Como sucedía en todos los hoteles, el «St. Gregory» se animaba temprano, despertábase como un soldado veterano, después de un sueño corto y ligero. Mucho antes de que el primer huésped se dirigiera soñoliento al cuarto de baño, la maquinaria de un nuevo día hotelero se ponía en movimiento sin mucho ruido.
A las cinco de la mañana, más o menos, grupos de mozos de limpieza nocturnos que durante las ocho horas pasadas se habían afanado por los cuartos de baño, las escaleras interiores, las zonas de la cocina y el vestíbulo principal, cansados, comenzaban a desarmar su equipo y se preparaban a guardarlo hasta otro día. Al despertar, los pisos relucían y las maderas y las guarniciones metálicas brillaban, y en todos los ambientes se percibía el agradable olor de la cera fresca.
Una de las asistentas, la vieja Meg Yetmein, que había trabajado casi treinta años en el hotel caminaba desmañadamente, aun cuando cualquiera que lo hubiese advertido podía haber tomado su torpe marcha por cansancio. La verdadera razón, sin embargo, era un trozo de carne de kilo y medio, amarrado con fuerza a la parte interior de uno de sus muslos. Media hora antes, eligiendo unos minutos en que nadie podía verla, Meg había sacado la carne del refrigerador de la cocina. Tenía larga experiencia, y sabía dónde buscar sin equivocarse, y luego cómo ocultar su botín en un trapo viejo, camino del cuarto de baño de las mujeres. Allí, segura tras una puerta con cerrojo, sacaba una venda adhesiva y ponía la carne en su lugar. La hora que tenía que estar soportando la incomodidad, bien valía la pena, sabiendo que podía pasar sin sobresaltos frente al detective del hotel que cuidaba la entrada para el personal, registrando con cuidado los paquetes y los bolsillos abultados de la gente que salía. El procedimiento, de su propia invención, daba resultado, porque lo había probado muchas otras veces.
Dos pisos más arriba, detrás de una puerta sin inscripción y asegurada con llave, en el entresuelo donde se celebraban los congresos, una telefonista dejó a un lado su tejido e hizo la primera llamada de la mañana. La telefonista era mistress Eunice Ball, viuda, abuela y, esta noche, a cargo de las tres compañeras que atendían los silenciosos conmutadores. Esporádicamente, entre este momento y las siete de la mañana, el trío de la centralita despertaría a los huéspedes, cuyas instrucciones habían sido registradas la noche anterior en un índice, colocado frente a ellas, y dividido en cuartos de hora. Después de las siete, el ritmo se aceleraría…
Con dedos expertos, mistress Ball recorrió las tarjetas. Como siempre, observó que el momento culminante sería a las siete y cuarenta y cinco, con cerca de ciento ocho llamadas. Aun trabajando a gran velocidad, las tres telefonistas tendrían problemas para completar tantas llamadas en veinte minutos, lo que significaba que tendrían que comenzar temprano, a las siete y treinta y cinco -suponiendo que hubieran terminado con las llamadas de las siete y media- y continuar hasta las siete y cincuenta y cinco, lo que determinaría que algunas sólo podrían hacerse a las ocho.
Mistress Ball suspiró. Sin duda alguna hoy habría quejas de los huéspedes a la administración, alegando que alguna telefonista, adormilada en el conmutador, los había despertado demasiado temprano o demasiado tarde.
Sin embargo, había algo bueno. A esa hora de la mañana pocos huéspedes estaban con ánimo de trabar conversación o de mostrarse enamoradizos, como ocurría a veces por la noche…, razón por la cual la puerta no tenía inscripción y se cerraba con llave. A las ocho también llegarían las telefonistas diurnas, un total de quince en el período de agobio del día; y a las nueve de la mañana, el turno nocturno, incluyendo a mistress Ball, estarían en su casa y en la cama.
Era hora de despertar a otro huésped. Otra vez mistress Ball dejó a un lado el tejido, presionó una llave, y una campanilla comenzó a sonar estridente allá arriba.
Dos pisos más abajo del nivel de la calle, en el cuarto de control de máquinas, Wallace Santopadre, mecánico estable de tercera clase, dejó a un lado un ejemplar en rústica de la Greek Civilization de Toynbee, y terminó un sandwich con manteca de cacahuete que había empezado a comer. Las cosas habían estado tranquilas durante la pasada hora y pudo leer con intermitencias. Había llegado el momento de hacer un recorrido final de inspección por los dominios de los mecánicos. El zumbido de la maquinaria lo saludó cuando abrió la puerta del cuarto de control.
Inspeccionó el sistema de agua caliente, advirtiendo un aumento de temperatura, lo que a su vez indicaba que el termostato funcionaba bien. Habría bastante agua caliente durante el período. de mayor demanda, que pronto vendría, cuando más de ochocientas personas podrían decidir tomar un baño o una ducha a la misma hora.
Los grandes acondicionadores de aire, dos mil quinientas toneladas de maquinaria especial, funcionaban con mayor comodidad, como resultado del agradable descenso de temperatura del aire exterior experimentado durante la noche. El fresco relativo había permitido desconectar uno de los compresores, y ahora los otros podían aliviarse en forma alternada, dejando hacer el trabajo de reparaciones que debió postergarse durante la ola de calor de las semanas pasadas. Wallace Santopadre pensó que el jefe de mecánicos estaría complacido con eso.
El pobre hombre sería, sin embargo, menos feliz cuando se enterara de una interrupción en el abastecimiento de energía de la ciudad, ocurrido durante la noche (alrededor de las dos de la madrugada), y que duró once minutos, debido sin duda a la tormenta del Norte.
En el «St. Gregory» no se habían presentado serios problemas; sólo el breve apagón que pasó inadvertido a la mayor parte de los huéspedes, profundamente dormidos. Santopadre había recurrido a la energía de emergencia, provista por los propios generadores del hotel, que trabajaron con eficiencia. Sin embargo, se habían necesitado tres minutos para hacer funcionar los generadores y llevarlos al máximo de capacidad, con el resultado de que todos los relojes eléctricos del «St. Gregory», doscientos en total, iban ahora tres minutos atrasados. El tedioso trabajo de volver a poner los relojes en hora, a mano, ocuparía la mayor parte del día al hombre encargado de su mantenimiento.
No lejos de la sala de máquinas, en un recinto tórrido y mal oliente, Booker T. Graham vertía los residuos y desperdicios de un largo día de trabajo en el hotel. Alrededor de él, en las paredes tiznadas y sucias, se veía el resplandor de las llamas vacilantes.
Uno de los escasos integrantes del personal había visto los dominios de Booker T., y aquellos que lo habían visto declaraban que era como la imagen del infierno de un evangelista. Pero a Booker T., que no dejaba de parecerse a un demonio amistoso (con ojos luminosos, dientes resplandecientes en una cara negra brillante de sudor) le gustaba su trabajo, incluso el calor del incinerador.
Uno de los muy pocos integrantes del personal a quien Booker T. Graham veía, era Peter McDermott. Al poco tiempo de haber ingresado al «St. Gregory», Peter decidió conocer la geografía y trabajos del hotel, hasta en sus lugares más remotos. En una de sus expediciones descubrió el incinerador.
Desde entonces -en algunas oportunidades, como se había propuesto hacer con todos los departamentos-, Peter había llegado para preguntar a la persona indicada cómo andaban las cosas. A causa de esto, y tal vez a través de una instintiva y mutua simpatía, a los ojos de Booker T. Graham, el joven míster Mc-Dermott estaba en algún lugar próximo a Dios.
Peter siempre examinaba el sucio y grasoso cuaderno en el que Booker T. llevaba con orgullo los apuntes de los resultados de su trabajo. El resultado se obtenía recobrando cosas que tiraban otras personas. Lo más importante era la vajilla de plata del hotel.
Booker T., hombre sin complicaciones, nunca había preguntado por qué la vajilla de plata llegaba a la basura. Fue Peter McDermott quien le explicó que era el eterno problema con que luchaba la administración de todos los grandes hoteles En general, la causa se debía a los camareros que andaban demasiado de prisa, a los ayudantes, y a otros que no sabían o no les importaba que junto con los restos de comida, se mezclara una corriente constante de cubiertos que desaparecían con ellos.
Hasta algunos años antes, el «St. Gregory» comprimía y congelaba sus desperdicios, que luego enviaba a un vertedero de la ciudad. Pero, llegado un momento, las pérdidas de cubiertos y vajilla de plata eran tan grandes que se construyó un incinerador interno y se empleó a Booker T. Graham para que lo alimentara.
Lo que hacía era sencillo. Los desperdicios que provenían de todas partes del hotel, se depositaban en cajones que se colocaban sobre carretillas; Booker T. llevaba las carretillas adentro y, poco a poco, esparcía el contenido en una gran bandeja plana, cerniéndolo con un movimiento de atrás para adelante, como si fuera un jardinero preparando el mantillo de tierra de un jardín. Siempre que se encontraba un «trofeo» (una botella que podía devolverse, copas intactas, cubiertos, y algunas veces cosas pertenecientes a los clientes) Booker T. lo recogía. Al fin, lo que quedaba se empujaba al fuego, y se esparcía un nuevo montón.
La operación de hoy demostró que el presente mes, ya casi finalizado, había respondido al promedio de recuperaciones. Hasta ahora, la vajilla de plata había totalizado casi dos mil piezas, cada una de las cuales costaba por término medio un dólar, al hotel; unas cuatro mil botellas a dos centavos de dólar por pieza; ochocientos vasos intactos de un valor de veinticinco centavos cada uno; y una gran cantidad de otros chismes, incluyendo (cosa increíble) una sopera de plata. Le había ahorrado al hotel algo así como cuarenta mil dólares.
Booker T. Graham, cuyo salario neto era de treinta y ocho dólares semanales, se puso la grasosa chaqueta y se marchó a su casa.
En ese momento, el tránsito por la entrada de servicio, de ladrillo pardo, en un callejón que daba a Common Street, aumentaba constantemente. Los trabajadores nocturnos salían, de uno en uno o de dos en dos, en tanto que los del primer turno diurno acudían de todas partes de la ciudad llegando en una continua corriente.
En la zona de las cocinas se encendían las luces a medida que los pinches adelantaban las tareas para los cocineros, quienes ya estaban cambiándose las ropas de calle por otras blancas y limpias, en los vestuarios próximos. Pocos minutos después, los cocineros comenzarían a preparar los seiscientos desayunos; y más tarde, mucho antes de que el último huevo con tocino se sirviera a media mañana, los dos mil almuerzos que preveía el cálculo del día.
En medio del montón de calderas hirvientes, hornos enormes y otros utensilios para la preparación de grandes cantidades de alimentos, un único paquete de «Quaker Oats» proporcionaba el toque hogareño. Era para los pocos forzudos que, como todos los hoteles sabían, exigían un potaje de avena caliente como desayuno, ya fuera la temperatura exterior de cero o de cuarenta grados centígrados a la sombra.
En el sector de la cocina donde se freía, Jeremy Boehm, un pinche de dieciséis años, vigilaba la enorme y profunda sartén que había conectado hacía diez minutos. La había colocado a 95°, siguiendo las instrucciones. Más tarde podría elevarse rápidamente la temperatura a los 180° requeridos para cocinar. Este iba a ser un día muy ocupado en esa sección, ya que el pollo frito al estilo sureño figuraba como plato especial en el menú del restaurante principal.
La manteca se había calentado bien, observó Jeremy, aun cuando le pareció que humeaba un poco más de lo usual, a pesar de la campana de tiraje y del extractor de aire allí instalado. Se preguntó si debería informar del humo a alguien, y luego recordó que el día anterior un ayudante del chef lo había reprendido con severidad por demostrar interés en la preparación de una salsa, y se le había informado de que eso no era asunto suyo. Jeremy se encogió de hombros. Esto tampoco era asunto suyo. Que otro se preocupara.
Alguien estaba preocupándose, aunque no por el humo, en la lavandería del hotel, a media manzana de distancia.
La lavandería, un anexo bullicioso y humeante, que ocupaba un edificio contiguo de dos pisos, estaba unido a la estructura principal del «St. Gregory» por un amplio túnel entre los subsuelos. Su expresiva y mal hablada encargada, mistress Isles Schulder, había atravesado el túnel hacía algunos minutos, llegando, como siempre, antes que la mayor parte de su personal. En ese momento la causa de su preocupación era un montón de manteles planchados.
En el curso de un día de trabajo, la lavandería manipulaba unas veinticinco mil piezas de ropa blanca, desde toallas y sábanas, delantales de camareros y de personal de cocina hasta los grasientos monos de los mecánicos y operarios. La mayoría requerían un trabajo de rutina, pero últimamente se había presentado un problema enojoso que se hacía cada vez más agudo. Su origen: hombres de negocios que hacían sus cálculos en los manteles, utilizando bolígrafos.
– ¿Cree usted que estos miserables lo harían en su casa? -le espetó mistress Schulder al mozo nocturno que había separado los manteles en cuestión de una pila más grande de ropa sucia corriente-. ¡Por Dios! Si lo hicieran, sus esposas les darían un puntapié en el trasero, mandándolos de aquí al cementerio. Les he dicho muchas veces a esos estúpidos de maitres que vigilen y pongan fin a esto. Pero, ¿qué les importa? -Su voz bajó a una mímica y remedo despectivo.- Señor, señor, lo besaré en ambas mejillas, señor. Por favor, escriba en el mantel, señor, y aquí tiene otro bolígrafo, señor. (Siempre que yo reciba una buena propina, ¿a quién le importa la maldita lavandería?)
Mistress Schulder calló. Al hombre del servicio nocturno, que se había quedado mirándola con la boca abierta, le gritó irritada:
– ¡Vayase a su casa! ¡No han hecho otra cosa que darme un dolor de cabeza, para empezar el día!
«Bien -reflexionó cuando el hombre se fue-, por lo menos ha separado ese montón antes de que los metieran en el agua. Una vez que la tinta de los bolígrafos se moja, se puede descartar la pieza, porque nada le quitará la mancha.» Nellie, la mejor quitamanchas de la lavandería, tendría que trabajar duro todo el día con el tetracloruro de carbono. Con suerte, quizá pudieran salvar la mayor parte de los manteles de esta pila, «aun cuando -pensó mistress Schulder ceñudamente-, todavía me daría el gusto de cambiar algunas palabras con los despreciables sujetos que me pusieron en tal necesidad».
Y así seguían las cosas en todo el hotel. En el escenario, y entre bambalinas, en los departamentos de servicio, oficinas, carpintería, panadería, imprenta, dependencias domésticas, fontanería, compras, diseños y decoraciones, despensas, garaje, reparaciones de TV, y otras despertaba un nuevo día.
En la suite privada de seis habitaciones, en el decimoquinto piso del hotel, Warren Trent bajó del sillón de barbería en el que Aloysius Royce lo había afeitado. Lo atormentaba una fuerte puntada de ciática en el muslo izquierdo, como agujas al rojo… una advertencia de que éste sería otro día durante el cual necesitaría controlar su temperamento. La sala de afeitar privada estaba anexa a un cuarto de baño espacioso; este último, con un gabinete para baños turcos, una bañera a nivel del piso, al estilo japonés, y un acuario desde el cual peces tropicales observaban con ojos desmesuradamente abiertos a través del vidrio. Warren Trent caminó entumecido hacia el cuarto de baño, deteniéndose frente a una ancha pared cubierta por un espejo para observar su afeitado. No encontró fallas al estudiar el reflejo de su cara.
Esta mostraba profundas arrugas y grietas, y una boca floja que en ocasiones podía ser caprichosa, una nariz aguileña y ojos hundidos con una sugerencia de cautelosa reserva. El pelo, oscuro en su juventud, era ahora canoso, aunque grueso y ensortijado. Un cuello palomita y la corbata anudada con cuidado, completaban la figura de un caballero sureño importante y distinguido.
En otro momento, su apariencia, muy cuidada, le hubiera producido placer. Pero hoy no era así. El estado de depresión que se había apoderado de él en los últimos tiempos, eclipsaba todo lo demás. De manera que ya había llegado el martes de la última semana, recordó. Calculó, como lo había hecho muchas otras mañanas. Incluyendo hoy sólo le quedaban cuatro días, cuatro días para evitar que toda su vida de trabajo se disolviera en la nada.
Malhumorado por sus pensamientos pesimistas, el propietario del hotel entró cojeando en el comedor, donde Aloysius Royce había dispuesto el desayuno sobre la mesa de roble, con su mantelería almidonada y la platería reluciente. A su lado había una mesa provista de ruedas, con hornillos que acababan de mandar de las cocinas del hotel, con toda premura. Warren Trent se sentó en actitud despreocupada en la silla que Royce le ofrecía, y luego hizo un ademán, señalando el lado opuesto de la mesa. En seguida el negro colocó un segundo cubierto y se sentó. Había otro desayuno en la mesa de ruedas, disponible para las ocasiones en que el capricho del viejo cambiaba la rutina de desayunar solo.
Sirviendo las dos porciones, huevos escalfados en crema con tocino canadiense y sémola, Royce permaneció callado, sabiendo que su patrón hablaría cuando quisiera. Hasta ahora no había habido comentario alguno sobre la cara lastimada de Royce y los dos parches que le habían colocado, cubriendo las partes más dañadas durante la refriega de la noche anterior. Por último, apartando su plato, Warren Trent observó:
– Será mejor que aproveches esto. Quizá no podamos gozar de ello por mucho tiempo más.
– ¿La gente del trust no ha cambiado de idea con respecto a la renovación? -preguntó Royce.
– No ha cambiado, y no lo harán. Ya no. -Sin previo aviso, el viejo golpeó con el puño en la mesa.- ¡Gran Dios! Hubo una época en que bailaban al compás que yo quería. En una época formaban fila… Bancos, compañías financieras, y todos los demás… tratando de prestarme su dinero, urgiéndome a tomarlo.
– Los tiempos cambian para todos. -Aloysius sirvió café.- Algunas cosas mejoran, otras empeoran.
Warren Trent dijo con amargura:
– Es fácil para ti. Eres joven. No has vivido lo bastante para ver que todo aquello por lo que has trabajado se derrumba.
Y a eso había llegado, reflexionó con desaliento. Dentro de cuatro días, el viernes, antes del cierre de los negocios, vencía una hipoteca de veinte años sobre la propiedad, y el sindicato de inversiones acreedor de la hipoteca se negaba a renovarla. Al principio, enterado de la decisión, su reacción había sido de sorpresa, pero no se sintió preocupado. Muchos otros prestamistas, imaginó, se harían cargo de la hipoteca, con gusto, con un interés mayor, sin duda, pero cualesquiera que fueran las condiciones, acordarían los dos millones que se necesitaban. Sólo cuando todos se hubieron negado en forma decidida: Bancos, trusts, compañías de seguros y prestamistas privados… se desvaneció su confianza original. Un banquero, a quien conocía mucho, le aconsejó francamente:
– Los hoteles como el tuyo han perdido actualidad, Warren. Muchas personas piensan que la época de los grandes independientes ha pasado y que ahora los hoteles en cadena son los únieos que dan un beneficio razonable. Además, mira tu balance. Has estado perdiendo dinero sin cesar. ¿Cómo imaginas que un prestamista puede aceptar esa situación?
Sus protestas de que las pérdidas actuales sólo eran temporales y que cuando el negocio mejorara sería a la inversa, no dio resultado. No le creyeron.
Fue en ese momento cuando Curtis O'Keefe había telefoneado sugiriendo una entrevista para esa semana en Nueva Orleáns:
– Lo único que deseo es tener una conversación amistosa, Warren -había declarado el magnate de los hoteles, con su suave acento tejano en la conferencia telefónica-. Después de todo, usted y yo somos un par de hoteleros envejeciendo. Deberíamos vernos alguna que otra vez.
Pero Warren Trent no se engañó con la suavidad; antes ya había habido propuestas de la cadena O'Keefe. Los buitres están rondando, pensó. Curtis O'Keefe llegaría hoy, y no había la menor duda de que estaba enterado de la situación financiera del «St. Gregory».
Con un suspiro interior, Warren Trent dirigió sus pensamientos a asuntos más inmediatos.
– Te mencionan en el informe de la noche -le dijo a Aloysius Royce.
– Ya lo sé -respondió éste-. Lo he leído. -Había leído superficialmente el informe cuando llegó, temprano como siempre, observando la anotación: Quejas de exceso de ruidos en la habitación 1126, y luego, manuscrito por Peter McDermott: Solucionado por A. Royce y P. McD. Más tarde habrá un breve memorándum por separado.
– Supongo que lo único que falta es que leas mi correspondencia privada -gruñó Warren Trent.
Royce sonrió.
– Todavía no lo he hecho. ¿Quiere que lo haga?
Este intercambio era parte de un juego privado que practicaba sin admitirlo. Royce sabía que si no hubiera leído el informe, el viejo lo habría acusado de falta de interés en los asuntos del hotel.
Warren Trent inquirió en tono sarcástico:
– Ya que todo el mundo parece estar enterado de lo que ha sucedido, ¿sería impropio que preguntara algunos detalles?
– No lo creo. -Royce sirvió más café a su patrón.- Miss Marsha Preyscott, hija de míster Preyscott, casi fue violada. ¿Quiere que le refiera lo que pasó?
Por un momento, en tanto se endurecía la expresión de Trent, pensó si no había ido demasiado lejos. Su relación indefinida y casual estaba basada en gran parte sobre los precedentes establecidos por el padre de Aloysius Royce, muchos años antes. El viejo Royce, quien sirvió a Warren Trent, primero como ayuda de cámara y luego como compañero y amigo privilegiado, siempre había hablado espontáneamente, sin tener en cuenta las consecuencias, que en los primeros años de estar juntos provocaban en Trent arranques de furia; y cambiar insulto por insulto, los había vuelto inseparables. Aloysius era poco más que un niño cuando su padre murió, diez años antes, pero nunca olvidó el rostro de Warren Trent apenado y lloroso en el funeral del negro. Habían vuelto juntos del cementerio de Mount Olívet, detrás de la banda de jazz negra que tocaba festivamente Oh, Didn't He Ramble; Aloysius tenía su mano en la de Warren Trent, quien le dijo con aspereza:
– Te quedarás conmigo en el hotel. Luego pensaremos en algo. -El muchacho aceptó confiado; la muerte de su padre lo había dejado completamente solo. Su madre había muerto al nacer él, y el «algo» resultó ser enviarlo al colegio y luego a estudiar Derecho, en el que se graduaría dentro de pocas semanas. Entretanto, mientras el niño se hacía hombre, había tomado a su cargo la dirección de la suite del propietario, y si bien la mayor parte del trabajo material lo hacían los otros empleados del hotel, Aloysius realizaba servicios personales que Warren Trent aceptaba, sin comentarios o con quejas, según el humor que tuviera en aquel momento. Otras veces discutían acaloradamente, en general, cuando Aloysius iniciaba (como sabía que se esperaba que lo hiciera) atractivas conversaciones que Warren Trent estimulaba.
Y sin embargo, a pesar de su intimidad y de saber que podía tomarse ciertas libertades que Warren Trent nunca toleraría a otros, Aloysius Royce tenía conciencia de un límite sutil que no debería cruzar jamás.
En ese momento dijo:
– La señorita pidió socorro. Yo la oí. -Describió su actitud sin dramatizarla, y la intervención de Peter McDermott, a quien no elogió ni criticó.
Warren Trent escuchó, y al final dijo:
– McDermott lo manejó todo perfectamente. ¿Por qué no te gusta?
No era la primera vez que Royce se sorprendía de la perspicacia del viejo. Respondió:
– Quizás haya algo químico entre nosotros, que no combina.
O tal vez no me gusten los grandes jugadores de fútbol blancos, tratando de ser amables con los muchachos de color.
Warren Trent miró burlonamente a Royce:
– Eres una persona complicada. ¿Has pensado que podrías estar cometiendo una injusticia con McDermott?
– Es lo que dije… quizás una reacción química.
– Tu padre tenía un instinto especial para la gente. Pero era mucho más tolerante que tú.
– A un perro le gusta que la gente le acaricie la cabeza. Y es porque sus pensamientos no están complicados por los conocimientos ni la educación.
– Aun cuando así fuera, dudo que hubiera elegido esas palabras. -Los ojos de Trent, valorándolo, encontraron los ojos del joven, y Royce guardó silencio. El recuerdo de su padre siempre lo turbaba. El viejo Royce nació mientras sus padres todavía eran esclavos, y había sido, suponía Aloysius, lo que los negros de nuestra época llamarían un «negro del Tío Tom». El viejo siempre había aceptado, gozoso, cualquier cosa que le trajera la vida, sin hacer preguntas ni quejarse. El conocimiento de asuntos más allá de su propio y limitado horizonte, rara vez lo perturbaba. Y sin embargo había poseído independencia de espíritu, como lo atestiguaba la relación con Warren Trent, y una penetración de los seres humanos, demasiado profunda para ser juzgada como una sabiduría superficial. Aloysius había amado a su padre con amor sincero que, en momentos como éste, se transformaba en añoranza. Respondió:
– Tal vez he utilizado mal las palabras, pero no cambian el sentido.
Warren Trent asintió sin comentario y sacó su viejo reloj del bolsillo.
– Será mejor que le digas al joven McDermott que venga a verme. Dile que venga aquí. Estoy un poco cansado esta mañana.
El propietario del hotel musitó:
– Mark Preyscott está en Roma, ¿eh? Supongo que debo telefonearle.
– Su hija insistió en que no lo hiciéramos -replicó Peter.
Ambos estaban en la sala lujosamente amueblada de la suite de Warren Trent. El viejo, recostado en un sillón blando y profundo, con los pies apoyados en un escabel. Peter se sentó enfrente.
Warren Trent dijo enfadado:
– Yo seré quien decida eso. Si en mi hotel se deja violar, debo aceptar las consecuencias.
– En realidad, evitamos la violación. Además, quiero saber qué sucedió antes.
– ¿Ha visto a la muchacha esta mañana?
– Miss Preyscott estaba dormida cuando pasé por allí. Le he dejado un mensaje pidiendo verla antes de que se marche del hotel.
