Viernes

1

Peter McDermott pensó que era comprensible que el duque y la duquesa de Croydon estuvieran haciendo rodar al jefe de detectives, Ogilvie (bien liado en una pelota), hacia el borde del techo del «St. Gregory», mientras allá abajo un mar de rostros levantados observaban la maniobra. Pero era extraño, y en cierta forma chocante, que a pocos metros de distancia, Curtis O'Keefe y Warren Trent intercambiaran salvajes golpes con ensangrentadas espadas de duelo. Peter se preguntaba por qué no había intervenido el capitán Yolles, que estaba de pie en la puerta. Entonces Peter comprendió que el policía observaba el nido de un pájaro gigantesco en donde un huevo se estaba abriendo. Un momento después, del interior del huevo, emergió un gorrión de gran tamaño con la alegre cara de Albert Wells. Pero ahora la atención de Peter se dirigió al borde del techo, donde Christine, luchando desesperadamente, se había complicado con Ogilvie, y Marsha Preyscott estaba ayudando a los Croydon a empujar la doble carga hacia el terrible vacío. La multitud continuaba con la boca abierta mientras el capitán Yolles, recostado contra la puerta, bostezaba.

Peter pensó que si deseaba salvar a Christine tenía que actuar él mismo. Pero cuando intentó moverse, sus pies estaban firmemente amarrados como con cola, y en tanto que su cuerpo pugnaba por liberarse, sus piernas rehusaban seguirlo. Trató de gritar, pero tenía la garganta apretada. Sus ojos se encontraron con los de Christine en muda desesperación.

De pronto, los Croydon, Marsha, O'Keefe, y Warren Trent se detuvieron y estaban escuchando. El gorrión qne era Albert Wells levanto una oreja. Ahora Ogilvie, Yolles y Christine hacían lo mismo. ¿Qué escuchaban?

Entonces Peter oyó una cacofonía como si todos los teléfonos de la tierra sonaran al mismo tiempo. El sonido se hizo más próximo, se amplió hasta que pareció envolverlos a todos. Peter se llevó las manos a los oídos. La disonancia creció. Cerró los ojos, luego los abrió.

Estaba en su apartamento. El despertador marcaba las seis y treinta

Se quedó por algunos minutos, liberando su cabeza del absurdo y entremezclado sueño. Luego se dirigió al cuarto de baño a ducharse, obligándose a permanecer bajo la lluvia fría durante el último minuto. Salió de la ducha completamente despierto. Poniéndose un albornoz de tela de esponja, comenzó a preparar el café en la cocinita, luego fue al teléfono y marcó el número del hotel.

Habló con el gerente nocturno, quien le aseguró que no había mensaje concerniente a nada que se hubiera encontrado en el incinerador. El gerente nocturno dijo en un atisbo de cansancio que no lo había verificado personalmente. Pero si míster McDermott lo deseaba, bajaría en seguida y telefonearía informando el resultado.

Peter advirtió que le incomodaba hacer semejante trabajo al fin de un turno largo y agotador. El incinerador estaba en alguna parte del último subterráneo.

Peter se estaba afeitando, cuando llamó el teléfono con la respuesta. El gerente nocturno informó que había estado hablando con el empleado del incinerador, Graham, que lamentaba mucho, pero que el papel que míster McDermott quería no había sido hallado. Ahora parecía poco probable que apareciera. El gerente agregó a la información que el turno de Graham, así como el propio, casi había llegado a su término.

Peter decidió después pasar la novedad, o más bien la falta de ella, al capitán Yolles. Recordaba la opinión de éste, la noche anterior, de que el hotel había hecho cuanto había podido en materia de obligación pública. Cualquier otra cosa, era de la incumbencia de la Policía.

Entre tragos de café, y mientras se vestía, Peter consideró los dos asuntos predominantes. Uno era Christine; el otro su propio futuro, si es que lo había, en el «St. Gregory Hotel».

Después de lo pasado anoche, comprendió que cualquier cosa que pudiera suceder, lo que más deseaba era que Christine continuara formando parte de ello. La convicción que había estado creciendo en él, ahora era clara y definida. Suponía que se podría decir que estaba enamorado, pero evitaba definir sus sentimientos más profundos, aun para sí mismo. Ya una vez, lo que había creído que era amor se había transformado en cenizas. Quizá. Quizás era mejor comenzar con una esperanza y dirigirse a tientas hacia un fin desconocido.

Podía no ser romántico, reflexionaba Peter, decir que se sentía cómodo con Christine. Pero era verdad, y en un sentido, tranquilizador. Tenía la convicción de que los lazos entre ellos se harían más fuertes a medida que pasara el tiempo. Creía que los sentimientos de Christine se parecían a los suyos.

El instinto le decía que lo que estaba al alcance inmediato debía ser saboreado, no devorado.

En cuanto al hotel, era difícil comprender, ni siquiera ahora, que Albert Wells, a quien había imaginado un hombrecito agradable y sin importancia, se hubiera revelado como un mogol financiero, que había tomado el control del «St. Gregory», o que lo haría en el día de hoy.

Superficialmente, parecía posible que la posición de Peter se afianzara con este desarrollo inesperado. Se había hecho amigo del hombrecito y tenía la impresión de que a su vez ese sentimiento era compartido. Pero simpatizar con una persona y tomar decisiones en un negocio, eran dos cosas distintas. Las personas más agradables podían ser tercas y ásperas cuando querían. También parecía poco probable que Albert Wells manejara el hotel en persona, y cualquiera que lo hiciera por él podría tener puntos de vista definidos con respecto a los antecedentes del personal.

Como siempre, Peter decidió no preocuparse de las cosas hasta que sucedieran.

A través de Nueva Orleáns, los relojes hacían sonar sus campanas anunciando las siete y treinta, cuando Peter McDermott llegó en un taxi a la mansión Preyscott en Prytania Street.

Detrás de las graciosas columnas, la gran casa blanca se destacaba noblemente a la luz del sol mañanero. El aire era tenue y fresco, con restos de la humedad de la alborada. El perfume de las magnolias parecía suspendido en el aire y había rocío sobre el césped.

La calle y la casa estaban en silencio, pero desde St. Charles Avenue y más allá, se podían oír los ruidos de una ciudad que despertaba.

Peter cruzó el césped por el sendero de ladrillo rojo. Subió los escalones de la terraza y llamó a la doble puerta tallada.

Ben, el sirviente que había servido la comida el miércoles, abrió la puerta y saludó a Peter con cordialidad.

– Buenos días, señor. Haga el favor de entrar. -Dentro continuó:- Miss Marsha me pidió que lo llevara a la galería. Se reunirá con usted dentro de unos minutos.

Ben lo precedió; subieron la ancha y curva escalera y llegaron al amplio corredor con las paredes pintadas al fresco donde el miércoles, en la semioscuridad de la tarde, Peter había acompañado a Marsha. Se preguntó si en realidad hacía tan poco que había ocurrido todo eso.


A la luz del día la galería parecía tan bien ordenada y agradable como antes. Había sillones con almohadones mullidos, y macetas con brillantes flores. Cerca del frente, mirando hacia abajo, al jardín, se había preparado una mesa para el desayuno. Había dos cubiertos.

– ¿La casa está en movimiento tan temprano por culpa mía? -preguntó Peter.

– No, señor -respondió Ben-. Aquí somos madrugadores. A míster Preyscott, cuando está en casa, no le gusta que el día comience tarde. Siempre dice que el día no es suficientemente largo como para que se desperdicie ni el comienzo ni el fin.

– ¡Ya lo ve! Le dije que mi padre se parece mucho a usted.

Al oír la voz de Marsha, Peter se volvió. Había llegado silenciosa por detrás de ellos. Peter tuvo una impresión como de rocío y de rosas, y que se había levantado fresca con el sol.

– ¡Buen día! -Marsha sonrió.- Ben, por favor, traiga para míster McDermott un absinthe Suissesse -tomó del brazo a Peter.

– Que sea suave, Ben. Ya sé que el absinthe Suissesse se sirve en el desayuno en Nueva Orleáns, pero tengo un jefe nuevo. Y quiero saludarlo sobrio.

– ¡Sí, señor! -respondió el sirviente.

Mientras se sentaba Marsha preguntó:

– ¿Era por eso por lo que usted…?

– ¿Desaparecí como el conejo de un prestidigitador? No, se trataba de otra cosa.

Ella abrió los ojos cuando él le relató lo que podía de las investigaciones del atropello-huida, sin mencionar a los Croydon. Trató de no dejarse arrastrar por las preguntas de Marsha, pero le dijo:

– Suceda lo que suceda, tendrá que ser hoy.

Pero para sí mismo pensaba: A estas horas Ogilvie debe de estar de vuelta en Nueva Orleáns, y lo estarán interrogando. Si lo mantienen detenido, tendrá que ser acusado y comparecer ante un tribunal que alertará a la Prensa. Es inevitable que haya una referencia al «Jaguar» que, a su vez, indicará a los Croydon.

Peter probó el absinthe que tenía delante. De su época de barman recordaba los ingredientes (yerbabuena, la clara de un huevo, crema, jarabe de horchata y una pizca de anís). Pocas veces lo había probado mejor hecho. Al otro lado de la mesa, Marsha estaba bebiendo jugo de naranja.

Peter se preguntaba: el duque y la duquesa de Croydon, frente a las acusaciones de Ogilvie, ¿continuarían sosteniendo su inocencia? Era una pregunta más que el día de hoy aclararía.


Pero era indudable que la nota de la duquesa, si existió, había desaparecido. No había habido otra información del hotel, por lo menos en ese punto, y Booker T. Graham hacía mucho tiempo que habría terminado su turno.

Frente a Peter y a Marsha, Ben colocó una crema de queso Creóle Evangeline, rodeada de fruta.

Peter comenzó a comer con placer.

– Hace un momento -dijo Marsha-, usted empezó a decir algo. Se trataba del hotel.

– Oh, sí -entre bocados de queso y fruta, explicó lo de Albert Wells-. El nuevo propietario será anunciado hoy. Me telefonearon cuando salía para venir aquí.

La llamada había sido de Warren Trent. Informó a Peter que míster Dempster de Montreal, representante financiero del nuevo propietario del «St. Gregory», estaba en camino hacia Nueva Orleáns. Míster Dempster se hallaba en Nueva York, desde donde tomaría un avión de la «Eastern Airlines» y llegaría a media mañana. Había que reservar una suite, y se había convocado una reunión entre los antiguos y los nuevos grupos administradores para, aproximadamente, las once y media. Le dijo a Peter que se mantuviera disponible por si se le necesitaba.

Era curioso, pero Warren Trent no parecía deprimido en lo más mínimo, en realidad mucho más optimista que en los días pasados. ¿Sabría W. T. que el nuevo propietario del «St. Gregory» ya estaba en el hotel? Recordando que hasta que se produjera el cambio oficial, su propia lealtad era para el antiguo dueño, Peter le relató la conversación de la noche anterior entre Christine, Albert Wells y él mismo. «Sí lo sé -había respondido Warren Trent-. Emile Dumaire del "Industrial Merchants Bank" (el que hizo la negociación por Wells) me lo dijo por teléfono anoche a última hora. Parece que había alguna reserva; ya no la hay.»

Peter también sabía que Curtis O'Keefe, y su compañera miss Lash, debían marcharse del «St. Gregory» en las últimas horas de la mañana. Aparentemente iban a distintos destinos, ya que el hotel, que se ocupaba de esos asuntos para los huéspedes distinguidos, había adquirido un pasaje en avión hasta Los Angeles para miss Lash, mientras que Curtis O'Keefe se dirigía a Nápoles, vía Nueva York y Roma.

– Está pensando en un montón de cosas -dijo Marsha-; me gustaría que me dijera algunas. Mi padre solía hablar a la hora del desayuno, pero mi madre nunca se interesaba. A mí me interesa.


Peter sonrió. Le refirió el tipo de día que le esperaba.

Mientras hablaban, retiraron los restos de queso Evangeline para reemplazarlos con humeantes huevos Sardou. Dos huevos poché sobre un fondo de corazones de alcauciles, cubiertos por una deliciosa crema de espinacas y salsa holandesa. Un vino rosé fue servido en la copa de Peter.

– Comprendo lo que quiere decir por un día atareado -comentó Marsha.

– Y yo comprendo lo que usted quiso decir por un desayuno tradicional. -Peter vio al ama de llaves, Arma, que estaba en el fondo. Le dijo:- ¡Magnífico! -y la vio sonreír.

Más tarde quedó con la boca abierta cuando llegaron lomitos con hongos, pan francés caliente y mermelada de naranja.

– No estoy seguro… -exclamó Peter, pensativo.

– De postre hay crepés Suzette y café au lait -le informó Marsha-. Cuando aquí había grandes plantaciones, la gente solía burlarse del petit déjeuner de los continentales. Hacían del desayuno un acontecimiento.

– Usted lo ha hecho un acontecimiento. Esto, y muchas cosas más. Conocerla; mis lecciones de historia; estar con usted aquí. No lo olvidaré… nunca.

– Lo dice como si se estuviera despidiendo.

– Así es, Marsha. -Quedó mirándola a los ojos; luego sonrió-. En seguida de los crepés Suzettes.

Hubo un silencio antes de que ella comentara:

– Pensé…

Peter estiró la mano por encima de la mesa, cubriendo la de Marsha:

– Quizá los dos hayamos estado soñando. Creo que así fue. Pero es el sueño más hermoso que haya tenido.

– ¿Por qué tiene que quedar sólo en eso?

– Hay cosas que no se pueden explicar. Por mucho que a uno le guste alguien, es una cuestión de decidir qué es lo mejor; de juicio…

– Y mi juicio, ¿acaso no cuenta?

– Marsha, yo tengo que confiar en el mío. Para ambos. -Pero se preguntaba si en verdad sería de fiar. Sus propios instintos habían probado ser muy poco seguros, antes. Quizás en este momento, estaba cometiendo un error que muchos años después recordaría y lamentaría. ¿Cómo poder estar seguro de nada, cuando con frecuencia ocurre que se conoce la verdad demasiado tarde?

Sintió que Marsha estaba próxima a llorar.


– Perdóneme -dijo en voz baja. Se levantó y se alejó aprisa de la galería.

Peter, sentado allí, deseó haber hablado con menos franqueza suavizando sus palabras con la simpatía que sentía por esta muchacha solitaria. Se preguntaba si volvería. Después de unos minutos, al no hacerlo Marsha, apareció Anna:

– Me parece que va a terminar el desayuno solo, señor. No creo que miss Marsha vuelva.

– ¿Cómo está?

– Está llorando en su dormitorio. -Anna se encogió de hombros.- No es la primera vez, supongo que tampoco será la última. Es una costumbre que tiene cuando no consigue todo lo que quiere -retiró los platos con los lomitos-. Bien, le serviré el resto.

– No, gracias. Tengo que marcharme.

– Entonces le traeré el café.

Allá en el fondo, Ben estaba ocupado y fue Anna quien le llevó el café au lait y lo puso al lado de Peter.

– No se preocupe demasiado, señor. Cuando pase el primer momento haré lo que pueda. Miss Marsha tiene demasiado tiempo para pensar, en sí misma. Si su padre estuviera más aquí, tal vez Tas cosas fueran de otra manera. Pero no está. Casi nunca.

– Es usted muy comprensiva.

Peter recordó lo que Marsha le había referido acerca de Anna: cómo de muchacha se había visto obligada a contraer matrimonio con un hombre que apenas conocía; pero la felicidad del matrimonio había durado más de cuarenta años, hasta que el marido de Anna murió el año pasado.

– Me han hablado de su marido. Debió de ser un gran hombre.

– ¿Mi marido? -El ama de llaves se echó a reír.- No he tenido esposo. Nunca, en toda mi vida, he estado casada. Soy una solterona…

Marsha le había dicho: Vivían con nosotros, Anna y su marido. Era el hombre más bueno y gentil que haya conocido. Si ha habido un matrimonio feliz fue el de ellos. Marsha había utilizado el cuadro para reforzar su propio argumento cuando le pidió a Peter que se casara con ella.

Anna todavía reía:

Mon Dieu! Miss Marsha le ha estado relatando todos sus cuentos. Inventa con facilidad. Muchas veces está fingiendo, por cuyo motivo usted no necesita preocuparse por lo que pasó.

– Comprendo. -Peter no estaba seguro de comprender, pero se sintió aliviado.


