Lunes, por la noche

1

«Si yo mandara aquí -pensó Peter McDermott-, habría despedido al detective principal del hotel, tiempo ha.» Pero no pudo hacerlo, y en este momento, una vez más, el obeso expolicía había desaparecido cuando más se le necesitaba.

McDermott se inclinó desde su elevada y fornida estatura de metro y noventa y cinco centímetros, y repiqueteó con impaciencia en la horquilla del teléfono de su escritorio.

– Andan mal cien cosas al mismo tiempo -dijo a la muchacha que estaba al lado de la ventana de la amplia y alfombrada oficina-, y nadie puede encontrarlo.

Christine Francis echó una ojeada a su reloj de pulsera. Faltaban pocos minutos para las veintitrés.

– Hay un bar en Barone Street, donde se podría intentar buscarlo.

Peter McDermott hizo un movimiento con la cabeza.

– El conmutador está ocupado en averiguar el paradero de Ogilvie.

Abrió un cajón del escritorio, sacó cigarrillos y los ofreció a Christine. Adelantándose, tomó uno y McDermott se lo encendió, haciendo lo mismo con el propio. La observó mientras aspiraba.

Christine había abandonado minutos antes su propia oficina, más pequeña, situada en el sector de los funcionarios del «St. Gregory Hotel». Se entretuvo trabajando hasta muy tarde, estaba a punto de irse a su casa, cuando, al ver luz debajo de la puerta del subgerente general, resolvió entrar.

– Nuestro míster Ogilvie dicta sus propias reglas -dijo Christine-. Siempre ha sido así, de acuerdo con las órdenes de W. T.

McDermott habló brevemente por teléfono, y esperó de nuevo.

– Tiene razón -reconoció-. He tratado de reorganizar nuestro «disciplinado» cuerpo de detectives, y no se me ha hecho caso.

– No sabía eso -respondió ella muy tranquila.

La miró con curiosidad.

– Creía que usted lo sabía todo.

Y en general, era así. Como ayudante personal de Warren Trent, el impredecible e irascible dueño del hotel más importante de Nueva Orleáns, Christine estaba enterada de los secretos internos del hotel, así como de los asuntos cotidianos. Sabía por ejemplo que Peter, que había sido promovido al puesto de subgerente general hacía uno o dos meses, estaba dirigiendo el grande y concurrido «St. Gregory», aunque con salario poco generoso y autoridad limitada. También sabía las razones que existían detrás de esa actitud, que constaban en el archivo confidencial, y que involucraban la vida particular de Peter McDermott.

– ¿Qué es lo que anda mal? -preguntó Christine.

McDermott sonrió con buen humor, lo que suavizó sus facciones toscas, casi feas.

– Hemos recibido una queja del undécimo piso con referencia a una especie de orgía; en el noveno, la duquesa de Croydon reclama porque el duque ha sido ofendido por un camarero; han informado que alguien se queja horriblemente en la habitación 1439; el gerente nocturno está ausente, enfermo, y los otros dos empleados responsables del hotel están ocupados en otras cosas.

Volvió a llamar por teléfono, y Christine se dirigió otra vez a la ventana del despacho, que estaba en el entresuelo principal. La cabeza, ligeramente inclinada para evitar que el humo del cigarrillo le entrara en los ojos, miraba distraída a la ciudad. Directamente al frente, a través de un gran espacio entre dos edificios próximos, podía divisar el compacto y populoso rectángulo del French Quarter. Faltando una hora para la medianoche, todavía era temprano para el quarter, y las luces, frente a los bares nocturnos, bistros, salas de jazz, y lugares donde se efectuaban strips, así como también detrás de las persianas bajas, seguirían encendidas hasta bien entrada la mañana.

Hacia el Norte, probablemente sobre el lago Pontchartrain, en la oscuridad se estaba formando una tormenta de verano. Ya se percibían los primeros truenos sordos, y algún relámpago ocasional. Con suerte, si la tormenta se dirigía al Sur, hacia el golfo de México, podría llover por la mañana en Nueva Orleáns.

La lluvia sería bien recibida, pensó Christine. Durante tres semanas, la ciudad había estado abrumada bajo el calor y la humedad, provocando tensiones en todas partes. También habría un alivio en el hotel. Esta tarde el jefe de mecánicos había vuelto a lamentarse: «Si no puedo apagar pronto parte del aire acondicionado, no me hago responsable de lo que pueda ocurrir en las instalaciones.»

Peter McDermott colgó el auricular, y ella le preguntó:

– ¿Sabe usted el nombre de la persona que ocupa la habitación donde se oyen los quejidos?

Negó con la cabeza y volvió a levantar el auricular. -Lo averiguaré. Quizá sea alguien con pesadillas, pero será mejor cerciorarse.

La muchacha se dejó caer en una silla tapizada de cuero, que estaba frente al gran escritorio de caoba, y al hacerlo se dio cuenta de cuan cansada estaba. Si hubiera sido un día corriente, ya habría estado de regreso en su casa, en los Apartamentos Gentilly, desde horas antes. Pero hoy había sido un día excepcionalmente lleno de acontecimientos, con dos congresos en marcha y una intensa afluencia de otros huéspedes, creando problemas, muchos de los cuales ya habían llegado a su escritorio.

– Muy bien. Gracias. -McDermott garabateó un nombre y colgó el receptor-. Albert Wells, de Montreal.

– Lo conozco -dijo Christine-. Un hombrecillo muy agradable que viene aquí todos los años. Si quiere, averiguaré qué pasa.

Peter vaciló, observando la delicada y esbelta figura de Christine.

El teléfono sonó estridente, y él contestó. -Lo siento, señor -le informó el telefonista-, no podemos localizar a míster Ogilvie.

– No se preocupe. Envíeme al jefe de los botones. -Aun cuando no pudiera despedir al principal detective del hotel, pensó McDermott, le llamaría con mucha seriedad la atención al día siguiente. Mientras tanto, mandaría a alguien a ver qué pasaba en el undécimo piso, y atendería personalmente el problema del duque y la duquesa.

– Habla el jefe de los botones -dijo una voz en el teléfono, y McDermott reconoció el típico acento nasal de Herbie Chandler. Este, como Ogilvie, era otro de los veteranos del «St. Gregory», y tenía reputación de estar envuelto en más asuntos marginales que cualquier otro del personal.

McDermott le explicó el problema y le pidió a Chandler que investigara la queja referente a la supuesta orgía. Como lo había previsto, la protesta llegó en seguida.

– Eso no es tarea mía, míster McDermott, y todos estamos ocupados por aquí -el tono era típico de Chandler, mitad adulador, mitad insolente.

– Dejemos las discusiones de lado -ordenó McDermott-, quiero que atienda a esa queja -y tomando otra decisión, agregó-: ¡Ah! Además hay otra cosa; envíe un botones con una llave maestra a miss Francis que está en el entresuelo principal -colgó el auricular antes de que se renovaran las objeciones.

– Vamos -su mano tocó ligeramente el hombro de Christine-. Llévese al botones con usted, y dígale a su amigo que cuando tenga pesadillas, se cubra con las sábanas.

2

La cara de comadreja de Herbie Chandler delataba una inquietud interior, mientras estaba de pie, pensativo, al lado de su escritorio de jefe de botones, en el vestíbulo del «St. Gregory».

Situado en el centro, próximo a una de las esbeltas columnas de cemento que llegaban hasta el elevado y artesonado cielo, el sitio del jefe de los botones dominaba todas las entradas y salidas del vestíbulo. A la sazón había mucho movimiento. Los congresistas habían entrado y salido durante toda la noche, y a medida que transcurrían las horas, su alegría aumentaba estimulada por las bebidas ingeridas.

Maquinalmente, Chandler observó a un grupo de ruidosos juerguistas que entraban por la puerta de Carondelet Street: tres hombres y dos mujeres; traían en las manos vasos, del tipo que en el bar de Pat Ó'Brien cobraban a los turistas un dólar más que en el French Quarter, y uno de los hombres que se tambaleaba mucho, era ayudado por los otros. Los tres hombres llevaban distintivos con el nombre de la Convención. Gold Crown Cola decían las tarjetas, y tenían sus respectivos nombres debajo. Las otras personas que se encontraban en el vestíbulo les cedieron el paso con gentileza, y el quinteto se dirigió al bar del piso principal.

Todavía llegaba algún que otro cliente proveniente de los últimos trenes y aviones, y algunos ya eran alojados por el plantel de «muchachos» de Chandler, aunque lo de «muchachos» era sólo una manera de decir, pues ninguno de ellos tenía menos de cuarenta años, y bastantes de los canosos veteranos habían trabajado en el hotel desde hacía más de un cuarto de siglo. Herbie Chandler, que tenía autoridad para contratar y despedir el personal a sus órdenes, prefería hombres maduros. Era probable que los que tenían que luchar y esforzarse con el equipaje pesado, obtuvieran mejores propinas que los jóvenes que manejaban las maletas como si no contuvieran otra cosa que madera de balsa.

Había un veterano que en realidad era fuerte y enjuto como una mula; tenía una manera particular de bajar las maletas, llevándose una mano al corazón, y luego las volvía a levantar con un movimiento de cabeza, para seguir transportándolas. Esta actuación rara vez dejaba de ser retribuida con un dólar por los huéspedes escrupulosos que estaban convencidos de que el viejo tendría un ataque de coronarias a la vuelta de la esquina. Lo que no sabían era que el diez por ciento de sus propinas iba al bolsillo de Herbie Chandler, más los dos dólares diarios que Chandler le cobraba a cada botones como precio para conservar el empleo.

El sistema privado de contribuciones del jefe de botones despertaba mucha resistencia en voz baja, aun cuando un botones diligente podía sacar ciento cincuenta dólares libres por semana cuando el hotel estaba lleno. En ocasiones como la de esta noche, Herbie Chandler permanecía en su puesto mucho más tiempo que su horario habitual. No confiando en nadie, le gustaba vigilar sus porcentajes y tenía una curiosa habilidad para tasar a los clientes, estimando exactamente la propina que rendiría cada viaje a los pisos de arriba. En el pasado, algunos botones individualistas habían tratado de sustraer algo a Herbie, informándole de propinas inferiores a las que habían recibido en realidad. La represalia no fallaba; era rápida y dura: un mes de suspensión por alguna trasgresión imaginaria ponía en línea a los inconformistas.

Además, había otra razón para que Chandler estuviera presente esta noche en el hotel, y se refería a su intranquilidad, que había ido en constante aumento desde que Peter McDermott lo había llamado hacía unos minutos. McDermott le había ordenado: «Investigue una queja en el undécimo piso.» Pero Herbie Chandler no tenía necesidad de investigar nada porque sabía grosso modo lo que estaba sucediendo allá arriba. La razón era simple: él mismo lo había arreglado.

Tres horas antes los dos jóvenes habían sido muy explícitos en sus requerimientos. Los había escuchado con respeto, puesto que los padres de ambos eran ricos ciudadanos de la localidad y huéspedes frecuentes del hotel.

– Oiga, Herbie -dijo uno de ellos-, hay un baile de la Fraternidad esta noche… la vieja tontería de siempre… y queremos algo diferente.

Herbie había preguntado, conociendo de antemano la respuesta:

– ¿Qué clase de diferencia?

– Hemos tomado una suite -el muchacho se sonrojó-. Queremos un par de muchachas.

Era demasiado arriesgado, decidió Herbie en seguida. Ambos eran poco más que adolescentes, y sospechó que habían estado bebiendo.

– Lo lamento, señores -comenzó a decirles, cuando el otro joven intervino.

– No nos venga con la tontería de que no puede arreglarlo, porque sabemos que usted proporciona muchachas aquí.

Herbie descubrió sus dientes de comadreja en lo que quiso ser una sonrisa.

– No sé de dónde ha sacado esa idea, míster Dixon.

El que había hablado primero, insistió:

– Nosotros podemos pagarle, Herbie. Usted lo sabe.

El jefe de botones titubeó; a pesar de sus dudas, su mente trabajaba estimulada por la codicia. Sus entradas marginales habían mermado últimamente. Quizá, después de todo, el riesgo no fuera grande.

– Dejemos de dar vueltas. ¿Cuánto quiere? -cortó el muchacho llamado Dixon.

Herbie miró a los dos jóvenes, recordó a sus padres y multiplicó la cifra corriente por dos.

– Cien dólares.

Hubo una pausa momentánea. Entonces Dixon dijo con decisión:

– Aceptado -y agregó en forma persuasiva, dirigiéndose a su compañero-: recuerda que ya hemos pagado la bebida. Te prestaré el resto de tu parte.

– Bien…

– Por adelantado, señores. -Herbie se humedeció los delgados labios con la lengua.- Otra cosa más. Tengan cuidado que no haya ruido. Si lo hay y recibimos quejas, puede traernos complicaciones a todos.

No iba a haber ruido, le aseguraron; pero ahora parecía que habían armado un escándalo, y sus temores originales resultaron confirmados, por desgracia.

Hacía una hora que las muchachas habían entrado por la puerta principal, como siempre, y sólo algunos pocos del personal del hotel sabían que no eran huéspedes registradas. Si todo hubiera salido bien, ambas debían haber partido ya, sin complicaciones, como habían entrado.

La queja del undécimo piso formulada a través de McDermott referente a una orgía, significaba que algo había andado francamente mal. ¿Qué? Herbie recordó con intranquilidad las bebidas alcohólicas.

En el vestíbulo se sentía calor y humedad a pesar del aire acondicionado, y Herbie sacó un pañuelo de seda para enjugarse la frente transpirada. Al mismo tiempo maldijo en silencio su propia locura, preguntándose si a esta altura de las cosas, debía subir o quedarse donde estaba.

3

Peter McDermott llevó el ascensor al noveno piso, dejando a Christine, que subía hasta el decimocuarto, con el botones que la acompañaba. En la puerta abierta del ascensor, vaciló:

– Mándeme llamar si hay alguna dificultad.

– Si es inevitable, gritaré. -Mientras las puertas corredizas se iban cerrando, sus miradas se encontraron. Durante un momento permaneció pensativo, mirando el lugar donde ella había estado; luego, con paso largo y cauteloso, caminó por el corredor alfombrado hacia la Presidential Suite.

El departamento más grande y lujoso del «St. Gregory», conocido familiarmente como la «casa dorada», había albergado en su tiempo a una sucesión de huéspedes distinguidos, incluyendo presidentes y realeza. A la mayoría de la gente le gustaba Nueva Orleáns porque después de la bienvenida inicial, la ciudad tenía la manera de respetar la vida privada de los visitantes, incluyendo sus indiscreciones, si las había. Algo menos que cabezas de Estado, aun cuando distinguidos a su manera, eran los actuales huéspedes de la suite. El duque y la duquesa de Croydon, además de su séquito constituido por un secretario, la doncella de la duquesa, y cinco Bedlington terriers.

En la parte exterior de las dobles puertas, tapizadas de cuero, decoradas con flores de lis doradas, McDermott hizo presión en un timbre de nácar, y oyó un leve zumbido en el interior, seguido por un coro menos leve de ladridos.

Mientras esperaba, reflexionó en lo que había oído y sabido sobre los Croydon.

