VI

—Fue la visita más terrorífica que he recibido en mi vida —dice Blacquer—. Me quedé pestañeando, queriendo y no queriendo reconocerlo. ¿Era él?

—Sí, soy yo —dijo Mayta, con rapidez—. ¿Puedo pasar? Es urgente.

—¡Imagínate! Un trosco en mi casa —Blacquer sonríe, recordando el escalofrío de aquella mañana, al encontrarse con semejante aparición—. No creo que tú y yo tengamos nada de qué hablar, Mayta.

—Es importante, es urgente, está por encima de nuestras discrepancias —«Hablaba con vehemencia, parecía no haber dormido ni haberse lavado, se lo notaba aguadísimo»—. ¿Tienes miedo que te comprometa? Vamos a donde sea, entonces.

—Nos vimos tres veces —añade Blacquer—. Las dos primeras, antes de esa reunión del POR(T) en la que lo expulsaron por traidor. Es decir, por ir a verme. A mí, un estalinista.

Vuelve a sonreír, con sus dientes manchados de tabaco al aire, y, detrás de sus gruesos anteojos de miope, me considera un rato, con displicencia. Estamos en el convaleciente Café Haití de Miraflores, que no acaba de reparar los destrozos del atentado: sus ventanas aún carecen de cristales y el mostrador y el suelo siguen rotos y tiznados. Pero aquí, en la calle, no se nota. A nuestro alrededor todo el mundo habla de lo mismo, como si los parroquianos de la veintena de mesitas participaran de una sola conversación: ¿será cierto que tropas cubanas han cruzado la frontera con Bolivia? ¿Qué, desde hace tres días, los rebeldes y los «voluntarios» cubanos y bolivianos que los apoyan hacen retroceder al Ejército y que la Junta ha advertido a Estados Unidos que si no interviene los insurrectos tomarán Arequipa en cuestión de días y podrán proclamar allá la República Socialista del Perú? Pero Blacquer y yo evitamos estos grandes sucesos y conversamos sobre aquel episodio mínimo y olvidado de hace un cuarto de siglo sobre el que ronda mi novela.

—En realidad, lo era —agrega, luego de un rato—. Como todo el mundo, en ese tiempo. ¿Tú no lo eras, acaso? ¿No te emocionaba la hagiografía de Stalin hecha por Barbusse? ¿No sabías de memoria el poema de Neruda en su homenaje? ¿No tenías un cartel con el dibujo que le hizo Picasso? ¿No lloraste cuando se murió?

Blacquer fue mi primer profesor de marxismo —hace treinta y cinco años— en un círculo clandestino de estudios organizado por la Juventud Comunista, en una casita de Pueblo Libre. Era entonces un estalinista, cierto, una máquina programada para repetir comunicados, un autómata que hablaba en estereotipos. Ahora es un hombre envejecido que malvive haciendo trabajos de imprenta. ¿Milita aún? Tal vez, pero como un afiliado de remolque que jamás llegará a trepar en la jerarquía: la prueba es que esté aquí, conmigo, luciéndose a plena luz, en este día grisáceo, de nubes encapotadas y cenizas que parecen malos presagios, muy acordes con los rumores sobre la internacionalización definitiva de la guerra, en el Sur. Nadie lo persigue, en tanto que aun los menores dirigentes del Partido Comunista —o de cualquier otro partido de extrema izquierda— están escondidos, presos o muertos. Conozco sólo de oídas su confusa historia y no tengo intención de averiguarla ahora. (Si las noticias son ciertas y la guerra se generaliza, apenas dispondré de tiempo para terminar mi novela; si la guerra llega a las calles de Lima y a la puerta de mi casa dudo que ello sea ya posible.) Lo que me interesa es su testimonio sobre esas tres reuniones que celebraron hace veinticinco años ellos, las antípodas, el estalinista y el trotskista— en vísperas de la insurrección jaujina. Pero siempre me ha intrigado que Blacquer, quien parecía irresistiblemente destinado a llegar al Comité Central y acaso a la jefatura del Partido Comunista, sea ahora un don nadie. Fue algo que le ocurrió en un país de Europa Central, Hungría o Checoslovaquia, adonde fue enviado a una escuela de cuadros, y donde se vio envuelto en un lío. Por las acusaciones que circularon sotto voce—las de siempre: actividad fraccional, ultraindividualismo, soberbia pequeño–burguesa, indisciplina, sabotaje a la línea del Partido—era imposible saber qué había dicho o hecho para merecer la excomunión. ¿Había cometido el crimen superlativo: criticar a la URSS? Si lo hizo, ¿por qué la criticó? Lo cierto es que estuvo expulsado algunos años, viviendo en el tristísimo limbo de los comunistas purgados —nada tan huérfano como un militante expulsado del Partido, ni siquiera un cura que cuelga los hábitos—, deteriorándose en todos los sentidos, hasta que, parece, pudo volver, haciendo, supongo, la debida autocrítica. La vuelta al redil no le sirvió de gran cosa, a juzgar por lo que ha sido de él desde entonces. Que yo sepa el Partido lo tuvo corrigiendo las pruebas de Unidad y de algunos folletos y volantes, hasta que, cuando la insurrección tomó las proporciones que ha tomado, los comunistas fueron puestos fuera de la ley y empezaron a ser perseguidos o asesinados por los escuadrones de la libertad. Pero es improbable que al hombre arruinado e inútil en que se ha convertido, salvo algún error o estupidez monumental, vengan a encarcelarlo o asesinarlo. El ácido recuerdo del pasado debe haber puesto fin a sus ilusiones. Todas las veces que lo he visto en los últimos años —siempre en grupo, es la primera vez en dos o tres lustros que hablamos a solas— me ha dado la impresión de un ser amargo y sin curiosidades.

—A Mayta no lo expulsaron del POR(T) —lo rectifico—. Él renunció. En esa última sesión, precisamente. Su carta de renuncia salió en Voz Obrera(T). Tengo el recorte.

—Lo expulsaron —me rectifica él, a su vez, con firmeza—. Conozco esa sesión de los troscos como si hubiera estado ahí. Me la contó el mismo Mayta, la última vez que nos vimos. La tercera. Voy a pedir otro café, si no te importa. Café y gaseosas es lo único que se puede pedir, ahora hasta las galletas de agua están racionadas. Incluso, se supone que no deberían servir más de una taza de café por parroquiano. Pero ésta es una disposición que nadie respeta. La gente está muy excitada, en las mesas vecinas todo el mundo habla en voz alta. Por más que no quiero, me distraigo oyendo a un joven con anteojos: en Relaciones Exteriores calculan que los internacionalistas cubanos y bolivianos que cruzaron la frontera «son varios miles». La muchacha que está con él abre los ojos: «¿Fidel Castro habrá entrado también?» «Ya está muy viejito para estos trotes», la decepciona el muchacho. Los chiquillos descalzos y rotosos de la Diagonal se precipitan como un enjambre sobre cada automóvil que va a estacionarse, ofreciendo lavarlo, cuidarlo, limpiarle las lunas. Otros merodean entre las mesas, proponiendo a los clientes del Haití lustradas como espejos. (Dicen que la bomba, aquí, la pusieron unos niños como éstos.) Y hay, también, racimos de mujeres que asaltan a transeúntes y conductores —a éstos, aprovechando el alto en el semáforo— ofreciéndoles cigarrillos de contrabando. En la terrible escasez que vive el país, lo único que no falta es cigarrillos. ¿Por qué no se contrabandea, también, conservas, galle: tas, algo para matar el hambre con que nos levantamos y acostamos?

—De eso se trata —dijo Mayta, acezando. Había hablado tranquilo, en orden, sin que Blacquer lo interrumpiera. Había dicho lo que quería decirle. ¿Hizo bien o mal? No lo sabía y no le importaba: era como si todo el sueño de la noche de desvelo se le hubiera venido encima—. Ya ves, tenía razones para tocarte la puerta.