Ben lo acompañó a la puerta. Eran más de las nueve, y el día ya se hacía caluroso. Peter caminó con rapidez hacia St. Charles Avenue desde donde se dirigió al hotel. Esperaba que la caminata le quitara la soñolencia que podía sentir después de semejante comida. Lamentaba mucho no volver a ver a Marsha, y le tenía lástima por una razón que no alcanzaba a comprender. Se preguntó si alguna vez entendería a las mujeres. Lo dudaba.

2

El ascensor número cuatro funcionaba otra vez. Cy Lewin, su ascensorista diurno, estaba cansándose de los caprichos de este número cuatro, que habían comenzado hacía poco más de una semana y parecían empeorar.

El domingo último el ascensor se había negado a responder a sus controles, aun cuando tanto las puertas de la cabina como las de afuera estaban bien cerradas. El reemplazante le había dicho a Cy que lo mismo había pasado el lunes por la noche, cuando míster McDermott, el subgerente general, estaba en el ascensor.

Luego, el miércoles, había habido un inconveniente que dejó al número cuatro fuera de servicio durante algunas horas. Mal funcionamiento del embrague, había dicho el mecánico, o lo que fuera; pero el trabajo de reparación no evitó que volviera a suceder el día siguiente, cuando en tres distintas ocasiones el número cuatro rehusó abandonar el piso decimoquinto.

Ahora ese ascensor se ponía en marcha y se detenía espasmódicamente en cada piso.

No era asunto de Cy Lewin saber qué era lo que andaba mal. Tampoco le importaba mucho, si bien había oído protestar al jefe de mecánicos, Doc Vickery, sobre «remendar y remendar» diciendo que lo que necesitaba eran «cien mil dólares para desarmar y volverlo a armar». Bien, ¿a. quién no le gustaría esa suma de dinero? Por lo menos a Cy Lewin sí, motivo por el cual todos los años conseguía reunir el precio de un boleto para las carreras, aunque jamás le sirvió de nada.

Pero como veterano del «St. Gregory» tenía derecho a cierta consideración, y mañana solicitaría que lo pasaran a uno de los otros ascensores. ¿Por qué no? Había trabajado veintisiete años en el hotel como ascensorista antes de que algunos mequetrefes que andaban por ahí hubieran nacido. Desde mañana, que otro se ocupara del número cuatro y sus problemas.

Era poco antes de las diez, y el hotel se estaba llenando de gente. Cy Lewin tomó una carga de pasajeros desde el vestíbulo (la mayoría de las personas de la convención con sus nombres en las solapas), deteniéndose en todos los pisos hasta el decimoquinto, que era el más alto del hotel. Al bajar, el ascensor estaba lleno en toda su capacidad cuando llegaron al piso noveno, de manera que sin detenerse se deslizó hasta el vestíbulo principal. En este último viaje Cy advirtió que el espasmo había cesado. Bien, por lo menos eso se había arreglado solo.

No podía estar más equivocado.

Muy arriba sobre Cy Lewin, colgada como un nido de ave de rapiña en el techo del hotel, estaba la cabina de control de los ascensores. Allí, en el corazón mecánico del ascensor número cuatro, un pequeño relé eléctrico había llegado al límite de su vida útil. La causa, desconocida e insospechada, es un pequeño vastago del tamaño de un clavo común.

El vastago estaba atornillado a la cabeza de un pistón pequeñísimo, que, a su vez, actuaba sobre un trío de interruptores. Uno de ellos aplicaba y liberaba los frenos; el segundo proveía de energía al motor; el tercero controlaba un circuito generador. Cuando los tres funcionaban, el ascensor se deslizaba con suavidad para arriba y para abajo respondiendo a sus controles. Pero si no había más que dos interruptores trabajando (y el que no trabajaba era el que controlaba el motor del ascensor) la cabina podía caer por su propio peso. Sólo una cosa podía ser la causa de ese desastre: la excesiva longitud del vastago y el pistón.

Durante algunas semanas el vástago había estado trabajando suelto. Con movimientos tan infinitesimales que cien podrían igualar el espesor de un cabello humano, la cabeza había girado, lenta pero inexorablemente, destornillándose el vastago. El efecto fue doble. El vastago y el pistón aumentaron su longitud total. Y el interruptor del motor apenas funcionaba.

Así como un grano de arena final inclinará la balanza, en este momento la más ligera vuelta del pistón aislaría el motor del interruptor.

El defecto había sido la causa por la cual el número cuatro funcionaba en la forma irregular que Cy Lewin y los otros habían notado. El equipo de mantenimiento había tratado de localizar el problema, pero no lo había logrado. Casi no podía culpárseles. Había más de sesenta relés en un solo ascensor, y veinte ascensores en todo el hotel.

Tampoco había observado nadie que dos artefactos de seguridad dentro de la caja misma estaban trabajando mal.

A las diez y diez del viernes, el ascensor número cuatro estaba, como vulgarmente se dice, colgado de un hilo.

3

Míster Dempster de Montreal llegó a las diez y media. Peter McDermott, avisado de su llegada, fue hasta el vestíbulo para recibirlo oficialmente. Hasta entonces, ni Warren Trent, ni Albert Wells, habían aparecido en los primeros pisos del hotel, ni se tenían noticias de este último.

El representante financiero de Albert Wells era una persona expeditiva, imponente, que tenía el aspecto de un maduro gerente de una gran sucursal bancaria. Respondió a un comentario de Peter acerca de la celeridad de los acontecimientos que resultaban sorprendentes, diciendo que míster Wells con frecuencia producía ese efecto.

Un botones escoltó al recién llegado a una suite en el piso undécimo.

Veinte minutos después míster Dempster reapareció en la oficina de Peter.

Había visitado a míster Wells, dijo, y había hablado por teléfono con míster Trent. La reunión anunciada en principio para las once treinta, fue confirmada. Entretanto había algunas personas con quienes Mr. Dempster deseaba conferenciar (para empezar, con el contador general del hotel) y míster Trent lo había invitado a hacer uso de la suite de los ejecutivos.

Míster Dempster parecía un hombre acostumbrado a ejercer autoridad.

Peter lo llevó a la oficina de Warren Trent y se lo presentó a Christine. Para Peter y Christine era el segundo encuentro de la mañana. Al llegar al hotel la había buscado, y aunque lo más que pudieron hacer, en los concurridos alrededores de la suite de los ejecutivos, fue cogerse las manos brevemente, en ese momento robado se sintieron nerviosos y tuvieron una vehemente conciencia de la importancia que cada uno tenía en la vida del otro.

Por primera vez desde su llegada, el hombre de Montreal sonrió:

– Oh, sí, miss Francis, míster Wells la ha mencionado. En realidad ha hablado con mucha simpatía de usted.

– Creo que míster Wells es un hombre maravilloso. Lo pensé antes… -se detuvo.

– Estoy un poco confundida, con repecto a algo que sucedió anoche -respondió Christine.

Míster Dempster sacó unos anteojos de ancha armazón que limpió, poniéndoselos luego.

– Si usted se refiere al incidente de la cuenta del restaurante, miss Francis, no debe preocuparse. Míster Wells me dijo, y cito sus propias palabras, que era la cosa más hermosa y gentil que alguien ha realizado por él. Sabía lo que estaba pasando, por supuesto. Hay pocas cosas que se le escapen.

– Sí, me estoy dando cuenta.

Hubo un golpecito en la puerta exterior de la oficina, que al abrirse dejó ver al gerente de créditos, Sam Jakubiec:

– Perdónenme -se disculpó al ver al grupo dentro, y se volvió para marcharse. Peter le hizo volver.

– Vengo a comprobar un rumor -exclamó Jakubiec-. Corre, como un fuego en la pradera, que el viejo caballero, míster Wells…

– No es un rumor. Es un hecho -respondió Peter. Luego presentó al hombre del crédito a míster Dempster.

Jakubiec se llevó una mano a la cabeza:

– ¡Dios mío! Yo comprobé su crédito. Puse en duda su cheque. ¡Hasta telefoneé a Montreal!

– Me informaron de su llamada. -Por segunda vez míster Dempster sonrió.- En el Banco estaban muy divertidos. Pero tenían instrucciones estrictas de no dar ninguna información sobre míster Wells. Es la manera de hacer las cosas que le gusta.

Jakubiec emitió un sonido que pareció llanto.

– Creo que tendría que preocuparse más -le aseguró el hombre de Montreal- si no hubiera comprobado el crédito de míster Wells. Lo respetará por haberlo hecho. Tiene la costumbre de hacer cheques en pedacitos de papel, que la gente encuentra desconcertantes. Por supuesto que los cheques son buenos. Probablemente ya sepan que míster Wells es uno de los hombres más ricos de Norteamérica.

Jakubiec, aturdido, sólo podía mover la cabeza de un lado al otro.

– Sería más comprensible para todos ustedes -siguió diciendo míster Dempster- si les explicara algunas cosas de mi patrón.

– Miró su reloj.- Míster Dumaire, el banquero, y algunos abogados vendrán pronto, pero creo que tenemos tiempo.

Lo interrumpió la llegada de Royall Edwards. El contador traía algunos papeles y una abultada cartera. Una vez más se llevó a cabo el ritual de las presentaciones.

Dándole la mano, míster Dempster informó al contador:

– Tendremos una breve conversación dentro de un momento, y me gustaría que se quedara a la reunión de las once y media. Ah…, y usted también, miss Francis. Míster Trent solicitó que usted estuviera aquí, y sé que míster Wells va a estar encantado.

Por primera vez, Peter McDermott tuvo la desconcertante sensación de estar excluido del centro de los asuntos.

– Iba a explicar algunos aspectos concernientes a míster Wells. -Míster Dempster se quitó los anteojos, echó aliento en los cristales y comenzó a pulirlos otra vez.

– A pesar de la considerable fortuna de míster Wells, ha permanecido siendo un hombre de gustos sencillos. Esto de ninguna manera se debe a mezquindad. En realidad, es muy generoso. Es que para sí mismo prefiere las cosas modestas, aun en detalles como trajes, viajes y hospedaje.

– En cuanto al hospedaje -interrumpió Peter-, estaba pensando en mandar a míster Wells a una suite. Míster Curtis O'Keefe desocupa una de nuestras mejores suites esta tarde.

– Sugiero que no lo haga. Sucede que sé que a míster Wells le gusta la habitación que ocupa si bien no la que tenía antes.

Mentalmente, Peter se heló ante la referencia de la habitación ja-ja, que Albert Wells había ocupado antes de ser transferido a la 1410 el lunes por la noche.

– No se opone a que otros ocupen una suite… por ejemplo yo -explicó míster Dempster-. Se trata, simplemente, de que él no necesita tales cosas. ¿Los estoy cansando?

Los interlocutores contestaron a una que no.

– ¡Es algo como de los hermanos Grimm! -comentó Royall Edwards divertido.

– Quizá. Pero no creo que míster Wells viva en un mundo de cuento de hadas. No, desde luego. Ni yo tampoco.

Lo adviertan o no los otros, hay una insinuación de inflexibilidad bajo la cortesía de las palabras, pensó Peter…

– Conozco a míster Wells desde hace muchos años -continuó míster Dempster-. En ese tiempo he aprendido a respetar sus intuiciones tanto en los negocios como respecto a las personas. Tiene una especie de sagacidad instintiva que no se enseña en «Harvard School of Business».

Royall Edwards, que se había graduado en «Harvard Business School» se sonrojó. Peter se preguntó si la coincidencia era casual o si el representante de Albert Wells había hecho algunas rápidas investigaciones sobre el personal superior del hotel. Era muy posible que las hubiera hecho, en cuyo caso, los antecedentes de Peter McDermott, incluyendo su despido del «Waldorf» y la subsecuente inclusión en la lista negra, se conocerían. ¿Sería ésta la razón, se preguntaba Peter, de su exclusión del núcleo central?

– Supongo que habrá muchos cambios -observó Royall Edwards.

– Me parece probable -nuevamente míster Dempster limpió sus anteojos; parecía un hábito compulsivo-. El primer cambio será que me convertiré en el presidente de la compañía del hotel, papel que desempeño en casi todas las empresas de míster Wells. Nunca quiere asumir los títulos él mismo.

– Entonces lo veremos mucho por aquí -comentó Christine.

– En realidad, muy poco, miss Francis. Yo seré una figura, nada más. El vicepresidente ejecutivo tendrá toda la autoridad. Esa es la política de míster Wells, y también la mía.

Después de todo, pensó Peter, la situación se había resuelto copio había esperado. Albert Wells no estaría complicado en la dirección del hotel; de manera que el hecho de conocerlo no significaba ninguna ventaja. El hombrecito estaba doblemente alejado de la administración activa, y el futuro de Peter dependería de un vicepresidente ejecutivo, cualquiera que fuese. Peter se preguntaba si sería alguien que conociera. En ese caso podría resultar muy distinto.

Hasta ese momento Peter se había dicho que aceptaría las cosas como vinieran, incluyendo (si fuera necesario) su propia partida. Ahora descubría que deseaba quedarse en el «St, Gregory», y mucho. Christine, por supuesto, era una razón. La otra, el «St. Gregory», que siguiendo independiente con una nueva administración, prometía ser emocionante.

– Míster Dempster -preguntó Peter-, si no es un gran secreto, ¿quién será el vicepresidente ejecutivo?

El hombre de Montreal pareció sorprenderse. Miró con extrañeza a Peter, luego su expresión se aclaró:

– Excúseme, pensé que lo sabía. Usted.

4

Durante toda la noche anterior, en las largas horas, cuando todos los huéspedes del hotel dormían tranquiiamente, Booker T. Graham había trabajado solo al resplandor del incinerador. Eso, en sí mismo, no era extraño. Booker T. era un alma simple cuyos días y noches eran copia fotográfica unos de otros, y esto nunca lo perturbó. Sus ambiciones también eran sencillas, se limitaban a comer, tener cobijo, y a una medida de dignidad humana, aun cuando esto último era instintivo y no una necesidad que tuviera que explicarse.

Lo que había sido poco habitual esa noche era la lentitud con que se había realizado el trabajo. Generalmente, bastante antes de la hora de marcharse a su casa, Booker T. ya había acabado con los desperdicios acumulados del día anterior, había recogido lo que podía recuperarse, y le sobraba una media hora para sentarse tranquilamente y fumar un cigarrillo liado a mano, hasta la hora de cerrar el incinerador. Pero esta madrugada, aunque la jornada de labor había terminado, no sucedía lo mismo con el trabajo: a la hora en que debía abandonar el hotel, una docena o más de recipientes bien repletos quedaban sin distribuir ni examinar.

La razón era que Booker T. intentaba encontrar un papel que míster McDermott necesitaba. Había revisado a conciencia. Le llevó mucho tiempo. Y hasta ahora no había hallado nada.

Booker T. lamentó tener que decir eso al gerente nocturno que había venido al subsuelo poco familiar, plegando la nariz ante el penetrante olor.

El gerente se había marchado con la mayor rapidez posible, pero el hecho de que hubiera venido, y el mensaje que traía demostraba que ese papel que faltaba era importante para míster McDermott.

Lamentándolo o no, era hora de que Booker T. se marchara a su casa. El hotel se oponía a pagar horas extras. Más específicamente aún: se contrató a Booker T. para que se ocupara de los desperdicios, y no de los problemas de administración, de cualquier manera muy remotos.

Sabía que durante el día, si la basura que quedaba era advertida, se enviaría a alguien para que siguiera con el incinerador algunas horas más y acabara de quemarla. En su defecto, Booker T. mismo terminaría con los residuos cuando volviera a trabajar en las últimas horas de la noche. El problema era, con la primera solución, que cualquier esperanza de recuperar el papel se perdería para siempre; y con la segunda, que aunque lo encontrara, podría ser demasiado tarde para lo que se le necesitara.

Y sin embargo, más que cualquier otra cosa, Booker T. quería hacer esto por míster McDermott. Si lo hubieran presionado no hubiera podido decir por qué, ya que no era un hombre complicado, ni en pensamiento ni en palabra. Pero en alguna forma, cuando el joven subgerente estaba cerca, Booker T. se sentía más un hombre, un ser humano, que en cualquier otro momento.

Decidió seguir buscando.

Para evitar problemas, dejó el incinerador y se dirigió al reloj de control para marcar su tarjeta. Luego volvió. No era probable que lo notaran. El incinerador no era un lugar que atrajera visitas.

Trabajó tres horas y media más. Lo hizo con calma, afanosamente, sabiendo que lo que buscaba podría no estar entre los desperdicios o podía haber sido quemado antes de que se lo previnieran.

A media mañana estaba muy cansado. Ya había terminado con todos los recipientes menos uno.