El duque de Croydon, descendiente de una antigua familia, se había adaptado a la época con tendencia a las cosas vulgares. En la década anterior y ayudado por la duquesa -que era una persona muy conocida y prima de la reina- se había convertido en embajador permanente, y en constante creador de dificultades para el Gobierno británico. A pesar de ello, últimamente se rumoreaba que la carrera del duque había llegado a un punto crítico, quizá porque sus tendencias se habían acentuado por demás en diversos terrenos y en especial en cuanto al alcohol y a las esposas ajenas. Sin embargo, había otras informaciones que decían que las sombras que se proyectaban sobre el duque eran menores y pasajeras; y que la duquesa era quien manejaba la situación. Confirmando este segundo punto de vista, se decía que el duque de Croydon podría ser nombrado, muy pronto, embajador británico en Washington.

Detrás de Peter una voz murmuró:

– Perdóneme, míster McDermott. ¿Puedo hablar con usted?

Volviéndose con rapidez, reconoció a Sol Natchez, uno de los camareros del servicio de habitaciones más antiguo, que había llegado con paso silencioso por el corredor, una figura encorvada y cadavérica, con una corta chaqueta blanca, ribeteada con los colores rojo y oro del hotel. El hombre se peinaba a la antigua, aplastado y hacia delante. Sus ojos eran pálidos y acuosos, y las venas en el reverso de las manos, que frotaba con expresión nerviosa, sobresalían como cuerdas con la piel hundida entre ellas.

– ¿Qué sucede, Sol?

Con voz que denotaba su agitación, el camarero respondió:

– Supongo que usted viene por la queja… la queja sobre mí.

McDermott echó una mirada a la puerta doble. Todavía no habían acudido a su llamada, ni se había producido, aparte de los ladridos, ningún otro ruido en el interior.

– Cuénteme qué sucedió.

El otro tragó dos veces. Eludiendo la respuesta, dijo en un rápido susurro plañidero:

– Si pierdo este trabajo, míster McDermott, a mi edad es muy difícil encontrar otro -miró hacia la Presidencial Suite con una expresión mezcla de ansiedad y resentimiento-. No son gente muy difícil de servir… exceptuando esta noche. Exigen mucho, pero a mí no me importa, aun cuando nunca dan una propina.

Peter sonrió involuntariamente. La nobleza británica da propinas muy rara vez, presumiendo quizá que el privilegio de servirlos es ya recompensa en sí mismo.

Interrumpió:

– Todavía no me ha dicho…

– Voy a ello, míster McDermott -por venir de alguien que podía ser padre de Peter, la angustia del hombre resultaba casi embarazosa-. Sucedió hace media hora. El duque y la duquesa ordenaron una cena… ostras, champaña y una Creóle de langostinos.

– El menú no interesa. ¿Qué sucedió?

– Fue la Creóle de langostinos, señor. Cuando la estaba sirviendo… Bien, es algo que en todos estos años ha pasado muy rara vez.

– ¡Por amor de Dios! -Peter tenía un ojo en las puertas de la suite, listo para interrumpir la conversación en el momento en que se abrieran.

– Sí, míster McDermott. Bien, cuando estaba sirviendo la Creóle, la duquesa se levantó de la mesa y. cuando volvió, me tocó el brazo, empujándome. Si no tuviera experiencia, diría que fue deliberado.

– ¡Eso es ridículo!

– Lo sé, señor, lo sé. Pero lo único que sucedió fue que se produjo una pequeña mancha… le juro que no era más de medio centímetro… sobre los pantalones del duque.

Peter, dubitativamente, preguntó:

– ¿No se trata de nada más que eso?

– Míster McDermott, le juro a usted que nada más. Pero con el alboroto que armó la duquesa… diría usted que cometí un asesinato. Me disculpé, traje una servilleta limpia y agua para quitar la mancha, pero de nada sirvió. Insistió en llamar a míster Trent…

– Míster Trent no está en el hotel.

Peter decidió oír la otra versión del suceso antes de emitir juicio. Entretanto ordenó:

– Si ya ha terminado por esta noche, será mejor que se vaya a su casa. Preséntese mañana y se le dirá lo que se resuelva.

En tanto se retiraba el camarero, Peter McDermott volvió a tocar el timbre. Apenas hubo tiempo para que se reanudaran los ladridos, cuando abrió la puerta un hombre joven de cara redonda, y lentes montados en la nariz. Peter reconoció al secretario de los Croydon.

Antes de que ninguno de ellos pudiera hablar, se oyó una voz de mujer desde el interior del apartamento.

– Quienquiera que sea, dígale que no siga tocando el timbre. -A pesar del tono perentorio, Peter pensó que era una voz atractiva, levemente ronca, que despertaba interés.

– Discúlpeme -le dijo al secretario-. Pensé que no habían oído -se presentó y luego agregó-: Entiendo que ha habido algún inconveniente en nuestro servicio. Veré si puedo subsanarlo.

– Estábamos esperando a míster Trent.

– Míster Trent no está en el hotel esta noche.

Mientras hablaban habían pasado desde el pasillo al recibidor del apartamento, un rectángulo arreglado con muy buen gusto y con una gruesa alfombra, dos sillas tapizadas, y una mesa para el teléfono, bajo un grabado que representaba la antigua Nueva Orleáns, de Morris Henry Hobbs. La doble puerta que daba al pasillo formaba un lado del rectángulo. En el otro lado la puerta que daba a la gran sala estaba parcialmente abierta. A derecha e izquierda había otras dos puertas, una que daba a la cocina y la otra a una especie de oficina-sala-dormitorio, que al presente ocupaba el secretario de los Croydon. Los dos dormitorios principales de la suite, comunicados entre sí, eran accesibles tanto desde la cocina como desde la sala. Un arreglo concebido a fin de que un visitante subrepticio de los dormitorios pudiera entrar y salir por la cocina, en caso de necesidad.

– ¿Por qué no se le puede llamar? -la pregunta fue formulada sin preámbulos desde la puerta abierta de la sala, y apareció la duquesa de Croydon con tres de sus Bedlington terriers, que la seguían entusiasmados. Con un rápido castañeteo de sus dedos, que fue inmediatamente obedecido, acalló a los perros y volvió sus ojos inquisidores hacia Peter. Este reconoció el hermoso rostro de pómulos altos, familiar a través de miles de fotografías. Observó que hasta con traje corriente, la duquesa estaba vestida con mucha elegancia.

– Para ser sincero, Su Gracia, no estaba en antecedentes de que usted hubiera requerido a míster Trent, en persona.

Los ojos gris-verdosos lo miraron con expresión apreciativa.

– Aun en ausencia de míster Trent, hubiera esperado que viniera uno de los principales ejecutivos.

A su pesar, Peter se sonrojó. Había una soberbia altivez en la duquesa de Croydon que, en una forma maligna, atraía de manera inexplicable. De pronto, como un relámpago, recordó una fotografía. La había visto en una de las revistas ilustradas… la duquesa en un potro, saltando una alta valla. Desdeñando el peligro, había dominado la situación en forma segura y soberbia. Tenía la impresión en este momento de estar él a pie, y la duquesa montada.

– Soy el subgerente general. Por eso he venido.

Hubo un destello divertido en los ojos que desafiaban los suyos.

– ¿No es un poco joven para eso?

– En verdad, no lo creo. Ahora muchos hombres jóvenes están al frente de la administración de hoteles. -Advirtió que el secretario, con gran discreción, había desaparecido.

– ¿Cuántos años tiene usted?

– Treinta y dos.

La duquesa sonrió. Cuando quería, como en este momento, su rostro se animaba y se hacía cordial. No era difícil, pensó Peter, admitir su famoso encanto. Tenía cinco o seis años más que él, calculó, aunque era más joven que el duque, quien se aproximaba a los cincuenta.

Ella preguntó:

– ¿Sigue usted algún curso, o algo?

– Me gradué en Cornell University, en el Departamento de Administración de Hoteles. Antes de venir aquí, fui subgerente general del «Waldorf» -le requirió un esfuerzo mencionar el «Waldorf», y estuvo tentado de agregar… «del que fui despedido ignominiosamente y puesto en la lista negra de la cadena de hoteles, de manera que me considero afortunado al trabajar aquí, que es un hotel independiente». Pero no lo dijo, por supuesto, porque un infierno privado es algo que uno vive solo, aun cuando las preguntas fortuitas de alguien reabran las heridas dentro de uno mismo.

– El «Waldorf» nunca hubiera tolerado un incidente como el de esta noche -expresó la duquesa.

– Le aseguro, señora, que si estamos en falta, el «St. Gregory» tampoco lo tolerará. -Pensó que la conversación era como un partido de tenis, con la pelota pasando de un lado a otro. Esperó que volviera.

– ¡Si estuviera en falta! ¿Está enterado de que su camarero derramó la Creóle de langostinos sobre mi marido?

Era una exageración tan evidente, que se preguntó el porqué de la misma. Resultaba también muy fuera de lógica, por cuanto las relaciones entre el hotel y los Croydon, hasta ahora, habían sido excelentes.

– Estaba enterado de que había habido un accidente, debido probablemente a una negligencia. En este caso he venido a presentarle las disculpas en nombre del hotel.

– Toda nuestra velada se echó a perder -insistió la duquesa-. Mi marido y yo habíamos decidido pasar una velada tranquila en nuestro apartamento y solos. Salimos unos minutos para dar una vuelta a la manzana, y volvimos para cenar…y ¡luego esto!

Peter asintió con la cabeza, dándole exteriormente la razón, pero confundido ante la actitud de la duquesa. Casi parecía que ella deseaba dejarle impreso este incidente en su memoria para que no lo olvidara.

– Tal vez, si pudiera presentarle nuestras excusas al duque…

– Eso no será necesario -respondió con firmeza la duquesa.

Estaba por marcharse, cuando la puerta de la sala, que había permanecido entornada, se abrió de par en par. Enmarcó al duque de Croydon.

En contraste con la duquesa, el duque estaba vestido con una camisa blanca arrugada y pantalones negros de smoking- En forma instintiva los ojos de Peter McDermott buscaron la mencionada mancha donde Natchez, según las palabras de la duquesa, había «derramado la Creóle de langostinos sobre mi marido». La encontró, aun cuando apenas era visible… una pequeña mancha que un sirviente podría quitar sin la menor dificultad. Detrás del duque, en la sala espaciosa, funcionaba un aparato de televisión.

El rostro del duque estaba congestionado y con más arrugas que las que mostraban sus recientes fotografías. Tenía un vaso en la mano y cuando habló su voz era confusa.

– ¡Oh, perdón! -luego dirigiéndose a la duquesa-: Debo de haber dejado mis cigarrillos en el coche.

– Te traeré algunos -respondió con rapidez. Había en el tono de su voz una perentoria orden de despido, y con una inclinación de cabeza el duque se volvió a la sala. Era una escena curiosa e incómoda, y por alguna razón había provocado la cólera de la duquesa.

Volviéndose a Peter, le espetó:

– Insisto en que se informe de esto a míster Trent, y usted puede advertirle que espero una disculpa personal.

Todavía perplejo, Peter salió mientras la puerta del departamento se cerró con firmeza detrás de él. Pero no tuvo tiempo para reflexionar. En el corredor externo, el botones que había acompañado a Christine al piso decimocuarto, estaba esperándolo.

– Míster McDermott -dijo con urgencia-, miss Francis lo necesita en el 1439, y por favor, dése prisa.

4

Quince minutos antes, cuando Peter McDermott había abandonado el ascensor para ir a la Presidential Suite, el botones, sonriendo, le dijo a Christine:

– ¿Está haciendo la detective, miss Francis?

– Si estuviera el detective del hotel, no tendría que hacerlo.

El botones, Jimmy Duckworth, hombre calvo y vigoroso, cuyo hijo casado trabajaba en la contaduría del «St. Gregory», dijo con desprecio:

– ¡Oh, ése…! -Un momento después el ascensor se detuvo en el piso decimocuarto.

– Es el 1439, Jimmy -dijo Christine, y automáticamente los dos giraron a la derecha. Ella comprendió que había diferencia en la forma en que ambos conocían la geografía del hotel: el botones, a través de años de conducir huéspedes desde el hall de entrada hasta las habitaciones; ella, a través de una serie de imágenes mentales que le había proporcionado su contacto con los planos impresos del «St. Gregory».

Cinco años antes, pensó, si alguien en la Universidad de Wisconsin hubiera preguntado a Chris Francis (brillante alumna con facilidad para los idiomas modernos) qué estaría haciendo un lustro después, ni la más absurda sugerencia la hubiera supuesto trabajando en un hotel de Nueva Orleáns. En aquel entonces, sus conocimientos de la Crescent City eran ínfimos, y su interés aún menor. En la escuela se había enterado de la compra de Louisiana, y había visto Un tranvía llamado Deseo. Pero hasta esto último estaba pasado de moda, cuando eventualmente llegó. El Tranvía se había convertido en un ómnibus Diesel, y Deseo era un oscuro callejón en el lado Este de la ciudad, que los turistas veían rara vez.

Suponía que, en cierta forma, fue la falta de conocimiento lo que la había traído a Nueva Orleáns. Después del accidente en Wisconsin, entristecida y sin reflexionarlo mayormente, había buscado un lugar en el que nadie la conociera, y que a la vez le fuera poco familiar. Las cosas familiares: su contacto, su vista, su sonido… hasta el último detalle… se habían convertido en algo doloroso para su corazón, que llenaba toda su vigilia y penetraba su sueño. Era algo extraño, y en cierto modo se avergonzaba de ello, pero nunca tenía pesadillas: sólo era la constante procesión de sucesos, tal como habían ocurrido aquel memorable día en el aeródromo de Madison. Había ido a despedir a su familia que partía para Europa: su madre, alegre y nerviosa, con la orquídea de Bon Voyage que le había enviado una amiga; su padre, descansado y complacido de que las enfermedades reales o imaginarias de sus pacientes, serían problema de algún otro, durante un mes. Había estado fumando su pipa, que golpeó contra el zapato, cuando llamaron para subir al avión. Babs, su hermana mayor, abrazó a Christine, y hasta Tony, dos años menor y que odiaba las expresiones públicas de afecto, consintió en que lo besara.

– ¡Hasta la vista, Ham! -Babs y Tony la saludaron, y Christine sonrió al oír el tonto y cariñoso sobrenombre que le daban, porque ella se encontraba en medio de aquel sandwich formado por los tres hermanos. Todos habían prometido escribir, aunque ella se reuniría con el grupo en París, dos semanas después, cuando terminara su período de estudios. En el último momento la madre la había abrazado apretadamente, recomendándole que se cuidara. Poco después el gran jet se había puesto en movimiento, majestuoso, y rugiente, pero apenas despegó de la pista cayó, clavando un ala, girando como una mariposa herida. Durante un momento hubo una nube de polvo; luego una antorcha encendida y, por fin, una silenciosa pila de fragmentos: la máquina y los restos de los cuerpos humanos.

Habían transcurrido cinco años. Poco después de aquello, dejó Wisconsin y no retornó jamás.

Sus pisadas y las del botones eran amortiguadas por la alfombra del corredor. Adelantándose, Jimmy murmuró:

– Habitación 1439, ésa es la del viejo míster Wells. Lo mudamos desde la habitación de la esquina hace un par de días.

Más allá, en el corredor, se abrió una puerta y salió un hombre bien vestido de cuarenta años, poco más o menos. Cerrando la puerta tras de sí y disponiéndose a guardar la llave, titubeó mirando a Christine con franco interés. Parecía que iba a hablar, pero el botones le hizo un gesto negativo con la cabeza. Christine, que no había perdido detalle, supuso que debía sentirse halagada por haber sido confundida con una muchacha galante. Por los rumores que habían llegado a sus oídos, la lista de Herbie Chandler sólo incluía mujeres hermosas.