Warren Trent suspiró y movió la mano despidiéndolo:
– Arréglelo usted… -Su tono indicaba que ya estaba cansado del tema. Peter pensó, aliviado, que ya no habría llamada telefónica a Roma.
– Hay algo más que me gustaría resolver, concerniente a los empleados del servicio de habitaciones. -Peter describió el incidente de Albert Wells y vio que el rostro de Warren Trent se endurecía cuando se le mencionó el arbitrario cambio de habitación.
– Debimos haber clausurado esa habitación hace años -gruñó el viejo-. Será mejor que lo haga ahora.
– No creo que necesite ser clausurada, siempre que quede establecido que la utilizaremos como último recurso y se prevenga a los clientes de lo que les espera.
– Hágase cargo de eso -asintió Warren Trent.
Peter titubeó.
– Lo que me gustaría hacer es dar algunas instrucciones específicas para el cambio de las habitaciones, en general. Ha habido otros incidentes y creo que es necesario destacar que nuestros clientes no deben ser trasladados como piezas de ajedrez.
– Encargúese del primer asunto. Si quiero dar instrucciones generales, las daré yo.
La cortante réplica, pensó Peter con resignación, era un ejemplo típico de por qué andaba mal la administración del hotel. Los errores eran corregidos fragmentariamente después de cometidos, con poca o ninguna intención de eliminar de raíz las causas.
– Creo que debería saber lo del duque y la duquesa de Croydon -dijo-. La duquesa preguntó por usted -describió el incidente de la mancha con la Creóle de langostinos, y la diferente versión del camarero Sol Natchez.
– Conozco a esa maldita mujer. No quedará satisfecha si no despedimos al camarero.
– No creo que deba ser despedido.
– Dígale que se vaya a pescar por unos días, con paga, pero que no aparezca por el hotel. Y prevéngale en mi nombre que si alguna vez derrama algo, se asegura de que está hirviendo y que sea sobre la cabeza de la duquesa. Supongo que todavía tiene esos malditos perros.
– Sí -Peter sonrió.
Una ley estricta y en vigor de Luisiana prohibía que hubiera animales en las habitaciones de los hoteles. En el caso de Croydon, Warren Trent concedió que la presencia de los Bedlington terriers no sería advertida en forma oficial, siempre que entraran y salieran por la puerta de atrás. La duquesa, sin embargo, exhibía desafiante los perros, todos los días, por la entrada principal. Ya dos personas, amantes de los perros, habían querido saber, coléricos, por qué se les había negado la entrada a sus propios perros.
– Tuve un problema con Ogilvie, anoche. -Peter informó sobre la ausencia del detective, y las palabras cambiadas.
La reacción fue rápida:
– Ya le he dicho que deje a Ogilvie. Es responsable directamente ante mí.
– Eso dificulta las cosas, si hay algo que hacer…
– Ya me ha oído. ¡Olvídese de Ogilvie! -El rostro de Warren Trent estaba rojo, pero Peter sospechó que menos de cólera que de embarazo. La orden con respecto a Ogilvie no tenía sentido, y el propietario del hotel lo sabía. Peter se preguntó qué era lo que sometía a Warren al expolicía.
Cambiando de súbito el tema, Warren Trent anunció:
– Curtis O'Keefe viene hoy. Quiere dos suites contiguas y ya he dado las instrucciones. Es mejor que verifique si todo está en orden, y quiero que se me informe tan pronto llegue.
– ¿Míster O'Keefe permanecerá mucho tiempo aquí?
– No sé. Depende de muchas cosas.
Durante un momento McDermott sintió surgir su simpatía por el viejo. Por mucho que pudiera criticarse la forma en que estaba administrado el «St. Gregory», para Warren Trent era más que un hotel; era el fruto del trabajo de toda su vida. Lo había visto crecer desde que era una cosa insignificante a algo prominente, desde una modesta construcción inicial a un imponente edificio que ocupaba la mayor parte de una manzana de la ciudad. La reputación del hotel, asimismo, había sido muy honrosa durante muchos años, figurando su nombre entre los tradicionales del país, como el «Biltmore» o el «Palmer House» de Chicago, o el «St. Francis» de San Francisco. Debía de ser duro aceptar que el «St. Gregory» con todo su prestigio y el atractivo de que una vez gozó, no se había mantenido al ritmo de los tiempos. No era que la declinación hubiera sido definitiva o desastrosa, pensó Peter. Una nueva financiación y mano firme controlando su administración, podrían obrar milagros, hasta quizá devolver el hotel a su antigua posición de competencia. Pero tal como estaban las cosas, tanto el capital como el control tendrían que venir de fuera: suponía que a través de O'Keefe. Una vez más recordó Peter que sus días parecían estar contados.
El dueño del hotel preguntó:
– ¿Cómo estamos en materia de congresos?
– Cerca de la mitad de los ingenieros químicos se han marchado ya; el resto se irá hoy. Hoy también entra la «Gold Crown Cola», y ya está organizada. Han tomado trescientas veinte habitaciones, que es más de lo que esperábamos, y hemos aumentado la cantidad de almuerzos y cubiertos para los banquetes, de acuerdo con ello. -Como el viejo asentía aprobando, Peter continuó:- El congreso de odontología comienza mañana, aun cuando algunas de las personas que lo integran se registraron ayer, y otras lo harán hoy. Tomarán unas doscientas ocho habitaciones.
Warren Trent emitió un gruñido de satisfacción. Por lo menos, reflexionó, no todas las noches eran malas. Los congresos eran la sangre vital del negocio de hoteles, y dos juntas ayudaban, a pesar de que, por desgracia, no lo suficiente como para cubrir otras pérdidas recientes. A pesar de todo, la reunión de odontólogos era un triunfo. El joven McDermott había actuado con rapidez cuando se le informó bajo cuerda de que los arreglos para el congreso dental habían fallado; entonces voló a Nueva York y convenció a los organizadores de que el mejor sitio para lo mismo era Nueva Orleáns y el «St. Gregory».
– Anoche tuvimos el hotel lleno -dijo Warren Trent, y agregó-: Este negocio es abundancia o hambre. ¿Podremos dar alojamiento a los que lleguen hoy?
– Lo primero que hice esta mañana fue fijarme en los números. Mucha gente se marcha hoy, pero aun así el hotel quedará completamente lleno. Las reservas exceden en algo a las disponibilidades.
Como todos los hoteles, el «St. Gregory», por lo regular, aceptaba más reservas que las habitaciones de que disponía. Pero, como todos los hoteles también, sabía por previas experiencias que algunas personas comprometían habitaciones y luego no llegaban, de manera que el problema se resolvía por sí mismo, calculando el verdadero porcentaje de los que no llegarían. La mayoría de las veces la experiencia y la suerte permitían que el hotel se mantuviera a nivel, con todas las habitaciones ocupadas: situación ideal. Pero de vez en cuando la estimación resultaba equivocada, en cuyo caso el hotel tenía un problema serio.
El momento más terrible de la vida de un gerente de hotel era cuando se veía obligado a explicar a personas indignadas (que habían hecho sus reservas) que no tenían habitaciones disponibles. Sufría como ser humano tanto como hotelero, porque estaba seguro de que esas personas -si podían evitarlo- jamás volverían a su hotel.
El peor momento en la experiencia de Peter fue cuando un congreso de panaderos, reunido en Nueva York, decidió permanecer un día más para que algunos de sus miembros hicieran un crucero a la luz de la luna, alrededor de Manhattan. Doscientos cincuenta panaderos y sus esposas se quedaron, desgraciadamente sin advertírselo al hotel, que esperaba que se marcharan para dar cabida a una reunión de ingenieros. El recuerdo de la batahola que sobrevino, con cientos de ingenieros coléricos y sus esposas, todos instalados en el hall de entrada, algunos mostrando sus reservas hechas con dos años de anticipación, todavía hacía estremecer a Peter cuando lo recordaba. Por fin, como los otros hoteles de la ciudad también estaban llenos, los recién llegados se dispersaron por moteles de los alrededores de Nueva York hasta el día siguiente, cuando los panaderos, inocentemente, se marcharon. Pero las monumentales cuentas de taxi de los ingenieros, más los arreglos por sumas sustanciales de dinero para evitar demandas por daños y perjuicios, fueron pagadas por el hotel… sobrepasando los beneficios que hubieran dejado ambos congresos.
Warren Trent encendió un cigarro, haciendo un ademán a McDermott para que tomara otro de la caja que tenía a su lado. Después de cogerlo, Peter dijo:
– He hablado con el «Roosevelt». Si estamos completos esta noche, nos pueden ayudar con treinta habitaciones. -Saber esto era tranquilizador… un «blanco en el centro», aunque no debería usarse sino en circunstancias extremas. Hasta los hoteles más rivales se ayudaban mutuamente en ese tipo de crisis, porque nunca sabían cuándo las cosas podían invertirse.
– Bien -dijo Warren Trent, entre una nube de humo-. ¿Cuáles son las perspectivas para el otoño?
– Descorazonadoras. Le envié un memorándum sobre las dos grandes reuniones de los sindicatos, que fracasaron.
– ¿Por qué fracasaron?
– Por la misma razón que le advertí antes. Hemos continuado discriminando. No hemos cumplido con la Ley de Derechos Civiles, y los sindicatos se resienten de ello. -Involuntariamente, Peter miró hacia Aloysius Royce, que había entrado en la habitación y estaba ordenando una pila de revistas.
Sin levantar los ojos, el negro dijo:
– No se preocupe por mí, míster McDermott… -Royce usaba el mismo acento incisivo que había empleado la noche anterior-, porque nosotros, la gente de color, estamos habituados a eso.
Warren Trent, frunciendo el ceño, dijo con dureza:
– Basta de ironías.
– ¡Sí, señor! -Royce dejó las revistas y se quedó mirando a los otros dos. Su voz volvió a ser normal-, pero le diré esto: los sindicatos han actuado en esa forma porque tienen una conciencia social. No son los únicos, sin embargo. Otros congresos y muchas personas se mantendrán apartados hasta que este hotel, y otros como él, admitan que los tiempos han cambiado.
Warren Trent adelantó una mano hacia Royce:
– Responda a eso -le dijo a Peter McDermott-. Aquí no queremos medias palabras.
– Sucede -dijo Peter con tranquilidad- que estoy de acuerdo con lo que él dice.
– ¿Por qué, míster McDermott? -preguntó Royce, sarcástico-. ¿Cree usted que será mejor para el negocio? ¿Facilitará su trabajo?
– Esas son buenas razones -respondió Peter-. Si usted prefiere pensar que son las únicas… siga adelante.
Warren Trent golpeó con fuerza con su mano sobre el brazo del sillón:
– ¡No importan las razones! Lo que importa es que ustedes dos son un par de tontos.
Era una cuestión que ya se había repetido. En Luisiana, si bien los hoteles afiliados a una cadena se habían integrado nominalmente meses antes, algunos independientes, encabezados por Warren Trent y el «St. Gregory», se resistieron al cambio. La mayoría, por un período breve cumplieron con la Ley de Derechos Civiles, y después de la conmoción inicial, poco a poco volvían a su política de segregación establecida desde mucho tiempo atrás.
Aun con casos legales pendientes, todos los síntomas indicaban que los hoteles segregacionistas, con la ayuda de fuerte apoyo local, podían ejercer acciones dilatorias que tal vez durarían años.
– ¡No! -Warren Trent, colérico, apagó su cigarro.- Pase lo que pase en otras partes, insisto en que aquí todavía no estamos listos para eso. De manera que hemos perdido congresos sindicales. Bien, es tiempo de que nos pongamos en movimiento y hagamos alguna otra cosa.
Desde la sala, Warren Trent oyó que la puerta de afuera se cerraba detrás de Peter McDermott, y los pasos de Aloysius Royce que volvía a una pequeña salita llena de libros que era el dominio privado del negro. Dentro de pocos minutos Royce se marcharía, como siempre a esta hora del día, a una clase de Derecho.
Todo estaba tranquilo en la gran sala; sólo se oía el murmullo originado por el aparato de aire acondicionado, y algún ruido perdido que llegaba desde la ciudad, allá abajo, penetrando las gruesas paredes y las ventanas aislantes. Los rayos del sol mañanero avanzaban lentamente sobre el piso alfombrado y, observándolos, Warren Trent sentía latir con fuerza su corazón, una consecuencia de la cólera que por algunos minutos lo había poseído. Era una advertencia, supuso, a la que debía prestar atención más a menudo. Sin embargo, en esta época en que tantas cosas le salían mal, parecía que se hacía difícil controlar sus emociones, y todavía más difícil permanecer callado. Quizás esos exabruptos fueran sólo mal humor… consecuencia de la edad. Pero era más probable que fuera a causa de esa sensación de que tantas cosas se estaban diluyendo, desapareciendo para siempre, más allá de su control. Además, siempre se había encolerizado con facilidad, excepto durante aquellos años tan breves, cuando Hester le había enseñado otra cosa: el uso de la paciencia y del sentido. Sentado allí, tranquilo, comenzó a recordar. ¡Cuan lejos parecía! Más de treinta años…, cuando la había llevado como su joven desposada, a través del umbral de esa misma habitación. ¡Y qué poco tiempo le duró! Breves años, felices más allá de toda medida, hasta que la poliomielitis, golpeando sin previo aviso, mató a Hester en veinticuatro horas, dejando a Warren Trent lleno de dolor y solo, con toda su vida por vivir… y el «St. Gregory Hotel».
En el hotel quedaban pocos que recordaban a Hester, y si un puñado de veteranos la recordaba, era en forma confusa, y no como Warren Trent mismo la recordaba: una perfumada flor de primavera, que hacía sus días suaves y su vida más rica, como nunca la había hecho nadie, ni antes ni después.
En el silencio, un ligero y suave movimiento, como un crujido de sedas, parecía llegar desde la puerta que estaba detrás de él.
Volvió la cabeza, pero era una burla de la memoria. La habitación estaba vacía, y una humedad poco común nubló sus ojos.
Se incorporó con dificultad del profundo sillón, clavada la ciática como un cuchillo. Se dirigió a la ventana, mirando los tejados del French Quarter -el Vieux Carré, como la gente lo llamaba ahora, volviendo al antiguo nombre-, hacia Jackson Square y las agujas de la catedral, destellando al sol que las acariciaba. Más allá estaba el arremolinado y fangoso Mississippi, y en medio de la corriente una línea de barcos anclados esperando su turno para entrar en los ajetreados muelles. Era el signo de los tiempos, pensó. Desde el siglo xvIII Nueva Orleáns había oscilado como un péndulo entre la riqueza y la pobreza. Barcos de vapor, ferrocarriles, algodón, esclavitud, emancipación, canales, guerras, turistas… todo, a intervalos, había alcanzado cuotas de riqueza y de desastre. Ahora el péndulo había traído prosperidad, aunque, al parecer, no para el «St. Gregory Hotel».
Pero, ¿acaso tenía importancia… al menos para él? ¿Merecía el hotel que se luchara por él? ¿Por qué no abandonarlo, vender, como pudiera, esta semana, y dejar que el tiempo y los cambios los tragaran a los dos? Curtis O'Keefe haría una proposición justa, La cadena de O'Keefe tenía buena reputación, y Trent mismo podría salir bien librado de todo esto. Después de pagar la hipoteca principal, y tomando en cuenta a los accionistas menores, le quedaría bastante dinero con que vivir, al nivel que quisiera, para el resto de su vida.
¡Rendirse! Tal vez fuera ésa la respuesta. Rendirse a los tiempos cambiantes. Después de todo, ¿qué era un hotel, sino ladrillos y cemento? Había tratado de que fuera algo más que eso, pero al fin había fracasado. ¡Dejémoslo ir!
Y sin embargo… si lo hacía, ¿qué otra cosa le quedaba?
Nada. Para él mismo, no quedaría nada, ni siquiera los fantasmas que andaban por este piso. Esperó, pensativo, sus ojos abarcando la ciudad extendida ante él. La ciudad también había sufrido cambios: había sido francesa, española y americana; sin embargo, en cierta forma, había sobrevivido como ella misma… única e individual en una era de conformismo.
– ¡No! No vendería. Todavía no. Mientras hubiera una esperanza, se sostendría. Aún tenía cuatro días para conseguir el dinero de la hipoteca, y además de eso, las pérdidas actuales eran una cosa temporal. Pronto cambiaría la marea, y dejaría al «St. Gregory» solvente y esplendoroso.
Poniendo en práctica su resolución, caminó con dificultad cruzando la habitación hasta la otra ventana. Sus ojos alcanzaron a ver un aeroplano volando alto desde el Norte. Era un jet, perdiendo altura y preparándose a aterrizar en el aeropuerto de Moisant. Se preguntó si Curtis O'Keefe estaría a bordo.
Cuando Christine Francis lo localizó poco después de las nueve y treinta, Sam Jakubiec, el grueso y calvo gerente de créditos, estaba en pie al fondo de la recepción realizando su control diario en el libro mayor, de las cuentas de los huéspedes del hotel. Como siempre, Jakubiec trabajaba con una rapidez nerviosa que algunas veces engañaba a las personas, induciéndolas a creer que un trabajo así, no podía estar bien hecho. En realidad no había casi nada que escapara a la mente enciclopédica y sagaz del jefe de créditos, hecho que en el pasado había ahorrado al hotel miles de dólares en cuentas equivocadas.
Sus dedos bailaban ahora sobre las tarjetas (una para cada huésped y habitación) de una máquina computadora mientras miraba, a través de sus gruesos anteojos, los nombres y las cuentas por columnas; de vez en cuando hacía una anotación en un cuadernillo que tenía al lado. Sin detenerse levantó los ojos y los volvió a bajar.
– Terminaré en unos minutos, miss Francis.
– Puedo esperar. ¿Hay algo interesante esta mañana?
Sin detenerse, Jakubiec asintió.
– Algunas cosas.
– ¿Por ejemplo?
Hizo una nueva anotación en el cuaderno.
– Habitación 512. H. Baker. Entró a las ocho y diez. A las ocho y veinte pidió una botella de licor y la hizo cargar en la cuenta.
– Quizá le guste limpiarse los dientes con licor.
Con la cabeza baja, Jakubiec asintió.
– Quizá…
Pero era más probable, Christine lo sabía, que H. Baker, de la 512, fuera un tramposo. Automáticamente el huésped que pedía una botella de licor poco después de su llegada, provocaba sospechas en el gerente de créditos. La mayor parte de los recién llegados que querían beber en seguida (después de un viaje o de un día agotador), pedían un cóctel en el bar. El que ordenaba una botella, era a menudo un borracho y podía no tener intención de pagar, o no tendría con qué hacerlo.
Ella también sabía lo que sucedería después. Jakubiec enviaría a una de las camareras de las habitaciones al 512 con cualquier pretexto, para que inspeccionara al huésped y su equipaje. Las camareras sabían qué tenían que observar: un equipaje razonable y buena ropa. Si el huésped los tenía, el gerente de créditos, con toda probabilidad, no haría nada más, fuera de vigilar la cuenta.
Algunas veces, ciudadanos de posición sólida y respetable tomaban una habitación en el hotel a fin de embriagarse, y siempre que pudieran pagar y no molestaran a nadie, era asunto exclusivamente suyo.
Pero si no había equipaje u otras señales de solvencia, Jakubiec, en persona, iría a conversar con él. Establecería contacto con discreción y cordialidad. Si el huésped demostraba que podía pagar o aceptaba hacer un depósito previo, se separarían amistosamente. Sin embargo, si la primera sospecha se confirmaba, el gerente de créditos podía ser áspero y cortante, expulsando al huésped antes de que la cuenta se hiciera mayor.
– Aquí hay otro -dijo Sam Jakubiec a Christine-. Sanderson, habitación 1207. Propinas desproporcionadas.
Ella inspeccionó la tarjeta que él tenía en la mano. Mostraba dos anotaciones por servicios en la habitación: una por un dólar y medio, la otra por dos dólares. En cada caso la propina era de dos dólares, que estaban agregados y firmados.
– La gente que no tiene intención de pagar, anota por lo general grandes propinas -dijo Jakubiec-. De otra manera: es un cliente para despachar.
Christine sabía que, como en anteriores pesquisas, el gerente de créditos llevaría a cabo su tarea con cautela. Parte de su trabajo (de igual importancia que prevenir el fraude) era no ofender a los huéspedes honrados. Después de años de experiencia, un maduro hombre de créditos, podía por lo común distinguir los lobos de las ovejas, por instinto; aunque de vez en cuando podía equivocarse… para detrimento del hotel. Christine sabía la razón por la cual, en algunas ocasiones, los gerentes de créditos se arriesgaban a ampliar el crédito o a autorizar cheques en casos algo dudosos, caminando mentalmente por la cuerda floja mientras lo hacían. La mayor parte de los hoteles, hasta los más calificados, no se preocupaban por la moral de los que estaban entre sus paredes, sabiendo que si lo hacían perderían gran cantidad de clientes. Su preocupación (reflexionaba el gerente de créditos) se refería a una sola pregunta básica: ¿Podría pagar el cliente?
Con un solo movimiento rápido, Sam Jakubiec devolvió las tarjetas con las cuentas personales al lugar correspondiente, y cerró el cajón del archivo.
– Ahora -dijo-, ¿qué puedo hacer por usted?
– Hemos tomado una enfermera privada para el 1410. -Brevemente le informó Christine sobre la crisis sufrida la noche antes por Albert Wells.- Estoy un poco preocupada porque no sé si míster Wells puede pagarla; no estoy segura de que comprenda lo costoso que será. -Podía haber agregado que estaba más preocupada por el hombrecito que por el hotel, pero prefirió no hacerlo.
– El asunto de una enfermera particular puede significar mucho dinero -asintió Jakubiec. Caminando juntos, salieron de la recepción cruzando el hall de entrada, que ahora estaba lleno, hasta la oficina del gerente de créditos, una habitación pequeña y cuadrada, situada detrás del mostrador del conserje. Dentro, una regordeta secretaria morena estaba trabajando contra una pared constituida sólo por bandejas de tarjetas de archivo.
– Madge -dijo Sam Jakubiec-, vea qué tenemos de Wells, Albert.
Sin responder, cerró el cajón, abrió otro cuyas tarjetas recorrió con los dedos. Deteniéndose, dijo en un solo aliento:
– Alburquerque, Coon Rapids, o Montreal. Elija.
– Montreal -dijo Christine.
Jakubiec tomó la tarjeta que le ofreció la secretaria. Examinándola, observó:
– Parece bueno. Ha estado aquí seis veces. Paga al contado. Una pequeña diferencia que parece haber sido solucionada.
– Ya conozco eso -dijo Christine-. El error fue nuestro.
El hombre del crédito asintió:
– Diría que no hay de qué preocuparse. La gente honrada deja una marca, lo mismo que los tramposos -devolvió la tarjeta a la secretaria para que la pusiera en su lugar, con las otras que formaban un registro de cada uno de los huéspedes que habían estado en el hotel durante los últimos años-. Me preocuparé de eso, sin embargo; averiguaré cuánto costará, y luego hablaré con míster Wells. Si tiene problemas de dinero quizá podamos ayudarle dándole un tiempo para que lo pague.,
– Gracias, Sam -Christine se sintió aliviada, sabierrdo que Jakubiec podía ser servicial y comprensivo en un caso legítimo, tanto como inflexible en los malos.
Cuando llegaba a la puerta de la oficina, el gerente de créditos la alcanzó:
– Miss Francis, ¿cómo andan las cosas arriba?
Christine sonrió:
– Se está jugando el destino del hotel, Sam. No quería decírselo, pero usted me ha forzado a ello.
– Si estudian mi ficha, la volverán a colocar. No me preocupa; de todas maneras tengo bastantes problemas.
Detrás de su jactancia, Christine sospechaba que el gerente de créditos estaba tan preocupado por conservar su trabajo, como muchos otros. Los asuntos financieros del hotel deberían ser confidenciales, pero rara vez lo eran, y había sido imposible evitar que las noticias de las recientes dificultades se esparcieran como un contagio.
Volvió a cruzar el vestíbulo principal, respondiendo a los «Buenos días» de los botones, del florista del hotel, y de uno de los ayudantes de la gerencia sentado, dándose importancia, en su escritorio situado en el centro. Luego, pasando de largo por los ascensores, corrió, ágil, escaleras arriba, hasta el entresuelo principal.
Al ver al ayudante de la gerencia, recordó a su inmediato superior, Peter McDermott. Desde la noche anterior Christine había pensado con frecuencia en Peter. Se preguntaba si el rato que habían pasado juntos habría producido el mismo efecto en él. Muchas veces se sorprendió deseando que así fuera; luego se controlaba contra cualquier complicación emocional que pudiera ser prematura. Durante los años en que había aprendido a vivir sola, hubo algunos hombres en la vida de Christine, pero no había tomado en serio a ninguno de ellos. A veces, pensaba, parecía que el instinto la preservaba de renovar el tipo de vinculación íntima que cinco años antes le había sido arrebatada de manera tan cruel. Sin embargo, se preguntaba dónde estaría Peter en ese momento, y qué estaría haciendo. Bien, decidió con criterio práctico, tarde o temprano en el curso del día, sus caminos se cruzarían.
De nuevo en su oficina, en la suite de los ejecutivos, Christine se asomó a la de Warren Trent, pero el propietario del hotel todavía no había bajado de su apartamento en el decimoquinto piso. El correo de la mañana estaba apilado en su propio escritorio y muchos mensajes telefónicos requerían atención inmediata. Decidió primero completar la gestión que la había llevado abajo. Levantando el teléfono pidió que la comunicaran con la habitación 1410.
Respondió una voz de mujer: sin duda, era la enfermera particular. Christine se identificó, y preguntó cortésmente por el estado del paciente.
– Míster Wells ha pasado bien la noche -le informó la voz-, y su estado general ha mejorado.
Preguntándose por qué algunas enfermeras pensaban que debían responder como boletines oficiales, Christine replicó:
– ¿En ese caso podré ir a verlo?
– Temo que por ahora no -tuvo la impresión de que una mano guardiana se había levantado con firmeza-. El doctor Aarons vendrá a ver al paciente esta mañana, y quiero tenerlo todo en orden.
