Jueves

1

Si quería estar despejado para un nuevo día de trabajo, se dijo Peter McDermott era mejor volver a casa y dormir.

Eran las doce y media. Había caminado durante un par de horas, o quizás, algo más. Se sintió refrescado y no muy cansado.

Caminar mucho era un antiguo hábito, en especial cuando tenía alguna preocupación o un problema de difícil solución.

Esa misma noche, más temprano, después de dejar a Marsha, había vuelto a su apartamento en el centro. Pero se había sentido inquieto en el estrecho recinto y con pocas ganas de dormir, de manera que salió a caminar, hacia el río. Había andado a todo lo largo de los muelles del Poydras y de Julia Street, había pasado frente a los barcos anclados, algunos apenas iluminados, silenciosos, otros activos y preparándose para partir. Luego tomó el ferry-boat de Canal Street que cruza el Mississippi; en la otra ribera caminó por los solitarios diques, observando las luces de la ciudad contra la oscuridad del río. Volvió por el Vieux Carré y ahora estaba sentado sorbiendo café au lait, en el viejo mercado francés.

Pocos minutos antes, recordando los asuntos del hotel por primera vez en algunas horas, había telefoneado al «St. Gregory». Preguntó si había alguna novedad con respecto a la amenaza de retirar la Convención de los Odontólogos. El ayudante de gerencia nocturno le informó que el jefe de camareros del piso de la convención le había dejado un mensaje poco antes de medianoche. Lo que éste había oído era que la junta de ejecutivos odontólogos, después de seis horas de sesión no había llegado a ninguna conclusión. Sin embargo, tendría lugar una reunión general de emergencia de todos los delegados de la convención a las nueve y treinta horas en el «Dauphine Salón». Se esperaba que asistieran alrededor de trescientas personas. La reunión sería secreta, con muchas precauciones de seguridad y se había pedido al hotel que ayudara a fin de asegurar el aislamiento.

Peter dejó instrucciones de que se hiciera cualquier cosa que pidieran, y apartó el asunto de su mente hasta la mañana.

Salvo esta breve desviación, la mayor parte de sus pensamientos se habían concentrado en Marsha y en los sucesos de la noche. Las preguntas zumbaban en su mente como pertinaces abejas. ¿Cómo resolver la situación con honradez y sin grosería, evitando lastimar a Marsha? Una cosa, por supuesto, era evidente: su proposición era imposible. Y sin embargo sería el peor tipo de grosería, desechar, sin más, una declaración sincera. El le había dicho: Si hubiera más gente honrada como usted…

Además había otra cosa… ¿y por qué temerlo si ambos eran sinceros? Esta noche se había sentido atraído por Marsha, no como niña, sino como mujer. Si cerraba los ojos podía verla como en aquel momento. El efecto era como vino engañoso.

Pero ya había probado el vino engañoso antes, y el sabor se había convertido en amargura, y, había jurado nunca más dejarse atrapar. Ese tipo de experiencia, ¿acaso templaría el juicio, y haría que un hombre fuera más hábil en la elección de una mujer? Lo dudaba.

Y sin embargo él era un hombre, que respiraba, sentía. Ningún aislamiento voluntariamente impuesto podría o debería durar para siempre. La cuestión era: ¿cuándo y cómo ponerle fin?

En cualquier caso, ¿qué sucedería después? ¿Volvería a ver a Marsha? Suponía que a menos de romper su conexión en forma definitiva en seguida… era inevitable que la viera. Entonces, ¿en qué términos? ¿Y la diferencia de edad?

Marsha tenía diecinueve años. El treinta y dos. La diferencia parecía mucha, ¿pero en realidad era tanta? Ciertamente si ambos tuvieran diez años más, una ligazón… o casamiento… no parecía nada raro. También dudaba de que Marsha se interesara en un muchacho de su edad.

Los interrogantes eran interminables. Pero tenía que decidir si vería o no a Marsha otra vez y en qué circunstancias.

En todas sus reflexiones permanecía también el recuerdo de Chnstine. En el espacio de pocos días Christine y él parecían haberse acercado más que en ningún momento. Recordaba que su último pensamiento antes de salir para la casa de los Preyscott la noche anterior, había sido para Christine. Aun ahora, estaba deseando verla y oírla otra vez.

Le resultaba curioso que él, tan libre hacía una semana, se sintiera ahora atraído por dos mujeres.

Peter sonrió con pesadumbre mientras pagaba el café y se levantaba para volver a su casa.

El «St. Gregory» estaba más o menos en el camino, e instintivamente sus pasos lo llevaron a pasar por allí. Cuando llegó al hotel era la una y minutos.

Todavía había actividad dentro del vestíbulo. Fuera, St. Charles Avenue estaba tranquila, no había más que un taxi y algún que otro peatón. Cruzó la calle para cortar camino por detrás del hotel. Aquí estaba más tranquilo aún. Cuando iba a pasar por la entrada del garaje del hotel se detuvo, advertido por el sonido de un motor y el reflejo de los faros que se acercaban por la rampa de adentro. Un momento después apareció un coche negro, largo y bajo. Venía ligero y frenó bruscamente, chirriando las cubiertas, al llegar a la calle. Cuando el coche se detuvo quedó en plena luz. Peter advirtió que era un «Jaguar», y parecía como si el guardabarros estuviera abollado; y en el mismo lado había algo raro en el faro. Deseó que el daño no se hubiera producido por negligencia en el garaje del hotel. Si así fuera pronto lo sabría.

Automáticamente miró al conductor. Se sorprendió al ver a Ogilvie.

El detective jefe, al encontrarse con los ojos de Peter, pareció sorprenderse también. Luego, en forma abrupta el coche salió del garaje y continuó su camino.

Peter se preguntó por qué y adonde iría Ogilvie; y por qué en un «Jaguar» en lugar del acostumbrado y ajetreado «Chevrolet» del detective. Luego, pensando que la conducta de los empleados fuera del hotel era cosa de ellos, Peter continuó hacia su apartamento.

Un poco más tarde dormía profundamente.

2

A diferencia de Peter McDermott, Keycase Milne no durmió bien.

La rapidez y eficiencia con que obtuvo los detalles precisos de la llave de la Presidential Suite no se había repetido al hacer el duplicado para su propio uso. Las conexiones que Keycase había establecido al llegar a Nueva Orleáns habían demostrado ser menos útiles de lo que esperó. Un cerrajero, de una calle suburbana próxima a Irish Channel, en quien le aseguraron que podía confiar, aceptó hacer el trabajo, protestando por tener que seguir especificaciones en lugar de copiar la verdadera llave. Pero la nueva llave no estaría lista hasta el mediodía del jueves, y el precio que pidió era exorbitante.

Keycase había aceptado el precio y la espera sabiendo que no tenía alternativa. Pero la espera resultaba muy dura, ya que no ignoraba que cada hora que pasaba, aumentaba la posibilidad de ser perseguido y apresado.

Esta noche, antes de acostarse, había discutido consigo mismo si haría o no otra correría por el hotel, al amanecer. Todavía no habían sido utilizadas dos llaves de su colección: la 449, segunda obtenida en el aeropuerto el martes por la mañana; y la 803, que había pedido y recibido en el mostrador de la recepción, en lugar de la suya propia, la 830. Pero decidió no hacerlo, diciéndose que era más prudente esperar y concentrarse en el proyecto más grande que involucraba a la duquesa de Croydon. Sin embargo, Keycase sabía, al llegar a esa conclusión, que la verdadera razón era el miedo.

Durante la noche, a medida que eludía el sueño, el miedo se hizo más intenso, de manera que ya no intentó ocultárselo a sí mismo, ni con el más sutil velo de engaño. Pero mañana, decidió, de alguna forma vencería el miedo y se convertiría en el león que alguna vez había sido.

Por fin cayó en un sueño intranquilo, y soñó con una gran puerta de hierro, que dejaba fuera la luz del día y el aire, cerrándose tras de él. Trató de correr hacia la puerta mientras se encontraba entreabierta, pero no podía moverse. Cuando la puerta se cerró, lloró, sabiendo que nunca se abriría de nuevo.

Despertó, temblando, en la oscuridad. Su rostro estaba húmedo por las lágrimas.

3

A unos ciento diez kilómetros al norte de Nueva Orleáns, Ogilvie todavía estaba pensando en su encuentro con Peter McDermott. La impresión inicial había sido casi la de un impacto físico. Más de una hora después, Ogilvie había conducido tenso, aunque a veces poco consciente de lo que había adelantado el «Jaguar»; primero, a través de la ciudad, luego cruzando el Pontchartrain Causeway, y después hacia el Norte, por la ruta interestatal 59.

Sus ojos se fijaban sin cesar en el espejo retrovisor. Vigilaba cada par de faros que aparecía detrás, esperando que lo alcanzaran sin dificultad, acompañados del sonido de la sirena. A cada vuelta del camino, se preparaba para frenar ante posibles barreras policiales.

Su inmediata suposición había sido que la única razón posible para justificar la presencia de Peter McDermott, fue presenciar su propia partida acusadora. Ogilvie no tenía la menor idea de cómo McDermott se había enterado del plan. Pues, en apariencia, así era, y el detective del hotel, como el más inexperto novato, había caído en la trampa.

Fue más tarde, a medida que avanzaba por la campiña en la desierta oscuridad del amanecer, cuando comenzó a pensar: «Después de todo, ¿no podría haber sido una coincidencia?»

Era seguro que si McDermott hubiera estado allí con alguna intención, el «Jaguar» ya hubiera sido perseguido o detenido en el camino. La ausencia de tales circunstancias justificaba la suposición de que se trataba de una coincidencia… Era casi seguro que sólo había sido una coincidencia. Con sólo pensarlo, el espíritu de Ogilvie mejoró. Comenzó a pensar con deleite en los veinticinco mil dólares que reuniría al terminar el viaje.

Analizaba: puesto que todo había salido bien hasta ahora, sería más sensato continuar la marcha. Dentro de una hora sería de día. Su plan original había sido apartarse del camino y esperar a que volviera a oscurecer antes de continuar. Pero podía haber peligro en un día de inacción. Estaba a sólo medio camino de Mississippi, todavía relativamente cerca de Nueva Orleáns. Seguir andando, desde luego, sería correr el riesgo de ser descubierto, pero se preguntó cuan grande sería ese riesgo. Contra esa idea, estaba su propio esfuerzo físico del día anterior. Ya estaba cansado, con urgente necesidad de dormir.

Fue entonces cuando sucedió. Detrás de él apareció, como por arte de magia, una luz roja. Sonó imperiosa una sirena.

Era exactamente lo que había esperado que pasara durante las últimas horas. Cuando no había sucedido se había tranquilizado. Ahora la realidad constituía un doble impacto.

En forma instintiva apretó el acelerador. Como una flecha magnífica, el «Jaguar» picó hacia delante. El cuentakilómetros ascendió con rapidez… 110, 120, 130. A los ciento cuarenta kilómetros Ogilvie aminoró la marcha para entrar en una curva. Al hacerlo, la luz roja se acercó por detrás.

La sirena, que se había callado por un momento, sonó otra vez. La luz roja se movió al costado, cuando el conductor trató de pasar.

Era inútil; Ogilvie lo sabía. Aun cuando ahora pudiera ganar distancia, no podría evitar que avisaran a los que estaban delante. Con resignación dejó que menguara la velocidad.

Por un momento tuvo la impresión de que el otro vehículo pasaba por el costado: una larga carrocería limousine de color claro, con suave luz interior, y una figura inclinada sobre otra. Luego la ambulancia había desaparecido y su luz roja se perdía camino adelante.

El incidente lo dejó tembloroso y convencido de su propio cansancio. Decidió que cualquiera que fuera el riesgo, tenía que detenerse durante el día. Ahora había pasado por Macón, una pequeña ciudad de Mississippi, que había sido el objetivo de la primera noche de viaje. El resplandor de la madrugada comenzaba a iluminar el cielo. Se detuvo para consultar un mapa, y poco después abandonó la carretera hacia un complejo de caminos secundarios.

Pronto la superficie del camino se trocó en una huella trillada y con pasto. Amanecía con rapidez. Bajándose del coche, Ogilvie inspeccionó los alrededores del campo.

Aquí y allá algunos bosquecillos, pero desolado, sin una vivienda a la vista. El camino principal distaba más de kilómetro y medio. No lejos había un grupo de árboles. Hizo a pie una exploración y descubrió que la huella llegaba hasta los árboles y terminaba.

El gordo emitió uno de sus gruñidos de satisfacción. Volviendo al «Jaguar», lo condujo con cuidado hasta ocultarlo entre el follaje. Luego hizo unos cuantos reconocimientos, quedando satisfecho porque el coche no podía ser visto sino de cerca. Cuando terminó, subió al asiento de atrás y se durmió.

4

Durante algunos minutos después de despertar, poco antes de las ocho, Warren Trent se preguntaba cuál sería la razón de su buen humor. Luego recordó: esta mañana consumaría el trato hecho ayer con el Sindicato de Jornaleros. Desafiando presiones, malos augurios y diversos obstáculos, había salvado al «St. Gregory» (con sólo unas horas de tiempo) de ser absorbido por la cadena de O'Keefe. Era un triunfo personal. Apartó de su mente el pensamiento de que más adelante esta audaz alianza entre él y el sindicato podría significar un problema mayor. Si eso sucedía, se preocuparía a su debido tiempo; lo más importante era eliminar la amenaza inmediata.

Saliendo de la cama, miró hacia abajo, a la ciudad, desde una ventana de su suite en el piso decimoquinto, el más alto del hotel. Afuera, otro día hermoso, el sol ya estaba alto, brillando en un cielo casi sin nubes.

Tarareaba suavemente mientras se duchaba, y luego lo afeitó Aloysius Royce. La evidente alegría de su patrón era tan poco frecuente, que Royce levantó las cejas en un gesto de sorpresa. Pero Warren Trent no le aclaró nada, pues era demasiado temprano para entrar en conversación.

Cuando estuvo vestido, entró en la sala y telefoneó a Royall Edwards. El contador general, a quien la telefonista localizó en su casa, se ingenió para dejar establecidas dos cosas: que había trabajado durante toda la noche, y que la llamada telefónica de su patrón le había interrumpido su bien ganado desayuno. Desoyendo el tono de queja, Warren Trent trató de descubrir qué reacción habían tenido los dos contadores visitantes, durante la noche. Según el contador general, los visitantes, aunque informados de la actual crisis financiera del hotel, no habían descubierto ninguna otra cosa, y parecían satisfechos con las respuestas a sus preguntas.

Tranquilizado, Warren Trent dejó al contador con su desayuno. Tal vez en ese mismo momento,, pensó, se telefoneaba a Washington confirmando sus propias declaraciones sobre la situación del «St. Gregory». Suponía que pronto recibiría una noticia directa.

Casi en seguida sonó el teléfono.

Royce estaba para servir el desayuno que había llegado hacía unos minutos, en una mesa rodante, desde la cocina. Warren Trent le indicó que aguardara.

La voz de la telefonista informó que era una conferencia. Cuando se identificó, una segunda telefonista le rogó que esperara. Al fin, la voz del presidente del Sindicato de Jornaleros se dejó oír bruscamente en la línea.

– ¿Trent?

– Sí. Buenos días.

– Ayer le avisé que no ocultara ninguna información. Usted fue lo bastante tonto como para intentarlo. Ahora le digo: la gente que trata de engañarme termina deseando no haber nacido. Usted tiene suerte, esta vez, en que el pito haya sonado antes de cerrar el trato. Pero es una advertencia: ¡no trate de hacerlo conmigo, jamás!

La sorpresa, la voz dura y helada, dejaron momentáneamente sin habla a Warren Trent. Recobrándose, protestó.

– ¡En nombre de Dios! No tengo la menor idea de lo que está usted hablando.

– ¡No tiene idea, cuando ha habido un conflicto racial en su maldito hotel! ¡Cuando la crónica está en todos los diarios de Nueva York y Washington!

Tardó unos minutos en relacionar la colérica arenga con el informe de Peter McDermott del día anterior.

– Ayer por la mañana hubo un incidente pequeño. No fue un conflicto racial ni nada por el estilo. En el momento que hablamos usted y yo, no tenía conocimiento del hecho. Y aun cuando lo hubiera sabido, no lo habría mencionado, por no considerarlo importante. En cuanto a los diarios de Nueva York, aún no los he visto.

– Mis hombres los han visto. Y si no ésos, otros diarios de todo el país, llevarán la crónica esta noche. Lo que es más, si pongo dinero en un hotel que rechaza a los negros, pondrán el grito en el cielo, juntamente con todos los políticos que quieren obtener el voto de la gente de color.

– De manera que, entonces, lo que importa no es el principio. No le importa lo que hagamos, mientras no se sepa.

– Lo que me importa es mi negocio. Es decir, dónde invierto los fondos del sindicato.

– Nuestra transacción puede mantenerse confidencial.

– Si usted cree eso, es aún más tonto de lo que pensaba.

Era verdad, concedió, entristecido, Warren Trent: tarde o temprano la noticia de su alianza se conocería. Trató de encararlo de otra manera.

– Lo que sucedió ayer no es un caso aislado. Ya ha ocurrido en otros hoteles del Sur, y sucederá de nuevo. Uno o dos días después la atención se vuelca hacia otra cosa.

– Quizá sea así. Pero si su hotel consigue la ayuda financiera de los Jornaleros ahora, la atención volverá a enfocarlo muy pronto. Y es, precisamente, la clase de atención que no quiero provocar.

– Quiero aclarar esto. ¿Debo entender que, a pesar de la inspección realizada anoche por sus contadores, el acuerdo a que llegamos ayer no subsiste?

La voz desde Washington dijo:

– El problema no está en sus libros. El informe de mi gente es afirmativo. Por el otro asunto no se puede llevar a cabo.

De manera que, después de todo, pensó Warren Trent con amargura, por un incidente que ayer consideró insignificante, le había sido arrebatado el néctar de la victoria. Sabiendo que cualquier cosa que dijera, no significaría ya nada, comentó con acritud:-No siempre ha sido usted tan escrupuloso para usar los fondos del sindicato.

Hubo un silencio. Luego el presidente de los Jornaleros replicó con suavidad:

– Alguna vez se arrepentirá de haber dicho eso.

Con lentitud, Warren Trent colocó el teléfono en su lugar. En una mesa próxima, Aloysius Royce había abierto el correo, con los diarios de Nueva Orleáns. Señaló el Herald Tribune.

– Casi todo está aquí. No veo nada en el Times.

– Ellos tienen ediciones posteriores en Washington.

Warren Trent leyó por encima los títulos del Herald Tribune y miró la fotografía. Era de la escena del día anterior en el vestíbulo del «St. Gregory», con el doctor Nicholas y el doctor Ingram como figuras centrales. Más tarde tendría que leer el artículo completo; pero ahora no se sentía con ánimo para hacerlo.

– ¿Quiere que le sirva el desayuno ahora?

– No tengo apetito -dijo moviendo la cabeza. Levantó los ojos, encontrando la mirada tranquila del negro-. Supongo que pensarás que tengo mi merecido.

– Algo así, quizá. Pero más bien diría que usted no acepta los tiempos en que vivimos -respondió Royce después de pensarlo.

– Si eso es verdad, no debe preocuparte más. Desde mañana, dudo que mi opinión cuente mucho aquí.

– Lo siento mucho.

– Lo que significa que O'Keefe lo tomará a su cargo.

El viejo caminó hasta la ventana y se quedó mirando hacia fuera. Estaba silencioso. Luego, en forma inesperada, dijo:

– Supongo que sabrás las condiciones que me han ofrecido… entre ellas, la de continuar viviendo aquí.

– Sí.

– Ya que tendrá que ser de esa manera, pienso que cuando te gradúes de abogado el mes que viene, tendré que conservarte aquí… en lugar de sacarte de un puntapié, como debiera.

Aloysius Royce vaciló. En cualquier otro momento hubiera devuelto una respuesta rápida y punzante. Pero sabía que lo que estaba oyendo era una súplica de un hombre, vencido y solitario, para que se quedara.

La decisión preocupaba a Royce; de todos modos tendría que tomarla pronto. Durante casi doce años, Warren Trent lo había tratado en muchos sentidos como a un hijo. Si se quedaba, sabía que sus obligaciones podrían ser insignificantes fuera de ser una compañía y confidente, en las horas libres de su trabajo como abogado. La vida distaría mucho de ser desagradable. Y sin embargo, había otras presiones encontradas, que atañían a esa elección de irse o quedarse.

– No lo he pensado mucho -mintió-. Sería mejor que lo hiciera.

Warren Trent reflexionó: todas las cosas grandes y pequeñas estaban cambiando, la mayoría sorprendentemente. No tenía la menor duda de que Royce lo dejaría pronto, del mismo modo que al final había perdido el control del «St. Gregory». Su sensación de soledad, y ahora, de exclusión de la principal corriente de los sucesos, era típica, casi con seguridad, de las personas que han vivido demasiado tiempo.

– Puedes marcharte, Aloysius -le dijo a Royce-. Quiero estar solo un momento.

Decidió que, luego de unos minutos, llamaría a Curtis O'Keefe para rendirse oficialmente.

5

La revista Time, cuyos editores adivinaban una historia de éxitos cuando la leían en los diarios de la mañana, se había lanzado sobre el asunto de los derechos civiles en el incidente del «St. Gregory». Su contacto local, integrante del personal del States-Item de Nueva Orleáns, fue puesto sobre aviso y se le ordenó que reuniera todos los antecedentes que pudiera en el ambiente local. Habían telefoneado al jefe del Time, en Houston, la noche anterior, poco antes de que una edición temprana del Herald Tribune diera la noticia en Nueva York; y el jefe de la agencia de Houston había tomado el avión de las primeras horas de la mañana para Nueva Orleáns.

Ahora ambos hombres estaban conferenciando a puerta cerrada con Herbie Chandler, el jefe de botones, en una pequeña habitación del piso principal, vagamente conocida como oficina de Prensa. Tenía pocos muebles: un escritorio, teléfono y una percha. El hombre de Houston, en razón de su importancia, ocupaba la única silla.

Chandler, respetuosamente, conocedor de la liberalidad del Time con aquellos que le facilitaban el camino, estaba proporcionando las noticias que acababa de recoger.

– He averiguado lo que pasa en la reunión de odontólogos. Están encerrándose más herméticamente que un tambor. Le han dicho al camarero principal del piso que nadie puede entrar, excepto los miembros; ni siquiera las esposas, y tienen gente propia en la puerta, controlando los nombres. Antes de que comience la reunión, todo el personal del hotel tiene que marcharse y las puertas se cerrarán con llave.

El jefe de Houston asintió. Era un joven vehemente llamado Quaratone, que ya había entrevistado al presidente de los dentistas, doctor Ingram. El informe del jefe de botones confirmaba lo que había sabido.

– Desde luego, vamos a celebrar una reunión general de emergencia -había dicho el doctor Ingram-. Lo decidió la junta de los ejecutivos anoche, pero será una reunión a puerta cerrada. Si por mí fuera, hijo, usted y todo el que quisiera entraría y los recibiríamos con gusto. Pero algunos de mis colegas lo ven de otra manera. Piensan que la gente hablará con más libertad si la Prensa no está presente. De manera que pienso que tendrán que esperar que terminemos.

Quaratone, que no tenía la intención de esperar, había agradecido cortésmente al doctor Ingram sus declaraciones. Con Herbie Chandler ya comprado, Quaratone había tenido la idea de emplear un viejo truco y asistir a la reunión vestido con el uniforme de un botones. La última información de Chandler, demostró que necesitaba cambiar de plan.

– ¿Es grande el recinto donde se celebra la reunión? -preguntó Quaratone.

– Es el Salón Dauphine, señor -informó Chandler-. Tiene capacidad para trescientas personas sentadas. Es la cantidad de gente que esperan tener.

El hombre del Time pensó un momento. Cualquier reunión que alcance a trescientas personas, dejará de ser secreta en el instante que termine. Después podré mezclarme fácilmente con los delegados, y actuando como uno de ellos, enterarme de lo que ha sucedido. Sin embargo, de esa manera perdería la mayor parte de las menudencias de interés humano que reclaman el Time y sus lectores.

– ¿El salón tiene galería?

– Hay una pequeña, pero ya han pensado en ello. Lo averigüé. Habrá un par de personas de la convención allí. Además, se desconectarán los altavoces.

– ¡Demonios! -objetó el corresponsal local-. ¿De qué tienen miedo? ¿De saboteadores?

– Algunos de ellos quieren decir algo, pero sin dejar constancia -dijo Quaratone, pensando en voz alta-. La gente profesional, en asuntos raciales por lo menos, no toma posiciones. Aquí mismo se han metido en un brete al admitir el planteo de una definición entre la acción descarada de marcharse o tener un gesto simbólico, sólo para salvar las apariencias. En ese sentido, digo que la situación es excepcional.

Pensó que también por eso podría haber allí una historia mejor de lo que al principio había supuesto. Más que nunca, estaba determinado a encontrar una manera de entrar en la reunión.

– Quiero un plano del piso donde se celebra la reunión y del de arriba -le dijo en forma perentoria a Herbie Chandler-. No sólo un plano de la distribución, sino uno técnico, que muestre las paredes, conductos, espacios en los cielos rasos y todo lo demás. Lo quiero pronto, porque si hemos de hacer algo, tenemos menos de una hora.

– En realidad, no sé que exista una cosa así, señor. En cualquier caso… -el jefe de botones guardó silencio, al observar que Quaratone estaba sacando una cantidad de billetes de veinte dólares.

El hombre del Time le dio cinco de los billetes a Chandler.

– Consiga alguien encargado del mantenimiento, mecánico o lo que sea. Utilice esto, por ahora. Me ocuparé de usted más tarde. Búsqueme aquí dentro de media hora; antes, si es posible.

– ¡Sí, señor! -La cara de comadreja de Chandler se plegó en una sonrisa obsequiosa.

– Continúe con los enfoques locales, ¿quiere? -ordenó Quaratone al reportero de Nueva Orleáns-. Declaraciones de la Municipalidad de ciudadanos importantes; mejor será que hable con la N.A.A.C.P. Usted sabe… ese tipo de cosas.

– Podría describirlo en sueños.

– No lo haga. Y busque cosas de interés humano. Podría ser una buena idea conseguir hablar con el alcalde en los lavabos. Lavándose las manos, mientras le formula a usted una declaración… Simbólico. Consígase una primicia…

– Trataré de ocultarme en un lavabo. -El reportero salió alegremente, sabiendo que a él también se le pagaría con generosidad por ese trabajo extra.

Quaratone esperó en la cafetería del «St. Gregory». Pidió té helado y lo bebió a sorbos, ausente, absorto en la historia que estaba desarrollándose. No sería muy importante, pero si podía encontrar enfoques nuevos, tal vez resultaría una columna y media en la edición de la semana siguiente. Lo que le agradaría, puesto que en las últimas semanas, una docena o más de sus artículos elaborados con todo cuidado, habían sido rechazados o acortados por Nueva York, durante la preparación de la revista. Esto no era excepcional, y escribir en el vacío era una frustración con la que había aprendido a vivir el personal de Time-Life. Pero a Quaratone le gustaba salir en letra de molde, y ser tenido en cuenta por quienes le interesaban.