Cuando hubieron pasado, preguntó:

– ¿Por qué se cambió de habitación a míster Wells?

– Según me lo han contado, miss, algún otro había tenido antes la habitación 1439 y se quejó. Entonces hicieron el cambio.

Christine recordó ahora la habitación 1439; había habido quejas con anterioridad. Estaba al lado del ascensor de servicio, y parecía ser el lugar de cita de todas las cañerías del hotel. En consecuencia, el lugar era ruidoso e intolerablemente cálido. Todos los hoteles tienen, por lo menos, una habitación como ésa (algunos la llaman la «habitación ja-ja») que en general no se alquila hasta que el resto del hotel está lleno por completo.

– Si míster Wells tenía una habitación mejor, ¿por qué se le pidió que se mudara?

El botones se encogió de hombros.

– Será mejor que se lo pregunte a los empleados que adjudican las habitaciones.

– Pero usted debe de tener alguna idea -insistió ella.

– Bien, supongo que es porque nunca se queja. Hace muchos años que el anciano viene aquí, sin preocuparse jamás por sus vecinos. Hay algunos que parecen creer que se trata de una broma.

Los labios de Christine se apretaron coléricos, mientras Jimmy Duckworth continuaba.

Christine, molesta, pensó: «A alguno le va a importar mañana por la mañana.» Iba a encargarse de que así fuera. Al comprobar que un huésped habitual, que resultaba ser también un señor tranquilo, había sido tratado con tanta desconsideración, sintió que su mal genio se encrespaba. ¡Bien, que así fuera! Su mal genio era conocido en el hotel y sabía que algunos decían que hacía juego con sus cabellos rojos. Si bien por lo general lo controlaba, de vez en cuando servía para que las cosas se hicieran bien.

Doblaron y se detuvieron ante la puerta del 1439. El botones llamó. Esperaron, tratando de escuchar. No hubo ningún ruido que revelara que la llamada había sido oída, y Jimmy Duckworth volvió a golpear, esta vez más fuerte. Al punto hubo una respuesta: un quejido que comenzó como un susurro, y después de un crescendo, terminó tan súbitamente como había empezado.

– Utilice la llave maestra -ordenó Christine-. Abra la puerta, ¡rápido!

Se mantuvo un poco atrás mientras entró el botones; aun en momentos de aparente crisis, el hotel tenía reglas de decoro que debían ser observadas. La habitación estaba a oscuras, y la muchacha vio a Duckworth encender la luz del techo, y luego desaparecer de su vista tras un ángulo de la pared. Casi en seguida, la llamó:

– Miss Francis, es mejor que venga.

La habitación, cuando entró Christine, estaba sofocadamente caliente, aun cuando una mirada al regulador de aire acondicionado le advirtió que marcaba «fresco». Pero eso fue lo único que tuvo tiempo de ver, antes de observar la figura que luchaba, incorporada a medias en la cama. Era el hombrecito, parecido a un pájaro, que conocía como Albert Wells, con la cara gris-ceniza, los ojos saliéndosele de las órbitas y los labios temblorosos, que intentaba, con desesperación, respirar, sin lograrlo del todo.

Se dirigió rápidamente al lado de la cama. Una vez, muchos años antes, había visto en el consultorio de su padre a un paciente in extremis, luchando por respirar. Su padre había hecho cosas que ella no podía hacer ahora, pero recordaba una. Le dijo, con decisión, a Duckworth:

– Abra bien la ventana. Necesitamos aire.

Los ojos del botones estaban fijos en la cara del hombre. Respondió nerviosamente:

– Esta ventana está clausurada. Lo hicieron por el aire acondicionado.

– Entonces, fuércela. Si es necesario, rompa el cristal.

Ya había cogido el teléfono que estaba al lado de la cama. Cuando el telefonista respondió Christine dijo:

– Habla miss Francis. ¿Está el doctor Aarons en el hotel?

– No, miss Francis, pero dejó un número. Si es un caso de emergencia, puedo llamarlo.

– Es un caso de emergencia. Dígale al doctor Aarons que es en la habitación 1439 y que se dé prisa, por favor. Pregúntele cuánto tiempo va a tardar en llegar, y luego infórmeme.

Colgando el receptor, Christine se volvió al hombre que todavía luchaba en la cama. El frágil anciano no respiraba mejor que antes, y advirtió que su rostro, que momentos antes tenía un color gris-ceniza, se estaba volviendo azul. El quejido que ya había oído desde fuera, comenzó de nuevo; era la lucha por respirar, pero resultaba obvio que las energías del paciente se estaban consumiendo en su desesperado esfuerzo físico.

– Míster Wells -le dijo tratando de inspirarle una confianza que estaba lejos de sentir-, creo que podría respirar con más facilidad si se quedara quieto.

Advirtió que el botones conseguía abrir la ventana. Había utilizado una percha para romper el material que sellaba las junturas, y ahora estaba levantando la mitad inferior.

Como en respuesta a las palabras de Christine, la lucha del hombrecito cedió. Tenía puesto un camisón de franela pasado de moda, y Christine, al poner su brazo alrededor de él, sintió a través de la gruesa tela la fragilidad de sus hombros. Buscó unas almohadas y se las colocó detrás, de manera que pudiera recostarse y al mismo tiempo mantenerse derecho. Sus ojos estaban fijos en ella, «se parecen a los de un gamo», pensó Christine, y trataban de expresarle gratitud. Para tranquilizarlo, le dijo:

– He llamado al médico. Estará aquí en seguida.

Mientras ella hablaba, el botones, resoplando y haciendo un esfuerzo mayor, abrió por fin la ventana. En seguida, una ráfaga de aire fresco inundó la habitación. Así que la tormenta se había desplazado hacia el Sur, pensó Christine con alivio, enviando una brisa refrescante como avanzada, y la temperatura exterior debía de ser inferior a la de los días pasados. En el lecho, Albert Wells respiraba con ansia el aire renovado. Sonó el teléfono. Haciéndole una seña al botones para que tornara su lugar al lado de la cama, la muchacha respondió a la llamada.

– El doctor Aarons ya está en camino, miss Francis -le anunció el telefonista-. Se encontraba en el «Paradis» y me dijo que le anunciara que llegará al hotel dentro de veinte minutos.

Christine titubeó. El «Paradis» estaba al otro lado del Mississippi, más allá de Algiers. Aun andando a gran velocidad, veinte minutos era un cálculo optimista. Además, algunas veces tenía dudas sobre la competencia del majestuoso doctor Aarons, amigo de beber «Sazerac», quien como médico del hotel, vivía gratis en él, en retribución de sus servicios. Le dijo al telefonista:

– No creo que podamos esperar tanto. ¿Quiere comprobar en su propia lista de huéspedes si hay algún médico registrado?

– Ya lo he hecho -había una ligera presunción en la respuesta, como si el que hablaba hubiera estudiado heroicas narraciones sobre operadores telefónicos, y estuviera decidido a vivir según su ejemplo-. Está el doctor Koening en el 221, y el doctor Uxbridgeenell203.

Christine anotó los números en un anotador próximo al teléfono.

– Bien, llame al 221, por favor. -Los médicos que se registran en hoteles esperan no ser molestados, y tienen derecho a ello. Sin embargo, de cuando en cuando, una emergencia justifica que se quiebre el protocolo.

Se oyeron algunos «clicks» mientras el teléfono continuaba llamando. Luego una voz adormilada, con acento teutónico, contestó:

– Diga, ¿quién es?

Christine se dio a conocer.

– Lamento molestarlo, doctor Koening, pero uno de nuestros huéspedes está muy enfermo -sus ojos se dirigieron al lecho. Advirtió que, por el momento, el tono azulado del rostro había desaparecido, pero aún estaba con una palidez gris cenicienta, respirandoconmucha dificultad. Agregó-: ¿Podría usted venir?

Hubo un silencio, luego la misma voz suave y agradable:

– Mi estimada señorita, sería una enorme alegría para mí ofrecerle mis humildes servicios. Sin embargo, temo no poder hacerlo -se oyó una risita-. Soy doctor en música y estoy aquí, en su hermosa ciudad, como «director invitado», creo que ésa es la palabra, para dirigir su magnífica orquesta sinfónica.

A pesar de su preocupación, Christine tuvo el impulso de reír. Se disculpó.

– Lamento mucho haberlo molestado.

– Por favor, no se preocupe. Por supuesto, si ese infortunado huésped se… ¿cómo podría decirlo?… resulta estar más allá del otro tipo de doctores, puedo llevar mi violín y tocar algo en su honor. -Se oyó un profundo suspiro del otro lado del teléfono.- ¿Qué mejor manera de morir que con un adaggio de Vivaldi o Tartini… soberbiamente ejecutado?

– Gracias. Pero espero que eso no sea necesario -estaba impaciente por llamar al otro número.

El doctor Uxbridge en el 1203 respondió al teléfono en seguida, con expresión seria. En respuesta a la primera pregunta de Christine, contestó:

– Sí, soy doctor en Medicina… un clínico -escuchó sin interrumpir mientras ella le describía el problema y luego dijo sucintamente-: Estaré ahí en unos minutos.

El botones todavía estaba al lado del lecho. Christine le dijo:

– Míster McDermott está en la Presidential Suite. Vaya y dígale que en cuanto se desocupe venga aquí lo más aprisa posible -levantó el auricular de nuevo-. El jefe de mecánicos, por favor.

Por suerte había muy pocas dudas con referencia a la disponibilidad del jefe. Doc Vickery era soltero y vivía en el hotel. Tenía una pasión dominante: el equipo mecánico del «St. Gregory», que se extendía desde los cimientos hasta el techo. Durante un cuarto de siglo, desde que había abandonado el mar y su Clydeside nativo, había revisado la mayor parte de la instalación del hotel, y en tiempos de apreturas, cuando el dinero para reemplazar el equipo era escaso, tenía una manera particular de obtener un rendimiento extra de la cansada maquinaria. El jefe era un amigo de Christine, y ésta sabía que era una de sus preferidas. En un instante su acento escocés estuvo en la línea.

– Helio…?

En pocas palabras le refirió el asunto de míster Albert Wells.

– El médico todavía no ha llegado, pero es probable que necesite oxígeno. Tenemos algunos equipos portátiles, ¿no es cierto?

– Sí, tenemos cilindros de oxígeno, Chris, pero lo utilizamos para las soldaduras de gas.

– Oxígeno es oxígeno -afirmó Christine. Volvía a recordar alguna de las cosas que había oído a su padre-. No importa el envase. ¿Podría ordenar a alguno de sus empleados nocturnos que envíe el que sea necesario?

El jefe asintió con un gruñido.

– Lo haré tan pronto esté listo. Yo mismo lo haré. De lo contrario, probablemente algún gracioso abriría un tanque de acetileno bajo la nariz de su enfermo, y eso terminaría con él.

– Por favor, ¡dése prisa! -Colgó el receptor y se volvió hacia el enfermo.

Los ojos del hombrecito estaban cerrados. Ya no luchaba y parecía no respirar.

Se oyó un ligero golpe en la puerta, que se abrió, y un hombre alto, delgado, entró desde el corredor. Tenía un rostro anguloso y el pelo comenzaba a encanecer en las sienes. El traje azul oscuro, de corte antiguo, no ocultaba del todo el pijama que llevaba debajo.

– Uxbridge -anunció con voz tranquila y firme.

– Doctor, en este mismo momento…

El recién llegado asintió con la cabeza, y del maletín de cuero que puso sobre la cama, extrajo sin perder un minuto un estetoscopio. En seguida, buscó por debajo del camisón de franela, y auscultó brevemente el pecho y la espalda. Luego, volviendo al maletín, en una serie de movimientos eficientes, tomó una jeringa, la armó, y rompió el cuello de una ampolleta de vidrio. Cuando hubo extraído el líquido de la ampolleta pasándolo a la jeringa, se inclinó sobre el enfermo y le levantó la manga del camisón arrollándola como un torniquete.

– Manténgalo así, con fuerza -dijo a Christine.

Con un trozo de algodón, limpió el antebrazo sobre la vena, e insertó la aguja. Hizo una seña afirmativa con respecto al torniquete.

– Ya lo puede aflojar -luego, mirando su reloj, comenzó a inyectar el líquido con lentitud.

Christine volvió los ojos buscando el rostro del médico. Sin mirarla, le informó:

– Aminofilina, para estimularle el corazón -volvió a consultar el reloj, manteniendo una dosis gradual. Pasó un minuto, luego dos. La jeringa estaba ya por la mitad; y todavía no había ninguna reacción en el enfermo.

– ¿Qué es lo que tiene? -susurró Christine.

– Una fuerte bronquitis, complicada con asma. Sospecho que antes ha tenido estos ataques.

De pronto, el pecho del hombrecito se levantó. Luego comenzó a respirar más lenta, amplia y profundamente que antes. Abrió los ojos.

La tensión había disminuido en la habitación. El médico retiró la jeringa y comenzó a desarmarla.

– Míster Wells -dijo Christine-, míster Wells… ¿me oye?

Le respondió con una serie de movimientos afirmativos de cabeza. Como antes, los ojos de gamo se fijaron en los de ella.

– Estaba muy enfermo cuando lo encontramos, míster Wells. Este es el doctor Uxbridge, huésped del hotel, y ha venido a ayudarlo.

Los ojos se dirigieron al médico. Entonces, con un esfuerzo, dijo:

– Muchas gracias -las palabras eran como un susurro, pero eran las primeras que el enfermo pronunciaba. El color le volvía al rostro.

– Si hay alguien a quien dar las gracias, es a la señorita -el médico sonrió apenas, y le dijo a Christine-: Este caballero todavía está muy enfermo y necesita atención médica. Mi consejo es trasladarlo en seguida al hospital.

– ¡No, no! ¡No quiero eso! -Las palabras brotaron, en respuesta urgente, rápida, del hombre tendido en la cama. Se inclinaba hacia delante desde las almohadas, los ojos alerta, las manos fuera de las sábanas donde Christine se las había colocado antes. Pensó que el cambio en su condición, en el corto espacio de unos minutos, era extraordinario. Todavía respiraba con un silbido, y algunas veces con esfuerzo, pero el ataque agudo había pasado.

Por primera vez Christine tuvo tiempo de estudiar su aspecto. Originariamente, había pensado que tendría alrededor de sesenta años; ahora le parecía que debía agregarle otros seis más. Era de constitución delgada y bajo, además tenía las facciones marcadas y agudas, y una sugerencia de espalda agobiada, que le daban la apariencia de gorrión, que recordaba de anteriores encuentros. El poco y canoso pelo que le quedaba, lo peinaba partido a un costado, pero ahora estaba desarreglado y húmedo de transpiración. Por lo común su rostro tenía una expresión suave e inofensiva, casi humilde, y sin embargo, ella sospechaba que bajo esa apariencia había una serena determinación.

Conoció a Albert Wells dos años antes. Este había entrado discretamente en el sector de los ejecutivos del hotel, para quejarse por una diferencia en su cuenta que no había podido solucionar en la oficina de abajo. Christine recordó que la cantidad cuestionada era de setenta y cinco centavos. Como sucedía por lo común cuando los huéspedes discutían por pequeñas sumas, el cajero jefe le había ofrecido anular el cargo; pero Albert Wells quería probar que no correspondía. Después de paciente investigación, Christine comprobó que el hombrecillo tenía razón, y puesto que ella misma tenía algunas veces arrestos de economía, aun cuando alternándolos con extravagancia femenina, simpatizó con él, respetándolo por su actitud. También dedujo por la cuenta del hotel, que acusaba gastos modestos, y por su ropa, que era sin duda de confección, que se trataba de un hombre con medios muy discretos, tal vez un jubilado, cuyas visitas anuales a Nueva Orleáns eran cosa importante en su vida.