Parece referirse a una visita oficial, pensó Christine. La idea de que el pomposo doctor Aarons era esperado por una enfermera igualmente pomposa, la divertía.
En voz alta, dijo:
– Entonces, haga el favor de decir a míster Wells que he llamado y que lo veré esta tarde.
La conferencia inconclusa en la suite del propietario del hotel dejó a Peter McDermott en un estado de frustración. Alejándose por el corredor del piso, y mientras Aloysius Royce cerraba la puerta a sus espaldas, reflexionó que sus entrevistas con Warren Trent terminaban, invariablemente, de la misma manera. Como en otras ocasiones, deseó con fervor que se le dieran seis meses y carta blanca para dirigir el hotel a su modo.
Cerca de los ascensores se detuvo para hacer una llamada telefónica, pidiendo que le pusieran con la recepción para preguntar qué habitaciones se habían reservado para míster Curtis O'Keefe y su acompañante. Eran dos suites contiguas en el duodécimo piso, informó el empleado, y Peter utilizó las escaleras de servicio para bajar dos pisos. Como todos los grandes hoteles, el «St. Gregory» simulaba no tener un piso trece, llamándole decimocuarto, en cambio.
Las cuatro puertas de las suites reservadas, estaban abiertas; desde el interior se oía el ruido de las aspiradoras, cuando se acercó. Dentro, dos camareras trabajaban bajo la vigilancia de mistress Blanche du Quesnay, el ama de llaves del hotel, altamente competente, aunque de lengua incisiva. Se volvió al entrar ' Peter, brillantes los ojos, echando chispas.
– Podía haber imaginado que vendría uno de ustedes a comprobar si mi trabajo está bien hecho, como si no supiera que es mejor que sea así, considerando quién viene.
Peter sonrió.
– Tranquilícese, señora. Míster Trent me pidió que viniera. -Le gustaba la mujer madura pelirroja, una de las jefes de departamento en quien más se podía confiar. Las dos camareras sonreían. Les hizo un guiño, agregando para mistress Du Quesnay: – Si míster Trent hubiera sabido que usted le dedicaba su atención personal, no habría pensado en ello.
– Y si nos quedamos sin jabón en el lavadero, enviaremos por usted -respondió el ama de llaves con un vestigio de sonrisa, mientras golpeaba con pericia los almohadones de dos largos canapés.
El rió, y preguntó:
– ¿Se han pedido las flores y el canasto de fruta? -Peter pensó que el magnate de los hoteles, probablemente, estuviera harto de la inevitable canasta de frutas (saludo corriente de los hoteles a los huéspedes importantes). Pero su ausencia podía ser advertida.
– Ya están en camino. -Mistress Du Quesnay levantó los ojos de los almohadones y dijo con irónica intención:- Por lo que he escuchado, míster O'Keefe trae sus propias flores, y no en jarrones.
Era una referencia -Peter comprendió- al hecho de que Curtis O'Keefe rara vez viajaba sin su escolta femenina, la que cambiaba con frecuencia; prefirió ignorarla.
Mistress Du Quesnay le dirigió una de sus rápidas miradas atrevidas.
– Puede echar una ojeada. No se cobra.
Peter observó que las dos suites habían sido limpiadas a fondo. Los muebles, blanco y dorado, con un motivo francés, estaban sin polvo y en orden. En los dormitorios y cuartos de baño, la ropa blanca inmaculada y muy bien doblada. Lavabos y bañeras, secas y brillantes, los inodoros limpios con las tapas bajadas. Espejos y vidrios relucientes. Las luces, así como el combinado de radio y TV marchaban a la perfección. El aire acondicionado respondía a los cambios de los termostatos, y en este momento estaba fijado a una agradable temperatura de 20° C. No había nada más que hacer, pensó Peter, mientras de pie en el centro de la segunda suite, la inspeccionaba.
De pronto recordó algo. Curtis O'Keefe era muy devoto; a veces, hasta la ostentación, decían algunos. El hotelero oraba frecuentemente, y hasta en público. Un comentario decía que cuando le interesaba un nuevo hotel, rogaba por él como lo haría un niño para obtener un juguete en Navidad; otro sostenía que antes de entrar en negociaciones, asistía a un servicio en una iglesia privada, a la que los ejecutivos de O'Keefe concurrían respetuosamente. El director de una cadena de hoteles competidora, recordó Peter, dijo cierta vez con malignidad. «Curtis nunca pierde una oportunidad para rezar. Por eso orina de rodillas.»
Esto llevó a Peter a verificar si había Biblias de Gedeón… en cada uno de los dormitorios. Se alegró de comprobarlo.
Como sucedía casi siempre cuando habían sido utilizadas por mucho tiempo, las primeras páginas de las biblias estaban llenas de anotaciones con los números de teléfono de muchachas «disponibles», porque como saben los viajeros experimentados, una Biblia de Gedeón era el primer lugar en donde buscar esa clase de información. Peter mostró los libros en silencio a mistress Du Quesnay. Ella chascó la lengua:
– Míster O'Keefe no utilizará ésas; he hecho subir otras nuevas.
Poniendo las biblias bajo el brazo, miró con ojos inquisidores a Peter:
– Supongo que lo que a míster O'Keefe le guste o deje de gustarle, será lo que determine que la gente conserve sus trabajos aquí.
Movió la cabeza:
– Sinceramente, no lo sé, mistress Q. Su opinión es tan buena como la mía. -Sabía que los ojos del ama de llaves lo seguían interrogadores al dejar la suite. Sabía que mistress Du Quesnay sostenía un marido inválido y que cualquier amenaza a su trabajo sería motivo de ansiedad. Sentía una auténtica conmiseración por ella mientras iba en uno de los ascensores al entresuelo principal.
Peter suponía que en el caso de un cambio en la administración, la mayor parte del personal, más joven y capaz, tendría oportunidad de permanecer. Imaginaba que la mayoría aprovecharía esa oportunidad, puesto que la cadena de O'Keefe tenía fama de tratar bien a sus empleados. Los empleados más viejos, sin embargo, algunos de los cuales se habían hecho más negligentes en su tarea, tenían verdadero motivo para preocuparse.
Cuando Peter McDermott se acercaba a la suite de los ejecutivos, el mecánico jefe Doc Vickery se alejaba. Deteniéndose, Peterledijo:
– El ascensor número cuatro tuvo algunos inconvenientes anoche, jefe. No sé si usted lo sabe.
El jefe asintió con su cabeza calva y redondeada.
– Es mal negocio cuando se necesita dinero para reparar una maquinaria, y no se obtiene.
– ¿Está en tan malas condiciones? -Peter sabía que el presupuesto de los mecánicos había sido reducido recientemente, pero ésta era la primera vez que se enteraba de un problema serio con los ascensores.
El jefe negó con la cabeza:
– Si usted se refiere a que.puede haber un accidente, la respuesta es: no. Vigilo los mecanismos de seguridad como vigilaría a un niño. Pero hemos tenido pequeñas interrupciones y podrían producirse otras mayores. Lo que se necesita es detener un par de ascensores durante algunas horas, y repararlos en la forma debida.
Peter asintió. Si eso era lo peor que podía suceder, no había motivo para preocuparse mucho. Preguntó:
– ¿Cuánto dinero necesita?
El jefe lo miró por encima de sus anteojos de gruesa armazón.
– Cien mil dólares para empezar. Con eso arrancaría la mayor parte de las tripas del ascensor y las reemplazaría, además de otras cosas.
Peter emitió un silbido suave.
– Le diré una cosa -observó el jefe-. La buena maquinaria es una cosa hermosa, y algunas veces bastante parecida a la humana. La mayor parte del tiempo soporta más trabajo del que se piensa, y además, se la puede componer y ayudar, y seguirá trabajando. Pero de pronto, en alguna parte hay un punto muerto, al que nunca llegará por mucho que usted y la maquinaria… lo deseen.
Peter aún estaba pensando en las palabras del jefe, cuando entró en su oficina. ¿Cuál sería el punto muerto, se preguntó, para todo un hotel? Ciertamente, todavía no había llegado para el «St. Gregory», aun cuando sospechaba que para el régimen actual del hotel, sí.
Había una pila de correspondencia, memorándums y mensajes telefónicos en su escritorio. Tomó el de más arriba y leyó: «Miss Marsha Preyscott, respondiendo a su llamada, lo esperará en la habitación 555 hasta tener noticias suyas.» Le recordaba su propio interés en saber algo más de lo sucedido en la 1126-7.
Además, tenía que pasar pronto para ver a Christine. Había algunas cosas menores que requerían la decisión de Warren Trent, aunque no eran lo bastante importantes como para planteárselas en la entrevista de esa mañana. Luego, sonriendo, se dijo: «¡Deja de razonar! Quieres verla, y, ¿por qué no hacerlo?»
Mientras pensaba qué haría primero, llamó el teléfono. Era de la recepción. Uno de los empleados:
– Pensé que desearía saberlo. Míster Curtis O'Keefe acaba de llegar.
Curtis O'Keefe entró en el abovedado y concurrido vestíbulo principal, rápido como una flecha dirigida al corazón de una manzana. Una manzana algo deteriorada, pensó, con sentido crítico. Mirando en derredor, su ojo de hotelero experimentado advirtió los síntomas. Pequeños, pero significativos: un periódico dejado sobre una silla y sin recoger; media docena de colillas de cigarrillos en un recipiente con arena al lado de los ascensores; el uniforme de uno de los muchachos de servicio con un botón de menos; dos bombillas apagadas en la araña central… En la entrada de St. Charles Avenue, un portero uniformado discutía con un vendedor de diarios, en medio de una marea de huéspedes y otras personas. Más próximo y a mano, un ayudante de gerencia, viejo, sentado descuidadamente en su escritorio y con los ojos bajos.
En un hotel de la cadena de O'Keefe, en el caso poco probable de que tales ineficiencias ocurrieran simultáneamente, habrían provocado severas reprimendas, y quizás incluso despidos. «Pero el "St. Gregory" no es mi hotel -recordó O'Keefe-. Todavía no.»
Se dirigió a la recepción, una figura gallarda, delgada, de un metro ochenta de altura, vestido con un traje muy bien planchado color gris oscuro, que caminaba con paso elástico como de baile, casi con afectación. Esto último era una de las características de O'Keefe, ya fuera en una cancha de pelota a las que concurría con frecuencia, en un salón de baile, o en la cubierta de su crucero Innkeeper IV. Su flexible cuerpo atlético había sido su orgullo, durante la mayor parte de sus cincuenta y seis años, en que había subido desde una baja clase media sin ningún relieve, hasta convertirse en uno de los hombres más ricos del país… y también de los más inquietos.
En el mostrador recubierto de mármol, casi sin mirarlo, un empleado del servicio de habitaciones empujó hacia él el libro de firmas. El hotelero lo ignoró.
Anunció con solemnidad:
– Mi nombre es O'Keefe, y he reservado dos suites, una para mí y la otra a nombre de miss Dorothy Lash -desde la periferia de su visión, podía ver a Dodo entrando en el vestíbulo; toda piernas y pechos, irradiando sexualismo como una pirotecnia. Las cabezas se volvían reteniendo el aliento, como siempre sucedía. La había dejado en el coche, supervisando el equipaje. Se divertía haciendo cosas así, de vez en cuando. Todo lo que requiriera un mayor esfuerzo cerebral, era superior a ella.
Sus palabras tuvieron el efecto de una granada limpiamente arrojada.
El empleado se endureció, cuadrando sus hombros. Mientras miraba a los ojos grises, tranquilos, que sin esfuerzo parecían taladrarlo, su actitud cambió de indiferencia a solícito respeto. Con gesto nervioso, llevóse la mano a la corbata.
– Perdóneme, señor. ¿Es míster Curtis O'Keefe?
El hotelero asintió, con una media sonrisa que le revoloteaba; el rostro compuesto, el mismo rostro que brillaba benignamente desde medio millón de cubiertas de libros de I am your host, uno de cuyos ejemplares estaba colocado ostensiblemente en todas las habitaciones de los hoteles de la cadena O'Keefe. (Este libro es para su entretenimiento y placer. Si desea llevárselo, por favor, notifíqueselo al empleado del servicio de habitaciones, y se añadirá a su cuenta un dólar y veinticinco centavos.)
– Sí, señor. Estoy seguro de que sus habitaciones están listas, señor. Si quiere esperar un momento, por favor…
Mientras el empleado buscaba entre las tarjetas de reservas, O'Keefe dio un paso hacia atrás desde el mostrador, haciendo lugar a otros recién llegados. El escritorio de la recepción, que un momento antes estaba más bien tranquilo, comenzaba uno de sus períodos agobiantes que eran parte del día de todos los hoteles. Afuera, con un sol brillante y cálido, en las limousines del aeropuerto y los taxis estaban llegando pasajeros que habían viajado al Sur, como lo había hecho él mismo en el vuelo de la mañana en jet, desde Nueva York. Advirtió que estaba reuniéndose un congreso. Un estandarte suspendido del abovedado techo del vestíbulo proclamaba:
Bien venidos delegados
al Congreso de Odontología Americana
Dodo se le acercó; dos botones cargados la seguían como acólitos detrás de una diosa. Bajo la gran capelina flexible, que no conseguía ocultar el pelo ondulado rubio-ceniza, sus ojos azules de niña parecían más grandes que nunca en un rostro infantil y sin mácula.
– Curtie, dicen que muchos dentistas se alojan aquí.
– Me alegra que me lo digas -dijo con sequedad-. Si no lo hubieras hecho, quizá no me hubiera enterado.
– Bien, podría hacerme hacer esa obturación. Siempre intento hacerlo, y por alguna razón nunca…
– Están aquí para abrir sus propias bocas, no las de otras personas.
Dodo parecía perpleja, como siempre que los acontecimientos que la rodeaban eran algo que debería comprender, pero que no comprendía. Un gerente de los hoteles de O'Keefe que no sabía que su jefe ejecutivo lo estaba escuchando, había declarado con respecto a Dodo no hacía mucho tiempo: «Su inteligencia está en embrión; lástima que no se desarrolle.»
O'Keefe sabía que algunas de sus amistades se asombraban de que hubiera elegido a Dodo como compañera de viaje, cuando con su fortuna e influencia podría, dentro de límites razonables, elegir lo que quisiera. Pero ellos, por supuesto, sólo podrían imaginar y, casi seguro subestimar, la salvaje sensualidad que Dodo podía despertar o mantener latente, de acuerdo con el estado de ánimo de él. Sus moderadas estupideces así como sus frecuentes torpezas, que parecían molestar a otros, para O'Keefe no eran más que motivo de diversión, tal vez porque en ciertos momentos se había cansado de estar rodeado de mentalidades inteligentes y alertas, tratando siempre de hacer competencia a su propia astucia.
Sin embargo, suponía que pronto terminaría con Dodo. Había sido su amante estable durante casi un año, más que la mayoría de las otras. Había muchas estrellitas más en la galaxia de Hollywood para elegir. Por supuesto, que se ocuparía de ella, usando su gran influencia para conseguirle uno o dos papeles importantes, y quién sabe si aún podría destacarse… Tenía el cuerpo y la cara. Otras habían llegado muy alto con esas dos únicas condiciones.
El empleado volvió al mostrador del frente.
– Todo está listo, señor.
Curtis O'Keefe asintió. Luego, precedido por el jefe de los botones, Herbie Chandler, que con presteza se había presentado, marcharon en pequeña procesión hacia un ascensor que los esperaba.
Poco después que Curtis O'Keefe y Dodo fueron escoltados a sus suites adyacentes, Julius Keycase Milne obtenía una habitación.
Keycase telefoneó a las diez y cuarenta y cinco utilizando la línea directa del hotel desde el aeropuerto de Moisant («Hable gratis, al mejor hotel de Nueva Orleáns») para confirmar una reserva hecha muchos días antes desde fuera de la ciudad. Le respondieron que su reserva estaba registrada, y que si tenía la gentileza de dirigirse en seguida a la ciudad, se le acomodaría sin demora. Si bien su decisión de alojarse en el «St. Gregory» había sido tomada sólo unos minutos antes, se sentía complacido con la noticia aunque no sorprendido, porque su plan original había previsto hacer reservas en todos los hoteles importantes de Nueva Orleáns, empleando distintos nombres para cada uno. En el «St. Gregory» lo había hecho bajo el de «Byron Meader», nombre que había seleccionado del periódico, porque su verdadero propietario había sido el ganador de una importante carrera de caballos. Esto parecía un buen augurio, y los augurios eran algo que impresionaba mucho a Keycase.
Y a decir verdad, parecían haber surtido efecto en varias ocasiones; por ejemplo, la última vez que se le procesó, inmediatamente después de declararse culpable, un rayo de sol cayó sobre el sillón del juez y la sentencia que siguió (el sol todavía estaba allí) había sido sólo de tres años, cuando Keycase esperaba cinco. Hasta la cadena de sucesos que precedieron a sus declaraciones y a la sentencia, parecían haberse enlazado en forma favorable, debido a la misma razón. Sus incursiones a varias habitaciones del hotel de Detroit fueron fáciles y productivas, en buena parte (lo supuso después) porque todos los números de las habitaciones, excepto la última, incluían el guarismo dos, su número de suerte. Fue en esa última habitación, carente de ese dígito, donde su ocupante se despertó y dio un alarido, en el preciso momento en que estaba metiendo el abrigo de visón en una maleta, habiendo ya guardado el dinero y las joyas en uno de los bolsillos del abrigo, especialmente grandes.
Fue pura mala suerte, tal vez influencia de la combinación de números, que un detective del hotel oyera los gritos y se apresurara a llegar. Keycase, filosóficamente, aceptó la inevitable de buen talante, sin tomarse el trabajo siquiera de urdir una explicación ingeniosa, que algunas veces había resultado muy eficaz dando una razón para estar en una habitación que no era la suya. Sin embargo, era un riesgo que cualquiera que viviera de la agilidad de sus dedos tenía que aceptar, hasta un experto profesional como Keycase. Pero ahora, habiendo cumplido su condena (con la máxima conmutación por buena conducta) y habiendo gozado más recientemente de una provechosa correría de diez días en Kansas City, preveía una amable y fructífera quincena en Nueva Orleáns. Había empezado bien.
Llegó al aeropuerto de Moisant poco antes de las siete y treinta desde el barato hotel situado en la carretera de Chef Menteur, donde había pasado la noche. Era un hermoso y moderno edificio terminal, pensó Keycase, con mucho vidrio y cromo, y muchos recipientes de desperdicios, esto último muy importante para lo que se proponía hacer.
Leyó en una placa que el aeropuerto llevaba el nombre de John Moisant, natural de Orleáns, que había sido un precursor de la aviación mundial, y advirtió que las iniciales eran las mismas que las suyas, lo que también podía ser un presagio favorable. Era el tipo de aeropuerto del que le gustaría partir en uno de esos grandes jets, rugiendo, y quizá lo hiciera pronto si las cosas continuaban en la forma que se habían producido antes de que el último encierro lo hubiera mantenido fuera de ejercicio por una temporada. Sin embargo, estaba seguro de que se recuperaba con rapidez, aunque ahora vacilaba algunas veces donde en otras oportunidades había operado con frialdad, casi con indiferencia.
Pero eso era natural, porque sabía que si esta vez lo apresaban sería por diez o quince años; por lo tanto, difícil de afrontar. A los cincuenta y dos años de edad quedan pocos períodos de esa extensión.
Paseando naturalmente por la terminal del aeropuerto, una figura acicalada, bien vestida, con un periódico doblado bajo el brazo, Keycase se mantenía bien alerta. Tenía la apariencia de un acomodado hombre de negocios, tranquilo y confiado. Sólo sus ojos se movían sin tregua, siguiendo el movimiento de los viajeros madrugadores que se volcaban a la terminal de limousines y taxis que los habían traído desde los hoteles del centro. Era el primer éxodo del día hacia el Norte y bien numeroso, por cuanto las líneas «United National», «Eastern» y «Delta», tenían previstos varios vuelos matutinos con jets para Nueva York, Washington, Chicago, Miami y Los Angeles. Dos veces vio el comienzo del tipo de cosas que estaba buscando, pero resultó ser sólo el comienzo y nada más. Dos hombres buscando en sus bolsillos, billetes o cambio, encontraron la llave de la habitación del hotel, que habían traído por error. El primero se tomó el trabajo de localizar el buzón y devolverla por correo, como se indicaba en la plaqueta plástica de la llave. El otro, se la dio a un empleado del aeropuerto, quien la puso en un cajón, presumiblemente, para devolverla al hotel.
Ambos incidentes eran descorazonadores, aunque una experiencia conocida. Keycase continuó observando. Era un hombre paciente. Sabía que pronto tendría que suceder lo que estaba esperando.
Diez minutos más tarde su espera se vio recompensada.
Un hombre de cara rojiza que empezaba a quedarse calvo, cargado con un abrigo, una voluminosa maleta de avión y una cámara fotográfica, se detuvo para elegir una revista en camino a la rampa de partida. Cuando fue a pagar la revista, descubrió la llave del hotel, y lanzó una exclamación de sorpresa. Su esposa, una mujer suave y delgada, le hizo una tranquila sugerencia, a lo que él respondió: «¡No hay tiempo!» Keycase, que lo oyó, lo siguió de cerca. ¡Bien! Al pasar al lado de uno de los cubos de basura, el hombre arrojó la llave dentro.
Para Keycase el resto era cosa fácil. Se acercó al recipiente y arrojó en él su periódico doblado; luego, como si de pronto hubiera cambiado de parecer, se volvió y lo recuperó. Al mismo tiempo miró al interior y observó la llave que cogió sin dificultad. Minutos después, en la intimidad del lavabo de caballeros, comprobó que correspondía a la habitación 641 del «St. Gregory Hotel».
A la media hora, en una forma que a menudo sucede cuando las cosas empiezan a venir bien, un incidente similar terminó con el mismo éxito. La segunda llave también era del «St. Gregory», hecho que pronto determinó a Keycase a telefonear en seguida, confirmando su propia reserva. Decidió no presionar su suerte permaneciendo por más tiempo en la terminal. Estaba en vías de un buen comienzo y esta noche se detendría en la estación del ferrocarril; luego, en un par de días quizá, volvería al aeropuerto. Había otras maneras de obtener llaves de hotel, una de las cuales utilizó la noche anterior. No sin razón el fiscal de Nueva York, años antes había dicho en el tribunal: «Su Señoría, detrás de este hombre siempre hay una llave. Francamente, cada vez que pienso en él, es como en "Keycase" Milne.»
La frase se había abierto camino en los registros de la Policía y el alias subsistió, de tal forma que el mismo Keycase lo usaba ahora con cierto orgullo. Era un orgullo sazonado por el conocimiento de que, con tiempo, paciencia y suerte, eran extremadamente buenas las probabilidades de obtener una llave para casi todas las cosas.
Su actual especialidad-dentro-de-una-especialidad se basaba en la indiferencia de la gente por las llaves de los hoteles, Keycase lo sabía desde tiempo atrás, constante desesperación de los hoteleros de todas partes. Teóricamente, cuando un huésped partía y pagaba su cuenta, debía dejar la llave; pero infinidad de personas se marchaban del hotel con la llave de la habitación olvidada en el bolsillo o en la cartera. Los conscientes, algunas veces, la metían en un buzón, y un gran hotel como el «St. Gregory» pagaba con regularidad cincuenta o más dólares por semana por el franqueo de llaves devueltas. Pero había otras personas que las guardaban o las tiraban con indiferencia.
Este último grupo mantenía constantemente ocupados a los ladrones profesionales de hoteles como Keycase.
Desde el edificio de la terminal, Keycase volvió al estacionamiento y a su «Ford», un sedán de cinco años atrás, que había comprado en Detroit y había llevado primero a Kansas y luego a Nueva Orleáns. Era un coche ideal para Keycase por lo poco notorio, de un gris sucio, ni demasiado nuevo ni demasiado viejo como para ser advertido o recordado. El único detalle que lo molestaba un poco era la matrícula de Michigan, en una atractiva combinación verde y blanca. Las matrículas de otros estados eran frecuentes en Nueva Orleáns pero hubiera preferido no tener ese pequeño rasgo distintivo. Había estudiado la posibilidad de utilizar matrículas de Luisiana falsificadas, pero esto parecía un riesgo mayor, y además Keycase era lo bastante perspicaz para no alejarse demasiado de su propia especialidad. Para su tranquilidad, el motor del coche se puso en marcha al primer contacto, ronroneando suavemente, como resultado de un arreglo que él mismo le había hecho: habilidad aprendida a expensas del Gobierno federal durante una de sus varias condenas.
Condujo los veintidós kilómetros hasta el centro observando con cuidado los límites de velocidad, y se dirigió al «St. Gregory» donde había tomado y confirmado una habitación el día anterior. Estacionó el coche cerca de Canal Street, a pocas manzanas del hotel, y sacó dos maletas. El resto de su equipaje había quedado en su habitación del motel, cuyo alquiler dejó pagado por adelantado.
Era muy costoso mantener una habitación extra, pero también era prudente. El motel serviría como escondrijo para cualquier cosa que pudiera lograr, y si resultaba un desastre, podía ser abandonado por completo. Había tenido cuidado de no dejar allí nada que lo identificara. La llave del motel se encontraba bien oculta en el filtro de aire del carburador del coche.
Entró en el «St. Gregory» con aire confiado entregando sus maletas al portero y se registró como «Byron W. Meader, Ann Arbour, Michigan». El empleado del servicio de habitaciones, conocedor de la ropa bien cortada y de los bien cuidados rasgos que revelan autoridad, trató al recién venido con respeto y le dio la habitación 830. Ahora, pensó con agrado Keycase, tendría en su posesión tres llaves del «St. Gregory»: una, de la que estaba enterado el hotel, y otras dos que el hotel ignoraba.
La habitación 830, a la que lo llevó el botones pocos momentos después, resultó ser ideal. Era espaciosa y cómoda, y la escalera de servicio, observó Keycase al entrar, quedaba a pocos metros.
Cuando estuvo solo, deshizo la maleta. Más tarde, resolvió dormir preparándose para el importante trabajo que debía realizar durante la noche.