Lo vio casi en seguida de vaciar el barril… un rollo de papel impermeable que se parecía a los papeles para envolver sandwiches. Cuando lo abrió, encontró dentro una hoja de papel con membrete, igual a la muestra que míster McDermott le había dejado. Comparó a ambos bajo una luz para estar seguro. No había error.

El papel recobrado estaba manchado de grasa y parcialmente húmedo. En cierto lugar se había borrado parte de la escritura. Pero sólo un poco. El resto estaba claro.

Booker T. se puso su chaqueta oscura y grasienta. Sin esperar a que se terminara de quemar el resto de los desperdicios, se dirigió a las oficinas situadas en los pisos superiores del hotel.

5

En la espaciosa oficina de Warren Trent, míster Dempster había concluido su conversación privada con el contador. Esparcidas alrededor de ellos había hojas de balance, informaciones que Royall Edwards estaba recogiendo, mientras llegaban otros para la reunión de las once y treinta. El banquero pickwiniano, Emile Dumaire, fue el primero en llegar un poco engreído de su propia importancia. Lo seguía un cetrino y delgado abogado que se ocupaba de la mayoría de los asuntos legales del «St. Gregory», y un abogado más joven de Nueva Orleáns, representando a Albert Wells.

Peter McDermott llegó después, acompañando a Warren Trent, que había bajado desde el decimoquinto piso un momento antes. Paradójicamente, a pesar de haber perdido la larga lucha para mantener en sus manos el control del hotel, el propietario del «St. Gregory» parecía más amable y descansado que en ningún momento de las pasadas semanas. Llevaba un clavel en el ojal y saludó a los visitantes con gran cordialidad, incluyendo a míster Dempster, a quien Peter lo presentó.

Para Peter, todo el proceso tenía algo de quimérico. Actuaba mecánicamente, su conversación era un reflejo condicionado, como si respondiera a una letanía. Era como si un robot, dentro de él, se hubiera hecho cargo de todo, hasta que se pudiera recobrar del impacto que le produjo el hombre de Montreal.

Vicepresidente ejecutivo. Le importaba menos el título que sus responsabilidades.

Dirigir el «St. Gregory» con absoluto control era como el logro de un imposible. Peter sabía, con una convicción apasionada, que el «St. Gregory» se convertiría en un espléndido hotel. Llegaría a ser estimado, eficiente, lucrativo.

Era obvio que Curtis O'Keefe (cuya opinión debía tenerse en cuenta) también pensaba así.

Había medios para lograr ese fin. Incluía un aumento de capital, una reorganización con zonas de autoridad bien definidas, y cambios en el personal: retiros, promociones y traslados.

Cuando se enteró de la compra del hotel por Albert Wells, y de que continuaría independiente, Peter esperaba que alguien tuviera la visión y el ímpetu para hacer cambios progresistas. Ahora tendría él esa oportunidad. La perspectiva era emocionante. Y también asustaba un poco.

Tenía una importancia personal. La designación, y lo que le seguía, significaría una rehabilitación del status de Peter McDermott dentro de la industria hotelera. Si tenía éxito en el «St. Gregory» lo que había sucedido antes sería olvidado, su cuenta barrida y limpia. Los hoteleros, como grupo, no eran rencorosos ni cortos de vista. Al fin, lo que más importaba era el éxito.

Los pensamientos de Peter volaban. Todavía estaba aturdido, pero comenzando a recuperarse, se unió a los otros que ahora tomaban asiento en una larga mesa de reuniones, colocada cerca del centro de la habitación.

Albert Wells fue el último en llegar. Entró con timidez, escoltado por Christine. Cuando llegó, los que estaban sentados se pusieron de pie.

Visiblemente molesto, el hombrecito movió la mano para que tomaran asiento:

– ¡No.no! ¡Por favor!

Warren Trent se adelantó, sonriendo:

– Míster Wells, le doy la bienvenida a mi hotel. -Se estrecharon la mano.- Cuando se convierta en su casa, deseo de todo corazón que estas viejas paredes le den tantas alegrías y satisfacciones, como, a veces, me han dado a mí.

Las palabras fueron dichas con cortesía y gracia. En boca de cualquier otra persona, pensó Peter McDermott, hubieran parecido huecas o exageradas. Pronunciadas por Warren Trent, tenían una convicción curiosamente conmovedora.

Albert Wells pestañeó. Con la misma cortesía, Warren Trent le tomó del brazo y procedió a hacer las presentaciones.

Christine cerró la puerta y se unió a los otros en la mesa:

– Entiendo que ya conoce a mi ayudante, miss Francis: y a míster McDermott.

Albert Wells sonrió con su sonrisa de pájaro:

– Sí, hemos tenido algún contacto -hizo un guiño a Peter-. Creo que tendremos más.

Fue Emile Dumaire quien abrió la sesión.

Los términos de la venta, señaló el banquero, ya estaban acordados en lo sustancial. El propósito de la reunión que presidía, a petición de míster Trent y de míster Dempster, era decidir las tramitaciones incluyendo la fecha del traspaso. Al parecer no había dificultades. La hipoteca sobre el hotel vencía hoy, había sido tomada temporalmente por el «Industrial Merchants Bank», bajo garantías de míster Dempster, en representación de míster Wells.

Peter sorprendió una irónica mirada de Warren Trent, quien, durante meses, había tratado infructuosamente de obtener la renovación de la hipoteca. El banquero sacó un proyecto de convenio que distribuyó. Hubo una breve discusión sobre su contenido, en la que participaron los abogados y míster Dempster. Luego comenzaron a analizar el proyecto punto por punto. Durante la mayor parte de lo que siguió tanto Warren Trent como Albert Wells permanecieron como espectadores; el primero, meditativo; el hombrecillo, hundido en su silla como si deseara diluirse en el fondo. En ningún punto míster Dempster se refirió a Albert Wells, ni siquiera miró hacia su lado. Era obvio que el hombre de Montreal conocía las preferencias de su jefe en cuanto a evitar llamar la atención, y estaba acostumbrado a tomar las decisiones por sí mismo.

Peter McDermott y Royall Edwards respondieron a las preguntas, cuando surgieron, relativas a la administración y a las finanzas. En dos ocasiones Christine abandonó la reunión y volvió, trayendo documentos de los archivos.

A pesar de su pomposidad, el banquero presidió bien la reunión. Al cabo de media hora se había terminado con los asuntos principales. La fecha oficial para hacer la transferencia se fijó para el martes. Otros detalles menores se dejaron para que los arreglaran los abogados.

Emile Dumaire dirigió una rápida mirada a las personas en la mesa:

– Si no hay nada más…

– Tal vez una cosa. -Warren Trent se inclinó hacia delante; su movimiento reclamó la atención de todos.- Entre caballeros, la firma de documentos no es más que una formalidad aplazada, confirmando compromisos honorables ya vigentes. -Miró a Albert Wells.- Me imagino que está de acuerdo.

– Por supuesto -respondió míster Dempster.

– Entonces por favor, considérense en libertad para comenzar a tomar en seguida cualquier disposición que hayan previsto dentro del hotel.

– Gracias. -Míster Dempster asintió apreciativamente.- Hay algunas cosas que desearíamos poner en movimiento. Inmediatamente después del traspaso el martes, míster Wells desea que se cite a una reunión de directores, en la cual lo primero que se propondrá será su elección, míster Trent, como presidente de la junta.

Warren Trent inclinó graciosamente la cabeza.

– Tendré el honor de aceptar. Haré cuanto pueda para ser un digno ornamento.

– Míster Wells desea que yo asuma la presidencia.

– Un deseo que comprendo bien.

– Con míster Peter McDermott como vicepresidente ejecutivo.

Un coro de felicitaciones se dirigió a Peter, de los que estaban alrededor de la mesa. Christine sonreía. Con los otros, Warren Trent estrechó la mano de Peter.

Míster Dempster esperó hasta que la conversación se apagara.

– Todavía queda pendiente otro punto. Esta semana estaba en Nueva York cuando salió esa publicidad desagradable con respecto al hotel. Me agradaría que me aseguraran que eso no se repetirá, por lo menos antes del cambio de administración.

Hubo un repentino silencio.

El abogado más viejo pareció asombrado. En un murmullo audible, el joven le explicó:

– Fue porque despidieron a un hombre de color.

– ¡ Ah! -El abogado mayor asintió, comprensivo.

– Quiero dejar aclarada una cosa -míster Dempster se quitó los anteojos y comenzó a limpiarlos con cuidado-: no sugiero que haya ningún cambio básico en la política del hotel. Mi opinión, como hombre de negocios, es que deben respetarse los puntos de vista y las costumbres locales. Lo que me preocupa es que, si surge una situación parecida, produzca un resultado similar.

De nuevo se produjo un silencio.

De pronto, Peter McDermott advirtió que el foco de la atención se había fijado en él. Tuvo una repentina y helada intuición de que aquí, y sin previo aviso, se había producido una situación crítica: la primera y quizá la más significativa del nuevo régimen. La manera con que la tratara podía afectar al futuro del hotel y al suyo propio. Esperó hasta estar bien seguro de lo que quería decir.

– Lo que se ha dicho hace un momento -Peter hablaba con tranquilidad, asintiendo al joven abogado-, por desgracia es verdad. A un miembro de una convención en este hotel, con una reserva confirmada, se le negó alojamiento. Era un dentista, y entiendo que muy distinguido, e incidentalmente, negro. Lamento decir que fui yo quien lo despachó. Desde entonces tomé la decisión personal de que eso no sucederá jamás.

– Como vicepresidente ejecutivo, dudo que se vea en esa situación… -acotó Dumaire.

– Ni de permitir que se haga una cosa similar en un hotel que esté a mi cargo.

– Es una declaración demasiado absoluta.

– Ya hemos hablado de todo esto -subrayó Warren Trent volviéndose con rapidez hacia Peter.

– Caballeros -míster Dempster se puso otra vez los anteojos-, creo que dije con claridad que no estaba sugiriendo ningún cambio fundamental.

– Pero yo sí, míster Dempster.

Si había de haber algún choque, pensó Peter, mejor sería que fuera ahora mismo y se terminara. Sería él quien dirigiera o no el hotel. Esta parecía una buena oportunidad para ponerlo en evidencia.

– Quiero estar seguro de entender su posición -declaró el hombre de Montreal inclinándose hacia delante.

Una cauta voz interior le avisó a Peter que estaba mostrándose demasiado inquieto. La desoyó.

– Mi posición es muy simple. Insistiré en una completa integración del hotel, como condición para aceptar mi cargo.

– ¿No se precipita demasiado en dictar los términos?

– Imagino que su pregunta significa que están enterados de ciertas cuestiones personales… -respondió Peter con tranquilidad.

– Sí, estamos enterados -admitió míster Dempster.

Peter observó que los ojos de Christine estaban fijos con intensidad en su cara. Se preguntó inquieto qué pensaría ella.

– Precipitado o no -dijo-, creo que es honrado que conozcan mi punto de vista.

Míster Dempster limpiaba una vez más sus anteojos. Se dirigió a todas las personas:

– Supongo que todos respetamos una convicción sostenida con firmeza. Si bien me parece que éste es el tipo de problema en que podríamos contemporizar. Si míster McDermott está de acuerdo, podíamos posponer una decisión definitiva. Luego, dentro de uno o dos meses, el tema puede ser reconsiderado.

Si míster McDermott está de acuerdo. Peter pensó que con astucia diplomática, el hombre de Montreal le había ofrecido una salida.

Seguía un patrón establecido. Primero se insistía, se apaciguaba la conciencia, se declaraba la fe. Luego venía la concesión moderada. El razonable compromiso a que llegan los hombres razonables. El tema puede ser reconsiderado. ¿Qué podría ser más civilizado, más eminentemente sensato? ¿Acaso no era la actitud moderada, sin violencia, la que la mayor parte de las personas deseaban? Los dentistas, por ejemplo. Su carta oficial, con la resolución deplorando la actitud del hotel en el caso del doctor Nicholas, había llegado hoy.

También era cierto: había dificultades que encaraba el hotel. El momento era inapropiado. Un cambio de administración produciría una enormidad de problemas, para inventar otros nuevos. Esperar quizá fuera lo más prudente.

Pero entonces, el momento para los cambios reales nunca sería oportuno. Siempre habría razones para no hacer las cosas. Alguien había dicho eso hacía poco tiempo. ¿Quién?

El doctor Ingram. El valiente presidente de los dentistas que dimitió porque consideraba que el principio era más importante que la conveniencia, y que se había marchado del «St. Gregory Hotel» la noche anterior con justa cólera.

De cuando en cuando, había dicho el doctor Ingram, se tienen que poner en la balanza los deseos contra los principios… Usted no lo hizo, McDermott, cuando tuvo la oportunidad. Estaba demasiado preocupado con este hotel, su trabajo… Algunas veces, sin embargo, se tiene una segunda oportunidad. Si eso le sucede a usted… no la desaproveche.

– Míster Dempster, la ley y los derechos civiles son perfectamente claros. Aunque lo demoremos o lo eludamos durante un tiempo, al final el resultado será el mismo.

– Entiendo -señaló el hombre de Montreal- que se discute bastante sobre los derechos de los Estados.

Peter movió la cabeza con impaciencia. Su mirada recorrió la gente de la mesa:

– Creo que un buen hotel debe adaptarse a los tiempos cambiantes. Hay asuntos de derecho humano a los cuales nuestro tiempo ha despertado. Es mucho mejor que nos adelantemos a realizar y aceptar estas cosas que soportar que se nos impongan, como sucederá si no actuamos por nosotros mismos. Hace un momento declaré que nunca tomaré parte otra vez en despedir a un doctor Nicholas. No estoy dispuesto a cambiar de idea.

– Todos no serán el doctor Nicholas -espetó Warren Trent.

– Ahora mantenemos cierto nivel, míster Trent. Continuaremos manteniéndolo, sólo que abarcará más.

– ¡Se lo advierto! Llevará este hotel a la ruina.

– Parece que ha habido otras maneras de conseguir eso.

Ante la respuesta Warren Trent se sonrojó.

Míster Dempster se miraba las manos:

– Desgraciadamente, hemos llegado a un punto muerto. Míster McDermott, en vista de su actitud, podríamos tener que reconsiderar… -Por primera vez, el hombre de Montreal indicó una duda. Miró a Albert Wells.

El hombrecito estaba hundido en su silla. Pareció encogerse cuando la atención de todos los presentes se concentró en él. Pero sus ojos se encararon con los de míster Dempster.

– Charles, creo que deberíamos dejar que el joven haga lo que piensa -dijo Albert Wells. Y movió la cabeza asintiendo hacia Peter.

– Míster McDermott, se aceptan sus condiciones -anunció míster Dempster sin el menor cambio en la expresión.

La reunión se estaba levantando. En contraste con el acuerdo de momentos antes, había una sensación de tensión y embarazo.

Warren Trent eludió a Peter, tenía la expresión sombría. El abogado más viejo parecía desaprobar, y el más joven, no se comprometería ni en un sentido ni en otro. Emile Dumaire hablaba con vehemencia a míster Dempster. Sólo Albert Wells parecía ligeramente divertido con lo que había pasado.

Christine fue la primera en acercarse a la puerta. Un momento después se volvió buscando a Peter. A través de la puerta vio a su secretaria esperando en la oficina de fuera. Conociendo a Flora, tenía que ser algo extraordinario lo que la trajera hasta allí. Se excusó y salió.

– Míster McDermott, no lo hubiera molestado…

– Lo sé. ¿Qué ha sucedido?

– Hay un hombre en su oficina. Dice que trabaja en el incinerador y que tiene algo importante que usted necesita. No me lo quiere entregar, ni tampoco quiere marcharse.

– Iré lo más pronto que pueda -respondió Peter, sorprendido.

– ¡Por favor, dése prisa! -Flora parecía incómoda.- Detesto decirlo, míster McDermott, pero el hecho es que… bien, apesta.

6

Pocos minutos antes de mediodía, un operario de mantenimiento, de andar calmoso, llamado Billyboi Noble, se introdujo en el hueco que había debajo del ascensor número cuatro. Su trabajo allí era de rutina, limpieza e inspección, que ya había hecho esta mañana en los ascensores número uno, dos y tres. Era un trabajo para el cual no se consideraba necesario detener la marcha de los ascensores, y mientras Billyboi trabajaba, podía ver la caja número cuatro subir y bajar alternativamente… allá arriba.

7

Los sucesos importantes, reflexionaba Peter McDermott, podían depender del más pequeño capricho del destino.