Blacquer permaneció en silencio, mirándolo, con el cigarrillo que se consumía entre sus dedos flacos y amarillentos. El cuartito era un híbrido —escritorio, comedor, salita de recibo—, atiborrado de muebles, sillas, algunos libros, y el papel verdoso de las paredes tenía manchas de humedad. Mientras hablaba, Mayta había oído, en los altos, una voz de mujer y el llanto de un niño. Blacquer permanecía tan inmóvil que, a no ser por sus ojos miopes fijos en él, lo hubiera creído dormido. Este sector de Jesús María era tranquilo, sin autos.

—Como provocación contra el Partido, no puede ser más burda —dijo, al fin, su voz sin inflexiones. La ceniza de su cigarrillo cayó al suelo y Blacquer la pisoteó—. Creí que los troscos eran más finos para sus trampas. Podías ahorrarte la visita, Mayta.

No se sorprendió: Blacquer había dicho, palabras más palabras menos, lo que debía decir. Le dio la razón, en su fuero íntimo: un militante debía desconfiar y Blacquer era un buen militante, eso lo sabía desde que habían estado presos juntos, aquella vez. Antes de responder, prendió un cigarrillo y bostezó. Arriba, el niño volvió a llorar. La mujer lo apaciguaba, susurrando.

—Recuerda que no vengo a pedir nada a tu Partido. Sólo a informar. Esto está por encima de nuestras diferencias. Concierne a todos los revolucionarios.

—¿Incluidos los estalinistas que traicionaron la Revolución de Octubre? —murmuró Blacquer.

—Incluidos los estalinistas que traicionaron la Revolución de Octubre —asintió Mayta. Y cambió de tono—: He reflexionado toda la noche, antes de dar este paso. Desconfío de ti tanto como tú de mí. ¿No te das cuenta? ¿Crees que no sé lo que me juego? Estoy poniendo en tus manos y en las de tu Partido un arma tremenda. Y, sin embargo, aquí estoy. No hables de provocaciones en las que no crees. Piensa un poco.

Es una de las cosas que menos entiendo en esta historia, el episodio más extraño. ¿No era absurdo revelar detalles de una insurrección a un enemigo político al que, para colmo, no iba a proponer un pacto, una acción conjunta, ni pedir una ayuda concreta? ¿Qué sentido tenía todo eso? «Esta madrugada, en la radio ésa, Revolución, dijeron que las banderas rojas flotan desde anoche sobre Puno y que antes de mañana flotarán sobre Arequipa y Cusco», dice alguien. «Cuentos», responde otro.

—Cuando vino a verme, tampoco me pareció que tuviera sentido —asiente Blacquer— . Primero creí que era una trampa. O que se había metido en algo de lo que estaba arrepentido y que quería zafarse, creando complicaciones y dificultades… Después, a la luz de las cosas que pasaron, quedó claro.

—Lo único claro es la puñalada en la espalda —rugió el Camarada Pallardi—. Mendigar apoyo a los estalinistas para esta aventura no es indisciplina. Es, pura y simplemente, traición.

—Te lo explicaré de nuevo, si hace falta —lo interrumpió Mayta, sin alterarse. Estaba sentado sobre una pila de números de Voz Obrera y apoyaba la espalda en el cartel con la cara de Trotski. En pocos segundos, una tensión eléctrica se había apoderado del garaje del Jirón Zorritos—. Pero, antes, camarada, aclárame algo. ¿Te refieres a la revolución cuando hablas de aventura?

Blacquer saborea con lentitud su café aguado y se pasa la punta de la lengua por los labios estriados. Entrecierra los ojos y permanece en silencio, como reflexionando sobre el diálogo de una mesa vecina: «Si es cierta la noticia, mañana o pasado tendremos la guerra en Lima». «¿Tú crees, Pacho? Ay, cómo será una guerra ¿no?» Avanza la tarde y el tráfico de automóviles se adensa. La Diagonal está embotellada. Los chiquillos pordioseros y las vendedoras de cigarrillos también son más. «Me alegro que los cubanos y bolivianos entraran, exclama un cascarrabias. Ahora, los «marines» del Ecuador ya no tendrán pretextos para no entrar. A lo mejor ya están en Piura, en Chiclayo. Que maten a los que haya que matar y pongan punto final a esto, carajo.» Yo lo oigo apenas, porque, en verdad, en este momento, sus sangrientas conjeturas tienen menos vida que aquellas dos reuniones, en esa Lima con menos autos, menos miserables y menos contrabandistas, en la que parecían imposibles las cosas que ahora ocurren: Mayta yendo a compartir sus secretos conspirativos con su enemigo estalinista, Mayta batiéndose con sus camaradas en la última sesión del Comité Central del POR(T).

—Venir a verme es lo único sensato que hizo dentro de la insensatez en la que se había metido —añade Blacquer. Se ha sacado los anteojos para limpiarlos y parece ciego—. Si la guerrilla se afirmaba, iban a necesitar apoyo urbano. Redes que les enviaran medicinas e información, que pudieran esconder y curar a los heridos, reclutar nuevos combatientes. Redes que fueran una caja de resonancia de las acciones de la vanguardia. ¿Quién iba a formar esas redes? ¿La veintena de troscos que había en el Perú?

—En realidad, somos sólo siete —le preciso.

¿Lo había entendido Blacquer? Su inmovilidad era de estatua, otra vez. Avanzando la cabeza, sintiendo que transpiraba, persiguiendo las palabras que el cansancio y la preocupación me escamoteaban, oyendo de cuando en cuando, en esos altos desconocidos, al niño y a la mujer, se lo expliqué de nuevo. Nadie pedía a los militantes del Partido Comunista que se fueran a la sierra —había tenido la precaución de no mencionarle a Vallejos ni a Jauja ni fecha alguna— ni que renunciaran a sus tesis, ideas, prejuicios, dogmas y lo que fuera. Sólo que estuvieran informados y alertas. Pronto sobrevendría una situación en la que se verían en la disyuntiva de poner en práctica sus convicciones o de abjurar de ellas, pronto tendrían que demostrar a las masas si querían de veras el desplome del sistema explotador y su reemplazo por un régimen obrero–campesino revolucionario, o si todo lo que decían era pura retórica para vegetar a la sombra del poderoso aliado que los prohijaba esperando que, algún día, alguna vez, la revolución cayera al Perú como regalo del cielo.

—Cuando nos atacas, sí pareces tú —dijo Blacquer—. ¿Qué vienes a pedir? Concreta un poco.

—Que estén preparados, nada más. —Pensé: «¿Se me va a cortar la voz?» Nunca había sentido tanta fatiga: tenía que hacer un gran esfuerzo para articular cada sílaba. Arriba, la criatura rompió a llorar a gritos de nuevo—. Porque, cuando actuemos, va a haber un contragolpe feroz. Y ustedes no se salvarán de la represión, por supuesto.

—Por supuesto —musitó Blacquer—. Si lo que me dices no es cuento, el gobierno y la prensa y todo el mundo dirán que fue planeado y ejecutado por nosotros, con el oro y las órdenes de Moscú. ¿No es así?

—Es probable que sea así —asentí. La criatura lloraba más fuerte y su llanto me aturdía—. Pero, ahora ya están advertidos. Pueden tomar precauciones. Además…

Quedé con la boca entreabierta, sin animarme a terminar, y, por primera vez desde el principio de la charla con Blacquer, vacilé. Tenía la cara llena de sudor, las pupilas dilatadas y las manos me temblaban. ¿Aventura y traición?

—Son las palabras que corresponden y yo las respaldo—dijo el Camarada Carlos secamente—. El Camarada Pallardi no ha dicho más que la verdad.

—Concéntrate en lo de Vallejos, ahora—lo amonestó el Secretario General—. Quedamos en discutir primero lo de Jauja. La entrevista del Camarada Mayta con Blacquer, después.

—Correcto —repuso el Camarada Carlos y Mayta pensó: «Se me están volteando todos»—. Un Alférez que planea una revolución como un «putch», sin apoyo sindical, sin participación de las masas. ¿Qué otra cosa podemos llamar a eso sino aventura?

—La podríamos llamar provocación o payasada —intervino el Camarada Medardo. Miró a Mayta sin misericordia y añadió, con gesto lapidario—: El Partido no puede ir al sacrificio por algo que no tiene la menor chance.