Cuando Peter McDermott llegó al vestíbulo de entrada, Curtis O'Keefe había sido eficientemente instalado. Peter decidió no saludarlo; había momentos en que demasiada atención resultaba tan fastidiosa para un huésped, como demasiado poca. Además, la bienvenida oficial del «St. Gregory» sería dada por Warren Trent, y después de comprobar que el propietario del hotel había sido informado de la llegada de O'Keefe, Peter se dirigió a ver a Marsha Preyscott en la 555.
Al abrir la puerta, Marsha dijo:
– Me alegro de que haya venido. Comenzaba a pensar que no lo haría.
Llevaba un vestido sin mangas color damasco; era obvio que lo había mandado buscar esa mañana. Se ajustaba discretamente a su cuerpo. Su pelo oscuro caía suelto sobre sus hombros en contraste con el peinado más sofisticado, aunque desordenado, de la noche anterior. Había algo bastante provocativo, que casi quitaba el aliento en su apariencia: medio mujer, medio niña.
– Lamento haber tardado tanto. -La miró con aprobación.- Pero veo que no ha perdido el tiempo.
Sonrió:
– Pensé que podía necesitar los pijamas.
– Los tengo para una emergencia… como esta habitación. La utilizo muy pocas veces.
– Eso fue lo que me dijo la camarera. De manera que si no se opone, me quedaré aquí esta noche, por lo menos.
– ¡Oh! ¿Puedo preguntarle por qué razón?
– No estoy muy segura. -Titubeó, mientras estaban uno frente a otro.- Tal vez sea porque quiero reponerme de lo que sucedió anoche, y el mejor lugar es éste. -Pero la verdadera razón, admitió para sí misma, es aue quería retardar el momento de volver a su gran mansión vacía de Garden District.
El asintió pensativo.
– ¿Cómo se siente?
– Mejor.
– Me alegro de que así sea.
– No es una situación de la que una se pueda reponer en pocas horas -admitió Marsha-. Pero temo que fui bastante estúpida al venir aquí… tal como me lo recordó usted.
– Yo no dije eso.
– No, pero lo pensó.
– Si lo hice, debería recordar que todos nos enredamos en situaciones difíciles algunas veces. -Hubo un silencio, que Peter rompió.- Sentémonos.
Cuando estuvieron cómodos dijo:
– Espero que me cuente cómo empezó todo.
– Ya lo sé -en la forma directa a la que ya se estaba acostumbrando Peter, continuó-: Estaba pensando si debería hacerlo.
Anoche, razonaba Marsha, sus sentimientos dominantes habían sido el trauma, su orgullo herido, y el agotamiento físico. Pero ahora el trauma había desaparecido, y su orgullo… sospechaba que su orgullo podría sufrir menos si guardaba silencio que si protestaba. También era probable que a la más sobria luz de la mañana, Lyle Dumaire y sus compinches no estuvieran tan ansiosos de jactarse de lo que habían intentado hacer.
– No puedo obligarla si usted ha decidido mantenerse callada -dijo Peter-. Aun cuando le recuerdo que los que salen incólumes de algo lo intentan otra vez quizá no con usted, pero sí con alguna otra persona. -Los ojos de ella se turbaron mientras él continuaba:- No sé si los hombres que estaban en aquella habitación anoche eran o no amigos suyos. Pero aunque lo fueran, no creo que haya una sola razón para protegerlos.
– Uno era amigo. Por lo menos eso creía.
– Amigo o no -insistió Peter-, el asunto es lo que trataron de hacer y que hubieran llevado a cabo, si no hubiera sido por Royce. Lo que es más, cuando ya iban a ser atrapados, los cuatro echaron a correr como ratas, dejándola sola.
– Anoche le oí decir -dijo Marsha con precaución- que sabía el nombre de dos de ellos.
– La habitación estaba registrada a nombre de Stanley Dixon. El otro es Dumaire. ¿Fueron ellos dos?
Ella asintió.
– ¿Quién era el jefe?
– Creo… que Dixon.
– Bien, dígame lo que pasó antes.
Marsha comprendió que en cierta forma le había arrancado la decisión. Tuvo la sensación de que la dominaban. Era un sentimiento nuevo, y lo que era más sorprendente, le gustaba. Con docilidad le describió la secuencia de los hechos comenzando con su salida del piso donde se realizaba el baile y terminando con la liberadora llegada de Aloysius Royce.
La interrumpió sólo dos veces. Peter McDermott preguntó si había visto a las mujeres que estaban en la habitación adyacente y a quienes se habían referido Dixon y los otros. ¿Había visto a alguien perteneciente al personal del hotel? A ambas preguntas negó con la cabeza.
Al final tenía urgencia por contarle más. Todo. Marsha dijo que probablemente nada hubiera pasado de no haber sido su cumpleaños.
El pareció sorprendido.
– ¿Ayer fue su cumpleaños?
– Cumplí diecinueve.
– ¿Y estaba usted sola?
Ahora que había revelado tanto, no había objeto en callarlo. Marsha describió la llamada telefónica desde Roma y su desencanto al enterarse de que su padre no podría volver.
– Lo lamento -dijo él cuando Marsha terminó-. Es más fácil comprender una parte de lo que ha pasado.
– Nunca sucederá otra vez. Nunca.
– Estoy completamente seguro de eso. -Y agregó con más seriedad:- Lo que ahora quiero hacer es utilizar lo que usted me ha dicho.
– ¿En qué forma? -preguntó pensativa.
– Llamaré a las cuatro personas, Dixon, Dumaire y los otros dos, al hotel para conversar.
– Pueden no venir.
– Vendrán. -Peter ya había decidido qué hacer para asegurarse de su comparecencia.
Todavía incrédula, Marsha preguntó:
– En esa forma ¿no se enterará mucha gente?
– Le prometo que cuando hayamos terminado, habrá aún menos posibilidades de que alguien hable.
– Muy bien -asintió Marsha-. Y gracias por todo lo que usted ha hecho. -Tenía una sensación de alivio que la dejaba extrañamente despreocupada.
Había sido aún más fácil de lo que esperaba, pensó Peter. Y ahora que tenía la información estaba impaciente por utilizarla. Se quedaría unos minutos, aunque no fuera más que para tranquilizar a la muchacha. Le dijo:
– Hay algo que debería explicarle, miss Preyscott.
– Marsha.
– Yo soy Peter. -Supuso que tal confianza no era una incorrección, aun cuando a los ejecutivos del hotel les habían enseñado que debían evitarlo, excepto con los huéspedes que conocieran muy bien.
– Muchas cosas suceden en los hoteles, Marsha, a las cuales cerramos los ojos. Pero cuando sucede algo como esto, podemos ser muy severos. Esto incluye a cualquiera de nuestro personal, si descubrimos que está implicado.
Era un aspecto, Peter lo sabía, que involucraba la reputación del hotel, y en el que Warren Trent se sentiría tan afectado como él mismo. Y cualquier actitud que tomara Peter (siempre que se pudiera fundar en hechos probados) estaría respaldada por el propietario del hotel.
La conversación ya había revelado todo lo que Peter necesitaba saber. Se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. Desde este lado del hotel podía observar la actitud de una ajetreada mañana en Canal Street. Sus seis canales de tránsito, estaban llenos de vehículos, de marcha lenta, media y rápida; las anchas aceras, llenas de compradores. Grupos de transeúntes esperaban en el centro del bulevar sombreado de palmas, donde los ómnibus con aire acondicionado resplandecían, sus paneles de aluminio brillando al sol. El N. A. A. C. P. [1] estaba promoviendo algo, otra vez, advirtió. Este negocio discrimina. No compre en él, anunciaba un cartel y había otros cuyos portadores caminaban estoicamente entre una marea de peatones que irrumpía entre ellos.
– Es usted nuevo en Nueva Orleáns, ¿no es cierto? -preguntó Marsha. Se le había reunido frente a la ventana. El percibió su suave y dulce fragancia.
– Bastante nuevo. Espero conocerla mejor con el tiempo.
Ella anunció con repentino entusiasmo.
– Conozco mucho de la historia local. ¿Me deja enseñarle?
– He comprado algunos libros. Sucede que no he tenido tiempo…
– Puede leer los libros después. Es mucho mejor ver las cosas primero, o que se las refiera. Además querría hacer algo para demostrarle cuan agradecida estoy…
– No hay necesidad de eso.
– De todos modos me gustaría. ¡Por favor! -le puso una mano en el brazo.
Preguntándose si sería prudente, contestó:
– Es una oferta interesante.
– Entonces está convenido. Mañana doy una comida en casa. Será una velada al estilo antiguo de Nueva Orleáns. Después podremos hablar de Historia.
– ¡Oh…! -protestó él.
– ¿Quiere decir que tiene algún compromiso para mañana?
– No exactamente.
– Entonces, esto también está decidido -dijo Marsha con firmeza.
El pasado, la importancia que tenía evitar cualquier relación con una muchacha joven, que además era huésped del hotel, hizo vacilar a Peter. Luego pensó: sería una grosería rehusar. Y no había nada indiscreto en aceptar una invitación para comer. Habría otras personas presentes, después de todo.
– Si voy… querría que hiciera una cosa por mí, ahora.
– ¿Qué?
– Vaya a su casa, Marsha. Abandone el hotel y vayase a su casa.
Sus miradas se encontraron. Una vez más él percibió su juventud y fragancia:
– Muy bien -replicó-; si quiere que lo haga, lo haré.
Peter McDermott estaba absorto en sus propios pensamientos cuando entró en su oficina, en el entresuelo principal, pocos minutos más tarde. Le preocupaba que alguien tan joven como Marsha Preyscott, y presumiblemente nacida con una lista de dorados privilegios, estuviera, en apariencia, tan abandonada. Aun con su padre, ausente del país, y su madre alejada (había oído de los múltiples matrimonios de la que una vez fue mistress Preyscott) encontraba increíble que la muchacha no tuviera la menor protección. «Si yo fuera su padre -pensó-, o su hermano…»
Lo interrumpió Flora Yates, su pecosa secretaria privada. Los vigorosos dedos de Flora, que podían danzar sobre una máquina de escribir con más rapidez que cualquiera, sostenían un montón de mensajes telefónicos. Señalándolos, Peter preguntó:
– ¿Hay algo urgente?
– Pocas cosas. Pueden esperar hasta la tarde.
– Bien, que esperen entonces. Le pedí al cajero que me mandara la cuenta de la habitación 1126-7. Está a nombre de Stanley Dixon.
– Aquí está -tomó una hoja de entre algunas otras que se hallaban sobre su escritorio-. También hay una estimación de gastos de la carpintería, por daños en la suite. Las puse juntas.
Peter echó una ojeada a ambas. La cuenta que incluía algunos servicios extra a la habitación, era de setenta y cinco dólares; el presupuesto del carpintero, de ciento diez. Indicando la cuenta, Peter dijo:
– Déme el número de teléfono de esta dirección. Supongo que estará a nombre del padre.
Había un periódico doblado en su escritorio, que todavía no había mirado. Era el Times-Picayune de la mañana. Lo abrió mientras salió Flora, y los grandes titulares negros llamaron su atención. El fatal atropello y huida de la noche anterior, se había convertido en una doble tragedia: la madre de la niña también había muerto en el hospital por la mañana temprano. Peter leyó de prisa la crónica que ampliaba lo que el policía les había referido cuando los detuvieron a él y a Christine en el camino. «Hasta ahora -decía el diario- no hay indicios del vehículo que provocó la muerte, ni de su conductor.» Sin embargo, la Policía daba crédito al informe de un testigo a quien no se nombraba, de que a un «coche bajo y negro que corría muy de prisa» se le vio dejar el lugar segundos después del accidente. La Policía del Estado y de la ciudad, agregaba el Times-Picayune, colaboraban en la búsqueda, que abarcaba todo el Estado, de un automóvil, presumiblemente dañado, que encuadrara en esa descripción.
Peter se preguntó si Christine habría visto la crónica del periódico. Su impacto parecía mayor a causa de su propio y breve contacto con el lugar del hecho.
El regreso de Flora con el número telefónico que había solicitado, volvió su atención a cosas más inmediatas.
Dejó a un lado el periódico y utilizó la línea directa para marcar personalmente el número. Una voz profunda de hombre, respondió:
– Residencia de la familia Dixon.
– Desearía hablar con míster Stanley Dixon. ¿Está ahí?
– ¿Quién habla, señor?
Peter dio su nombre y agregó:
– Del «St. Gregory Hotel».
Hubo una pausa y el sonido de pasos lentos que se alejaban; luego volvieron con el mismo ritmo.
– Lo siento, señor. Míster Dixon, hijo, no puede atenderlo.
Peter dio una entonación especial a su voz.
– Déle este mensaje: dígale que si no quiere ponerse al teléfono, llamaré directamente a su padre.
– Quizá si usted hiciera eso…
– ¡Vaya! Dígale lo que acabo de indicarle.
Una vacilación casi audible. Luego:
– Muy bien, señor. -Los pasos volvieron a alejarse.
Hubo un clic en la línea, y una voz adusta anunció:
– Soy Stan Dixon. ¿De qué se trata?
Peter respondió cortante:
– Se trata de lo que sucedió anoche. ¿Le sorprende?
– ¿Quién es usted?
Repitió su nombre.
– He hablado con miss Preyscott. Ahora quisiera hablar con usted.
– Ya está hablando -contestó Dixon-. Ha conseguido lo que quería.
– No en esta forma. En mi oficina, en el hotel -hubo una exclamación que Peter desoyó-. Mañana a las cuatro de la tarde, con los otros tres. Tráigalos usted.
La respuesta fue rápida y violenta:
– ¡Al infierno con ello! Quienquiera que sea usted, no es más que un despreciable empleado de hotel y no voy a recibir órdenes suyas. Además, tenga cuidado porque mi padre conoce a Warren Trent.
– Para su información, ya he discutido el asunto con míster Trent. Lo dejó en mis manos, incluyendo el iniciar o no un proceso criminal. Pero le diré que usted prefiere que hablemos con su padre. Empezaremos por eso.
– ¡Un momento! -Se oyó un suspiro profundo, luego con mucha menos beligerancia.- Tengo una clase mañana a las cuatro.
– Pues falte a la clase -le dijo Peter-, y obligue a los otros a que hagan lo mismo. Mi oficina está en el entresuelo principal. Recuerde: mañana a las cuatro en punto.
Poniendo el auricular en su lugar, sintió que estaba deseando que llegara el momento de la reunión del día siguiente.
Las desordenadas páginas del periódico de la mañana estaban esparcidas sobre la cama de la duquesa de Croydon. Había pocas noticias que la duquesa no hubiera leído a conciencia y ahora estaba recostada contra las almohadas, su mente trabajando con intensidad. Comprendió que nunca había habido una ocasión en que su habilidad y recursos fueran más necesarios.
En una mesa auxiliar, la bandeja con el desayuno había sido utilizada y puesta a un lado. Aun en momentos de crisis la duquesa acostumbraba a desayunar bien. Era un hábito que conservaba desde su niñez, allá en la residencia de campo de su familia en Fallingbrook Abbey, en donde el desayuno siempre consistía en una comida abundante de varios platos, con frecuencia después de una agitada cabalgada a campo traviesa.
El duque, que desayunó solo en la sala, había vuelto al dormitorio pocos minutos antes. El también había leído los periódicos ávidamente, tan pronto llegaron. Ahora, con una bata escarlata con cinturón sobre el pijama, paseaba inquieto. De cuando en cuando se pasaba la mano por los cabellos aún despeinados.
– ¡Por amor de Dios, sosiégate! -La tensión que compartían era notoria en la voz de la esposa – No puedo pensar mientras te paseas como un caballo en Ascot.
Se volvió: su rostro se veía arrugado y afligido a la luz de la mañana.
– ¿De qué demonios sirve pensar? No va a cambiar nada.
– Pensar siempre ayuda… si se piensa lo necesario y lo que es debido. Eso es lo que hace que algunas personas triunfen y otras no.
El se pasó la mano por la cabeza una vez más.
– Nada parece mejor hoy que anoche.
– Por lo menos no está peor -dijo la duquesa con criterio práctico-. Y eso es algo que podemos agradecer. Todavía estamos aquí… intactos.
El movió la cabeza preocupado. Había dormido poco durante la noche.
– ¿En qué forma nos ayuda?
– Como yo lo veo, es una cuestión de tiempo. El tiempo está de nuestra parte. Cuanto más esperemos y no pase nada… -Se calló, y luego continuó lentamente, pensando en voz alta.- Lo que necesitamos con urgencia es atraer la atención de la gente sobre ti. El tipo de atención que hiciera que lo otro pareciera tan fantástico que ni siquiera fuera considerado.
Como por un mutuo consentimiento, ninguno se refirió a la acrimonia de la noche anterior.
El duque reanudó su paseo.
– Lo único que podría tener ese efecto es el anuncio de la confirmación de mi nombramiento en Washington.
– Así es.
– No lo puedes apresurar. Si Hal siente que lo están presionando, arderá Downing Street. Todo es endiabladamente complicado, de cualquier manera…
– Será más complicado si…
– ¿No crees que lo sé demasiado bien? ¿No crees que he pensado en renunciar a eso, en mandar todo al diablo? -Había un principio de histeria en la voz del duque de Croydon. Encendió un cigarrillo; sus manos temblaban.
– ¡No renunciaremos! -En contraste con su marido, el tono de la duquesa era cortante y seco.- Hasta los primeros ministros responden a una presión si viene del lugar apropiado. Hal no es una excepción. Llamaré a Londres.
– ¿Para qué?
– Hablaré con Geoffrey. Le pediré que haga todo lo que pueda para apresurar tu nombramiento.
El duque movió la cabeza dubitativamente, si bien no se opuso a la idea. En el pasado, había comprobado la gran influencia que tenía la familia de su esposa. De todos modos advirtió:
– Podríamos estar cargando nuestras propias armas, mujer.
– No necesariamente. Geoffrey sabe cómo presionar cuando quiere. Además, si nos sentamos aquí a esperar, el asunto puede empeorar. -Uniendo la acción a la palabra, la duquesa tomó el teléfono que tenía al lado de su cama e indicó al telefonista:- Deseo llamar a Londres y hablar con Lord Selwyn -dio un número de Mayfair.
Contestaron la llamada a los veinte minutos. Cuando la duquesa de Croydon hubo explicado el propósito, su hermano, Lord Selwyn, se mostró muy frío. Desde el otro lado del dormitorio, el duque podía oír la voz profunda de su cuñado, protestando, al pasar por el teléfono.
– ¡Por Dios, hermana! Sería revolver un nido de víboras, ¿para qué hacerlo? Debo advertirte que la designación de Simón para Washington es un asunto suspendido, por ahora. Algunos en el Gabinete piensan que no es el hombre para el momento. No digo que yo esté de acuerdo, pero no es bueno ponerse anteojeras, ¿no es así?
– Si las cosas se dejan como están, ¿cuánto tardarán en tomar una decisión?
– Es difícil decirlo con seguridad, mujer. Por lo que oigo, podría tardar algunas semanas.
– No podemos esperar semanas -insistió la duquesa-. Tienes que comprender, Geoffrey, sería un error terrible no hacer un esfuerzo ahora.
– No lo entiendo -la voz que hablaba desde Londres estaba evidentemente impaciente.
El tono de ella se hizo más cortante:
– Lo que estoy pidiendo es tanto por la familia como por nosotros mismos. Espero que aceptes mi palabra.
Hubo una pausa; luego la pregunta cautelosa:
– ¿Simón está ahí contigo?
– Sí.
– ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué es lo que ha hecho?
– Aunque hubiera una respuesta -respondió la duquesa de Croydon-, no seré tan tonta como para dártela por un teléfono público.
Hubo un silencio otra vez, y luego la reticente aceptación:
– Bien, por lo general tú sabes lo que haces. Tengo que admitirlo.
La duquesa miró a su marido. Hizo un simple movimiento afirmativo con la cabeza, antes de preguntar a su hermano:
– ¿Debo entender que harás lo que te he pedido?
– No me gusta, hermana. Todavía no me gusta -y agregó-: Muy bien, haré lo que pueda.
Se despidieron con pocas palabras más.
Sólo hacía un momento que había puesto el auricular en su lugar, cuando llamó otra vez el teléfono. Ambos Croydon se sobresaltaron; el duque se humedeció los labios nerviosamente. Escuchó mientras su esposa respondía:
– Diga.
Una voz sin inflexiones, nasal, preguntó:
– ¿La duquesa de Croydon?
– Soy yo.
– Soy Ogilvie, el detective del hotel. -Se oyó la pesada respiración a través de la línea, y una pausa como si el que había llamado estuviera tomándose tiempo para dar la información.
La duquesa esperó. Luego, viendo que nada más se decía, preguntó con arrogancia:
– ¿Qué es lo que quiere?
– Una conversación privada. Con su esposo y con usted. -Era una respuesta llana, sin emoción ni modulación.
– Si se trata de algo del hotel, sugiero que ha cometido un error. Estamos acostumbrados a tratar con míster Trent.
– Hágalo esta vez y se arrepentirá -la voz fría e insolente tenía un tono de inconfundible seguridad. Hizo que la duquesa vacilara. Al hacerlo, vio que las manos le temblaban.
Se obligó a contestar:
– No es conveniente verlo a usted ahora.
– ¿Cuándo? -Otra vez hubo una pausa y el ruido de una respiración pesada.
Cualquier cosa que quisiera o supiera este hombre, la duquesa comprendió que era un perito en mantener una ventaja psicológica.
– Posiblemente más tarde -respondió.
– Estaré ahí dentro de una hora -era una decisión, no una consulta.
– Puede no ser…
Cortando su protesta, se oyó un clic cuando el que había llamado cortó la comunicación.
– ¿Quién era? ¿Qué quería? -El duque se aproximó, tenso. Su rostro delgado parecía más pálido que antes.
Momentáneamente, la duquesa cerró los ojos. Tenía un desesperado anhelo por sentirse aliviada de la dirección y responsabilidad de ambos; de tener alguien que asumiera el peso de la decisión. Sabía que era una esperanza vana, lo mismo que había sido siempre, desde que recordaba. Cuando se nace con un carácter más fuerte que los que te rodean, no hay escape. En su propia familia, en la que la fortaleza era una norma, los otros se volvían hacia ella instintivamente, siguiendo sus directrices y respetando su consejo. Hasta Geoffrey, con su verdadera habilidad y obstinación, siempre la escuchaba al fin, como acababa de hacerlo. Cuando volvió a la realidad, el momento había pasado. Abrió los ojos.
– Era el detective del hotel. Insistió en venir aquí dentro de una hora.
– ¡Entonces lo sabe! ¡Gran Dios, lo sabe!
– Era obvio que estaba al tanto de algo. No dijo de qué.
Sorprendentemente, el duque de Croydon se enderezó, su cabeza se irguió y los hombros se le cuadraron. Las manos se hicieron más seguras y su boca adquirió un gesto firme. Era el mismo cambio de camaleón que había exhibido la noche anterior. Dijo con tranquilidad:
– Aun ahora, podía salir mejor si yo fuera…, si admitiera…
– ¡No! ¡Absoluta y definitivamente no! -Los ojos de su mujer relampaguearon.-• Comprende una cosa: nada que puedas hacer podría mejorar la situación en lo más mínimo -hubo un silencio, luego la duquesa dijo con aire protector-: No diremos nada. Esperaremos que venga ese hombre, y descubriremos qué es lo que sabe y qué es lo que intenta hacer.
Por un momento pareció que el duque iba a discutir Luego cambió de opinión, y asintió con mansedumbre. Ajustándose la bata escarlata, se dirigió a la habitación contigua. Poco después volvió trayendo dos vasos de whisky. Cuando le ofreció uno a su esposa, ésta protestó:
– Sabes que es demasiado temprano.
– Eso no importa. Lo necesitas. -Con una solicitud muy poco usual, puso el vaso en su mano.
Sorprendida, pero vencida, ella tomó el vaso y lo bebió; el licor sin agua ni soda, quemaba, quitándole el aliento, pero un momento después la envolvía en un calor muy agradable.
– Bien, sea lo que fuere, no puede ser tan malo – comentó Peter.
En su escritorio, en la oficina exterior de la suite del director gerente, Christine Francis había estado ceñuda mientras leía la carta que tenía en la mano. Al oírlo, levantó los ojos para ver el rostro alegre y vigoroso de Peter McDermott, espiándola desde la puerta entreabierta.
Animándose, respondió:
– Es otro ataque. Pero después de tantos, ¿qué importa uno más?
– Me gusta ese razonamiento -Peter deslizó su alta figura por la puerta.
Christine lo miró apreciativamente:
– Parece usted muy despierto, considerando lo poco que ha debido de dormir anoche.
El sonrió:
– Esta mañana temprano tuve una sesión con su jefe. Fue como una ducha fría. ¿Ha bajado ya?
Ella negó con la cabeza, y luego miró la carta que había estado leyendo.
– Cuando venga, no le va a gustar esto.
– ¿Es un secreto?
– En realidad, no. Creo que usted se verá complicada en ello.
Peter se sentó en una silla de cuero frente al escritorio.
– ¿Recuerda usted que hace un mes, un hombre que estaba caminando por Carondelet Street fue alcanzado por una botella que cayó desde arriba? Las heridas que recibió en la cabeza fueron graves.
Peter asintió:
– ¡Una verdadera vergüenza! La botella cayó desde una de nuestras habitaciones, no cabe duda. Pero no pudimos encontrar al huésped que la tiró.
– ¿Qué tipo de hombre era el que fue golpeado?
– Un hombrecillo agradable, recuerdo, y pagamos la cuenta del hospital. Nuestros abogados escribieron una carta aclarando que era un gesto de buena voluntad, aunque sin admitir responsabilidad alguna.
– La buena voluntad no tuvo éxito. Ha demandado al hotel por diez mil dólares. Alega conmoción, daños corporales, pérdida de ingresos y dice que fuimos negligentes.
– No cobrará. Supongo que en cierta forma no es justo. Pero no tiene la menor probabilidad -dijo Peter simplemente.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Porque hay una cantidad de casos en que ha sucedido ese mismo tipo de cosas. Eso les proporciona a los abogados toda clase de precedentes a nuestro favor, que podrán citar ante un tribunal.