Estaba solo en su oficina; Booker T. Graham, a quien le había dado las gracias, se había marchado hacía unos minutos, radiante, con su pequeño éxito.


El más pequeño capricho del destino.


Si Booker T. hubiera sido un tipo de hombre distinto, se habría ido a su casa (como hacen tantos otros) a la hora fijada; si hubiese sido menos diligente en su búsqueda, el pequeño pedazo de papel, que ahora miraba Peter sobre el secante del escritorio, habría desaparecido.

Los «si» eran infinitos. Peter mismo se había visto involucrado.

Su visita al incinerador, creyó comprender de su conversación, había tenido el efecto de inspirar a Booker T. Esta mañana, parecía que el hombre había fichado en el reloj y continuó trabajando sin esperar una recompensa. Cuando Peter llamó a Flora y le dio instrucciones para que se le pagaran horas extra, la expresión de devoción en el rostro de Booker T. había sido embarazosa.

Cualquiera que fuera la causa, el resultado estaba allí.

La nota con la parte escrita, ahora sobre el secante, estaba fechada dos días antes. De puño y letra de la duquesa de Croydon en el papel con membrete de la Presidential Suite, por la que autorizaba al garaje del hotel a entregar el coche de los Croydon a Ogilvie en cualquier momento que lo considere necesario.

Peter ya había comprobado la letra.

Le pidió a Flora la ficha de los Croydon. Estaba abierta en su escritorio. Había correspondencia con motivo de las reservas, con muchas notas escritas por la duquesa misma. La escritura a mano requería un experto calígrafo. Pero, aun sin tal pericia, la similitud era indudable.

La duquesa había jurado a los detectives de la Policía que Ogilvie había sacado el coche sin su permiso. Negó la acusación de Ogilvie de que los Croydon le pagaron para sacar el «Jaguar» de Nueva Orleáns. Ella había sugerido que Ogilvie, y no los Croydon conducía el coche la noche del atropello-huida del lunes. Cuando se le habló de la nota había desafiado:

– ¡Muéstremela!

Ahora podía mostrársela.

El conocimiento que Peter tenía de la ley se reducía a los asuntos que afectaban a hoteles. Aun así, resultaba evidente que la nota de la duquesa era en extremo acusadora. Igualmente obvio era el deber de Peter de informar al capitán Yolles, en seguida, que se había recobrado la prueba perdida.

Con la mano en el teléfono, Peter vaciló.

No sentía simpatía por los Croydon. De la evidencia acumulada parecía claro que eran ellos los que habían cometido el terrible crimen, y luego lo remataron con cobardía y mentiras. Peter recordaba el antiguo cementerio de St. Luis, el cortejo fúnebre, el féretro grande y luego el pequeño.

Los Croydon hasta habían engañado a Ogilvie. Por más despreciable que fuera el detective del hotel, su crimen era menor que el de ellos. Sin embargo, el duque y la duquesa estaban dispuestos a descargar en Ogilvie la mayor parte de la culpa y del castigo.

Nada de eso hacía vacilar a Peter. La razón era simplemente una tradición, de siglos, el credo de un hotelero: la cortesía que se debía a un huésped.

Fuera lo que fuera, el duque y la duquesa de Croydon, eran huéspedes del hotel.

Llamaría a la Policía. Pero primero llamaría a los Croydon.

Levantando el auricular, Peter pidió que lo comunicaran con la Presidential Suite.

8

Curtis O'Keefe en persona ordenó el servicio de desayuno para él y para Dodo, que habían subido a la suite hacía una hora. No obstante todavía estaba casi sin tocar. Ambos, él y Dodo, habían hecho un esfuerzo para sentarse juntos a comer, pero ninguno al parecer tenía apetito. Después de un momento Dodo pidió excusas y volvió a su apartamento para terminar las maletas. Debía salir para el aeropuerto dentro de veinte minutos. Curtis O'Keefe, una hora después.

La tensión entre ellos persistía desde la tarde anterior.

Después de su colérico exabrupto, O'Keefe en seguida se sintió en extremo arrepentido. Continuaba resentido y amargado con lo que consideró una perfidia de Warren Trent. Pero su grosería con Dodo no tenía excusa, y él lo sabía.

Lo que era peor, repararlo era imposible. A pesar de sus disculpas, permanecía la verdad. Se estaba librando de Dodo, y el vuelo de la muchacha por la «Delta Air Lines» a Los Angeles se había fijado para la tarde. La reemplazaba con otra mujer… Jenny La-Marsh quien en este momento, lo esperaba en Nueva York.

La noche anterior, había ofrecido una velada especial a Dodo, llevándola primero a comer magníficamente en el «Commander's Palace», y luego a bailar y ver el «show» en el «Blue Room» del «Roosevelt Hotel». Pero la noche no había sido placentera, y no por culpa de Dodo, sino por el estado de ánimo de él.

Ella había hecho cuanto había podido para mostrarse alegre y resultar una compañía agradable.

Después de su no disimulada tristeza de la tarde, parecía haber decidido dejar a un lado sus sentimientos de dolor y tratar de mostrarse encantadora como siempre:

– Oh, Curtie, muchas muchachas darían lo que tienen por lograr un papel en una película como el que tengo yo. Eres el más encantador de los hombres, Curtie. Siempre lo serás -terminó, poniendo una mano sobre la de él.

El efecto fue agudizar su propia depresión, que al final resultó contagiosa para ambos.

Curtis Ó'Keefe atribuyó sus sentimientos a la pérdida del hotel, si bien en general era más dúctil para este tipo de asuntos. En su larga carrera había experimentado su parte de desengaños en los negocios y se había acostumbrado a reaccionar rápidamente tratando de sacar adelante el asunto siguiente, más bien que perder el tiempo lamentando sus errores.

Pero en esta ocasión, aun después de una noche de sueño, su estado de ánimo persistía.

Se había resentido con Dios. Había una clara acrimonia, más un resabio de crítica en sus oraciones de la mañana… Te ha parecido oportuno poner a tu «St. Gregory» en otras manos… no cabe duda de que tienes tus propios motivos inescrutables, aunque mortales experimentados, como tu siervo, no pueden entender la razón…

Oró solo, y por menos tiempo que de costumbre. Luego encontró a Dodo haciendo las maletas de él así como las propias. Cuando él protestó, ella le aseguró:

– Curtie, me gusta hacerlo. Y si yo no lo hiciera ahora, ¿quién lo haría?

No se sintió inclinado a explicar que ninguna de las predecesoras de Dodo se había ocupado de las maletas, que para eso llamaba a una camarera del hotel, como haría de ahora en adelante.

Fue entonces cuando telefoneó al servicio de habitaciones para pedir el desayuno, pero la idea no había tenido éxito a pesar de que se sentaron con intención de saborearlo y que Dodo volvió a hacer cuanto pudo:

– Vamos, Curtie, no tenemos por qué estar tristes. No es como si no fuéramos a vernos nunca más. Podemos encontrarnos en Los Angeles muchas veces…

Pero O'Keefe, que ya conocía estos asuntos, sabía que no era así. Además pensó que no era la separación de Dodo, sino la pérdida del hotel lo que realmente le importaba.

Los minutos transcurrían. Ya era hora de que Dodo partiera. El grueso del equipaje, recogido por dos botones había bajado al vestíbulo unos momentos antes. Llegó el jefe de botones a buscar el equipaje de mano restante, y para escoltar a Dodo a su limousine especialmente contratada en el aeropuerto.

Herbie Chandler, conociendo la importancia de Curtis O'Keefe, y sensible como siempre a las potenciales propinas, había supervisado esta partida, en persona. Estaba esperando en la entrada del corredor de la suite.

O'Keefe miró su reloj y caminó hacia la puerta de la suite de Dodo:

– Tienes muy poco tiempo, querida.

– Estoy terminando de arreglarme las uñas, Curtie.

Se preguntó por qué todas las mujeres dejan para el último momento el arreglo de las uñas. Curtis O'Keefe le dio a Herbie Chandler un billete de cinco dólares diciendo:

– Comparte esto con los otros dos.

– Gracias, muchas gracias, señor -respondió Chandler con su cara de comadreja, iluminada.

Lo compartiría, reflexionó, sólo que a los otros dos botones les daría cincuenta centavos a cada uno y Herbie retendría los otros cuatro dólares para sí.

Dodo salió de la habitación contigua.

Debería haber música, pensó Curtis O'Keefe. Un sonido de trompetas y el vibrar de las cuerdas.

Vestía un simple traje amarillo y el gran sombrero alado que había usado cuando llegaron, el martes. El pelo rubio ceniza le caía por los hombros. Sus ojos azules lo miraron.

– Adiós, mi muy querido Curtie -le echó los brazos al cuello y lo besó.

El, sin intentarlo, la apretó contra sí. Tuvo el absurdo impulso de ordenar al jefe de botones que trajera el equipaje de Dodo de abajo, de decirle a ella que se quedara y que no lo abandonara nunca. Lo desechó como una tontería sentimental. En cualquier caso, ahí estaba Jenny LaMarsh. Mañana a esta hora…

– Adiós, querida. Pensaré mucho en ti, y seguiré tu carrera de cerca.

Al llegar a la puerta, ella se volvió y lo saludó con la mano. No estaba muy seguro, pero tenía la impresión de que Dodo lloraba. Herbie Chandler cerró la puerta de la habitación.


En el descanso del piso doce, el jefe de botones llamó a un ascensor. Mientras esperaba, Dodo reparó su maquillaje con un pañuelo.

Los ascensores parecían lentos esta mañana, pensó Herbie Chandler. Con impaciencia oprimió el botón por algunos segundos. Advirtió que todavía estaba tenso. Se sentía sobre ascuas desde la sesión del día anterior con McDermott, pensando cómo y en qué forma se produciría… una citación directa de Warren Trent, ¿quizá…? que señalaría el final de la carrera de Herbie en el «St. Gregory». Hasta ahora no había habido ninguna llamada. Esta mañana, se decía que el hotel había sido vendido a un viejo de quien Herbie jamás había oído hablar.

¿De qué manera podía afectarle personalmente? Con pesar comprendió Herbie que no significaría ninguna ventaja para él… por lo menos, si McDermott se quedaba, lo que parecía probable. La dimisión del jefe de los botones podía demorarse unos días, pero nada más. ¡McDermott! El hombre odiado era como un aguijón dentro de él. Si tuviera valor, clavaría un cuchillo entre los hombros del miserable, pensó Herbie.

Se le ocurrió una idea. Había otras maneras, menos radicales, pero muy desagradables, con las que alguien como McDermott pasaría un mal rato. Sobre todo en Nueva Orleáns. Por supuesto, eso costaba dinero; pero ahí estaban los quinientos dólares rechazados tan presuntuosamente por McDermott el día anterior. Lamentaría haberlos rechazado. Valía la pena gastar el dinero, reflexionaba Herbie, sólo por el placer de saber que McDermott se retorcía de dolor en una acequia, convertido en una masa de sangre y magulladuras. Herbie había visto una vez a una persona después de recibir una de esas palizas. Era francamente desagradable. El jefe de botones se humedeció los labios. Cuando más lo pensaba tanto más le agradaba la idea. Tan pronto llegara al piso principal, decidió, haría una llamada telefónica. Podría arreglarse en seguida. Tal vez esta misma noche.

Por fin llegó un ascensor. Las puertas se cerraron.

El ascensor era el número cuatro. Eran las doce v once minutos.

9

A la duquesa de Croydon le parecía como si estuviera esperando que una mecha ardiendo, poco a poco, llegara a una bomba oculta. Cuándo estallaría y en qué lugar, sólo se sabría cuando se produjera el desastre. Tampoco se sabía cuánto tiempo tardaría en quemarse la mecha.

Ya habían pasado catorce horas.

Desde la noche anterior, después de marcharse los detectives de la Policía, no había sabido una palabra más. Perturbadoras incógnitas seguían sin respuesta. ¿Qué estaba haciendo la Policía? ¿Dónde estaba Ogilvie? ¿Y el «Jaguar»? ¿Habría algún detalle que, a pesar de su ingenio, la duquesa hubiera pasado por alto? Aun ahora, no creía haberlo hecho.

Una cosa parecía importante. Cualquiera que fuera su tensión interna, exteriormente los Croydon deberían mantener apariencia de normalidad. Por este motivo habían pedido el desayuno a la hora acostumbrada. Incitado por la duquesa, el duque de Croydon hizo llamadas telefónicas a Londres y Washington.

Comenzaron a hacer planes para salir de Nueva Orleáns al día siguiente.

Mediada la mañana, como casi todos los días, la duquesa dejó el hotel para llevar a caminar a los Bedlington terriers. Había vuelto a la Presidential Suite hacía media hora.

Eran casi las doce. Todavía no había noticias respecto a la única cosa que les importaba.

Considerada con lógica, la posición de los Croydon parecía inatacable la noche anterior. Y sin embargo, hoy, la lógica parecía más débil, menos segura.

– Casi se diría -aventuró el duque de Croydon-, que están tratando de quebrantarnos con el silencio. -Estaba de pie, mirando por la ventana de la sala, como lo había hecho muchas veces en estos últimos días. En contraste con otras ocasiones, su voz era clara. Desde ayer, si bien el licor permanecía disponible en la suite no lo había tocado.

– Si ése es el caso -respondió la duquesa-, lo remediaremos…

Fue interrumpida por la campanilla del teléfono, que llevó hasta el límite su nerviosismo, como todas las llamadas de esa mañana.

La duquesa estaba más próxima al teléfono. Estiró la mano, pero luego se arrepintió.

– ¿Quieres que lo atienda yo? -preguntó el duque con amabilidad.

Negó con la cabeza, rechazando la momentánea debilidad. Levantando el auricular respondió:

– ¡Diga!

Una pausa. La duquesa respondió:

– Soy yo -cubriendo el micrófono, informó a su marido-: (Es el hombre del hotel… míster McDermott… que estuvo anoche aquí.) Sí, recuerdo, usted estaba presente cuando hicieron aquellas ridiculas acusaciones…

La duquesa calló.

A medida que escuchaba, su rostro palidecía. Cerró los ojos, luego los abrió.

– Sí -dijo con lentitud-. Sí, comprendo.

Colocó el receptor en su lugar. Le temblaban las manos.

– Algo salió mal -exclamó el duque de Croydon. No era una pregunta, sino una afirmación.

– La nota -informó la duquesa con lentitud; apenas se le oía la voz-. Han encontrado la nota que escribí. El gerente del hotel la tiene en su poder.

Su marido se había trasladado desde la ventana al centro de la habitación. Permaneció de pie, inmóvil, con las manos caídas a los costados, tomándose tiempo para asimilar la información. Por fin exclamó:

– Y ¿ahora?

– Llamará a la Policía. Dijo que había querido notificárnoslo antes. -Se llevó una mano a la frente con un gesto de desesperación.- La nota fue el peor error. Si no la hubiera escrito…

– No. Si no hubiera sido eso, sería otra cosa. Tú no cometiste errores. El único que importa, el originario, fue mío -replicó el duque.

Cruzó la habitación hasta el aparador que también era bar, y se sirvió un whisky doble, con soda.

– No tomaré más que éste. Supongo que pasará tiempo antes del próximo.

– ¿Qué vas a hacer?

– Es un poco tarde para hablar de decencia. Pero si queda algún resto, trataré de salvarlo -respondió, bebiendo el whisky de un trago.

Se dirigió al dormitorio contiguo, volviendo casi en seguida con un impermeable ligero y un sombrero hongo.

– Si puedo, trataré de llegar a la Policía antes de que vengan a buscarme. Creo que es lo que se conoce como «entregarse».

Imagino que no queda mucho tiempo, de manera que diré lo que tengo que decir en la forma más breve posible.

Los ojos de la duquesa estaban fijos en él. En este momento, hablar requería más esfuerzo que el que ella podía realizar.

– Quiero que sepas que te agradezco todo lo que has hecho. Los dos hemos cometido ese error, pero lo mismo te lo agradezco. Haré cuanto pueda para que no te veas comprometida en esto. Si a pesar de todo te complican, diré que toda la idea, después del accidente, fue mía y que yo te persuadí -el duque hablaba con voz tranquila y controlada.

La duquesa asintió torpemente con la cabeza.

– Hay algo más. Supongo que necesitaré un abogado. Me gustaría que te ocuparas de eso, si quieres hacerlo.

El duque se puso el sombrero y con un dedo lo colocó en su lugar. Para ser una persona cuya vida entera y su futuro se habían desmoronado momentos antes, su compostura parecía admirable.