Mayta sintió que la suma de ejemplares de Voz Obrera en que estaba sentado comenzaba a ladearse y pensó en lo ridículo que sería resbalar y darse un sentanazo. Miró de soslayo a sus camaradas y entendió por qué, cuando llegó, lo saludaron tan distantes y por qué en esta sesión no faltaba nadie. ¿Estaban todos en contra? ¿Incluso los del Grupo de Acción? ¿Anatolio también en contra? En vez de desaliento sentí una arcada de rabia.

—¿Y, además, qué? —me animó a seguir Blacquer.

—Fusiles —dije, con un hilo de voz—. Tenemos más de los que necesitamos. Si el Partido Comunista quiere defenderse a la hora que comiencen los tiros, les damos armas. Y, por supuesto, gratis.

Vi que Blacquer, después de unos segundos, encendía el enésimo cigarrillo de la mañana. Pero se le apagó dos veces el fósforo y al dar la primera chupada se atoró. «Esta vez te has convencido que va en serio.» Lo vi ponerse de pie, humeando por la nariz y por la boca, asomarse al cuarto vecino y dar un grito: «Llévatelo a dar una vuelta. No nos deja hablar con tanto llanto». No hubo respuesta, pero, al momento, el niño se calló. Blacquer volvió a sentarse, a contemplarme, a serenarse.

—No sé si es una emboscada, Mayta —musitó—. Pero sí sé una cosa. Te has vuelto loco. ¿De veras crees que el Partido haría, en algún caso, por alguna razón, causa común con los troscos?

—Con la revolución, no con los troscos —le repliqué—. Sí, lo creo. Por eso he venido a verte.

—Una aventura pequeño–burguesa, para ser más exactos —dijo Anatolio y, con sólo advertir que tartamudeaba, supe lo que iba a añadir, supe que traía memorizado lo que iba diciendo—. Las masas no han sido invitadas ni aparecen para nada en el plan. De otro lado ¿qué garantía hay de que los comuneros de Uchubamba se alcen, si llegamos hasta allá? Ninguna. ¿Quién de nosotros ha visto a esos dirigentes presos? Nadie. ¿Quién va a dirigir esto? ¿Nosotros? No. Un Alférez con una mentalidad golpista y aventurerista a más no poder. ¿Qué papel se nos ofrece? Ser el furgón de cola, la carne de cañón. — Ahora sí se volvió y tuvo el valor de mirarme a los ojos—: Mi obligación es decir lo que pienso, camarada.

«No era lo que pensabas anoche», le repuse, mentalmente. O tal vez sí y su actitud, la víspera, había sido un simulacro para despistarme. Cuidadosamente, a fin de hacer algo que me ocupara, igualé los periódicos sobre los que estaba sentado y los volví a apoyar contra la pared. A estas alturas, era evidente: había habido una reunión previa, en la que el Comité Central del POR(T) había acordado lo que ahora estaba sucediendo. Anatolio tenía que haber asistido a ella. Sentí un sabor acre, malestar en los huesos. Era demasiada farsa. ¿No habíamos conversado tanto, anoche, en el cuarto del Jirón Zepita? ¿No habíamos repasado el plan de acción? ¿Irás a despedirte de alguien antes de subir a la sierra? Sólo de mi madre. ¿Qué le vas a decir? He conseguido una beca para México, te escribiré cada semana, mamacita. ¿Había en él vacilación, incomodidad, dudas, contradicciones? Ni sombra de eso, parecía entusiasta y muy sincero. Estábamos acostados a oscuras, el pequeño catre chirriaba, cada vez que surgían las carreritas en el entretecho el cuerpo de él, colado al mío, daba un respingo. Esa súbita vibración me revelaba, un instante, pedazos de piel de Anatolio, y la esperaba con ansiedad. La boca contra la suya le dije, de pronto: «No quiero que te mueras nunca». Y, un momento después: «¿Has pensado que puedes morir?». Con una voz que el deseo volvía pastosa y lánguida, me respondió en el acto: «Claro que lo he pensado. No me importa». Adolorido y cimbreante sobre el alto de Voz Obrera que amenazaba de nuevo con deshacerse, pensé: «En realidad, te importa».

—Creí que era pose, que estaba con problemas psíquicos, creí que… —Blacquer se calla porque la chica de la mesa vecina ha lanzado una risita—. Pasaba a veces, entre los camaradas, como entre los militares creerse un día Napoleón. Pensé: esta mañana, al despertarse, se sintió Lenin llegando a la estación de Finlandia.

Calla de nuevo, por las risotadas de la muchacha. En otra mesa, a voz en cuello, un señor imparte instrucciones: llenar bañeras, lavatorios, baldes, barriles, ponerlos en todos los cuartos y rincones, aunque sea de agua de mar. Si los rojos entran, los Estados Unidos bombardearán y más graves que las bombas serán los incendios. Ésa es la prioridad, créanme: agua a la mano para apagar el fuego ahí mismo estalle.

—Pero, pese a sonar fantástico, era verdad —sigue Blacquer—. Todo era verdad. Les sobraban fusiles. El Subteniente había hecho desaparecer unas armas, de una armería del Ejército, aquí en Lima. Las tenía escondidas en alguna parte. ¿Sabes que le regaló una metralleta a Mayta, no? Era de ese botín, por lo visto. La idea de alzarse debía ser una obsesión que perseguía a Vallejos desde cadete. No estaba loco, su propuesta era sincera. Estúpida pero sincera.

Un simulacro de sonrisa desnuda sus dientes manchados. Con un gesto brusco aparta a un chiquillo que trata de limpiarle los zapatos:

—No tenían a quién dárselos, les faltaban manos para esos fusiles —se burla.

—¿Cuál fue la reacción del Partido?

—Nadie le dio importancia, nadie creyó una palabra. Ni lo de los fusiles, ni lo de la guerrilla. En el verano de 1958, meses antes de que los barbudos entraran a La Habana ¿quién iba a creer en esas cosas? El Partido reaccionó como era lógico. Hay que cortar por lo sano con ese trosco que algún chanchullo se trae entre manos. Y, por supuesto, corté.

Una señora acusa al señor de los baldes de agua de ignorante. ¡Contra las bombas no hay más que encomendarse a Dios! ¡Baldes de agua contra el bombardeo! ¿Creía que la guerra eran los Carnavales, pobre cojudo? «Lamento que no sea hombre, para poder romperle la jeta», ruge el señor, y el acompañante de la señora tercia con galantería: «Yo lo soy, rómpamela». Parece que van a trompearse.

—Trampa o locura o lo que sea, no queremos saber más del asunto —citó Blacquer—. Y tampoco verte.

—Me lo esperaba. Ustedes son lo que son y seguirán siéndolo todavía mucho tiempo.

Separan a los dos hombres y, tan rápido como se encresparon, los ánimos se sosiegan. La muchacha dice: «No se peleen, en estos momentos tenemos que estar unidos». Un jorobado le está mirando las piernas.

—Fue un golpe duro para él —Blacquer ahuyenta a otro lustrabotas que, arrodillado, trata de cogerle el zapato—. Para ir a verme, debió romper muchas inhibiciones. No hay duda, llegó a creerse que la insurrección podía echar abajo las montañas que nos separaban. Una ingenuidad supina.

Arroja el pucho y, al instante, una silueta de estropajo tiznado se arroja, lo levanta y ansiosamente trata de chuparlo, de extraerle una última bocanada de humo. ¿Así estaba cuando el increíble paso de ir donde Blacquer? ¿Así de angustiado cuando advertí que llegaba la hora cero y que éramos un puñadito los que nos íbamos a alzar y que carecíamos de la más mínima organización de apoyo en la ciudad?

—Y todavía le faltaba el tiro de gracia —añade Blacquer—. Que su Partido lo expulsara por traidor.

Era lo que había dicho Jacinto Zevallos con todas sus letras. Que lo dijera el veterano, el obrero, la reliquia trotskista del Perú, fue lo más turbador de esa sesión, en la que había oído ya tantas frases hostiles. Más penoso aún que el volteretazo de Anatolio. Porque tenía respeto y cariño por el viejo Zevallos. El Secretario General hablaba con indignación y nadie se movía:

—Sí, camarada, pedir la colaboración del estalinismo criollo para este proyecto, de espaldas a nosotros, tomando el nombre del Partido, es más que actividad fraccional. Es traición. Tus explicaciones son agravantes, en vez de reconocer tu error has hecho tu apología. Yo tengo que pedir tu separación del Partido, Mayta.