– No me gustan los hospitales. Nunca me han gustado -declaró Albert Wells.

– Si se queda aquí -replicó el doctor- necesitará atención médica, y una enfermera durante veinticuatro horas, por lo menos. También se le debería dar oxígeno a intervalos.

El hombrecillo insistió:

– El hotel puede ocuparse de conseguir una enfermera -le urgió a Christine-. Usted puede hacerlo, ¿no es cierto, señorita?

– Supongo que sí -era evidente que el desagrado que sentía Albert Wells por los hospitales era muy fuerte. Por el momento, había superado su actitud habitual de no causar molestias. Se preguntó, sin embargo, si míster Wells tendría idea de lo mucho que le costaría una enfermera privada.

Hubo una interrupción desde el corredor. Entró un operario empujando un cilindro de oxígeno en una carretilla. Lo seguía la figura corpulenta del jefe de mecánicos, trayendo un tubo de goma largo, alambre y una bolsa plástica.

– No es como en el hospital, Chris -dijo el jefe-, pero creo que servirá. -Se había vestido de prisa; una chaqueta vieja de tweed y pantalones sobre una camisa sin abrochar, dejando al descubierto su ancho y velludo pecho. Tenía los pies metidos en unas sandalias amplias. Un poco más abajo de su alta calva, un par de anteojos de gruesa armazón que, como siempre, se apoyaban en la punta de la nariz. Ahora, utilizando el alambre, estaba haciendo una conexión entre el Tubo y la bolsa plástica. Ordenó al ayudante que se había detenido vacilando.- Coloca el cilindro al lado de la cama, muchacho. Si te mueves con esa lentitud diría que eres tú el que necesita el oxígeno.

El doctor Uxbridge pareció sorprenderse. Christine le explicó su idea de que podría necesitarse oxígeno, y le presentó al jefe de mecánicos. Con las manos todavía ocupadas, éste saludó con la cabeza, mirando brevemente por encima de sus anteojos. Un momento después, ya con el tubo conectado, anunció:

– Estas bolsas plásticas han ahogado a mucha gente. No hay razón para que no sea al revés. ¿Cree usted que servirá, doctor?

Algo de la frialdad que mostró al principio el doctor Uxbridge, había desaparecido.

– Creo que servirá muy bien -miró a Christine-. Este hotel parece tener personal muy competente.

Ella rió.

– Espere a que confundamos las habitaciones que haya reservado. Cambiará de concepto.

El médico se dirigió hacia el lecho.

– El oxígeno lo aliviará, míster Wells. Supongo que ha tenido este problema bronquial otras veces.

Albert Wells asintió. Dijo con voz ronca:

– La bronquitis que contraje siendo minero. Luego, más tarde, el asma. -Sus ojos se dirigieron a Christine.- Siento mucho todo lo que ha pasado, miss.

– Yo también lo siento, pero especialmente porque lo cambiaron de habitación.

El jefe de operarios había conectado el extremo libre del tubo de goma al cilindro pintado de verde. El doctor Uxbridge le dijo:

– Comenzaremos a darle oxígeno durante cinco minutos, y a interrumpir por otros cinco. -Juntos arreglaron la máscara improvisada, sobre la cara del enfermo. Un susurro continuo denotaba que pasaba el oxígeno.

El médico miró su reloj y preguntó:

– ¿Ha llamado usted al médico del hotel?

Christine explicó lo del doctor Aarons.

El doctor asintió.

– El se hará cargo del enfermo cuando llegue. Yo vengo de Illinois y no tengo licencia para ejercer en Luisiana -se inclinó sobre Albert Wells-. ¿Está mejor? -Debajo de la máscara plástica, el hombrecito movió la cabeza afirmando.

Se oyeron firmes pisadas por el corredor y Peter McDermott entró; su corpulenta figura llenaba la puerta.

– Recibí su mensaje -le dijo a Christine. Sus ojos se volvieron hacia la cama-. ¿Mejorará?

– Creo que sí, y le debemos algo a míster Wells -llevando a Peter al corredor, le contó el cambio de habitaciones que el botones le había referido. Como vio que Peter fruncía el ceño, agregó-: Si se queda deberíamos darle otra habitación, e imagino que podríamos conseguir una enfermera sin mucha dificultad.

Peter asintió. Había un teléfono interno en una habitación del servicio, atravesando el pasillo. Se dirigió a él, y pidió con la recepción.

– Estoy en el piso decimocuarto -informó al empleado que respondió-. ¿Hay alguna habitación disponible en este piso?

Hubo un momento de pausa. El empleado nocturno era un veterano, contratado hacía muchos años por Warren Trent. Tenía una manera autoritaria de realizar sus tareas, a la que poca gente se oponía. También había dado a entender a Peter McDermott en un par de ocasiones, que le disgustaban los recién incorporados al personal, especialmente si eran más jóvenes que él, con mayor jerarquía y si procedían del Norte.

– Bien, ¿hay o no una habitación disponible?

– Tengo la 1410 -respondió el empleado con su mejor acento sureño-, pero estoy para dársela a un caballero que acaba de registrarse. -Y agregó:- Le advierto, por si no lo sabe, que el hotel está casi lleno.

La 1410 era una habitación que Peter recordaba. Era grande, aireada y daba sobre St. Charles Avenue.

– Si tomo la 1410, ¿tiene alguna otra que ofrecerle a ese cliente? -preguntó.

– No, míster McDermott. No tengo más que una pequeña suite en el piso quinto, y el caballero no quiere pagar un precio más elevado.

– Dele a su hombre la pequeña suite al precio de una habitación, por esta noche -dispuso Peter-. Puede ser trasladado mañana. Entretanto, usaré la 1410, para una transferencia del número 1439, y, por favor, envíe un muchacho con las llaves, en seguida.

– Un momento, míster McDermott -anteriormente, el tono del empleado había sido distante; ahora era abiertamente agresivo-. Siempre ha sido política de míster Trent…

– En este momento hablamos de mi política -le cortó Peter-. Y otra cosa, antes de dejar el servicio, dígale a los empleados diurnos que mañana quiero una explicación de por qué míster Wells fue cambiado de su habitación original a la 1439, y puede agregarles que será mejor que hayan tenido una buena razón para hacerlo.

Se sonrió con Christine mientras colgaba el receptor.

5

– Tienes que haber estado loco -protestó la duquesa de Croydon-. Absoluta, abismalmente loco -había vuelto a la sala de la Presidential Suite después que Peter McDermott se hubo marchado, cerrando con cuidado la puerta interior tras de ella.

El duque se movió incómodo, como hacía siempre que su esposa tenía uno de sus periódicos arrebatos de cólera.

– Lo lamento, mujer. La televisión estaba conectada y no pude oír al hombre. Pensé que se había marchado. -Bebió un largo trago del whisky con soda que sostenía con dificultad; luego agregó:- Además, estoy perturbado con todo lo otro.

– ¿Lo lamentas? ¿Estás perturbado…? -Había un tono de histeria que no era común en su mujer.- Lo dices en una forma como si se tratara de un juego. Como si lo que ha sucedido esta noche no pudiera ser la ruina…

– No pienses semejante cosa. Sé que es muy serio, endiabladamente serio -abrumado, se hundió en un amplio sillón de cuero. Parecía un hombre pequeñito, semejante a esos geniecillos con un enorme sombrero, a los que tan afectos son los caricaturistas ingleses.

La duquesa continuó, acusadora:

– Estaba haciendo cuanto podía. Lo mejor, después de tu increíble locura, para dejar establecido que tú y yo pasábamos una noche tranquila en el hotel. Hasta inventé que habíamos salido a caminar por si alguien nos hubiera visto entrar. Y entonces, con torpeza, estúpidamente, entras anunciando que has dejado los cigarrillos en el coche.

– Sólo una persona me oyó. Ese administrador. Ni se habrá fijado.

– Lo advirtió. Observé su cara -con trabajo, la duquesa mantuvo el control de sí misma-. ¿Tienes acaso una ligera noción del embrollo en que estamos?

– Ya te dije que sí -el duque tomó otro trago y quedó contemplando el vaso vacío-. Y bien avergonzado que estoy. Si no me hubieras persuadido… si no hubiera estado bebiendo…

– ¡Estabas borracho! Estabas borracho cuando te encontré, y todavía lo estás.

Movió la cabeza como para aclararla.

– Ahora estoy sobrio -le había llegado el turno de acusar-. Tuviste que seguirme, que entrometerte. Hubieras dejado las cosas como estaban…

– Eso no importa. Es lo otro lo que tiene importancia.

me persuadiste… -repitió él.

– No podíamos hacer nada. ¡Nada! Y había una mejor posibilidad como yo decía.

– No estoy tan seguro. Si la Policía mete sus narices en…

– Primero tienen que sospechar de nosotros. Por eso provoqué el incidente con el camarero, y lo continué. No es una coartada, pero a falta de ella, es lo mejor. Quería grabar en sus mentes que estuvimos aquí esta noche… y así habría sido, si tú no lo hubieras echado a perder. Podría ponerme a llorar…

– Eso sería interesante -dijo el duque-. No pensaba que eras tan mujer como para eso. -Se incorporó en el sillón, y en cierta forma se había desprendido de su sumisión, o de la mayor parte de ella. Era una calidad de camaleón que algunas veces desconcertaba a quienes lo trataban, dejándolos sin saber cuál era su verdadera personalidad.

La duquesa se sonrojó, lo que realzó su belleza estatuaria.

– Eso no es necesario.

– Tal vez no. -Levantándose, el duque se dirigió a una mesa lateral, donde se sirvió whisky con generosidad, agregándole un chorro de soda. Dándole la espalda, continuó:- De todos modos, debes admitir que eso es lo que está en el fondo de la mayor parte de nuestros problemas.

– No admito nada semejante. Tus hábitos, quizá, pero no los míos. Ir a ese desagradable lugar de juego esta noche, fue una locura; y llevar a esa mujer…

– Ya te he explicado eso -dijo el duque con cansancio-. Exhaustivamente, cuando volvíamos. Antes de que sucediera aquello.

– No sabía que lo que te dije te hubiera llegado tan a fondo.

– Tus palabras, mujer, penetran las nieblas más profundas. Trato de hacerlas impenetrables. Hasta ahora no lo he conseguido. -El duque tomó un trago.- ¿Por qué te casaste conmigo?

– Supongo que fue porque te destacabas en nuestro círculo como alguien que valía la pena. La gente decía que la aristocracia estaba vencida. Tú parecías probar que no era así.

Sostuvo en alto el vaso, estudiándolo como si fuese una bola de cristal.

– No lo estoy probando ahora, ¿eh?

– Si así lo parece, es porque yo te estoy apoyando.

– ¿Washington? -La palabra era una pregunta.

– Podríamos lograrlo -respondió la duquesa-. Si consiguieras mantenerte sobrio y en tu propio lecho.

– ¡Aja! -respondió huecamente su marido-. En verdad, ese lecho es bastante frío.

– Ya te he dicho que no es necesario insistir en eso.

– ¿Te has preguntado por qué me casé contigo?

– Tengo mis opiniones.

– Te diré la más importante. -Volvió a beber como buscando valor; luego dijo pesadamente:- Te quería en ese lecho. Con urgencia. Legalmente. Sabía que era la única forma.

– Me sorprende que te hayas incomodado. Con tantas otras para elegir, antes… y desde entonces.

Sus ojos sanguinolentos estaban fijos en el rostro de ella.

– No quería otras. Te quería a ti. Y todavía lo quiero.

– ¡Basta ya! Ya es bastante -respondió ella con energía.

El movió la cabeza.

– Hay algo que debes oír. Tu orgullo, mujer. ¡Magnífico! ¡Salvaje! Siempre me ha atraído. No quería quebrarlo. Compartirlo. Tú de espaldas, los muslos separados. Apasionada. Temblando…

– ¡Calla! ¡Calla! ¡Eres… un libertino! -Su rostro estaba pálido y la voz se tornó aguda.- ¡No me importa que la Policía te prenda! ¡Ojalá te condenaran a diez años!

6

Después de su rápida disputa con la recepción, Peter McDermott volvió a cruzar el corredor del decimocuarto piso hacia la habitación 1439.

– Si usted lo aprueba -informó al doctor Uxbridge- trasladaremos a su paciente a otra habitación en este mismo piso.

El alto y fornido médico que había respondido a la llamada de emergencia de Christine, asintió. Recorrió con la mirada la pequeña «habitación ja-ja», con el laberinto de cañerías de la calefacción y del agua.

– Cualquier cambio sólo puede significar una mejora.

Cuando el médico se volvió hacia el hombrecito de la cama para darle cinco minutos de oxígeno, Christine recordó a Peter:

– Lo que necesitamos ahora es una enfermera.

– Dejaremos que el doctor Aarons se encargue de eso -respondió en voz alta Peter-. El hotel tendrá que contratarla, supongo, lo que significa que seremos responsables de su pago. ¿Cree usted que su amigo Wells podrá afrontar ese gasto?

Habían vuelto al corredor, hablando en voz baja.

– Estoy preocupada con eso. No creo que tenga mucho dinero. -Peter advirtió que cuando se concentraba, la nariz de Christine se plegaba de una manera encantadora. Tenía conciencia de su proximidad y de un tenue perfume.

– Oh, bien, no estaremos demasiado endeudados a la mañana. Dejaremos que el departamento de crédito se haga cargo, entonces.

Cuando llegó la llave, Christine se adelantó para abrir la nueva habitación 1410.

– Está lista -anunció al volver.

– Lo mejor será cambiar las camas -dijo Peter a los otros-. Llevemos ésta a la 1410 y traigamos la otra aquí -pero descubrieron que la puerta era unos centímetros más angosta.

Albert Wells, respirando mejor y ya con algo de color en las mejillas, se ofreció:

– He caminado durante toda mi vida; puedo caminar un poco ahora -pero el doctor Uxbridge negó decididamente con la cabeza.

El jefe de mecánicos verificó la diferencia de anchos.

– Sacaré la puerta de los goznes -dijo al enfermo-. Entonces saldrá como un corcho de una botella.

– No se preocupe -intervino Peter-. Hay una manera más rápida… si usted está de acuerdo, míster Wells.

El otro sonrió y asintió.

Peter se inclinó, puso una frazada alrededor de los hombros del enfermo y lo levantó.

– Tiene usted brazos fuertes, hijo.

Peter sonrió. Entonces, tan fácilmente como si estuviera llevando un niño, caminó por el corredor hasta la nueva habitación.

Quince minutos después todo funcionaba como sobre ruedas. El equipo de oxígeno se había trasladado sin dificultad, aun cuando ahora era menos urgente, ya que el aire acondicionado en la habitación más espaciosa 1410, no tenía el inconveniente de las cañerías calientes, y por eso era más agradable. El médico residente, el doctor Aarons, había llegado majestuoso, jovial, con un fuerte aliento a alcohol que formaba una nube casi visible. Aceptó con presteza el ofrecimiento del doctor Uxbridge para una consulta al día siguiente, y también aprobó la sugerencia de que la cortisona podía prevenir que se repitiera el ataque anterior. Una enfermera privada, a quien el doctor Aarons telefoneó afectuosamente («¡Una noticia maravillosa, querida! ¡Trabajaremos en equipo otra vez!») estaba ya en camino.