– Necesitarás dinero para el abogado -le recordó-, imagino que bastante. Podrás darle para empezar algo de los quince mil dólares que ibas a llevar a Chicago. El resto deberías ponerlo en el Banco. Ya no importa llamar la atención.

La duquesa no dio señales de haber oído.

Una expresión de pena cruzó por el rostro de su marido.

– Puede pasar mucho tiempo… -estiró los brazos hacia ella.

Fría y deliberadamente, la duquesa desvió la cabeza.

Parecía que el duque iba a volver a hablar, luego cambió de idea. Con un ligero encogimiento de hombros, salió de prisa, cerrando la puerta tras de sí.

Por un momento la duquesa se sentó pasivamente, considerando el futuro y calculando la publicidad y el oprobio que la aguardaban. Luego, por el hábito de recuperarse, se puso de pie. Se ocuparía del abogado, que parecía ser necesario en seguida. Más tarde, decidió con calma, examinaría los medios de suicidarse.

Entretanto, el dinero que se había mencionado debería guardarse en lugar más seguro. Se dirigió a su dormitorio.

Le llevó pocos minutos, primero de incredulidad, y luego de frenética búsqueda, descubrir que el maletín había desaparecido. La razón sólo podía ser una: robo. Cuando analizó la posibilidad de informar a la Policía, la sacudió una risa frenética de demente.

Si se desea un ascensor urgentemente, reflexionó el duque de Croydon, es seguro que tardará.

Le pareció haber esperado durante muchos minutos. Ahora, por fin, pudo oír que el ascensor se acercaba desde arriba. Un momento después las puertas se abrieron en el noveno piso.

Durante un instante el duque vaciló. Un segundo antes le pareció oír un grito de su esposa. Estuvo tentado de volverse, pero decidió no hacerlo.

Entró en el ascensor número cuatro.

Dentro había algunas personas incluyendo una atractiva muchacha rubia y el jefe de botones, que reconoció al duque.

– Buenos días, su Gracia.

El duque de Croydon, distraído, saludó con la cabeza mientras las puertas se cerraban.

10

A Keycase Milne le llevó la mayor parte de la noche y de esa mañana decidir que lo que había ocurrido era realidad y no alucinación. Al principio, al descubrir el dinero que se había llevado tan inopinadamente de la Presidential Suite, le pareció que estaba dormido y soñando. Había caminado por su habitación tratando de despertarse. Era inútil. En su sueño aparente, parecía que ya estaba despierto. La confusión mantuvo a Keycase bien despejado hasta poco antes de la madrugada. Luego cayó en un profundo sueño tranquilo del que no despertó hasta media mañana.

Era típico de Keycase que, a pesar de todo, no se perdiera la noche.

Si bien dudando de que este increíble golpe de suerte fuera verdad, trazaba planes y tomaba precauciones por si era una realidad.

Quince mil dólares en billetes era algo con lo que nunca se había encontrado Keycase durante todos sus años de ladrón profesional.

Aún más extraordinario era que en apariencia sólo había dos problemas para marcharse del hotel con todo el dinero. Uno era cómo y cuándo salir del «St. Gregory Hotel». El otro era el transporte del dinero.

La noche anterior había llegado a una decisión para ambas cosas.

Al abandonar el hotel, trataría de atraer un mínimo de atención. Es decir, marcharse en forma corriente pagando su cuenta.

Hacer otra cosa sería una locura, proclamando un delito e invitando a que lo persiguieran.

Era una tentación marcharse en seguida. Keycase la rechazó. Irse a altas horas de la noche, enredándose quizás en una discusión con respecto al tiempo o a que no se cobrara un día extra por la habitación, sería como encender un faro. El cajero de la noche lo recordaría y podría describirlo. También podrían hacerlo otros si el hotel estaba tranquilo, como era muy probable que estuviera.

¡No! La mejor hora para marcharse era a media mañana o más tarde, cuando mucha gente hiciera lo mismo. De esa manera, podría pasar inadvertido.

Por supuesto que era peligroso demorarse. El duque y la duquesa de Croydon podrían descubrir la desaparición del dinero, e informar a la Policía. Eso significaría que habría policías en el vestíbulo y el escrutinio de todos los huéspedes que se marcharan. Pero, por otra parte, no había nada que relacionara a Keycase con el robo, ni siquiera que lo comprometiera como sospechoso. Aún más, parecía improbable que se abriera y registrara el equipaje de cada uno de los huéspedes.

También había algo intangible. El instinto le decía a Keycase que la presencia de una suma de dinero tan grande en billetes (precisamente donde y como los había hallado) era extraño, hasta sospechoso. ¿Se daría la voz de alarma? Por lo menos había la posibilidad de que no la dieran.

Reflexionando, pensó que esperar era el riesgo menor.

El segundo problema era sacar el dinero del hotel.

Keycase pensó mandarlo por correo, utilizando el conducto del hotel, enviándolo a su nombre a otro hotel en alguna ciudad distinta a donde él mismo llegaría a buscarlo uno o dos días después. Era un método que había utilizado con éxito antes. Luego, apesadumbrado, decidió que la suma era demasiado grande. Necesitaría muchos paquetes separados, que por sí mismos podrían llamar la atención.

Tendría que llevárselo en persona. Pero ¿cómo?

Era evidente que no lo haría en el maletín en que lo había sacado de la suite del duque y la duquesa de Croydon. Antes de cualquier cosa, tenía que destruirlo Keycase se aplicó a hacerlo con cuidado.

El maletín era de un cuero muy costoso y estaba sólidamente armado. Con esmero, lo separó, luego con una hoja de afeitar lo cortó en pequeños pedazos. El trabajo era lento y tedioso. De cuando en cuando, se detenía para arrojar los pedazos por el inodoro, espaciando el uso de éste para no llamar la atención de las habitaciones contiguas.

Eso le llevó más de dos horas. Al fin, lo único que quedaba del maletín eran las cerraduras y bisagras de metal. Keycase se las metió en el bolsillo. Saliendo de la habitación caminó hasta el corredor del piso octavo.

Cerca de los ascensores había muchos recipientes de arena. Barrenando en uno con los dedos, introdujo las cerraduras y bisagras, bien adentro. Podrían ser descubiertas por casualidad, pero antes pasaría bastante tiempo.

En ese momento faltaban una o dos horas para amanecer, y el hotel estaba silencioso. Keycase volvió a su habitación y recogió sus pertenencias, salvo algunas cosas de último momento. Utilizó las dos maletas que había traído el martes por la mañana. En la más grande metió los quince mil dólares, entre varias camisas usadas. Luego, todavía mareado e incrédulo, Keycase se durmió.

Había puesto el despertador en las diez, pero no lo oyó, o no sonó. Cuando despertó eran casi las once y media; el sol entraba, brillante, en la habitación.

El sueño logró una cosa. Keycase al fin se convenció de que los sucesos eran reales y no una ilusión. Un momento de deprimente fracaso, gracias a la magia de la Cenicienta, se había convertido en un brillante triunfo. Ese pensamiento levantó su espíritu.

Se afeitó y vistió con rapidez, luego terminó de recoger y cerró con llave las dos maletas.

Dejaría las maletas en su habitación, mientras pagaba la cuenta y reconocía el vestíbulo.

Antes de bajar se deshizo del excedente de llaves… de las habitaciones 449, 641, 803, 1062 y la de la Presidential Suite. Mientras se afeitaba había observado una chapa para la inspección de las cañerías, en la parte de abajo de la pared del cuarto de baño. Destornillando la chapa, dejó caer las llaves dentro. Una a una las oyó golpear muy abajo en el fondo.

Retuvo su propia llave, 830, para entregarla cuando saliera de la habitación por última vez. La partida de «Byron Meader» del «St. Gregory Hotel» tendría que ser normal en todo sentido.

En el vestíbulo podía verse el trajín de siempre, de todos los días, sin señal de ninguna actividad extraordinaria.

Keycase pagó su cuenta y recibió una amable sonrisa de la cajera:

– ¿Queda la habitación libre, señor?

– Quedará dentro de unos minutos. -Keycase devolvió la sonrisa.- Tengo que recoger mis maletas, nada más.

Satisfecho, volvió a subir.

En la habitación 830 hizo un último y cuidadoso recorrido. No había dejado nada; ni un pedazo de papel, ni la más mínima cosa como una caja de fósforos, ninguna clave que pudiera denunciar su verdadera identidad. Con una toalla mojada, Keycase repasó las superficies que podrían retener impresiones digitales. Luego, tomando sus maletas se marchó.

Su reloj marcaba las doce y diez.

Cogió con fuerza la maleta más grande. Ante la perspectiva de tener que atravesar el vestíbulo para salir del hotel, el pulso de Keycase se aceleró, sus manos traspiraron.

En el piso octavo llamó el ascensor. Esperando, oyó que uno bajaba. Se detuvo en el piso de arriba y volvió a bajar, luego se detuvo otra vez. Frente a Keycase, la puerta del número cuatro se abrió.

Lo primero que vio fue al duque de Croydon.

Por un instante horrible tuvo el impulso de dar la vuelta y echar a correr. Se dominó. En ese mismo instante el sentido común le dijo que el encuentro era casual. Rápidas miradas lo confirmaron. El duque estaba solo. Ni siquiera había visto a Keycase. A juzgar por la expresión del duque, sus pensamientos estaban muy lejos.

– ¡Para abajo! -dijo el ascensorista, un hombre viejo.

Al lado del ascensorista estaba el jefe de botones, a quien Keycase reconoció por haberlo visto en el vestíbulo. Señalando las dos maletas el jefe de botones preguntó:

– ¿Quiere que se las lleve, señor?

Keycase negó con la cabeza.

Cuando entró en el ascensor, el duque de Croydon y una hermosa muchacha rubia se corrieron al fondo para hacerle sitio.

Las puertas se cerraron. El ascensorista, Cy Lewin, empujó la manija hacia donde decía «abajo». Al hacerlo, el ascensor se precipitó, fuera de control, con estrépito de metales.

11

Peter McDermott se sintió obligado a explicar personalmente a Warren Trent lo ocurrido con respecto al duque y la duquesa de Croydon.

Peter encontró al propietario en su oficina del entresuelo principal: los otros que habían estado en la reunión se habían marchado. Aloysius Royce estaba con su jefe, ayudando a reunir sus efectos personales colocándolos en cajas de cartón.

– Pensé que bien podría acabar con esto -señaló Warren Trent a Peter-. Ya no necesitaré esta oficina. Supongo que será la suya. -No había rencor en la voz del viejo, a pesar del altercado de media hora antes.

Aloysius continuó su trabajo con toda tranquilidad mientras los otros dos hablaban.

Warren Trent escuchó con atención la descripción de los sucesos desde la apresurada partida de Peter del cementerio de St. Louis, el día antes por la tarde, concluyendo con las llamadas telefónicas, de un momento antes, a la duquesa de Croydon y a la Policía de Nueva Orleáns.

– Si los Croydon hicieron lo que usted dice -anunció Warren Trent- no me inspiran lástima. Ha manejado el asunto bien -gruñó después de pensarlo-, por lo menos nos libraremos de los malditos perros.

– Temo que Ogilvie esté muy comprometido en esto.

– Esta vez ha ido demasiado lejos. Tendrá que sufrir las consecuencias, cualesquiera que sean, y ha terminado aquí. -Warren Trent guardó silencio. Parecía estar sopesando mentalmente algo. Al fin dijo:- Supongo que usted se preguntará por qué siempre he sido tan indulgente con Ogilvie.

– Sí, me lo he preguntado.

– Era sobrino de mi esposa. No me enorgullece el hecho, y le aseguro que mi esposa y Ogilvie no tenían nada en común. Pero hace muchos años ella me pidió que le diera algún trabajo aquí, y lo hice. Después, cuando en una ocasión estuvo preocupada por él, le prometí conservarlo en el hotel. En realidad nunca quise dejar de cumplir con eso.

¿Cómo podía explicar, se preguntó Warren Trent, que a pesar de que ese vínculo era malo y frágil, era lo único que le quedaba de Hester?

– Lo siento, no lo sabía…

– ¿Que era casado? -el viejo sonrió-. Muchos no lo saben.

Mi esposa vino conmigo a este hotel. Ambos éramos jóvenes. Ella murió poco después. Parece que sucedió hace mucho tiempo.

Warren Trent pensó que eso le recordaba la gran soledad que había soportado durante tantos años, y la soledad aún mayor que pronto sobrevendría.

– ¿Puedo hacer algo…? -preguntó Peter.

Sin anunciarse, la puerta de la oficina exterior se abrió de golpe. Christine entró. Venía corriendo, y había perdido un zapato. Estaba sin aliento y despeinada. Apenas podía hablar:

– ¡Ha habido… un terrible accidente! ¡Uno de los ascensores! ¡Yo estaba en el vestíbulo… es horrible! La gente está atrapada… están gritando.

Ya en la puerta, corriendo, Peter McDermott la hizo a un lado. Aloysius lo siguió de cerca.

12

Tres cosas podían haber salvado al ascensor número cuatro del desastre.

Uno era un regulador de exceso de velocidad en la cabina. Estaba colocado para soltarse cuando la velocidad excedía del límite de seguridad prescrito. En el número cuatro, si bien el defecto no había sido advertido, el regulador trabajaba con retardo.

Un segundo artefacto actuaba sobre cuatro grapas de seguridad. Inmediatamente que el regulador funcionaba, éstas debían ajustarse a los rieles del ascensor, deteniéndolos; en realidad, en un lado de la cabina, dos grapas lo sostuvieron. Pero en el otro lado, debido a la demora de la respuesta del regulador, y porque la maquinaria estaba vieja y débil… las grapas fallaron.

Aun así, una rápida operación de un control de emergencia dentro del ascensor podría haber conjurado la tragedia. Era un botón rojo. Su misión, cuando se le apretaba, era cortar toda la energía eléctrica, paralizando la cabina. En los ascensores modernos el botón de emergencia se colocaba alto, bien a la vista. En los ascensores del «St. Gregory» y en muchos otros estaba colocado abajo. Cy Lewin buscó abajo, tentando desmañadamente para alcanzarlo. Lo logró con un segundo de retraso.

Cuando un par de grapas lo sostuvieron y el otro par no, el ascensor se inclinó y se sacudió. Con un estrépito de metales arrancados y rotos, impelido por su propio peso y velocidad, más la pesada carga que tenía dentro, el ascensor se partió y abrió. Remaches rotos, vidrios quebrados, láminas de metal separadas. En un lado, más abajo que el otro porque el piso estaba ahora muy inclinado, se veía una rendija de varios pies entre el piso y la pared. Gritando, aferrándose salvajemente uno a otro, los pasajeros se deslizaban hacia ella.

Cy Lewin, el anciano ascensorista, que estaba más próximo, fue el primero en caer por la brecha. Su único grito al precipitarse se cortó cuando el cuerpo golpeó contra el cemento del subsuelo. Una pareja de gente vieja de Salt Lake, lo siguió, aferrados uno a otro. Como Cy Lewin, murieron cuando sus cuerpos se estrellaron contra el fondo. El duque de Croydon fue el siguiente, golpeándose contra una barra de hierro a un costado de la cavidad, que lo detuvo un segundo. La barra se rompió y el duque continuó cayendo. Estaba muerto antes de que su cuerpo llegara abajo.

En alguna forma, los otros consiguieron sostenerse. Mientras lo hacían, los dos reguladores de seguridad cedieron, enviando al deshecho ascensor como una plomada hacia abajo. Separado, a causa de que los brazos no resistieron, un dentista joven, miembro de la convención, resbaló por el agujero. Sobreviviría momentáneamente, pero murió tres días después por lesiones internas.

Herbie Chandler fue más afortunado. Cayó cuando el ascensor estaba cerca del último piso. Desplomándose por el hueco sufrió lesiones en la cabeza de las que habría de recobrarse, pero el desplazamiento de la columna vertebral lo convertiría en un parapléjico, que no volvería a caminar por el resto de su vida.

Una mujer de mediana edad de Nueva Orleáns yacía, con la tibia fracturada y la mandíbula rota, en el piso del ascensor.

Cuando la cabina golpeó en el fondo, Dodo fue la última en caer. Se rompió un brazo y la cabeza golpeó contra uno de los rieles. Yacía inconsciente, próxima a la muerte, mientras la sangre fluía de una gran herida en la cabeza.

Otros tres… uno de la convención de la «Gold Crown Cola», su esposa y Keycase Milne… estaban milagrosamente ilesos.

Debajo del destrozado ascensor, Billyboi Noble, el operario de mantenimiento que, como diez minutos antes, había bajado por el hueco del ascensor, yacía con las piernas y la pelvis fracturadas, consciente, sangrando y gritando.