Volvió a la pequeña oficina de Prensa. A los pocos minutos llegó Herbie Chandler, trayendo a un joven de cara afilada vestido con traje de mecánico. El jefe de botones lo presentó como Ches Ellis, operario del servicio de mantenimiento del hotel. El recién llegado tendió la mano, saludando con deferencia a Quaratone.

– Tengo que devolverlos en seguida -aclaró con nerviosismo, señalando un rollo de planos que llevaba debajo del brazo.

– Lo que yo necesito no tomará mucho tiempo. -Quaratone ayudó a Ellis a extender los planos, sujetando los bordes.- Bien, ¿dónde queda el Salón Dauphine?

– Aquí.

– Ya le advertí a Ellis que había una reunión, señor -interrumpió Chandler-, y que usted quería observar lo que ocurría, sin ser visto.

– ¿Qué hay en las paredes y cielos rasos? -preguntó el hombre del Time a Ellis.

– Las paredes son macizas. Hay un espacio entre el cielo raso y el piso de arriba, pero si piensa estar allí, no lo haga. Caería a través del yeso.

– Compruébelo -dijo Quaratone, que había estado pensando, precisamente, eso. Señaló el plano con un dedo-. ¿Qué son estas líneas?

– Salidas del aire caliente que viene desde la cocina. En cualquier lugar próximo a eso, se asará.

– ¿Y esto otro?

Ellis se inclinó, estudiando el plano. Consultó una segunda hoja.

– Conductos de aire frío. Corre a través del cielo raso del Salón Dauphine.

– ¿Hay salidas de aire frío hacia ese salón?

– Tres. En el centro y en cada uno de los extremos. Ahí están marcadas.

– ¿De qué tamaño es el conducto?

– Poco más o menos un tercio de metro cuadrado -estimó el hombre del mantenimiento.

– Me gustaría introducirme en ese conducto, y arrastrarme por él, para oír y ver lo que sucede abajo.

Necesitaron menos tiempo del que habían previsto. Ellis (al principio muy reticente), fue convencido por Chandler para que obtuviera otro traje de mecánico y un equipo de herramientas. El hombre del Time se puso con rapidez el mono y tomó las herramientas. Luego, con cierto nerviosismo pero sin incidentes, Ellis lo precedió por una salida anexa a la cocina en el piso de la convención. El jefe de los botones se mantenía discretamente apartado. Quaratone no tenía idea de cuántos de los cien dólares habían pasado de Chandler a Ellis… No serían todos, pero era obvio que fueron bastantes.

El paso a través de la cocina (ostensiblemente, de dos operarios del mantenimiento) no llamó la atención. Ellis había retirado de antemano una rejilla de metal colocada arriba, en la pared del anexo. Una escalera alta estaba frente a la abertura que había estado cubierta por la rejilla. Sin hablar, Quaratone subió por la escalera y se introdujo en el hueco. Descubrió que había espacio para arrastrarse, utilizando los codos, pero era muy justo. La oscuridad, exceptuando los fugaces reflejos provenientes de la cocina, era completa. Sintió una ráfaga de aire fresco en la cara; la presión del aire aumentaba a medida que su cuerpo obstruía más el conducto de metal.

– Cuente cuatro salidas de aire -le susurró Ellis desde atrás-. La cuarta, quinta y sexta son las del Salón Dauphine. Trate de no hacer ruido, señor, porque lo oirán. Volveré dentro de media hora; si no ha terminado, insistiré media hora después. -Quaratone trató de volver la cabeza, pero no pudo. Eso le sugirió que salir sería más difícil que entrar. Para animarse, se dijo en voz baja: «¡Adelante, Roger!», y comenzó a arrastrarse.

La superficie metálica era dura para rodillas y codos. Tenía también unos rebordes afilados que lastimaban. Quaratone retrocedió cuando un tornillo le rasgó el pantalón, penetrándole dolorosamente en la pierna. Desenganchó la tela y volvió a avanzar.

Los conductos de aire eran fáciles de localizar por la luz que se filtraba desde abajo. Pasó por encima de tres salidas de aire, deseando que las rejillas y conductos estuvieran bien firmes. Al acercarse a la cuarta, oyó voces. Parecía que la reunión había comenzado. Para alegría de Quaratone, las voces llegaban con claridad, y extendiendo el cuello podía ver una parte de la habitación de abajo. La vista, pensó, probablemente fuera mejor desde la siguiente rejilla. Así era. Ahora podía ver más de la mitad de la concurrida asamblea, donde el presidente de los dentistas, el doctor Ingram, estaba hablando. El hombre del Time sacó un bloc y un bolígrafo, este último con una pequeña luz en la punta.

– …les pido -estaba diciendo el doctor Ingram-, que tomen la actitud más dura -se calló un momento, y prosiguió-: Los profesionales como nosotros, por naturaleza, estamos situados en un término medio, pero hemos perdido demasiado tiempo hablando de los derechos humanos. Entre nosotros, no discriminamos, por lo menos, la mayor parte del tiempo, y hemos considerado que ya ha habido bastante de eso en el pasado. En general, hemos desoído los sucesos y las presiones externas a nuestras propias filas. Nuestro razonamiento ha sido que somos profesionales, hombres de la medicina, con poco tiempo para otras cosas. Bien, puede ser que eso sea verdad, aunque cómodo. Pero aquí y ahora… nos guste o no, estamos comprometidos hasta los dientes.

El pequeño doctor se detuvo, escrutando con los ojos los rostros de su auditorio.

– Ustedes ya están informados de la intolerable ofensa hecha por este hotel a nuestro distinguido colega, el doctor Nicholas; una ofensa en abierto desafío a la ley de los derechos civiles. En represalia, como presidente, tengo que recomendar una acción extrema: debemos cancelar nuestra convención, y retirarnos del hotel, en masa.

Se produjo un movimiento de sorpresa en los distintos sectores del salón. El doctor Ingram continuó:

– La mayor parte de ustedes estaban enterados de esa proposición. Para otros, para los que han llegado esta mañana, es una cosa nueva. Permítanme añadir, para conocimiento de ambos grupos, que el paso que acabo de proponer significa inconvenientes y frustración, tanto para mí como para ustedes, y una pérdida profesional así como de interés público. Pero hay situaciones que implican planteos de conciencia demasiado serios, en los que sólo caben definiciones categóricas. Creo que ésta es una de ellas. También es la única forma en que podemos demostrar la fuerza de nuestros sentimientos y con la que probaremos, sin lugar a dudas, que en materia de derechos humanos esta profesión no será burlada otra vez.

Desde algunos puntos llegaron exclamaciones de: «¡Bien! ¡Bien!» pero también otras de disentimiento.

Cerca del centro del salón, una figura corpulenta se puso de pie. Quaratone, inclinándose hacia delante, desde su ventajosa situación tuvo una impresión de mandíbulas, una sonrisa en unos labios gruesos, y anteojos de pesada armazón. El hombre anunció:

– Soy de Kansas City.

Hubo un aplauso cálido que fue retribuido con un ademán.

– Sólo tengo una pregunta que hacer al doctor. ¿Será él quien le explique a mi mujercita (que ha estado contando con este viaje, como muchas otras esposas, supongo) por qué, no bien hemos llegado, tenemos que volvernos a casa?

– ¡No se trata de eso! -protestó una voz indignada, que fue ahogada por comentarios y risas irónicas de otros asistentes.

– Sí, señor -dijo el hombre corpulento-, me gustaría que fuera él quien se lo dijera a mi esposa -y complacido consigo mismo, volvió a sentarse.

– Señores, éste es un asunto urgente, serio. -El doctor Ingram estaba de pie, con la cara roja, indignado.- Hemos postergado una resolución por veinticuatro horas lo que, en mi opinión, significa que ya hemos perdido medio día.

Hubo aplausos, pero breves y esparcidos. Muchas otras voces hablaron a la vez. Al lado del doctor Ingram, el presidente de la reunión golpeó la mesa con un mazo.

Otros hablaron, deplorando la expulsión del doctor Nicholas, pero dejando la cuestión de la represalia sin respuesta. Entonces, como por consenso general, la atención se centralizó en una figura delgada, apuesta, que se había puesto de pie, con una sugestión de autoridad, próxima al frente del salón. Quaratone no pudo escuchar el nombre que anunció el presidente, pero oyó:

– …segundo vicepresidente y miembro de nuestra junta ejecutiva.

El nuevo orador tenía una voz seca y autoritaria.

– Fue a mi requerimiento, apoyado por algunos de nuestros miembros ejecutivos, por lo que esta reunión se celebra in camera. En consecuencia podemos hablar libremente, sabiendo que lo que aquí se diga no quedará registrado o tal vez mal reproducido, fuera de este salón. Esta circunstancia, debo añadir, contó con la fuerte oposición de nuestro estimado presidente, el doctor Ingram.

– ¿De qué tiene miedo…? ¿De comprometerse? -interrumpió desde la plataforma el doctor Ingram.

– Siento como nadie un desagrado personal por la discriminación -continuó el hombre apuesto, desoyendo la pregunta de Ingram-. Algunos de mis mejores… -dudó- de mis más apreciados asociados son de otros credos y razas. Además, deploro, con el doctor Ingram, el incidente de ayer. En lo que discrepamos en este momento, es simplemente en una cuestión de procedimiento. El doctor Ingram (si se me permite emular su inclinación a las metáforas), propugna la «extracción». Mi punto de vista es tratar con más mesura una «infección» desagradable, pero «localizada» -hubo un rumor de risas. El orador sonrió-. No puedo creer que nuestro colega, el doctor Nicholas desgraciadamente ausente -prosiguió-, gane nada en absoluto con la cancelación de nuestra convención. Es seguro que, como profesión, perderíamos. Más aún, y ya que estamos en sesión privada lo diré con franqueza, no creo que como organización, el amplio tema de las relaciones raciales, sea de nuestra incumbencia.

Una sola voz, cerca del fondo, protestó:

– ¡Por supuesto que nos incumbe! ¿Acaso, no le incumbe a todo el mundo? -Pero en casi todo el salón, sólo hubo un atento silencio.

El orador movió la cabeza.

– Cualquiera que sea la postura que tomemos o dejemos de tomar, debe ser en forma individual. Desde luego, debemos apoyar a nuestra gente cuando sea necesario. Dentro de un momento seguiré ciertos pasos para el caso del doctor Nicholas. Pero estoy de acuerdo con el doctor Ingram en que somos médicos profesionales con poco tiempo para otras cosas.

– ¡Yo no he dicho eso! -barbotó el doctor Ingram, poniéndose de pie de un salto-. Señalé que era un punto de vista que se había sostenido en el pasado. Sucede que estoy en completo desacuerdo.

El hombre apuesto se encogió de hombros.

– Y sin embargo, ésa fue su declaración.

– Pero no con esa significación. ¡No permitiré que tergiverse el sentido de mis palabras! -Los ojos del doctor Ingram brillaban coléricos. Prosiguió con vehemencia, sin esperar autorización:

– Señor presidente: estamos aquí hablando ligeramente, usando palabras como «desgraciado» y «lamentable». ¿No comprenden todos ustedes que es más que eso? ¿Que estamos considerando una cuestión de derechos humanos y de decoro? Si hubieran estado aquí ayer y hubieran presenciado, como yo, la indignidad y el agravio inferido a un colega, a un amigo, a un hombre bueno…

– ¡Orden! ¡Orden! -se oyeron algunas exclamaciones fuertes. Cuando el presidente de la reunión golpeó con el mazo, el doctor Ingram con sonrojo y disgusto, se dio por vencido.

– ¿Puedo continuar? -inquinó con cortesía el hombre apuesto.

El presidente asintió.

– Gracias, señores, formularé mis sugerencias en forma breve. Primera: propongo que en el futuro nuestras convenciones se lleven a cabo en locales, donde el doctor Nicholas y otros de su raza, sean aceptados sin preguntas ni inconvenientes. Hay muchos lugares que el resto de nosotros encontrará aceptables. En segundo lugar: propongo que levantemos un acta desaprobando la actitud de este hotel al rechazar al doctor Nicholas; después de lo cual deberíamos continuar con nuestra convención, como se proyectó.

En el estrado, el doctor Ingram sacudía la cabeza, sin poder creer lo que oía.

El orador consultó una hoja de papel que tenía en la mano.

– De acuerdo con otros miembros de la junta ejecutiva, he preparado una resolución…

En su nido de ave de presa, Quaratone había dejado de escuchar. Se podía presumir lo que diría; si era necesario, obtendría una copia más tarde. Observaba, en cambio, los rostros del auditorio de allí abajo. Era un conjunto de rostros comunes, de hombres razonablemente educados. Traslucían alivio. Alivio, pensó Quaratone, al no tener que afrontar el tipo de acción, poco cómoda y desacostumbrada, que había propuesto el doctor Ingram. El recurso de las palabras, exhibidas con cuidado en un estilo democrático, ofreció una salida. Las conciencias se sentirían aliviadas, las conveniencias intactas. Había habido una suave protesta, un solo orador que apoyó al doctor Ingram, pero de poco peso. Y la reunión parecía abocarse a una prolija discusión respecto a las palabras de la resolución.

El hombre del Time se estremeció, lo que le recordó que entre otras molestias, había estado cerca de una hora en un conducto de aire frío. Pero el esfuerzo había valido la pena. Tenía una historia vivida que los estilistas de Nueva York podían volver a redactar cáusticamente. También tenía la idea de que esta semana, su trabajo no sería cercenado.

6

Peter McDermott se enteró de la decisión del Congreso de Odontólogos de continuar la convención, casi tan pronto como terminó la reunión in camera. En razón de la gran importancia de la reunión para el hotel, había puesto un empleado a la puerta del Salón Dauphine, con instrucciones de informar sin la menor demora de lo que llegara a sus oídos. Un momento antes, el empleado había telefoneado para decir que por las conversaciones mantenidas por los delegados que se retiraban, era obvio que la proposición de cancelar la convención, había sido rechazada.

Peter suponía que, en beneficio del hotel, debía sentirse complacido. En cambio tenía una sensación de depresión. Se preguntaba qué efecto había producido en el doctor Ingram, cuya fuerte motivación y rectitud habían sido repudiados.

Peter reflexionó, con desagrado, que, después de todo, la cínica apreciación de Warren Trent había resultado acertada. Estimó que debía informar al propietario del hotel.

Cuando Peter entró en la suite del director gerente en el sector de los ejecutivos, Christine levantó los ojos del escritorio y le sonrió con expresión afectuosa, que le hizo recordar cuánto había deseado hablar con ella la noche anterior.

– ¿Fue una reunión agradable? -preguntó Christine. Al ver que titubeaba, pareció divertida-. ¿No lo has olvidado ya?

– Todo estuvo muy agradable. Sin embargo, te eché de menos… y todavía no me perdono la confusión de las invitaciones.

– Hemos envejecido veinticuatro horas. Ya puedes olvidarla.

– Si estás libre, tal vez pudiéramos compensarlo esta noche.

– ¡Están lloviendo invitaciones! Esta noche voy a cenar con míster Wells.

– ¿Se ha recobrado…? -exclamó Peter, levantando las cejas.

– No lo bastante para salir del hotel, motivo por el que cenaremos aquí. Si trabajas hasta tarde, ¿por qué no te reúnes con nosotros después?

– Si puedo, lo haré -indicó las puertas dobles, cerradas, del despacho del propietario del hotel-. ¿Puedo ver a W. T.?

– Puedes entrar. Espero que no haya problemas. Parece estar

deprimido esta mañana.

– Tengo noticias que le alegrarán. Los dentistas acaban de votar contra la cancelación del congreso -luego agregó con más seriedad-: Supongo que ha visto los diarios de Nueva York.

– Sí, y pienso que lo hemos merecido.

Peter hizo un gesto de asentimiento.

– También vi los diarios locales – comentó Christine-. No hay ninguna novedad respecto a aquel horrible accidente. No puedo olvidarlo.

– Yo tampoco. -Una vez más la escena de tres noches atrás: el camino atravesado con una cuerda; las linternas; la Policía buscando indicios… todo se presentó a su recuerdo. Se preguntó si la investigación de la Policía descubriría el coche y al conductor culpable. Quizás ambos estuvieran ya a salvo, aun cuando esperaba que no fuera así. El recuerdo de un crimen le trajo el de otro delito. Tenía que acordarse de preguntar a Ogilvie si había alguna novedad en la investigación del robo perpetrado en el hotel. Se sorprendió, al pensar en ello, de no haber sabido ni una palabra del jefe de detectives hasta ahora.

Con una sonrisa a Christine, golpeó la puerta del despacho de Warren Trent, y entró.

La noticia que le traía Peter, pareció causarle poca impresión. El propietario del hotel asintió ausente, como molesto de tener que cambiar sus pensamientos, apartándolos del recuerdo íntimo en que estaba sumergido.

Peter tuvo la sensación de que iba a decirle algo… sobre otro asunto… luego, repentinamente, cambió de idea. Después de una breve conversación, Peter se marchó.

Albert Wells había tenido razón, pensó Christine, al predecir la invitación de Peter McDermott para esa noche. Tuvo un momento de arrepentimiento por haber concertado deliberadamente una cita, para no estar disponible.

Esto le recordó la estratagema que había pensado, a fin de que la noche resultara poco onerosa a Albert Wells. Telefoneó a Max, el maitre del comedor principal.

– Max, los precios de las comidas son vergonzosos -dijo Christine.

– Yo no los fijo, miss Francis. Algunas veces desearía hacerlo.

– ¿Has tenido mucha gente, últimamente?

– Algunas noches me siento como Livingstone esperando a Stanley. Saben que los hoteles como éste, tienen una cocina central y que en cualquiera de sus restaurantes pueden tener la misma comida, preparada por los mismos chefs. Entonces, ¿por qué no concurrir a los salones donde el precio es más bajo, aunque el servicio no sea tan elegante?

– Tengo un amigo a quien le gusta el servicio del comedor principal. Un caballero anciano llamado míster Wells. Comeremos allí esta noche. Quiero que su cuenta sea moderada, aunque no demasiado, para evitar que lo advierta. Cargúeme la diferencia.

– ¡Vaya! -rió el jefe de los camareros-. Usted es el tipo de muchacha que me gustaría conocer.

– Con usted no lo haría, Max. Todo el mundo sabe que es una de las dos personas más ricas del hotel.

– ¿Y quién es el otro?

– ¿No es Herbie Chandler?

– No me hace ningún favor, uniendo mi nombre con el de ése.

– Pero, ¿usted se ocupará de míster Wells?

– Miss Francis, cuando le presentemos la cuenta creerá que ha comido en un automático.

Christine colgó el auricular, riendo y sabiendo que Max manejaría la situación con tacto y sentido común.

Con una cólera incrédula y creciente, Peter McDermott leía, con lentitud, por segunda vez el memorándum de Ogilvie, comunicación que estaba esperándolo en su escritorio, cuando volvió de su breve entrevista con Warren Trent.

Con fecha y hora de la noche anterior, había sido dejado, sin duda alguna en la oficina de Ogilvie para que fuera recogido con la correspondencia interna, esta mañana. Era evidente que tanto la hora como el sistema de entrega había sido fijado para que cuando recibiera la comunicación fuera imposible tomar ninguna medida (al menos en el momento) relativa al contenido.

Decía:

Míster P. McDermott.

Tema: Vacaciones.

El suscrito desea informar a usted que se toma cuatro días de licencia de los siete que le corresponden, por razones personales urgentes, comenzándola inmediatamente.

W. Finegan, subjefe de mi departamento, está informado del robo y de las medidas tomadas, etcétera. También puede actuar en otros asuntos.

El suscrito se presentará a trabajar el lunes próximo.

Sinceramente

T. I. Ogilvie

Jefe de Detectives del Hotel

Peter recordó, indignado, que hacía menos de veinticuatro horas Ogilvie había admitido como muy probable que un ladrón profesional de hoteles estuviera operando dentro del «St. Gregory». En tal oportunidad Peter había solicitado al detective que se trasladara al hotel por unos días, sugerencia que el gordo había rechazado. Entonces Ogilvie ya debería de tener intención de partir a las pocas horas, pero la había mantenido secreta. ¿Por qué? Era obvio que había comprendido que Peter se hubiera opuesto, y no había tenido valor para discutirlo y tal vez tener que postergar la licencia.

El memorándum decía: «…razones personales urgentes…» Bien, teorizaba Peter, quizás eso fuera verdad. Hasta Ogilvie, a pesar de su alardeada intimidad con Warren Trent, comprendería que su ausencia en este momento, sin prevenirlo, precipitaría un conflicto mayor como consecuencia.

¿Qué tipo de razones personales urgentes estaban en juego? Era evidente que no se trataba de nada correcto que se pudiera discutir abiertamente. Porque de ser así, no hubiera procedido de esa manera. No obstante, en el negocio de hoteles, la auténtica dificultad personal de un empleado, hubiera sido tratada con comprensión. Siempre había sido así.

De manera que tenía que ser otra cosa que Ogilvie no podía revelar. Peter pensó que no era asunto suyo, sino en la medida que afectaba al desenvolvimiento del hotel. Puesto que lo afectaba, tenía derecho a ser curioso. Decidió hacer un esfuerzo para saber por qué motivo el detective se había ido y adonde.

Por el timbre llamó a Flora. Tenía el memorándum en la mano cuando entró. Al advertirlo, ella hizo un gesto.

– Lo leí. Pensé que usted no se molestaría.

– Si puede, quisiera que averiguara dónde está. Hable por teléfono a su casa; luego, a todos los otros lugares a que suele ir. Averigüe si alguien lo ha visto hoy o si espera verlo. Deje mensajes. Si localiza a Ogilvie, hablaré yo personalmente.

Flora escribió en su cuaderno.

– Otra cosa… Llame al garaje. Anoche alrededor de la una de la madrugada, cuando volvía caminando hacia el hotel, vi a nuestro hombre que salía conduciendo un «Jaguar». Es posible que haya dicho a alguien a dónde iba.

Cuando Flora se marchó, envió a buscar al subjefe de detectives, Finegan, un hombre delgado, lento para hablar, oriundo de Nueva Inglaterra, que cavilaba antes de responder a las impacientes preguntas de Peter.

No. No tenía idea de adonde había ido míster Ogilvie. Fue sólo a última hora del día anterior cuando su superior había informado a Finegan de que se quedaría a cargo de todo durante los próximos días. Sí. La noche anterior había habido continuas patrullas en el hotel, pero no se observó ninguna actividad sospechosa. Tampoco se informó por la mañana sobre la presencia de ningún intruso en las habitaciones. No. Tampoco habían sabido nada del Departamento de Policía de Nueva Orleáns. Sí. Finegan seguiría trabajando con la Policía, como lo sugería Mc-Dermott. Desde luego, si Finegan sabía algo de míster Ogilvie, míster McDermott sería informado en seguida.

Peter despachó a Finegan. Por el momento no había nada más que hacer, a pesar de que la cólera de Peter con Ogilvie era todavía intensa.

No se había suavizado, cuando Flora le anunció por el intercomunicador:

– Miss Marsha Preyscott en la línea dos.

– Dígale que estoy ocupado; llamaré después. -Peter se controló-. No, mejor, le hablaré -tomó el teléfono.

– He oído eso -comentó con viveza-. Lo he oído.

Con irritación, Peter resolvió recordar a Flora que debería bajar la palanca del teléfono, cuando el intercomunicador estaba abierto.

– Lo siento. Es una mañana pésima comparada con una noche como la de ayer.

– Apostaría a que lo primero que aprenden los gerentes del hotel es a recuperarse con rapidez, como acaba de hacerlo -replicó Marsha.

– Algunos podrán. Pero yo soy así.

La sintió vacilar. Luego, preguntó ella:

– ¿Fue tan hermosa… la noche?

– Sí, muy hermosa.

– Me alegro. Entonces, estoy dispuesta a cumplir mi promesa.

– Tengo la impresión de que ya lo ha hecho.

– No. Le prometí enseñarle algo de la historia de Nueva Orleáns. Podríamos empezar esta tarde.

Estuvo por decir que no; que le era imposible dejar el hotel. Luego, comprendió que deseaba ir. ¿Por qué no? Rara vez tomaba los dos días libres que le correspondían por semana, y últimamente había trabajado muchas horas extras. Podía concederse una breve ausencia.

– Bien, vamos a ver cuántos siglos pueden cubrirse entre las catorce y las dieciséis horas.

7

Durante los veinte minutos que duró la sección de plegarias antes de desayunar en su suite, Curtis O'Keefe, por dos veces, se sorprendió distraído. Era un síntoma conocido de inquietud por el que se disculpaba brevemente ante Dios, si bien sin insistir demasiado en el punto, ya que el instinto de estar siempre en movimiento era parte de la naturaleza del magnate hotelero y, presumiblemente, conformado así por la misma divinidad.

Era un alivio, sin embargo, recordar que éste era el último día en Nueva Orleáns. Partiría para Nueva York e Italia al día siguiente. Su destino allá, para él y Dodo, era el «Hotel O'Keefe» en Napóles. Además del cambio de escenario, sería satisfactorio estar en uno de sus hoteles, otra vez. Curtis O'Keefe nunca había entendido la sutileza de sus críticos cuando decían que, alojándose en los hoteles de la cadena O'Keefe, era posible viajar alrededor del mundo, sin tener la sensación de dejar los EE.UU. A pesar de que le gustaba viajar por el extranjero, le placía estar rodeado de cosas que le eran familiares: el decorado americano, con sólo mínimas concesiones al color local; el sistema de cañerías americanas; la comida americana; y, la mayoría de las veces, la gente americana. Los establecimientos O'Keefe proporcionaban todo eso.

Tampoco tenía importancia que, dentro de una semana, se sintiera tan impaciente por partir de Italia, como lo estaba ahora por partir de Nueva Orleáns. Había muchos sitios dentro de su propio imperio: el «Taj Mahal O'Keefe»; «O'Keefe Lisbon»; «Adelaide O'Keefe»; «O'Keefe Copenhagen», y otros… en los que una visita del magnate (aunque en esta época eso no era esencial para un manejo eficiente de la cadena) estimularía el negocio, como la visita de un Papa aceleraría la construcción de una catedral.

Luego, por supuesto, volvería a Nueva Orleáns, quizá dentro de uno o dos meses, cuando el «St. Gregory» (para entonces el «O'Keefe St. Gregory») estaría hecho, y moldeado según el patrón de los hoteles de la cadena O'Keefe. Su llegada para las ceremonias inaugurales sería triunfal, con fanfarrias, y la población le haría llegar un saludo de bienvenida y habría comentarios de la Prensa, Radio y Televisión. Como siempre, en tales ocasiones, traería consigo un séquito de celebridades, incluyendo estrellas de Hollywood, no difíciles de reclutar para un festejo gratis y pródigo.