Cuando el jefe de mecánicos y el doctor Uxbridge se retiraron, Albert Wells dormía tranquilo.

Siguiendo a Christine al corredor, Peter cerró con cuidado la puerta, dejando al doctor Aarons que, mientras esperaba a su enfermera, paseaba por la habitación tarareando pianissimo el Aria del Toreador, de Carmen… (Pom, pom, pom, pom-pom; pom, pom, pom, pom-pom…) Al cerrarse el picaporte, cortó la tonada.

Eran las veintitrés y cuarenta y cinco minutos.

Caminando hacia los ascensores, Christine dijo:

– Me alegro de que se haya quedado.

Peter pareció sorprenderse.

– ¿Míster Wells? ¿Por qué no habría de quedarse?

– En algunos hoteles no lo dejarían. Usted sabe cómo son: nada que salga de lo cotidiano, y además no puede molestarse a nadie. Lo único que quieren es gente que llegue, que pague su cuenta y se vaya. Eso es todo.

– Eso son fábricas de salchichas. Un verdadero hotel se interesa en la hospitalidad; y auxilia a un huésped, si lo necesita. Los mejores comenzaron así. Por desgracia, demasiada gente en este negocio lo ha olvidado.

Ella lo miró con curiosidad.

– ¿Cree usted que aquí lo hemos olvidado?

– ¡Por supuesto que sí! Por lo menos, la mayor parte del tiempo. Si pudiera hacer lo que quiero, habría algunos cambios… -se calló confundido por su propio exabrupto-. No importa. La mayor parte de las veces guardo esos pensamientos traidores para mí mismo.

– No debería hacerlo, y si lo hace, debería avergonzarse -detrás de las palabras de Christine estaba la convicción de que el «St. Gregory» era deficiente en muchos sentidos, y que en los últimos años se había dormido a la sombra de sus antiguas glorias. En la actualidad el hotel estaba enfrentado también a una crisis financiera que podría obligar a drásticos cambios, le gustara o no a su propietario Warren Trent.

– Hay cabezas y muros de ladrillo -objetó Peter-. Golpearse unos con otros no sirve de nada. W. T. no es partidario de ideas nuevas.

– Eso no es una razón para abandonarse.

– Habla usted como una mujer -rió él.

Soy una mujer.

– Lo sé. Ahora comienzo a advertirlo.

Era verdad, pensó. La mayor parte del tiempo desde que había conocido a Christine, a partir de su propia llegada al.«St. Gregory», lo había dado por descontado. Últimamente, sin embargo, se había encontrado cada vez más consciente de cuan atractiva y personal era. Se preguntó qué haría ella el resto de la noche.

Dijo a manera de tanteo:

– No he cenado todavía; había demasiadas cosas que hacer. ¿Quiere acompañarme a cenar?

– Me encantan las cenas bien entrada la noche -respondió Christine.

Ya en el ascensor, él apuntó:

– Hay una cosa más que quiero investigar. Envié a Herbie Chandler para que se ocupara del problema del undécimo piso, pero no confío en él. Después estaré libre. -La tomó del brazo, oprimiéndolo apenas.- ¿Quiere esperarme en el entresuelo principal?

Las manos eran sorprendentemente suaves para pertenecer a quien podía ser desmañado a causa de su estatura. Ella miró de costado al fuerte y enérgico perfil con su acentuada mandíbula. Era una cara interesante, pensó, con una sugerencia de determinación que podía convertirse en obstinación si se le provocaba. Notó que sus propios sentidos se aguzaban.

– Bien, esperaré.

7

Marsha Preyscott hubiera deseado fervientemente pasar su decimonoveno aniversario de alguna otra forma, o por lo menos haberse quedado en el baile de la fraternidad Alpha Kappa Epsilon, que se celebraba en un salón del hotel, ocho pisos más abajo.

El rumor del baile, atenuado por la distancia y otros ruidos, llegaba hasta ella por las ventanas de la suite del undécimo piso, que uno de los muchachos había abierto hacía unos minutos cuando el calor, el humo de los cigarrillos y el olor de las bebidas en la pequeña habitación, se habían hecho insoportables, hasta para los que podían apreciar, cada vez menos, esos detalles.

Fue un error venir aquí. Pero, con su rebeldía de siempre, había buscado algo diferente, que era lo que Lyle Dumaire le prometió. Había conocido a Lyle años atrás, salía con él de vez en cuando, y su padre era el presidente de uno de los Bancos locales, y muy amigo del suyo. Lyle le había dicho mientras bailaban: -Esto es para niños, Marsha. Algunos de los muchachos han tomado una suite y hemos estado allí la mayor parte de la tarde. Se están divirtiendo -ensayó una risa de nombre que en cierta forma se convirtió en una risita falsa, y luego le preguntó en forma directa-: ¿Por qué no vienes?

Sin recapacitar, había respondido que sí, y abandonando el baile subieron a la pequeña y repleta suite 1126-7, donde los envolvió una atmósfera pesada y un clamor de agudas voces. Encontró más gente de la que esperaba, y el hecho de que algunos de los muchachos ya estuvieran muy ebrios, era algo con lo que no había contado.

Se hallaban varias jóvenes, a la mayoría de las cuales conocía de manera superficial, y les dirigió algunas palabras a pesar de que era difícil oír o ser oído. Una que no hablaba, Sue Phillippe, aparentaba haberse desmayado, y su compañero, un muchacho de Baton Rouge, le echaba agua encima con un zapato, que llenaba en el cuarto de baño. El vestido de Sue, que era de organza rosa, estaba empapado.

Los muchachos recibieron a Marsha con gran efusión, aunque casi en seguida se volvieron a su improvisado bar, instalado en un botiquín con cristales, colocado de costado y la puerta abierta. Alguien, no sabía quién, le había puesto un vaso, torpemente, en la mano.

Era obvio que algo sucedía en la habitación adyacente, cuya puerta estaba cerrada y en la que se habían reunido como un racimo un grupo de muchachos, entre ellos Lyle Dumaire, dejando sola a Marsha. Oyó retazos de conversación, incluyendo la pregunta:

– ¿Qué te ha parecido? -pero la respuesta se perdió en una explosión de risas lascivas.

Cuando algunas otras observaciones le hicieron comprender o suponer lo que estaba sucediendo, el desagrado la determinó a marcharse. Hasta la grande y solitaria mansión de Garden District era preferible a esto, a pesar de que le disgustaba su vacío, pues sólo quedaban ella y los sirvientes cuando su padre se marchaba, como ahora, por seis semanas. Continuaría ausente por dos semanas más, por lo menos.

El pensamiento de su padre recordó a Marsha que si éste hubiese vuelto como lo había pensado y prometido en un principio, ella no estaría ahora aquí, ni hubiera venido al baile de la fraternidad. En cambio, habría tenido una fiesta de cumpleaños, presidida por Mark Preyscott, con su modo fácil y jovial, reuniendo algunas de las amigas de su hija, quienes si se presentaba la alternativa, estaba segura, hubieran rechazado la invitación de Alpha Kappa Epsilon. Pero no había vuelto a su casa. En cambio, telefoneó disculpándose, como siempre lo hacía, y esta vez desde Roma.

– Marsha querida, he tratado de llegar, pero no he podido. El negocio aquí me retendrá dos o tres semanas más, pero te lo compensaré, querida. De veras, lo haré cuando llegue a casa -le preguntó, a manera de tanteo, si Marsha querría visitar a su madre y al último marido de ésta en Los Angeles, y cuando rehusó, sin tener que pensarlo siquiera, su padre le dijo-: Bien, de todas maneras, que pases un feliz cumpleaños… y va algo en camino que creo te gustará. -Marsha sintió deseos de llorar ante el tono dulce de su voz, pero no lo hizo porque desde hacía mucho tiempo había aprendido a no hacerlo. Tampoco tenía objeto preguntarse por qué el propietario de una gran tienda de Nueva Orleáns, con un plantel de ejecutivos muy bien remunerados, había de estar más inflexiblemente atado a los negocios que cualquiera de sus empleados.

Tal vez hubiera otras cosas en Roma que no le quisiera contar, así como ella jamás le diría lo que estaba sucediendo ahora mismo en la habitación 1126.

Cuando decidió marcharse, fue a dejar el vaso en el borde de la ventana, y ahora, allá abajo, podía oír que estaban tocando Stardust. A esa hora de la noche la música que elegían era más sentimental, especialmente si el director de la banda era Moxie Buchanan con sus All Star Southern Gentlemen que tocaban en la mayoría de las fiestas sociales de categoría del «St. Gregory». Aunque no hubiera estado bailando allí antes, habría reconocido el arreglo… los bronces cálidos y dulces y sin embargo, dominantes, que era la característica de Buchanan.

Titubeando en la ventana, Marsha pensó en volver al piso del baile, aun cuando sabía lo que sería ahora: los muchachos, muy acalorados en sus smokings, algunos incómodos aflojándose el cuello, otros adolescentes deseando estar de nuevo en sus «jeans» y camisas corrientes, y las muchachas yendo y viniendo de las toilettes, cambiando confidencias y risas detrás de la puerta. Todo, como si un grupo de niños se hubiera vestido para jugar a las charadas. La adolescencia es una época insulsa, pensaba Marsha a menudo, en especial cuando se tenía que compartir con otros de la misma edad. Había momentos, y éste era uno de ellos, en que anhelaba una compañía más madura.

No la habría de encontrar, sin embargo, en Lyle Dumaire.

Podía verlo entre el grupo apiñado contra la puerta, con el rostro congestionado, la camisa con la pechera almidonada arrugada, la corbata negra torcida. Marsha se preguntó cómo pudo tomarlo alguna vez en serio.

Otras, como ella misma, comenzaban a abandonar la suite, dirigiéndose a la puerta exterior, en lo que parecía ser un éxodo general. Uno de los muchachos mayores a quien conocía como Stanley Dixon, salió de la otra habitación. Mientras indicaba con la cabeza la puerta que cerró cuidadosamente tras de sí, Marsha pudo oír algunas palabras: «…las muchachas dicen que se marchan… ya han tenido bastante… tienen miedo… están hartas…».

– …les advertí que no debíamos hacer esto… -dijo otro.

– ¿Por qué no tomamos algunas de las de aquí? -Era la voz de Lyle Dumaire, con mucho menos control que antes.

– Sí, ¿pero quién? -Los ojos del pequeño grupo recorrieron la habitación apreciativamente. Marsha, deliberadamente, los ignoró.

Algunos amigos de Sue Phillipe, la muchacha que se había desvanecido, trataban de ayudarla a ponerse de pie, sin lograrlo. Uno de ellos, menos ebrio que los demás, la llamó preocupado:

– ¡Marsha! Me parece que Sue está bastante mal. ¿Podrías auxiliarla?

Marsha, con desgana, se detuvo, bajando la mirada hacia la muchacha que había abierto los ojos y estaba recostada, con su rosto infantil muy pálido, la boca floja y la pintura de los labios corrida. Con un suspiro interior, Marsha dijo a los otros:

– Ayudadme a llevarla al cuarto de baño -mientras tres de ellos la levantaron, la muchacha ebria comenzó a llorar.

Uno de ellos parecía dispuesto a seguirlas al baño, pero Marsha cerró la puerta con firmeza y echó el cerrojo. Se volvió hacia Sue Phillipe, que se miraba fijamente en el espejo con expresión de horror. Por lo menos, pensó Marsha con satisfacción, el impacto le ha devuelto la sobriedad.

– En tu caso no me preocuparía demasiado -afirmó-. Dicen que a todos nos tiene que suceder alguna vez.

– ¡Oh, Dios! Mi madre me matará -las palabras eran un lamento, y terminó dirigiéndose al inodoro para vomitar.

Sentándose en el borde de la bañera, Marsha dijo con sentido práctico:

– Te sentirás mejor después de eso. Cuando termines te lavaré la cara, y podrás maquillarte de nuevo.

Con la cabeza baja, la otra muchacha asintió con desmayo.

Pasaron diez o quince minutos antes de que salieran del cuarto de baño y la suite estaba casi vacía, aun cuando Lyle Dumaire y sus compinches todavía seguían agrupados al lado de la puerta. Si Lyle intentaba llevarla a su casa, pensó Marsha, rehusaría. Otro de los presentes, el que había pedido ayuda, se adelantó explicando con urgencia:

– Hemos arreglado que una amiga de Sue la lleve a su casa, y así podrá pasar la noche algo más tranquila. -Tomó del brazo a la joven, que lo siguió protestando. Por sobre el hombro, el muchacho dijo:- Tenemos un coche esperando abajo. Gracias, Marsha.

Esta, aliviada, los vio marcharse.

Estaba cogiendo su abrigo, que había dejado para ayudar a Sue Phillipe, cuando oyó cerrarse la puerta exterior. Stanley Dixon estaba en pie frente a ella, con las manos a la espalda. Marsha oyó el «click» del cerrojo, que era corrido con suavidad.

– Eh, Marsha -exclamó Lyle Dumaire-. ¿Por qué tienes tanta prisa?

Marsha conocía a Lyle desde niños, pero ahora había una diferencia. Este era un extraño, con la expresión de un bravucón borracho.

– Me voy a casa -respondió.

– Vamos -se tambaleó hacia ella-, no seas aguafiestas… toma una copa.

– No, gracias.

Como si no hubiera oído, insistió:

– No vas a ser una aguafiestas, ¿no es cierto? Es sólo en privado. -Tenía una fuerte voz nasal y una mirada lasciva.- Algunos ya nos hemos divertido. Y eso hace que deseemos más de lo mismo. -Los otros dos cuyos nombres no conocía, sonreían.

– No me interesa lo que vosotros deseéis -aún cuando su voz era firme, en el fondo había una nota de temor. Se dirigió a la puerta, pero Dixon meneó la cabeza.

– Por favor -rogó ella-. ¡Por favor, déjame ir!

– Oye, Marsha -dijo Lyle-. Sabemos que tú lo deseas -rió groseramente-. Todas las chicas lo desean. En el fondo, nunca quieren decir que no; lo que quieren decir es: ven a buscarlo -se dirigió a los otros-. ¿Eh, muchachos?

El tercero de ellos canturreó suavemente:

– Así es, así es… Tienes que entrar y probarlo.

Comenzaron a acercarse.

Marsha giró.

– Os lo advierto… Si me tocáis, gritaré.

– Sería una lástima que hicieras eso -murmuró Stanley Dixon-, podrías perderte toda la diversión. -De improviso, sin parecer moverse, estaba detrás de ella, apretando una mano grande y transpirada contra su boca, y con la otra, sujetando sus brazos. Tenía la cabeza próxima a la de ella, y el olor a whisky de centeno era insoportable.

Ella luchó y trató de morderle la mano, pero sin éxito.

– Mira, Marsha -hablaba Lyle con la cara torcida por una sonrisa-, vas a hacerlo, de manera que es mejor que lo goces. Eso es lo que siempre dicen, ¿no es así? Si Stan te suelta, ¿prometes no hacer ningún ruido?

Movió la cabeza enfurecida.

Uno de los otros la cogió por los brazos.

– Ven, Marsha, Lyle dice que eres una buena chica. ¿Por qué no lo pruebas?