13

Corriendo a una velocidad que jamás había empleado en el hotel, Peter McDermott bajó por las escaleras del entresuelo.

Cuando llegó, en el vestíbulo se desarrollaba una escena de pandemonio. Se oían alaridos a través de las puertas del ascensor y los gritos de las mujeres que andaban cerca. Había un griterío confuso. Frente a una multitud arremolinada un pálido ayudante de gerencia y un botones estaban tratando de abrir con una palanca las puertas de metal que daban al hueco del ascensor número cuatro. Cajeros, empleados de recepción y de oficina, brotaban desde atrás de los mostradores y escritorios. Los restaurantes y bares se estaban vaciando en el vestíbulo, los mozos y los barmen seguían a los clientes. En el comedor principal cesó la música de la hora del almuerzo. Los músicos se unieron al éxodo. Una fila de gente que trabajaba en las cocinas aparecía por la puerta de servicio. Una excitada babel de preguntas recibió a Peter.

– ¡Silencio! -gritó tan fuerte como pudo sobrepasando todas las otras voces.

Se produjo un momentáneo silencio; aprovechándolo exclamó:

– Por favor, retírense un poco, haremos todo lo que podamos.

Se encontró con los ojos de un empleado de recepción.

– ¿Alguien ha llamado al departamento de bomberos?

– No estoy seguro, señor. Pensé…

– ¡Hágalo en seguida! -espetó Peter. Ordenó a otro-: Llame a la Policía. Dígales que necesitamos ambulancias, médicos, alguien que controle la muchedumbre.

Los dos hombres desaparecieron corriendo.

Un hombre alto, delgado, con una chaqueta de tweed y pantalones de dril, se adelantó:

– Soy oficial de Marina. Dígame qué puedo hacer.

– El centro del vestíbulo tiene que estar desocupado. Utilice personal del hotel para formar un cordón. Deje un camino abierto hasta la entrada principal. Plieguen las puertas de entrada giratoria -respondió Peter, agradecido.

– ¡Bien!

El hombre alto se volvió y comenzó a dar órdenes. Sintiendo la autoridad del jefe, los otros obedecieron. Pronto una línea de mozos, cocineros, empleados, botones, músicos y algunos huéspedes reclutados, se extendía desde el vestíbulo hasta la puerta de St. Charles Avenue.

Aloysius Royce se había unido al subgerente y al botones tratando de forzar las puertas del ascensor. Se volvió, llamando a Peter.

– No lo lograremos sin herramientas. Tenemos que entrar por otra parte.

Un operario en traje de mecánico entró corriendo en el vestíbulo. Se dirigió a Peter:

– Necesitamos ayuda en el fondo del hueco. Hay una persona atrapada debajo de la cabina. No podemos sacarla, ni llegar hasta los otros.

– Vayamos allá -Peter se fue por las escaleras de servicio hacia abajo, Aloysius Royce detrás.

Un túnel de ladrillo gris, poco alumbrado, llevaba al pozo del ascensor. Aquí se volvieron a oír los gritos que habían escuchado arriba, pero ahora más próximos y aterradores. La despedazada cabina del ascensor estaba directamente enfrente, pero el camino hasta ella, cerrado por el metal retorcido de la misma cabina y de las instalaciones que había saltado al producirse el impacto. Cerca del frente los operarios de mantenimiento luchaban con barras y palancas. Otros estaban detrás sin poder prestar ayuda. Llantos, gritos confusos, el ruido de la maquinaria próxima, se combinaba con un constante quejido desde el interior.

– ¡Traigan más luces! -gritó Peter a los hombres desocupados. Algunos corrieron, desapareciendo por el túnel.

– Suba y traiga aquí a los bomberos -indicó al hombre con traje de mecánico que había acudido desde el vestíbulo.

Aloysius Royce, de rodillas al lado de los escombros, gritó:

– i Y manden en seguida un médico!

– Sí -confirmó Peter-. Envíen a alguien para indicarle el camino. Que se haga una llamada. Hay varios médicos en el hotel.

El hombre asintió y se volvió corriendo por donde había venido.

Estaba llegando más gente al corredor, y comenzaban a bloquearlo. El mecánico jefe, Doc Vickery, a codazos, se abrió camino.

– ¡Dios mío! -El jefe quedó mirando la escena que tenía

delante.- ¡Dios mío…! ¡Se lo advertí! Les avisé que si no gas

taban dinero, algo así podía… -Tomó del brazo a Peter.- Us

ted me oyó, muchacho. Me lo ha oído decir muchas veces…

– Más tarde, jefe. -Peter liberó su brazo.- ¿Qué puede hacer para sacar esa gente?

El jefe movió la cabeza con desesperación.

– Necesitamos un equipo pesado, gatos, herramientas cortantes.

Era evidente que el jefe no estaba en condiciones de hacerse responsable. Peter le indicó:

– Revise los otros ascensores. Detenga el servicio si es necesario. No corra el riesgo de que esto se repita. -El más viejo asintió con pesadumbre. Se inclinó, y quebrantado, se marchó.

Peter tomó del hombro a un mecánico, de pelo gris, de la sección papelería, a quien reconoció:

– Su tarea es mantener esta zona libre. Todo el que no esté directamente ocupado en el salvamento tiene que marcharse en seguida.

El mecánico asintió. Cuando comenzó a ordenar que despejaran, el túnel quedó libre.

Peter volvió al pozo del ascensor. Aloysius Royce, de rodillas y gateando, se había metido debajo de parte de los escombros y sostenía por los hombros al hombre del mantenimiento herido que continuaba gritando. A la débil luz era evidente que tenía las piernas y la parte inferior del abdomen apretado por una masa de escombros.

– Billyboi -le decía Royce-. Vas a estar bien. Te lo prometo. Te sacaremos de aquí.

La respuesta fue otro alarido torturado.

Peter tomó una de las manos del herido:

– Tiene razón. Ahora estamos aquí. Viene ayuda.

Distante, allá arriba, podía oír el gemido de las sirenas.

14

Las llamadas telefónicas del empleado de la recepción llegaron a la oficina de Alarma de Incendios del City Hall. No había concluido su mensaje cuando dos potentes toques -una alerta de alarma mayor- se escucharon en cada una de las estaciones de incendio de la ciudad. Por radio, al instante se difundió un despacho a la caja cero, cero, cero, ocho. Alarma en el «St. Gregory Hotel», Carondelet y Common.

Automáticamente cuatro destacamentos de bomberos respondieron… el Central en Decatur, y los de Tulane, South Rampart y Dumaine. En tres de los cuatro, los bomberos que no estaban de servicio habían salido a almorzar. En el Central, el almuerzo estaba casi listo. El menú era spaggetti con albóndigas de carne. Un bombero, que había tomado su turno como cocinero, suspiró, apagó el gas y corrió con el resto. ¡Buen momento para una alarma!

Los trajes y las botas estaban en los camiones. Los hombres se quitaban los zapatos subiéndose a los vehículos mientras se ponían en camino. Menos de un minuto después de la doble alarma, cinco grupos de bomberos con sus máquinas, dos garfios y escaleras, una manguera, elementos de emergencia, unidades de salvamento y rescate, un jefe delegado y dos jefes de distrito estaban en camino al «St. Gregory», sus conductores luchando con el pesado tránsito del mediodía.

Una llamada del hotel reclamaba todos los servicios.

En otros destacamentos de incendio, dieciséis compañías más, con dos equipos de garfios y escaleras estaban listas para una segunda alarma.

En la División Comunicados de la Policía de los Tribunales del Crimen, se recibió el aviso por dos conductos… desde la oficina de Alarma de bomberos y directamente desde el hotel. Bajo la advertencia: «Sea paciente con el que llama», dos mujeres empleadas de comunicaciones escribían la información en hojas de papel, que un momento después eran llevadas a un locutor de Radio. El mensaje salió al aire: Todas las ambulancias… Policía y Hospital de Caridad… al.«St. Gregory Hotel».

15

Tres pisos más abajo del vestíbulo de entradas al «St. Gregory Hotel», en el túnel del pozo del ascensor, el ruido, las órdenes urgentes, quejidos y gritos, continuaban. Ahora se oía aproximarse unos pasos rápidos. Un hombre vestido de blanco entró de prisa. Era joven. Llevaba un maletín médico.

– ¡Doctor! -llamó Peter con urgencia-. ¡Por aquí!

Primero en cuclillas, luego arrastrándose, el recién venido se unió a Peter y a Aloysius Royce. Detrás de ellos, colocadas con rapidez, se encendían otras luces. Billyboi gimió nuevamente. Su cara se volvía hacia el médico, implorantes los ojos, distorsionado el rostro por el dolor.

– ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Por favor, déme algo…

El médico asintió, buscando en su maletín. Sacó una jeringa.

Peter arremangó la manga de Billyboi, dejando el brazo al descubierto. El médico pasó un algodón con rapidez e introdujo una aguja.

A los pocos segundos la morfina produjo su efecto. La cabeza de Billyboi cayó hacia atrás. Los ojos cerrados.

El médico aplicó un estetoscopio al pecho de Billyboi:

– No traigo muchos elementos. He venido de la calle. ¿En cuánto tiempo lo pueden sacar de aquí?

– Tan pronto como tengamos ayuda. Ya están en camino.

Se oyeron pasos que corrían. Esta vez, el pesado andar de muchos pies. Estaban entrando bomberos con cascos. Con brillantes linternas, y equipo pesado…, hachas, poderosos gatos, herramientas cortantes, palancas. Poca charla, palabras cortas dichas en staccato. Gruñidos, órdenes rápidas.

– ¡Aquí! Un gato allí abajo. ¡Quiten estas cosas pesadas!

Desde arriba, el golpear del hacha rompiendo algo. El sonido de metal que cede. Una corriente de luz cuando las puertas del pozo se abrieron a nivel del vestíbulo principal. Un grito:

– ¡Escaleras! ¡Necesitamos escaleras aquí!

Comenzaron a bajar escaleras largas.

El joven médico ordenó:

¡Necesito que me saquen a este hombre!

Dos bomberos luchaban para poner en posición un gato, que al funcionar quitaría el peso de encima del cuerpo de Billyboi. Los bomberos, tentando, blasfemando, maniobrando para poder colocarlo. El gato era demasiado grande.

– ¡Necesitamos un gato más pequeño! Se necesita otro gato, para colocar el grande en su lugar. -La demanda se repitió por una radio portátil.- ¡Traigan el gato pequeño del camión de rescate!

Tengo que sacar en seguida a este hombre de aquí -decía la voz del médico con insistencia.

– ¡Las palancas allí! La más alta. Si la mueve, levantará las más bajas; dejen espacio para el gato -era la voz de Peter.

– Hay veinte toneladas. Allí. Cambien algo; todo puede venirse abajo. Cuando empecemos lo haremos despacio -advertía un bombero.

– ¡Probemos! -exclamó Aloysius Royce.

Royce y Peter, hombro con hombro, y las espaldas bajo la barra más alta, con los brazos entrelazados, hicieron fuerza hacia arriba. Nada. ¡Con más fuerza aún! ¡Todavía con más fuerza! Los pulmones estallando, la sangre afluyendo, perdiendo el sentido. La barra apenas se movía. ¡Aún con más fuerza! ¡Hacer lo imposible! Se perdía la conciencia. Se perdía la visión. Sólo una niebla roja. Estorzándose, moviéndose. Un grito.

– ¡El gato calzó! -se acabó el esfuerzo. Hacia abajo… Libre. El gato giraba, levantándolo todo; también los escombros.

– ¡Podemos sacarlo!

– No hace falta. Acaba de morir -anunció el médico en voz baja.

Los muertos y heridos fueron subidos por la escalera, uno a uno. El vestíbulo se convirtió en un lugar de separación donde se prestaba rápida ayuda a los que todavía estaban vivos y se identificaba a los muertos. Se sacaron los muebles a un lado. Los camilleros llenaban la parte central. Detrás del cordón, las gentes, ahora silenciosas, se apretaban unos contra otros. Las mujeres lloraban. Algunos hombres se marchaban.

Fuera esperaba una fila de ambulancias. St. Charles Avenue y Carondelet, entre las calles Canal y Gravier, estaban cerradas al tránsito. Se estaba reuniendo una multitud detrás de las barreras de la Policía en ambos extremos. Una a una, las ambulancias partían de prisa. Primero, con Herbie Chandler, luego el dentista herido, que murió; un momento después la mujer de Nueva Orleáns con heridas en la pierna y la mandíbula. Otras ambulancias iban más despacio, hacia el depósito de la ciudad. Dentro del hotel, un capitán de Policía interrogaba a los testigos, inquiriendo el nombre de las víctimas.

De las personas heridas, Dodo fue la última en salir. Un médico, al bajar, le había aplicado una venda de compresión a la herida abierta en la cabeza. Su brazo estaba en una tablilla plástica. Keycase Milne, desechando los ofrecimientos de ayuda, se había quedado con Dodo, sosteniéndola, guiando al equipo de rescate adonde ella yacía. Keycase fue el último en salir. El congresista de la «Gold Crown Cola» y su esposa lo precedieron. Un bombero pasaba las maletas (las de Dodo y Keycase), desde los restos del ascensor al vestíbulo. Un policía uniformado las recibía y cuidaba.

Peter McDermott había vuelto al vestíbulo cuando subieron a Dodo. Estaba pálida e inmóvil, su cuerpo empapado en sangre; la compresa, roja. Mientras se la puso en la camilla, dos médicos se ocuparon de ella brevemente. Un joven interno, el otro un hombre mayor. El más joven movió la cabeza.

Detrás del cordón se oyó una conmoción. Un hombre en mangas de camisa, agitado, gritaba:

– ¡Déjeme pasar!

Peter volvió la cabeza, luego se acercó al oficial de Marina.

El cordón se abrió. Curtis O'Keefe pasó precipitadamente. Con el rostro distorsionado, caminó al lado de la camilla. Cuando Peter lo vio, estaba en la calle, rogando ser admitido en la ambulancia. El interno asintió. Las puertas se cerraron. Sonó la sirena, y la ambulancia partió velozmente.

16

Todavía sacudido por la conmoción, casi sin poder creer en su propia salvación, Keycase trepó por la escalera colocada en el hueco del ascensor. Un bombero venía detrás. Unas manos se tendieron para ayudarlo. Los brazos lo sostenían cuando llegó al vestíbulo.

Keycase descubrió que podía tenerse de pie y moverse sin ayuda. Sus sentidos se recuperaron. Una vez más su cerebro estaba alerta. Había uniformes por todas partes. Lo atemorizaron.

¡Sus dos maletas! ¡Si la más grande se hubiera abierto…! Pero no. Estaba con algunas otras ahí cerca. Se dirigió hacia ellas.

– Señor, hay una ambulancia esperando -le advirtió una voz detrás de él. Keycase se volvió. Era un policía joven.

– No necesito…

– Todos tienen que hacerlo, señor. Es una revisión. Para su propia protección.

– Necesito mis maletas -protestó Keycase.

– Las puede recoger luego, señor. Estarán cuidadas.

– No, ahora.

Otra voz intervino:

– ¡Cristo! Si quiere sus maletas, deje que las lleve. Cualquiera que haya tenido semejante accidente tiene derecho…

El joven policía tomó las maletas y escoltó a Keycase hasta la puerta que daba a St. Charles Avenue.

– Si espera aquí, por favor, señor, veré cuál es la ambulancia -dejó las maletas en la acera.

Mientras el policía se marchaba, Keycase cogió las maletas y se mezcló con la muchedumbre. Nadie lo observó mientras se alejaba a pie.

Continuó caminando sin prisa, hasta la plaza de estacionamiento exterior donde había dejado el día anterior su coche, después del afortunado pillaje de la casa de Lakeview. Tenía una sensación de paz y confianza. Ahora no podía pasarle nada.

El estacionamiento estaba lleno, pero Keycase divisó su «Ford» sedán por sus placas distintivas verde y blanco. Recordó que el lunes había estado preocupado por las chapas que podían atraer la atención. Era evidente que su preocupación había sido injustificada.

El coche estaba tal cual lo había dejado. Como siempre, el motor arrancó no bien lo tocó.

Desde el centro, Keycase condujo el coche con cuidado hasta su motel en la carretera de Cher Menteur, donde había ocultado sus robos anteriores. Tenían poco valor, comparado con los gloriosos quince mil dólares en efectivo, pero aun así valían la pena.