– ¿Es bastante eso para determinar una sentencia?
– Generalmente -replicó-. A través de los años, la ley se ha mostrado constante. Por ejemplo, hubo un caso clásico en Pittsburg, en el «William Penn». Un hombre fue herido por una botella arrojada desde la habitación de un huésped, y atravesó el techo de su automóvil. Demandó al hotel.
– ¿Y no ganó el juicio?
– No. Perdió el caso en el tribunal de primera instancia, y luego apeló al Supremo de Pensilvania. Y perdió.
– ¿Por qué?
– El tribunal dijo que un hotel, cualquier hotel, no es responsable de los actos de sus huéspedes. La única excepción sería si alguien con autoridad, digamos el gerente del hotel, supiera de antemano lo que iba a suceder sin intentar evitarlo -continuó Peter plegando el ceño por el esfuerzo de su memoria-: Hubo otro caso en Kansas City, creo. Algunos de los de un congreso dejaron caer bolsas de ropa sucia llenas de agua desde sus habitaciones. Cuando las bolsas reventaban, la gente se esforzaba en las aceras para apartarse de allí, y una persona fue empujada bajo un coche en movimiento. Fue gravemente herido. Luego, demandó al hotel, pero tampoco pudo cobrar. Hay bastantes otros juicios… Todos terminaron de la misma manera.
Christine preguntó con curiosidad: -¿Cómo sabe usted todo eso?
– Entre otras cosas, he estudiado legislación hotelera en Cornell.
– Bien, me parece terriblemente injusto.
– Es malo para cualquiera que recibe el golpe, pero es justo para el hotel. Por supuesto que lo que debería suceder es que la gente que comete estos desmanes debería ser responsable de ellos. El inconveniente es que, con tantas habitaciones que dan a la calle, es imposible descubrir quiénes son. De manera que la mayoría lo hace sin sufrir las consecuencias.
Christine había estado atendiendo con intensidad, un codo sobre el escritorio, la cara apoyada en la palma de la mano. El sol que penetraba por las persianas venecianas parcialmente abiertas, acariciaba su pelo rojo, iluminándolo. En ese momento, una línea de desconcierto arrugaba su frente y Peter deseaba llegar hasta ella y borrársela con suavidad.
– Quiero entender bien esto. ¿Dice usted que el hotel no es responsable legalmente de nada de lo que hagan sus huéspedes… ni siquiera a otros huéspedes?
– En la forma en que hemos estado hablando, ciertamente no. Las leyes son bien precisas en cuanto a eso, y desde hace mucho tiempo. Gran parte de nuestra legislación tiene su origen en las hosterías inglesas, que comenzaron en el siglo xIv.
– Cuénteme.
– Le daré una versión resumida. Comienza cuando las hosterías inglesas tenían un gran hall, calentado e iluminado por un fuego y todo el mundo dormía allí. Mientras dormían, era deber del dueño proteger a sus huéspedes de ladrones y asesinos.
– Eso parece razonable.
– Lo era. Y la misma cosa se exigía del dueño cuando comenzaron a usarse habitaciones más pequeñas, porque hasta éstas siempre eran o podían ser compartidas por extraños.
– Si se piensa en ello -musitó Christine-, no era una época de mucha intimidad.
– Eso vino después cuando hubo habitaciones individuales y llaves. Después de eso, la ley consideró las cosas de otra manera. El dueño de la hostería estaba obligado a proteger a sus huéspedes de la violación de sus habitaciones. Pero más allá de eso no tenía ninguna responsabilidad, ni por lo que les pasaba a ellos en sus habitaciones, ni por lo que hicieran.
– ¿De manera que la llave impuso la diferencia?
– Todavía lo hace -dijo Peter-. Con respecto a eso, la legislación no ha cambiado. Cuando le damos una llave al huésped es un símbolo legal, lo mismo que era en las hosterías inglesas. Significa que el hotel ya no puede utilizar la habitación ni alojar a nadie allí. Por otro lado, el hotel no es responsable del huésped cuando cierra la puerta de su habitación tras de sí. -Señaló la carta que Christine había dejado en el escritorio.- Por eso nuestro amigo de la carta tendría que encontrar al que arrojó la botella. Si no, fracasará.
– No sabía que fuera usted tan enciclopédico.
– No quise producir ese efecto -respondió Peter-. Me imagino que W. T. conoce bien la legislación, pero si desea una lista de casos, tengo una en alguna parte.
– Probablemente, se lo agradecerá. Le pondré una nota en la carta. -Sus ojos miraron con fijeza los de Peter.- A usted le gusta todo esto, ¿no es verdad? Dirigir un hotel… y todo lo que implica.
– Sí, me gusta -replicó con franqueza-. Sin embargo, me gustaría más, si pudiera arreglar unas cuantas cosas aquí. Quizá si lo hubiéramos hecho antes, no necesitaríamos ahora a Curtis O'Keefe. A propósito, supongo que sabe que ha llegado.
– Usted es el decimoséptimo que me lo dice. Creo que el teléfono comenzó a sonar en el momento que pisó la acera.
– No me sorprende. Ya muchos se estarán preguntando por qué está aquí. O mejor, cuándo se nos informará oficialmente del porqué de su visita.
– Acabo de concertar una comida privada para esta noche, en la suite de W. T… para míster O'Keefe y su amiga. ¿La ha visto? He oído decir que es algo especial -dijo Christine.
El negó con la cabeza:
– Estoy más interesado en planear mi propia comida, que le concierne a usted, y por eso estoy aquí.
– Si es una invitación para esta noche, estoy libre y tengo hambre.
– ¡Bien! -se puso de pie en toda su altura-. La recogeré a las siete, en su apartamento.
Peter estaba saliendo, cuando en una mesa próxima a la puerta observó un ejemplar doblado del Times-Picayune. Deteniéndose, vio que era la misma edición, con grandes titulares negros que anunciaba las muertes ocasionadas por el automovilista, que ya había leído. Dijo sombríamente:
– Supongo que ha visto esto…
– ¡Sí! ¡Horrible! Cuando lo leí tuve la espantosa sensación de haber visto todo lo ocurrido, sin duda, porque pasamos por allí anoche.
La miró con extrañeza:
– Es curioso que usted diga eso. Yo también tuve una sensación extraña. Me molestó anoche, y de nuevo esta mañana.
– ¿Qué tipo de sensación?
– No estoy seguro. Lo que más se le aproxima es… es como si supiera algo y, sin embargo, no lo sé -Peter se encogió de hombros, rechazando la idea-. Espero que sea como usted dice… porque pasamos por allí -dejó el periódico donde lo había encontrado.
Mientras se alejaba a grandes pasos, se volvió a saludarla con la mano, sonriendo.
Como hacía con frecuencia a la hora de almorzar, Christine pidió que le enviaran a su oficina un sandwich y café. Mientras lo estaba tomando apareció Warren Trent, pero sólo se quedó para leer el correo, partiendo poco después para una de sus rondas por el hotel que, como bien sabía Christine, podría durar algunas horas. Observando la tensión en el rostro del propietario, se sintió preocupada y advirtió que caminaba con dificultad, signo seguro de que la ciática lo estaba molestando.
A las dos y media, dejando aviso a una de las secretarias en la oficina exterior, Christine se marchó para visitar a Albert Wells.
Tomó un ascensor hasta el piso decimocuarto; luego, dando vuelta por el largo corredor, vio que una figura regordete se aproximaba. Era Sam Jakubiec, el gerente de créditos. Cuando se acercó, observó que el hombre llevaba una hoja de papel, y que su expresión era severa.
Viendo a Christine, se detuvo:
– He ido a ver a míster Wells, su amigo enfermo.
– Si tenía esa expresión, no ha podido animarlo.
– A decir verdad, él tampoco me alegró a mí. Conseguí sacarle esto, pero sólo Dios sabe si sirve de algo.
Christine tomó la hoja que el gerente de créditos le ofrecía. Era un papel sucio con membrete del hotel, con una mancha de grasa en una punta. En la hoja, con letra ordinaria y tendida, Albert Wells había escrito y firmado una orden contra el Banco de Montreal por doscientos dólares.
– A pesar de su expresión tranquila -dijo Jakubiec-, es un viejo obstinado. No quería darme nada, al principio. Dijo que pagaría la cuenta cuando terminara, y no parecía interesado cuando le dije que le ampliaríamos el plazo para pagar, si lo necesitaba.
– La gente es quisquillosa cuando se trata de dinero -dijo Christine-. Especialmente si tiene poco.
El hombre del crédito chascó la lengua con impaciencia:
– ¡Demonios…! La mayoría de nosotros anda escaso de dinero. Yo, siempre. Pero la gente, en general, piensa que ser pobre es una vergüenza, cuando si lo admitieran lisa y llanamente, muchas veces podrían ser ayudados.
Christine observó, con ciertas dudas, el cheque improvisado:
– ¿Es legal esto?
– Es legal, si tiene dinero en el Banco para cubrirlo. Puede usted extender un cheque en una hoja de música o en una cáscara de banana, si lo desea. Pero la mayor parte de la gente que tiene dinero en su cuenta, por lo menos lleva cheques impresos. Su amigo Wells dijo que no podía encontrar ninguno.
Mientras Christine le devolvía el papel, Jakubiec dijo:
– ¿Sabe usted lo que creo? Creo que es honrado y que tiene el dinero… pero sólo lo justo y que se va a encontrar en aprietos después de pagar. Lo malo es que ya debe más de la mitad de estos doscientos, y que la cuenta de la enfermera va a tragarse el resto.
– ¿Qué va a hacer?
El gerente de créditos se frotó la calva con la mano:
– Antes que nada, voy a hacer una llamada a Montreal para saber si este cheque es bueno, o si no sirve.
– ¿Y si no sirviera, Sam?
– Tendrá que marcharse, por lo menos en cuanto a mí me concierne. Por supuesto, si usted quiere decírselo a míster Trent, y él opina otra cosa… -Jakubiec se encogió de hombros-. Eso sería distinto.
Christine negó con la cabeza.
– No quiero incomodar a W. T. Pero le agradecería si usted me informara antes de hacer nada.
– Con gusto, miss Francis -el gerente de créditos saludó con la cabeza, y luego, con pasos cortos y vigorosos, continuó por el corredor.
Un momento después, Christine llamó a la puerta de la habitación 1410.
La abrió una enfermera uniformada, de mediana edad, de rostro serio y que llevaba anteojos de pesada armazón. Christine se identificó, y la enfermera respondió:
– Espere aquí, por favor. Preguntaré si míster Wells quiere verla.
Se oyeron pasos dentro, y Christine sonrió cuando oyó una voz que decía con energía:
– Por supuesto que quiero verla. No la haga esperar.
Cuando la enfermera volvió, Christine sonrió:
– Si quiere salir un momento, me puedo quedar hasta que usted vuelva.
– Bien -respondió la enfermera, titubeando y deshelándose un poco.
La voz, desde dentro, dijo:
– Hágalo. Miss Francis sabe lo que tiene que hacer. Si no hubiera sido así, me hubiera muerto anoche.
– Bien -respondió la enfermera-, sólo estaré ausente diez minutos, y si me necesita, por favor, llámeme a la cafetería.
Albert Wells se inclinó cuando entró Christine. El hombrecito estaba reclinado en una pila de almohadas. Su apariencia (aun cuando su cuerpo flaco estaba cubierto ahora por un camisón pasado de moda pero limpio) producía la impresión de un gorrión, pero hoy, era la de un gorrión gallardo, en contraste con la desesperante fragilidad de la noche anterior. Todavía estaba pálido, pero había desaparecido el color ceniza. Su respiración, si bien a veces silbaba, era regular,,y no parecía forzada.
– Ha sido muy buena en venir a verme, miss.
– No es cuestión de bondad -replicó Christine-. Quería saber cómo se encontraba.
– Gracias a usted, mucho mejor. -Hizo un gesto hacia la puerta, cuando se cerró tras la enfermera.- Pero ésa, es un dragón.
– Es, probablemente, buena para usted. -Christine inspeccionó la habitación con gesto de aprobación. Todo en ella, incluyendo las pertenencias personales del viejo, estaba arreglado con prolijidad. Una bandeja con medicamentos diestramente dispuesta a un lado de la cama. El cilindro de oxígeno que habían utilizado la noche anterior, aún estaba en su lugar, pero la máscara improvisada había sido reemplazada por una más profesional.
– Oh, conoce bien su trabajo -admitió Albert Wells-, pero para otra vez, me gustaría tener una más bonita.
Christine se sonrió:
– Veo que se siente mejor. -Se preguntó si debía decir algo de lo que había hablado con Sam Jakubiec, y decidió que no. En cambio preguntó:- ¿Usted dijo anoche que comenzó a tener esos ataques siendo minero?
– De bronquitis. Sí, es verdad.
– ¿Fue usted minero mucho tiempo, míster Wells?
– Más años de los que quiero recordar, miss. Sin embargo, siempre hay cosas que nos obligan a recordar: la bronquitis es una, luego esto. -Estiró las manos con las palmas hacia arriba, y la muchacha vio que estaban anudadas y gruesas del trabajo manual de muchos años.
Impulsivamente, estiró las suyas para tocárselas:
– Supongo que es algo de lo que puede sentirse orgulloso. Me gustaría saber qué hacía usted.
El negó con la cabeza:
– Quizás alguna vez, cuando usted tenga muchas horas y paciencia. En su mayor parte, sin embargo, son cuentos de viejo, y los viejos se ponen pesados a veces, si se les da la oportunidad.
Christine se sentó en una silla, al lado de la cama.
– Tengo paciencia, y no creo aburrirme.
El viejo rió.
– Hay algunas personas en Montreal que discutirían eso.
– Muchas veces he pensado en Montreal. No he estado nunca allí.
– Es un lugar muy confuso: en algunos aspectos se parece mucho a Nueva Orleáns.
– ¿Es por eso por lo que viene usted aquí todos los años?
¿Porque se le parece? -preguntó Christine con curiosidad.
El hombrecito consideró la pregunta, sus huesudos hombros hundidos en la pila de almohadas:
– Nunca he pensado en ello, miss… ni de una forma ni de otra. Creo que vengo aquí porque me gustan las cosas a la antigua, y no hay muchos lugares donde encontrarlas. Sucede lo mismo con este hotel. Está un poco empalidecido en algunos aspectos, usted lo sabe. Pero en general, es hogareño. Quiero decir, de la mejor manera. Detesto las cadenas de hoteles. Todos son lo mismo: acicalados y pulidos, y cuando se vive en ellos es como vivir en una fábrica.
Christine vaciló, comprendiendo entonces que los sucesos del día habían dispersado lo que antes era un secreto, y le dijo:
– Tengo que darle una noticia que no le gustará. Temo que el «St. Gregory» sea parte de una cadena dentro de poco.
– Si sucede, lo lamentaré -contestó Wells-. Además, creo que ustedes están preocupados con problemas de dinero.
– ¿Cómo sabe eso?
El viejo rumió:
– Las dos últimas veces que me alojé me di cuenta de que aquí las cosas se ponían difíciles. ¿Qué sucede ahora, apuros con un Banco? ¿La hipoteca que vence? ¿O algo parecido?
Había aspectos sorprendentes en este minero retirado, pensó Christine, incluyendo un instinto de la verdad. Respondió sonriendo:
– Probablemente ya he hablado de más. De lo que se enterará con seguridad, es de que míster Curtis O'Keefe ha llegado esta mañana.
– ¡Oh, no! ¡Precisamente él! -El rostro de Albert Wells reflejaba una verdadera preocupación.- Si ése mete las manos en este lugar, hará una copia de todos los otros. Será una fábrica, como le dije. Este hotel necesita cambios, pero no de ese tipo.
Christine le preguntó intrigada:
– ¿Qué tipo de cambios, míster Wells?
– Un buen hotelero podría decirle eso, mejor que yo, aunque tengo algunas ideas. Sé una cosa, miss, como siempre, el público es muy dado a las novedades. En este momento quiere el pulimento del cromo y la uniformidad. Pero a su tiempo se cansarán y querrán volver a las cosas antiguas, con su verdadera hospitalidad, y un poco de carácter y de atmósfera; algo que no sea precisamente lo que encontraron en otras cincuenta ciudades, y que encontrarán en cincuenta más. El único problema es que, para cuando se den cuenta de ello, la mayor parte de los lugares buenos, incluyendo éste, quizás habrán desaparecido. -Se interrumpió y luego preguntó:- ¿Cuándo lo deciden?
– En realidad no lo sé -respondió Christine. La profundidad de sentimientos del hombrecito la dejó perpleja-. Sólo que no creo que míster O'Keefe permanezca aquí mucho tiempo.
Albert Wells asintió.
– No se queda mucho tiempo en ninguna parte, por lo que sé. Trabaja de prisa cuando se propone hacer algo. Bien, sigo diciendo que es una pena, y si así sucede, aquí tiene a una persona que no volverá.
– Lo echaremos de menos, míster Wells. Por lo menos yo… suponiendo que sobreviva a los cambios.
– Sobrevivirá, y estará donde quiere estar, miss. Pero si algún hombre joven tiene bastante sentido común, no será trabajando en ningún hotel.
Rió sin responder, y hablaron de otras cosas hasta que, precedida por un breve golpe en stacatto, reapareció la enfermera. Dijo muy cortés:
– Gracias, miss Francis -luego, mirando detenidamente su reloj-: Es hora de que mi paciente tome su medicina y descanse.
– De todos modos tengo que irme. Volveré a verlo mañana, míster Wells, si me lo permite.
– Me gustaría que lo hiciera.
Cuando ella se marchaba, él le hizo un guiño.
Una nota sobre el escritorio de su despacho, solicitaba a Christine que llamara a Sam Jakubiec. Lo hizo, y el gerente de créditos respondió:
– Pensé que le gustaría saberlo. Llamé al Banco de Montreal. Aparentemente, su amigo es una persona de bien.
– Es una buena noticia, Sam. ¿Qué le dijeron?
– Bien, en cierta forma fue extraño. No quisieron decirme nada sobre la calificación de crédito… como en general hacen los Bancos. Sólo me dijeron que presente el cheque para ser cobrado. Les dije la cantidad; no parecieron preocuparse. De manera que creo que tiene el dinero.
– Me alegro -dijo Christine.
– Yo también me alegro, aunque vigilaré la cuenta de la habitación para que no crezca demasiado.
– Es usted un gran cancerbero, Sam -rió-, y gracias por llamarme.
Curtis O'Keefe y Dodo se habían instalado cómodamente en sus apartamentos intercomunicados. Dodo deshacía las maletas de ambos, como le gustaba hacerlo. Ahora, en la más grande de la dos salas, el hotelero estaba analizando un informe financiero, uno de los muchos que había en una carpeta azul que decía: «Confidencial. Estudio preliminar del "St. Gregory"'.»
Dodo, después de una cuidadosa inspección de la magnífica canasta de frutas que Peter McDermott había ordenado entregar en la suite, seleccionó una manzana, y estaba cortándola cuando sonó por dos veces el teléfono que había próximo al codo de O'Keefe.
La primera llamada era de Warren Trent: una cortés bienvenida, preguntándole si había encontrado todo en orden. Después de una cordial respuesta afirmativa:
– No podría ser mejor, mi estimado Warren, ni siquiera en uno de los hoteles O'Keefe… -Curtis O'Keefe aceptó una invitación a comer en privado esa noche, conjuntamente con Dodo, que le hiciera el propietario del «St. Gregory».
– Estaremos realmente encantados -afirmó el hotelero-, y déjeme decirle que admiro su hotel.
– Eso -dijo secamente Warren Trent en el teléfono-, es lo que temo.
O'Keefe soltó una carcajada:
– Hablaremos esta noche, Warren. Un poco de negocios, si es necesario, pero en realidad espero tener una conversación con un gran hotelero.
Cuando colocó de nuevo el auricular en su lugar, Dodo, con el ceño fruncido, le preguntó:
– Si en realidad es un hotelero tan importante, ¿por qué te lo vende?
Respondió con seriedad, como siempre, aun sabiendo por adelantado que ella no lo comprendería:
– Principalmente, porque hemos entrado en otra época, y él no lo sabe. En estos tiempos no es suficiente ser buen hotelero; también hay que ser buen contador.
– Vaya -dijo Dodo-. Estas manzanas son realmente grandes.
Una segunda llamada era desde una cabina telefónica instalada en el vestíbulo del hotel:
– Hola, Odgen -dijo Curtis O'Keefe, cuando el que llamaba se identificó-, en este momento estoy leyendo su informe.
En el vestíbulo, once pisos más abajo, un hombre calvo y cetrino, que tenía aspecto de contador (entre otras cosas), hizo un gesto afirmativo a un joven compañero que esperaba fuera de la cabina telefónica. El que llamaba, cuyo nombre era Odgen Bailey, de Long Island, se había instalado en el hotel hacía quince días bajo el nombre de Richard Fountain, de Miami. Con su característica cautela había evitado utilizar el teléfono del hotel, o llamar desde su propia habitación en el piso cuarto. Ahora, en términos precisos y rápidos, dijo:
– Hay algunos puntos que me gustaría ampliar, míster O'Keefe, y alguna información posterior que creo que usted necesitará.
– Muy bien. Déme quince minutos, luego venga a verme.
Cortando la comunicación, Curtis O'Keefe dijo, divertido, a Dodo:
– Me alegra que te guste la fruta. Si no fuera por ti, suprimiría todos estos festivales fruteros.
– Bien, no es que me gusten tanto -los grandes e infantiles ojos azules se volvieron hacia él-, pero nunca las comes, y parece espantoso desperdiciarlas.
– Muy pocas cosas se desperdician en un hotel -le aseguró-. Dejes lo que dejes, alguien lo cogerá… probablemente por la puerta de atrás.
– A mamá le gusta mucho la fruta. -Dodo escogió un racimo de uvas.- Se volvería loca con una canasta como ésta.
O'Keefe había levantado una hoja con el balance. Ahora volvió a dejarla:
– ¿Por qué no le envías una?
– ¿Quieres decir, ahora?
– Por supuesto -levantando el teléfono una vez más, pidió que le comunicaran con el florista del hotel-. Soy míster O'Keefe. Entiendo que usted envió frutas a mi suitte.
La voz de una mujer respondió preocupada:
– Sí, señor. ¿Hay algo mal?
– Nada en absoluto. Pero me gustaría que ordenara por telégrafo, a Akron, Ohio, que entregaran una canasta idéntica y que la carguen a mi cuenta. Un momento… -le tendió el teléfono a Dodo-, dale la dirección y un mensaje para tu madre.
Cuando terminó, impulsivamente ella lo abrazó:
– Curtis, ¡eres el hombre más encantador!
El se sintió complacido con el genuino gozo de ella. Era extraño, reflexionó, que mientras Dodo se había mostrado tan dispuesta a aceptar los regalos costosos, como cualquiera de las predecesoras, eran las cosas pequeñas como ésta las que parecían darle mayor placer.
Terminó de leer los papeles de la carpeta, y a los quince minutos exactos, se oyeron unos golpecitos en la puerta, que contestó Dodo. Entraron dos hombres, ambos con carteras… Odgen Bailey, el que había telefoneado, y su segundo, Sean Hall, quien había estado con él, en el vestíbulo de entrada. Era una edición más joven de su superior, y dentro de diez años, pensó O'Keefe, probablemente tendría la misma expresión cetrina, concentrada, que sin duda provendría de escudriñar balances y de escrutar estimaciones financieras eternamente.
El hotelero saludó a ambos hombres con cordialidad. Odgen Bailey, alias Richard Fountain en este momento, era una experimentada figura clave en la organización de O'Keefe. Además de tener las cualidades usuales de un contador, poseía una extraordinaria habilidad para entrar en cualquier hotel, y después de estar una o dos semanas observando con toda discreción, generalmente ignorado por el gerente del hotel, producía un análisis financiero que más tarde resultaría muy parecido a las cifras del propio dueño del hotel. Hall, a quien Bailey mismo había descubierto y entrenado, prometía el desarrollo del mismo tipo de talento.
Ambos hombres declinaron cortésmente el ofrecimiento de una copa, como O'Keefe sabía que harían. Se sentaron frente a él, sin abrir sus carteras, como si supieran que, primero, debían llenarse otras formalidades. Dodo, en el otro extremo de la habitación, había vuelto su atención a la canasta de fruta y estaba pelando una banana.
– Me alegra que hayan podido venir, caballeros -informó Curtis O'Keefe, como si esta reunión no se hubiera proyectado con semanas de anticipación-. Quizás antes de comenzar con nuestros asuntos, sería conveniente que impetráramos la protección del Todopoderoso.
Mientras hablaba, con la facilidad que da una larga práctica, el hotelero se puso de rodillas, uniendo sus manos devotamente. Con expresión que lindaba en la resignación, como si hubiera pasado por esta situación muchas veces antes, Odgen Bailey lo imitó en seguida, y después de un momento de vacilación, el joven Hall se puso en la misma postura. O'Keefe miró hacia Dodo, que estaba comiendo la banana.
– Querida -dijo con calma-, vamos a pedir una bendición para nuestras intenciones.
Dodo dejó la banana.
– Bien -respondió, deslizándose desde la silla-, ya estoy en tu canal.
Hubo una época, meses atrás, en que las frecuentes sesiones de oraciones de su benefactor, a menudo en momentos poco oportunos, habían perturbado a Dodo por razones que nunca comprendió del todo. Pero, finalmente, como era su modo de ser, se había adaptado a ellas, y ya no le molestaban.
– Después de todo -le había confesado a una amiga-, Curtis es generoso, y supongo que si me he puesto de espaldas para él, lo mismo puedo ponerme de rodillas.
– Dios Todopoderoso -entonó Curtis O'Keefe, con los ojos cerrados y el leonino rostro sereno, con sus mejillas sonrosadas-, concédenos, si es tu voluntad, éxito en lo que estamos por hacer. Te pedimos tu bendición y tu protección activa para adquirir este hotel, llamado en honor a ti, «St. Gregory». Te rogamos devotamente que podamos añadirlo a los que ya están en lista, en nuestra organización, para tu causa y en tu nombre, por este devoto siervo que te habla -aun tratando con Dios, Curtis O'Keefe iba directamente al grano.
