En cuanto los primeros rayos de luz de una nueva aurora se filtraron tenuemente sobre Nueva Orleáns, Keycase, sentado sobre la cama de su habitación en el «St. Gregory», estaba fresco, alerta y listo para trabajar.
Había dormido con sueño profundo la tarde anterior y las primeras horas de la noche. Luego hizo una excursión desde el hotel, volviendo a las dos de la madrugada. Había vuelto a dormir otra hora y media, despertándose bien despejado en el momento que se había propuesto. Se levantó, afeitó y duchó, terminando con agua fría. La lluvia helada tonificó su cuerpo, al principio con un hormigueo, y luego entrando en calor al frotarse en forma vigorosa con la toalla.
Parte de su ritual previo a un saqueo profesional, era ponerse ropa interior fresca y una camisa limpia planchada. Ahora podía sentir la agradable aspereza de la tela, que se complementaba con el punto de tensión al que se había acostumbrado. Si por un instante experimentó alguna duda breve e inquietante (una sombra de temor concerniente a la terrible posibilidad de ser enviado a prisión por quince años, si lo cogían una vez más), la desechó en seguida.
Mucho más satisfactoria era la facilidad con que había llevado a cabo sus preparativos.
Desde su llegada el día anterior, había aumentado su colección de llaves del hotel, de tres a cinco.
Una de las dos llaves extra, la había obtenido la noche anterior de la forma más simple, pidiéndola en el mostrador, principal del hotel. El número de su habitación era 830. Había pedido la llave 803.
Antes de hacerlo, tomó ciertas precauciones elementales. Se aseguró que la llave 803 estaba en el papel, y que la casilla debajo de la llave no contenía cartas ni mensajes. En caso afirmativo, habría esperado. Cuando entregaban cartas o mensajes, los empleados tenían la costumbre de preguntar su nombre a los que reclamaban las llaves. Había estado rondando hasta que el mostrador estuvo lleno; luego se unió a la fila de varios huéspedes. Le entregaron la llave sin preguntar. De presentarse cualquier tropiezo, hubiera dado la explicación, muy aceptable, de que había confundido el número.
La facilidad de todo, se dijo, era un buen augurio. Más tarde, después de asegurarse de que había cambiado el turno de empleados, conseguiría las llaves 380 y 930 de la misma manera.
Una segunda tentativa tuvo, también, buen resultado. Dos noches antes, a través de un contacto responsable, había hecho ciertos arreglos con una muchacha de Bourbon Street. Fue ella quien le proporcionó la quinta llave, con la promesa de otras más.
Sólo la terminal del ferrocarril, después de una tediosa vigilia que cubrió muchas partidas de trenes, no le había dado resultado. Lo mismo había sucedido en otras ocasiones y en otras partes, y Keycase decidió aprovechar la experiencia. Los que viajaban por tren eran, sin duda, más conservadores que los que viajaban por aire y tal vez por esa razón tuvieran más cuidado con las llaves del hotel. De manera que en lo futuro eliminaría de sus planes las terminales ferroviarias.
Miró la hora. Ya no había motivo para retrasarse, aun cuando advirtió que experimentaba una curiosa desgana de dejar la cama donde estaba sentado. Pero, sobreponiéndose, completó sus dos últimos preparativos.
En el cuarto de baño se sirvió el tercio de un vaso de whisky. Hizo prolongadas gárgaras con la bebida, aunque sin ingerirla, escupiéndola en el lavabo.
Luego tomó un periódico doblado… una primera edición del Times-Ficayune, comprado anoche… y se lo colocó bajo el brazo.
Por fin, después de registrar sus bolsillos donde había dispuesto su colección de llaves por orden de números, salió de su habitación.
Sus zapatos con suela de goma, no hacían ruido en la escalera de servicio. Bajó dos pisos hasta el sexto, moviéndose con comodidad, sin prisa. Al entrar al corredor del sexto piso, miró con precaución y disimulo hacia uno y otro lado, por si alguien pudiera observarlo. El corredor estaba desierto y silencioso.
Keycase ya había estudiado el esquema del hotel y el sistema de numeración de las habitaciones. Tomando la llave 641 del bolsillo, la retuvo con naturalidad en la mano y caminó despacio hacia donde estaba la habitación.
La llave era la primera que había obtenido en el aeropuerto de Moisant. Keycase, sobre todas las cosas, tenía una mente ordenada.
La puerta de la 641 estaba frente a él. Se detuvo. No se veía luz por debajo de ella. Tampoco se oía ruido dentro. Sacó los guantes y se los puso.
Sintió que se aguzaban sus sentidos. Sin hacer el menor ruido, insertó y giró la llave. En el más profundo silencio la puerta se abrió. Quitando la llave, entró, cerrándola con mucha suavidad tras de sí.