¿Qué explicaciones les di? Aunque ninguno de los que estuvieron presentes en aquella sesión admiten que ella tuviera lugar, siento invenciblemente la necesidad de creer que ella ocurrió y tal como me la cuenta Blacquer. ¿Qué pude decirles para justificar mi visita al archienemigo? Con la perspectiva de lo que vino, ya no parece tan inconmensurable. Los «rojos» que pueden entrar a Lima mañana o pasado pertenecen a un vasto espectro de marxistas entre los que hay, peleando aparentemente bajo una sola bandera, moscovitas, trotskistas y maoístas. La revolución era demasiado importante, seria y difícil para ser monopolio de nadie, privilegio de una organización, aunque ésta hubiera interpretado más correctamente que otras la realidad peruana. La revolución sólo sería posible si todos los revolucionarios, deponiendo sus querellas pero sin renunciar, en un primer momento, a sus propias concepciones, se unían en una acción concreta contra el enemigo de clase. Mal trajeado, cuarentón, sudoroso, sobreexcitado, pestañeante, trataba de venderles ese juguete maravilloso que había cambiado su vida y que, estaba seguro, podía cambiar también la de ellos y la de toda la izquierda: la acción, la acción purificadera, redentora, absolutoria. Ella limaría asperezas y rivalidades, las diferencias bizantinas, aboliría las enemistades nacidas del egoísmo y el personalismo, disolvería los grupos y capillas en una indestructible corriente que arrastraría a todos los revolucionarios, camaradas. Para eso había ido a hablar con Blacquer. No para revelarle ningún elemento clave, pues ningún nombre, fecha ni lugar había salido de mi boca, ni para comprometer al POR(T), pues lo primero que había advertido a Blacquer era que hablaba a título personal y que cualquier acuerdo futuro debería hacerse de partido a partido. Había ido a verlo sin pedir autorización para ganar tiempo, camaradas. ¿No estaba partiendo a Jauja? Había ido, simplemente, a advertirles que la revolución iba a empezar, a fin de que sacaran las conclusiones debidas, si es que eran, como decían, revolucionarios y marxistas. Para que estuvieran listos a entrar en la lucha. Porque la reacción se defendería, golpearía como una fiera acosada y para aguantar sus mordiscos y zarpazos iba a ser necesario un frente común… ¿Me escucharon hasta el fin? ¿Me hicieron callar? ¿Me expulsaron a golpes e insultos del garaje del Jirón Zorritos?

—Lo dejaron hablar varias veces —me asegura Blacquer—. Hubo mucha tensión, salieron a relucir cosas personales, Mayta y Joaquín estuvieron a punto de pegarse. Y, luego de votar contra él, de matarlo y rematarlo, lo levantaron del suelo, donde lo habían dejado hecho un trapo sucio, y le dieron una salida. Un melodrama trotskista. Esa última sesión del POR(T) te servirá mucho, supongo.

—Sí, supongo. Pero no acabo de entender. ¿Por qué Moisés, Anatolio, Pallardi, Joaquín, niegan terminantemente que tuviera lugar? En muchas cosas sus versiones discrepan, pero en esto coinciden: la renuncia de Mayta les llegó por correo, renunció por propia iniciativa al irse a Jauja, una vez que el POR(T) decidió no participar en la insurrección. ¿Mala memoria colectiva?

—Mala conciencia colectiva —murmura Blacquer—. Mayta no pudo inventarse esa sesión. Vino a contármela a las pocas horas de ocurrida. Fue el tiro de gracia y sin duda los incomoda. Porque en medio del cargamontón contra él, salió todo, hasta su talón de Aquiles. ¿Te imaginas qué truculencia?

—Mejor diga usted que se nos viene encima el fin del mundo, mi amigo —exclama un parroquiano despistado. La chica se está riendo, con una risa tonta y alegre, y los niños pordioseros nos dejan un momento de paz, pues se ponen a patear una lata entre los peatones.

—¿También te contó eso? —me sorprendo—. Era un tema que no mencionaba jamás, ni a sus mejores amigos. ¿Por qué te buscó a ti en ese momento? No lo entiendo.

—Al principio, yo tampoco, ahora creo que sí —dice Blacquer—. Él era un revolucionario ciento por ciento, no te olvides. Lo había echado el POR(T). Quizá, eso, podía hacer que nosotros reconsideráramos nuestra negativa. Quizá, ahora, tomaríamos en serio su plan insurreccional.

—En realidad, tendríamos que haberlo expulsado hace tiempo —afirmó el Camarada Joaquín, y se volvió a mirar a Mayta de tal modo que pensé: «¿Por qué me odia?»—. Te lo voy a decir sin tapujos, como marxista y revolucionario. A mí no me extraña lo que has hecho, esa intriga, eso de ir a hablar a escondidas con el policía estalinista que es Blacquer. No eres un hombre derecho porque, sencillamente, tú no eres un hombre, Mayta.

—No se permiten las cuestiones personales —lo interrumpió el Secretario General.

Lo que había dicho Joaquín lo tomó tan de sorpresa que Mayta no atinó a decir nada: salvo a encogerme. ¿Por qué me sorprendía tanto? ¿No era algo que, en un repliegue secreto de la mente, estaba siempre temiendo que surgiera en todos los debates, súbito golpe bajo que me quitaría el aire y lo dejaría baldado para el resto de la discusión? Con un calambre en todo el cuerpo, se acomodó sobre el alto de periódicos y, sintiendo una oleada solar, asustado, pensé: «Anatolio se pondrá de pie y confesará que anoche dormimos juntos». ¿Qué iba a decir? ¿Qué iba a hacer?

—No es personal, tiene relación con lo que ha pasado —repuso el Camarada Joaquín y, en medio de mi miedo y turbación, Mayta supo que, efectivamente, lo odiaba: ¿le había hecho algo, alguna vez, tan grave, tan hiriente, para una venganza así?—. Esa manera de proceder, tortuosa, caprichosa, eso de ir a buscar a nuestro enemigo, es feminoide, camaradas. Nunca se ha dicho aquí por unas consideraciones que Mayta no ha tenido con nosotros. ¿Se puede ser un revolucionario leal y un invertido? Ésa es la madre del cordero, camaradas.

«¿Por qué dice invertido y no maricón?, pensé, absurdamente. ¿No es maricón la palabra?» Reponiéndose, alzó la mano, indicando al Camarada Jacinto que quería hablar.

—¿Seguro que fue Mayta mismo quien les contó que había ido a verte?

—Seguro —asiente Blacquer—. Creía haber hecho lo correcto. Quiso hacer aprobar una moción. Que una vez que se hubieran ido a Jauja los tres que tenían que ir, los que quedaran en Lima intentarían nuevamente el acuerdo con nosotros. Fue su gran metida de pata. A los troscos, que no sabían cómo zafarse de lo de Jauja, en lo que nunca creyeron, a lo que se vieron arrastrados por Mayta, les dio el pretexto perfecto. Para librarse del compromiso y, de yapa, para librarse de él. O sea, para dividirse una vez más. Ha sido siempre el gran deporte de los troscos: purgarse, dividirse, fraccionarse, expulsarse.

Se ríe, mostrándome sus dientes nicotínicos.

—Las cuestiones personales no tienen nada que ver, las cuestiones de sexo, de familia, personales, no tienen nada que ver—repetí, sin poder apartar la mirada de la nuca de Anatolio que, sentado en uno de los banquitos de ordeñadora, miraba empecinadamente el suelo—. Por eso no voy a responder a la provocación. Por eso no te contesto lo que mereces, Joaquín.

—No está permitido personalizar, no están permitidas las amenazas —levantó la voz el Secretario General.

—¿Lo eres o no lo eres, Mayta? —oyó decir al Camarada Joaquín, quien se volvió a enfrentarlo. Advertí que tenía los puños cerrados, que estaba listo para defenderse o atacar—. Por lo menos, ten la franqueza de tu vicio.