Ahora luchaba con desesperación, pero sin resultado. La garra que la apretaba, no cedía. Lyle la tenía por el otro brazo y juntos la forzaban hacia el dormitorio adyacente.

– Al demonio con ella -dijo Dixon-. Que alguien la coja por los pies.

El muchacho que quedaba se hizo cargo de eso. Ella trató de dar puntapiés, pero lo único que consiguió fue perder los zapatos de tacones altos. Con una sensación de irrealidad, Marsha se sintió cargada al atravesar la puerta del dormitorio.

– Esta es la última vez -advirtió Lyle. La apariencia de buen humor se había desvanecido-. ¿Vas a cooperar o no?

Su respuesta fue luchar con más violencia.

– Quítale la ropa -dijo alguien.

Y otra voz, que Marsha pensó que provenía del que la tenía por los pies, preguntó, vacilante:

– ¿Creéis que debemos hacerlo?

– Deja de preocuparte -era Lyle Dumaire-. Nada pasará. Su padre está en Roma, con alguna mujerzuela.

En la habitación había camas gemelas. Resistiendo con furia salvaje, Marsha fue arrojada sobre la más próxima. Un momento después estaba tendida, con la cabeza cruelmente presionada hacia atrás, al extremo de que no podía ver nada más que el cielo raso, pintado en otro tiempo de blanco, pero ahora más parecido al gris, y ornamentado en el centro donde brillaba una luz. El polvo se había acumulado en el artefacto y al lado había una mancha amarilla de humedad.

De pronto la luz del cielo raso se apagó, pero quedaba un resplandor en la habitación, de otra lámpara encendida. Dixon cambió de postura. Ahora estaba sentado en la cama, próximo a su cabeza, pero los brazos que sujetaban su cuerpo, así como la mano sobre su boca, eran más inflexibles que nunca. Sintió otras manos y la histeria se apoderó de ella. Contorsionándose, intentó dar un puntapié, pero sus piernas estaban sujetas. Trató de girar y hubo un ruido de algo que cedía: su traje de Balenciaga estaba rasgado.

– Yo primero -dijo Stanley Dixon-. Que alguien la sujete en mi lugar. -Marsha podía oír su pesada respiración.

Oyó algunos pasos sobre la alfombra alrededor de la cama. Todavía le aprisionaban las piernas con firmeza, pero la mano que Dixon tenía sobre su cara se estaba moviendo, y otra tomaba su lugar. Era una oportunidad. Cuando llegó la nueva mano, Marsha mordió con fiereza. Sintió que sus dientes atravesaban la carne y encontraban el hueso.

Se oyó un grito de dolor, y la mano se retrajo.

Tomando aliento, Marsha gritó. Gritó tres veces y terminó con un desesperado alarido:

– ¡Socorro! ¡Por favor, socorro!

Sólo la última palabra se ahogó cuando la mano de Stanley Dixon cayó de nuevo en su lugar, con una fuerza que casi le hizo perder el sentido. Lo oyó vociferar:

– ¡Estúpido, idiota!

– ¡Me ha mordido! -dijo una voz en un sollozo de dolor-. ¡Esta perra me ha mordido la mano…!

Dixon replicó furioso:

– Qué esperabas que hiciera… ¿que te la besara? Ahora tendremos a todo el hotel tras de nosotros.

– ¡Vayámonos de aquí! -urgió Lyle Dumaire.

– ¡Cállate! -ordenó Dixon. Todos guardaron silencio. Y agregó con suavidad-: No hay ruido; supongo que nadie ha oído.

Es verdad, pensó con desesperación Marsha. Más lágrimas le nublaban los ojos. Parecía haber perdido la energía para continuar luchando.

Se oyó llamar a la puerta exterior. Tres golpes, firmes y seguros.

– ¡Dios! -exclamó el tercer muchacho-. Alguien ha oído -añadió con un quejido-: ¡Dios… mi mano!

– ¿Qué hacemos? -preguntó el cuarto nerviosamente.

Se repitieron otra vez los golpes, esta vez más vigorosos.

Después de un momento, una voz desde afuera, dijo:

– Por favor, abran la puerta. Hemos oído a alguien pidiendo socorro. -El que hablaba tenía un acento sureño, suave.

Lyle Dumaire susurró:

– No hay más que uno; está solo. Quizá podamos dominarlo.

– Vale la pena probarlo -dijo en un susurro Dixon-. Iré yo -y dirigiéndose a los otros, murmuró-: Sujetad, y esta vez no cometáis equivocaciones.

La mano en la boca de Marsha se cambió de prisa, y otra retenía su cuerpo. Se oyó el ruido del cerrojo seguido de un chirrido al abrirse la puerta parcialmente. Stanley Dixon, como sorprendido, dijo:

– ¡Oh!

– Perdón, señor. Soy empleado del hotel. -Era la voz que había oído un momento antes.- Pasaba por aquí y oí que alguien gritaba.

– Pasaba, ¿eh? -El tono de Dixon era, sin ninguna duda, hostil. Luego, como si hubiera decidido ser diplomático agregó:- Bien, gracias, de todos modos. Pero sólo se trataba de mi esposa… tenía una pesadilla. Se acostó antes que yo. Ya se le pasó.

– Bien… -el otro parecía vacilar-. Si está seguro que no es nada…

– Absolutamente nada -agregó Dixon-. Sólo una de esas cosas que pasan de vez en cuando. -Era convincente y dominaba la situación. Marsha sabía que, en cualquier momento, la puerta se cerraría.

Como se había relajado algo, advirtió que la presión sobre su cara también había aflojado. Ahora se preparó para un esfuerzo final. Girando el cuerpo, liberó un instante la boca.

– ¡Socorro! -gritó-. ¡No crea lo que dice! ¡Socorro! -una vez más fue acallada con rudeza.

Afuera hubo un rápido cuchicheo. Oyó que la nueva voz decía:

– Quisiera entrar, por favor.

– Esto es una habitación privada. Le digo que mi esposa tiene una pesadilla.

– Lo siento, señor. No le creo.

– Muy bien -dijo Dixon-. Entre.

Como si no quisieran testigos, las manos que aprisionaban a Marsha, se retiraron. Entonces ella se dio vuelta, y se levantó en parte, dando frente a la puerta. En ese momento estaba entrando un negro joven. Tendría alrededor de veinte años, el rostro inteligente y vestido con prolijidad; su cabello corto, peinado con raya y bien cepillado.

Comprendió la situación en seguida, y dijo en tono autoritario.

– Dejad salir a la señorita.

– Mirad, muchachos, quién está dando órdenes -comentó Dixon.

De manera confusa, Marsha vio que la puerta que daba al corredor todavía seguía abierta.

– Bien, negro -gruñó Dixon-. Tú lo has querido -su puño derecho salió disparado con pericia, y toda la fuerza de sus anchos hombros hubiera caído sobre el negro, de haber acertado el objetivo. Pero con un solo movimiento, ágil como paso de ballet, el otro se movió al costado en tal forma que el brazo pasó sin tocarlo, con Dixon que se tambaleaba hacia delante. En el mismo instante el puño izquierdo del negro golpeó hacia arriba, pegando con certera rapidez en la cara de su atacante.

En alguna otra parte del corredor, otra puerta se abrió y cerró.

Con la mano sobre su mejilla, Dixon dijo:

– ¡Hijo de p…! -y volviéndose hacia los otros, urgió-: ¡Vamos a darle!

Sólo el muchacho con la mano lastimada, se quedó atrás. Como llevados por un mismo impulso los otros tres cayeron sobre el negro, y ante su asalto combinado, éste cayó. Marsha oyó el ruido de los golpes, y un rumor creciente de voces en el corredor.

Los otros oyeron las voces también.

– Se nos viene encima el techo -advirtió con urgencia, Lyle Dumaire-. Os dije que nos marcháramos de aquí.

Hubo una desbandada hacia la puerta encabezada por el muchacho que no había intervenido en la lucha; los otros lo seguían de prisa.

Marsha oyó que Stanley Dixon se detuvo para decir:

– Se ha producido un conflicto. Vamos en busca de ayuda.

El negro se estaba levantando del suelo con la cara ensangrentada.

Afuera, una voz autoritaria se elevó por encima de las otras.

– Por favor, ¿dónde se ha producido el conflicto?

– Hubo gritos y lucha -dijo una mujer muy excitada- Allí dentro.

– Me quejé hace un rato, pero nadie me hizo caso -agregó otra.

La puerta se abrió por completo. Marsha vislumbró una cantidad de rostros atisbando y una figura alta, imponente, que entraba. Luego la puerta se cerró desde dentro y se encendieron las luces.

Peter McDermott, viendo el desorden de la habitación, preguntó:

– ¿Qué ha sucedido?

El cuerpo de Marsha estaba sacudido por los sollozos. Intentó ponerse de pie, pero cayó hacia atrás, débil, contra la cabecera de la cama, cubriéndose con los restos de su traje. Entre sollozos, sus labios formaron las palabras.

– …intentaron… violar…

La expresión de McDermott se endureció. Sus ojos se volvieron al negro, que ahora se apoyaba contra la pared, utilizando un pañuelo para restañar la sangre de su rostro.

– ¡Royce! -una fría cólera brillaba en los ojos de McDermott.

– ¡No! ¡No! -apenas con coherencia, Marsha lo llamaba desde el extremo de la habitación-. ¡No fue él! ¡El vino a ayudarme! -Cerró los ojos, la idea de una violencia más la descomponía.

El joven negro se enderezó. Apartando el pañuelo, se burló:

– ¿Por qué no me golpea, míster McDermott? Siempre podría decir después que fue una equivocación.

Peter habló secamente:

– He cometido un error, Royce, y le pido disculpas -tenía una profunda antipatía por Aloysius Royce, quien combinaba su trabajo de ayuda de cámara de Warren Trent propietario del hotel, con el estudio de leyes en la Universidad de Loyola. Años antes el padre de Royce, el hijo de un esclavo, se había convertido en el «ayuda de cámara», compañero y confidente de Warren Trent. Veinticinco años después, cuando el anciano murió, su hijo Aloysius que había nacido y crecido en el «St. Gregory», permaneció allí, y ahora vivía en la suite privada del dueño del hotel, con un arreglo muy liberal por el cual iba y venía según lo requerían sus estudios. Pero en opinión de Peter McDermott, Royce era innecesariamente arrogante y altanero, pareciendo combinar una desconfianza de cualquier gesto amistoso, con una perpetua belicosidad.

– Dígame lo que sabe -exigió Peter.

– Eran cuatro. Cuatro jóvenes y agradables caballeros blancos.

– ¿Reconoció a alguno?

– A dos -asintió Royce.

– Eso basta -Peter cruzó la habitación hacia el teléfono cerca de la cama más próxima.

– ¿A quién llama?

– A la Policía, señorita. No tenemos más remedio que informarla.

Había una débil sonrisa en la cara del negro.

– Si me permite un consejo… yo no lo haría.

– ¿Porqué no?

– Por una razón -Aloysius Royce arrastraba las palabras, acentuándolas con deliberación-. Yo tendré que ser testigo. Y déjeme decirle, míster McDermott, que ningún tribunal en este Estado soberano de Luisiana va a creer en la palabra de un negro, en un caso de violación, tentativa o cualquier otra cosa, cometida por blancos. No, señor; no lo harán cuando cuatro destacados jóvenes caballeros blancos digan que el negro está mintiendo. Ni aun cuando miss Preyscott apoye al negro, cosa que dudo que su papá consienta, considerando la publicidad y escándalo que promoverían todos los periódicos.

Peter había levantado el auricular. Lo volvió a bajar.

– Algunas veces parece que usted quiere hacer las cosas más difíciles de lo que son -pero sabía que Royce decía la verdad. Volvió los ojos hacia Marsha, y preguntó-: ¿Dijo usted miss Preyscott?

El negro asintió.

– Su padre es míster Preyscott. El Preyscott. ¿No es verdad, miss?

Con tristeza, Marsha confirmó.

– Miss Preyscott -preguntó Peter-. ¿Conocía usted a la gente responsable de esto?

Apenas pudo oírse la respuesta.

– Sí.

– Creo que todos son miembros de Alpha Kappa Epsilon -informó Royce.

– ¿Es verdad eso, miss Preyscott?

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.

– ¿Y vino usted aquí con ellos… a esta suite?

Nuevo susurro:

– Sí.

Peter miró a Marsha, como a la expectativa. Por fin dijo:

– Depende de usted, miss Preyscott; si usted quiere o no formular una queja oficial. El hotel hará lo que usted decida. Pero temo que haya mucha verdad en lo que acaba de decir Royce en cuanto a la publicidad. Desde luego que habrá publicidad, me imagino que bastante, y no muy agradable. Por supuesto que es su padre quien debe decidir. ¿No cree usted que debería llamarlo y hacerlo venir?

Marsha levantó la cabeza, y mirando en forma directa a Peter por primera vez, le dijo:

– Mi padre está en Roma. No se lo diga nunca, por favor.

– Estoy seguro de que se puede hacer algo en forma privada. No creo que nadie deba salir completamente impune de esto. -Peter dio vuelta alrededor del lecho. Se sorprendió al ver qué niña era, y cuan hermosa-. ¿Puedo hacer algo por usted, ahora?

– No lo sé. No lo sé -comenzó a llorar de nuevo, algo más calmada.

Con inseguridad, Peter sacó su pañuelo de lino blanco, que Marsha aceptó, se secó las lágrimas y se sonó la nariz.

– ¿Se siente mejor?

Ella asintió:

– Gracias. -Su cabeza era un torbellino de emociones; estaba lastimada, avergonzada, colérica, y tenía urgencia de devolver el golpe a ciegas, cualesquiera que fueran las consecuencias, y un deseo… que la experiencia le decía que no sería satisfecho… de estar cobijada por brazos amorosos y protectores. Pero más allá de las emociones y sobrepasándolas había una insoportable extenuación física.

– Creo que usted debería descansar por un momento. -Peter McDermott levantó el cobertor de la cama que no había sido utilizada y Marsha se acostó sobre la frazada, cubriéndose con el cobertor. El contacto de la almohada refrescaba su rostro.

– No quiero quedarme aquí. No podría.

El la miró comprensivo.

– Dentro de un momento la llevaremos a su casa.

– ¡No! ¡Ni siquiera un momento! Por favor, ¿no hay otra habitación en el hotel?

Peter negó con la cabeza.

– El hotel está lleno.

Aloysius Royce había ido hasta el cuarto de baño para lavarse la sangre de la cara. Volvió y ahora estaba de pie en la puerta de la sala adyacente. Silbaba en tono bajo contemplando el desorden de los muebles, ceniceros sucios, botellas derramadas y vasos rotos.

Cuando McDermott se le reunió, Royce le dijo:

– Creo que ha sido una fiesta mayúscula.

– Así parece. -Peter cerró la puerta de comunicación entre la sala y el dormitorio.

– Tiene que haber algún lugar en el hotel -imploraba Marsha-. No podría soportar ir a casa esta noche.

Peter vaciló.

– Está la 555, supongo -miró a Royce.

La habitación 555 era pequeña y correspondía a la subgerencia general. Peter rara vez la utilizaba, excepto para mudarse de ropa. Ahora estaba vacía.

– Servirá -dijo Marsha-. Siempre que alguien llame por teléfono a casa, llamen a Anna, el ama de llaves.

– Si usted quiere -se ofreció Royce- iré a buscar la llave.

Peter asintió:

– Al volver, pase por la habitación… encontrará una bata. Supongo que debería llamar a la camarera.