Pensando en ello, Curtis O'Keefe estaba impaciente porque esto sucediera pronto. También se sentía un poco frustrado por no haber recibido hasta ahora la aceptación oficial de Warren Trent, de los términos ofrecidos dos noches antes. Ya era la media mañana del jueves. Faltaban noventa minutos para que finalizara el plazo acordado. Era obvio que, por razones propias, el dueño del «St. Gregory» intentaba esperar hasta el último momento, antes de aceptar.

O'Keefe caminaba inquieto por la suite. Media hora antes, Dodo se había marchado a hacer compras, para lo que le había dado unos cuantos cientos de dólares. Sus compras, sugirió, deberían incluir algunas ropas livianas, ya que era probable que en Napóles hiciera más calor que en Nueva Orleáns, y no habría tiempo para recorrer tiendas en Nueva York. Dodo le dio muchas gracias, como siempre lo hacía, aun cuando sin el entusiasmo desbordante que había demostrado el día anterior durante la excursión en el barco alrededor de la bahía, que sólo había costado seis dólares. Las mujeres, pensó, son criaturas que te dejan perplejo.

Se detuvo frente a la ventana, mirando hacia fuera, cuando al otro lado de la habitación llamó el teléfono. Llegó hasta él en media docena de pasos.

– ¿Diga?

Esperaba oír la voz de Warren Trent. En cambio una telefonista anunció que era una conferencia. Un momento después oyó en la línea el deje nasal californiano de Hank Lemnitzer.

– ¿Es usted, O'Keefe?

– Sí, soy yo -sin razón alguna Curtis O'Keefe deseó que su representante en la costa occidental no hubiera considerado necesario telefonearle dos veces en veinticuatro horas.

– Tengo espléndidas noticias para usted.

– ¿Qué clase de noticias?

– He firmado un contrato para Dodo.

– Creo que aclaré ayer que insistía en que fuera algo especial para miss Lash.

– ¿A qué le llama especial, míster O'Keefe? Esto es lo más especial; una verdadera oportunidad. Dodo es una muchacha afortunada.

– Cuénteme…

– ¿Recuerda que Walt Curzon estaba filmando una nueva versión de You Can't Take it With You? ¿Recuerda? Pusimos dinero en el asunto.

– Recuerdo.

– Ayer descubrí que Walt necesitaba una muchacha para desempeñar el papel de la vieja Ann Miller. Es un buen papel. Le queda a Dodo tan perfecto como un corpiño ajustado.

Curtis O'Keefe, malhumorado, deseó una vez más que Lemnitzer fuera más sutil en la elección de las palabras.

– Presumo que habrá una prueba en pantalla.

– Por supuesto.

– Entonces, ¿cómo sabemos si Curzon estará de acuerdo en darle el papel?

– ¿Está usted bromeando? No subestime su influencia, míster O'Keefe. Dodo tiene su papel. Además, he puesto a Sandra Straughan para que trabaje con ella. ¿Usted conoce a Sandra?

– Sí. -O'Keefe sabía quién era Sandra Straughan. Tenía reputación de ser una de las mejores profesoras de arte dramático del ambiente cinematográfico. Entre otras cosas, tenía fama de aceptar muchachas desconocidas, con padrinos influyentes, para convertirlas en princesas de taquilla.

– Me alegro mucho por Dodo -agregó Lemnitzer-. Es una muchacha que siempre me gustó. Lo único que pasa es que debemos actuar con rapidez.

– ¿A qué llama rapidez?

– La necesitaban ayer, míster O'Keefe. Todo encaja bien, sin embargo, con lo otro, que ya he arreglado.

– ¿Qué es lo otro?

– Jenny LaMarsh. ¿Ya ha olvidado? -preguntó Hank Lemnitzer sorprendido.

– No. -Por supuesto que O'Keefe no había olvidado a la inteligente y hermosa morena de Vassar, que lo había impresionado tanto hacía uno o dos meses. Pero después de la conversación de ayer con Lemnitzer, había apartado sus pensamientos de Jenny LaMarsh, por el momento.

– Todo está arreglado, míster O'Keefe; Jenny toma el avión esta noche para Nueva York; se reunirá con usted mañana. Cambiaremos las reservas de Dodo para Napóles, y las pondremos a nombre de Jenny. Entonces, Dodo puede venir directamente aquí, por avión desde Nueva Orleáns. Es sencillo, ¿no?

Era, en verdad, sencillo. Tan sencillo que O'Keefe, en realidad, no pudo encontrar ninguna falla en el plan. Se preguntó por qué quería encontrar alguna.

– ¿Me asegura usted que miss Lash tendrá ese papel?

– Míster O'Keefe, se lo juro sobre la tumba de mi madre.

– Su madre no ha muerto.

– Entonces, sobre la de mi abuelo. -Hubo una pausa; luego, como por una inspiración repentina, Lemnitzer prosiguió:- Si está preocupado por tener que decírselo a Dodo… ¿por qué no lo hago yo? Salga usted por un par de horas. Yo la llamaré y arreglaré todo. De esa manera no hay escenas ni despedidas.

– Gracias. Puedo resolver el asunto personalmente.

– Como quiera, míster O'Keefe. Sólo estoy tratando de ayudarlo.

– Miss Lash le telegrafiará anunciando su llegada a Los Angeles. ¿La irá a recibir?

– ¡Por supuesto! Será muy agradable ver a Dodo. Bien, míster O'Keefe, que lo pase bien en Napóles. Le envidio tener a Jenny.

Sin responder, O'Keefe colgó el receptor.

Dodo volvió sin aliento, cargada de paquetes y seguida de un botones sonriente e igualmente cargado.

– Tengo que volver, Curtie. Hay más.

– Podías haber hecho que lo mandaran.

– ¡Oh, así es más divertido! Como en Navidad… -Le dijo al botones:- Nos vamos a Nápoles. Está en Italia.

O'Keefe le dio un dólar al botones y esperó hasta que se fuera.

– ¿Me echaste de menos? ¡Curtie, si vieras qué feliz soy! -Liberándose de los paquetes, Dodo le echó, impulsivamente, los brazos alrededor del cuello. Lo besó en ambas mejillas.

– Sentémonos. -O'Keefe le apartó los brazos con suavidad.- Quiero informarte de algunos cambios en el plan. Además, te tengo buenas noticias.

– ¿Nos vamos antes?

– Te conciernen más a ti que a mí. El hecho es, querida mía, que te han asignado un papel en una película. Desde hace tiempo me he estado ocupando de ello. Hoy me han llamado. Todo está arreglado.

Tenía conciencia de que los ojos azules de Dodo lo estaban mirando.

– Estoy seguro de que es un papel importante; en verdad, insistí en que lo fuera. Si las cosas andan bien, como espero que suceda, podría ser el comienzo de algo muy importante para ti. -Curtis O'Keefe se interrumpió advirtiendo lo vacío de sus palabras.

– Supongo que eso significa… que tengo que marcharme -comentó Dodo con lentitud.

– Desgraciadamente, querida, así es.

– ¿Pronto?

– Temo… que tendrá que ser mañana por la mañana. Tomarás el avión de Los Angeles. Hank Lemnitzer te recibirá.

Dodo movió la cabeza despacio, como asintiendo. Los dedos largos de su mano, en forma ausente, se dirigieron a su rostro para echar hacia atrás una guedeja de pelo rubio ceniza. Fue un movimiento simple y, sin embargo, como muchos de los de Dodo, profundamente sensual. En forma absurda, O'Keefe sintió celos ante la idea de que Hank Lemnitzer estuviera con Dodo. Lemnitzer, que había hecho el trabajo de fondo para la mayoría de las liaisons de su jefe en el pasado, no se atrevería a tener ninguna actitud dudosa, de antemano, con la favorita elegida. Pero después…, después ya era distinto. Apartó el pensamiento.

– Quiero que sepas, querida, que perderte es un golpe para mí. Pero debemos pensar en tu futuro.

– Curtie, está bien. -Los ojos de Dodo seguían fijos en los de él. A pesar de su inocencia, Curtis tenía la absurda idea de que había penetrado la verdad.- Está bien. No tienes de qué preocuparte -insistió ella.

– Esperaba que, con respecto al papel en la película, estarías más contenta.

– ¡Lo estoy, Curtie! ¡De veras, lo estoy! ¡Haces las cosas más lindas de una manera tan delicada!

– Es, en verdad, una espléndida oportunidad. -Ante la reacción de ella, sintió reforzada su propia confianza.- Estoy seguro de que lo harás bien, y por supuesto, seguiré de cerca tu carrera. -Resolvió concentrar sus pensamientos en Jenny LaMarsh.

– Supongo… -había un dejo como de llanto en la voz de Dodo-, supongo que te irás esta noche. Antes que yo.

– No -dijo, tomando una decisión inmediata-, cancelaré mi pasaje y partiré mañana por la mañana. Esta noche será algo especial para los dos.

Mientras Dodo lo miraba con agradecimiento, sonó el teléfono. Con una sensación de alivio al tener otra cosa que hacer, Curtis lo atendió.

– ¿Míster O'Keefe? -preguntó una voz agradable.

– Sí.

– Soy Christine Francis… ayudante de míster Warren Trent. Míster Trent pregunta si puede recibirlo ahora.

O'Keefe miró su reloj. Faltaban unos minutos para las doce.

– Sí. Veré a míster Trent. Dígale que venga.

Poniendo el teléfono en su lugar, sonrió a Dodo.

– Parece, querida, que ambos tenemos algo que celebrar… Tú, un brillante futuro, y yo, un nuevo hotel.

8

Una hora antes Warren Trent, pensativo, estaba sentado tras las cerradas puertas dobles de su despacho, en la suite de los ejecutivos. Esa mañana, varias veces, había llegado hasta el teléfono con la intención de llamar a Curtis O'Keefe, aceptando los términos de este último para hacerse cargo del hotel. Parecía que ya no había por qué demorarlo. El Sindicato de Jornaleros había sido la última esperanza de una refinanciación. El brusco rechazo proveniente de esa fuente, derrumbó la postrera resistencia de Warren Trent a la absorción por el monstruo O'Keefe.

Sin embargo, en cada ocasión, después del movimiento inicial de su mano, Warren Trent se echó atrás. Era como un prisionero condenado a morir a una hora determinada, pero con la posibilidad de suicidarse antes.

Aceptó lo inevitable. Comprendía que pondría fin a su propia posesión, porque no había otra alternativa. Sin embargo, la naturaleza humana le urgía a mantenerse hasta el último instante del plazo en que todo terminaría.

Había estado próximo a capitular, cuando la llegada de Peter McDermott lo detuvo. McDermott le informó de la decisión del Congreso de Dentistas Americanos de continuar la convención, hecho que no lo sorprendió porque lo había predicho el día anterior. Pero ahora todo eso parecía remoto y sin importancia. Se alegró cuando McDermott se marchó.

Después, durante un momento, cayó en una de esas ensoñaciones, recordando los triunfos pasados y las satisfacciones que trajeron consigo. Ese había sido el momento, no hacía mucho, en realidad, cuando su hotel era el preferido de los grandes y casi-grandes: presidentes, testas coronadas, nobleza, damas resplandecientes y hombres distinguidos, los nababs del poder y del dinero, famosos e infames (todos con una característica: exigían atención, y la recibían). Y adonde iba esa élite, otros la seguían, hasta que el «St. Gregory» se convirtió en una Meca y en una máquina para hacer dinero.

Cuando los recuerdos es lo único que se tiene (o así lo parecía), es mejor saborearlos. Warren Trent deseaba que durante la hora, más o menos, que le quedaba para seguir siendo propietario, nadie lo molestara.

El deseo no se realizó.

Christine Francis entró tranquilamente, captando, como siempre, su estado de ánimo.

– Míster Emile Dumaire quiere hablar con usted. Yo no le hubiera incomodado, pero insiste en que es urgente.

Seguro que se trataba de algo de O'Keefe, gruñó. Los buitres se estaban reuniendo. Sin duda, pensándolo bien, el símil no era justo. Una buena cantidad del dinero del «Industrial Merchants Bank», del que era presidente Emile Dumaire, estaba comprometida en el «St. Gregory Hotel». También era el «Industrial Merchants Bank» el que algunos meses antes se había negado a prorrogar el crédito, como así también el préstamo mayor para una refinanciación. Bien, Dumaire y sus colegas directores no tenían por qué preocuparse ahora. Con el inminente arreglo, su dinero estaba asegurado. Warren Trent supuso que debía tranquilizarlo.

Estiró la mano para tomar el teléfono.

– No. Míster Dumaire está aquí, esperando fuera.

Warren Trent se detuvo sorprendido. Era poco usual que Emile Dumaire dejara la fortaleza de su Banco para visitar a alguien.

Un momento después, Christine hizo entrar al visitante, cerrando la puerta al marcharse.

Emile Dumaire, bajo, majestuoso, con una orla de cabello cano y rizado, tenía una línea directa de antepasados criollos. Sin embargo, se le veía petulante, como si saliera de una de las páginas de Pickwick Papers. Sus maneras eran de una pomposidad que hacía juego.

– Le pido disculpas, Warren, por esta sorprendente visita sin haberla concertado antes. Sin embargo, la naturaleza de mi misión no me ha dejado mucho tiempo para etiquetas.

Se estrecharon las manos sin mucha cordialidad. El propietario del hotel, con un ademán, indicó una silla al visitante.

– ¿Qué misión?

– Si no se opone, prefiero seguir un orden. Primero, permítame decirle cuánto lamenté que no fuera posible acceder a su solicitud de renovación del préstamo. Por desgracia, la suma y los términos estaban mucho más allá de nuestros recursos o de la política establecida.

Warren Trent asintió con indiferencia. No le gustaba mucho el banquero, aunque nunca había cometido el error de subestimarlo. Debajo de las ostentosas apariencias (que engañaban a muchos) había una mente astuta y capaz.

– Sin embargo, estoy aquí -prosiguió Dumaire-, con un objeto que espero disipe algunos de los poco afortunados aspectos de aquella primera ocasión.

– Eso es muy poco probable.

– Veremos. -De una delgada cartera, el banquero extrajo algunas hojas de papel rayado cubiertas con anotaciones hechas a lápiz.- Entiendo que usted ha recibido una oferta de la «O'Keefe Corporation», por este hotel.

– No se necesita del FBI para poder saber eso.

El banquero sonrió.

– ¿Querría decirme cuáles han sido los términos ofrecidos?

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Porque estoy aquí -respondió Emile Dumaire con cautela-, para hacer una oferta.

– Si ése es el caso, razón de más para no hacerlo. Lo que le diré es que he quedado en dar la respuesta a la gente de O'Keefe a las doce de hoy.

– Eso es. Mi información era ésa: razón de mi súbita aparición aquí. De paso, discúlpeme por no haber venido antes, pero necesité algún tiempo para reunir información e instrucciones.

La noticia de una oferta a las once de la mañana (por lo menos de esta fuente) no alegró demasiado a Warren Trent. Supuso que un grupo local de inversores de los que Dumaire era el portavoz, se había combinado en un intento para comprar barato y luego vender con ganancias. Cualesquiera que fueran los términos que sugiriesen, era difícil que pudieran competir con la oferta de O'Keefe. Tampoco era probable que la posición de Warren Trent fuera mejorada.

– Entiendo que los términos ofrecidos por la «O'Keefe Corporation» es un precio de compra de cuatro millones -el banquero consultaba sus anotaciones hechas a lápiz-. De éstos, dos millones serían aplicados a cubrir la hipoteca existente; del resto, un millón en efectivo y otro millón de dólares a invertir en una nueva emisión de acciones de la «O'Keefe Corp.». Hay también otro rumor: de que a usted, personalmente, se le daría una especie de posesión vitalicia de sus aposentos en el hotel.

El rostro de Warren Trent se puso rojo de cólera. Dio un golpe sobre el escritorio.

– ¡Al diablo, Emile! ¡No juegue al gato y al ratón conmigo! -Si le parece eso, lo lamento.

– ¡Por el amor de Dios! Si conoce los detalles, ¿por qué me los pregunta?

– Francamente, esperaba la confirmación que acaba de darme. Además, la oferta que estoy autorizado a hacerle, es algo mejor. Warren Trent comprendió que había caído en una vieja trampa elemental. Pero estaba indignado de que Dumaire lo hubiera considerado oportuno.

También era obvio que O'Keefe tenía, tal vez, un traidor en su propia organización, alguien en su cuartel general que tenía acceso a la política de alto nivel. En cierta forma, había una irónica justicia en el hecho de que Curtis O'Keefe (que utilizaba el espionaje como herramienta de trabajo) fuera espiado a su vez.

– ¿Cuánto mejoran los términos? ¿Y quién los ofrece?

– No estoy autorizado, por el momento, a contestar a la segunda pregunta.

– Hago negocios con personas que puedo ver, no con fantasmas.

– Yo no soy un fantasma -le recordó Dumaire-. Aún más, tiene la garantía del Banco, de que la oferta que estoy autorizado a hacerle es de buena fe, y que las partes que el Banco representa tienen antecedentes impecables.

Todavía fastidiado por la estratagema de unos minutos antes, el propietario del hotel reflexionó al instante.

– Vayamos al grano.

– Estaba para hacerlo -el banquero miró sus notas-. Básicamente, la valuación que mis clientes le hacen por el hotel, es idéntica a las de «O'Keefe Corporation».

– No es muy sorprendente, teniendo las cifras de O'Keefe.

– Sin embargo, en otros aspectos, hay diferencias importantes.

Por primera vez desde el comienzo de la entrevista, Warren Trent tuvo conciencia de su creciente interés en lo que tenía que decir el banquero.

– Primero, mis clientes no desean eliminar su conexión personal con el «St. Gregory Hotel», ni que se divorcie de su estructura financiera. Segundo, su intención sería (en lo que comercialmente sea posible) mantener la independencia del hotel y su característica existente.

Warren Trent se aferró a los brazos de su sillón con fuerza. Miró el reloj de pared que tenía a su derecha. Indicaba las doce menos cuarto.

– Sin embargo -prosiguió Dumaire-, insistirían en adquirir la mayoría de las acciones ordinarias, requerimiento lógico, dadas las circunstancias, para disponer de un control administrativo efectivo. Usted mismo conservaría el status de mayor accionista de la minoría. Otra exigencia sería su inmediata renuncia como presidente y director-gerente. ¿Podría pedirle un vaso de agua?

Warren Trent llenó un vaso de la jarra-termo que tenía a su lado.

– Qué es lo que pretenden… ¿que me convierta en un mandadero? ¿O quizás en ayudante de portero?

– Eso no -Emile Dumaire bebió del vaso; luego lo miró-. Siempre me ha sorprendido que nuestro barroso Mississippi se convierta en agua tan agradable al paladar.

– ¡Continúe con eso!

El banquero volvió a sonreír.

– Mis clientes proponen que en cuanto haya renunciado se le nombre presidente de la junta, inicialmente por un término de dos años.

– ¡Mera figura, supongo!

– Tal vez. Pero me parece que hay cosas peores. O quizás usted prefiera que la figura sea míster Curtis O'Keefe.

El propietario del hotel guardó silencio.

– Además tengo instrucciones de informarle que mis clientes igualarán cualquier oferta de carácter personal relativa a su estancia aquí, en el hotel, que haya recibido de la «O'Keefe Corporation». Ahora, en cuanto a la transferencia de acciones y refinanciación, me gustaría entrar en algunos detalles.

A medida que el banquero hablaba, consultando con cuidado sus notas, Warren Trent tenía una sensación de cansancio e irrealidad. Recordó un incidente ocurrido mucho tiempo atrás. Cierta vez, siendo niño, había ido a una fiesta campestre, con un puñado de monedas para gastar en los juegos. Se había arriesgado a subir a uno… al cake-walk.

Era un tipo de diversión que había pasado al limbo hacía mucho tiempo. Lo recordaba como una plataforma con un piso con múltiples goznes articulados que se movía constantemente: para arriba, para abajo, hacia delante, hacia atrás, adelante… de manera que la perspectiva nunca estaba a nivel, y por el precio de unos céntimos se tenía la inminente oportunidad de caer antes de llegar al otro extremo. Al principio resultaba divertido, pero recordaba que cerca ya del final del cake-walk lo que más había deseado en el mundo era salir de allí.

Las semanas pasadas habían sido como un cake-walk. En el primer momento había tenido confianza; luego, de repente, el piso había comenzado a moverse bajo sus pies. Se había elevado cuando la esperanza revivió, y luego volvió a caer. Cerca del final, el Sindicato de Jornaleros significó una promesa de estabilización, y luego también, de pronto, eso se desmoronó sobre los goznes enloquecidos.

Ahora, de improviso, el cake-walk se había estabilizado una vez más, y lo único que deseaba Warren Trent era salir de eso.

Sabía que más tarde sus sentimientos cambiarían, reviviría su interés personal en el hotel, como siempre había sucedido. Pero por el momento, sólo tenía conciencia del alivio que significaba que, de una u otra forma, se liberaba de la responsabilidad. Juntamente con el alivio, sentía curiosidad.

¿Quién, entre los líderes de los negocios en la ciudad, estaba detrás de Emile Dumaire? ¿A quién le podía interesar tanto, como para correr los riesgos financieros de mantener al «St. Gregory» como un hotel tradicional e independiente? ¿Mark Preyscott, quizá? ¿Podría el dueño de las grandes tiendas estar buscando ampliar sus ya extendidos intereses? Warren Trent recordaba que hacía algunos días, alguien le había dicho que Mark Preyscott estaba en Roma. Eso podría ser la razón de la forma de acercamiento indirecto. Bien, quienquiera que fuese, suponía que pronto se enteraría.

La transacción de acciones que el banquero estaba detallando, era justa. Comparado con el ofrecimiento de O'Keefe, el dinero que recibiría Warren Trent en forma personal, sería menos, pero compensado por un subsistente interés financiero en el hotel. En cambio, las condiciones de O'Keefe lo mantendrían al margen de los asuntos del «St. Gregory».

En cuanto al nombramiento como presidente de la junta, aunque sólo podría ser un cargo simbólico, desprovisto de poder, por lo menos estaría dentro, como un espectador privilegiado de todo lo que pudiera suceder. Tampoco su prestigio se vería disminuido.

– Eso -concluyó Emile Dumaire-, es la suma y sustancia. En cuanto a la integridad de la persona que lo ofrece, le he dicho que está garantizada por el Banco. Aún más, estoy preparado para darle esta tarde, una carta legalizada, a esos efectos.

– ¿Y si estoy de acuerdo, cuándo se terminaría con todo?

Los labios del banquero se apretaron, mientras pensaba.

– No hay razón alguna para que los papeles no puedan prepararse rápidamente; además, el asunto de la inminencia del vencimiento de la hipoteca, le da cierta urgencia. Yo diría que todo puede estar terminado mañana a esta hora.

– ¿Y también a esa hora, no dudo, me informará de la identidad del comprador?

– Eso -concedió Dumaire-, es esencial para la transacción.

– Si lo va a hacer mañana, ¿por qué no ahora?

– Estoy obligado a cumplir mis instrucciones -respondió el banquero, negando con la cabeza.

Por un momento, el mal genio de Warren Trent se encendió. Estuvo tentado de insistir en la revelación del nombre, como condición para aceptar. Luego razonó: ¿qué importaba, siempre que las estipulaciones fijadas se cumplieran? Además, la disputa significaría un esfuerzo para el que se sentía en inferioridad de condiciones. Una vez más, el cansancio de unos momentos antes se apoderó de él.

Suspiró, y exclamó simplemente:

– Acepto.

9

Incrédulo y colérico, Curtis O'Keefe encaraba a Warren Trent.

– ¡Tiene el descaro de quedarse ahí diciéndome que ha vendido el hotel a otro!

Estaban en la sala de la suite de O'Keefe. Inmediatamente después que Emile Dumaire se hubo marchado, Christine Francis había telefoneado para concertar la entrevista que ahora se realizaba. Dodo, con expresión de incredulidad, permanecía detrás de O'Keefe.

– Usted puede llamarlo descaro -replicó Warren Trent-. En cuanto a mí concierne lo llamo información. También puede estar interesado en saber que no he vendido del todo, sino que he retenido un interés sustancial en el hotel.

– ¡Entonces, lo perderá! -El rostro de O'Keefe enrojeció de cólera. Desde hacía muchos años nada que hubiera querido comprar se le había escapado. Aun ahora, obsesionado con la amargura y la frustración, no podía creer que el rechazo fuera de verdad.

– ¡Por Dios! Le juro que lo destrozaré.

Dodo avanzó. Su mano tocó la manga de O'Keefe.

– ¡Curtie!

– ¡Cállate! -exclamó, liberando su brazo. Una vena pulsaba visiblemente en sus sienes. Tenía las manos apretadas.

– Estás excitado, Curtie. No deberías…

– ¡Al diablo contigo! ¡No intervengas en esto!

Los ojos de Dodo se dirigieron implorantes a Warren Trent. Tuvieron la virtud de aplacar la cólera de Trent, que estaba para estallar.

– Haga lo que quiera. Pero permítame recordarle que no tiene el derecho divino de comprar. Además, vino aquí por cuenta suya, sin que yo lo invitara.

– ¡Este día le pesará! Usted y los otros, sean quienes sean. ¡Yo construiré otro! Arruinaré este hotel, hasta sacarlo de la competencia. Todos mis planes estarán dirigidos a aplastar este hotel, y a usted con él.

– Si alguno de nosotros vive el tiempo suficiente… -Habiéndose dominado, Warren Trent sentía que aumentaba su propio control a medida que disminuía el de O'Keefe.- Por supuesto que no lo veremos, porque lo que usted piensa hacer requiere tiempo. Además, puede ser que la nueva gente tenga tanto o más dinero que usted. -Era una advertencia al azar, pero esperaba que diera buen resultado.

– ¡Márchese! -espetó O'Keefe furioso.

– Todavía está en mi casa. Mientras sea mi huésped, tiene ciertos privilegios en sus propias habitaciones. Pero le sugiero que no abuse usted demasiado de ellos.

Con una ligera y cortés inclinación ante Dodo, Warren Trent se marchó.

– Curtie -murmuró Dodo.

O'Keefe pareció no oírla. Todavía estaba respirando con dificultad.

– Curtie, ¿estás bien?

– ¿Tienes que hacer preguntas estúpidas? ¡Por supuesto que estoy bien! -gritó, caminando de un lado a otro de la habitación.

– No es más que un hotel, Curtie. Tienes tantos…

– ¡Quiero éste!

– Ese viejo… es el único que tiene…

– Oh, sí. Por supuesto que tenías que verlo de esa manera. ¡Deslealmente! ¡Estúpidamente!

Gritaba en forma histérica. Dodo estaba asustada; nunca lo había visto tan incontrolado.

– ¡Por favor, Curtie!

– ¡Estoy rodeado de tontos! ¡Tontos, tontos, tontos! ¡Tú eres una tonta! Por eso me deshago de ti. Te reemplazo por otra.