—No se permiten los diálogos —insistió el Secretario General—. Y, si quieren pelear, se van afuera.

—Tienes razón, camarada —dijo Mayta, mirando a Jacinto Zevallos—. Ni diálogos ni trompeaderas, nada que nos aparte del tema. Este debate no es sobre el sexo. Lo discutiremos otra vez, si el Camarada Joaquín lo considera importante. Volvamos al orden del día. Que no se me interrumpa, por lo menos.

Había recuperado el aplomo, y, en efecto, me dejaron hablar, pero, mientras hablaba, íntimamente se decía que no serviría de gran cosa: habían decidido, ellos sí a mis espaldas, desligarse de la insurrección y ningún argumento los haría cambiar. No dejó traslucir, mientras hablaba, mi pesimismo. Les repetí con pasión todos los argumentos que ya les había dado y que se había dado, esas razones que, aun ahora, a pesar de los reveses y contrariedades, me seguían sonando, al oírselas decir, irrefutables. ¿No estaban dadas las condiciones objetivas? ¿No eran las víctimas del latifundismo, el gamonalismo, la explotación capitalista e imperialista, un potencial revolucionario? Pues bien, las condiciones subjetivas las crearía la vanguardia, con acciones de propaganda armada, golpeando al enemigo en operaciones pedagógicas que irían movilizando a las masas e incorporándolas gradualmente a la acción. ¿No abundaban los ejemplos? Indochina, Argelia, Cuba, estaban ahí, mostrándonos que una vanguardia decidida podía iniciar la revolución. Falso que lo de Jauja fuera una aventura pequeño–burguesa. Era una acción bien planeada y contaba con una infraestructura pequeña pero suficiente. Tendría éxito si todos cumplíamos nuestro rol. No era cierto, tampoco, que el POR(T) iría a remolque: tendría la dirección ideológica y Vallejos sólo la militar. Hacía falta un criterio amplio, generoso, marxista, trotskista, no sectario, camaradas. Aquí, en Lima, sí, el apoyo era débil. Por eso, había que estar llanos a la colaboración con otras fuerzas de izquierda, porque la lucha sena larga, difícil y…

—Hay una moción pidiendo la expulsión de Mayta y eso es lo que está en debate — recordó el Camarada Pallardi.

—¿No quedó claro que no debíamos vernos más? —dijo Blacquer, cerrándole el acceso a su casa.

—Es una historia larga de contar —repuso Mayta—. Ya no puedo comprometerme. Por venir a hablar contigo, me han expulsado del POR(T).

—Y, por recibirlo, me expulsaron a mí —dice Blacquer con su tonito desabrido—. Diez años después.

—¿Tus problemas con el Partido fueron por esas conversaciones?

Hemos dejado el Haití y caminamos por el Parque de Miraflores, hacia la esquina de Larco donde Blacquer tomará el microbús. Una masa espesa deambula entre los vendedores de baratijas regadas por el suelo, que se enredan en las piernas de los transeúntes. La efervescencia con motivo de la invasión es general, nuestra charla va salpicada de voces: «cubanos», «bolivianos», «bombardeos», «marines», «guerra», «rojos».

—No, no es verdad —me aclara Blacquer—. Mis problemas fueron porque comencé a cuestionar la línea de la dirección. Pero me sancionaron por razones que, en apariencia, no tenían que ver con mis críticas. Entre muchos otros cargos, salió a relucir un supuesto acercamiento mío al trotskismo. Se dijo que yo había propuesto al Partido un plan de acción conjunta con los troscos. Lo de siempre: descalificar moralmente al crítico, de manera que todo lo que venga de él, por venir de él, sea basura. Nadie nos ha ganado en eso, nunca.

—O sea, que también fuiste víctima de los acontecimientos de Jauja —le digo.

—En cierta forma. —Se vuelve a mirarme, con su vieja cara color pergamino humanizada por media sonrisa—. Existían otras pruebas de mi colusión con los troscos, pero ésas no las conocían. Porque yo heredé los libros de Mayta, cuando se fue a la sierra.

—No tengo a quién dejárselos —dije, tomándolo a la broma—. Me he quedado sin camaradas. Más vale tú que los soplones. Considéralo así, para que no tengas escrúpulos. Quédate con mis papeles y culturízate.

—Había gran cantidad de caca trotskista, que leí a escondidas, como leíamos a Vargas Vila en el colegio —se ríe Blacquer—. A escondidas, sí. Les arranqué la página donde Mayta había puesto sus iniciales, para que no quedara huella del crimen.

Vuelve a reírse. Hay un corro de gente adelantando las cabezas, tratando de oír un boletín de noticias en la radio portátil que un transeúnte tiene en alto. Alcanzamos el final de un comunicado: la Junta de Restauración Nacional denuncia a la comunidad de naciones la invasión del territorio patrio por fuerzas cubano–boliviano–soviéticas, que, desde esta madrugada, han violado el sagrado suelo peruano por tres puntos de la frontera, en el departamento de Puno. A las ocho de la noche, la Junta se dirigirá al país por radio y televisión para informar sobre esta inaudita afrenta que ha galvanizado a los peruanos, unidos ahora como un solo puño en la defensa de… Era cierto, pues, han entrado. Es seguro, entonces, que los «marines» vendrán también, desde las bases que tienen en el Ecuador, si no lo han hecho ya. Retomamos nuestra caminata, entre gente estupefacta o asustada por las noticias.

—Gane quien gane, yo saldré perdiendo —dice, de pronto, Blacquer, más aburrido que alarmado—. Si los «marines», porque en sus listas debo figurar como viejo agente del comunismo internacional. Si los rebeldes, como revisionista, social–imperialista y extraidor a la causa. No seguiré el consejo del tipo del Haití. No pondré baldes de agua en mi cuarto. Para mí, los incendios pueden ser la solución.

En el paradero, frente a La Tiendecita Blanca, hay tal amontonamiento que deberá esperar mucho antes de subir a un microbús. En los años que pasó en el limbo de los expulsados, me dice, entendió mejor al Mayta de aquel día. Yo lo oigo pero ando apartado de él, reflexionando. Que los sucesos de Jauja sirvieran, años después, aunque fuera indirectamente, para contribuir a despeñar a Blacquer por la pendiente de nulidad en que ha vivido, es una prueba más de lo misteriosas e imprevisibles que son las ramificaciones de los acontecimientos, esa complejísima urdimbre de causas y efectos, reverberaciones y accidentes, que es la historia humana. Por lo visto, no le guarda rencor a Mayta por las visitas intempestivas. Incluso, parecería que a la distancia le ha cobrado estima.

—Nadie se abstiene, puedes contar las manos —dijo Jacinto Zevallos—. Unanimidad, Mayta. Ya no perteneces al POR(T). Tú solito te has expulsado.

Reinaba silencio sepulcral y nadie se movía. ¿Debía irse? ¿Debía hablar? ¿Dejar las puertas abiertas o mentarles la madre?

—Hace diez minutos los dos sabíamos que éramos enemigos a muerte

—vociferó Blacquer, paseándose furioso frente a la silla de Mayta—. Y ahora actúas como si fuéramos camaradas de toda la vida. ¡Es grotesco!

—No se vayan —dijo, suavemente, el Camarada Medardo—. Tengo un pedido de reconsideración, camaradas.

—Estamos en trincheras distintas, pero los dos somos revolucionarios

—dijo Mayta—. Y en algo más nos parecemos: para ti y para mí las cuestiones personales están subordinadas a las políticas. Así que déjate de renegar y conversemos.

¿Una reconsideración? Todos los ojos giraron hacia el Camarada Medardo. Había tanto humo que, desde su rincón, junto al alto de números de Voz Obrera, Mayta veía las caras borrosas.

—¿Estaba desesperado, abrumado, sintiendo que la tierra se le abría?

—Estaba confiado, sereno y hasta optimista, o lo aparentaba muy bien

—niega con la cabeza Blacquer—. Quería mostrarme que la expulsión no le había hecho mella. A lo mejor era cierto. ¿Has conocido a esos hombres que a la vejez descubren el sexo o la religión? Se vuelven ansiosos, ardientes, incansables. Estaba así. Había descubierto la acción y parecía un chiquillo.

