva honesto, idealista, a pesar de esa vida castradora. ¿Te parece exacto?

—Básicamente, sí —afirma Moisés, frenando para que me baje—. Pero ¿has pensado que ni siquiera corromperse es fácil en nuestro país? Hace falta la ocasión. La mayoría son honestos porque no tienen alternativa ¿no crees? ¿Has pensado si a Mayta se le presentó la oportunidad de corromperse?

—He pensado que actuó siempre de manera que no dio chance para que se le presentara.

—No tienes gran cosa todavía —concluye Moisés. A lo lejos, se escucha un tiroteo.

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