Lamentó sus palabras en el instante en que salieron de su boca. Su impacto, aun sobre sí mismo, fue como el de un golpe, aplacando su cólera como se extingue una llama. Hubo un momento de silencio antes de que él murmurara:

– Lo lamento…, no debí decir eso.

Los ojos de Dodo estaban húmedos. Se tocó el pelo, abstraída, con el gesto que momentos antes viera O'Keefe.

– Lo sabía. No necesitabas decírmelo.

Se dirigió a la suite contigua y cerró la puerta tras de sí.

10

Un inesperado incidente revivió el espíritu de Keycase Milne.

Durante la mañana, Keycase había devuelto sus estratégicas compras del día anterior a la «Maison Blanche». No hubo dificultad alguna, y recibió su reembolso hecho con rapidez y cortesía. Esto, al mismo tiempo que lo liberaba de un estorbo, le llenó una hora que de otro modo hubiera estado vacía. Aún había que esperar varias horas hasta que la llave especialmente hecha, encargada al cerrajero de Irish Channel, estuviera lista para ser recogida.

Estaba por abandonar la «Maison Blanche», cuando se le presentó una afortunada oportunidad.

En un mostrador del piso principal, a una compradora bien vestida, buscando su carnet de compras, se le cayó un llavero. Al parecer ni ella ni nadie más que Keycase observó la pérdida. Keycase se entretuvo inspeccionando corbatas en el mostrador vecino hasta que la mujer se fue.

Caminó a lo largo del otro mostrador, y luego, como si viera las llaves por primera vez, se detuvo y las recogió. Advirtió en seguida que junto con las llaves del automóvil había otras que parecían ser de puertas de calle. Aún más importante era algo que sus ojos experimentados vieron al instante: una miniatura de chapa-matrícula. Era similar a las de auto, que mandan por correo los veteranos tullidos a los propietarios de coches, prestando así un servicio de devolución de llaves perdidas. La miniatura mostraba el número de una matrícula de Luisiana.

Sosteniendo las llaves bien a la vista, Keycase se apresuró a correr tras la mujer, que estaba abandonando la tienda. Si lo habían observado un momento antes, era obvio que ahora se daba prisa para devolverlas a su propietaria. Pero al llegar al conglomerado de peatones en Canal Street, cerró la mano y se puso las llaves en el bolsillo.

La mujer todavía estaba a la vista. Keycase la siguió a prudente distancia. Después de caminar dos manzanas, cruzó Canal Street y entró en un salón de belleza. Desde fuera, Keycase la vio acercarse a una recepcionista que consultó su cuaderno, después de lo cual, la mujer tomó asiento para esperar. Con una sensación de exaltación Keycase se dirigió a un teléfono.

La llamada telefónica local estableció que la información que buscaba la podía obtener en la capital del Estado, en Baton Rouge. Keycase hizo otra llamada de conferencia, preguntando por la División de Automóviles. El telefonista que respondiera supo en seguida con quién ponerle en comunicación.

Sosteniendo las llaves, Keycase leyó el número de la licencia que había en la matrícula miniatura. Un empleado cansado le informó que el coche estaba registrado a nombre de F. R. Drummond, cuyo domicilio estaba en el distrito de Lakeview de Nueva Orleáns.

En Luisiana, como en otros Estados y territorios de América del Norte, el conocimiento de la propiedad de los vehículos automóviles era un asunto de registro público obtenible, en casi todos los casos, sin más esfuerzo que una llamada telefónica. Era un procedimiento que Keycase había utilizado antes con ventaja.

Hizo otra llamada, marcando el número de F. R. Drummond. Como había esperado, después de sonar prolongadamente, no hubo respuesta.

Era necesario andar ligero. Keycase calculó que tenía una hora, tal vez un poco más. Llamó un taxi, que lo llevó deprisa a donde tenía estacionado su coche. Desde allí, con la ayuda de un mapa de calles, llegó a Lakeview, localizando sin dificultad la dirección que tenía anotada.

Inspeccionó la casa desde media manzana de distancia. Era una residencia bien cuidada de dos pisos con garaje para dos coches y un espacioso jardín. La entrada estaba protegida por un gran ciprés, que ocultaba la vista de las casas vecinas, a ambos lados.

Keycase condujo su coche audazmente debajo del árbol y caminó hasta la puerta. Se abrió con facilidad con la primera llave que probó.

Dentro, la casa estaba en silencio. Llamó en voz alta.

– ¿Hay alguien en la casa?

Si hubieran respondido, tenía preparada una excusa diciendo que la puerta estaba entreabierta, y que había equivocado la dirección. No hubo respuesta.

Revisó el piso principal con rapidez, y luego subió las escaleras. Había cuatro dormitorios, todos ocupados. En el armario del más grande encontró dos bolsos de piel. Los sacó. Otro armario tenía maletas. Keycase eligió una grande y metió allí los abrigos. En el cajón de un tocador encontró un joyero que vació en la maleta, y agregó una máquina fotográfica, unos prismáticos y una radio portátil. Cerró la maleta y la llevó abajo; luego la volvió a abrir para agregar una fuente y una bandeja de plata. En una mano llevó el magnetófono que vio en el último momento, y la maleta grande en la otra.

En total, Keycase había estado dentro de la casa sólo diez minutos. Metió la maleta y el magnetófono en el portaequipajes de su coche y partió. Una hora después había ocultado su robo en la habitación del motel de la carretera de Chef Menteur, había estacionado su coche otra vez en un lugar del centro, y caminaba garboso hacia el «St. Gregory Hotel».

De camino, con un destello de humor, echó las llaves en un buzón, como se indicaba en la matrícula en miniatura. Sin duda alguna, la organización de veteranos tullidos cumpliría con su cometido, y las devolvería a su dueña.

Keycase calculaba que el inesperado botín le reportaría cerca de mil dólares.

Tomó café y un sandwich en la cafetería del «St. Gregory»; luego, se fue caminando hasta el cerrajero de Irish Channel. El duplicado de la llave de la Presidential Suite estaba casi listo, y a pesar del precio exorbitante que le cobraron, lo pagó con alegría.

Al volver, vio el sol brillando benévolo, desde un cielo sin nubes. Eso, y el imprevisto botín de la mañana, eran sin duda buenos augurios y presagios de éxito para la misión principal que tenía prevista para pronto. Keycase encontró que había recobrado su vieja seguridad, más una convicción de invencibilidad.

11

Por toda la ciudad, en pausado alborozo, las campanas de Nueva Orleáns anunciaban las doce del día. Su melodía en contrapunto, llegaba a través de las ventanas del noveno piso (herméticas, en razón del aire acondicionado) de la Presidential Suite. El duque de Croydon, sirviéndose inseguro un whisky y soda (el cuarto, desde la media mañana) oía las campanas y miraba su reloj para afirmar la hora. Movió la cabeza, incrédulo, y musitó:

– ¿Tan temprano…? El día más largo que recuerdo haber vivido…

– En algún momento terminará. -Desde un sofá (donde había tratado, sin éxito, de concentrarse en los Poems de W. H. Anden), la réplica de su esposa era menos severa que la mayoría de las respuestas de los días pasados. El período de espera desde la noche anterior, también había sido difícil para la duquesa, sabiendo que Ogilvie, con el coche acusador, estaba en alguna parte camino del Norte. ¿Pero dónde? Ahora se cumplían diecinueve horas desde el último contacto de los Croydon con el jefe de detectives, y no habían sabido una palabra de cómo se desenvolvían las cosas.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Acaso no podría telefonear ese individuo? -El duque se paseaba por la sala, agitado, de un lado a otro, como lo había hecho desde la mañana temprano.

– Quedamos en que no nos comunicaríamos -le recordó la duquesa, todavía con suavidad-. Es mucho más seguro así. Además, si el coche permanece oculto durante el día, como esperamos, es muy probable que él también lo esté.

El duque de Croydon examinó un mapa de carreteras «Esso», como ya lo hiciera innumerables veces. Con el dedo trazó un círculo alrededor del área de Macón en Mississippi. Hablando a medias consigo mismo, dijo:

– ¡Todavía está tan cerca, tan infernalmente cerca…! ¡ Y todo el día de hoy… esperando… esperando! -Apartándose del mapa, continuó:- El hombre podría ser descubierto.

– Es evidente que no lo ha sido, porque ya estaríamos enterados de una forma u otra. -Al lado de la duquesa había un ejemplar del vespertino Slates-Item. Había enviado a su secretario al vestíbulo a comprar la primera edición. También había escuchado las noticias radiofónicas que se transmitían de hora en hora durante la mañana. La radio estaba conectada ahora, con suavidad, pero el locutor describía los daños causados por una tormenta de verano en Massachusetts, y la noticia anterior había sido una declaración de la Casa Blanca sobre Vietnam. Los diarios y transmisiones precedentes se habían referido a la investigación del atropello-huida, pero sólo para decir que continuaba y que no había ninguna novedad.

– Anoche sólo dispuso de pocas horas para conducir el coche -continuó la duquesa, como para tranquilizarse-. Esta noche será diferente. Puede seguir en cuanto oscurezca, y para mañana a la noche ya estará a salvo.

– ¡A salvo! -Su marido volvió con lentitud a su bebida.- Supongo que lo sensato es pensar así. Y no en lo que sucedió. En esa mujer y en esa niña… Hicieron fotografías; supongo que las viste.

– Ya hemos pensado en eso. No traerá ningún beneficio volver sobre lo mismo.

El pareció no haberla oído.

– El funeral es hoy… esta tarde… por lo menos, podríamos ir.

– No puedes hacerlo, y sabes que no lo harás.

Hubo un pesado silencio en la elegante y espaciosa habitación.

Se quebró, de pronto, por la campanilla del teléfono. Se miraron. Ninguno de los dos intentó responder. Los músculos del rostro del duque se plegaban espasmódicamente.

La campanilla sonó otra vez, luego calló. A través de las puertas intermedias, oyeron la voz del secretario, indiferente, que respondía desde una extensión telefónica.

Un momento después, el secretario golpeó la puerta y entró en actitud deferente. Miró hacia el duque.

– Su Gracia, es uno de los diarios locales. Dicen que han tenido una noticia… (titubeó ante un término poco familiar) un boletín relámpago que parece referirse a usted.

Haciendo un esfuerzo, la duquesa recobró su dominio.

– Páseme la comunicación. Cuelgue la conexión. -Levantó el teléfono que tenía cerca. Sólo un observador muy perspicaz habría advertido que las manos le temblaban.

Esperó el leve ruido que indicaba el cierre de la extensión, y luego anunció:

– Habla la duquesa de Croydon.

La voz rápida de un hombre, respondió:

– Señora, le hablan desde la oficina central del States-Item. Tenemos una información recibida por la «Associated Press», y acaban de decir… -La voz calló.- Perdóneme -oyó decir irritado al que hablaba-. ¿Dónde demonios está?… ¡Hey! ¡Dame ese papel, Andy! -hubo un ruido de papeles; luego la voz continuó-: Lo lamento, señora. Le leeré esto: «Londres (AP) Círculos parlamentarios locales citan hoy el nombre del duque de Croydon, conocida fuente de dificultades para el Gobierno británico, como el futuro embajador de este país, en Washington. La reacción inicial es favorable. Se espera el anuncio oficial de un momento a otro.» Aún hay más, señora. Pero no la molestaré con ello. Llamamos para saber si su marido quiere hacer alguna declaración; luego, con su permiso, me gustaría enviar un fotógrafo al hotel.

Por un momento, la duquesa cerró los ojos, dejando que oleadas de alivio la inundaran, purificándola al arrastrar las preocupaciones.

La voz en el teléfono insistió:

– Señora, ¿todavía está ahí?

– Sí -obligó a su mente a que funcionara.

– Con respecto a la declaración, querríamos…

– Por ahora -interrumpió la duquesa-, mi marido no tiene nada que decir, ni lo tendrá, hasta que la designación se confirme oficialmente.

– En ese caso…

– Lo mismo digo de la fotografía.

– Por supuesto -la voz parecía defraudada-, daremos la noticia que tenemos en la primera edición.

– Eso es cosa de ustedes.

– Entretanto, si hay algún anuncio oficial, nos gustaría estar en contacto.

– Si eso ocurriera, estoy segura de que mi marido estaría encantado de hablar con la Prensa.

– Entonces, ¿podemos llamar por teléfono otra vez?

– Sí. Hágalo, por favor.

Después de colgar el receptor, la duquesa de Croydon se sentó erguida e inmóvil. Por último, con una sonrisa en los labios, dijo:

– ¡Se ha producido… Geoffrey ha triunfado!

Su marido la miraba incrédulo. Se humedeció los labios.

– ¿Washington?

La duquesa repitió la síntesis del boletín de la «AP».

– La filtración fue deliberada, con seguridad, para probar la reacción. Es favorable.

– No hubiera creído que ni siquiera tu hermano…

– Su influencia ha ayudado. Sin duda, han mediado otras razones. El momento. Se necesitaba alguien con tus antecedentes. La política adecuada. Tampoco olvides que sabíamos que existía la posibilidad. Por fortuna, todo coincidió.

– Ahora que ha sucedido… -guardó silencio, sin desear completar su pensamiento.

– Ahora que ha sucedido… ¿qué?

– Me pregunto… ¿lo podré llevar a cabo?

– Puedes y lo harás. Lo haremos.

El duque movía la cabeza dubitativo.

– Hubo un tiempo…

– Todavía es tiempo -la voz de la duquesa se agudizó con autoridad-. Más tarde te verás obligado a recibir a la Prensa. Habrá otras cosas. Será necesario que estés coherente y que permanezcas así.

– Haré lo mejor que pueda -asintiendo, levantó el vaso para beber.

– ¡No! -la duquesa se levantó; quitó el vaso de la mano de su marido y lo llevó al cuarto de baño. El duque oyó que el contenido se derramaba en el lavabo.

– No habrá más de eso -anunció ella volviendo-. ¿Comprendes? Ni una gota más.

Parecía que el duque iba a protestar; luego se mostró de acuerdo.

– Supongo… que es la única manera.

– Si quieres que retire las botellas, que derrame ésta…

– Yo me las arreglaré -con un evidente esfuerzo de voluntad, trató de concentrar sus pensamientos. Con esa misma cualidad de camaleón que había exhibido el día anterior, parecía haber más determinación en sus rasgos que un momento antes. Su voz era firme, cuando observó:

– Es una noticia muy buena.

– Sí. Puede significar un nuevo comienzo.

Dio un medio paso hacia ella; luego cambió de parecer. Cualquiera que fuera el nuevo comienzo, sabía que no incluiría eso.

Su esposa ya estaba razonando en voz alta.

– Será necesario cambiar nuestros planes respecto a Chicago. De ahora en adelante, todos tus movimientos serán objeto de mucha atención. Si vamos juntos, será informado en grandes titulares en la Prensa de Chicago. Podría provocar curiosidad que el coche se llevara para ser reparado.

– Uno de nosotros debe ir.

– Yo iré sola -afirmó la duquesa con decisión-. Puedo cambiar un poco mi aspecto, usar anteojos. Si tengo cuidado, evitaré llamar la atención. -Sus ojos se dirigieron a una pequeña cartera de mano que había al lado del secrétaire.- Llevaré el resto del dinero y haré lo que sen necesario.

– Das por sentado que ese hombre llegará a salvo a Chicago. Todavía no ha sucedido.

Los ojos de la duquesa se agrandaron como si recordara una pesadilla olvidada.

– ¡Oh, Dios! ¡Ahora… más que nunca… debe llegar! ¡Debe llegar!

12

Poco después de almorzar, Peter McDermott consiguió salir del hotel y dirigirse a su apartamento, donde cambió su traje negro de trabajo que usaba la mayor parte del tiempo en el hotel, por unos pantalones de lino y una chaqueta liviana. Volvió luego por poco tiempo a la oficina, donde firmó unas cartas, y al salir las dejó en el escritorio de Flora-Volveré a última hora de la tarde -le anunció. Luego, recordándolo, añadió-: ¿Ha sabido algo sobre Ogilvíe? -La secretaria negó con un gesto.

– En realidad, nada. Usted me dijo que preguntara si míster Ogilvie había dicho a alguien adonde iba. Bien, no lo ha dicho.

– En verdad, no esperaba que lo hiciera.

– Pero hay una cosa… -Flora vaciló-. Probablemente no tenga importancia, pero parece un poco extraño.

– ¿Qué?

– El automóvil que utilizó míster Ogilvie… ¿dijo usted que era un «Jaguar»?

– Sí.

– Pertenece al duque y la duquesa de Croydon.

– ¿Está segura de que nadie ha cometido un error?

– Yo también me lo pregunté, de manera que pedí que investigaran en el garaje. Me dijeron que hablara con un hombre llamado Kulgmer, que es el encargado nocturno.

– Sí, lo conozco.

– Estaba de servicio anoche, de manera que lo llamé a su casa. Dice que míster Ogilvie tenía una autorización escrita por la duquesa de Croydon para llevar el coche.

Peter se encogió de hombros.

– Supongo, entonces, que todo está bien. -Era extraño, sin embargo, pensar que Ogilvie utilizara el coche de los Croydon; y aún más extraño, que existiera alguna clase de vínculo entre los duques y el rústico detective del hotel. Era evidente que Flora había pensado lo mismo.

– ¿Ha vuelto el coche? -preguntó Peter.

– No sabía si hablar a la duquesa de Croydon -informó Flora-, pero luego decidí preguntárselo a usted, primero.

– Me alegro. -Peter suponía que sería bastante fácil preguntar a los Croydon si sabían el destino de Ogilvie. Puesto que éste tenía su coche, parecía probable que lo supieran. Sin embargo, dudaba. Después de su escaramuza con la duquesa el lunes por la noche, Peter no quería correr el riesgo de otro mal entendido, sobre todo cuando cualquier clase de indagación podría ser rechazada como una intromisión. También habría que admitir la embarazosa situación de que el hotel ignoraba el paradero de su detective jefe.

– Por el momento, déjelo así.

También había otro asunto sin terminar: el de Herbie Chandler. Esta mañana había tenido intención de informar a Warren Trent de las declaraciones hechas ayer por Dixon, Dumaire y los otros dos, implicando al jefe de botones en los hechos que llevaron al intento de violación de la noche del lunes. Sin embargo, la obvia preocupación del propietario del hotel, lo decidió a no hacerlo. Ahora, Peter suponía que era mejor que viera a Chandler, personalmente.

– Averigüe si Herbie Chandler está de turno esta tarde -instruyó a Flora-. Si está, dígale que me gustaría verlo a las seis en punto. Si no, mañana por la mañana.

Dejando la suite de los ejecutivos, Peter bajó al vestíbulo. Pocos minutos después salió de la relativa penumbra del hotel a St. Charles Street, brillante al sol de las primeras horas de la tarde.

– ¡Peter! Estoy aquí.

Volviendo la cabeza, vio a Marsha saludándolo con la mano desde el asiento de su convertible. El coche se colocó en la fila de los taxis que esperaban. Un portero alerta se adelantó con rapidez a Peter y abrió la portezuela del coche. Mientras Peter se deslizaba en el asiento al lado de Marsha, vio a un trío de conductores de taxi sonreír, y uno de ellos emitió un largo silbido de lobo.

– ¡Vaya! Si usted no hubiera venido, habría tenido que coger un pasajero -comentó Marsha.

Con un ligero traje de verano estaba más deliciosa que nunca, pero a pesar del saludo despreocupado, Peter sentía cierta timidez, tal vez a causa de lo que había pasado entre ellos la noche anterior. Impulsivamente, él le tomó la mano y se la oprimió.

– Me gusta eso, aunque le prometí a mi padre utilizar las dos manos para conducir.

Con la ayuda de los conductores de taxi, que se movieron hacia delante y hacia atrás para facilitarle la maniobra, sacó el convertible al tránsito.

Parecería, reflexionó Peter mientras esperaban la luz verde en Canal Street, que siempre lo estuvieran llevando de un lado a otro de Nueva Orleáns, mujeres atractivas. Sólo hacía tres días que había ido con Christine en el «Volkswagen» a su apartamento. Fue la misma noche que conoció a Marsha. Parecía que habían pasado más de tres días, quizá porque entretanto recibió una proposición de casamiento de ésta. Se preguntaba si a la cruda luz del día, la muchacha tendría pensamientos más razonables, aunque de cualquier manera, decidió no decir nada, salvo que ella lo mencionara.

De todos modos experimentaba una excitación al estar juntos, en especial al recordar los momentos antes de partir la noche anterior… El beso, tierno; luego, con una pasión cada vez más intensa, a medida que se disolvía la contención; el momento crucial cuando había pensado en Marsha, no como una niña sino como mujer; cuando la había tenido en sus brazos, fuerte, sintiendo la urgente promesa de su cuerpo. Ahora, la observaba con disimulo: su ansiosa juventud, los movimientos flexibles de sus piernas, la levedad de su figura debajo del fino vestido. Si intentaba…

Se controló, aunque a desgana. En el mismo impulso casto, recordó que en toda su vida adulta, hasta ahora, la proximidad de las mujeres había ensombrecido su propio juicio, precipitándolo a indiscreciones.

Marsha lo miraba, distrayendo su propia atención del tránsito que tenía delante.

– ¿En qué estaba usted pensando?

– En historia -mintió-. ¿Por dónde empezamos?

– Por el antiguo cementerio de St. Louis. ¿Ha estado allí?

– Nunca pongo los cementerios en la lista de los lugares por visitar.

– En Nueva Orleáns debería hacerlo.

Era corto el camino hasta Basin Street. Marsha estacionó bien en el lado sur y cruzaron el bulevar hasta el cementerio rodeado por un muro, el de St. Louis, el principal, con su antigua entrada depilares.

– Mucha historia comienza aquí -explicó Marsha, tomando del brazo a Peter-. A principios del 1700, cuando Nueva Orleáns fue fundada por los franceses, la tierra era, en su mayor parte, un pantano. Aún sería un pantano si no fuera porque los diques interceptaron el río.

– Ya sé que es una ciudad húmeda en sus cimientos. En el subsuelo del hotel, bombeamos las veinticuatro horas del día. Bombeamos nuestras aguas para que vayan a las cloacas de la ciudad.

– Solía ser mucho más húmeda. Hasta en los lugares secos, el agua estaba a sólo un metro bajo el nivel del suelo, de manera que cuando se cavaba una tumba, se inundaba antes de que nadie pudiera poner el féretro dentro. Hay relatos de que los sepultureros solían subirse sobre los féretros para que descendieran. Algunas veces agujereaban la madera para que se inundaran. La gente solía decir que si no estaban realmente muertos, se ahogarían.

– Parece una película de horror.

– Algunos libros cuentan que el olor de los cuerpos muertos saturaba el agua potable. -Hizo un gesto de disgusto.- De cualquier manera, luego se dictó una ley estableciendo que los enterramientos tenían que hacerse sobre la superficie de la tierra.

Comenzaron a caminar entre hileras de tumbas edificadas. El cementerio era distinto de todos los otros que había visto Peter. Marsha hizo un ademán, abarcándolas.

– Esto fue lo que sucedió después de aprobarse la ley. En Nueva Orleáns llamamos a este lugar, la ciudad de los muertos.

– Comprendo bien el porqué.

Era como una ciudad, pensó. Las calles irregulares, con tumbas al estilo de casas en miniatura, ladrillo y estuco, algunas con balcones de hierro y aceras angostas. Las casas tenían varios pisos o niveles. La ausencia de ventanas era el único distintivo, pero en su lugar había innumerables puertas pequeñas.

– Son como entradas de apartamentos -comentó.

– Son apartamentos, en realidad. Y la mayor parte arrendados a corto plazo.

El la miró con curiosidad.

– Las tumbas se dividen en secciones. Las de una familia común tienen de dos a seis secciones; las más grandes, más. Cada sección tiene su propia pequeña puerta. Cuando hay un entierro, antes de la hora fijada, se abre una puerta. El féretro que ya estaba dentro se vacía, y los restos se empujan hacia el fondo, cayendo por una ranura a la tierra. El cajón vacío se quema y se pone el nuevo. Se deja por otro año, y luego se hace lo mismo.

– ¿Nada más que un año?

Una voz, desde atrás, intervino.

– Es lo que necesita. A veces, están más tiempo… si el próximo no tiene prisa. Las cucarachas también ayudan.

Se volvieron. Un anciano, bajo y grueso, vistiendo un mono manchado, los miraba con expresión alegre. Quitándose su viejo sombrero de paja, se enjugó la calva con un pañuelo de seda roja.

– Hace calor, ¿no es cierto? Ahí dentro se está mucho más fresco. -Golpeó con la mano sobre una tumba, con aire familiar.

– Si es lo mismo para usted, prefiero el calor -exclamó Peter.

– A todos nos llega el fin -rió el otro-. ¿Cómo está, miss Preyscott?

– ¡Hola, míster Collodi! Este es míster McDermott.

El sepulturero saludó amablemente.

– ¿Echando un vistazo a la bóveda de la familia?

– Vamos a hacerlo.

– Por aquí, entonces. -Por sobre el hombro siguió diciendo:- La hemos limpiado hace una o dos semanas. Ahora parece muy bien.

Mientras se dirigían por las angostas calles de juguete, Peter vio viejas fechas y nombres. Su guía señaló una pila de fragmentos humeantes en un espacio abierto.

– Estamos quemando un poco.

Peter pudo ver pedazos de féretro entre el humo.

Se detuvieron ante una tumba de seis secciones, construida como una casa criolla tradicional. Estaba pintada de blanco y en mejores condiciones que la mayoría de las que la rodeaban. Grabados en un mármol desgastado por el tiempo, había muchos nombres, casi todos Preyscott.

– Somos una antigua familia. Debe estarse llenando allí abajo, entre el polvo.

El sol caía brillante sobre la tumba.

– Linda, ¿no es cierto? -El sepulturero dio un paso hacia atrás, admirándola. Luego señaló la puerta de arriba.

– Esa será la primera en abrirse, miss Preyscott. Su papá irá allá dentro. -El hombre tocó una segunda fila:- Esa será para usted. Dudo, sin embargo, que sea yo quien la ponga dentro. -Guardó silencio. Luego, reflexionando, agregó:- Llega antes de lo que queremos para todos nosotros. Tampoco importa que se haya aprovechado el tiempo… ¡No, señor! -Enjugándose la cabeza una vez más, se marchó.

A pesar del calor del día, Peter se estremeció. La idea de señalar la tumba designada a alguien tan joven como Marsha, lo turbaba.

– No es tan morboso como parece -los ojos de Marsha lo miraban, y él advirtió una vez más su habilidad para leer sus pensamientos.

– Aquí nos educan para entender todo esto como parte de nosotros.

Asintió. De todas maneras ya había tenido bastante de este lugar de muerte.

Estaban saliendo, cerca de la puerta de Basin Street, cuando Marsha, poniéndole la mano en el brazo, lo retuvo.

Una fila de coches se había detenido. Cuando las portezuelas se abrieron, la gente que salía se reunió en la acera. A juzgar por las apariencias, era obvio que iba a entrar un cortejo fúnebre.