Continuó con la cara levantada; las palabras surgían como el solemne fluir de un río.
– Aún más, si es tu voluntad y rogamos porque lo sea, te pedimos que se haga con rapidez y economía, para que los tesoros que nosotros, tus siervos, poseemos, no se desperdicien de manera indebida, sino que se reserven para otros usos. También invocamos tus bendiciones ¡oh, Dios!, para aquellos que negociarán contra nosotros, en defensa de este hotel, pidiendo que sean influidos sólo de acuerdo con tu espíritu, y que Tú les des discreción y cordura en todo lo que hagan. Por fin, Señor, ayúdanos siempre, da prosperidad a nuestra causa mejorando nuestros trabajos, para que a nuestra vez podamos dedicarnos a ellos para Tu mayor gloria. Amén. Ahora, señores, ¿cuánto tendré que pagar por este hotel?
O'Keefe, de un salto, estaba de nuevo en el sillón. Pasaron uno o dos segundos, sin embargo, antes de que los otros comprendieran que la última frase no era parte de la oración, sino el comienzo de la sesión de negocios. Bailey fue el primero en recobrarse, y enderezándose de sus rodillas al asiento, sacó el contenido de la cartera. Hall, con una mirada de asombro, se recobró de prisa para unirse a él.
Odgen Bailey comenzó con mucho respeto:
– No hablaré del precio, míster O'Keefe. Como siempre, por supuesto, usted tendrá esa decisión. Pero no cabe duda de que sin la hipoteca de dos millones que hay que pagar el viernes, sería el negocio mucho más fácil, por lo menos para nosotros.
– ¿Entonces no ha habido cambio en eso? ¿No hay noticias de renovación ni de que nadie se haga cargo de ella?
Bailey movió negativamente la cabeza.
– He pulsado algunas buenas fuentes aquí, y me aseguran que no. Nadie de la comunidad financiera lo hará, sobre todo por las pérdidas del hotel, ya le di una estimación de ellas, además de la mala administración, que es bien conocida.
O'Keefe afirmó pensativamente, y luego abrió el cuaderno que había estado estudiando. Escogió una sola página, escrita a máquina.
– Es usted muy optimista en su idea sobre ganancias potenciales. -Sus ojos brillantes y astutos se encontraron con los de Bailey.
El contador se sonrió apenas y con dureza:
– No soy propenso a fantasías extravagantes, como usted sabe. No hay la menor duda de que se podría establecer una situación de beneficios reales, y rápidos, con una renovación de recursos y revisando los existentes. El factor clave es la administración. Es increíblemente mala -señaló el joven-; Sean ha estado trabajando en ese sentido.
Con un matiz de propia importancia, y hojeando las notas, Hall comenzó:
– No hay una cadena efectiva de autoridad, con el resultado de que los jefes de departamento tienen, en algunos casos, atribuciones extraordinarias. Un ejemplo del caso, es la compra de alimentos, donde…
– Un momento.
Ante la interrupción de su jefe, Hall se calló al instante.
Curtis O'Keefe dijo con firmeza:
– No es necesario darme todos los detalles. Espero que ustedes, caballeros, se ocupen de eso cuando sea necesario. Lo que quiero en esta reunión, es un panorama general. -A pesar de la relativa gentileza de la censura, Hall se sonrojó, y desde el otro extremo de la habitación, Dodo le disparó una mirada de comprensión.
– Entiendo-dijo O'Keefe- que además de la debilidad de la administración, hay una buena cantidad de hurtos del personal, que absorben los ingresos.
El contador joven asintió con énfasis:
– Mucho, señor, sobre todo en alimentos y bebidas. -Estaba por describir sus estudios bajo mano en los distintos bares y salones, pero se contuvo. Podría ocuparse de eso más adelante, después de consumarse la compra y cuando la «tripulación de naufragio» entrara en escena.
En su breve experiencia, Sean Hall sabía que el procedimiento para adquirir un nuevo eslabón en la cadena de hoteles «O'Keefe» seguía invariablemente el patrón establecido. Primero, muchas semanas antes de cualquier negociación, un «equipo-espía», en general encabezado por Odgen Bailey, se trasladaba al hotel, registrándose sus integrantes como huéspedes normales. A fuerza de una astuta y sistemática observación, complementada a veces con sobornos, el equipo compilaba un estudio financiero y de funcionamiento, estableciendo las debilidades y estimando la fuerza potencial oculta. Cuando era apropiado, como en el presente caso, se hacían preguntas discretas fuera del hotel, entre la comunidad comercial de la ciudad. La magia del nombre de O'Keefe, más la posibilidad de futuras negociaciones con la cadena de hoteles más grande de la nación, era, por lo general, suficiente para lograr cualquier información que se buscara. Sean Hall había aprendido hacía mucho tiempo que la lealtad estaba en segundo término con referencia al propio interés práctico, en los círculos financieros.
Luego, con este conocimiento acumulado, Curtis O'Keefe dirigía las negociaciones, que casi siempre tenían éxito. Entonces era cuando entraba en acción la «tripulación de naufragio».
La «tripulación de naufragio», dirigida por uno de los vicepresidentes de los «Hoteles O'Keefe», era un grupo de expertos en administración, de mente inflexible y de trabajo rápido. Podían y lograban convertir cualquier hotel al patrón típico O'Keefe en muy poco tiempo. Los primeros cambios que realizaba la «tripulación de naufragio» afectaban al personal y a la administración; las medidas más importantes que involucraban reconstrucción e instalaciones materiales, vendrían después. Pero sobre todo, la tripulación trabajaba sonriente, asegurando a todos los interesados que no habría innovaciones graves, aunque las hubiera. Como lo expresó un miembro del equipo: «Cuando entramos nosotros, lo primero que decimos es que no se prevén cambios para el personal. Luego, comenzamos a despedir gente.»
Sean Hall suponía que lo mismo iba a suceder pronto en el «St. Gregory Hotel».
Sean Hall, que era un joven precavido, con educación cuáquera, se preguntaba a veces qué parte le tocaba en todos estos asuntos.
A pesar de ser novato como ejecutivo de O'Keefe, ya había observado bastantes hoteles de carácter agradable e individual, atrapados por la conformación de la administración en cadena. De una forma remota, el proceso lo entristecía. Tenía pensamientos incómodos también, respecto a la ética con que se lograban algunos fines.
Pero siempre, el contrapeso para tales escrúpulos era la ambición personal y el hecho de que Curtis O'Keefe pagaba con generosidad los servicios que se le prestaban. El cheque con el salario mensual y la creciente cuenta en su Banco, eran causa de satisfacción para Sean Hall, aun en sus momentos de desasosiego.
Había también otras posibilidades que, hasta en momentos de extravagantes ilusiones, sólo se permitía considerar a muy largo plazo. Esta mañana, desde que había entrado en la suite, había sentido en forma muy intensa la presencia de Dodo, si bien en ese momento evitaba mirarla en forma directa. Su rubia y provocativa sensualidad, que parecía invadir la habitación como un aura, provocaba reacciones en Sean Hall, que en su casa, la hermosa esposa morena (un encanto en las canchas de tenis y secretaria de la Asociación de Padres y Maestros) no había logrado jamás. Considerando la buena fortuna de Curtis O'Keefe, era un pensamiento especulativo y fantasioso recordar que en un principio aquel hombre sólo había sido un contador joven y ambicioso.
Sus especulaciones fueron interrumpidas por una pregunta de O'Keefe:
– Su impresión con respecto a la mala administración, ¿se aplica a todos en general?
– No por completo, señor -Sean Hall consultó sus notas, concentrándose en el tema, que desde dos semanas atrás se le había hecho familiar-. Hay un hombre, el subgerente general, McDermott, que parece muy competente. Treinta y dos años de edad, y está graduado en Cornell-Statler. Por desgracia tiene una mancha en su hoja. La oficina central hizo una investigación. Aquí tengo el informe.
O'Keefe leyó con cuidado la hoja que el joven contador le dio. Contenía los hechos esenciales del despido de Peter McDermott, del «Waldorf» y sus subsecuentes intentos infructuosos, hasta que llegó al «St. Gregory» y encontró nuevo empleo.
El magnate de los hoteles devolvió la hoja, sin comentarios. La decisión con respecto a McDermott sería asunto de la «tripulación de naufragio». Sus miembros, sin embargo, estaban enterados de la insistencia de Curtis O'Keefe en que todos los empleados de su cadena de hoteles tuvieran una moral sin mácula. Por muy competente que fuera McDermott, era poco probable que continuara allí, bajo el nuevo régimen.
– También hay otras personas capaces -continuó Sean Hall-, pero en puestos «menores».
Continuaron hablando durante quince minutos más. Al fin, Curtis O'Keefe anunció:
– Gracias, señores. Llámenme si hay alguna novedad importante. De otro modo, yo me pondré en comunicación con ustedes.
Dodo los acompañó hasta la puerta.
Cuando volvió, Curtis O'Keefe estaba extendido cuan largo era, sobre el sofá que habían dejado libre los dos contadores. Tenía los ojos cerrados. Desde el comienzo de sus negocios había cultivado la capacidad de relajarse algunos momentos disponibles durante el día, renovando la energía que sus subordinados, algunas veces, pensaban que era inagotable.
Dodo lo besó suavemente en los labios.
Sintió su humedad y su cuerpo lleno, tocando apenas el suyo. Sus largos dedos buscaron la base de su cráneo, acariciándolo apenas en la línea del pelo. Una guedeja de su cabello cayó como una caricia sobre su cara.
La miró sonriendo.
– Estoy cargando mis baterías. -Luego, contento, agregó:- Lo que estás haciendo me ayuda.
Los dedos de ella continuaban el masaje. A los diez minutos, Curtis estaba descansado y refrescado. Se estiró, abrió una vez más los ojos, y se incorporó. Luego, de pie, abrió los brazos a Dodo.
Ella se llegó hasta él con abandono, acercándose, presionando su cuerpo contra el de él. Ya sentía que la siempre despierta sensualidad de ella se había convertido en una llama quemante, exigente.
Con creciente excitación, la llevó al dormitorio contiguo.
El detective Ogilvie, que había anunciado su llegada a la suite de los Croydon una hora después de su llamada telefónica, en realidad lo hizo dos horas más tarde. Como resultado de ello los nervios del duque y de la duquesa estaban demasiado tensos, cuando sonó por fin la sorda campanilla de la puerta exterior.
La duquesa fue hacia la puerta. Anteriormente había despachado a la camarera para hacer un mandado cualquiera y había indicado al secretario de cara de luna, quien tenía terror a los perros, que sacara a los Bedlington terriers, a hacer ejercicio. Saber que cualquiera de ellos podía volver de un momento a otro tampoco apaciguaba su tensión.
Ogilvie entró acompañado por una nube de humo de tabaco. Cuando él la siguió hasta la sala, la duquesa miró fijamente el cigarro medio consumido en la boca del hombre grueso.
– Ni a mi marido ni a mí nos gusta el humo del cigarro. ¿Tendría la amabilidad de apagarlo?
Los ojos del detective del hotel la inspeccionaron con sorna. Su mirada recorrió la espaciosa habitación, abarcando al duque que lo observaba, indeciso, dando la espalda a la ventana.
– Están muy bien instalados aquí. -Con calma, Ogilvie se quitó de la boca el cigarro ofensivo, quitó la ceniza y luego arrojó la colilla hacia la chimenea ornamental que estaba a su derecha. No le acertó, y la colilla cayó sobre la alfombra, donde la dejó.
Los labios de la duquesa se apretaron. Dijo en tono cortante:
– Me imagino que no ha venido aquí a discutir el decorado.
El cuerpo obeso se estremeció de risa.
– No señora, no puedo decir eso. Aunque me gustan las cosas hermosas -bajó el tono de su incongruente voz de falsete-, como el automóvil de ustedes, el que guardan en el hotel. Es un «Jaguar», ¿no es cierto?
– ¡Ah! -No era una palabra hablada, sino una emisión de aliento del duque de Croydon. Su esposa le disparó una rápida mirada de prevención.
– ¿En qué forma puede interesarle nuestro coche?
Como si la pregunta de la duquesa hubiera sido una señal, la actitud del detective cambió.
– ¿Hay alguien más aquí? -preguntó de mal modo.
Fue el duque quien respondió:
– Nadie. Los hemos hecho salir.
– Hay cosas que es mejor comprobar. -Moviéndose con sorprendente rapidez, el gordo recorrió la suite, abriendo puertas e inspeccionando el espacio entre ellas. Era obvio que conocía bien la distribución de las habitaciones. Después de volver a abrir y cerrar la puerta que daba al exterior, aparentemente satisfecho retornó a la sala.
La duquesa se había sentado en una silla de respaldo recto. Ogilvie permaneció de pie.
– Bien -dijo-, ustedes dos son culpables del accidente de anoche.
Ella lo miró directamente a los ojos.
– ¿De qué está usted hablando?
– No juguemos, señora. Lo que acabo de decir es cierto. -Tomó un cigarro y le mordió la punta.- Usted ha leído los diarios. Además se ha hablado mucho de ello en la radio.
Dos manchas rojo subido aparecieron en las pálidas mejillas de la duquesa de Croydon.
– Lo que usted sugiere es lo más desagradable, ridículo…
– ¡Ya le dije que termine con eso! -Las palabras, las escupía con repentino salvajismo; toda simulación de suavidad había desaparecido. Ignorando al duque, Ogilvie accionaba con el cigarro sin encender, bajo la nariz de su adversaria.- Escuche lo que le digo, arrogante señora. La ciudad está que hierve, policías, alcalde y todo el resto. Si encuentran a quienes hicieron eso anoche, a quienes mataron a esa niña y a su madre, tengan por seguro que los detendrán y no les importará a quién golpean ni si tiene o no títulos nobiliarios. Bien, ahora yo sé lo que sé, y si hago lo que en realidad debería hacer, vendrá aquí una patrulla de Policía tan aprisa que apenas podrán verlos. Pero primero he venido a hablar con ustedes, para que me refieran su versión. -Los ojos de cerdo pestañearon, luego se endurecieron.- Si lo quieren de la otra manera, díganlo.
La duquesa de Croydon, con tres siglos y medio de innata arrogancia detrás de ella, no se rindió fácilmente. Poniéndose de pie, con el rostro airado, y los ojos gris-verdoso relampagueantes, enfrentó la vulgaridad del detective del hotel. Su tono hubiera abrumado a cualquiera que la conociera bien.
– ¡Usted, incalificable tunante! ¡Cómo se atreve!
Hasta la confianza que Ogilvie tenía en sí mismo se tambaleó por un instante. Pero fue el duque de Croydon quien intervino.
– No puedo, mujer. Tengo miedo. Hicimos lo posible. -Y encarándose a Ogilvie, continuó:- Su acusación es cierta. Yo tengo la culpa. Conducía el coche y maté a la niñita.
– Eso está mejor -dijo Ogilvie. Encendió el cigarro-. Ahora nos vamos a entender.
Cansada, con un gesto de entrega, la duquesa de Croydon se dejó caer en una silla. Apretándose las manos para ocultar su temblor, preguntó:
– ¿Qué es lo que usted sabe?
– Bien, veamos, se lo diré. -El detective del hotel procedió con calma, echando una nube de humo azul, con los burlones ojos fijos en la duquesa, como desafiando su objeción. Pero ella no hizo comentario alguno, sólo plegó la nariz con disgusto.
Ogilvie se dirigió al duque:
– Anoche, temprano, usted fue a casa «Lindy», en Irish Bayou. Usted conducía su hermoso «Jaguar», y llevaba a una amiga. Creo que así la llamaría usted si no se siente demasiado exigente.
Como Ogilvie miró sonriendo a la duquesa, el duque le dijo en tono cortante:
– ¡Haga el favor de continuar!
– Bien -la melosa cara del gordo se echó hacia atrás-•. Me dijeron que usted ganó cien dólares con los naipes, y que luego los dejó en el bar. Ya se había metido en otros cien, en buena compañía cuando su esposa llegó en un taxi.
– ¿Cómo sabe usted todo eso?
– Se lo diré, duque: he estado en esta ciudad y en este hotel mucho tiempo. Tengo amigos en todas partes. Los ayudo; ellos hacen lo mismo conmigo informándome de qué es lo que da dinero y dónde. Hay pocas cosas fuera de lo normal que hagan los huéspedes de este hotel que yo no sepa. La mayoría de ellos nunca se enteran de lo que yo sé, ni siquiera me conocen. Creen que tienen sus pequeños secretos seguros, así es… excepto en un caso como éste.
– Ya veo -dijo el duque con frialdad.
– Quisiera saber una cosa. Soy curioso por naturaleza, señora. ¿Cómo se imaginó dónde estaba el duque?
– Usted sabe tantas cosas -respondió la duquesa-, que una más no importa. Mi marido tiene la costumbre de hacer apuntes mientras habla por teléfono. Y con frecuencia se olvida de destruirlos.
El detective del hotel chascó la lengua desaprobando.
– Una negligencia como ésa, duque, mire en el lío que lo ha metido. Bien, esto es lo que imagino en cuanto al resto: usted y su esposa salieron para volver al hotel, usted conducía si bien hubiera sido mejor, dadas las consecuencias, que hubiera sido ella la que condujera el coche.
– Mi esposa no sabe conducir.
Ogilvie asintió comprendiendo.
– Eso explica una cosa. De todos modos entiendo que usted estaba bebido, pero bien…
– ¡Eso usted no lo sabe\-interrumpió la duquesa-. ¡Usted no tiene segundad de nada! No puede probarlo…
– Señora, puedo probar todo lo que necesite.
– ¡Mejor es que lo dejes terminar, mujer! -dijo el duque, cauteloso.
– Tiene razón -respondió Ogilvie-. Termine de escuchar. Anoche los vi entrar por el sótano para no hacerlo por el vestíbulo principal. Además, parecían bastante nerviosos los dos. Yo acababa de llegar, y me pregunté por qué sería. Como les advertí, soy curioso por naturaleza.
– Continúe -dijo la duquesa, en un susurro.
– Anoche, tarde, se corrió la voz de que alguien había atropellado a unas personas y había huido. Fui inmediatamente al garaje e inspeccioné detenidamente el coche de ustedes. Tal vez no lo sepan… Estaba retirado, en una esquina, detrás de un pilar donde la gente al pasar no lo ve.
El duque humedeció sus labios.
– Supongo que eso ya no importa.
– Podría ser que fuera interesante -concedió Ogilvie-. De cualquier manera eso me hizo efectuar algunas exploraciones… allá en el Departamento de Policía, donde también me conocen. -Se detuvo para encender el cigarro mientras sus oyentes permanecían silenciosos. Cuando la punta del cigarro estuvo encendida, la miró y continuó.- Hay allí tres cosas para empezar. Tienen el aro de uno de los faros que debe de haberse caído cuando chocaron con la mujer y la niña. Tienen, también, algunos vidrios del faro, y examinando la ropa de la niña, creo que podrán obtener una pista.
– ¿Una qué?
– Si usted frota un género contra algo duro, duquesa, especialmente si es pulido como el guardabarros de un coche, dejará una marca lo mismo que una impresión digital. El laboratorio de la Policía lo identificará como hacen con las impresiones digitales… lo espolvorean y aparece.
– Eso es muy interesante -dijo el duque, como si hablara de algo que no estuviera relacionado con él-. No lo sabía.
– No son muchos los que lo saben. En este caso, sin embargo, no creo que signifique gran diferencia. Usted tiene en su coche un faro roto, y el aro ha desaparecido. No cabe duda de que todo coincide aun sin el resultado del laboratorio y la sangre. ¡Ah, sí…! Debí decirles eso. Hay bastante sangre, si bien no se ve demasiado en la pintura negra.
– ¡Oh, Dios mío! -Llevándose las manos al rostro, la duquesa se volvió.
– ¿Qué se propone hacer? -preguntó el marido.
El gordo se frotó las manos, mirando sus dedos gruesos y carnosos.
– Como dije, vine a conocer su versión.
– ¿Qué puedo decirle? Usted sabe lo que pasó -dijo el duque con desesperación e hizo un esfuerzo para enderezarse, pero sin éxito-. Es mejor que llame a la Policía y acabemos de una vez.
– Bien, no hay necesidad de apresurarse -la incongruente voz de falsete adquirió un tono musical-. Lo hecho, hecho está. La precipitación no traerá de nuevo a la vida ni a la madre ni a la niña. Además, lo que le harán en la Policía no va a gustarle, duque. No, señor, no va a gustarle nada.
Los otros dos levantaron con lentitud los ojos.
– Esperaba que ustedes -añadió Ogilvie-, sugirieran algo.
– No comprendo -respondió el duque, inseguro.
– Yo sí -interrumpió la duquesa de Croydon-. Usted quiere dinero, ¿no es así? Ha venido aquí para chantajearnos.
Si esperaba que sus palabras resultaran un impacto, no tuvo éxito. El detective del hotel se encogió de hombros.
– No me importa el nombre que le dé, señora. Sólo he venido para ayudarlos en esta dificultad. Pero también tengo que vivir.
– ¿Aceptaría dinero para guardar silencio sobre lo que sabe?
– Creo que sí.
– Pero, por lo que usted dice -señaló la duquesa, recobrando por un momento su porte-. no serviría de nada. Descubrirán el automóvil de cualquier modo.
– Imagino que tendrá que correr ese riesgo. Pero hay algunas razones por las cuales eso podría no suceder. Algo que aún no les he dicho.
– Por favor, dígalo ahora.
– Todavía no lo he resuelto yo mismo del todo -respondió Ogilvie-. Pero cuando ustedes atrepellaron a la niña no venían hacia la ciudad, sino que se alejaban de ella.
– Equivocamos la ruta -dijo la duquesa-. En alguna forma nos mareamos. Es fácil en Nueva Orleáns, con las calles tan llenas de vueltas. Después, utilizando los caminos laterales, retrocedimos.
– Pensé que podía haber sido algo así -asintió comprensivo Ogilvie-. Pero la Policía no lo ha imaginado de esa manera. Están buscando a alguien que se alejaba. Es por eso por lo que ahora mismo están trabajando en los suburbios y en las poblaciones cercanas. Puede ser que inspeccionen el centro, pero todavía no.
– ¿Cuánto tardarán en hacerlo?
– Tal vez tres o cuatro días. Tienen muchos lugares donde buscar primero.
– ¿Cómo podría ayudarnos eso, la demora?
– Es posible, siempre que nadie se tope con el coche… y en vista de donde está colocado, podrían tener suerte. Y si lo pueden sacar…
– ¿Quiere decir fuera del Estado?
– Quiero decir fuera del Sur.
– ¡Eso no será fácil!
– No, señora. Todos los Estados… Texas, Arkansas, Mississippi, Alabama, y el resto estarán buscando un coche con las averías que tiene el suyo.
– ¿No hay posibilidad de repararlo primero? Si el trabajo se hiciera con discreción, pagaríamos bien.
El detective del hotel negó enfáticamente con la cabeza.
– Si hace eso, lo mismo podría ir sin más rodeos a la Policía para entregarse. Se ha ordenado a todos los talleres de reparación de Luisiana llamar a la Policía en el momento en que se presente un coche para un arreglo similar al que necesita el de ustedes: no tienen más remedio que hacerlo. Ustedes están ofuscados.
La duquesa de Croydon mantuvo con firmeza las riendas de su pensamiento. Sabía que era esencial que su mente permaneciera serena para razonar. En los últimos minutos, la conversación se había hecho tan indiferente como si se estuviera discutiendo algún asunto doméstico de poca importancia y no la supervivencia misma. Tenía la intención de mantener la conversación en esa forma. Una vez más, sintió el papel de liderazgo que le había tocado en suerte, su marido era ahora un espectador tenso pero pasivo del intercambio entre el perverso gordo y ella. No importaba. Lo que era inevitable había que aceptarlo. Lo importante era considerar todas las eventualidades. Se le ocurrió una idea.
– ¿Cómo se llama la pieza del coche que tiene la Policía?
– El aro de un faro.
– ¿Podría ser una pista?
Ogilvie asintió.
– Con eso pueden descubrir qué clase de coche es: marca, modelo, quizás el año, o por lo menos muy aproximado. Lo mismo ocurre con los vidrios. Pero como su automóvil es extranjero, posiblemente tarden algunos días más.
– Pero después de eso -persistió la duquesa-, la Policía sabrá que buscan un «Jaguar».
– Creo que sí.
Hoy es martes. Por todo lo que había dicho aquel hombre, tendrían hasta el viernes o sábado en el mejor de los casos. En calculada frialdad la duquesa razonó: la situación se reducía a un punto esencial. Suponiendo que se comprara al hombre del hotel, su única oportunidad, y muy débil, residía en sacar el coche en seguida. Si se pudiera llevar hacia el Norte, a una de las grandes ciudades donde la tragedia e investigación de Nueva Orleáns fueran desconocidas, se podrían hacer las reparaciones de prisa. Entonces, aun si las sospechas recaían luego en los Croydon, nada se podría probar. ¿Pero cómo sacar el coche?
Era indudable que lo que decía el detective era verdad: así como Luisiana, los otros Estados por los cuales tendría que pasar estarían alerta y vigilantes. Todas las patrullas de las carreteras buscarían un faro maltrecho, sin aro. Con seguridad habría caminos bloqueados. Sería difícil no caer víctima de algún policía avispado.
Pero quizá pudiera lograrse si fuera conducido de noche y ocultado durante el día. Había muchos lugares para salir de las carreteras y pasar inadvertido. Sería peligroso, pero no más que esperar aquí a que con seguridad los detuvieran. Hay caminos poco transitados. Podrían elegir uno de ellos para evitar llamar la atención.
Pero habría otras complicaciones… y ahora era el momento de considerarlas. Viajar por caminos secundarios sería difícil si no se conocía el terreno. Los Croydon no lo conocían. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a utilizar mapas. Y cuando se detuvieran para repostar, como se verían obligados a hacer, la manera de hablar y sus modales los traicionarían, haciéndolos notorios. Y, sin embargo, éstos eran riesgos que tendrían que correr.
¿Tendrían…?