Daba una impresión ridícula, como esos viejos que tratan de bailar los bailes modernos. Al mismo tiempo, era difícil no tenerle cierta envidia.

—Hemos sido enemigos por razones ideológicas, por esas mismas razones podemos ser ahora amigos —le sonrió Mayta—. La amistad y la enemistad, entre nosotros, es un problema puramente táctico.

—¿Vas a hacer tu autocrítica y a pedir tu inscripción en el Partido? —terminó por reírse Blacquer.

El revolucionario fogueado, menguante, que, un buen día, descubre la acción y se lanza a ella sin reflexionar, impaciente, esperanzado en que los combates, marchas, lo resarcirán en pocas semanas o meses de años de impotencia: es el Mayta de esos días, el que percibo mejor entre todos los Maytas. ¿Eran para él, la amistad, el amor, algo que administraba políticamente? No: ésas eran palabras para ganarse a Blacquer. Si hubiera gobernado así sus sentimientos e instintos, no hubiera llevado la doble vida que llevó, el desgarro que debió ser congeniar al militante clandestino entregado a la absorbente tarea de cambiar el mundo y al apestado que, nocturnamente, buscaba mariquitas. No hay duda que era capaz de apelar a los grandes recursos, lo prueba este último intento de conseguir lo imposible, la adhesión de sus archienemigos para una rebelión incierta. Pasan dos, tres microbuses sin que Blacquer pueda tomarlos. Decidimos bajar por Larco, tal vez en Benavides sea más fácil.

—Que esto se sepa no va a beneficiar a nadie salvo a la reacción. Y, en cambio, perjudicará al Partido —explicó delicadamente el Camarada Medardo—. Nuestros enemigos se van a frotar las manos, incluso los del otro POR. Ahí están, van a decir, despedazándose una vez más en luchas intestinas. No me interrumpas, Joaquín, no voy a pedir un acto de perdón cristiano ni nada que se parezca. Sí, ya explico a qué clase de reconsideración me refiero.

La atmósfera del garaje del Jirón Zorritos se había distendido; el humo era tan espeso que a Mayta le ardían los ojos. Notó que escuchaban a Moisés con alivio aflorando a las caras, como si, sorprendidos de haberlo derrotado tan fácil, agradecieran que alguien les brindara una coartada para salir de allí con la conciencia tranquila.

—El Camarada Mayta ya ha sido sancionado. Lo sabe él y lo sabemos nosotros — añadía el Camarada Medardo—. No va a volver al POR(T), no por ahora, no en las actuales circunstancias. Pero, camaradas, él lo ha dicho. Los planes de Vallejos siguen en pie. El alzamiento se va a producir con o sin nosotros. Esto, querámoslo o no, va a afectarnos.

¿Adónde iba Moisés? A Mayta lo sorprendió que se refiriera a él llamándolo todavía «camarada». Sospechó hacia dónde y, en un instante, se disiparon el abatimiento y la cólera que había sentido al ver alzarse todos los brazos apoyando la moción: había que aprovechar al vuelo esa chance.

—El trotskismo no entra en la guerrilla —dijo—. El POR(T) ha decidido por unanimidad darnos la espalda. El otro POR ni está enterado del asunto. El plan es serio, sólido. ¿No te das cuenta? El Partido Comunista tiene la gran oportunidad de llenar el vacío.

—De poner la cabeza en la guillotina. ¡Gran privilegio! —gruñó Blacquer—. Tómate ese café y, si quieres, cuéntame tus amores trágicos con los troscos. Pero de la insurrección ni una palabra, Mayta.

—No lo decidan ahora, ni en una semana, tómense el tiempo que haga falta — prosiguió Mayta, sin hacerle caso—. El obstáculo principal para ustedes era el POR(T). Ya no existe. La insurrección es ahora, únicamente, de un grupo obrero–campesino de revolucionarios independientes.

—¿Revolucionario independiente, tú? —silabeó Blacquer.

—Compra el próximo número de Voz Obrera (T) y te convencerás —dijo Mayta—. Eso me he vuelto: un revolucionario sin partido. ¿Ves? Tienen la gran oportunidad. De dirigir, de estar a la cabeza.

—Esa fue la renuncia que leíste —dice Blacquer. Se saca los anteojos para echarles el vaho de su boca y limpiarlos con el pañuelo—. Un simulacro. No creía en esa renuncia ni el que la firmaba ni los que la publicaron. ¿Para qué estaba ahí, entonces? ¿Para embaucar a los lectores? ¿Cuáles lectores? ¿Acaso tenía un solo lector Voz Obrera (T) fuera de los, ¿cuántos dijiste?, ¿siete?, ¿de los siete troscos? Así se escribe la historia, camarada.

Todas las tiendas de la Avenida Larco están cerradas, pese a ser temprano. ¿Son las noticias de la invasión en el Sur el motivo? En este sector hay menos gente que en la Diagonal o en el Parque. Y hasta las bandas de pordioseros que usualmente pululan por aquí, entre los autos, son más ralas que de costumbre. La pared de la Municipalidad luce una enorme inscripción hecha con pintura roja —«Se acerca la victoria de la guerra popular»— y la hoz y el martillo. No estaba cuando pasé por aquí, hace tres horas. ¿Un comando llegó con sus botes y brochas y la pintó delante de los policías? Pero me doy cuenta que no hay policías cuidando el edificio.

—Que, por lo menos, evite hacerle más daño al Partido, démosle esa oportunidad — prosiguió cautelosamente el Camarada Medardo—. Que renuncie. Publicaremos su renuncia en Voz Obrera (T). Quedará prueba, al menos, de que no hay responsabilidad del Partido en lo que pueda ir a hacer a Jauja. Reconsideración en ese sentido, camaradas.

Mayta vio que varios miembros del Comité Central del POR(T) movían las cabezas, aprobando. La propuesta de Moisés/Medardo tenía posibilidades de ser aceptada. Recapacitó, hizo un balance veloz de las ventajas y desventajas. Sí, era el mal menor. Alzó la mano: ¿podía hablar?

En Benavides hay tanta gente esperando los microbuses como en La Tiendecita Blanca. Blacquer se encoge de hombros: paciencia. Le digo que me quedaré con él hasta que suba. Aquí, sí, varios hablan de la invasión.

—Con el tiempo, he llegado a darme cuenta que no era tan demente —dice Blacquer—. Si el foco hubiera durado, las cosas hubieran podido pasar según el cálculo de Mayta. Si la insurrección prendía, el Partido se hubiera visto obligado a entrar, a tratar de tomar el mando. Como ha pasado con ésta. ¿Quién se acuerda que los dos primeros años estuvimos en contra? Y ahora le disputamos la dirección a los maoístas ¿no? Pero el Camarada Cronos no perdona. Hizo sus cálculos veinticinco años antes de tiempo.

Intrigado por la manera como habla del Partido, le pregunto si finalmente fue readmitido o no. Me responde de una manera críptica: «Sólo a medias». Una señora con una niña en brazos que parecía estarlo oyendo, súbitamente nos interrumpe: «¿Cierto que han entrado los rusos? ¿Qué les hemos hecho? ¿Qué le va a pasar a mi hija, ahora?». La niña grita, también. «Cálmese, no va a pasar nada, son puras bolas», la consuela Blacquer, a la vez que hace señas a un recargado microbús que sigue de largo. En medio de un clima que no era ni por asomo el de minutos atrás, el Secretario General susurró que la propuesta del Camarada Medardo era razonable: evitaría que los divisionistas del otro POR se aprovecharan. Lo miró: no había inconveniente en que se pronunciara el interesado. «Tienes la palabra, Mayta».

—Conversamos un buen rato. A pesar de lo que le habían hecho, se puso eufórico hablando de la insurrección —dice Blacquer, prendiendo un cigarrillo—. Me enteré que era un asunto de días, pero no del lugar. No me imaginé nunca Jauja. Pensé que el Cusco, donde, por esa época, hubo tomas de tierras. Pero, una revolución en la cárcel de Jauja ¿a quién se le iba a ocurrir?