– Peter, tendremos que esperar -susurró Marsha. Se apartaron, quedando cerca de los portones, pero menos visibles.

Ahora el grupo de la acera se separaba para dar paso a un pequeño cortejo. Un hombre cetrino, con la actitud untuosa de un empresario de pompas fúnebres, venía delante. Lo seguía un sacerdote.

Detrás del sacerdote, un grupo de seis personas se movía con lentitud, llevando un pesado féretro sobre los hombros. Detrás de ellos, otros cuatro llevaban un féretro pequeño blanco. Sobre él había adelfas esparcidas.

– ¡Oh, no! -exclamó Marsha.

Peter le tomó la mano, apretándosela.

El sacerdote iba entonando un cántico: «Que los ángeles te lleven al paraíso, que los mártires salgan a recibirte y te lleven a la ciudad santa de Jerusalén.»

Un grupo de deudos seguía el segundo féretro. Delante, caminando solo, iba un hombre joven. Vestía un traje negro que no era para su talle, y llevaba el sombrero con desaire. Sus ojos parecían remachados al pequeño féretro. Las lágrimas le caían por las mejillas. En el grupo de atrás, una mujer entrada en años, lloraba apoyada en otra.

– «…que un coro de ángeles te dé la bienvenida, y con Lázaro, pobre en otro tiempo, puedas descansar eternamente…»

– Son las personas que murieron atropelladas en aquel accidente, y luego el coche huyó. Eran una madre y su niñita. Estaba en los diarios -murmuró Marsha. Peter vio que estaba llorando.

– Lo sé -Peter tenía la sensación de ser parte de esta escena, de compartir el dolor. El primer encuentro, aquel lunes por la noche, había sido triste y completo. Ahora, la sensación de tragedia parecía más próxima, más íntimamente real. Sintió que sus propios ojos estaban húmedos, cuando pasó el cortejo.

Detrás de los deudos de la familia, caminaban otras personas. Peter se sorprendió cuando reconoció un rostro. Al principio no pudo identificar a su dueño; luego comprendió que era Sol Natchez, el viejo camarero del servicio de habitaciones suspendido en su trabajo después de su disputa con el duque y la duquesa de Croydon, el lunes por la noche. Peter había hecho venir a Natchez el martes por la mañana para transmitirle la orden de Warren Trent, de pasar el resto de la semana sin prestar servicios en el hotel y con paga. Natchez miró hacia el lugar donde Peter y Marsha estaban de pie, pero no dio señales de reconocerlo.

El cortejo fúnebre continuó adelante por el cementerio, y luego se perdió de vista. Esperaron a que todos los deudos y acompañantes pasaran.

– Ahora podemos marcharnos -dijo Marsha.

Inesperadamente, una mano tocó el brazo de Peter. Volviendo la cabeza, vio a Sol Natchez. Después de todo, los había visto.

– Lo vi allí, míster McDermott. ¿Conocía usted a la familia?

– No -respondió Peter-. Estábamos aquí por casualidad -y presentó a Marsha.

– ¿Usted no esperó a que terminaran los servicios?

El viejo movió la cabeza.

– Algunas veces no se puede soportar todo esto.

– Entonces, ¿usted conocía a la familia? -inquirió Peter al viejo.

– Sí, muy bien. Es una cosa triste, demasiado triste.

Peter asintió. Pareció que todo estaba dicho.

– El martes, no pude decírselo, míster McDermott, pero le agradezco lo que hizo. Me refiero a lo que habló por mí.

– Está bien, Sol. Nunca pensé que tuviera la culpa.

– Es una cosa extraña, cuando se piensa en ella. -El viejo miró a Marsha; luego a Peter. Parecía no querer marcharse.

– ¿Qué es lo extraño?

– Todo esto. El accidente… -Natchez hizo un ademán señalando hacia donde había desaparecido el cortejo.

– Debió de suceder poco antes de que yo tuviera ese pequeño incidente el lunes por la noche, mientras usted y yo estábamos hablando…

– Sí -replicó Peter. Se sentía poco inclinado a explicar su propia experiencia un poco más tarde, en la escena del accidente.

– Quería preguntarle, míster McDermott… ¿se dijo algo más acerca del asunto con el duque y la duquesa?

– Ni una palabra.

Peter supuso que Natchez encontraba un alivio, como él mismo lo sentía, comentando otra cosa que no fuera el funeral.

– Más tarde he pensado mucho en eso -rumiaba el camarero-. Parecería como si se hubieran empeñado en hacer un alboroto. No puedo entenderlo. Todavía no puedo.

Peter recordó que Natchez había dicho algo muy parecido el mismo lunes por la noche. Recordó las palabras exactas que había pronunciado el camarero. Natchez había estado hablando de la duquesa de Croydon: Me empujó el brazo Si no supiera que es imposible, diría que fue deliberado. Y luego había tenido la misma impresión general: que la duquesa quería que se recordara el incidente. ¿Qué había dicho ella? Algo acerca de pasar una noche tranquila en la suite, y luego haber dado una vuelta a pie alrededor de la manzana. Acababan de llegar, había dicho la duquesa. Peter recordaba haberse preguntado en aquel momento por qué había insistido en eso.

Entonces el duque de Croydon había murmurado algo sobre haber dejado sus cigarrillos en el coche, y que la duquesa lo había acallado en seguida.

…El duque había dejado sus cigarrillos en el coche…

Pero si los Croydon se habían quedado en el departamento, y luego salieron a dar una vuelta a la manzana…

Por supuesto, podía haberlos olvidado antes.

Sin saber por qué, Peter no le creyó.

Olvidado de Marsha y de Sol, se concentró.

¿Por qué los Croydon deseaban ocultar haber utilizado su coche el lunes por la noche? ¿Por qué la simulación de haber pasado la noche en el hotel? ¿La queja sobre la Creóle de langostinos derramada, sería un ardid teatral… involucrando deliberadamente a Natchez, luego a Peter… para afianzar la ficción? De no ser por la observación casual del duque, que encolerizó a la duquesa, Peter lo habría aceptado como cierto.

¿Por qué callar que habían utilizado el coche?

Natchez había dicho hacía un momento: «Es una cosa curiosa… el accidente… debió de haber ocurrido un momento antes de que tuviera ese pequeño incidente.»

El coche de los Croydon era un «jaguar».

Ogilvie.

De pronto tuvo el recuerdo del «Jaguar» emergiendo del garaje la noche anterior. Cuando se detuvo por un momento bajo la luz, había visto algo extraño. Recordaba haber visto algo. Pero, ¿qué? Con una terrible frialdad recordó: Eran el faro y el guardabarros delantero; ambos estaban averiados. Por primera vez tenían significado los boletines de la Policía.

– Peter -comentó Marsha-, de pronto se ha puesto pálido.

Apenas la oyó.

Era esencial que pudiera marcharse. Estar en alguna parte solo, donde pudiera pensar. Tenía que razonar con cuidado, en forma lógica y sin prisa. Sobre todo, no podía proceder con premura, ni llegar a conclusiones engañosas.

Eran las piezas de un rompecabezas: parecían estar relacionadas.

Pero había que pensar una y otra vez, arreglar y volver a arreglar. Quizá descartar.

La idea parecía imposible. Era demasiado fantástica para ser verdad. Y sin embargo…

Oyó la voz de Marsha como si estuviera muy lejos.

– Peter, ¿qué tiene? ¿Qué ha pasado?

Sol Natchez también lo miraba extrañado.

– Marsha, no puedo decirle nada ahora, pero tengo que irme.

– ¿Ir adonde?

– Al hotel. Lo siento. Le explicaré después.

– Creía que tomaríamos el té. -Su voz tenía un leve desencanto.

– Por favor, créame. Es importante.

– Si tiene que irse, lo llevaré.

– No, por favor. -Volver con Marsha significaría hablar, explicar.- La llamaré más tarde.

Los dejó plantados y aturdidos, mirándolo.

Fuera, en Basin Street, llamó un taxi. Le había dicho a Marsha que iría al hotel, pero cambiando de idea, le dio al conductor la dirección de su apartamento.

Allí estaría más tranquilo.

Tenía que pensar. Decidir qué iba a hacer.

Eran las últimas horas de la tarde, cuando Peter McDermott resumió sus deducciones.

Cuando se suma algo, veinte, treinta, cuarenta veces… cuando en todos los casos la conclusión a que se llega es la misma; cuando el resultado es el mismo a que uno se ve obligado; cuando todo esto sucede, la propia responsabilidad es ineludible.

Desde que dejó a Marsha hora y media antes, había permanecido en su apartamento. Se había obligado, venciendo la agitación y el impulso apremiante, a pensar razonadamente, con cuidado, sin excitación. Había revisado, punto por punto, los incidentes acumulados desde el lunes por la noche. Había buscado explicaciones, tanto para los hechos individuales como para la acumulación de todos ellos. No encontró ninguna que ofreciera consistencia ni sentido común, salvo la terrible conclusión a que había llegado en forma sorprendente esa tarde.

Ahora el análisis había terminado. Tenía que tomar una decisión.

Consideró la posibilidad de decir todo lo que sabía y había conjeturado, a Warren Trent. Luego, desechó la idea por ser una cobarde evasión de su responsabilidad. Cualquier cosa que fuera necesario hacer, tendría que realizarla solo.

Tenía la sensación de que debía actuar de acuerdo a las circunstancias. Se cambió con rapidez el traje claro por otro oscuro. Al salir tomó un taxi para recorrer las pocas manzanas que lo separaban del hotel.

Caminó desde el vestíbulo contestando saludos, hasta su oficina en el entresuelo principal. Flora tenía la tarde libre. Había un montón de mensajes, que no leyó, sobre su escritorio.

Se sentó tranquilamente por un momento, en la silenciosa oficina, pensando en lo que iba a hacer. Luego levantó el auricular, esperó a que le dieran línea, y marcó el número de la Policía.

13

El persistente zumbar de un mosquito que de alguna forma había entrado al interior del «Jaguar», despertó a Ogilvie durante la tarde. Despertó con dificultad, y al principio no pudo recordar dónde estaba. Luego, la secuencia de los acontecimientos volvió a su memoria; la partida del hotel, el viaje durante la oscuridad del amanecer, la alarma infundada, su decisión de esperar a que pasarara el día antes de reiniciar el viaje hacia el Norte; y, por fin, la huella, el pasto con los grupos de árboles al fondo, donde había ocultado el coche.

El escondite, en apariencia, había sido bien elegido. Una mirada al reloj le indicó que había dormido, sin interrupción, casi ocho horas.

Al recobrar la conciencia, también sintió una intensa molestia. En el coche, que no era mullido, su cuerpo sometido al confinamiento del estrecho asiento posterior, estaba envarado y dolorido. Tenía la boca seca y con mal gusto. Tenía hambre y sed.

Con un gruñido de dolor, Ogilvie enderezó su pesado cuerpo, y abrió la portezuela. En seguida se vio rodeado por una docena de mosquitos. Los espantó y miró alrededor, tomándose tiempo para orientarse, comparando lo que ahora veía con sus impresiones de la mañana. En aquel momento apenas había luz y estaba fresco; ahora el sol brillaba alto, y aun a la sombra de los árboles, el calor era intenso. Llegándose hasta el borde del bosquecillo, podía ver el distante camino principal con reverberaciones de calor. Por la mañana, temprano, no había mucho tránsito. Ahora, los automóviles y camiones marchaban con rapidez eft ambas direcciones. El ruido de los motores a distancia, apenas era audible.

Más cerca, aparte del constante zumbar de insectos, no había señales de actividad. Entre Ogilvie y el camino principal sólo existían adormecidos campos, el sendero tranquilo y el aislado bosquecillo. Bajo este último, el «Jaguar» permanecía oculto.

Ogilvie se tranquilizó, luego abrió un paquete que había guardado en el portaequipajes del coche antes de salir del hotel. Contenía un termo con café, varias latas de cerveza, sandwiches, embutido, un tarro de pepinillos y una tarta de manzana. Comió con voracidad, rociando la comida con copiosos tragos de cerveza, y luego café. Este se había enfriado desde la noche anterior, pero estaba fuerte y satisfacía.

Mientras comía escuchó la radio del coche, esperando las noticias de Nueva Orleáns. Cuando éstas llegaron, no hubo más que una breve referencia a la investigación sobre el trágico accidente, sin que se hubiera producido ninguna novedad al respecto.

Luego, decidió explorar. A unos centenares de metros, en la cresta de una loma, había un segundo grupo de árboles, algo más grande que el primero. Cruzó un campo abierto hacia él, y del otro lado de los árboles encontró una orilla musgosa y una corriente de agua lenta y barrosa. Arrodillándose se hizo una somera toilette y se sintió refrescado. El pasto era más verde y acogedor que donde ocultara el coche y se tendió satisfecho, utilizando su chaqueta como almohada.

Cuando estuvo cómodamente instalado, Ogilvie pasó revista a los sucesos de la noche y la perspectiva que tenía por delante. La reflexión confirmó sus conclusiones previas de que el encuentro con Peter McDermott al salir del garaje del hotel, había sido accidental y podía desecharse. Era previsible que la reacción de McDermott al enterarse de la ausencia del jefe de detectives, fuera explosiva. Pero en sí misma, no revelaría el destino de Ogilvie ni la razón de su partida.

Por supuesto que era posible que cualquier otra causa hubiera provocado alguna alarma desde anoche, y que ahora mismo Ogilvie y el «Jaguar» fueran objeto de una activa búsqueda. Pero según la información radiada, parecía poco probable.

En conjunto, la perspectiva parecía brillante, en especial cuando pensaba en el dinero ya guardado, y en el que tenía que recoger en Chicago, mañana.

Ahora sólo tenía que esperar que oscureciera.

14

El alborozado estado de ánimo de Keycase Milne persistía durante la tarde. Reforzada su confianza cuando poco después de las cinco de la tarde, con cautela, se acercó a la Presidential Suite.

Había utilizado otra vez la escalera de servicio desde el octavo hasta el noveno piso. El duplicado de la llave hecho por el cerrajero de Irish Channel, se hallaba en su bolsillo.

El corredor de la Presidential Suite estaba vacío. Se detuvo frente a las dobles puertas tapizadas de cuero, escuchando con atención, pero no pudo oír ningún ruido.

Miró a ambos lados del corredor; luego, con un solo movimiento, sacó la llave y la probó en la cerradura. De antemano había echado polvo de grafito en ella, como lubricante. Entró, se atascó momentáneamente, luego giró. Keycase abrió una de las puertas dobles, dos centímetros. No hubo ningún ruido desde dentro. Cerró con cuidado la puerta y quitó la llave.

No tenía intenciones de entrar ahora en la suite. Eso vendría luego. Por la noche.

Su propósito había sido efectuar un reconocimiento y asegurarse de que la llave servía y estaba lista para cuando decidiera utilizarla. Más tarde comenzaría su vigilancia, a la espera de la oportunidad que su plan había previsto.

Por ahora, volvió a su habitación en el octavo piso, y allí, poniendo en hora el despertador, se dispuso a dormir.

15

Fuera oscurecía. Peter McDermott, excusándose, se levantó de su escritorio para encender las luces. Volvió para encarar una vez más al hombre tranquilo, vestido de franela, que estaba frente a él. El capitán Yolles, de la Oficina de Investigaciones de la Policía de Nueva Orleáns, tenía menos aspecto de policía que ningún otro que hubiera visto Peter. Continuó escuchando con cortesía las conjeturas y sucesos que le relataba Peter, como el gerente de un Banco podría considerar una solicitud de préstamo. Sólo una vez durante el largo discurso, el detective lo había interrumpido para preguntar si podía hablar por teléfono. Informado de que podía hacerlo, utilizó una extensión en el otro extremo de la oficina y habló en voz tan baja que Peter no oyó nada de lo que dijo.

La ausencia de reacción a sus palabras tuvo el efecto de reavivar las dudas de Peter.

– No estoy seguro de que todo o algo de esto tenga sentido -observó Peter al final-. En realidad, comienzo a sentirme un poco tonto.

– Si mucha gente corriera ese riesgo, míster McDermott, haría que el trabajo de la Policía fuese bastante más fácil. -Por primera vez el capitán Yolles sacó un bloc y lápiz.- Si resultara cierto algo de esto, como es natural, necesitaríamos un informe completo. Entretanto, hay algunos detalles que me gustaría conocer. Uno es el número de la matrícula del coche.

El dato estaba en un memorándum de Flora, confirmando su información anterior. Peter lo oyó en voz alta y el detective copió el número.

– Gracias. Lo otro es una descripción física de ese hombre, Ogilvie. Lo conozco, pero quiero que usted me lo describa.

– Eso es fácil. -Por primera vez sonrió Peter.

Al terminar la descripción, sonó el teléfono. Peter respondió y luego acercó el teléfono al capitán.

– Es para usted.

Esta vez pudo oír el final de la conversación del detective que consistía en su mayor parte en repetir «Sí, señor» y «Comprendo».

En determinado momento el detective levantó la mirada y sus ojos sopesaron a Peter. Respondió a su interlocutor:

– Diría que se puede confiar en él. -Una sonrisa plegó su rostro.- Está preocupado, también.

Repitió la información concerniente al número del coche y a la descripción de Ogilvie. Luego colgó.

– Tiene razón; estoy preocupado. ¿Piensa ponerse en contacto con el duque y la duquesa de Croydon?

– Todavía no. Me gustaría algo más concreto. -El detective miró a Peter, pensativo.- ¿Ha visto los diarios de la tarde?

– No.

– Ha habido un rumor que publica el States-ltem, acerca de que el duque de Croydon será nombrado embajador británico en Washington.

Peter silbó por lo bajo.

– Acaban de decir por radio, según dice mi jefe, que esa designación ha sido confirmada oficialmente.

– ¿Eso significa que habrá algún tipo de inmunidad diplomática?

– No, por algo que haya sucedido con antelación -aclaró el detective-. Si sucedió…

– Pero una acusación falsa…

– Sería grave en cualquier caso, especialmente en éste. Por eso nos movemos con cautela, McDermott.

Peter consideró que sería malo para el hotel y para él mismo si se filtrara algo y se enteraban de una investigación, en caso de que los Croydon fueran inocentes.

– Si lo puede tranquilizar un poco -explicó el capitán Yolles-, le diré algo. Nuestra gente ha hecho algunas conjeturas desde que telefoneé la primera vez. Piensan que su hombre, Ogilvie, puede estar tratando de sacar el coche del Estado, quizás a algún lugar del Norte. Desde luego, no sabemos en qué forma encaja esto con los Croydon.

– Yo tampoco lo puedo imaginar.

– Es posible que saliera anoche, después que usted lo vio, y se oculte durante el día. Estando el coche en las condiciones que está, sabe que no puede viajar a la luz del día. Esta noche, si aparece, estaremos listos. Ahora mismo se está difundiendo la alarma a doce Estados.

– ¿Entonces usted le atribuye seriedad a esto?

– Le dije que había dos cosas -el detective señaló el teléfono-. Una de las razones de la última llamada fue para decirme que tenemos un informe del laboratorio estatal sobre los vidrios rotos y el aro que nuestra gente encontró en la escena del accidente, el lunes pasado. Hubo cierta dificultad sobre un cambio de especificaciones del fabricante, motivo por el que se tardó tiempo. Pero ahora, sabemos que los vidrios y el aro pertenecen a un «Jaguar».

– ¿Cómo pueden estar tan seguros?

– Todavía podemos hacer algo mejor, McDermott. Si conseguimos el coche que mató a la mujer y a la niña, lo probaremos sin sombra de duda.

El capitán Yolles se levantó para retirarse. Peter lo acompañó hasta la oficina exterior. Se sorprendió al ver a Herbie Chandler esperando; luego recordó las instrucciones que había dado para que el jefe de botones se presentara por la tarde o el día siguiente. Después de lo ocurrido después del mediodía, estuvo tentado de posponer lo que seguramente sería una sesión desagradable; en seguida pensó que no ganaría nada con eludirla.

Vio que el detective y Chandler cambiaron una mirada.


– Buenas noches, capitán -saludó Peter, y sintió una maligna satisfacción al observar una sombra de ansiedad en la cara de comadreja de Chandler. Cuando el policía se fue, Peter hizo entrar al jefe de botones a la oficina interior.

Abrió con llave un cajón de su escritorio y sacó la carpeta que contenía las declaraciones hechas el día anterior por Dixon, Dumaire y los otros dos jóvenes. Se las tendió a Chandler.

– Creo que le interesarán. En caso de que imagine algo, le diré que son copias y que yo tengo los originales.

Chandler parecía afligido; luego comenzó a leer. A medida que daba vuelta a las páginas, sus labios se apretaban. Peter oyó que retenía el aliento. Un momento después murmuró:

– ¡Miserables!

– ¿Dice eso porque lo indentificaron como rufián?

El jefe de botones se sonrojó; luego, dejó a un lado los papeles.

– ¿Qué piensa hacer? -preguntó a Peter.

– Lo que quisiera hacer es despedirlo en seguida. Pero como ha estado durante tanto tiempo aquí, pienso plantearle el asunto a míster Trent.

– Míster McDermott, ¿podríamos hablar de esto un momento? -lloriqueó Chandler.

Como no hubo respuesta, comenzó:

– Míster McDermott, hay muchas cosas que suceden en un lugar como éste…

– Si me va a hablar de las cosas de la vida… de las muchachas galantes y todos los otros negocios… dudo mucho que me pueda decir algo que ya no sepa. Pero hay algo más que yo sé y usted también. Hay ciertas cosas que la gerencia puede pasar por alto. Pero proporcionar mujeres a menores de edad, es muy diferente.

– Míster McDermott, ¿no podría usted, por esta vez, evitar llevarle el asunto a míster Trent? ¿No podría hacer que esto quedara entre usted y yo?

– No.

La mirada del jefe de botones iba de un lado a otro de la habitación; luego, la volvió a Peter. Tenía una expresión calculadora.

– Míster McDermott, si alguna gente viviera y dejara vivir… -guardó silencio.

– ¿Qué?

– Bien, a veces vale la pena.

La curiosidad mantuvo silencioso a Peter.

Chandler vaciló; luego, con deliberación, desabrochó el bolsillo. Sacó un sobre doblado que puso sobre el escritorio.

– Déjeme ver eso -exclamó Peter.

Chandler le acercó el sobre. No estaba cerrado y contenía cinco billetes de cien dólares. Peter los inspeccionó con curiosidad.

– ¿Son buenos?

– Sí -replicó Chandler sonriendo.

– Tenía curiosidad por saber a cuánto creía usted que ascendía mi precio. -Peter le devolvió el dinero-. ¡Lléveselo!

– ¡Míster McDermott, si es cuestión de un poco más…!

– ¡Márchese! -la voz de Peter era baja. Se levantó a medias de su silla-. ¡Márchese antes de que le rompa la cabeza!

Mientras recogía el dinero y se marchaba, el rostro de Herbie Chandler tenía la máscara del odio.

Cuando quedó solo, Peter McDermott se hundió en la silla, silencioso, detrás del escritorio. Las entrevistas con el policía y con Chandler lo habían dejado exhausto y deprimido. De las dos, fue la última la que lo abatió más, porque la tentativa de soborno le dio la sensación de estar sucio.

¿Sería así? Se quedó cavilando: sé sincero contigo mismo. Hubo un instante, con el dinero en las manos, en que estuvo tentado de tomarlo. Quinientos dólares era una suma interesante. Peter no se hacía ilusiones con respecto a lo que él ganaba, comparado con lo que recibía el jefe de botones que, de seguro, ascendía a bastante más. Si hubiera sido cualquier otra persona, con seguridad hubiera sucumbido. ¿Sería capaz de sucumbir? Desearía saberlo con certeza. De cualquier manera, no sería el primer gerente de hotel que aceptara dinero de su personal.

Lo irónico, por supuesto, era que a pesar de la insistencia de Peter en que pondría las evidencias contra Herbie Chandler en conocimiento de Warren Trent, no había garantía de que así ocurriera. Si el hotel cambiaba de dueño, como parecía probable, a Warren Trent ya no le importaría. Tal vez ni el mismo Peter quedaría en el hotel. Con el advenimiento de una nueva administración, el historial del personal superior sería examinado, sin duda alguna, y en su propio caso, el viejo e insípido escándalo del «Waldorf», desenterrado. Todavía, se preguntó Peter, ¿no había acabado de pagar eso? Bien, era probable que pronto lo supiera.

Volvió su atención a las cosas presentes.

Sobre su escritorio había una hoja impresa que Flora le había dejado, con las últimas cuentas de la tarde. Por primera vez después de llegar, estudió las cifras. Demostraban que el hotel estaba llenándose, y había la certeza de tener el hotel completo, esta noche. Si el «St. Gregory» sucumbía vencido, por lo menos lo haría al son de las trompetas.

Entre las cuentas del hotel y mensajes telefónicos, había una cantidad de cartas y memorándums; Peter les echó una mirada rápida y vio que no había nada que no pudiera dejarse para mañana. Debajo de los memorándums había una carpeta de grueso papel manila, que abrió. Era el plan de abastecimiento propuesto por el sub-chef André Lemieux, entregado ayer. Peter había comenzado a estudiar el plan esa mañana.

Mirando su reloj decidió continuar su lectura antes de efectuar el recorrido vespertino por el hotel. Se acomodó, con las páginas manuscritas y los gráficos cuidadosamente trazados, extendidos ante él.

A medida que leía, crecía su admiración por el joven sub-chef. El trabajo revelaba amplia comprensión de los problemas del hotel y de la potencialidad del negocio de su restaurante. Peter se encolerizó con el chef de cuisine monsieur Hébrand, quien, según Lemieux, había desechado por completo la propuesta.

En verdad que había algunas conclusiones que eran discutibles, y Peter no estaba de acuerdo con algunas ideas de Lemieux. A primera vista también, una cantidad de cálculos sobre costos parecían optimistas. Pero esto era secundario. Lo importante era que una mente fresca, clara y competente hubiera pensado en las deficiencias actuales con respecto a la cuestión de las comidas y se presentara sugiriendo la forma de subsanarlas. Era igualmente obvio que, salvo que el «St. Gregory» hiciera mejor uso del considerable talento de André Lemieux, éste lo ofrecería en otra parte.

Peter puso el plan y los gráficos en su carpeta con una sensación de satisfacción de que alguien en el hotel poseyera un entusiasmo por su trabajo como el que había demostrado Lemieux. Decidió que le agradaría transmitirle sus impresiones a pesar de que en la situación actual del hotel, tan incierta, parecía que Peter no podía hacer nada más.

Una llamada telefónica informó de que esa noche el chef de cuisine estaría ausente porque continuaba enfermo, y que el sub-chef, monsieur Lemieux, lo reemplazaba. Guardando el protocolo, Peter dejó un mensaje diciendo que bajaba en seguida a la cocina.

André Lemieux estaba esperándolo en la puerta que daba al comedor principal.