En el motel, Keycase colocó el coche próximo a su habitación antes de abrir la maleta grande para asegurarse de que el dinero todavía estaba allí. Así era.

Había guardado muchos efectos personales en el motel; ahora volvió a hacer sus distintas maletas para que todo cupiera. Al final, vio que no tenía espacio para los dos abrigos de piel, y la fuente y bandeja de plata que había robado en la casa de Lakeview. No tenía espacio para colocarlos, salvo que volviera a hacer las maletas.

Keycase sabía que debía hacerlo. Pero los últimos minutos pasados le habían advertido que sentía una tremenda fatiga, una reacción, supuso, de los sucesos y tensiones del día. También el tiempo corría y era importante que saliera de Nueva Orleáns lo antes posible. Decidió que los abrigos y platería estarían seguros sueltos en la maletera.

Asegurándose de no ser visto, cargó las maletas en el coche, colocando los abrigos y platería al lado.

Se marchó del motel pagando el saldo de su cuenta. Algo de su cansancio pareció aliviarse cuando partió.

Su destino era Detroit. Deseaba hacer el viaje en etapas fáciles, deteniéndose cuando tuviera ganas. En el camino podría pensar seriamente en su futuro. Durante muchos años Keycase se había prometido que si alguna vez se apoderaba de una suma sustancial de dinero, la utilizaría para comprar un pequeño garaje. Abandonaría su errante vida de delito para establecerse a trabajar honradamente por el resto de sus días. Poseería habilidad. El «Ford» que tenía en sus manos era la prueba. Y quince mil dólares era un comienzo cómodo. La pregunta que se hacía era: ¿Había llegado el momento?

Keycase ya estaba analizando la posibilidad, mientras conducía cruzando la parte norte de Nueva Qrleáns, hacia el Pontchartrain Expressway, camino a la libertad.

Había argumentos lógicos que apoyaban la posibilidad de establecerse. Ya no era joven. Los riesgos y las tensiones lo cansaban. Esta vez en Nueva Orleáns había sido tocado por la mano del temor.

Y sin embargo… los sucesos de las treinta y seis horas pasadas le daban una nueva confianza, un nuevo vigor. El afortunado robo en la casa; el dinero en efectivo como un prodigio de Aladino; salir vivo del desastre ocurrido en el ascensor, sólo una hora antes… todo esto parecía síntoma de invencibilidad. Seguramente, sumados eran un augurio que le indicaba lo que debía hacer.

Quizá después de todo, reflexionó Keycase, debería seguir por la vieja senda durante un tiempo más. El garaje vendría después. En realidad, tenía mucho tiempo.

Había conducido desde la carretera de Chef Menteur hasta Gentilly Boulevard, por el City Park, dejando atrás las lagunas y los antiguos y copudos robles. Ahora, en City Park Avenue, se acercaba a Metarie Road. Era aquí donde los cementerios más nuevos de Nueva Orleáns (Greenwood, Metarie, St. Patrick, Firemans Charity Hospital, Cypress Grove) extendían un mar de lápidas hasta donde alcanzaba la vista. Arriba, por encima de todas ellas estaba el elevado Pontchartrain Expressway. Keycase podía ver ahora el Expressway, una ciudadela en el cielo, una bendición celestial. En pocos minutos estaría en ella.

Acercándose al empalme de Canal Street y City Park Avenue, la última etapa antes de la rampa del Expressway, Keycase observó que los semáforos de la intersección no funcionaban. Un policía dirigía el tránsito desde el centro de la carretera en el lado de Canal Street.

A pocos pasos de la intersección, Keycase advirtió que un neumático se había pinchado.

El patrullero Nicholas Clancy, de la Policía de Nueva Orleáns, había sido acusado cierta vez por su amargado sargento de ser «el policía sin galones más tonto de la compañía».

La imputación era cierta. A pesar de su larga prestación de servicios que lo había convertido en veterano, Clancy no había avanzado en el rango, ni siquiera había sido considerado para una promoción. Sus antecedentes carecían de gloria. Casi no había hecho arrestos, y ninguno de importancia. Si Clancy perseguía a un automóvil que huía, su conductor podía estar seguro de evadirse. Cierta vez, en un desorden, le dijeron a Clancy que pusiera las esposas a un sospechoso a quien otro policía había capturado. Clancy todavía estaba luchando por sacar las esposas de su cinturón cuando el sospechoso estaba a cientos de metros de distancia. En otra ocasión un ladrón de Banco muy buscado, que era religioso, se entregó a Clancy en una calle de la ciudad. Él bandido le tendió la pistola, que Clancy, al coger, la dejó caer. El arma se disparó sobrecogiendo al hombre, que cambió de idea y se fugó. Estuvo implicado en asaltos durante un año y medio más, antes de que se le volviera a capturar.

Hubo algo, en tantos años, que evitó que Clancy fuera dado de baja: su carácter sumamente bondadoso, al que nadie se podía sustraer, más una humilde tristeza de clown que se daba cuenta de sus propias deficiencias.

Algunas veces, en su intimidad, Clancy deseaba poder alcanzar un momento que valiera la pena, si no para equilibrar su concepto, al menos para que no fuera tan malo. Hasta ahora había fracasado.

Había sólo una cosa, dentro de sus obligaciones, que no significaba para Clancy el menor problema: dirigir el tránsito. Le gustaba hacerlo. Si de alguna manera Clancy hubiera podido volver atrás en la historia para evitar la invención de los semáforos, lo habría hecho con gusto.

Hacía diez minutos, cuando advirtió que las luces de Canal y City Park no funcionaban, pasó por radio la información, estacionó su motocicleta, y se hizo cargo de la intersección Esperaba que los operarios de reparación de las luces de las calles tardaran en llegar.

Desde el otro lado de la avenida, Clancy vio el «Ford» sedán gris que aminoraba la marcha y se detenía. Con calma cruzó la calle. Keycase estaba sentado, inmóvil, como cuando el automóvil se detuvo.

Clancy inspeccionó el neumático de atrás que descansaba en el aro.

– ¿Una rueda desinflada?

Keycase asintió. Si Clancy hubiera sido más observador, habría advertido que los nudillos de las manos en el volante estaban blancos. Keycase, a través de un velo de amarga autorrecriminación, recordaba el único y simple factor que sus elaborados planes habían pasado por alto. La rueda de recambio y el gato estaban en el portaequipajes. Para sacarlos tenía que abrirlo, y revelarían los abrigos de piel, la bandeja y fuente de plata y las maletas.

Esperó, sudando. El policía no mostraba señales de marcharse.

– ¿Supongo que tendrá que cambiar la rueda, eh?

Nuevamente Keycase asintió. Calculó. Podía hacerlo de prisa. Tres minutos a lo sumo. ¡Gato! ¡Sacar la rueda de auxilio! ¡Quitar las tuercas! ¡Sacar la rueda! ¡Poner la de repuesto! ¡Ajustaría! ¡Arrojar la rueda y el gato y la llave en el asiento de atrás! ¡Cerrar el portaequipajes! Podría irse. Estar en el Expressway. Con sólo que el policía se marchara.

Detrás del «Ford», otros coches aminoraban la marcha, algunos tenían que detenerse antes de entrar en el canal central. Uno arrancó demasiado pronto. Detrás de él, se oyó crujir un neumático. Una bocina sonó protestando. El policía se inclinó hacia delante, apoyando sus brazos en la puerta del lado de Keycase.

– Esto se está llenando.

– Sí. -Keycase tragó saliva.

El policía se enderezó, abriendo la puerta.

– Debe comenzar a mover las herramientas.

Keycase sacó las llaves del panel de contacto. Con lentitud bajó al suelo. Se obligó a sonreír.

– Le echaré una mano -ofreció Clancy con buena voluntad. Keycase tuvo el impulso de abandonar el coche y echar a correr. Lo desechó por inútil. Con resignación, insertó la llave y abrió el portaequipajes.

Un minuto después, puso el gato en su lugar, la rueda y las tuercas aflojadas, y estaba levantando la parte de atrás del coche. Las maletas, abrigos de piel y platería estaban amontonados a un lado del portaequipajes. Mientras trabajaba, Keycase podía ver al policía contemplando la colección. Increíble: hasta ahora no había dicho una palabra.

Lo que Keycase no podía saber era que el proceso de razonamiento de Clancy necesitaba tiempo para funcionar.

Clancy se inclinó y tocó los abrigos.

– Hace calor para esto. -La temperatura a la sombra en la ciudad durante los últimos diez días había sido de treinta y cinco grados C.

– Mi esposa, algunas veces tiene frío.

Había sacado las tuercas y liberado la rueda pinchada. Con un solo movimiento, Keycase abrió la puerta de atrás del coche y tiró la rueda dentro.

El policía, dando una vuelta, miró el interior del coche.

– La señora no está con usted, ¿eh?

– La… la voy a buscar.

Las manos de Keycase luchaban frenéticamente para sacar la rueda de recambio. La tuerca de seguridad estaba dura. Se rompió una uña y se despellejó los dedos en ella. Sin hacer caso del dolor, sacó la rueda.

– Todo esto parece raro.

Keycase se quedó helado. No se atrevió a moverse. Había llegado al Gólgota. La intuición le decía por qué.

El destino le había ofrecido una oportunidad, y él la había desechado. No importaba que la decisión no hubiera pasado más allá de su mente. El destino había sido bondadoso, pero Keycase había despreciado su bondad. Ahora, colérico, el destino le había vuelto la espalda.

El terror lo sobrecogió cuando recordó lo que pocos minutos antes había olvidado con tanta rapidez… el tremendo precio de una nueva condena: el largo tiempo en presidio, quizá por el resto de su vida. La libertad nunca le resultó más preciosa. El Expressway tan próximo, le parecía a medio mundo de distancia.

Por fin Keycase supo lo que los augurios del día anterior habían significado en realidad. Le habían ofrecido una liberación, una oportunidad para iniciar una nueva vida, una salida decente al mañana. ¡Si hubiera sabido…!

En cambio había interpretado mal los augurios. Con arrogancia y vanidad interpretó la bondad del destino como propia invencibilidad. Había tomado su decisión. Este era el resultado. Ahora era demasiado tarde.

¿Acaso lo sería? ¿Sería alguna vez demasiado tarde… por lo menos para esperar? Keycase cerró los ojos.

Prometió, con una profunda resolución que, si tenía la oportunidad, sabía que cumpliría, que, si por una gran casualidad, podía superar este momento, nunca más en toda su vida haría una cosa deshonrosa.

Keycase abrió los ojos. El policía estaba caminando hacia otro coche cuyo conductor se había detenido para pedir una dirección.

Con movimientos más rápidos de los que creía posible, Keycase puso la rueda, insertó las tuercas y sacó el gato, que arrojó al portaequipajes. Aun en este momento, instintivamente, como haría un buen mecánico, Keycase dio a las tuercas un apretón más cuando la rueda estuvo en el asfalto. Había vuelto a cerrar el portaequipajes cuando volvió el policía.

– Ya está listo, ¿eh? -aprobó Clancy olvidado de su pensamiento anterior.

Keycase bajó la tapa de la maletera. Por primera vez, el patrullero Clancy vio la matrícula de Michigan.

Michigan. Verde y blanca. En las profundidades de la mente de Clancy la memoria comenzó a trabajar.

¿Había sido hoy, ayer, el día anterior? El comandante de su pelotón, al pasar la orden del día, leyendo el último boletín en voz alta dijo algo referente a las patentes verdes y blancas.

Clancy deseaba poder recordar. Había tantos boletines… personas buscadas, personas perdidas, automóviles, robos. Todos los días los jóvenes, ansiosos y brillantes de la compañía, garabateaban de prisa en sus cuadernos, recordando, apuntando la información. Clancy trataba de hacerlo. Siempre hacía lo posible. Pero inevitablemente, la voz breve del teniente, la lentitud de su escritura, lo dejaban atrás. Verde y blanca. Ojalá pudiera recordar.

– De Michigan, ¿eh? -preguntó Clancy señalando la matrícula.

Keycase asintió. Estaba mareado. El espíritu humano sólo podía absorber hasta determinado límite.

– Water Wonderland: -Clancy leyó en voz alta la leyenda en la matrícula.- He oído decir que allí hay una pesca magnífica.

– Sí… así es.

– Me gustaría ir algún día. Me encanta pescar.

Desde atrás, sonó una bocina. Clancy mantuvo la puerta abierta. Parecía recordar que era un policía.

– Dejemos libre este canal. -Verde y blanca. El pensamiento aún le molestaba.

El coche se puso en movimiento. Keycase siguió adelante. Clancy lo miró partir. Keycase, con precisión, ni muy ligero ni muy despacio, firme en su resolución enderezó el coche hacia la rampa del Expressway.

Verde y blanca. Clancy movió la cabeza y volvió a dirigir el tránsito.

No en balde le llamaban el policía más tonto de la compañía, sin una mención especial.

17

Desde Tulane Avenue, la ambulancia de la Policía, celeste y blanca con su característica luz azul centelleando, irrumpió en la entrada de emergencia del Charity Hospital. La ambulancia se detuvo. Las puertas se abrieron con rapidez. Sacaron la camilla en que estaba Dodo y luego, con la prisa que da la práctica, corrió sobre ruedas empujadas por los asistentes a través de la puerta señalada: Pacientes externos blancos.

Curtis la siguió de cerca, casi corriendo para mantenerse al lado.

– ¡Emergencia! Abran paso -exclamó un asistente.

El grupo de personas en el vestíbulo de entrada y salida se hizo a un lado para dejar pasar la pequeña procesión. Ojos curiosos los siguieron mientras entraban. Casi todos estaban fijos en el rostro pálido, como una máscara de cera, de Dodo.

Las puertas de vaivén donde se leía Sala de Primeros Auxilios se separaron para que entrara la camilla. Dentro había enfermeras, médicos, actividad, otras camillas. Un ayudante le cortó el paso a Curtis O'Keefe.

– Por favor, espere aquí.

– Quiero saber… -protestó O'Keefe.

Una enfermera que entraba, se detuvo un momento:

– Se hará cuanto sea posible. Un médico hablará con usted tan pronto pueda hacerlo. -Entró. La puerta de vaivén se cerró.

Curtis O'Keefe permaneció mirando las puertas. Tenía los ojos nublados, y el corazón destrozado.

Después de la partida de Dodo (menos de media hora antes), había quedado caminando de un lado al otro, en la sala de la suite, confuso y turbado. El instinto le decía que algo se había ido de su vida, que jamás podría volver a encontrar. La lógica se burlaba de él. Otras, antes que Dodo, habían llegado y se habían marchado. El había sobrevivido a las partidas. La idea de que esta vez podría ser distinto, era absurda.

Aun así, había estado tentado de ir tras de Dodo, quizá para demorar su separación por unas horas, y en ese tiempo pesar sus sentimientos una vez más. La razón venció. Permaneció donde estaba.

Pocos minutos después había oído las sirenas. Al principio no le habían interesado. Luego, al advertir el creciente número y la patente convergencia al hotel, se había asomado a la ventana de la suite. La actividad abajo le decidió a descender. Acudió como estaba, en mangas de camisa, sin ponerse la chaqueta.

En el piso duodécimo, mientras esperaba un ascensor se oían alarmantes ruidos. Después de casi cinco minutos, cuando el ascensor no llegaba, O'Keefe decidió utilizar la escalera de emergencia. A medida que bajaba, descubrió que otros habían tenido la misma idea. Cerca de los pisos más bajos, los ruidos se hacían más distintos. Sus condiciones físicas le permitieron aumentar la velocidad.

En el vestíbulo se enteró, por los excitados espectadores, de los hechos esenciales que habían ocurrido. Fue entonces cuando rezó por que Dodo hubiera abandonado el hotel antes del accidente. Un momento después vio que la sacaban inconsciente del hueco del ascensor.

El traje amarillo que había admirado, su pelo, sus piernas, eran una masa de sangre. La muerte estaba en su rostro.

En ese instante, con una dura y tremenda claridad, Curtis O'Keefe descubrió la verdad de la que se había defendido durante tanto tiempo. La amaba. Mucho, con ardor, con una devoción más allá de lo humano. Demasiado tarde, se dio cuenta que al dejar partir a Dodo, había cometido el gran error de su vida.

Reflexionaba en ello ahora, con amargura, vigilando las puertas de la sala de primeros auxilios. Se abrieron brevemente, y salió una enfermera. Cuando él se le acercó, la enfermera movió la cabeza y siguió su camino.

Curtis tenía una sensación de desamparo. ¡Era tan poco lo que podía hacer! Pero lo que pudiera, lo haría.