Escucho su risita desabrida, de nuevo. Sin ponernos de acuerdo, reanudamos la caminata, hacia el paradero de 28 de Julio. Pasan las horas y él está allí, sudoroso, la ropa arrugada y sucia, con ojeras violáceas y el crespo cabello alborotado, a la orilla del asiento, en la atestada salita pobretona de Blacquer: habla, gesticula, apoya sus verbos con ademanes perentorios y hay en sus ojos una convicción irreductible. «¿Se van a negar a entrar en la historia, a hacer la historia?», recrimina a Blacquer.

—Todo en este asunto resultó contradictorio —oigo decir a éste, media cuadra después—. Porque, el mismo POR(T) que expulsó a Mayta por querer meterlos en lo de Jauja, se lanzó, al poco tiempo, a algo todavía más estéril: las expropiaciones de Bancos.

¿Fue la entrada de Fidel Castro a La Habana, ocurrida en el entreacto, lo que transformó al prudente POR(T) que se había zafado de la conspiración de Mayta en el beligerante organismo que se puso a desvalijar los Bancos de la burguesía? Asaltaron precisamente esta agencia del Banco Internacional que estamos dejando atrás —en la operación fue capturado Joaquín— y, a los pocos días, el Banco Wiese de La Victoria, donde cayó Pallardi. Estas dos acciones desintegraron al POR(T). ¿O hubo, también, algo de mala conciencia, un afán de demostrar que, por más que hubieran dado la espalda a Mayta y a Vallejos, eran capaces de jugarse el todo por el todo?

—Ni remordimientos ni nada que se le parezca —dice Blacquer—. Fue Cuba. La Revolución Cubana rompió los tabúes. Mató al super ego que nos ordenaba resignarnos a que «las condiciones no estuvieran dadas», a que la revolución fuera una conspiración interminable. Con la entrada de Fidel a La Habana, la revolución pareció al alcance de todos los que se atrevieran a fajarse,

—Si no eres tú, el dueño de mi casa los rematará en La Parada —insistió Mayta—. Puedes recogerlos a partir del lunes. No son tantos, tampoco.

—Bueno, me quedaré con tus libros —se rindió Blacquer—. Digamos que te los guardaré, mientras tanto.

En el paradero de 28 de Julio hay el mismo atoro que en los anteriores. Un hombre de sombrero tiene una radio portátil, en la que —observado con ansiedad por los presentes— busca alguna estación que dé noticias. No la encuentra: todas transmiten música. Espero, junto con Blacquer, cerca de media hora, y en ese lapso pasan dos microbuses, cargados hasta el tope, sin detenerse. Entonces, me despido de él, pues quiero llegar a mi casa a tiempo para escuchar el mensaje de la Junta sobre la invasión. Desde la esquina de Manco Cápac, me vuelvo y Blacquer sigue allí, distinguible, con su facha ruinosa y su actitud perdida, al borde de la vereda, corno si no supiera qué hacer, adonde ir. Ése hubiera debido ser el estado de Mayta aquel día, luego de aquella sesión. Y sin embargo Blacquer me asegura que, después de hacerlo heredero de sus libros e indicarle dónde escondería la llavecita de su cuarto, se despidió de él rezumando optimismo. «Se creció con el castigo», ha dicho. Sin duda, es exacto: su capacidad de resistencia, su audacia, aumentaron con las contrariedades.

Aunque todas las tiendas están también cerradas, en esta parte de Larco las veredas siguen invadidas de vendedores de paisajes andinos, retratos, caricaturas, de artesanías y chucherías. Esquivo las mantas llenas de pulseras y collares que custodian muchachos de cabelleras y muchachas de saris. Respiro un aire de incienso. En este enclave de estetas y místicos callejeros no se advierte alarma, ni siquiera curiosidad, por los sucesos del Sur. Se diría que ni siquiera saben que la guerra ha tomado, en las últimas horas, un cariz mucho más grave y que en cualquier momento puede venírseles encima. En la esquina de Ocharán oigo ladrar un perro: es un ruido extraño, parece venir del pasado, pues desde que comenzó la hambruna los animales domésticos han desaparecido de las calles. ¿Cómo se sentía Mayta esa mañana, después de la larga noche, comenzada en el garaje del Jirón Zorritos, con su expulsión del POR(T) y el acuerdo de disfrazarla de renuncia, y que terminó con esa conversación en casa de Blacquer, al que las circunstancias trocaron de enemigo en su confidente y paño de lágrimas? Con sueño, hambre y fatiga, pero con la misma disposición de ánimo con que había regresado de Jauja y el mismo convencimiento de haber actuado bien. No lo habían expulsado por ver a Blacquer; habían acordado la marcha atrás antes. Su supuesta ira, las acusaciones de traición, habían sido un recurso para cerrar de entrada toda posibilidad de revisar lo decidido. ¿Había sido el miedo a pelear? No, había sido, más bien, el pesimismo, la abulia, la incapacidad psicológica de romper la rutina y pasar a la acción real. Había tomado un ómnibus, iba de pie, cogido del pasamanos, aplastado por dos negras con canastas. ¿No conocía esa actitud? «¿No ha sido la tuya tantos años?» No tenían fe en las masas por su falta de contacto con ellas, dudaban de la revolución y de sus propias ideas porque la vida de intrigas entre sectas los había atrofiado para la acción. Una de las negras se puso a reír, mirándolo, y Mayta se dio cuenta que hablaba solo. Se rió también. Con esa disposición de ánimo, preferible que se abstuvieran, hubieran sido un lastre. Sí, harían falta, en Lima ya no tendrían ayuda urbana. Pero a medida que la lucha registrara adhesiones, iría surgiendo una organización de apoyo, aquí y en todas partes. Los camaradas del POR(T), al ver que la vanguardia se prestigiaba y que las masas se incorporaban, lamentarían sus vacilaciones. También los rabanitos. La gestión con Blacquer era una bomba de tiempo, cuando vieran que el riachuelo se volvía torrente, recordarían que tenían abierta la puerta, que eran esperados. Vendrían, se plegarían. Estaba tan abstraído que no bajó en la esquina de su casa sino dos cuadras después.

Llegó al callejón agotado. En el patio, había una larga cola de mujeres con baldes, protestando porque la primera de ellas se eternizaba en el caño. Entró a su cuarto y se tendió en la cama sin siquiera quitarse los zapatos. No tenía ánimos para bajar y hacer la cola. Pero qué bueno hubiera sido, ahora, hundir los pies cansados en un lavador de agua fresquita. Cerró los ojos y, luchando contra el sueño, buscó las palabras para la carta que debía llevar, esa tarde, a Jacinto, a fin de que la incluyera en el número de Voz Obrera (T) componiéndose ya en la imprenta. Es un número de apenas cuatro páginas, un solo pliego, tan amarillo que al cogerlo —instalado frente al aparato de televisión, en el que, pese a ser las ocho, no aparecen aún los generales de la Junta— tengo la sensación de que se me va a deshacer en las manos. La renuncia no está en la primera página, dividida en dos largos artículos y un pequeño recuadro. El editorial, en negrita, llena la columna de la izquierda: «¡Alto, fascistas!». Se refiere a unos incidentes habidos en la sierra central, con motivo de una huelga en dos asientos mineros de la Cerro de Pasco Cooper Corporation. Al desalojar a los huelguistas, la policía hirió a varios y, al parecer, uno de ellos ha muerto. No es algo casual, sino parte del plan de intimidación y desmovilización de la clase obrera, fraguado por la policía, el ejército y la reacción acorde con los planes del Pentágono y la CÍA para América Latina. ¿De qué se trata, en resumidas cuentas? Han comenzado unas marchas militares, y, a las imágenes del escudo y la bandera, suceden, en el televisor, bustos y retratos de próceres. ¿Va a comenzar, por fin? De frenar el avance, cada día más impetuoso e incontenible, de las masas obreras hacia el socialismo. Esos métodos no pueden sorprender a quien ha aprendido las lecciones de la Historia: fueron empleados por Mussolini en Italia, Hitler en Alemania y ahora Washington los aplica en América Latina. Pero no tendrán éxito, serán contraproducentes, un abono fructífero, pues, como escribió León Trotski, para la clase obrera los golpes de la represión son como una poda para las plantas. Ahora sí, ahí están: el Marino, el Aviador, el Militar, y, detrás de ellos, los edecanes, los ministros, los jefes de las guarniciones y cuerpos militares de la región de Lima. Las caras sombrías parecen confirmar los peores rumores. El editorial de Voz Obrera (T) termina exhortando a obreros, campesinos, estudiantes y sectores progresistas a cerrar filas contra la conjura nazi–fascista. Cantan el Himno Nacional.