– ¡Entre, monsieur! Sea usted bien venido. -Caminó delante, entrando en la cocina ruidosa y humeante; el joven sub-chef gritó al oído de Peter:- Nos encuentra, como dicen los músicos, próximos al crescendo.

En contraste con la relativa quietud de la tarde anterior, el ambiente en estas primeras horas de la noche, era un pandemonio. Con todo el personal de turno trabajando, los chefs de blanco almidonado, sus ayudantes de cocina y los pinches, parecían haber surgido como margaritas en el campo. Alrededor de ellos, entre ráfagas de vapor y oleadas de calor, los ayudantes de cocina, sudando, manejaban ruidosamente las bandejas, sartenes y calderos mientras otros empujaban las mesas rodantes, sin cesar, esquivándose, así como apremiando a los camareros y camareras, estas últimas con las bandejas de servir en alto. Sobre las mesas caldeadas, los platos del menú del día se repartían y servían para llevarlos al comedor. Los pedidos especiales, para los menú a la carte y para el servicio de habitaciones, eran preparados por cocineros que se daban prisa, y cuyos brazos y manos parecían estar en todas partes al mismo tiempo. Los camareros preguntaban si estaban listos sus pedidos, mientras los cocineros protestaban. Otros camareros, con las bandejas cargadas, se movían presurosos pasando frente a las dos austeras mujeres del control, sentadas en sus elevados mostradores donde computaban las cuentas. Desde la sección de sopas, se elevaban espirales de vapor mientras burbujeaban los gigantescos calderos. No muy lejos, dos cocineros, especialistas, arreglaban, con hábiles dedos, canapés y hors d'oeuvres calientes. Más allá, un chef repostero, supervisaba los postres con mirada minuciosa. De cuando en cuando se abrían las puertas de los hornos con ruido metálico, el reflejo de las llamas iluminaba las caras congestionadas, y los interiores ardientes eran como una visión del infierno.

Sobre todo, lo que asaltaba al oído y al olfato era el entrechocar de platos, el incitante olor de la comida y el agradable aroma del café recién hecho.

– Cuando estamos con más trabajo, monsieur, es cuando nos sentimos más orgullosos. O deberíamos sentirnos, si no se mirara todo con lupa.

– He leído su informe. -Peter le devolvió la carpeta al sub-chef. Luego lo siguió hasta la oficina de paneles de vidrio, donde no se oía ruido alguno.

– Me gustan sus ideas; no estoy de acuerdo con algunos puntos de vista, pero éstos no son muchos.

– Sería bueno discutirlos si, al fin, se decidiera hacer algo.

– Todavía no. Por lo menos, no en la forma que usted piensa.

Peter señaló que, antes de encarar ningún tipo de reorganización, tenía que ser solucionado el asunto de la propiedad del hotel.

– Quizá mi plan y yo tendremos que irnos a otra parte. No importa. -André Lemieux se encogió de hombros en forma muy gálica, y luego agregó:- Monsieur, estoy por visitar el piso de la convención. ¿Quiere acompañarme?

– Gracias. Iré. -Peter había tenido la intención de incluir las comidas de la convención en la gira vespertina por el hotel. Sería igualmente efectivo comenzar su inspección desde las cocinas del piso de la convención.

Subieron dos pisos por un ascensor de servicio. Descendieron en lo que bajo muchos aspectos, era un duplicado de la cocina principal de abajo. Desde aquí se podían servir simultáneamente dos mil comidas en los tres salones de convenciones del «St. Gregory», y una docena de comedores privados. El ritmo en este momento parecía tan frenético como abajo.

– Como usted sabe, monsieur, esta noche tenemos dos banquetes. En el Gran Salón y en el Bienville.

– Sí, el Congreso de los Odontólogos, y la convención de «Gold Crown Cola».

Por el olor de las comidas en los extremos opuestos de la gran cocina, observó que el plato importante de los dentistas era pavo asado, y el de vendedores de Cola, lenguado sauté. Equipos de cocineros y ayudantes servían ambos platos, agregándoles las legumbres al ritmo de una máquina; luego, con un solo movimiento, colocaban tapas de metal sobre las fuentes llenas, cargando todo en las bandejas de los camareros.

Nueve fuentes por bandeja: el número de asistentes por cada mesa. Dos mesas por camarero. Cuatro platos por menú, mas panecillos, manteca, café y petits fours. Peter calculaba: habría doce viajes muy cargados para cada camarero; quizá más, si los comensales lo pedían, o como algunas veces sucedía si se les asignaba más mesas debido a la cantidad de gente. No era de extrañar que algunos camareros estuvieran cansados cuando terminara la noche.

Menos cansado, tal vez, estaría el maître d'hótel, compuesto e inmaculado, con frac y corbata blanca.

Por el momento, como un jefe de Policía en servicio, estaba estacionado en el centro de la cocina, dirigiendo la marea de camareros en ambas direcciones. Viendo a André Lemieux y a Peter, se llegó hasta ellos.

– Buenas noches, chef… míster McDermott. -Aun cuando en el rango del hotel, Peter era superior a los otros dos, en la cocina, el mâitre d'hotel se dirigió correctamente al principal, el chef en funciones.

– ¿Cuánta gente tenemos para comer, monsieur Dominic? -inquirió Lemieux.

El mâitre consultó una hoja de papel.

– La gente de «Gold Grown Cola» calculaba que serían doscientos cuarenta, y creo que ya están sentados. Parece que han llegado casi todos.

– Son vendedores a sueldo; tienen que estar aquí -comentó Peter-. Los dentistas hacen lo que quieren. Probablemente se rezaguen, y muchos no vengan.

El maitre asintió.

– He oído decir que han bebido mucho en las habitaciones. El consumo de hielo ha sido grande, y se han servido muchos cócteles. Pensamos que eso puede disminuir el número de las comidas.

El problema era calcular cuál sería el número de comidas que habría que preparar en cualquier momento para la convención. Representaba un habitual dolor de cabeza para los tres hombres.

Los organizadores de la convención daban al hotel una garantía mínima, pero en la práctica era probable que la cifra variara de cien a doscientos, en más o en menos. Una razón para ello era la inseguridad de cuántos delegados asistirían a reuniones más pequeñas prescindiendo de los banquetes oficiales o, en cambio, cuántos llegarían en masa en el último momento.

Los últimos minutos antes de un gran banquete de congresistas, eran siempre tensos en la cocina de cualquier hotel. Era un momento de prueba, ya que todos los involucrados sabían que la reacción ante una crisis, demostraría si su organización era buena o mala.

– ¿Cuál fue el cálculo original? -preguntó Peter al maitre.

– Para los dentistas, quinientos. Estamos llegando a eso y hemos empezado a servir. Pero todavía entran.

– ¿Se está llevando una cuenta aproximada de los recién llegados?

– Tengo un hombre dedicado a eso. Aquí está. -Esquivando a sus compañeros, un encargado con chaqueta roja, venía de prisa desde el Gran Salón.

– En caso de necesidad, ¿podemos preparar comida extra? -preguntó Peter a André Lemieux.

– Cuando sepa lo que se necesita, monsieur, entonces haré cuanto pueda.

El maitre conferenció con el encargado. Luego se dirigió a los otros dos.

– Parece que hay un número adicional de ciento setenta personas. Están entrando. Ya estamos tendiendo las mesas necesarias.

Como siempre que se producía una crisis, era sin previo aviso. En este caso, había llegado como un impacto importante. Ciento setenta comidas extra, pedidas en seguida, pesarían en los recursos de cualquier cocina… Peter se volvió a André Lemieux, sólo para descubrir que el joven francés ya no estaba allí.

El sub-chef se había puesto en acción como impulsado por una catapulta. Ya estaba entre su personal, dando órdenes, como la crepitación de un incendio rápido. Un cocinero joven a la cocina principal, para que utilice ahora los siete pavos que se están asando para la colación fría de mañana… Una orden dada a gritos al recinto de preparación: ¡Usen las reservas! ¡Ligero! ¡Trinchen todo lo que haya a la vista…! ¡Más verduras! ¡Saquen algunas del segundo banquete, que parece estar utilizando menos! Que vaya un segundo pinche a la cocina principal para reunir todas las verduras que pueda encontrar en cualquier parte… y pasar un mensaje: ¡Envíen ayuda, pronto! Dos mandaderos, dos cocineros más… Que se alerte al chef de repostería. Se necesitarán dentro de pocos minutos ciento setenta postres más. ¡Robe a Peter para Paul! ¡Hagan malabarismos! ¡Alimenten a los dentistas! El joven André Lemieux, con rapidez mental, confianza y buen humor, está dirigiendo esta demostración.

Ya estaban reasignando los camareros: algunos habían sido retirados con disimulo del banquete de la «Gold Crow Cola», más pequeño, donde los que quedaban deberían realizar un trabajo extra. Los comensales no lo notarían; sólo, quizá, que sus próximos platos serían servidos por alguien con un rostro vagamente distinto. Otros camareros que ya estaban asignados al Gran Salón y a los dentistas, se encargarían de tres mesas (veintisiete asientos) en lugar de dos. Algunos expertos, conocidos por su rapidez de pies y manos, podrían atender a cuatro. Habría ligeras protestas aunque no muchas. Los camareros de la convención eran, en general, personal independiente, llamado por cualquier hotel cuando se necesitaba. El trabajo producía dinero extra. Una paga de cuatro dólares por tres horas de trabajo en dos mesas; cada mesa extra importaría un cincuenta por ciento más. Las propinas, que se agregaban a la cuenta de la convención mediante arreglos previos, duplicaría toda la cantidad. Los hombres de pies ligeros volverían a su casa con dieciséis dólares; con suerte, también podrían haber ganado eso mismo a la hora del almuerzo o desayuno.

Una mesa rodante, con tres pavos recién cocinados, estaba ya saliendo de un ascensor de servicio. Los cocineros del recinto de preparación cayeron sobre ellos. El ayudante del cocinero que los había traído, volvió en busca de otros.

Quince porciones de cada pavo. Una disección rápida con la pericia de un cirujano. En cada plato la misma proporción: carne blanca, carne negra, salsa. Veinte porciones en una bandeja de servir. Mandar la bandeja a un mostrador. Mesas rodantes con legumbres humeantes, como barcos.

El despacho de mensajes por el sub-chef había concluido con el equipo de servicio. André Lemieux se presentó en reemplazo de dos ausentes. El equipo recobró la velocidad; andaba más ligero que antes, aún.

¡Fuente… carne… legumbres primero… ahora salsa… hagan correr la fuente… taparla! Un hombre para cada movimiento: brazos, manos, cucharones, todo moviéndose en conjunto. ¡Una comida por segundo… aún más rápido!. Frente a los mostradores de servir, la fila de camareros se hacía cada vez más larga.

Del otro lado de la cocina, el chef repostero abría refrigeradores: inspeccionando, seleccionando, golpeando las puertas al cerrarlas. Los reposteros de la cocina principal habían acudido para ayudar. ¡Saquen los postres de reserva! Envíen más desde los refrigeradores del subsuelo.

En medio de la agitación, una anomalía.

El camarero informa al encargado, el encargado al mâitre d'hôtel y el mâitre a André Lemieux.

Chef, hay un caballero que dice que no le gusta el pavo. Que si se le podría servir roastbeef no muy cocido.

Una carcajada brotó del grupo de sudorosos cocineros.

Pero el requerimiento había observado el protocolo con corrección, como lo sabía Peter. Sólo el chef principal podía autorizar cualquier alteración en un menú fijo.

– Puede ser satisfecho -replicó André Lemieux con una sonrisa-, pero sírvalo el último en su mesa.

Eso también era una vieja práctica en las cocinas. Como cuestión de relaciones públicas, la mayoría de los hoteles cambiarían un plato, si se pedía una alteración del menú, aunque el sustituto fuera más caro. Pero en forma invariable, como en este caso, el individualista debería esperar hasta que todos sus compañeros de mesa hubieran comenzado a comer. Una precaución contra otros que pudieran sentirse inspirados en la misma idea.

Ahora la fila de camareros ante el mostrador de servicio, estaba disminuyendo. En el Gran Salón ya se había servido el plato principal a la mayoría de los asistentes incluyendo a los últimos en llegar. Los ayudantes comenzaban a regresar del comedor con los platos utilizados. Se tenía la sensación de una crisis superada. André Lemieux abandonó su lugar entre los servidores, y miró inquisitivamente al chef de los reposteros.

Este último, delgado como un palillo, diríase que no probaba los productos que elaboraba. Hizo un círculo con los dedos pulgar e índice.

– Todo listo para ser servido, chef.

– Monsieur, parece que hemos dominado la situación -comentó André Lemieux, reuniéndose a Peter.

– Diría que ha hecho usted mucho más. Estoy impresionado.

– Lo que usted ha visto ha estado bien. Pero eso sólo es una parte de la tarea -dijo el joven francés con un encogimiento de hombros-. En otras partes no parecemos tan eficientes. Excúseme, monsieur. -Se alejó.

El postre era Bombe aux marrons y Cherries flambées. Debía ser servido con cierto ceremonial: la iluminación del salón disminuida y las fuentes llameantes llevadas en alto.

Ahora los camareros estaban alineados ante las puertas de servicio. El chef repostero y los ayudantes, controlando el arreglo de las bandejas. En el momento de abandonar la cocina, un pequeño plato central en cada bandeja sería encendido, a medida que dos cocineros a los lados les prendían fuego.

André Lemieux inspeccionaba la fila.

A la entrada del Gran Salón, el mâitre principal, con un brazo levantado, observaba el rostro del sub-chef.

Cuando André Lemieux hizo un gesto afirmativo, el brazo del mâitre bajó.

Los cocineros con las bujías, recorrieron las filas de bandejas, encendiéndolas. Las dobles puertas de servicio abiertas y sujetadas. Fuera, un electricista disminuyó la iluminación; la música de una orquesta se fue apagando hasta callar por completo. Entre los asistentes del Salón, cesó el rumor de las conversaciones.

De improviso, un reflector, por encima de los concurrentes, se encendió, enmarcando e iluminando la puerta de la cocina. Se produjo un instante de silencio, y luego se escuchó una fanfarria de trompetas. Cuando terminó, la orquesta y un órgano rompieron juntos, en un fortissimo, con los compases de The Saints. Al ritmo de la música, la procesión de camareros con las bandejas llameantes, inició la marcha.

Peter McDermott se dirigió al Gran Salón para ver mejor. Podía contemplar la inesperada y compacta cantidad de comensales, y todo el Gran Salón apretadamente concurrido.

Oh, when the Saints; Oh, when the Saints; Oh, when ¿he Saints go marching in… Desde la cocina, un camarero tras otro, vestidos con sus pulcros uniformes azules, marchaban al mismo ritmo. Para este momento, hasta el último de los hombres había sido utilizado. Algunos, dentro de pocos instantes, volverían para cumplir sus tareas en el otro salón de banquetes. Ahora, en la semioscuridad, las llamas alumbraban como fanales… Oh when the Saints; Oh when the Saints; Oh when the Saints go marching in… Desde los comensales brotó un aplauso espontáneo, cambiando a un batir de palmas al compás de la música, mientras los camareros rodeaban el salón. El hotel había cumplido su compromiso, tal como había prometido. Nadie, fuera de la cocina, podía saber que unos minutos antes se había producido una crisis y que había sido superada… Lord, I want to be in that number, When the Saints go marching in… Mientras los camareros llegaban a las mesas correspondientes, las luces volvieron a encenderse mientras se renovaban los aplausos y felicitaciones.

André Lemieux había venido, y se colocó al lado de Peter.

– Se acabó por esta noche, monsieur. Salvo que, quizá, desee tomar un coñac. En la cocina tengo un poco.

– No, gracias -replicó Peter sonriendo-. Ha sido un buen espectáculo. ¡Le felicito!

– Buenas noches, monsieur -saludó el sub-chef, mientras Peter se volvía para alejarse-. Y no lo olvide.

– ¿Olvidar qué? -inquirió Peter, deteniéndose, intrigado.

– Lo que ya le he dicho. El hotel de gran categoría que usted y yo podríamos hacer.

Entre divertido y caviloso, Peter se dirigió por entre las mesas del banquete hacia la puerta exterior del Gran Salón.

Había recorrido casi todo el espacio, cuando advirtió algo fuera de lugar. Se detuvo mirando alrededor, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba. De pronto lo comprendió. El doctor Ingram, el bravo y pequeño presidente del Congreso de Odontólogos, debía de haber estado presidiendo este acto, uno de los principales de la convención. Pero el médico no se encontraba en el puesto que le correspondía, ni en ningún otro de la larga mesa de cabecera.

Varios delegados, por encima de las mesas, saludaban a sus amigos, que se encontraban en otros sectores del banquete. Un hombre, con un audífono auxiliar para su sordera, se detuvo al lado de Peter.

– Buena concurrencia, ¿eh?

– Ciertamente. Espero que le haya gustado la comida.

– No estuvo mala.

– A propósito -intercaló Peter-, estoy buscando al doctor Ingram. No lo veo en ninguna parte.

– Ni lo verá -el tono fue seco. Sus ojos lo observaron con suspicacia-. ¿Es usted de la Prensa?

– No. Del hotel. Estuve con el doctor Ingram un par de veces…

– Dimitió; esta tarde. Si desea conocer mi opinión, creo que se comportó como un perfecto tonto.

Peter reprimió su sorpresa.

– Por casualidad, ¿no sabría si el doctor Ingram está todavía en el hotel? -interrogó.

– No tengo la menor idea. -El hombre del audífono se alejó.

Había un teléfono interno en el entresuelo de la convención.

El telefonista del conmutador, informó que el doctor Ingram todavía figuraba como residente, pero que no contestaban de su habitación. Peter habló con el cajero jefe.

– ¿Ha abonado ya su cuenta el doctor Ingram de Filadelfia? ¿Se-marchó ya del hotel?

– Sí, míster McDermott, hace un minuto. Todavía puedo verlo en el vestíbulo.

– Envíe a alguien para rogarle que me espere un segundo, por favor. Bajo inmediatamente.

El doctor Ingram estaba en pie, con las maletas al lado y un impermeable en el brazo, cuando llegó Peter.

– ¿Qué problema tiene ahora, míster McDermott? Si lo que desea es un testimonio para el hotel, no va a tener suerte. Además, tengo que alcanzar el avión.

– He sabido su renuncia. He venido a decirle que lo siento.

– Creo que se arreglarán sin mí. -Desde el Gran Salón, dos pisos más arriba, el ruido de los aplausos y exclamaciones llegaba abajo, hasta donde ellos se encontraban.- Parece que ya lo han hecho.

– ¿Lo lamenta mucho?

– No. -El pequeño doctor movió los pies, con la mirada baja; luego gruñó:- Soy un embustero. Me duele muchísimo. No debería sentirlo, pero lo siento.

– Me imagino que cualquiera lo sentiría -añadió Peter.

– Entienda esto, míster McDermott. -La cabeza del doctor Ingram se irguió.- No soy un felpudo golpeado. Ni necesito sentirme como tal. He sido un maestro toda mí vida, con muchos testimonios para probarlo. He formado gente docente, como el doctor Nicholas, por ejemplo, y otros por el estilo; procedimientos que llevan mi nombre; libros escritos por mí, que son textos corrientes. Todo eso es material sólido. Los otros… -hizo una indicación con la cabeza hacia el Gran Salón-, son recubrimiento de pastelería…

– No advertí…

– De todas maneras, un poco de recubrimiento no daña. Hasta puede llegar a gustarle a uno. Deseaba ser presidente. Me sentí complacido cuando me eligieron. Es un espaldarazo otorgado por gente cuya opinión se valora. Si voy a ser sincero con usted, míster McDermott (y Dios sabe por qué se lo estoy diciendo), no encontrarme allá arriba esta noche, es algo que me roe el corazón. -Hizo una pausa, mirando hacia arriba, mientras se escuchaban una vez más los ruidos del Gran Salón.- Alguna vez, sin embargo, se tienen que poner en la balanza los deseos contra los principios -masculló el pequeño doctor-. Algunos de mis amigos piensan que me he portado como un idiota.

– No es de idiotas el mantenerse firme según los propios principios.

– Usted no lo hizo, McDermott -el doctor Ingram miraba de frente a Peter-, cuando tuvo la oportunidad. Usted estaba demasiado angustiado por el hotel: su trabajo.

– Temo que eso sea cierto.

– Bien, ha tenido la gentileza de admitirlo, así que le diré algo, hijo. Usted no está solo. Ha habido ocasiones en que no he estado a la altura de mis convicciones. Eso va para todos nosotros. Algunas veces, sin embargo, se tiene una segunda oportunidad. Si eso le ocurre a usted… aprovéchela.

– Lo acompañaré hasta la puerta -dijo Peter, haciendo una seña a un botones.

– No es necesario eso -rechazó el doctor Ingram-. No se moleste. No me gusta este hotel, ni usted tampoco.

El botones lo miró inquisitivamente.

– Vamos -dijo el doctor Ingram.

16

Al caer la tarde, cerca del grupo de árboles que ocultaba el «Jaguar», Ogilvie dormía todavía

Despertó cuando comenzó a oscurecer y el sol, como un globo anaranjado, iluminaba el borde de las colinas hacia el Oeste. El calor del día se había transformado en un agradable y fresco atardecer. Ogilvie se apresuró, comprendiendo que pronto sería tiempo de proseguir.

Lo primero que hizo fue escuchar la radio del coche. Parecía que no había novedades; una repetición de lo que había oído antes. Satisfecho, la desconectó.

Volvió al arroyuelo que se encontraba más allá del pequeño grupo de árboles y se refrescó, echándose agua sobre la cara y la cabeza para desvanecer hasta el último vestigio de pesadez. Hizo una rápida merienda con lo que había quedado de su reserva de alimentos; llenó otra vez el termo con agua, depositándolo en el asiento de atrás, junto con algo de queso y pan. Con eso tendría que ir tirando para sostenerse durante la noche. No pensaba hacer nuevos altos innecesarios en la marcha, hasta el día siguiente.

Su ruta, tal como la había proyectado antes de dejar Nueva Orleáns, se dirigía al Noroeste a través del resto del Mississippi. Luego atravesaría la saliente occidental de Alabama, dirigiéndose después hacia el Norte, cruzando Tennessee y Kentucky. Desde Luisville torcería en diagonal a través de Indiana, pasando por Indianápolis. Entraría en Illinois, cerca de Hammond, para llegar, por fin, a Chicago.

El resto de su viaje se extendía a unos mil cien kilómetros. La distancia total era demasiado grande para cubrirla en una sola etapa, pero Ogilvie calculó que para el amanecer estaría próximo a Indianápolis, donde creía que ya estaría a salvo. Una vez allí, sólo lo separarían de Chicago unos trescientos veinte kilómetros.

La oscuridad era completa cuando hizo retroceder el «Jaguar», retirándolo de los árboles protectores, y luego lo hizo marchar con suavidad, hacia el camino principal. Dejó escapar un gruñido de satisfacción al torcer, hacia el Norte, por la ruta nacional 45.

En Columbus, Mississippi, donde fueron enterrados los muertos de la batalla de Shiloh, Ogilvie se detuvo para cargar combustible. Tuvo buen cuidado en elegir una pequeña estación de servicio en los suburbios de la población, que sólo contaba con un par de anticuados surtidores, iluminados por una sola luz. Colocó el coche, adelantándolo lo más lejos.posible de la luz, de manera que su parte frontal quedara en sombras.

Eludió la conversación, sin contestar el «¡Buenas noches!» y el «¿Va lejos?» del encargado del negocio. Pagó en efectivo por el combustible y por una media docena de barras de chocolate y se alejó.

Quince kilómetros más al Norte, cruzaba la línea divisoria con el estado de Alabama.

Una sucesión de pequeñas poblaciones que llegaban y quedaban atrás. Vernon, Sulligent, Hamilton, Russelville, Florence; esta última, como lo puntualizaba un cartel, notoria por su manufactura de asientos sanitarios. Pocas millas más adelante, cruzaba el límite de Tennessee.

El tránsito, en general, era escaso y el «Jaguar» funcionaba en forma perfecta. Las condiciones para conducir eran ideales, ayudadas por una luna llena que se levantó en seguida de caer la noche. No había signos de actividad policial de ninguna índole.

Ogilvie, satisfecho, sentía sus nervios relajados.

A ochenta kilómetros al sur de Nashville, en Columbia, Tennessee, giró hacia la ruta nacional 31.

Ahora el tránsito era más denso. Enormes camiones con remolques, con sus faros penetrando la noche como una interminable cadena deslumbradora, pasaban rugiendo hacia el Sur, camino de Birmingham, y hacia el Norte al industrial Medio Oeste. Coches de pasajeros, algunos de los cuales corrían riesgos que no correrían los camioneros, se colaban entre la corriente de vehículos. En algunas ocasiones el mismo Ogilvie se adelantó para pasar a algún otro automóvil de marcha lenta, pero con cuidado de no exceder los límites de velocidad que fijaban las señales indicadoras. No deseaba llamar la atención ni por la velocidad ni por ningún otro motivo. Durante un rato observó un coche que lo seguía, manteniéndose detrás de él, y conduciendo a su misma velocidad. Ogilvie ajustó su espejo retrovisor a fin de evitar el resplandor de los faros, y luego redujo la velocidad para permitir que el otro coche lo pasara. Cuando vio que el automóvil no lo hacía, volvió a su velocidad original, sin preocuparse.

Pocos kilómetros más adelante advirtió que los coches que circulaban por los canales que se dirigían hacia el Norte, disminuían el ritmo de la marcha. Las luces posteriores de frenado de los otros vehículos, se encendían. Corriéndose hacia la izquierda pudo ver lo.que parecía ser un grupo de faros, y que los dos canales hacia el Norte se confundían en uno solo. La escena tenía las características normales de cualquier accidente en la ruta.

Entonces, de repente, después de dar vuelta a una curva, vio la verdadera razón de la lentitud. Dos filas de coches de Policía de carretera de Tennessee, con las luces rojas en los techos, destellando intermitentemente, estaban colocados a ambos lados de la carretera. Una barrera iluminada estaba cruzada en el camino central. En el mismo instante, el coche que lo había estado siguiendo, encendió una señal luminosa propia del tipo policial.

Mientras el «Jaguar» aminoraba la marcha y se detenía, agentes estatales, con los revólveres desenfundados, corrieron hacia él.

Temblando, Ogilvie levantó las manos sobre la cabeza.

Un rudo sargento abrió la puerta del coche.

– Mantenga las manos donde están -le ordenó-, y salga despacio. Está arrestado.

17

– ¡Fíjese! -exclamó Christine Francis-, lo está haciendo otra vez. En ambas ocasiones, cuando le estaban sirviendo el café, usted ha rodeado la taza con sus manos, como si le proporcionara una especie de consuelo.

– Usted advierte más cosas que la mayoría de la gente -replicó Albert Wells, desde el otro lado de la mesa, dirigiéndole su jovial sonrisa de gorrión.