Dando media vuelta, caminó por el hospital. Atravesando los vestíbulos y corredores llenos de gente, la apartó para seguir los indicadores y flechas hacia su objetivo. Abrió una puerta que decía Privado desoyendo a las secretarias que protestaban. Se detuvo ante el escritorio del director.

El director se incorporó colérico de su silla. Cuando Curtis O'Keefe se identificó, la cólera cedió algo.

Quince minutos más tarde el director salió de la sala de primeros auxilios acompañado por un hombre tranquilo, delgado, que presentó como el doctor Beauclaire. El médico y O'Keefe se dieron la mano.

– Entiendo que usted es amigo de la señorita… creo que es miss Lash.

– ¿Cómo está, doctor?

– Su estado es crítico. Estamos haciendo todo lo posible. Pero tengo que decirle que no hay muchas probabilidades de que sobreviva.

O'Keefe se quedó en silencio, abrumado.

– Tiene una herida grave en la cabeza que superficialmente parece ser una fractura con depresión de cráneo. También existe la posibilidad de que los fragmentos de hueso hayan entrado en el cerebro. Lo sabremos mejor después de los rayos X -terminó el médico.

– Primero estamos reanimando a la paciente -explicó el director.

– Le estamos haciendo transfusiones. Perdió mucha sangre -agregó el médico-. Y se ha empezado el tratamiento para el shock.

– ¿Cuánto tiempo…?

– Reanimarla tardará por lo menos una hora más. Luego, si los rayos X confirman el diagnóstico, tendremos que operar en seguida. ¿El pariente más próximo está en Nueva Orleáns?

O'Keefe negó con la cabeza.

– En realidad no importa. En este tipo de emergencia, la ley nos permite proceder sin permiso.

– ¿Puedo verla?

– Quizá más tarde. Todavía no.

– Doctor, si usted necesita algo… una cuestión de dinero, ayuda profesional… -El director interrumpió con calma.

– Este es un hospital gratuito, míster O'Keefe. Es para indigentes y emergencias. A pesar de ello, aquí se prestan servicios que el dinero no podría comprar. Tenemos anexas dos Universidades de Medicina, su personal está a nuestra disposición. Debo decirle que el doctor Beauclaire es uno de los principales neuro-cirujanos del país.

– Lo siento -dijo O'Keefe con humildad.

– Tal vez pueda hacer una cosa -recordó el médico.

O'Keefe levantó la cabeza.

– La paciente está inconsciente ahora, y bajo sedantes. Pero antes tuvo momentos de lucidez. En uno de ellos, preguntó por su madre. Si fuera posible traerla aquí…

– Es posible -era un alivio que, por lo menos, hubiera algo que pudiera hacer él.

Desde un teléfono de pago del corredor, Curtis O'Keefe pidió una comunicación a Akron, Ohio. Era el «O'Keefe-Cuyahoga Hotel». El gerente Harrison estaba en la oficina.

– Deje lo que está haciendo -instruyó O'Keefe-. No haga nada hasta que haya cumplido, con la mayor rapidez posible, lo que voy a decirle.

– Sí, señor. -La voz alerta de Harrison se oyó en el extremo de la línea.

– Tiene que ponerse en contacto con mistress Irene Lash, de Exchange Street, en Akron. No tengo el número de la casa. -O'Keefe recordaba la calle desde aquel día en que Dodo había ordenado por telégrafo que enviaran la canasta de fruta. ¿Había sido el martes último?

Oyó que Harrison decía a alguien en su oficina:

– Una guía…, ¡ rápido!

– Vea a mistress Lash usted en persona. Déle la noticia de que su hija Dorothy, ha tenido un accidente y puede morir -continuó O'Keefe-. Quiero que mistress Lash venga a Nueva Orleáns por el medio más rápido posible. Fletando un avión si es necesario. No se preocupe de lo que cueste.

– Un momento, míster O'Keefe -éste podía oír las rápidas órdenes de Harrison-. Consigan una comunicación con Easter Airline… el departamento de ventas en Cleveland… en otra línea. Luego, necesito una limousine con un conductor bueno y rápido, en la puerta de Market Street. -La voz volvió, se oyó más fuerte.- Continúe, míster O'Keefe.

Tan pronto como se hubieron hecho los arreglos, O'Keefe ordenó que lo llamaran al «Charity Hospital».

Colgó el receptor, confiado en que sus instrucciones se llevarían a cabo. Harrison era un buen hombre. Quizá mereciera un hotel más importante.

Noventa minutos más tarde, los rayos X confirmaron el diagnóstico del doctor Beauclaire. Se estaba preparando una sala de operaciones en el piso duodécimo. La neurocirugía, para llegar a algo definitivo, llevaría varias horas.

Antes de que Dodo fuera llevada en una camilla a la sala de operaciones, Curtis O'Keefe tuvo permiso para verla un momento. Estaba pálida e inconsciente. Le pareció como si toda su dulzura y vitalidad hubiera desaparecido.

Las puertas de la sala de operaciones se habían cerrado.

La madre de Dodo estaba en camino. Harrison se lo había notificado. McDermott del «St. Gregory», a quien O'Keefe telefoneó hacía unos minutos, estaba ocupándose de que alguien esperara a mistress Lash en el aeropuerto y la llevara directamente al hospital.

Por el momento nada se podía hacer más que esperar.

Poco antes, O'Keefe había declinado una invitación para descansar en la oficina del director. Esperaría en el piso duodécimo, el tiempo que fuera.

De pronto, tuvo deseos de rezar.

Una puerta próxima tenía la inscripción Señoras de Color. Próxima a ella había otra con la de Sala de Instrumental de Recuperación. Un panel de vidrio mostró que dentro estaba oscuro.

Abrió la puerta y entró andando a tientas; a un lado, una carpa de oxígeno y un pulmón de acero. En la semioscuridad encontró un espacio libre para arrodillarse. El piso era bastante más duro para sus rodillas, que la alfombra a la que estaba habituado.

Pero no parecía importarle. Unió las manos suplicantes y bajó la cabeza.

Era curioso, por primera vez en muchos años, no encontraba palabras para lo que sentía en su corazón.

18

Las sombras, como un calmante para el día que terminaba, estaban invadiendo la ciudad. Peter McDermott pensó que pronto llegaría la noche, con el sueño, y por un tiempo, el olvido. Mañana la opresión de los acontecimientos de hoy comenzaría a ceder. Ya la oscuridad marcaba el comienzo al proceso del tiempo que, al fin, curaba todas las cosas.

Pero pasarían muchos atardeceres y noches y días antes que aquellos que estuvieron cerca de los sucesos acaecidos hoy, pudieran liberarse de la sensación de tragedia y terror. Las aguas del Leteo estaban aún muy distantes. Río del olvido.

La actividad, si bien no curaba, mitigaba un poco.

Desde esta tarde temprano, habían pasado muchas cosas.

Solo, en su oficina del entresuelo principal, Peter pasó revista a lo que se había hecho y a lo que quedaba por hacer.

El triste proceso de identificar a las personas muertas y notificarlo a sus familias, ya se había llevado a cabo. Y se estaban tomando las disposiciones pertinentes para que el hotel ayudara, en los casos necesarios.

Lo poco que podía hacerse por los heridos, además del cuidado en el hospital, se estaba haciendo.

El personal de emergencia, bomberos y policías, hacía mucho que se habían marchado. En su lugar estaban los inspectores de ascensores, examinando cada una de las piezas del equipo de ascensores que poseía el hotel. Trabajarían toda la noche y mañana. Entretanto, el servicio de ascensores había sido restablecido parcialmente.

Los inspectores de seguros, hombres sombríos, previendo cuantiosas reclamaciones, interrogaban en forma intensiva, tomando declaraciones.

El lunes, un equipo de consultores vendría por avión desde Nueva York para comenzar a proyectar el reemplazo de la maquinaria de todos los ascensores de pasajeros por otra nueva. Sería el primer gasto grande del régimen Albert Wells-Dempster-McDermott.

La renuncia del jefe de mecánicos estaba sobre el escritorio de Peter. Pensaba aceptarla.

El jefe, Doc Vickery, debería ser retirado honorablemente, con una pensión que compensara sus largos años de servicio en el hotel. Peter se ocuparía de que fuera bien tratado.

Monsieur Hebrand, el chef de cuisine, recibiría el mismo trato. Pero el retiro del viejo chef debía realizarse rápidamente, y André Lemieux sería promovido a su lugar.

El futuro del «St. Gregory» dependería en gran parte del joven André Lemieux (con sus ideas para crear restaurantes de especialidades, bares íntimos, severo control del sistema de abastecimiento del hotel). El hotel no vivía sólo de lo producido por las habitaciones. Podría tener un lleno cada día y quebrar. Servicios especiales, tales como convenciones, restaurantes, bares, eran la veta madre donde yacían las ganancias.

Serían necesarias otras designaciones, una reorganización de los departamentos, una nueva clara delimitación de responsabilidades. Como vicepresidente ejecutivo, Peter estaría ocupado mucho tiempo en el aspecto político. Necesitaría un ayudante general para que supervisara todos los días la marcha del hotel. Quienquiera que fuera tenía que ser joven, eficiente, disciplinado cuando fuera necesario, pero capaz de llevarse bien con personas mayores que él. Un graduado del «School of Hotel Administration» podría servir. El lunes, decidió Peter, telefonearía al Dean Robert Beck en Cornell. El decano se mantenía en contacto con sus exalumnos más capaces. Pudiera ser que conociera a un hombre de esas condiciones que en este momento estuviera disponible.

A pesar de la tragedia de hoy era necesario pensar en el futuro.

También debía considerar su propio futuro con Christine. La idea era inspiradora. Todavía no se había acordado nada entre ellos. Pero sabía cuál sería la solución. Christine se había marchado, más temprano, a su apartamento de Gentilly. Pronto la vería.

Otra cosa, menos agradable, quedaba por hacer. Hacía una hora que el capitán Yolles de la Policía de Nueva Orleáns había llegado a la oficina de Peter. Volvía de entrevistar a la duquesa deCroydon.

– Cuando se está con ella -había dicho Yolles-, uno se pregunta: ¿qué hay debajo de toda esa coraza de hielo? ¿Es una mujer? ¿Es que siente algo por la forma en que murió su marido? Vi su cuerpo. Mon Dieu! Nadie merece una cosa así. Ella también lo vio. Pocas mujeres lo hubieran resistido. Sin embargo la duquesa no se inmutó. Ni sentimiento, ni lágrimas. Sólo la cabeza echada hacia atrás, con ese gesto que tiene, y la altanera forma con que lo mira a uno. Si le digo la verdad, como hombre me siento atraído por ella. A uno se le ocurre que quisiera saber qué es en realidad. -El detective guardó silencio.

Más tarde, respondiendo a una pregunta de Peter, Yolles informó:

– La acusaremos como cómplice, y será arrestada después del funeral. Lo que suceda después, si el jurado la condena, si la defensa sostiene que el marido era culpable, y está muerto… Bien, veremos.

Ogilvie ya había sido ocusado. Dijo el policía:

– Está detenido por complicidad. Podemos cargarle algo más después. El fiscal del distrito decidirá. De cualquier manera, si le reserva el puesto a Ogilvie, no cuente con él hasta dentro de cinco años.

– No pensamos hacerlo. -La reorganización de la fuerza de detectives del hotel encabezaba la lista de cosas que debía hacer Peter.

Cuando el capitán Yolles se marchó, la oficina quedó en silencio. Ya eran las primeras horas de la noche. Un momento después, Peter oyó la puerta exterior abrirse y cerrarse. Un golpe suave sonó en la de su oficina.

– ¡Adelante!

Era Aloysius Royce. El joven negro traía una bandeja con un jarro y una sola copa. Dejó la bandeja sobre el escritorio y dijo:

– Pensé que quizá le gustaría esto.

– Gracias-respondió Peter-. Pero nunca bebo solo.

– Tenía la idea de que iba a decir eso. -Del bolsillo sacó una segunda copa.

Bebieron en silencio. Lo que habían vivido en el día de hoy, estaba demasiado próximo para hacer ningún brindis.

– ¿Fue usted quien acompañó a mistress Lash?

– La llevé al hospital. Tuvimos que entrar por puertas diferentes, pero nos encontramos dentro y la acompañé a ver a míster O'Keefe.

– Gracias -después de la llamada de Curtis O'Keefe, Peter había querido que alguien de su confianza fuera al aeropuerto. Esa fue la razón por la que se lo pidió a Royce.

– Habían terminado de operar cuando llegamos al hospital.

Salvo que se produzcan complicaciones, la señorita… miss Lash… se repondrá.

– ¡Me alegro!

– Míster O'Keefe me dijo que iban a casarse tan pronto se recupere. A su madre parece gustarle la idea.

Peter sonrió fugazmente.

– Supongo que a las madres les gustaría.

Hubo un silencio; luego Royce dijo:

– He oído hablar de la reunión de esta mañana. La posición que usted adoptó. La forma en que terminaron las cosas.

– El hotel ya no es segregacionista. A partir de ahora.

– Supongo que usted espera que le dé las gracias, por darnos lo que en derecho nos pertenece.

– No -respondió Peter-. Y está quisquilloso de nuevo. Me pregunto si decidirá quedarse con W. T. Yo sé que a él le gustaría y usted estaría enteramente libre. En el hotel hay trabajo para un abogado. Puedo ocuparme de que sea usted.

– Le agradezco eso, pero la respuesta es no. Se lo dije a míster Trent esta tarde… Me marcho tan pronto me gradúe. -Volvió a llenar los vasos con «Martini» y quedó contemplando el suyo.- Estamos en una guerra, usted y yo… en bandos contrarios. No terminará en nuestra época, tampoco. Lo que yo pueda hacer, lo que he aprendido de la ley, pienso utilizarlo en ayudar a mi gente. Hay.muchas luchas por delante, algunas legales, y también de otro tipo. No siempre serán limpias de nuestro lado, como tampoco del de ustedes. Pero cuando somos injustos, intolerantes, poco razonables, recuerde… lo hemos aprendido de ustedes. Todos tendremos dificultades. Ustedes también. Usted ha eliminado la discriminación, pero no es el fin. Habrá problemas: con la gente a quien no le gusta lo que usted ha hecho, con negros que no se comportarán agradablemente, que lo perturbarán porque algunos son como son. ¿Qué hará con el negro vocinglero, con el negro pícaro, con el negro enamoradizo, medio borracho? Nosotros también los tenemos. Cuando los blancos se comportan así, ustedes se lo aguantan, tratan de sonreír, y la mayoría de las veces los disculpan. ¿Cuando sean negros… qué harán entonces?

– Puede no ser fácil -respondió Peter-. Trataré de ser objetivo.

– Usted lo será. Otros no. De todas maneras, la guerra seguirá su curso. Sólo hay una cosa buena. -¿Cuál? -De vez en cuando habrá treguas. -Royce tomó la bandeja con el jarro y los vasos vacíos.- Creo que esto ha sido una.


Ya era de noche.

Dentro del hotel, el ciclo de otro día hotelero había seguido su curso. Este había sido distinto de la mayoría, pero bajo los acontecimientos excepcionales, la rueda continuaba. Reservas, recepciones, administración, manejo doméstico, mecánico, garaje, tesorería, cocinas… todo se combinaba en una sola y simple función: Dar la bienvenida al viajero, alimentarlo, proporcionarle descanso y despedirlo.

Pronto el ciclo comenzaría otra vez.

Cansado, Peter McDermott se preparó para marcharse. Apagó las luces de la oficina y, desde la suite de los ejecutivos, caminó a lo largo del entresuelo principal. Cerca de las escaleras que iban al vestíbulo de entrada se vio en el espejo.

Por primera vez advirtió que el traje que llevaba estaba arrugado y manchado. Se había puesto así, reflexionó, bajo los escombros del ascensor, donde Billyboi había muerto.

Se estiró la chaqueta y la limpió lo mejor que pudo con la mano; el ligero crujir de un papel, le hizo buscar en el bolsillo donde sus dedos encontraron una nota doblada. Al sacarla, recordó. Era la que Christine le había dado al dejar la reunión esa mañana… la reunión en donde había expuesto su carrera en aras de un principio, y había vencido.

No había recordado la nota hasta este momento. La abrió con curiosidad. Decía: Será un hermoso hotel, porque se parecerá al hombre que lo dirige.

Abajo, con letra más pequeña, Christine había esrito: Postdata: Te amo.


Sonriendo y alargando los pasos, bajó las escaleras hasta llegar al vestíbulo principal de su hotel.

Загрузка...