El otro artículo está dedicado a Ceylán. Cierto, en aquella época el trotskismo alcanzó un repunte allá. El texto afirma que es la segunda fuerza en el Parlamento y la primera en los sindicatos cingaleses. Por el uso de los tiempos verbales, está traducido del francés ¿acaso por Mayta? Los nombres, empezando por el de la señora Bandaranaike, la Primera Ministra, son difíciles de retener. Ya está, terminó el Himno y se adelanta el Militar, vocero habitual de la Junta. Insólitamente, en vez de extraviarse como siempre en ampulosa retórica patriota, va de frente al grano. Su voz suena menos cuartelera y más trémula. Tres columnas militares, de cubanos y bolivianos, han penetrado profundamente en el territorio nacional, apoyadas por aviones de guerra que desde anoche bombardean blancos civiles en los departamentos de Puno, Cusco y Arequipa, en abierta violación de todas las leyes y acuerdos internacionales; van causando numerosas víctimas y cuantiosos daños, incluso en la misma ciudad de Puno, donde las bombas han destruido parte del Hospital del Seguro Social, con un número aún indeterminado de muertos. La descripción de los desastres lo demora varios minutos. ¿Dirá si los «marines» han cruzado la frontera del Ecuador? El pequeño recuadro anuncia que, muy pronto, el POR(T) llevará a cabo, en el local del sindicato de Construcción Civil, el postergado acto sobre: «La revolución traicionada: una interpretación trotskista de la Unión Soviética». Para encontrar la renuncia hay que volver la página. En una esquina, debajo de un extenso artículo, «¡Instalemos soviets en los cuarteles!», sin encabezamiento ni apostillas: «Renuncia al POR(T)». El Militar asegura, ahora, que las tropas peruanas, pese a luchar en condiciones de inferioridad numérica y logística, resisten heroicamente la criminal invasión del terrorismo–comunismo internacional, con el apoyo decidido de la población civil. La Junta, mediante Decreto Supremo, ha llamado a filas esta tarde a tres nuevas clases de reservistas. ¿Dirá si aviones norteamericanos bombardean ya a los invasores?

Camarada Secretario General

del POR(T)

Ciudad

Camarada:

Por la presente le comunico mi renuncia irrevocable a las filas del Partido Obrero Revolucionario (Trotskista) en el que milito hace más de diez años. Mi decisión obedece a motivos personales. Deseo recuperar mi independencia y poder actuar bajo mi absoluta responsabilidad, sin que lo que yo pueda decir o hacer comprometa para nada al Partido. Necesito mi libertad de acción en estos momentos en que nuestro país se debate una vez más en la vieja disyuntiva entre revolución y reacción.

Que me aparte del POR(T) por mi propia voluntad no significa que rompa con las ideas que han señalado el rumbo del socialismo revolucionario a los obreros del mundo. Quiero, camarada, reafirmar una vez más mi fe en el proletariado peruano, mi convicción de que la revolución será una realidad y romperá definitivamente las cadenas de la explotación y el oscurantismo que pesan desde hace siglos sobre nuestro pueblo y que el proceso de liberación se llevará a cabo a la luz de la teoría concebida por Marx y Engels y materializada por Lenin y Trotski, vigente y más fuerte que nunca.

Solicito que se publique mi renuncia en Voz Obrera (T) a fin de que la opinión pública quede informada.

Revolucionariamente,

A. Mayta Avendaño

Lo ha dicho sólo al final, muy rápido, con menos firmeza, como si no estuviera seguro: en nombre del pueblo peruano, que se bate gloriosamente por la defensa de la civilización occidental y cristiana del mundo libre contra la embestida del ateísmo colectivista y totalitario, la Junta ha solicitado y obtenido del gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica el envío de tropas de apoyo y material logístico para repeler la invasión comunista ruso–cubano–boliviana que pretende esclavizar a nuestra Patria. O sea, también cierto. Ya está, la guerra dejó de ser peruana, el Perú no es sino otro escenario más del conflicto que libran las grandes potencias, directamente y a través de satélites y aliados. Gane quien gane, lo seguro es que morirán cientos de miles y acaso millones y que, si sobrevive, el Perú quedará exangüe. Sentía un sueño tan grande que no tenía ánimos para apagar el televisor. El malestar quedó aclarado al volver la vista: Anatolio lo apuntaba con una pistola. No sintió miedo sino pena: ¡el retraso que significaría! ¿Y Vallejos? Los plazos debían cumplirse milimétricamente y, era clarísimo, Anatolio no se proponía matarlo sino impedirle viajar a Jauja. Dio unos pasos resueltos hacia el muchacho, para hacerlo entrar en razón, pero Anatolio extendió el brazo con energía y Mayta vio que iba a apretar el gatillo. Alzó los brazos, pensando: «Morir sin haber peleado». Sentía una tristeza lacerante, ya no estaría con ellos, allá en el Calvario, cuando la Epifanía comenzara. «¿Por qué haces esto, Anatolio?» Su voz le disgustó: el verdadero revolucionario es lógico y frío, no un sentimental. «Porque eres un rosquete», dijo Anatolio, con la voz tranquila, aplomada, contundente, irreversible, que él hubiera querido tener en este momento. «Porque eres un maricón y eso se paga», confirmó, asomando su cabeza cetrina, de orejas en punta, el Secretario General. «Porque eres un rosquete y eso da asco», añadió, asomando el perfil por sobre el hombro del Camarada Jacinto, el Camarada Moisés/Medardo. Todo el Comité Central del POR(T) estaba allí, uno detrás de otro y todos armados con revólveres. Había sido juzgado, sentenciado y lo iban a ejecutar. No por indisciplina, error, traición, sino, qué mezquindad, qué cojudez, por haber deslizado la lengua como un estilete entre los dientes de Anatolio. Perdida toda compostura, se puso a llamar a gritos a Vallejos, a Ubilluz, a Lorito, a los campesinos de Ricrán, a los josefinos: «Sáquenme de esta trampa, camaradas». Con la espalda húmeda se despertó: desde la orilla del catre, Anatolio lo miraba.

—No se entendía lo que decías —lo oyó susurrar.

—¿Qué haces aquí? —tartamudeó Mayta, sin salir del todo de la pesadilla.

—He venido —dijo Anatolio. Lo miraba sin pestañear, con una lucecita intrigante en las pupilas—. ¿Estás molesto conmigo?

—La verdad que eres conchudo —murmuró Mayta, sin moverse. Sentía la boca amarga y los ojos legañosos, la piel erizada aún del miedo—. La verdad que eres cínico, Anatolio.

—Tú me has enseñado —dijo el muchacho, suavemente, mirándolo siempre a los ojos, con una indefinible expresión que irritaba y causaba remordimientos a Mayta. Un moscardón empezó a revolotear en torno del foco de luz.

—Yo te enseñé a cachar con un hombre, no a ser hipócrita —dijo Mayta, haciendo un esfuerzo por contener la cólera. «Cálmate, no lo insultes, no le pegues, no discutas. Sácalo de aquí.»

—Lo de Jauja es una locura. Lo discutimos y todos estuvimos de acuerdo en que había que atajarte —dijo Anatolio, sin moverse, con cierta vehemencia—. Nadie te iba a expulsar. ¿Para qué fuiste a ver a Blacquer? Nadie te hubiera expulsado.

—No voy a discutir contigo —dijo Mayta—. Todo eso es historia antigua ya. Anda, vete.

Pero el muchacho no se movió ni dejó de mirarlo de esa manera en la que había provocación y algo de burla.

—Ya no somos ni camaradas ni amigos —dijo Mayta—. ¿Qué mierda quieres?

—Que me la chupes —dijo el muchacho, despacito, mirándolo a los ojos y tocándole la rodilla con los cinco dedos.

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