La duquesa miró de frente a Ogilvie.
– ¿Cuánto quiere usted?
El exabrupto lo cogió de sorpresa.
– Bien… me imagino que ustedes tienen bastante dinero.
– He preguntado cuánto -interrumpió ella con frialdad.
Los ojos de cerdo pestañearon.
– Diez mil dólares.
Si bien era el doble de lo que había esperado, la expresión de ella no cambió.
– Suponiendo que pagáramos esa absurda suma, ¿qué recibiríamos a cambio?
El gordo pareció perplejo.
– Como le dije, no diré nada de lo que sé.
– ¿Y la alternativa?
Se encogió de hombros.
Bajaré al vestíbulo y cogeré el teléfono.
– No -la expresión era inequívoca-. No le pagaremos.
Mientras el duque de Croydon se movía incómodo, la voluminosa cara del detective del hotel enrojeció:
– Escuche, señora…
– No escucharé -lo interrumpió perentoriamente-. En cambio será usted el que me escuche a mí. -Los ojos de él estaban fijos en su rostro, los hermosos rasgos y los pómulos altos con la más imperiosa expresión.- No lograríamos nada pagándole a usted excepto algunos días de tregua. Usted lo ha dicho muy claramente.
– Es un riesgo que tiene…
– ¡Silencio! -Su voz era un latigazo. Sus ojos penetraban los del gordo. Tragando saliva, ceñudo, aguardó.
La duquesa de Croydon sabía que lo que vendría podría ser lo más importante que jamás hubiera hecho. No podía cometer una equivocación, ni vacilar, ni regatear por estrechez de criterio. Cuando se jugaban las cosas más importantes, había que hacer las apuestas más altas. Intentaba apostar sobre la codicia del gordo. Debía hacerlo en tal forma que asegurara el resultado más allá de toda duda.
– No le pagaremos diez mil dólares -declaró con decisión-. Le pagaremos veinticinco mil.
Los ojos del detective se le salían de las órbitas.
– A cambio de eso -continuó en la misma forma-, usted conducirá el coche hacia el Norte.
Ogilvie continuaba mirando.
– Veinticinco mil dólares -repitió la duquesa-. Diez mil ahora y quince mil cuando se encuentre con nosotros en Chicago.
Aún sin hablar, el gordo se chupó los labios. Sus ojos como cuentas, incrédulos, fijos en ella. El silencio se mantuvo.
Luego, mientras la duquesa lo miraba con intensidad, él hizo un leve gesto de asentimiento.
El silencio continuaba. Al fin Ogilvie habló:
– ¿Le molesta el cigarro, duquesa?
Como ella asintiera, lo apagó.
– Es una cosa extraña. -Christine bajó la gran minuta multicolor.- Tengo la sensación de que esta semana va a suceder algo trascendental.
Peter McDermott sonrió a través de la mesa, alumbrada por un candelabro, la platería y mantelería reluciente.
– Quizá ya haya sucedido.
– No, por lo menos en la forma a que usted se refiere. Es una cosa incómoda, quisiera poder quitármela.
– La comida y el vino obran maravillas.
Ella rió, respondiendo a su estado de ánimo, y cerró la minuta.
– Pida usted para los dos.
Estaban en el «Restaurante deBrennan», en el French Quarter. Una hora antes, conduciendo un automóvil que había alquilado en el mostrador de la agencia «Hertz», en el vestíbulo principal del «St. Gregory», Peter había recogido a Christine en su apartamento. Estacionaron el coche en Iberville, al entrar en el Quarter, y caminaron a lo largo de Royal Street, deteniéndose en los escaparates de las casas de antigüedades, con su extraña mezcla de objets d'art, un bric-a-brac de cosas importadas y de armas de los Confederados… cualquier espada de esta caja, diez dólares. Era una noche cálida y sofocante, con los ruidos de Nueva Orleáns rodeándolos: un profundo gruñido de los ómnibus en las calles estrechas, el clop-clop y cascabel de un fiacre, y la melancólica sirena de un carguero que se alejaba por el Mississippi.
El «Brennan», considerado el mejor restaurante de la ciudad, estaba lleno de comensales. Mientras esperaban que se desocupara una mesa, Peter y Christine bebieron con calma un Old Fashioned, aromado con hierbas, en el patio alumbrado tenuemente.
Peter tenía una sensación de bienestar y estaba encantado con la compañía de Christine. La sensación continuaba mientras los condujeron a su mesa, situada en el fresco comedor del piso principal. Aceptando la sugerencia de Christine, hizo una seña al camarero.
Ordenó para ambos: 2-2-2 ostras, una especialidad de la casa combinando ostras Rockefeller, Bienville y Roffignac, lenguado Nouvelle Orleáns, relleno con carne de cangrejo condimentada, coliflor a la polonesa, y manzanas al horno y, al mozo de los vinos que andaba rondando, le pidió una botella de Montrachet.
– Es agradable -dijo Christine-, no tener que tomar decisiones. -Con firmeza resolvió arrojar la sensación de intranquilidad mencionada un momento antes. Después de todo no era más que una intuición, que tal vez se explicara por el hecho de que había dormido menos que lo usual la noche anterior.
– Con una cocina bien dirigida, como la que tienen aquí -dijo Peter-, las decisiones sobre la comida no importan mucho. Es una cuestión de gusto entre calidades idénticas.
Ella le hizo una broma.
– Está demostrando su conocimiento sobre hoteles.
– Lo lamento. Imagino que lo hago con frecuencia.
– No mucho. Y si le interesa saberlo, me gusta. Sin embargo a veces me he preguntado qué fue lo que lo impulsó a dedicarse a esto.
– ¿Al negocio de hoteles? Pues yo era un botones ambicioso.
– ¿No es una explicación muy simple?
– Probablemente no. Tuve suerte después con otras cosas. Vivía en Brooklyn, y los veranos, cuando terminaba el colegio, conseguía un puesto de botones en Manhattan. Una vez, el segundo verano, llevé a un borracho a la cama… lo ayudé a subir las escaleras, le puse el pijama y lo metí en cama.
– ¿Todos hacían ese tipo de servicio?
– No. Resultó ser una noche especial, y además tenía mucha práctica. Hice lo mismo en casa, para mi padre, durante años. -Por un instante un matiz de tristeza rozó los ojos de Peter, luego continuó:- De cualquier manera, sucedió que el que había acostado resultó ser un cronista del The New Yorker. Una o dos semanas después, escribió sobre lo que había pasado. Creo que nos llamó «el hotel más dulce que la leche de madre». Nos hicieron muchas bromas, pero resultó beneficioso para el hotel.
– Y usted, ¿fue ascendido?
– En cierta forma. Pero sobre todo llamó la atención sobre mí.
– Aquí vienen las ostras -dijo Christine. Dos aromáticas fuentes calientes, con las medias conchas cocinadas asentadas sobre sal gruesa, fueron colocadas con destreza frente a ellos.
Mientras Peter paladeaba y aprobaba el Montrachet, Christine preguntó:
– ¿Por qué razón en Luisiana se pueden comer ostras todos los meses del año, tengan r o no la tengan?
– Se pueden comer ostras en cualquier parte, y en todo tiempo. La idea de un mes con r es un mito comenzado hace cuatrocientos años por un vicario inglés de pueblo, creo que se llamaba Butler. Los científicos lo han ridiculizado, el Gobierno de los Estados Unidos dice que es una tontería, pero la gente aún cree en eso.
Christine mordisqueó una ostra Bienville:
– Siempre pensé que era porque desovan en verano.
– Algunas ostras lo hacen, en determinadas estaciones, en Nueva Inglaterra y Nueva York. Pero no en Chesapeake Bay, que es la mayor fuente de ostras del mundo. Allí y en el Sur el desove puede suceder en cualquier época del año. De manera que no hay una sola razón para que los del Norte no puedan comer ostras todo el año, como en Luisiana.
Hubo un silencio, luego Christine preguntó:
– ¿Cuando usted aprende algo, lo recuerda?
– Supongo que casi siempre. Tengo un tipo extraño de mente en la cual las cosas se pegan: algo así como el anticuado papel para cazar moscas. En cierta forma ha sido una suerte para mí.
Tomó una ostra Rockefeller, saboreando su sutil sabor a ajenjo.
– ¿Por qué suerte?
– Bien, aquel mismo verano de que estábamos hablando, me dejaron desempeñar otros trabajos en el hotel, inclusive ayudar en el bar. Ya para entonces comenzaba a sentir interés y pedí prestados unos libros: uno se refería a la mezcla de bebidas. -Peter calló, repasando in mente otros sucesos que casi había olvidado.- Sucedió que estaba solo en el bar cuando entró un cliente. Yo no sabía quién era, pero él dijo: «He oído decir que usted es el brillante muchacho sobre el cual escribió The New Yorker. ¿Puede prepararme un Rusty Nail?»
– ¿Le gastaba una broma?
– No. Pero así hubiera pensado de no haber leído un par de horas antes los ingredientes que lleva: Drambuie y Escocés. Eso es lo que quiero definir como suerte. De cualquier manera se lo preparé y luego dijo: «Está bien, pero no aprenderás el negocio de hotel en esta forma. Las cosas han cambiado desde Work of Art.» Le dije que no me consideraba un Ayron Weagle, pero que no me importaría ser Evelyn Orcham. Rió al oírme; supongo que también habría leído a Arnold Bennett. Luego me dio su tarjeta y me dijo que lo fuera a ver al día siguiente.
– Supongo que sería el dueño de cincuenta hoteles.
– Sucedió que no era dueño de nada. Su nombre era Herb Fischer y su ocupación vendedor: alimentos envasados al por mayor o algo por el estilo. También era importuno y jactancioso, y tenía una manera de hablar subestimando a la gente. Pero conocía el negocio de hoteles y a la mayor parte de las personas que se ocupaban en eso, porque era allí donde efectuaba sus ventas.
Quitaron los platos usados. El camarero, vigilado por un maitre de casaca roja, colocó el lenguado ante ellos.
– Tengo miedo de comerlo -dijo Christine-. Nada puede saber tan delicioso como eso. -Probó un bocado del suculento y admirable sazonado pescado-. ¡Hum! Increíble, todavía mejor mejor de lo que prometía.
Pasaron algunos minutos antes de que dijera:
– Cuénteme más sobre míster Fischer.
– Al principio creí que sólo era un charlatán; llegan millones a los bares. Lo que cambió mi opinión fue una carta de Cornell. Me dijo que me presentara en la Statler Hall, la escuela de Administración de Hoteles, para una entrevista de selección. Sucedió que me ofrecieron una beca, que utilicé al terminar el bachillerato. Luego descubrí que Herb me había recomendado. Supongo que era un buen vendedor.
– ¡Lo supone solamente!
– Nunca he estado totalmente seguro -respondió Peter, pensativo-; le debo mucho a Herb Fischer, pero a veces me pregunto si la gente no hacía ciertas cosas, incluso darle negocios, para liberarse de él. Después que se concertó lo de Cornell sólo lo vi una vez más. Traté de darle las gracias y también intenté darle satisfacciones. Pero no me permitió ninguna de las dos cosas; sólo seguía jactándose, hablando de los negocios que había hecho o que haría. Luego dijo que yo necesitaría ropa para la Universidad; tenía razón, e insistió en prestarme doscientos dólares. Debió de significar mucho para él, porque luego me enteré de que sus comisiones no eran grandes. Se los devolví enviándole cheques por pequeñas cantidades. La mayoría de ellos no fueron cobrados nunca.
– Creo que es una historia maravillosa -Christine oía embelesada-. ¿Por qué no volvió a verlo?
– Murió. Traté de verlo muchas veces, pero nunca coincidimos. Luego, hace como un año, recibí una llamada telefónica de un abogado; aparentemente Herb no tenía familia. Fui al funeral. Y encontré que allí estaban ocho personas a quienes él había ayudado en la misma forma que a mí. Lo curioso es que, con todas sus jactancias, nunca habló a ninguno acerca de los otros.
– Creo que podría llorar -dijo Christine.
El asintió.
– Ya lo sé. Yo sentí lo mismo entonces. Supongo que eso me habrá enseñado algo, todavía no sé bien qué. Tal vez sea que algunas personas levantan grandes barreras, aunque siempre están deseando que el otro las abata, y si uno no lo logra no se los llega a conocer.
Christine se mantuvo callada mientras tomaban café (de común acuerdo ambos habían suprimido el postre). Por último preguntó:
– ¿Acaso alguno de nosotros sabe lo que queremos nosotros mismos?
Peter lo consideró.
– Supongo que no del todo. Sin embargo, yo sé qué es lo que quiero conseguir… o por lo menos algo parecido. -Hizo una seña al camarero para que trajera la cuenta.
– Dígamelo.
– Haré algo mejor, se lo mostraré.
Ya fuera del «Brennan» se detuvieron, tratando de adaptarse del fresco interior, al aire cálido de la noche. La ciudad parecía más callada que una hora antes. Algunas luces en los alrededores comenzaban a apagarse, la vida nocturna del Quarter se dirigía a otros sectores.
Tomando del brazo a Christine, Peter la llevó cruzando en diagonal por Royel Street. Se detuvieron en la esquina sudoeste de St. Louis, mirando hacia delante.
– Eso es lo que me gustaría crear -dijo-. Por lo menos algo tan bueno o quizá mejor.
Bajo la gracia de los balcones con rejas y las esbeltas columnas de hierro había faroles de gas que arrojaban luz y sombra sobre la clásica fachada blanco grisácea del «Royal Orleans Hotel». A través de ventanas con arcos y columnas, una luz ambarina se proyectaba hacia fuera. En la acera de entrada se paseaba un portero uniformado con librea dorada y gorra con visera. Bien arriba, sacudidos por una brisa repentina, las banderas y cuerdas golpeaban contra los mástiles. Llegó un taxi. El portero se dirigió con presteza a abrir la portezuela. Los tacones de las mujeres sonaron y la risa de los hombres continuaba mientras entraban al hotel. Se cerró la puerta y el taxi partió.
– Hay algunas personas -dijo Peter-, que creen que el «Royal Orleans» es el mejor hotel en Norteamérica. No importa mucho estar o no de acuerdo. El asunto es que representa un ejemplo de lo bueno que puede ser un hotel.
Cruzaron St. Louis hacia el lugar ocupado antiguamente por un hotel tradicional, que luego pasó a ser un centro de la sociedad local, mercado de esclavos, hospital en la guerra civil, legislatura estatal, y ahora se había convertido otra vez en hotel.
La voz de Peter cobró entusiasmo.
– Tenían todo a su favor: historia, estilo, instalación moderna e imaginación. Para hacer el nuevo edificio había dos firmas de arquitectos de Nueva Orleans, una empapada en tradición, la otra moderna. Probaron que se puede construir algo nuevo y sin embargo retener la vieja personalidad.
El portero, que había dejado de pasearse, tenía la puerta abierta para que pudieran entrar. Delante mismo, las estatuas de dos negros gigantescos custodiaban las escaleras de mármol blanco que conducían al vestíbulo.
– Lo curioso -observó Peter-, es que a pesar de toda su individualidad, el «Royal Orleans» pertenece a una cadena de hoteles. -Y agregó con suavidad:- Pero no es del tipo de la de Curtis O'Keefe.
– ¿Más parecida a la de Peter McDermott?
– Hay mucho que andar para eso. Y yo he dado un paso hacia atrás. Supongo que usted lo sabe.
– Sí, lo sé. Pero aun así lo logrará. Apuesto mil dólares que algún día lo hará.
El le oprimió el brazo.
– Si tiene tanto dinero, es mejor que compre acciones de los «Hoteles O'Keefe».
Caminaron a lo largo del vestíbulo del «Royal Orleans», de mármol blanco y porcelanas blancas, con tapicerías color limón y damasco, y salieron por las puertas de Royal Street.
Durante hora y media anduvieron por el Quarter, y se detuvieron en el «Preservation Hall», decididos a soportar el sofocante calor y los bancos llenos de gente para saborear el jazz de Dixieland en su más pura expresión; luego gozaron del fresco relativo de Jackson Square tomando café en el mercado francés a orillas del río, criticando el mal arte que abunda en Nueva Orleans; y más tarde en el Court of the Two Sisters, sorbieron frescos julepes de menta bajo las estrellas, las luces amortiguadas y el encaje de los árboles.
– Ha sido maravilloso -dijo Christine-. Ahora estoy lista para volver a casa.
Caminando hacia Iberville donde estaba estacionado el coche, los abordó un negrito con una caja para lustrar zapatos.
– ¿Limpia, señor?
Peter movió la cabeza.
– Es demasiado tarde, hijo.
El muchacho, con los ojos brillantes, permanecía frente a ellos en su camino mirando los pies de Peter.
– Le juego veinticinco centavos a que sé dónde se calzó esos zapatos. Puedo decirle la ciudad y el Estado, y si acierto, usted me dará veinticinco centavos. Y si no acierto, yo se los daré a usted.
Hacía un año que Peter había comprado los zapatos en Tenafly,
New Jersey. Titubeó, con la sensación de aprovecharse del negrito. Luego asintió.
– Bien.
Los ojos brillantes del muchacho lo miraron.
– Señor, usted se calzó esos zapatos para caminar por las calles de cemento de Nueva Orleáns, en el estado de Luisiana. Recuerdo que yo aposté que le diría dónde se calzó esos zapatos y no dónde los compró.
Rieron, y Christine pasó su brazo por el de Peter cuando éste pagó su deuda. Aún reían cuando se encaminaron hacia el Noreste, el apartamento de Christine.
En el comedor de la suite privada de Warren Trent, Curtis O'Keefe saboreaba un cigarro. Lo había elegido de una cigarrera de madera de cerezo que le ofreció Aloysius Royce, y su sabor se mezclaba agradablemente en su paladar con el coñac «Louis XIII» que acompañaba el café. A la izquierda de O'Keefe, en la cabecera de la mesa de roble donde Royce hábilmente había servido una soberbia comida de cinco platos, Warren Trent presidía con patriarcal benevolencia. Frente a él estaba Dodo, vestida con un traje negro ceñido, y aspirando con agrado un cigarrillo turco que Royce le había ofrecido y encendido.
– Oh -dijo Dodo-. Me siento como si hubiera comido un cerdo entero.
O'Keefe sonrió con indulgencia.
– Una espléndida comida, Warren. Ofrezca mis felicitaciones a su chef.
El propietario del «St. Gregory» inclinó con gracia la cabeza.
– Estará satisfecho de que sea usted quien manda felicitarlo. De paso, quizá le interese saber que esta misma comida se sirve esta noche en el comedor principal.
O'Keefe sonrió, aunque no se impresionó mucho. En su opinión, una comida larga y elaborada estaba fuera de lugar en el comedor de un hotel, como lo estaría el páté de foie-gras en una olla para el almuerzo. Aún más importante (esa tarde había entrado en el restaurante principal del «St. Gregory» a echar una ojeada a la hora en que debía estar más concurrido) era que sólo estaba ocupada una tercera parte del salón.
En el imperio de O'Keefe, la comida estaba estandarizada y simplificada con la elección de un menú limitado a algunos platos populares y corrientes. Detrás de esta política estaba la convicción de Curtis O'Keefe (confirmada por la experiencia) de que el gusto del público y sus preferencias sobre comidas eran iguales, y muy poco imaginativas. En cualquiera de los establecimientos de O'Keefe, si bien se preparaban las comidas con cuidado y se servían con antiséptica limpieza, no eran precisamente para gourmets, a quienes se consideraba como una minoría que no daba beneficios.
El magnate hotelero observó:
– No hay muchos hoteles en esta época que ofrezcan este tipo de cocina. Casi todos los que lo hacían tuvieron que cambiar esa costumbre.
– La mayoría, pero hay excepciones. ¿Por qué han de ser todos tan dóciles?
– Porque la concepción integral del negocio ha cambiado, Warren, desde que usted y yo empezamos a trabajar en él, siendo jóvenes, nos guste o no. Los días de «mi huésped» y de servicio personal ya no existen. Quizás a la gente le haya importado esas cosas alguna vez, pero ya no.
Había un tono inequívoco en la voz de ambos hombres, indicadora de que con la terminación de la comida el momento para la mera cortesía también tocaba a su fin.
Mientras los dos hablaban, los infantiles ojos azules de Dodo iban curiosos de uno a otro, como si siguiera una obra teatral, apenas comprendida. Aloysius Royce, vuelto de espaldas, estaba ocupado en el aparador.
– Hay personas que estarían en desacuerdo con esa teoría -dijo Warren Trent en tono cortante.
O'Keefe miró la punta encendida de su cigarro.
– Para quienes piensen así mi respuesta son mis balances comparados con los otros. Por ejemplo, con el suyo.
El otro se sonrojó y sus labios se apretaron.
– Lo que está sucediendo aquí es temporal. Lo he visto antes. Pasará lo mismo que otras veces.
– No. Si usted piensa eso, está buscando ahorcarse. Y usted merece algo mejor, Warren… después de tantos años.
Hubo un obstinado silencio antes de que respondiera gruñonamente.
– No he pasado mi vida moldeando una institución para verla convertida en un hotel barato.
– Si usted se refiere a mis hoteles, ninguno de ellos puede calificarse así -le tocó el turno a O'Keefe de sonrojarse de cólera-. Tampoco estoy tan seguro de que éste sea una institución.
En el frío silencio que siguió Dodo preguntó:
– ¿Va a ser una verdadera pelea o sólo de palabra?
Ambos hombres rieron, si bien Warren Trent menos sinceramente. Fue Curtis O'Keefe quien levantó sus manos con aire apaciguador.
– Ella tiene razón, Warren. No tenemos por qué disgustarnos. Si hemos de continuar nuestros caminos separados, por lo menos deberíamos seguir siendo amigos.
Más apaciguador, Warren Trent asintió. En parte su anterior acritud se debía a una puntada de crítica que por el momento había pasado. Aun admitiendo esto, pensó con amargura, era difícil no resentirse con este hombre suave y afortunado, cuyas conquistas financieras contrastaban tanto con las suyas.
– Lo que el público de nuestros días espera de un hotel puede sintetizarse en tres palabras: acomodación eficiente y económica. Pero sólo podemos proporcionarla si tenemos una contabilidad real de los costos de cada movimiento eficiente; y por encima de todo, una cuenta de salarios mínima, lo que significa automatización, eliminando gente y una hospitalidad pasada de moda, siempre que sea posible.
– Y ¿nada más? ¿Descarta lo demás que solía constituir un hermoso hotel? ¿Negaría usted que un buen hotelero puede imprimir su personalidad en cualquier hotel? -El propietario del «St. Gregory» resopló.- El que visita su tipo de hotel no tiene la sensación de pertenecer a él, de ser alguien importante a quien se le brinda algo más, en calor y hospitalidad, de lo que se le cobra en su cuenta.
– Es una ilusión que no necesita -respondió O'Keefe incisivamente-. Si se proporciona hospitalidad es porque se paga para obtenerla, por eso a fin de cuentas no importa.
»La gente ve a través de la falsedad en una forma que antes no lo hacía. Pero respetan la honradez: una ganancia justa para el hotel; un precio justo para los huéspedes, que es lo que mis hoteles proporcionan. Oh, le garantizo que siempre habrá algunos selectos… para los que quieran un tratamiento especial y estén dispuestos a pagarlo. Pero son lugares pequeños y pocos. Las grandes empresas hoteleras como la suya, si quieren sobrevivir a una competencia como la mía, tienen que pensar como pienso yo.
– No objetará si continúo pensando por mí mismo durante algún tiempo -gruñó Warren Trent.
– No era nada personal, estaba hablando de tendencias y no de personas en particular. -O'Keefe movió la cabeza con impaciencia.
– ¡Al demonio con las tendencias! Tengo la sensación de que a mucha gente le gusta viajar en primera clase. Son los que esperan algo más que cajones con camas.
– No es eso lo que he dicho, pero no me quejo. -Curtis O'Keefe sonrió con frialdad.- Yo también lo desafío, sin embargo. Excepto para muy pocos, la primera clase ha desaparecido, ha muerto.
– ¿Porqué?
– Porque los jets han matado al viajero de primera clase, y también a todo un modo de pensar. Antes de los jets, la primera clase tenía una aureola de distinción. Pero el viaje en jet ha mostrado a todo el mundo cuan tonta y costosa era la antigua manera. Los viajes aéreos se hicieron tan rápidos y tan cortos, que la primera clase no valía la pena. De manera que la gente se apretujó en sus asientos de turistas y dejaron de preocuparse de los prejuicios: el precio era demasiado alto. Bien pronto surgió un tipo de prejuicio opuesto: viajar como turista. La mejor gente lo hacía. La primera clase, se decían unos a otros mientras saboreaban sus almuerzos servidos en cajas, era para tontos y pródigos. Y lo que los jets brindan a la gente, la acomodación eficiente, económica… es lo mismo que reclaman de los hoteles.
Sin lograrlo, Dodo intentó ocultar un bostezo detrás de su mano, luego dejó la colilla de su cigarrillo turco. Instantáneamente Aloysius Royce se aproximó, ofreciéndole otro y lo encendió. Ella le sonrió con expresión de cordialidad, y el negro devolvió la sonrisa, consiguiendo agregarle una amistosa pero discreta simpatía. Sin el menor ruido reemplazó los ceniceros usados por otros limpios, y volvió a llenar la taza de café de Dodo, luego las de los otros. Cuando Royce desapareció calladamente, O'Keefe observó:
– Tiene usted un buen hombre en él, Warren.
Warren Trent respondió ausente:
– Ha estado conmigo desde hace mucho tiempo. -Mientras él mismo había estado observando a Royce se preguntó cómo hubiera reaccionado el padre de Aloysius al enterarse de que el control del hotel pronto podría pasar a otras manos. Probablemente con un encogimiento de hombros. Las posesiones y el dinero no habían significado mucho para el viejo. Warren Trent casi podía oírlo ahora diciendo con voz cascada, viva: «Usted ha hecho su voluntad durante mucho tiempo, puede ser que un cambio a los malos tiempos sea para su propio bien. Dios inclina nuestras espaldas y nos humilla, recordándonos que no somos nada más que sus hijos descarriados, a pesar de nuestras ilusiones en otro sentido.» Pero luego, con calculada incongruencia el viejo podría haber agregado: «De todos modos, si usted cree en algo, luche por ello. Después que haya muerto no va a matar a nadie porque difícilmente podrá apuntarle.»