– Si usted deja que entre una camarera en este momento, será lo mismo que si pasara la información por radio.

Peter lo consideró. En estas circunstancias, nada detendría la murmuración. Inevitablemente, cuando en cualquier hotel sucede este tipo de incidentes, las escaleras de servicio vibran como un teléfono de la selva. Pero comprendió que no había interés en añadir nada.

– Muy bien. Nosotros mismos llevaremos a miss Preyscott abajo, en el ascensor de servicio.

Cuando el negro abrió la puerta, se filtraron voces con innumerables y ansiosas preguntas. Por el momento, Peter había olvidado el conjunto de huéspedes que se había reunido en el corredor. Oyó las respuestas de Royce muy tranquilizadoras, y las voces se perdieron.

Marsha, con los ojos cerrados, murmuró:

– No me ha dicho quién es usted.

– Lo lamento. Debía habérselo dicho -le dijo su nombre y su cargo en el hotel. Marsha escuchó sin responder, sabiendo lo que se le decía, pero dejando, más bien, que la voz tranquila y reconfortable fluyera sobre ella. Después de un momento, con los ojos todavía cerrados, sus pensamientos vagaron soñolientos. Tuvo una leve idea del retorno de Aloysius, de que la ayudaban a salir de la cama y a ponerse una bata, y de que la acompañaban calladamente por un corredor silencioso. Desde el ascensor había otro corredor, luego otra cama en la que la acostaron con suavidad. La voz tranquilizadora dijo:

– Está agotada.

El ruido del agua que corría. Una voz que le decía que el baño estaba preparado. Se repuso lo suficiente como para arrastrarse hasta el cuarto de baño, donde se encerró con llave.

En el cuarto de baño había pijamas, extendidos profusamente; Marsha se puso uno. Era de hombre, color azul oscuro y muy grande. Las mangas le cubrían las manos, y era muy difícil no pisar los pantalones, a pesar de que éstos estaban doblados hacia arriba.

Salió del cuarto de baño y ella misma se metió en la cama. Acomodándose en las frescas sábanas, tuvo conciencia una vez más de la tranquila y reconfortante voz de Peter McDermott. Era una voz que le placía, pensó Marsha, y su dueño también.

– Royce y yo nos marchamos ahora, miss Preyscott. La puerta de esta habitación queda con llave al cerrarse y la llave está al lado de la cama. No la molestarán.

– Gracias. -Con la voz adormilada, preguntó:- ¿De quién son los pijamas?

– Míos. Lamento que sean tan grandes.

Trató de mover la cabeza, pero estaba demasiado cansada.

– No importa… agradables… -Se alegraba de que los pijamas fueran de él. Tenía la consoladora sensación de estar cobijada, después de todo.- Agradables -repitió con suavidad. Fue el último pensamiento mientras estuvo despierta.

8

Peter esperó solo el ascensor en el quinto piso. Aloysius Royce ya había tomado el ascensor de servicio para ir al decimoquinto, donde estaban sus habitaciones, adyacentes a la suite privada del dueño del hotel.

Había sido una noche llena de acontecimientos, pensó Peter… con su parte de cosas desagradables… aun cuando no excepcionales tratándose de un gran hotel, que a menudo presentaba y exhibía pedazos de vida que los empleados de hoteles se habituaban a ver.

Cuando llegó el ascensor, dijo al ascensorista:

– Al salón de entrada, por favor -recordando que Christine estaba esperando en el entresuelo principal, pero que su tarea en la planta baja sólo le llevaría unos minutos.

Advirtió con impaciencia que, aunque las puertas del ascensor estaban cerradas, no había comenzado a bajar. El ascensorista, uno de los hombres que hacían el servicio nocturno con regularidad, movía la manija de control de atrás para adelante. Peter preguntó:

– ¿Está seguro que las puertas están bien cerradas?

– Sí, señor. No es eso; son las conexiones. Aquí o arriba. -El hombre movió la cabeza en dirección al techo, donde estaba la maquinaria, y agregó:- He tenido bastantes inconvenientes, últimamente. El jefe de mecánicos estaba inspeccionándolo todo el otro día -movió la manija con vigor. Con un brusco movimiento el mecanismo funcionó y el ascensor comenzó a descender.

– ¿Qué ascensor es éste?

– El número cuatro.

Peter tomó nota mental, para preguntar al mecánico cuál era el inconveniente.

Eran casi las doce y media de la noche en el reloj del salón de entrada, cuando salió del ascensor. Como siempre a esta hora, había mermado la entrada y salida de gente, pero todavía se veían bastantes personas, y los acordes de la música desde el «índigo Room» próximo, indicaba que la cena danzante estaba en su apogeo. Peter se volvió a la derecha, hacia la recepción, pero sólo había dado unos pasos cuando vio una figura obesa que se le aproximaba. Era Ogilvie, el detective principal, a quien no, se le había encontrado horas antes. El rostro de fuertes maxilares del expolicía (años antes había servido sin destacarse en la fuerza de Nueva Orleáns) se mostraba inexpresivo, aunque sus pequeños ojos de cerdo se movían de un lado a otro, observando lo que ocurría alrededor. Como siempre, lo acompañaba un olor rancio a humo de tabaco, y una hilera de gruesos cigarros, como torpedos sin disparar, llenaba el bolsillo superior de su chaqueta.

– Me han dicho que andaba buscándome -dijo Ogilvie. Fue un comentario simple, despreocupado.

Peter sintió que la cólera que había experimentado antes recrudecía:

– Por supuesto que sí. ¿Dónde demonios estaba usted?

Trabajando, míster McDermott. -Para ser un hombre grande, Ogilvie tenía una sorprendente voz de falsete.- Si quiere saberlo, estaba en el Departamento de Policía informando sobre algunos inconvenientes que hemos tenido aquí. Hoy robaron una maleta del cuarto de los equipajes.

– ¡Departamento de Policía…! ¿En qué habitación estuvieron jugando al póquer?

Los ojos de cerdo brillaron con resentimiento:

– Si lo toma usted de esa manera, será mejor que haga una inspección… o que hable con míster Trent.

Peter asintió con resignación. Sería una pérdida de tiempo; lo sabía. La coartada, sin duda alguna, era buena; los amigos de Ogilvie en el Departamento de Policía, lo respaldarían. Además, Warren Trent jamás haría nada contra Ogilvie, que estaba en el «St. Gregory», tanto tiempo como el propietario mismo. Algunas personas decían que el grueso detective sabía dónde estaban enterrados uno o dos cuerpos, y por eso tenía amarrado a Warren Trent. Pero, cualquiera que fuera la razón, la posición de Ogilvie era inatacable.

– Bien, se ha perdido usted un par de emergencias -dijo Peter-. Ambas están solucionadas.

Quizá, después de todo, lo mismo daba que Ogilvie no hubiera estado presente. Sin duda el detective del hotel no habría respondido en el caso de Albert Wells con la misma eficiencia que Christine, ni hubiera manejado el asunto de Marsha Preyscott con tacto y comprensión.

Resuelto a no pensar más en Ogilvie, tras un ligero movimiento de cabeza, se dirigió a la recepción.

El empleado nocturno a quien había telefoneado con anterioridad estaba en su escritorio. Peter decidió intentar un acercamiento conciliatorio. Dijo en tono agradable:

– Gracias por ayudarme con el problema del piso decimocuarto. Hemos instalado a míster Wells cómodamente en la habitación 1410. El doctor Aarons se está ocupando de la enfermera, y el mecánico proveyó el oxígeno.

El rostro del empleado del servicio de habitaciones se había endurecido cuando Peter se le aproximó. Ahora aflojaba:

– No imaginé que se tratara de algo tan serio.

– Fue una cosa de vida o muerte en un momento dado; por eso me interesaba tanto que se le trasladara a la otra habitación.

El empleado asintió con gravedad.

– En ese caso haré investigaciones. Sí, puede usted estar seguro.

– También hemos tenido problemas en el piso undécimo. ¿Quiere decirme a nombre de quién está la suite 1126-7?

El empleado miró su lista; mostró una tarjeta:

– Míster Stanley Dixon.

– Dixon… -Era uno de los dos nombres que Aloysius Royce le había dado en su breve conversación después de dejar a Marsha.

– Es el hijo del comerciante de automóviles. Míster Dixon, padre, está con frecuencia en el hotel.

– Gracias. -Peter asintió con la cabeza.- Será mejor que le ponga entre los que se marchan del hotel, y haga que el cajero envíe la cuenta. -Se le ocurrió una idea.- No, ocúpese de que me manden la cuenta a mí, mañana, y yo escribiré la carta. Habrá un excedente por daños, después de que hayamos calculado el importe.

– Muy bien, míster McDermott. -El cambio en la actitud del empleado era notoria.- Le diré al cajero que haga lo que usted solicita. Entiendo que la suite queda disponible ahora.

– Sí. -Peter decidió que no había para qué mencionar la presencia de Marsha en el 555, que quizá pudiera marcharse sin ser vista por la mañana, temprano. Ese pensamiento le recordó su promesa de telefonear a la casa de los Preyscott. Tras un cordial «¡buenas noches!» al empleado, cruzó el salón de entrada hasta un escritorio que no estaba ocupado, utilizado durante el día por uno de los ayudantes de gerencia. Encontró en la guía a un Mark Preyscott, en Garden District, y marcó el número. El teléfono continuó llamando durante un tiempo antes que una voz de mujer adormilada contestara. Identificándose, anunció:

– Tengo un mensaje de Miss Preyscott para Anna.

La voz respondió, con un marcado acento sureño:

– Soy Anna. ¿Está bien miss Marsha?

– Está bien, pero me pidió que le dijera que pasará la noche en el hotel.

La voz del ama de llaves preguntó:

– ¿Quién dijo usted que era?

Peter explicó con paciencia.

– Bien, si quiere comprobarlo, ¿por qué no llama aquí? Es el «St. Gregory», y pida hablar con el subgerente que está en su escritorio, en la entrada.

La mujer, obviamente más tranquila, dijo:

– Sí, señor, haré lo que me dice. -En menos de un minuto estaban hablando de nuevo.- Está bien -dijo la mujer.- Ahora estoy segura de quién es. Estábamos preocupados por miss Marsha, ya que su padre está ausente.

Al poner el receptor en su lugar, se encontró pensando otra vez en Marsha Preyscott. Decidió tener una conversación con ella al día siguiente, para averiguar con exactitud lo que había pasado antes de que tuviera lugar el intento de violación. El desorden de la habitación, por ejemplo, planteaba algunas preguntas que no habían tenido respuesta.

Había advertido que Herbie Chandler lo había estado mirando con disimulo desde su escritorio. Dirigiéndose hacia él, Peter dijo:

– Creí que le había dado instrucciones para que verificara los desórdenes en el undécimo piso.

El rostro de comadreja de Chandler enmarcaba un par de ojos inocentes:

– Claro que lo hice, míster McDermott. Estuve por allí y todo estaba tranquilo.

En efecto, así había sido, pensó Herbie. Al fin había subido muy nervioso hasta el undécimo, y para su alivio verificó que cualquiera que hubiese sido el desorden, ya había terminado. Mejor aún, al volver al salón de entrada, vio que las muchachas invitadas se marchaban sin que nadie les prestara atención.

– No ha mirado ni escuchado con atención.

Herbie Chandler movió con obstinación la cabeza:

– Lo que le puedo decir es que hice lo que usted me indicó, míster McDermott. Me dijo que subiera y así lo hice, aun cuando no es tarea mía.

– Muy bien. -El instinto le dijo que el jefe de botones sabía más de lo que estaba diciendo. Peter decidió no presionar sobre ese punto.- Haré algunas averiguaciones. Tal vez hable con usted de nuevo.

Cuando volvió a cruzar el salón de la planta baja y entró en el ascensor, tenía conciencia de que ambos, Herbie Chandler y el detective Ogilvie lo observaban. Esta vez subió un solo piso, hasta el entresuelo principal.

Christine lo esperaba en su oficina. Se había quitado los zapatos y estaba acurrucada sobre sus pies, en el sillón tapizado de cuero que había ocupado hora y media antes. Tenía los ojos cerrados y los pensamientos muy lejos en tiempo y espacio. Cuando Peter entró, levantó los ojos y se situó en el presente.

– No se case con un hombre que trabaje en un hotel -le advirtió-. Nunca se termina.

– Es una advertencia oportuna -respondió Christine-. No se lo dije, pero tomé una naranjada, invitada por ese nuevo sub-chef que se parece a Rock Hudson -estiró las piernas y buscó los zapatos-. ¿Tenemos más problemas?

Peter sonrió, sintiendo que la presencia y la voz de Christine eran tonificantes.

– De otras personas, en su mayoría. Se lo contaré cuando salgamos.

– ¿Adonde?

– A cualquier parte lejos del hotel. Ambos hemos tenido bastante para un solo día.

Christine lo consideró:

– Podríamos ir al Quarter. Hay muchos lugares abiertos. O si lo prefiere, vamos a mi casa; soy un genio para hacer omelettes.

Peter la ayudó a incorporarse y la condujo hasta la puerta; apagó la luz de la oficina.

Omelette -declaró-. Es lo que en realidad tenía deseos de comer, y no lo sabía.

9

Caminaron juntos, sorteando los charcos de agua que había dejado la lluvia, hasta un aparcamiento situado a manzana y media del hotel. En lo alto, el cielo se estaba limpiando después del interludio de la tormenta, con una luna en cuarto creciente que comenzaba a aparecer; y alrededor de ellos, la ciudad empezaba a sumirse en el silencio, interrumpido de vez en cuando por algún taxi, y el tap-tap de sus pisadas sonaba hueco a lo largo del cañón de edificios en sombra.

El cuidador del aparcamiento, medio dormido, trajo el «Volkswagen» de Christine y subieron en él; Peter, comprimiendo su estatura para sentarse en el asiento de la derecha.

– ¡Esto es vivir! ¿No le importa que me estire? -Apoyó su brazo a lo largo del respaldo del asiento del conductor, muy próximo, pero sin tocar los hombros de Christine.

Mientras esperaban que cambiaran las luces del semáforo en Canal Strett, uno de los ómnibus nuevos, con aire acondicionado, se deslizó hacia el paseo central, frente a ellos.

– Me iba a contar lo que ha sucedido -le recordó ella.

El frunció el ceño, volviendo sus pensamientos al hotel, y con rápidas y precisas frases le relató lo que sabía referente a la tentativa de violación de Marsha Preyscott. Christine oyó en silencio, dirigiendo el pequeño automóvil hacia el noroeste mientras Peter hablaba, terminando con su conversación con Herbie Chandler y su sospecha de que el jefe de botones sabía mucho más de lo que había dicho.

– Herbie siempre sabe más. Por eso permanece aquí.

– El hecho de «permanecer aquí» no es una respuesta a todo -dijo Peter, tajante.

El comentario, como ambos sabían, indicaba la impaciencia de Peter por la falta de eficiencia que reinaba dentro del hotel y que por falta de autoridad no podía corregir. En un establecimiento dirigido normalmente, sobre directrices claras y definidas, no habría tales problemas. Pero en el «St. Gregory», no estaba reglamentada gran parte de la organización, y las resoluciones finales dependían de Warren Trent, quien las tomaba según su propio arbitrio.

En circunstancias ordinarias, Peter, graduado con honores en la Escuela de Administración de Hoteles de la Universidad de Cornell, habría tomado una decisión meses atrás, buscando trabajo más satisfactorio en alguna otra parte. Pero las circunstancias no eran normales. Había llegado al «St. Gregory» precedido por una nube que, sin duda, ocultaría, por mucho tiempo, toda posibilidad de alcanzar otro empleo.