Esta noche parecía frágil, otra vez. Algo de la palidez de su rostro y, de vez en cuando, durante el transcurso de la noche lo había molestado una tos bronquial, sin llegar a afectarlo en su alegría. Lo que necesita, reflexionó Christine, es alguien que lo cuide.

Estaban en el comedor principal del «St. Gregory». Desde su llegada, hacía más de una hora, la mayoría de los otros comensales se habían retirado, aunque algunos pocos se retrasaban saboreando el café y los licores. A pesar de que el hotel estaba completo, la concurrencia en el comedor había sido algo escasa esa noche.

Max, el maitre, llegó discretamente a la mesa.

– ¿Desearía algo más, señor?

Albert Wells miró a Christine, quien hizo un gesto negativo.

– Me parece que no. Cuando quiera, puede traer la cuenta.

– Desde luego, señor. -Max se inclinó ante Christine, asegurándole con su mirada que no había olvidado el arreglo de la mañana.

– Acerca del café… -prosiguió el hombrecito cuando se hubo retirado el maitre-, cuando se explora en busca de minas en el Norte, nunca debe desperdiciarse nada, si se quiere sobrevivir, ni siquiera el calor de la taza de café que se está tomando. Es un hábito que se adquiere. Podría perder la costumbre, me imagino, aunque hay cosas que siempre es bueno recordar de vez en cuando.

– ¿Porque aquéllos fueron buenos tiempos, o porque la vida es mejor ahora?

– Supongo que algo de ambos.

– Usted me contó que había sido minero. Pero no sabía que también hubiera explorado minas.

– Muchas veces se es lo uno y lo otro. En especial, en la región del Canadian Shield, esto es, en los territorios del Noroeste, Christine, cerca de los confines del Canadá. Cuando se está allá solo, en la tundra (en el desierto ártico, como le llaman) se hace de todo, desde clavar estacas reclamando pertenencias, hasta quedarse congelado en las tierras heladas. La mayoría de las veces, si no lo haces, no hay ningún otro que lo haga por ti.

– Cuando usted exploraba, ¿qué era lo que buscaba?

– Uranio, cobalto. Casi siempre oro.

– ¿Descubrió algo? Me refiero al oro.

– Mucho -asintió-. Alrededor de Yellowknife, en Great Slave Lake. Se hicieron descubrimientos allí, desde 1890 hasta una estampida que se produjo en 1945. Sin embargo, la región era áspera e inhóspita para explotarla y extraer el oro.

– Debe de haber sido una vida muy dura -comentó Christine.

El hombrecillo tosió, después tomó un sorbo de agua, sonriendo como si se disculpara.

– Era más dura en aquel entonces. Al más mínimo descuido, el Canadian Shield lo mataba a uno. -Miró alrededor del comedor, agradablemente decorado, iluminado con candelabros de cristal.- Desde aquí, parece algo muy lejano.

– Usted dice que la mayoría de las veces era demasiado difícil para extraer el oro. ¿No lo fue siempre?

– No siempre. Algunos fueron más afortunados que otros, aunque hasta para ellos las cosas anduvieron mal. Tal vez se debiera en parte, a que tanto el Shield como las Barren Lands producían efectos extraños en la gente. Algunos que se creían que eran fuertes (y no sólo físicamente) resultaban débiles. Y descubría que otros a quienes hubieran confiado la vida, eran indignos. También sucedía lo contrario. Recuerdo que una vez… -Se detuvo cuando el mattre colocó sobre la mesa una pequeña bandeja con la cuenta.

– Continúe -le urgió ella.

– Es una larga historia, Christine -volvió los ojos hacia la cuenta, observándola.

– Me gustaría escucharla -insistió Christine, y era verdad. A medida que transcurría el tiempo, pensó, el modesto hombrecito le gustaba más.

Levantó la mirada y pareció que apuntaba algo divertido en sus ojos. Miró a través del salón al mâitre, y después otra vez a Christine. De pronto sacó un lápiz y firmó la cuenta.

– Fue en 1936 -comenzó Albert Wells-, más o menos en la época en que empezó una de las últimas afluencias al Yellow-knife. Lo estaba explorando en las proximidades de la ribera del Great Slave Lake. En aquel entonces tenía un socio. Se llamaba Hymie Eckstein. Hymie había venido de Ohio. Había estado en el negocio del vestido, de vendedor de coches usados, y otra cantidad de cosas, imagino. Era emprendedor y muy conservador. Pero tenía una habilidad especial para gustar a la gente. Creo que usted lo llamaría encanto. Cuando llegó a Yellowknife, tenía poco dinero. Yo estaba sin un céntimo. Hymie se hizo cargo del sustento de ambos.

Albert Wells tomó un sorbo de agua, pensativo.

– Hymie jamás había visto una raqueta para caminar en la nieve; no había oído hablar de la tierra helada; no sabía distinguir el esquisto del cuarzo. Desde el comienzo, sin embargo, nos llevamos bien. Y salimos adelante.

«Habíamos estado fuera un mes, tal vez dos. Entonces, un día, cerca de la boca del Yellowknife River, nos detuvimos para liar unos cigarrillos. Sentados allí, a la manera que lo hacen los exploradores, me puse a desmenuzar unos terrones ferruginosos, esto es, Christine, piedras oxidadas, y deslicé unos pedazos en mis bolsillos. Más tarde, a la orilla del lago, zarandeé los pedruscos. Casi muero de la impresión cuando vi en la criba unas buenas pepitas de oro.

– Cuando eso ocurre en la realidad -comentó Christine-, debe de ser una de las cosas más emocionantes del mundo.

– Tal vez haya otras cosas más emocionantes. Si las hay, jamás las he encontrado en mi camino. Bien, volvimos corriendo al sitio en que habíamos encontrado las piedras, y lo cubrimos con musgo. Dos días después descubrimos que el terreno ya había sido acotado. Creo que fue el golpe más terrible que jamás habíamos sufrido. Resultó que un explorador de Toronto había puesto las estacas. Se había ido el año anterior, volviéndose al Este, sin saber lo que poseía. Bajo la ley de los Territorios, si no se trabaja la pertenencia, los derechos caducan un año después de haber sido registrados.

– ¿Cuánto tiempo había pasado?

– Nosotros hicimos nuestro descubrimiento en junio. Si las cosas permanecían tal como estaban, la tierra quedaría disponible el último día de septiembre.

– ¿No podían callarse y esperar?

– Tratábamos de hacerlo. Salvo que no fue tan fácil. Por una parte, el descubrimiento que habíamos hecho estaba relacionado con una mina explotable, y además debíamos tener en cuenta otros exploradores, como nosotros mismos, trabajando en esa región. Por otra parte, Hymie y yo nos habíamos quedado sin dinero ni alimentos.

Albert Wells hizo una seña a un camarero que pasaba. -Creo que, después de todo, tomaré más café -dijo, y luego, le preguntó a Christine-: ¿Y usted?

– No, gracias -respondió-. No se detenga. Quiero conocer el resto. -Qué extraño, pensó ella, que esa clase de aventuras épicas con las que la gente sueña, le hubiera ocurrido a alguien aparentemente tan insignificante como el hombrecillo de Montreal.

– Bien, Christine, creo que los tres meses siguientes fueron los más largos que hayan podido vivir dos hombres. Quizá los más rudos. A duras penas pudimos subsistir. Algo de pescado; algunas plantas. Al final, estaba yo más delgado que un mimbre y mis piernas se habían puesto negras por el escorbuto. Tuve bronquitis y flebitis. Hymie, apenas se mantuvo un poco mejor, pero nunca se quejaba y por eso me gustaba aún más. Le sirvieron el café, y Christine esperó.

– Por fin llegó el último día de septiembre. Habíamos oído en Yellowknife que cuando el derecho de la primera pertenencia caducaba, otros trataban de instalarse allí, de manera que no quisimos arriesgarnos. Teníamos nuestras estacas listas. Inmediatamente después de la media noche las plantamos. Recuerdo que era una noche renegrida como un pozo, nevaba mucho y soplaba un viento terrible.

Sus manos ciñeron la taza de café, como había hecho antes. -Y nada más. Porque después la Naturaleza se encargó del resto, y lo primero que recuerdo con claridad es el de estar en un hospital, en Edmonton, a mil seiscientos kilómetros de distancia de donde plantamos las estacas. Me enteré después, que Hymie me sacó, del Shield, aunque no sé cómo lo logró; y un piloto con una avioneta me llevó hacia el Sur. Muchas veces, incluso en el hospital, me dieron por muerto. No morí. Si bien cuando descubrí las cosas, hubiera querido que así fuera. -Se detuvo para beber el café.

– ¿La pertenencia no era legal?

– La pertenencia estaba bien. El inconveniente era Hymie. -Albert Wells se golpeó la nariz de pico de gorrión, reflexionando.- Tal vez tuviera que retroceder un poco en el relato. Mientras esperábamos que llegara nuestra hora en el Shield, habíamos firmado dos escrituras de venta. Cada uno de nosotros (en el papel) entregaba al otro la mitad de la propiedad.

– ¿Por qué hicieron eso?

– Fue idea de Hymie, para el caso de que uno de nosotros no sobreviviera. Si eso sucedía, el sobreviviente guardaría el papel demostrando que toda la propiedad era suya, y rompería el del otro. Hymie dijo que evitaría muchos enredos legales. En aquel momento parecía sensato. Las escrituras estipulaban que, en caso de que los dos sobreviviéramos, las transferencias recíprocas serían destruidas.

– De manera que mientras usted estuvo en el hospital… -interrumpió Christine.

– Hymie tomó ambos papeles y registró el suyo. Para cuando yo estuve en condiciones de interesarme, Hymie tenía la totalidad del título, y ya estaba trabajando con maquinaria y personal adecuados. Descubrí que había habido una oferta de un cuarto de millón de dólares de una de las mayores compañías de fundiciones, y que había otros interesados.

– ¿Usted no podía hacer nada?

– Me imagino que me sentía vencido antes de empezar. De todas maneras, tan pronto salí del hospital, pedí dinero prestado para llegar al Norte.

Albert Wells se detuvo y con una mano saludó a alguien a través del comedor. Christine miró, y vio a Peter McDermott que se acercaba a la mesa. Se había preguntado si Peter recordaría su sugerencia de reunirse con ellos después de cenar. Verlo le produjo una deliciosa sensación. Al punto advirtió que Peter estaba abatido.

El hombrecito saludó a Peter con afecto, y un camarero se apresuró a acercar una silla.

– Temo haber acabado un poco tarde. Han sucedido algunas cosas. -Peter se dejó caer en la silla con placer. Pensó que lo que había dicho era un monumento a la inconsciencia.

Esperando que después tendría alguna oportunidad de hablar en privado con Peter, Christine le comentó:

– Míster Wells me ha estado relatando una historia maravillosa. Debo oír el final.

– Continúe, míster Wells. Será como haber llegado a una representación cinematográfica, cuando ya ha empezado. Después me enteraré del principio -exclamó Peter bebiendo el café que le había traído el camarero.

El hombrecito sonrió, mirando sus manos nudosas y ásperas.

– No hay mucho más que decir, si bien lo que queda es un poco enredado. Fui hacia el Norte y encontré a Hymie en Yellow-knife, en lo que pasa por ser un hotel. Le dije cuanta cosa mala me vino a la boca. Durante todo el tiempo él tenía una amplia sonrisa, lo que me enfurecía, hasta que me sentí con ganas de matarlo allí mismo. Sin embargo, no lo hubiera hecho. Hymie me conocía lo bastante para saberlo.

– Debe haber sido un hombre odioso -interrumpió Christine.

– Creo que sí. Sólo que, cuando me tranquilicé, Hymie me pidió que lo acompañara. Fuimos a ver a un abogado, y allí, con los papeles listos, me devolvió mi parte, completa… en realidad, mejorada, porque Hymie no había tomado nada para sí, por el trabajo que había realizado durante los meses que yo estuve ausente.

– No comprendo. Porque… -Christine estaba aturdida.

– Hymie se explicó. Dijo que desde el comienzo sabía que se presentarían muchas cuestiones legales, papeles que firmar, especialmente si no vendíamos y seguíamos trabajando la pertenencia, sabiendo que eso era lo que yo quería. Hubo préstamos de Bancos para maquinaria y jornales, y todo lo demás. Conmigo en el hospital, y la mayor parte del tiempo inconsciente, no hubiera podido hacer nada… con mi nombre en el título de propiedad. De manera que Hymie utilizó mi escritura de venta y siguió adelante. Siempre pensó en devolverme mi parte. Lo único que pasaba era que no le gustaba mucho escribir, y jamás me lo hizo saber. Desde el comienzo, sin embargo, había arreglado las cosas legalmente. Si él hubiera muerto, yo quedaría con su parte y la mía.

Peter McDermott y Christine se miraron a través de la mesa.

– Después -siguió diciendo Albert Wells-, hice la misma cosa con mi mitad, un testamento para que todo pasara a Hymie.

Teníamos hecho un arreglo mutuo con respecto a esa mina, hasta el día en que Hymie murió, hace cinco años. Creo que el episodio me enseñó algo importante: cuando uno tiene fe en alguien, no debe apresurarse a cambiar de opinión.

– ¿Y la mina? -preguntó Peter McDermott.

– Bien, procedimos con acierto al rehusar las ofertas de compra, y resultó que al fin teníamos razón. Hymie la dirigió unos cuantos años. Todavía sigue produciendo… Es una de las minas que más produce en el Norte. De vez en cuando voy a echar un vistazo, en recuerdo de los viejos tiempos.

– ¿Usted… usted… es propietario de una mina de oro?

Casi sin poder hablar, con la boca abierta, Christine quedó mirando al hombrecito.

– Sí, y de algunas otras cosas más -asintió jovialmente Albert Wells.

– Si me perdona la curiosidad -se excusó Peter McDermott-, ¿qué otras cosas?

– No me acuerdo de todas. -El hombrecito se movió con expresión tímida en su silla.- Hay un par de periódicos, algunos barcos, una compañía de seguros, edificios y otras menudencias. Compré una cadena de mercados el año pasado. Me gustan las cosas modernas. Mantienen vivo mi interés.

– Sí, me imagino que así debería ser -replicó Peter.

Albert Wells se sonrió con picardía.

– En realidad, hay algo que no iba a decirles hasta mañana, pero bien puedo hacerlo ahora. Acabo de comprar este hotel.

18

– Esos son los caballeros, míster McDermott.

Max, el mâitre, señaló el otro extremo del vestíbulo, donde dos hombres (uno de ellos el detective de la Policía, capitán Yolles) estaban esperando tranquilamente al lado del mostrador de periódicos.

Momentos antes, Max había llamado a Peter mientras permanecía sentado a la mesa del comedor con Christine, aturdido por completo y en silencio, ante el anuncio de Albert Wells. Ambos, Christine y él mismo, estaban demasiado sorprendidos para captar la noticia en su integridad y apreciar sus implicaciones. Para Peter fue un alivio cuando le informaron de que lo necesitaban fuera, con urgencia. De prisa, excusándose, prometió volver más tarde, si podía.

El capitán Yolles caminó hacia él. Presentó a su compañero el detective sargento Bennett.

– Míster McDermott, ¿hay algún lugar a mano donde podamos hablar?

– Por aquí. -Peter precedió a los dos hombres, pasando por el mostrador del conserje, y entró en la oficina del gerente de créditos, que no se utilizaba de noche. Cuando entraron, el capitán Yolles tendió a Peter un diario doblado. Era una edición temprana del Times-Picayune del día siguiente. Un titular que abarcaba tres columnas, decía:

Se ha confirmado la designación de Croydon como embajador del Reino Unido. La noticia lo sorprende en Crescent City

El capitán Yolles cerró la puerta de la oficina.

– Míster McDermott, Ogilvie ha sido arrestado. Se le ha detenido hace una hora con el coche, cerca de Nashville. La Policía del Estado de Tennessee lo retiene, y lo hemos mandado buscar. Al coche lo traen en camión, cubierto. Pero por lo que se ha averiguado allí mismo, no parece haber muchas dudas de que ése es el automóvil que buscábamos.

Peter asintió. Sabía que los policías lo observaban con curiosidad.

– Si doy la impresión de tener reacciones lentas con todo lo que está ocurriendo, les diré que acabo de recibir un verdadero impacto.

– ¿Referente a esto?

– No. Al hotel.

– Puede interesarle saber que Ogilvie ha hecho una declaración -expresó luego de una pausa Yolles, y continuó-: Sostiene que no sabía nada de que el coche estuviera implicado en el accidente. Lo único que sucedió, dice, es que el duque y la duquesa de Croydon le pagaron doscientos dólares para que llevara el coche al Norte. Tenía el dinero consigo.

– ¿Usted cree eso?

– Podría ser verdad. Y podría no serlo. Lo sabremos después de interrogarlo mañana.

Mañana, pensó Peter, muchas cosas podrían estar más claras. Esta noche experimentaba una sensación de irrealidad.

– ¿Qué sucederá después? -inquirió.

– Pensamos visitar al duque y a la duquesa de Croydon. Si no se opone, nos gustaría que usted estuviera presente…

– Supongo que no hay inconveniente… si lo consideran necesario.

– Gracias.

– Hay una cosa más -intercaló el segundo detective-. Entendemos que la duquesa de Croydon dio un permiso escrito para que su coche fuera sacado del garaje del hotel.

– Ya me dijeron eso.

– Podría ser importante, señor. ¿Cree que alguien ha guardado esa nota?

– Es posible. Si lo desea telefonearé al garaje.

– Vayamos allá -decidió el capitán Yolles.

Kulgmer, el sereno, estaba arrepentido y fastidiado.

– ¿Sabe, señor? Me dije que podía necesitar ese pedazo de papel, para cubrirme en caso de que alguien reclamara. Y créame, señor, lo busqué esta noche antes de recordar que seguramente lo había tirado ayer, con el papel de mis sandwiches. En realidad, no es culpa mía, si lo considera con justicia. -Hizo un ademán, señalando la casilla de donde había salido.- No hay mucho espacio allí dentro. No es de extrañar que las cosas se confundan. Me lo estaba diciendo hace una semana. Este lugar debería ser un poco más amplio. Ahora, mire la forma en que tengo que hacer las anotaciones nocturnas…

– ¿Qué decía la nota de la duquesa de Croydon? -interrumpió Peter McDermott.

– Sólo que míster O. tenía permiso para llevarse el automóvil. Me extrañó la hora…

– ¿La nota estaba escrita en papel con membrete del hotel?

– Sí, señor.

– ¿Recuerda si el papel tenía grabado en relieve «Presidential Suite» en la parte superior?

– Sí, míster McDermott. Recuerdo eso. Era como usted dice, una hoja pequeña.

– Tenemos un papel especialmente timbrado para esa suite -informó Peter a los detectives.

– ¿Dice usted que tiró la nota con los papeles en que estaban envueltos los sandwiches? -preguntó el segundo detective a Kulgmer.

– No sé cómo pudo suceder si no fue así. Siempre soy muy cuidadoso. Vea lo que pasó el año pasado…

– ¿A qué hora sería?

– ¿El año pasado?

– Anoche. Cuando tiró la envoltura de los sandwiches, ¿a qué hora fue? -repitió el detective con paciencia.

– Diría que alrededor de las dos de la mañana. Por lo general, tomo mi merienda a la una. Las cosas se han tranquilizado a esa hora…

– ¿Dónde los tiró?

– En el mismo lugar de siempre. Aquí. -Kulgmer los precedió hasta un armario con artículos de limpieza, que contenía una lata de desperdicios. Le retiró la tapa.

– ¿Hay alguna posibilidad de que los desperdicios de anoche estén todavía ahí?

– No, señor. La vacían todos los días. El hotel es muy puntilloso en eso. Tengo razón, ¿no es cierto, míster McDermott?

Peter asintió.

– Además -agregó Kulgmer-, recuerdo que la lata estaba casi llena anoche. Puede ver que ahora está casi vacía.

– Asegurémonos -el capitán Yolles miró a Peter buscando su aprobación. Luego volcó la lata, vaciando su contenido. Aun cuando buscaron con cuidado, no había vestigio de la envoltura de los sandwiches de Kulgmer ni de la nota de la duquesa de Croydon.

Kulgmer los dejó para atender algunos coches que entraban y salían del garaje.

Yolles se limpió las manos en una toalla de papel.

– ¿Qué hacen con la basura, cuando la sacan de aquí?

– Va a nuestro incinerador central -informó Peter-. Llega al incinerador en grandes carretillas, junto con los demás desperdicios del hotel. Sería imposible identificar de dónde viene cada cosa. De cualquier manera, lo que se ha recogido aquí, probablemente ya está quemado.

– Quizá no importe, pero de todos modos me gustaría tener esa nota -señaló Yolles.

El ascensor se detuvo en el noveno piso. Peter observó, mientras los detectives lo seguían:

– Esto no me gusta.

– Les haremos algunas preguntas; y nada más -lo tranquilizó Yolles-. Me gustará que escuche con mucha atención. Y también las respuestas. Es posible que lo necesitemos como testigo.

Para sorpresa de Peter, las puertas de la Presidential Suite estaban abiertas. Cuando se aproximaron, oyeron murmullo de voces.

– Parece que hay una reunión -anticipó el segundo detective.

Se detuvieron en la puerta de entrada, y Peter tocó el timbre.

Por la segunda puerta, parcialmente abierta, pudo ver la espaciosa sala. Había un grupo de hombres y mujeres, el duque y la duquesa entre ellos. La mayor parte de las visitas tenían vasos en una mano, y libretas o papel en la otra.

El secretario de los Croydon apareció en el pasillo interior.

– Buenas noches -dijo Peter-. Estos dos caballeros querrían ver al duque y a la duquesa de Croydon.

– ¿Son de la Prensa?

El capitán Yolles movió la cabeza.

– Entonces, lo lamento; es imposible. El duque está en conferencia de Prensa. Su designación como embajador británico fue confirmada esta tarde.

– Sí, lo sabía; de todos modos, nuestro asunto es importante.

Mientras hablaban, habían pasado del corredor exterior al pasillo de la suite. Entonces, la duquesa de Croydon misma, se apartó del grupo de la sala, y se acercó a ellos. Sonrió agradablemente.

– ¿No quieren entrar?

– Estos caballeros no son de la Prensa -intercaló el secretaria.

– ¡Oh! -Sus ojos se dirigieron a Peter con una mirada como reconociéndolo; luego, a los otros dos.

– Somos oficiales de Policía, señora. Tengo una placa, pero quizás usted prefiera que no la saque aquí. -Miró hacia la sala, desde donde algunas personas observaban con curiosidad.

La duquesa hizo un ademán al secretario, quien cerró la puerta de la sala.

Sería su imaginación, se dijo Peter, o ¿un atisbo de temor cruzó por el rostro de la duquesa cuando se pronunció la palabra «Policía»? Imaginado o no, ella estaba ahora en pleno dominio de sí misma.

– ¿Puede saberse por qué están aquí?

– Tenemos que hacerle algunas preguntas a usted y a su marido.

– No creo que sea un momento oportuno.

– Haremos lo posible por ser breves. -La voz de Yolles era tranquila, pero su autoridad inequívoca.

– Preguntaré a mi marido si puede verlos. Por favor, esperen aquí.

El secretario les mostró el camino hacia una habitación amueblada como oficina, a un lado del pasillo. Un momento después, cuando el secretario se hubo marchado, la duquesa volvió a entrar seguida del duque. El, inseguro, miró a su esposa y a los otros.

– He informado a nuestros huéspedes -anunció la duquesa-, que no tardaremos más que unos minutos.

El capitán Yolles no hizo ningún comentario. Sacó una libreta.

– ¿Quisiera decirme cuándo utilizó su automóvil por última vez? Creo que es un «Jaguar» -repitió el número de la matrícula.

– ¿Nuestro coche? -la duquesa pareció sorprendida-. No recuerdo cuándo lo usamos la última vez. Un momento… ¡ Ah, sí! Fue el lunes por la mañana. Ha estado en el garaje desde entonces. Ahora mismo está allí.

– Por favor, piénselo bien. La noche del lunes, usted o su marido, juntos o separadamente, ¿no usaron el coche?

Peter pensó que era sintomático ver cómo espontáneamente Yolles se dirigía a la duquesa, y no al duque.

Dos manchas de color aparecieron en las mejillas de la duquesa.

– No estoy acostumbrada a que se dude de mi palabra. Ya le he dicho que la última vez que se utilizó el coche fue la mañana del lunes. También creo que debe explicarnos de qué se trata.

Yolles escribió en su libreta.

– ¿Alguno de ustedes conoce a Theodore Ogilvie?

– Desde luego que el nombre es familiar…

– Es el jefe de detectives de este hotel.

– Sí, ahora recuerdo. Vino aquí, no estoy segura de cuándo fue. Hubo unas preguntas con respecto a una joya que habían encontrado. Alguien sugirió que podría ser de mi propiedad. No era así.

– ¿Y usted, señor? -Yolles se dirigió al duque directamente-. ¿Conoce usted, o ha tenido algún trato con Theodore Ogilvie?

Fue perceptible la vacilación del duque de Croydon. Los ojos de su esposa estaban como remachados en su rostro.

– Bien… -se detuvo-. Sólo en la forma que les ha referido mi esposa.

Yolles cerró su libreta. En voz baja y calmosa les preguntó:

– ¿Les sorprendería, entonces, saber que su coche está en este momento en el Estado de Tennessee, donde fue conducido por Theodore Ogilvie, quien está ahora arrestado? Además Ogilvie ha declarado que ustedes le pagaron para que condujera el coche desde Nueva Orleáns a Chicago. Debo agregar que una investigación preliminar indica que su coche está complicado en esas muertes causadas por el atropello y huida, ocurrido en esta ciudad la noche del lunes.

– Ya que usted me lo pregunta -replicó la duquesa de Croydon-, me sorprende mucho. En realidad, es la historia más ridicula que jamás he oído.

– No es una historia, señora, que su coche esté en Tennessee y que Ogilvie lo haya conducido.

– Si lo hizo, fue sin autorización o conocimiento de mi marido ni mío. Además, si como usted dice, el coche está envuelto en un accidente acaecido la noche del lunes, parece perfectamente evidente que el mismo hombre que se llevó el coche, lo haya utilizado para sus propios fines en aquella ocasión.

– Entonces, usted acusa a Theodore Ogilvie…

– Las acusaciones son cosa suya. Parece especializado en ellas. Yo, sin embargo, haré una cosa respecto a que este hotel ha demostrado ser muy incompetente en proteger la propiedad de sus huéspedes. -La duquesa se volvió a Peter McDermott.- Le aseguro a usted que oirá bastante más respecto a todo esto.

– Pero usted escribió una autorización. Especificaba que Ogilvie podía sacar el coche -protestó Peter.

El efecto fue como si hubiera golpeado a la duquesa en la cara. Sus labios se movieron trémulos. Palideció de modo visible. Peter comprendió que le había recordado el único detalle por el que podían acusarlos.

El silencio que se produjo parecía interminable. Luego, la duquesa levantó la cabeza.

– ¡Muéstremela!

– Desgraciadamente ha sido… -respondió Peter.