Tratando de apuntar, aunque inseguro, Warren Trent insistió:
– Con su criterio todo lo que tiene que ver con el hotel resulta endiabladamente antiséptico. A su tipo de hotel le falta calor o humanidad. Es para autómatas, con mentes como tarjetas perforadas y lubricante en lugar de sangre.
O'Keefe se encogió de hombros.
– Ese es el tipo que da dividendos.
– En el aspecto financiero, quizá, pero no humano.
Ignorando la última observación, O'Keefe continuó:
– He hablado de nuestro negocio tal como es ahora. Llevemos las cosas un poco más lejos. En mi organización, tengo un plan trazado para el futuro. Algunos podrán llamarlo visión, supongo, aun cuando es más bien un proyecto, de lo que los hoteles, por supuesto los hoteles de la cadena «O'Keefe», serán dentro de pocos años.
»Lo primero que vamos a simplificar es la recepción, donde el registro de huéspedes sólo requerirá unos segundos a lo sumo. La mayoría de ellos llegará de manera directa desde los terminales aéreos, por helicóptero, de manera que el punto principal de recepción será un helipuerto privado en el terrado. En segundo lugar habrá puntos de recepción en el subsuelo, donde los coches y limousines podrán entrar directamente eliminando el traslado al vestíbulo, como hacen ahora. En todos estos lugares habrá una especie de oficina de distribución instantánea, dirigida por un cerebro IBM, que, incidentalmente, ya está listo ahora.
»A los huéspedes con reserva se les habrá enviado su tarjeta con clave codificada. La insertarán en una ranura y al instante se pondrán en camino por una sección individual de escaleras mecánicas hacia la habitación que puede haber quedado lista para ser usada, segundos antes. Si una habitación no está lista, cosa que sucederá, -continuó Curtis O'Keefe-, lo mismo que sucede ahora, tendremos pequeñas vagonetas transportables. Serán cubículos con un par de sillas, lavabo y espacio para el equipaje, a fin de proporcionar alguna intimidad inmediata. La gente puede ir y venir, como lo hace en una habitación corriente, y mis ingenieros están trabajando en un proyecto para hacer unas vagonetas movibles para luego adosarlas a las habitaciones. De esa manera los huéspedes no tendrán más que abrir una puerta IBM y entrar directamente en los alojamientos reservados.
»Para los que conducen sus propios coches habrá comodidades similares con luces móviles codificadas que lo guiarán al lugar de estacionamiento particular, desde donde otras escaleras mecánicas los llevarán sin desvíos a sus habitaciones. En todos los casos vamos a reducir la manipulación de equipaje, utilizando distribuidores y transportadores de alta velocidad, y los equipajes serán conducidos a los alojamientos, llegando en realidad antes que los huéspedes.
»En forma similar, todos los otros servicios tendrán sistemas automáticos de entrega en las habitaciones: botones, bebidas, alimentos, flores, farmacia, diarios, hasta la cuenta final puede ser recibida y pagada en forma automática en las habitaciones. Y con esto, aparte de otros beneficios, habrá quebrado el sistema de propinas, una tiranía que hemos sufrido, e igualmente los huéspedes, durante demasiados años.
Hubo un silencio en el comedor con boisserie, mientras el magnate hotelero todavía dueño de la escena sorbía el café antes de continuar.
– El diseño de mi construcción y la automatización rebajarán al mínimo la necesidad de que los empleados entren en la habitación del huésped. Las camas, que se incrustan en las paredes, serán manejadas por una máquina desde fuera. La filtración de aire ya está mejorada, al punto de que el polvo y la suciedad no son problemas. Las alfombras, por ejemplo, pueden tenderse en pisos con una fina malla de acero, con espacio de aire por debajo que se succiona una vez al día cuando entra el relevo.
»Todo esto y más, puede hacerse ahora. Los problemas que aún subsisten, y que naturalmente tendrán solución -Curtis O'Keefe movió la mano con su actitud habitual de descartar algo-, son de coordinación, construcción e inversión.
– Espero -dijo Warren Trent con firmeza-, no vivir para verlo en mi hotel.
– No lo verá -le informó O'Keefe-. Antes que pueda suceder aquí, tendremos que echar abajo su hotel y construir otro.
– ¡Tendría que hacerlo! -Era una réplica áspera.
O'Keefe se encogió de hombros.
– No,puedo revelar planes de largo alcance, como es natural. Pero diría que ésa será nuestra política antes de mucho tiempo. Si se preocupa en cuanto a la supervivencia de su nombre, le podría prometer que se incorporaría a la nueva estructura una placa conmemorando el hotel original y tal vez su conexión con él.
– ¡Una placa! -el propietario del «St. Gregory» resopló-. ¿Dónde la pondría… en el lavabo de caballeros?
De pronto Dodo se echó a reír. Cuando los hombres volvieron la cabeza en forma instintiva, ella dijo:
– Quizá no haya. Quiero decir que con tantos transportadores ¿quién va a necesitarlos?
Curtis O'Keefe la miró con fijeza. Había momentos en que se preguntaba si Dodo no sería algo más inteligente de lo que demostraba ser.
Ante la reacción de Dodo, Warren Trent se sonrojó incómodo. Entonces le dijo en forma cortés:
– Le ruego que me disculpe, estimada señora, por una elección de palabras poco afortunada.
– Eh, no se preocupe por mí. -Dodo parecía sorprendida.- De cualquier manera pienso que éste es un hermoso hotel -volvió sus ojos grandes y de aspecto inocente hacia O'Keefe-: Curtie, ¿por qué tienes que echarlo abajo?
– Estaba pensando en una posibilidad, solamente. De cualquier modo, Warren, es tiempo que deje el negocio de hoteles.
La respuesta, para su sorpresa, fue suave comparada con la aspereza de momentos antes.
– Aunque quisiera hacerlo, hay otra gente que considerar además de mi persona. Muchos de mis empleados más antiguos dependen de mí lo mismo que yo dependo de ellos. Usted me dice que su proyecto es reemplazar gente con cosas automáticas. No podría marcharme sabiéndolo. Le debo a mi personal por lo menos eso, a cambio de la lealtad con que me han servido.
– ¿Se lo debe? ¿Es leal algún personal de hotel? ¿Acaso la mayoría de ellos no lo vendería a usted en el instante que significara una ventaja para ellos?
– Le aseguro que no. He manejado este hotel más de treinta años y en ese tiempo se crea la lealtad. Tal vez tenga usted menos experiencia en ese sentido.
– Tengo mis opiniones con respecto a la lealtad. -O'Keefe hablaba con expresión ausente. Estaba recordando el informe de Ogden Bailey y del joven ayudante Sean Hall que había leído antes. Era a Hall a quien le había prevenido que no entrara en demasiados detalles, pero uno de ellos, que ahora podía resultar de utilidad había sido incluido en el sumario escrito. El hotelero se concentró. Por fin dijo:- Usted tiene un antiguo empleado, que es responsable de su «Pontalba Bar», ¿no es así?
– Sí… Tom Earlshore. Ha estado trabajando aquí tanto tiempo como yo.
En cierta forma, pensó Warren Trent, Tom Earlshore representaba a todos los empleados más antiguos, a quienes no podía abandonar. El mismo había contratado a Earlshore cuando ambos eran jóvenes, y ahora, si bien la cabeza del viejo barman se inclinaba y su trabajo se hacía más lento, era uno de aquellos a quienes Warren Trent consideraba como amigo personal. Y como se hace con un amigo, también había ayudado a Tom Earlshore. Hubo una época en que la hijita de Earlshore, que había nacido con una cadera deformada, fue internada en la «Clínica Mayo» para ser operada con éxito, mediante la influencia de Warren Trent. Luego, sin decir palabra, había pagado la cuenta, por lo que Tom Earlshore hacía mucho tiempo había declarado su eterna gratitud y devoción. La niñita de Earlshore era ahora una mujer casada y con hijos, pero el lazo entre su padre y el dueño del hotel todavía existía.
– Si hay alguna persona a quien confiaría cualquier cosa es a Tom.
– Sería usted tonto si lo hiciera -dijo O'Keefe cortante-. Me han informado de que le está chupando la sangre.
En el profundo silencio que siguió, O'Keefe comenzó a relatar los hechos. Había muchas maneras por las cuales un barman infiel podía robar a su patrón… sirviendo medidas escasas para obtener una o dos copas extras de cada botella; no registrando todas las ventas; introduciendo licor comprado por él, en forma privada, en el bar, de manera que una verificación de inventario no demostraría disminución de existencia, pero el producto, con sustanciales beneficios, sería para el barman mismo. Tom Earlshore, al parecer, estaba utilizando los tres métodos. También de acuerdo con el informe de Sean Hall que abarcaba algunas semanas, los dos ayudantes de Earlshore estaban en combinación.
– Un alto porcentaje de los beneficios de su bar es sustraído -declaró O'Keefe-, y a juzgar por otras cosas en general, diría que está sucediendo desde hace mucho tiempo.
Durante el informe Warren Trent había permanecido sentado inmóvil, con el rostro inexpresivo, pero sus pensamientos eran tristes y amargos. A pesar de su confianza en Tom Earlshore, y de la amistad que había creído que existía, no tenía la menor duda de que la información era cierta. Sabía demasiado de los métodos de espionaje de los hoteles en cadena para pensar otra cosa y tampoco Curtis O'Keefe hubiera hecho los cargos sin estar seguro. Warren Trent presumía que desde hacía mucho tiempo hombres de O'Keefe se habían infiltrado en el «St. Gregory», adelantandose a la llegada del jefe. Pero lo que no había esperado era esta humillación personal y dolorosa.
– Usted habló de «otras cosas en general». ¿Qué quiso decir? -preguntó.
– Que su supuesto personal leal está saturado de corrupción. No hay casi un departamento donde no le roben y engañen. Naturalmente, no tengo todos los detalles, pero puede disponer de los que tengo. Si lo desea haré que le preparen un informe.
– Gracias -las palabras fueron apenas audibles.
– Tiene usted demasiada gente gorda. Fue lo primero que advertí cuando llegué. Siempre me ha parecido una señal de aviso. Sus vientres están llenos de la comida del hotel, y ahí lo han golpeado en todas formas.
Hubo un silencio en el pequeño comedor íntimo, quebrado sólo por el suave tictac de un reloj alemán colgado ‹iel muro. Por último, en forma lenta y con expresión de cansancio, W.arren Trent anunció:
– Lo que ha dicho cambia mi posición.
– Pensé que así sería. -Curtis O'Keefe parecía querer frotarse las manos de satisfacción, pero se contuvo.- En cualquier caso, ahora que hemos llegado a ese punto me gustaría que considerara una proposición.
– Me imaginé que llegaría a eso -dijo Trent con sequedad.
– Es una proposición justa, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias. De paso, debo decirle que conozco el cuadro de su situación financiera.
– Me hubiera sorprendido que no fuera así.
– Permítame resumirlo: sus haberes personales en este hotel suman el cincuenta y uno por ciento de todas las acciones, dándole a usted el control.
– Es cierto.
– Usted refinanció el hotel en el 39: una hipoteca de cuatro millones. Dos millones de dólares del préstamo todavía están pendientes de pago y deben de integrarse este viernes. Si usted no paga, los acreedores hipotecarios se harán cargo del hotel.
– Cierto otra vez.
– Hace cuatro meses trató usted de renovar la hipoteca. No pudo hacerlo. Ofreció a los acreedores hipotecarios mejores condiciones y fue rechazado. Desde entonces ha estado buscando otra financiación. No la ha conseguido. En el corto tiempo que le queda no hay la menor probabilidad de que lo logre.
– No puedo aceptar eso -gruñó Warren Trent-. Muchas refinanciaciones se arreglan en un plazo corto.
– No las de este tipo. Y menos con déficit de administración tan grandes como los suyos. -Fuera de apretar los labios, Trent no hizo ninguna manifestación.
– Mi proposición es comprar el hotel en cuatro millones de dólares. De éstos, se obtendrán dos millones renovando su actual hipoteca, que le aseguro no tendré dificultad en arreglar.
Warren Trent asintió, advirtiendo con amargura la satisfacción del otro.
– El resto será de un millón de dólares en efectivo, que le permitirá pagar a sus accionistas menores, y un millón de dólares, en acciones de los «Hoteles O'Keefe»: Se hará una nueva emisión de valores. Además, como una consideración personal, usted tendrá el privilegio de retener su apartamento mientras viva, con mi palabra de que si se hace una reconstrucción haremos otro, y arreglos recíprocamente satisfactorios.
Warren Trent permaneció sentado e inmóvil, su rostro no revelaba sus pensamientos ni su sorpresa. Las condiciones eran mejores de lo que había esperado, le quedaría personalmente un millón de dólares, más o menos: muy buena situación para retirarse de una vida de trabajo. Y sin embargo significaría alejarse; alejarse de todo lo que había construido y por lo que se había interesado, por lo menos, reflexionó con tristeza, de lo que creía que le había interesado hasta un momento antes.
– Imagino -dijo O'Keefe, con un atisbo de jovialidad-, que vivir aquí, sin preocupaciones y con su ayuda de cámara para que se ocupe de usted, será bastante soportable.
No había para qué explicar que Aloysius Royce pronto se graduaría en la Facultad de Derecho y sin duda tendría otras ideas para su propio futuro. Eso, sin embargo, le recordaba que la vida en este sitio, en un hotel que ya no controlaría, sería muy solitaria.
– Suponiendo que rehuse vender. ¿Cuáles son sus planes? -preguntó de pronto Warren Trent.
– Buscaré un solar y levantaré otro hotel. En realidad creo que usted perderá éste antes de que eso suceda. Pero aunque así no fuera, la competencia que le haremos lo obligará a abandonar el negocio.
El tono era estudiadamente indiferente, pero la intención astuta y calculada. La verdad era que la «O'Keefe Hotel Corporation» quería obtener el «St. Gregory» y con urgencia. La falta de una filial de O'Keefe en Nueva Orleáns era como un diente menos que privaba a la compañía de un sólido bocado en el público viajero. Ya había ocasionado costosas pérdidas el tener que remitir a otras ciudades el oxígeno que sustentaba una brillante cadena de hoteles. También era inquietante que las cadenas que le hacían la competencia estaban explotando la brecha. El «Sheraton-Charles» hacía mucho que estaba establecido. Hilton, además de tener su hostería en el aeropuerto, estaba construyendo en el Vieux Carré. La «Hotel Corporation of America» tenía el «Royal Orleans».
Las condiciones que Curtis O'Keefe había ofrecido a Warren Trent eran realistas. Los acreedores hipotecarios del «St. Gregory» ya habían sido sondeados por un emisario de O'Keefe y no pensaban cooperar. Pronto se puso en evidencia que su intención era, primero, obtener el control del hotel y luego proceder al despido general.
Si el «St. Gregory» había de ser comprado a un precio razonable, el momento crucial era éste.
– ¿Cuánto tiempo está dispuesto a concederme para pensarlo? -preguntó Warren Trent.
– Prefiero que me conteste en seguida.
– Todavía no estoy preparado.
– Muy bien -O'Keefe lo consideró-. Tengo una cita en Nápoles el sábado. Desearía salir a más tardar el jueves por la noche. ¿Qué le parece si fijamos el jueves a mediodía?
– ¡Es menos de cuarenta y ocho horas!
– No veo motivo alguno para esperar más.
La obstinación inclinaba a Warren Trent a no cejar. Pero la razón le recordó que sólo significaba adelantar un día al plazo fatal del viernes que ya había afrontado. Concedió.
– Supongo que si usted insiste…
– ¡Espléndido! -O'Keefe, sonriendo amistosamente, retiró su silía y se levantó, haciendo un gesto con la cabeza a Dodo que había estado observando a Warren Trent con simpatía.
– Es hora de que nos marchemos, querida. Warren, le agradecemos su hospitalidad. -Esperar un día y medio más, decidió, sólo era un inconveniente menor. Después de todo, no cabía duda en cuanto al resultado final.
En la puerta exterior Dodo volvió sus ojos azules hacia el anfitrión.
– Muchas gracias, míster Trent.
El le tomó la mano y se inclinó sobre ella.
– No recuerdo que estas viejas habitaciones hayan estado más adornadas.
O'Keefe miró con rapidez a los lados, sospechando de la sinceridad del cumplimiento; luego comprendió que era sincero. Ese era otro aspecto extraño de Dodo: a veces, de modo inconsciente, lograba la simpatía de las personas más inesperadas.
En el corredor, los dedos de ella, apoyados apenas en su brazo, despertaron sus sentidos.
Pero antes que nada, recordó, tenía que rezar a Dios, dando gracias por la forma en que se había desarrollado la velada.
– Es emocionante -observó Peter McDermott-, ver cómo una muchacha busca en su cartera la llave de su apartamento.
– Es un símbolo doble -respondió Christine, buscando todavía-. El apartamento indica la independencia de la mujer, pero perder la llave prueba que todavía conserva su femineidad. ¡Aquí está! ¡La he encontrado!
– ¡Quédese ahí! -Peter cogió por los hombros a Christine, luego la besó. Fue un beso largo, durante el cual sus brazos la ciñeron.
Por fin, casi sin aliento, ella dijo:
– He pagado el alquiler. Si vamos a hacer esto, será mejor que sea en privado.
Tomando la llave de sus manos, Peter abrió la puerta del apartamento.
Christine dejó su carnet en una mesa y se dejó caer en el sofá. Con alivio, sacó los pies de la estrechez de sus zapatos.
El se sentó a su lado.
– ¿Un cigarrillo?
– Sí, por favor.
Peter encendió en la misma llama los dos cigarrillos. Tenía una sensación de gozo e ingravidez, una conciencia del aquí y ahora. Incluía la convicción de que lo que era lógico que pasara entre ellos podía suceder si él quería que así fuera.
– Esto es agradable -dijo Christine-. Estar aquí conversando.
El le tomó la mano.
– No estamos conversando.
– Pues entonces conversemos.
– Eso no era exactamente…
– Lo sé. Pero hay un interrogante con respecto a dónde vamos, si lo hacemos, y por qué…
– No podríamos dejarlo correr…
– Si lo hiciéramos, no habría interrogante. Sólo una certeza -se detuvo, pensativa-. Lo que acaba de pasar sucedió por segunda vez, y hay algo químico involucrado en ello.
– Pensé que químicamente andábamos bien…
– De tal manera que en el transcurso de los acontecimientos habrá una progresión natural.
– No sólo estoy de acuerdo con usted, sino que voy más adelante.
– Me imagino que ya está en la cama.
Peter dijo soñadoramente:
– He tomado el lado izquierdo de la cama según se entra mirando hacia la cabecera.
– Le diré algo que lo va a desencantar.
– No me lo diga, lo adivinaré. Se olvidó de cepillarse los dientes. No importa, esperaré.
Ella rió.
– Es difícil hablar con usted…
– Hablar no era precisamente…
– Allí empezamos.
Peter se recostó y exhaló un anillo de humo. Lo siguió un segundo y tercer anillo.
– Siempre he querido hacerlo -dijo Christine-. Nunca he podido.
– ¿Qué tipo de desagrado? -preguntó él.
– Una idea. Que si lo que pudiera suceder… sucede, debería tener importancia para los dos.
– ¿La tendría para usted?
– Creo que sí, no estoy segura. -Tenía menos seguridad aún con respecto a su propia reacción por lo que podría sobrevenir en seguida.
El apagó su cigarrillo, luego tomó el de Christine e hizo lo mismo. Cuando cogió entre las suyas las manos de ella, Christine vio desmoronarse su seguridad.
– Necesitamos conocernos. -Los ojos de él escudriñaron su cara.- Las palabras no siempre son el mejor camino.
Extendió los brazos y ella se arrojó en ellos, al principio flexible, luego con una excitación creciente. Sus labios emitían sonidos ansiosos, incoherentes, desapareció la discreción, y las reservas de un momento antes se disolvieron. Temblando y con el corazón latiéndole con violencia se dijo: lo que tiene que suceder ha de seguir su curso; ni las dudas ni los razonamientos pueden impedirlo ahora. Podía oír la respiración de Peter, ansiosa. Cerró los ojos.
Una pausa. De pronto, inesperadamente, no estuvieron tan próximos.
– Algunas veces -dijo Peter-, hay cosas que uno recuerda. Surgen en los momentos menos apropiados. -La rodeó con sus brazos, pero ahora con más ternura. Susurró:- Tienes razón, vamos a darle tiempo.
Christine se sintió besada con suavidad, luego oyó pasos que se alejaban, el cerrojo que se corría en la puerta exterior, y un momento después la puerta que se cerraba.
Abrió los ojos.
– Peter querido -murmuró-. No hay necesidad de que te vayas. ¡Por favor, no te vayas!
Pero no había más que silencio, y desde fuera el débil ruido del ascensor que bajaba.
Sólo quedaban pocos minutos del martes.
En un local de strip de Bourbon Street, una rubia de ampulosas caderas se apretaba a su compañero, con una mano puesta sobre el muslo de él, y los dedos de la otra acariciándole la nuca.
– …desde luego -dijo-. Por supuesto que quiero acostarme contigo.
Le había dicho que se llamaba Stan No-sé-cuantos, de una pequeña ciudad de Iowa, de la que nunca había oído hablar. «Y si me echa el aliento una vez más -pensó-, voy a vomitar. No es mal aliento… ¡es que viene en forma directa de una cloaca!»
– ¿Qué estamos esperando, entonces? -preguntó el hombre con grosería. Tomó la mano de ella, moviéndola un poco más arriba, en la parte interior de su muslo-. Tengo aquí algo especial para ti, nena.
La mujer pensó con desprecio: «Todos los que vienen aquí dicen lo mismo, jactanciosos, groseros… convencidos de que lo que tienen entre las piernas es algo excepcional por lo que las mujeres se vuelven locas, y tan irracionalmente orgullosos como si lo hubieran cultivado ellos mismos, como un pepino premiado. Con seguridad si se lo sometiera a una prueba al rojo-blanco, éste terminaría mostrándose incapaz y plañidero, como otros.» Pero no tenía intención de comprobarlo. ¡Dios…!, ¡con ese espantoso aliento…!
A pocos pasos de su mesa, una discordante orquesta de jazz, demasiado inexperta para trabajar en uno de los mejores lugares de Bourbon Street como el «Famous Door» o el «Paddock», estaba terminando un número con entusiasmo. Había sido bailado (si se puede llamar baile a un meneo cualquiera) por una Jane Mansfield. (Una artimaña de Bourbon Street era tomar el nombre de una artista célebre, exhibirlo con una leve falta de ortografía, y adjudicárselo a una desconocida, con la esperanza de que el público al pasar, pudiera confundirla con la verdadera.)
– Escucha -dijo el hombre de Iowa, impaciente-, ¿por qué no nos vamos?
– Ya te lo he dicho, trabajo aquí. Todavía no puedo marcharme. Tengo que hacer mi número.
– Manda al diablo tu número.
– Vamos, querido, eso no se dice- y como en una repentina inspiración, la rubia de amplias caderas le preguntó-: ¿En qué hotel estás?
– En el «St. Gregory».
– No queda lejos de aquí.
– Podrías quitarte las bragas dentro de cinco minutos.
Ella refunfuñó:
– ¿No puedo tomar una copa antes?
– Por supuesto que sí. ¡Vamonos!
– Espera, querido Stanley. ¡Tengo una idea!
Todo marchaba a pedir de boca, pensó la mujer, como una comedia bien ensayada. ¿Y por qué no? Era la milésima representación, para obtener unos cientos de dólares, de cualquier forma. En la hora y media pasada, Stan No-sé-cuantos, viniera de donde viniera, había seguido con docilidad la vieja rutina: la primera copa… una prueba, a cuatro veces el precio que hubiera pagado en un bar normal. Luego el camarero la había traído a ella, para acompañarlo. Se les había servido una sucesión de bebidas, aunque lo mismo que las otras muchachas que trabajaban a comisión en el bar, ella sólo tomó té frío en lugar del whisky ordinario que tomaban los clientes. Y más tarde había advertido en secreto al camarero que apurara el tratamiento completo… una botella abierta de champaña del país, cuyo precio sefía, si bien «Stanley El Tonto» todavía no lo sabía, de cuarenta dólares… ¡y a ver si podía marcharse sin pagar!
De manera que lo que quedaba por hacer era abandonarlo; sin embargo, si las cosas seguían bien, podría ganarse otras pequeñas comisiones. Después de todo, tenía derecho a alguna bonificación por soportar semejante aliento.
El hombre preguntó:
– ¿Qué idea, nena?
– Déjame la llave de tu hotel. Puedes conseguir otra en la recepción; siempre tienen llaves de repuesto. Tan pronto termine aquí, iré a reunirme contigo. -Apretó donde él le había colocado la mano.- Asegúrate de estar preparado para mí.
– Estaré listo.
– Bien, entonces dame la llave.
La tenía en la mano, pero fuertemente sujeta.
Pensándolo dijo:
– Oye, estás segura de que…
– Querido, te prometo que volaré -sus dedos se movieron otra vez. El nauseabundo sujeto, probablemente, mojaría sus pantalones en un minuto-. Después de todo, Stan, ¿qué muchacha no lo haría?
Puso la llave en la mano de ella.
Antes de que pudiera arrepentirse, la muchacha se había marchado de la mesa. El camarero se ocuparía del resto, ayudado por un hombre musculoso, si Mal-aliento protestaba por la cuenta. Probablemente no lo haría: así como tampoco volvería. Los idiotas nunca volvían.
Se preguntaba cuánto tiempo permanecería tendido, esperanzado, en la habitación del hotel, y cuánto le costaría comprender que ella no iría, ni ahora ni nunca, aunque permaneciera allí por el resto de su inútil vida.
Unas dos horas más tarde, al fin de una jornada tan monótona como la mayoría de ellas, aunque para su consuelo un poco más productiva, la rubia de amplias caderas vendió la llave por diez dólares.
El comprador era Keycase Milne.