Reflexionaba a veces con mal humor, sobre la forma en que había arruinado su carrera, y cuya culpa -admitía con honradez- sólo la tenía él.

En el «Waldorf», donde había ido a trabajar después de graduarse en Cornell, Peter McDermott había sido el brillante joven que parecía tener el futuro en sus manos. Como subgerente novel, había sido seleccionado para una promoción, cuando intervinieron la indiscreción y la mala suerte. En un momento en que debía estar cumpliendo sus tareas y que fue requerido en el hotel, lo descubrieron in fraganti en un dormitorio con una huésped.

Aun así, podría haber evitado el castigo. Los jóvenes atrayentes que trabajan en hoteles acostumbran recibir propuestas de mujeres solas, y la mayoría de ellos sucumben en algún momento de su carrera. Los gerentes, sabiendo eso, podían castigar la primera transgresión con una severa advertencia de que no podía repetirse jamás una cosa similar. Sin embargo, dos factores conspiraron contra Peter. El marido de la mujer en cuestión; ayudado por detectives privados, intervino en el descubrimiento, dando por resultado un divorcio escandaloso que tuvo publicidad, cosa que todos los hoteles aborrecen.

Como si esto fuera poco, hubo una represalia personal. Tres años antes del desastre del «Waldorf», Peter McDermott se había casado impulsivamente, y el casamiento pronto terminó en una separación. Hasta cierto punto, su soledad y desilusión habían sido causa del incidente en el hotel. Sin tener en cuenta la causa, y utilizando la reciente evidencia, la esposa separada obtuvo el divorcio.

El resultado final, fue un ignominioso despido, poniéndolo en la lista negra de la principal cadena de hoteles.

Por supuesto que nadie admitía la existencia de una lista negra. Pero en una gran cantidad de hoteles, la mayoría afiliados a la misma cadena, las solicitudes de empleo de Peter McDermott fueron rechazadas en forma definitiva. Sólo en el «St. Gregory», un hotel independiente, pudo obtener trabajo con un salario que Warren Trent, con un encogimiento de hombros, condicionó a la propia desesperación de Peter.

Por ello, cuando un momento antes había dicho: «El hecho de permanecer aquí no es una respuesta a todo», había presumido de una independencia que no existía. Sospechaba que Christine también lo sabía.

Peter la observaba mientras ella maniobraba con pericia su pequeño coche a través del estrecho espacio de Burgundy Street, por los suburbios del French Quarter, corriendo paralelamente al Mississippi, un kilómetro más al Sur. Christine aminoró por un momento la marcha eludiendo un grupo de tambaleantes juerguistas que venían desde Bourbon Street, brillante y congestionada, dos manzanas más adelante.

– Creo que hay algo que usted debería saber. Curtis O'Keefe llega mañana -anunció entonces Christine.

Era el tipo de noticia que McDermott había temido y esperado por igual.

Curtis O'Keefe era un hombre que le hacía temblar. Cabeza de la cadena mundial de «Hoteles O'Keefe», compraba hoteles como otros hombres compran corbatas o pañuelos. Era obvio, hasta para el menos informado, que la aparición de Curtis O'Keefe en el «St. Gregory» no podía tener más que un significado: su interés en adquirir el hotel para la cadena O'Keefe, que se expandía continuamente.

– ¿Viene para comprarlo? -preguntó Peter.

– Podría ser. -Christine mantuvo sus ojos en la calle poco iluminada.- W. T. no quiere vender. Pero puede suceder que no le quede alternativa. -Estaba por agregar que esto último era una información confidencial, pero no lo hizo. Peter lo entendería así. Y en cuanto a la presencia de Curtis O'Keefe, esta novedad electrizante correría por el «St. Gregory» por la mañana, a los pocos minutos de la llegada del importante personaje.

– Supongo que tenía que suceder. -Peter lo sabía, lo mismo que otros ejecutivos del hotel, que en los últimos meses el «St. Gregory» había sufrido grandes pérdidas financieras.- A pesar de todo, creo que es una pena.

– Todavía no ha sucedido. Le dije que W. T. no quiere vender -le recordó.

Peter asintió con la cabeza, sin hablar.

Estaban dejando atrás el French Quarter, girando a la izquierda por el bulevar bordeado de árboles de Esplanade Avenue, desierta ahora, salvo por las luces posteriores de alguno que otro coche que desaparecía con rapidez hacia Bayou St. John.

Luego Christine informó:

– Hay problemas para la refinanciación. W. T. ha tratado de buscar nuevos capitales. Todavía espera lograrlos.

– Entonces, supongo que veremos bastante más frecuentemente a míster Curtis O'Keefe.

– ¿Y si no?

Y mucho menos a Peter McDermott, pensó Peter. Se preguntaba si había llegado el momento en que en una cadena de hoteles, tal como la «O'Keefe» pudiera considerarlo rehabilitado y digno de empleo. Lo dudaba. En algún momento podría suceder si su concepto seguía siendo bueno. Pero todavía no.

Parecía probable que pronto tendría que buscar otro empleo. Decidió no preocuparse hasta que sucediera.

– El «O'Keefe St. Gregory» -rumió Peter-. ¿Cuándo lo sabremos con seguridad?

– En cualquiera de los dos casos, a fin de semana.

– ¿Tan pronto?

Christine sabía que había razones apremiantes para que fuera tan pronto. Por el momento se las reservó.

Peter dijo con énfasis:

– El viejo no encontrará nuevo capitalista.

– ¿Por qué es tan categórico?

– Porque la gente que tiene esa cantidad de dinero quiere invertirla en cosas seguras. Seguridad significa buena administración. Y el «St. Gregory» no la tiene. Podría tenerla, pero no la tiene.

Se dirigían al Norte, por Elysian Fields, con sus dos direcciones desiertas, cuando, de súbito, una relampagueante luz blanca que se movía de un lado a otro apareció delante. Christine frenó, y cuando el coche se detuvo, se acercó un agente de tránsito uniformado. Dirigiendo su linterna sobre el «Volkswagen», dio una vuelta alrededor del coche, inspeccionándolo. Mientras lo hacía, pudieron ver que la sección del camino que tenían enfrente estaba bloqueada por una valla. Más allá de la misma había otros hombres uniformados, y algunos vestidos de paisano, que estaban examinando la superficie del camino con ayuda de potentes luces.

Christine bajó el cristal de la ventanilla cuando el policía se acercó a su lado. Aparentemente satisfecho con la inspección, dijo:

– Tendrán que hacer un desvío. Vayan despacio por la otra dirección, y el agente del otro extremo los volverá de nuevo a ésta.

– ¿Qué pasa? -preguntó Peter-. ¿Qué ha sucedido?

– Uno que atropello a alguien y huyó. Sucedió esta noche, temprano.

– ¿Hubo muertos? -preguntó Christine.

– Una niñita de siete años. -Y en respuesta a sus expresiones de desagrado, el policía les refirió:- Iba caminando de la mano de su madre. Esta está en el hospital. La niña murió instantáneamente. Los que iban en el coche tuvieron que darse cuenta, pero siguieron… -Y añadió en voz baja:- ¡Miserables!

– ¿Los encontrarán?

– Los encontraremos -afirmó ceñudo el policía, indicando la actividad que se desarrollaba detrás de la barrera-. Los muchachos, por lo común, los encuentran. Y esto los ha indignado. Hay vidrios en el camino, y el coche que las atropelló debe de tener marcas. -Más faros se estaban aproximando desde atrás, y entonces les hizo continuar la marcha.

Permanecieron silenciosos, mientras Christine conducía despacio por el desvío, al final del cual le hicieron una señal para que tomara la dirección correspondiente. En algún lugar de la mente de Peter se había alojado una impresión, un medio pensamiento errante, que no podía definir. Suponía que era el incidente mismo lo que lo estaba molestando, como siempre sucedía con las tragedias repentinas, pero una vaga inquietud lo mantuvo preocupado hasta que, con sorpresa, oyó que Christine le decía:

– Ya estamos cerca de casa.

Había dejado atrás Elysian Fields y tomado Prentiss Avenue. Un momento después el pequeño coche giró a la derecha, luego a la izquierda, para detenerse en el parking de un edificio de apartamentos.

– Si todo lo demás falla -dijo alegremente Peter-, me haré barman. -Estaba preparando cócteles en la sala de Christine, de suaves tonos verde-musgo y azul, mientras ella cascaba huevos en la cocina.

– ¿Ha sido barman alguna vez?

– Durante algún tiempo. -Calculó tres medidas de whisky de centeno, dividiéndolo en dos partes, luego buscó «angostura» y los amargos de Peychaud.- Alguna vez se lo contaré. -Y pensándolo de nuevo, aumentó la proporción de whisky, utilizando un pañuelo para enjugar algunas gotas que habían caído en la alfombra azul de Wedgewood.

Incorporándose, echó una mirada por la sala, con su agradable combinación de muebles y colores; un sofá provenzal francés tapizado con un diseño de hojas en blanco, azul y verde; un par de sillas Hepplewhite próximas a una mesa de nogal con tapa de mármol, y un aparador de caoba con incrustaciones, en el que estaba preparando las bebidas. En las paredes había algunos grabados de la Luisiana francesa, y un óleo de un impresionista moderno. El conjunto era acogedor, alegre, muy parecido a Christine, pensó. Sólo un pesado reloj de chimenea colocado sobre el mueble que tenía a su lado resultaba una nota incongruente. El reloj, que sonaba con suavidad, era, sin duda alguna, victoriano, con complicados adornos de bronce, anticuados y algo oxidados. Peter lo miró con curiosidad.

Cuando llevó las bebidas a la cocina, Christine estaba vertiendo los huevos batidos en el tazón a una sartén caliente.

– Tres minutos más -dijo- y estará lista.

Le dio su bebida y chocaron los vasos.

– Preste atención a mi omelette -dijo Christine-. Ya está lista.

Resultó lo que prometía ser: liviana, jugosa y sazonada con hierbas.

– Tal como deben ser las omelettes -aseguró él-, pero rara vez las hacen así.

– También sé hacer huevos pasados por agua.

El hizo un ademán.

– Los probaremos en algún desayuno.

Luego volvieron a la sala y Peter preparó otros cócteles. Eran casi las dos de la madrugada.

Sentado al lado de ella en el sofá, Peter señaló el curioso reloj.

– Tengo la sensación de que me está espiando…, anunciando la hora con desaprobación.

– Tal vez sea así. Era de mi padre. Estaba en el consultorio, donde los pacientes pudieran verlo. Es lo único que he guardado.

Se produjo un silencio. Cierta vez Christine le había hablado, en forma incidental, del accidente de aviación ocurrido en Wisconsin.

– Después de lo que pasó, debe de haberse sentido muy sola -dijo Peter, con suavidad.

– Quería morir. Aun cuando eso se supera, por supuesto, después de un tiempo -respondió ella simplemente.

– ¿Cuánto tiempo?

Christine sonrió apenas, con fugacidad:

– El espíritu humano se repone con rapidez. Me refiero a eso de querer morir… Me duró una o dos semanas.

– ¿Y luego?

– Cuando vine a Nueva Orleáns, traté de concentrarme en no pensar. Se hizo cada vez peor a medida que pasaban los días. Sabía que tenía que hacer algo, pero no estaba segura de qué ni de dónde.

Hizo una pausa y Peter le pidió:

– Continúe.

– Durante un tiempo consideré la posibilidad de volver a la Universidad; luego decidí que no lo haría. Graduarme en arte, sólo por hacerlo, no parecía importante y, además, de pronto advertí que me había desinteresado de todo.

– Lo comprendo.

Christine bebió un trago, pensativa. Observando la firme línea de sus facciones, él notó que había en ella una gran serenidad y autocontrol.

– De cualquier manera -continuó Christine-, un día caminaba por Carondelet y vi un letrero que decía «Escuela de Secretariado». Pensé… ¡Eso es! Aprenderé cuanto necesite para tener un empleo que signifique interminables horas de trabajo. Al fin fue exactamente lo que sucedió.

– ¿Y en qué forma entró en el «St. Gregory»?

– Estaba alojada allí, desde que llegué de Wisconsin. Una mañana el Times-Picayune llegó con el desayuno, y vi entre los avisos clasificados que el director gerente del hotel necesitaba una secretaria personal. Era temprano, de manera que pensé que sería la primera y esperé. En aquella época W. T. llegaba a trabajar antes que nadie. Cuando entró, yo estaba esperando en la suite de los ejecutivos.

– ¿La tomó en seguida?

– No, exactamente. En realidad, no creo que me tomara. Sucedió que cuando W. T. supo para qué había ido, me hizo entrar y comenzó a dictarme cartas, y luego me dio instrucciones para que las transmitiera a otras personas del hotel. Cuando llegaron otras solicitantes ya hacía horas que yo estaba trabajando, y me encargué de decirles que la vacante había sido cubierta.

Peter rió.

– Modalidades del viejo…

– Aun entonces, no creo que supiera mi nombre hasta tres días después, cuando dejé una nota sobre su escritorio: «Mi nombre es Christine Francis», y sugerí un salario. Me devolvió la nota sin comentario: sólo sus iniciales, y nada más.

– Una bonita historia para antes de dormir. -Peter se incorporó del sofá, estirando su vigoroso cuerpo.- Ese reloj me está mirando con demasiada fijeza. Supongo que será mejor que me retire.

– No es justo -objetó Christine-. No hemos hablado más que de mí. -Tenía conciencia de la masculinidad de Peter. Y sin embargo, pensó, tenía también suavidad. Lo había comprobado esa noche cuando levantó a Albert Wells para llevarlo a la otra habitación. Se encontró pensando qué sensación tendría si él la llevara así en sus brazos.

– Ha sido un placer…, un hermoso antídoto para un día terrible. De cualquier manera, habrá otras ocasiones -se detuvo, mirándola en forma directa-. ¿No es así?

Cuando ella asintió, él se inclinó hacia delante y la besó ligeramente.

En el taxi que había pedido por el teléfono de Christine, Peter McDermott se distendió, sintiendo bienestar y cansancio, recordando los sucesos del día pasado, que ya se habían volcado en el siguiente. Las horas diurnas habían producido su cuota usual de problemas, culminando en muchos otros durante la noche: el rozamiento con el duque y la duquesa de Croydon; Albert Wells, que casi había muerto; y la tentativa de violación de Marsha Preyscott. También había muchos interrogantes con respecto a Ogilvie, Herbie Chandler, y ahora Curtis O'Keefe, cuya llegada podía ser causa de que el mismo Peter se marchara. Por fin, Christine, que había estado siempre allí, pero a quien no había notado antes en la forma en que lo había hecho esta noche.

¡Pero se puso en guardia! ¡Las mujeres…! Ya habían sido su ruina dos veces. Si algo surgía entre Christine y él, tendría que ser muy despacio, con mucha precaución por su parte.

En Elysian Fields, volviendo a la ciudad, el taxi marchaba de prisa. Pasando por el lugar donde habían sido detenidos con Christine para hacer el desvío, observó que habían quitado la barrera y que la Policía ya no estaba. Pero el recuerdo volvió a producirle la vaga incomodidad que había experimentado anteriormente, y continuó molestándolo durante todo el trayecto hasta su propio apartamento a una o dos manzanas del «St. Gre-gory Hotel».

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