Advirtió un brillo de triunfo burlón en los ojos de la duquesa de Croydon.

19

Por fin, después de preguntas y trivialidades, la conferencia de Prensa de los Croydon había terminado.

Cuando la puerta del corredor de la Presidential Suite se cerró detrás del último huésped, las palabras reprimidas salieron en tropel de labios del duque de Croydon.

– ¡Mi Dios, no puedes hacerlo! No puedes de ninguna manera salirte con…

– ¡Calla! -La duquesa de Croydon recorrió con los ojos la silenciosa sala.- No hablemos aquí. Desconfía de este hotel y de todo lo que contiene.

– ¿Dónde, entonces? ¿Por Dios, dónde?

– Saldremos. Donde nadie pueda oírnos. Pero cuando salgamos, por favor, compórtate en forma menos nerviosa que ahora.

Abrió las puertas que comunicaban con sus dormitorios donde los Bedlington terriers habían estado confinados. Comenzaron a saltar juguetones, ladrando mientras la duquesa les ponía las correas, sabiendo lo que eso significaba. En el pasillo, el secretario abrió la puerta de la suite mientras los terriers salían.

En el ascensor, el duque parecía querer decir algo, pero su esposa le hizo un gesto negativo. Sólo cuando estuvieron fuera, lejos del hotel y fuera de la posibilidad de ser oídos por los peatones, murmuró:

– ¡Ahora!

– ¡Te digo que es una locura! -Su voz sonaba tensa y angustiada.- Ya está todo bastante mal. Hemos complicado y complicado lo que sucedió al principio. ¿Concibes lo que será ahora, cuando al final salga a relucir la verdad?

– Sí, tengo una idea. Si es que sale a luz.

– Aparte de todo lo demás… el principio moral, todo el resto… nunca podrás lograrlo.

– ¿Por qué no?

– Porque es imposible. Inconcebible. Ya estamos mucho peor que al comienzo. Ahora, con esto… -la voz se entrecortó.

– No estamos peor. Por el momento estamos mejor. Recuerda tu designación para Washington.

– ¡No puedes creer con seriedad que tengamos la más remota posibilidad de llegar allí, nunca!

– Tenemos todas las posibilidades.

Precedidos por los entusiastas terriers, habían caminado por St. Charles Avenue a Canal Street, mucho más concurrida e iluminada. Luego, doblando hacia el Sudeste, en dirección al río, simularon interesarse en las vitrinas llenas de colorido de las tiendas mientras los grupos de peatones pasaban en ambas direcciones.

– Por muy desagradables aue sean, hay ciertas cosas que debo saber de la noche del lunes. Esa mujer con quien estabas en el «Iris Bayou». ¿Tú la llevaste allí? -preguntó la duquesa en voz baja.

– No. Ella fue en un taxi. Nos encontramos dentro. Luego intenté… -el duque había enrojecido.

– Evítame tus intenciones. Por lo que ella sabe, tú mismo podías haber llegado en un taxi.

– No lo he pensado. Pero supongo que sí.

– Después que yo llegué (también en un taxi) lo que puede ser confirmado si fuera necesario, advertí que nuestro coche no estaba allí, lo habías estacionado lejos de ese horrible club. No había sereno.

– Lo dejé lejos a propósito. Supuse que había menos probabilidad de que te enteraras.

– De manera que no hubo testigos de que condujeras el coche la noche del lunes.

– Recuerda el garaje del hotel. Cuando entramos alguien pudo vernos.

– ¡No! Piensa…, te detuviste en la entrada del garaje, y dejaste el coche, como haces con frecuencia. No vimos a nadie. Nadie nos vio.

– ¿Y cuando lo sacamos del garaje?

– No pudiste haberlo sacado. No, desde el garaje del hotel. El lunes por la mañana lo dejamos en un estacionamiento, fuera.

– Tienes razón -exclamó el duque-. Lo saqué de allí por la noche.

La duquesa continuó pensando en voz alta:

– Por supuesto que diremos que llevamos el coche al garaje del hotel después de usarlo el lunes por la mañana. No habrá registro de su entrada, pero eso no prueba nada. En cuanto a nosotros, no hemos visto el coche desde el mediodía del lunes.

El duque guardaba silencio mientras continuaba caminando. Con un ademán tomó las correas de los perros, relevando a su esposa. Sintiendo una nueva mano en sus correas, tiraban hacia delante más vigorosamente que antes.

– En realidad es notable la forma en que todo coincide -comentó al fin el duque.

– Es más que notable. Parece hecho a propósito. Desde el comienzo, todo ha salido bien. Ahora…

– Ahora te propones mandar a otro hombre a la cárcel, en mi lugar.

– ¡No!

– No podría hacerlo, ni siquiera a él.

– En cuanto a él, te prometo que nada le sucederá.

– ¿Cómo puedes estar segura?

– Porque la Policía tendría que probar que estaba conduciendo el coche en el momento del accidente. No podrán hacerlo, como tampoco pueden probar que eras tú. ¿No lo comprendes?

Pueden saber que es uno de vosotros dos. Pueden creer que saben cuál fue. Pero creer no basta. Hay que tener pruebas.

– Sabes -respondió él con admiración-, hay momentos en que resultas absolutamente increíble.

– Soy práctica. Y hablando de ser práctica, hay algo que debes recordar. Ese hombre Ogilvie tiene diez mil dólares de nuestro dinero. Por lo menos debemos recibir algo a cambio.

– De paso -preguntó el duque-, ¿dónde están los otros quince mil?

– Todavía están en mi maleta pequeña, que está bajo llave en mi dormitorio. La llevaremos cuando nos vayamos. Ya decidí que podría llamar la atención si pusiéramos el dinero de nuevo en el Banco.

– En realidad piensas en todo.

– No lo hice con respecto a esa nota. Cuando pensé que la tenían… debí de estar loca para escribirla.

– No podías preverlo.

Habían llegado al final de la parte más iluminada de Canal Street. Ahora giraron, volviendo sobre sus pasos hacia el centro de la ciudad.

– Es diabólico -exclamó el duque de Croydon. Había tomado su última copa a la hora de almorzar. Como resultado, su voz estaba bastante más clara que en los últimos días-. Es ingenioso, demoníaco y diabólico. Pero podría, podría ser… que resultara.

20

– La mujer está mintiendo -afirmó el capitán Yolles-. Pero será difícil probarlo, si es que lo conseguimos. -Continuó caminando despacio, de uno a otro lado de la oficina de Peter McDermott. Habían venido aquí (los dos detectives con Peter) después de una ignominiosa salida de la Presidential Suite. Hasta ahora Yolles no había hecho más que pasearse y reflexionar mientras los otros dos esperaban.

– Su marido podría quebrantarse -sugirió el segundo detective-, si conseguimos hablar a solas con él.

– No hay la menor posibilidad. Primero, ella es demasiado lista para permitir que eso suceda. Segundo, siendo ellos quienes son y lo que son, tendremos que proceder con cautela -miró a Peter-. No se engañe pensando que hay procedimientos policiales distintos unos para los pobres, otros para los ricos e influyentes.

Del otro lado de la oficina, Peter asintió, si bien con una sensación de indiferencia. Habiendo cumplido con su deber y conciencia, lo que siguiera era asunto de la Policía. A pesar de ello, la curiosidad le hizo preguntar.

– La nota que la duquesa escribió al garaje…

– Si la tuviéramos -exclamó el segundo detective-, sería definitiva.

– ¿No es suficiente que el sereno… y Ogilvie declaren bajo juramento que la nota existió?

– Ella diría que era apócrifa, que Ogilvie la había escrito él mismo -respondió Yolles. Pensó un momento y agregó.- Me dijo que era un papel especial. Déjeme ver una hoja.

Peter salió y en un mueble con artículos de escritorio encontró varias hojas. Era un papel grueso, azul pálido con el nombre del hotel arriba en relieve. Abajo, también en relieve, las palabras Presidential Suite.

Peter volvió y los policías examinaron los papeles.

– Muy bonitos -comentó el segundo de los detectives.

– ¿Cuánta gente tiene acceso a esto? -preguntó Yolles.

– En forma corriente, pocos. Pero supongo que bastantes más podrían apoderarse de las hojas si realmente quisieran.

– Eso las elimina -gruñó Yolles.

– Hay una posibilidad -exclamó Peter, ante un súbito pensamiento; su indiferencia había desaparecido.

– ¿Cuál?

– Sé que usted me ha preguntado esto y que respondí que una vez que los desperdicios se sacaban, en este caso del garaje, no había posibilidad de recuperar nada. En realidad pensé… me pareció imposible, la idea de localizar un pedazo de papel. Además, la nota no era tan importante en aquel momento.

Sabía que los ojos de ambos detectives estaban fijos en su rostro.

– Tenemos al hombre, está a cargo del incinerador. Muchos desperdicios los maneja a mano. Será un disparo en la oscuridad y tal vez demasiado tarde.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Yolles-. Vamos a verlo.

Deprisa se dirigieron al piso principal, luego usaron la puerta del personal de servicio para llegar al montacargas que los llevaría abajo. El ascensor estaba ocupado un piso más abajo y Peter podía oír que descargaban paquetes. Les gritó que se dieran prisa.

Mientras esperaban, Bennett, el segundo detective dijo:

– He oído decir que han tenido otros problemas esta semana.

– Hubo un robo ayer a la madrugada. Con todo esto casi lo he olvidado.

– Estuve hablando con uno de los nuestros, quien conversó con el detective del hotel… ¿cómo se llama?

– Finegan. Está reemplazando al jefe. -A pesar de lo serio del asunto, Peter sonrió.- Nuestro jefe titular está comprometido en otra parte.

– En cuanto al robo no había mucho en qué basarse. Nuestra gente verificó la lista de huéspedes, que no arrojó ninguna luz. Si bien hoy sucedió algo curioso. Hubo un asalto en una casa de Lakeview. Un asunto de llave. La mujer perdió las llaves en el centro esta mañana. La persona que las encontró debió de ir directamente a la casa. Tenía todas las características del robo de un hotel, incluyendo las cosas que se llevó, y no había impresiones digitales.

– ¿Se ha arrestado a alguien?

– No se descubrió hasta unas cuantas horas después. Sin embargo, hay una pista. Un vecino vio un coche. No recordaba nada excepto que la matrícula era verde y blanca. Cinco Estados usan matrículas con esos colores… Michigan, Idaho, Nebraska, Vermont, Washington… y Saskatchewan en Canadá.

– ¿Entonces en qué forma puede servir?

– Durante dos días, todos nuestros agentes buscarán coches con esas matrículas. Los detendrán y verificarán. Podría descubrirse algo. En alguna ocasión hemos sido afortunados con mucho menos como referencia.

Peter asintió, si bien con alguna frialdad. El robo se había perpetrado hacía dos días. Por el momento muchas otras cosas parecían más importantes.

Un momento después llegó el ascensor.

El rostro de Booker T. Graham, brillante de sudor rebosó de alegría, al ver a Peter McDermott, el único miembro del personal ejecutivo del hotel que se molestaba en visitar el recinto incinerador, bien abajo en el subsuelo. Las visitas, aunque poco frecuentes, eran atesoradas por Booker T. Graham como ocasiones principescas.

El capitán Yolles arrugó la nariz por el intenso olor a desperdicios, magnificado por el fuerte calor. El reflejo de las llamas bailaba en las paredes sucias de humo. Gritando para hacerse oír sobre el rugir del horno instalado a un costado del recinto, Peter previno:

– Es mejor me que dejen esto a mí. Le explicaré lo que quiero.

Yolles asintió. Como los otros que le habían precedido a este lugar, se le ocurrió que la primera impresión del infierno podría ser muy parecida a este momento. Se preguntaba cómo un ser humano podría vivir en lugares como aquél.

Yolles observaba mientras Peter McDermott hablaba con el corpulento negro que separaba los desperdicios antes de incinerarlos. McDermott había traído una hoja de papel especial de la Presidential Suite y se la mostraba. El negro asintió y tomó la hoja, reteniéndola, pero su expresión era dubitativa. Señaló las docenas de barriles llenos de basura que los rodeaban. Yolles observó al entrar que también había otros recipientes alineados fuera, sobre carretillas. Comprendió por qué antes, McDermott había desechado la posibilidad de localizar un pedazo de papel. Ahora, en respuesta a una pregunta, el negro sacudió la cabeza. McDermott volvió al lado de los dos detectives.

– La mayor parte de esto -explicó-, es el desperdicio de ayer, recogido hoy. Una tercera parte de lo que ha entrado ya está quemado y no podemos saber si lo que queremos estaba o no allí. En cuanto al resto, Graham tiene que arrojarlo al incinerador separando cosas que salvamos, como cubiertos y botellas. Mientras está haciendo eso, vigilará por si ve un papel como la muestra que le he dado, pero como puede advertir, es un trabajo insólito. Antes de que los desperdicios lleguen aquí, se comprimen y gran parte se moja, lo que empapa todo lo demás. Le he preguntado a Graham si quiere que lo ayuden, pero dice que aún hay menos probabilidad de encontrarlo si viene alguien que no está acostumbrado a trabajar de la manera que él lo hace.

– En ninguno de los casos, haría una apuesta -exclamó el segundo detective.

– Supongo que es lo mejor que podemos hacer. ¿Qué ha dispuesto para el caso de que el hombre encuentre algo? -preguntó Yolles.

– Llamará arriba en seguida. Le dejé instrucciones de que debo ser avisado a cualquier hora. Luego le informaré a usted.

Yolles asintió. Mientras los tres hombres se marchaban, Booker T. Graham, tenía las manos en una bandeja plana y grande llena de desperdicios.

21

Para Keycase Milne, la frustración se sumaba a la frustración.

Desde temprano esa tarde había estado vigilando la Presidential Suite. Poco antes de la hora de comer, se había instalado en el noveno piso cerca de la escalera de servicio, esperando confiado que el duque y la duquesa de Croydon, abandonarían el hotel como hacían casi todos los huéspedes. Desde allí tenía una visión clara de la entrada a la suite, con la ventaja de que podía evitar que lo vieran, retrocediendo con presteza por la puerta de la escalera. Hizo esto varias veces cuando los ascensores se detenían y los ocupantes de otras habitaciones iban y venían, aunque en todas las ocasiones Keycase consiguió verlos antes de tener que ocultarse. Asimismo, calculó bien que a esta hora del día habría poco personal en actividad en los pisos superiores. En caso de cualquier imprevisto, era cosa de bajar al octavo y, si fuera necesario, entrar en su propia habitación.

Esa parte de su plan había resultado. Lo que había andado mal era que durante toda la tarde el duque y la duquesa de Croydon no abandonaron la suite.

Sin embargo, no les habían llevado ningún servicio de restaurante a las habitaciones, por lo cual Keycase permanecería allí, esperando.

En un momento dado, preguntándose si en alguna forma podría no haber visto salir a los Croydon, Keycase caminó con cautela por el corredor y escuchó en la puerta de la suite. Oyó voces dentro, incluyendo la de una mujer.

Más tarde su decepción aumentó con la llegada de visitantes. Parecían venir de uno en uno o de dos en dos, y después de los primeros, las puertas de la Presidential Suite quedaron abiertas. Pronto los camareros del servicio de habitaciones aparecieron con bandejas de hors d'oeuvre, y el rumor de conversaciones, que iba en aumento, mezclado con el ruido del hielo en los vasos, era audible desde el corredor.

Keycase se asombró aún más de la llegada de un hombre joven de anchos hombros, de quien pensó que era un empleado del hotel. El rostro del hotelero estaba serio, así como los de los otros dos hombres, que lo acompañaban. Keycase estudió a los tres con cuidado, y a primera vista supuso que el segundo y tercer hombre eran policías. En seguida se tranquilizó pensando que esta idea era producto de su demasiado activa imaginación.

Los tres recién llegados partieron primero, seguidos una media hora después por los que quedaban. A pesar del intenso ajetreo de las últimas horas de la tarde, Keycase estaba seguro de no haber sido visto, salvo quizá, como un huésped más del hotel.

Con la partida de la última visita, el silencio era completo en el corredor del noveno piso. Ya eran cerca de las once de la noche, y era evidente que nada sucedería esta noche. Keycase decidió esperar otros diez minutos antes de partir.

Su estado de ánimo optimista de la mañana temprano, se había hecho depresivo.

No estaba seguro de si podría arriesgarse a permanecer en el hotel veinticuatro horas más. Ya había considerado la idea de entrar en la suite durante la noche o la madrugada; luego la desechó. El riesgo era demasiado grande. Si alguien se despertaba, no concebía ninguna excusa que justificara su presencia en la Presidential Suite. Desde ayer, también sabía que tendría que tener en cuenta los movimientos del secretario de los Croydon y la camarera de la duquesa. Se enteró de que la camarera tenía su dormitorio en otra parte del hotel y no la había visto esta noche. Pero el secretario vivía en la suite y era una persona más que podría despertarse por una intromisión nocturna. También estaban los perros (Keycase había visto a la duquesa sacarlos a hacer ejercicio) que podían dar la voz de alarma.

Se abocaba a la alternativa de esperar un día más o abandonar la idea de lograr las joyas de la duquesa.

Entonces, cuando estaba por marcharse, aparecieron el duque y la duquesa de Croydon precedidos de los Bedlington terriers.

Rápidamente, Keycase desapareció por la escalera de servicio. Su corazón comenzó a latir más de prisa. Por fin, cuando ya había abandonado toda esperanza, la oportunidad que había buscado se presentaba.

No era una oportunidad con pocas complicaciones. Era obvio que el duque y la duquesa no estarían ausentes mucho tiempo. Y en alguna parte de la suite estaba el secretario. ¿Dónde? ¿En una habitación separada con la puerta cerrada? ¿Estaría en cama? Tenía el aspecto de un Milquetoast [2] que podría retirarse temprano.

Cualquiera que fuera el riesgo de un encuentro, tenía que correrlo. Keycase sabía que si ahora no lo hacía, sus nervios no soportarían otro día de espera.

Oyó las puertas del ascensor que se abrían y se cerraban. Con cautela volvió al corredor. Estaba silencioso y vacío. Caminando sin hacer ruido, se acercó a la Presidential Suite.

Su llave especialmente hecha dio vuelta con facilidad, como lo hizo antes, esa misma tarde. Abrió una de las puertas dobles entonces con suavidad, liberó la presión y sacó la llave. La cerradura no hizo ruido, tampoco la puerta cuando la abrió lentamente.

Delante había un pasillo, más allá una habitación grande. A derecha e izquierda dos puertas, ambas cerradas. A través de la que daba a la derecha podía oír lo que parecía una radio. No había nadie a la vista. Las luces de la suite estaban encendidas.

Keycase entró. Se calzó los guantes, luego cerró y echó la llave a la puerta exterior detrás de él.

Se movía con cuidado, y sin perder tiempo. El alfombrado del pasillo y de la sala apagaban sus pasos. Atravesó la sala hacia otra puerta que estaba entreabierta. Como había supuesto Keycase, llevaba a dos espaciosos dormitorios, cada uno con su cuarto de baño y una sala de vestir en el medio. En los dormitorios, así como en todas partes, las luces estaban encendidas. No podía equivocarse con respecto al dormitorio de la duquesa.

Sus muebles incluían una cómoda alta, dos entredoses y un amplio armario. Keycase comenzó sistemáticamente a buscar en todas partes. No encontró el joyero ni en la cómoda alta ni en el primer entredós. Había muchas otras cosas, pitilleras de oro para la noche, cigarreras y polveras costosas, que si tuviera más tiempo, y en otras circunstancias, hubiera recogido con alegría. Pero ahora estaba buscando un premio mejor y descartando todo lo demás.

En el segundo entredós abrió el primer cajón. No contenía nada que valiera la pena. El segundo no dio mejor resultado. En el tercero, en la parte superior había una serie de negligées ordenados, debajo de los cuales se encontraba una caja oblonga de cuero trabajado a mano. Estaba cerrada con llave.

Dejando la caja en el cajón, Keycase utilizó un cortaplumas y destornillador para romper la cerradura. La caja estaba bien hecha y no se podía abrir. Pasaron varios minutos. Consciente de que el tiempo volaba, comenzó a traspirar.

Por fin la cerradura cedió, y abrió la tapa. Debajo, titilando en tal forma que quitaba el aliento, había dos compartimentos de joyas, anillos, broches, collares, clips, tiaras; todos de metal precioso y la mayoría incrustado de piedras preciosas. Al verlas, Keycase emitió un suspiro. De manera que después de todo, una parte de la fabulosa colección de la duquesa no se había guardado en la caja fuerte del hotel. Una vez más la intuición y el augurio habían resultado ciertos. Con ambas manos tomó las joyas para calcular el valor del robo. En ese mismo momento se oyó la llave que giraba en la cerradura de la puerta exterior.

Su reflejo fue instantáneo. Keycase bajó la tapa del joyero y cerró el cajón. Al entrar había dejado la puerta del dormitorio semiabierta. A través de una rendija de dos centímetros pudo ver que era una camarera del hotel trayendo toallas y que se dirigía al dormitorio de la duquesa. La camarera era anciana y caminaba con lentitud moviendo las caderas. Esa lentitud ofrecía una sola y débil oportunidad.

Girando, Keycase se abalanzó a la lámpara que estaba al lado de la cama. Encontró el cordón y lo arrancó. La luz se apagó. Ahora necesitaba algo en la mano que indicara actividad. ¡Algo! ¡Cualquier cosa!

Contra la pared había una pequeña maleta de diplomático. La tomó y se dirigió a la puerta.

Cuando Keycase apareció abriendo la puerta, la camarera retrocedió, llevándose la mano al corazón:

– ¡Oh! -exclamó.

– ¿Dónde ha estado? Debió haber venido más temprano -rezongó Keycase.

El susto, seguido de la acusación, la aturdió, tal era el propósito de Keycase.

– Lo siento, señor. Vi que había gente y…

– Ya no importa. Haga lo que tiene que hacer; además, hay una lámpara que necesita arreglo -dijo interrumpiéndola, haciendo un ademán indicando el dormitorio-. La duquesa la quiere arreglada para esta noche. -Mantuvo el tono de voz bajo, recordando al secretario.

– Oh, veré que se haga, señor.

– Muy bien. -Keycase asintió con frialdad, y salió.

En el corredor trató de no pensar. No lo logró hasta que estuvo en su propia habitación, 830. Entonces, en total desesperación, se arrojó sobre la cama hundiendo el rostro en la almohada.

Pasó más de una hora antes de que se preocupara de forzar el maletín que había traído consigo.

Dentro había montones de dinero de los Estados Unidos. Todo en billetes pequeños.

Con manos temblorosas contó quince mil dólares.

22

Peter McDermott acompañó a los dos detectives desde el incinerador en el subsuelo del hotel hasta la puerta que daba a St. Charles Street.

– Por el momento -previno el capitán Yolles-, me gustaría mantener lo sucedido en el máximo secreto. Ya habrá bastantes preguntas cuando acusemos a su hombre, Ogilvie, con lo que sea. No hay objeto en atraer la atención de la Prensa hasta que sea inevitable.

– Si el hotel pudiera elegir, preferiríamos que no hubiera publicidad -respondió Peter.

– No confíe en eso -gruñó Yolles.

Peter volvió al comedor principal y descubrió con sorpresa que Christine y Albert Wells se habían marchado.

En el vestíbulo lo detuvo el gerente nocturno.

– Míster McDermott, aquí hay una nota de miss Francis para usted.

Estaba en un sobre cerrado y decía simplemente:

Me he ido a casa. Si puedes, ven. Christine.

Decidió ir. Sospechó que Christine estaba ansiosa por hablar de los sucesos del día, incluyendo la sorprendente revelación de Albert Wells.

No había nada más que hacer esta noche en el hotel. ¿O habría algo más?

De pronto Peter recordó la promesa que había hecho a Marsha Preyscott al dejarla en el cementerio con tan poca gentileza esa tarde. Le dijo que le telefonearía después, pero lo había olvidado hasta ahora. Sólo habían transcurrido unas horas desde la crisis de la tarde. Parecían días, y Marsha era algo, en cierta forma, remoto. Pero suponía que debía llamarla, aunque fuera tarde.

Una vez más utilizó la oficina del gerente de créditos en el piso principal y marcó el número de Preyscott. Marsha respondió a la primera llamada.

– Oh, Peter. He estado sentada al lado del teléfono. He esperado y esperado; luego llamé dos veces y dejé mi nombre.

Recordó, sintiéndose culpable, la pila de mensajes que no había leído en el escritorio de su despacho.

– Lo lamento mucho, y no puedo explicarlo; por lo menos, todavía no. Excepto que ha sucedido todo tipo de cosas.

– Me lo dirá mañana.

– Marsha, temo que mañana será un día muy ocupado…

– Al desayuno -insistió Marsha-; si es que se trata de un día así, necesitará un desayuno al estilo de Nueva Orleáns. Son famosos. ¿Los conoce?

– En general no desayuno.

– Mañana lo hará. Y los de Anna son especiales. Mucho mejor, apostaría, que los de su viejo hotel.

Era imposible no estar fascinado con los entusiasmos de Marsha. Y después de todo, la había dejado plantada.

– Tendrá que ser temprano.

– Todo lo temprano que usted quiera.

Minutos después estaba en un taxi camino del apartamento de Christine en Gentilly.

Llamó desde abajo. Christine lo esperaba con la puerta del apartamento abierta.

– No digas una sola palabra -comentó ella-, hasta después de la segunda copa. No puedo asimilarlo.

– Será mejor que lo intentes. No has sabido todavía más que la mitad.

Christine había preparado daiquiris, que estaban helándose en el refrigerador. Había un plato lleno de sandwiches de pollo y jamón. El aroma del café recién hecho se esparcía por el apartamento.

Peter recordó de pronto que, a pesar de su permanencia en las cocinas del hotel, y de la charla del desayuno de la mañana, no había comido nada desde la hora del almuerzo.

– Era lo que imaginé-respondió Christine cuando él se lo dijo-. ¡Empieza!

Obedeciendo, la observó mientras se movía con eficacia alrededor de la pequeña cocina. Sentado allí, se sentía cómodo y protegido de cualquier cosa que pudiera ocurrir fuera. Pensó: Christine se ha preocupado bastante por mí, para haber hecho todo esto. Más importante aún, había una simpatía entre ellos en la cual hasta los silencios, como el de ahora, parecían compartidos y comprendidos. Apartó el vaso de daiquiri y tomó la taza de café que Christine le había servido.

– Muy bien, ¿desde dónde empezamos?

Hablaron sin interrupción durante casi dos horas, sintiéndose cada vez más próximos. Al fin, lo único que pudieron decir era que mañana sería un día interesante.


– No podré dormir -comentó Christine-. No podría dormir. Estoy segura que no.

– Yo tampoco. Pero no por lo que tú crees.

Peter no tenía dudas; sólo la convicción de que deseaba que este momento no terminara jamás. La tomó en sus brazos y la besó.

Más tarde, pareció la cosa más natural del mundo que se hicieran el amor.

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