Las débiles luces del amanecer menguaban la oscuridad interior. Keycase se quedó inmóvil, orientándose, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.
La claridad grisácea era una razón por la que los avezados ladrones de hoteles elegían esa hora para operar. La luz era suficiente para ver y evitar obstáculos y, con suerte, podían eludir el ser vistos. Había otras razones, también. Era un momento de calma en la vida de cualquier hotel… el personal de la noche, todavía en funciones, estaba menos alerta cuando faltaba poco tiempo para cambiar el turno. El personal diurno todavía no había entrado. Los huéspedes… hasta los jaraneros y noctámbulos, estaban ya en sus habitaciones y casi con seguridad dormidos. El amanecer también daba a la gente una sensación de seguridad, como si los peligros de la noche hubieran pasado.
Keycase podía ver, sin embargo, la forma de una mesita de noche. A la derecha, estaba la sombra de una cama; a juzgar por la respiración, reposada, el ocupante dormía.
La mesita de noche era el primer lugar donde buscar dinero.
Se movió con cautela, sus pies explorando en torno para no tropezar. Se estiró para tocar la mesita de noche al aproximarse. Exploró con la punta de los dedos. Los dedos enguantados encontraron una pequeña pila de monedas. No le interesaban. Las monedas hacían ruido. Pero donde había monedas, era probable que estuviera la cartera. ¡Ah!, la había encontrado. Y muy abultada.
Una luz brillante iluminó de pronto la habitación.
Sucedió tan repentinamente, sin el menor anuncio ni sonido, que la rapidez de Keycase, de la que se enorgullecía, le falló por completo.
La reacción fue instintiva. Dejó caer la cartera y se volvió con aire culpable, encarado a la luz.
El hombre que había encendido la lámpara al lado de la cama, estaba en pijama, sentado. Se le veía joven, fuerte y colérico.
Sin contenerse, exclamó:
– ¿Qué demonios está haciendo?
Keycase se detuvo con la boca abierta, con expresión tonta, incapaz de hablar.
Lo probable, razonó en seguida Keycase, es que el que despierta, necesite uno o dos segundos para recuperar toda su claridad mental, motivo por el cual no había percibido la culpabilidad inicial de su visitante. Pero por el momento, consciente de haber perdido una preciosa ventaja, Keycase intentó recuperar la iniciativa, aunque su reacción resultara tardía.
Balanceándose como si estuviera borracho, exclamó:
– ¿Qué significa eso de qué estoy haciendo? ¿Qué está haciendo usted en mi cama? -simulando despreocupación se quitó los guantes.
– ¡Al demonio con usted…! ¡Esta es mi cama! ¡Y mi habitación!
Acercándose, Keycase le exhaló el aliento cargado del whisky de las gárgaras. Vio que el otro se retraía. Ahora Keycase pensaba con rapidez y con toda frialdad, como siempre lo había hecho. Había sorteado situaciones tan peligrosas como ésta, con anterioridad.
Era importante, llegado este punto, entrar en la fase defensiva, y no continuar con el tono agresivo, porque si no el legítimo propietario de la habitación, podía asustarse y pedir socorro. Además, éste tenía todo el aspecto de poder resolver cualquier contingencia por sí mismo.
– ¿Su habitación? ¿Está seguro? -preguntó Keycase con expresión tonta.
El hombre de la cama estaba más colérico que nunca:
– ¡Despreciable borracho! ¡Por supuesto que estoy seguro de que ésta es mi habitación!
– ¿Es la 614?
– ¡Estúpido fantoche! ¡Es la 641!
– Lo siento, amigo. Me parece que me he equivocado. -Keycase tomó el diario que llevaba debajo del brazo para dar la impresión de que acababa de llegar de la calle.- Este es el diario de la mañana. Se lo dejo como atención especial.
– No quiero su maldito periódico. ¡Cójalo y vayase!
¡Había salido bien! Una vez más, la ruta de escape bien planeada había dado resultado.
– Lo siento, amigo. No es necesario que se enoje. Me voy -agregó desde la puerta.
Ya casi había salido; el hombre seguía en la cama, todavía echando chispas. Utilizó un guante doblado para abrir el picaporte. Sólo entonces lo había logrado. Keycase cerró la puerta tras de sí.
Escuchando atentamente, oyó que el hombre se levantaba de la cama y los pasos que se dirigían hacia la puerta; ésta sonó, y el de dentro colocó la cadena de seguridad. Keycase continuó escuchando.
Durante cinco largos minutos permaneció en el corredor sin volverse, esperando que el hombre de la habitación telefonearía abajo. Era esencial saberlo. Si sucedía, Keycase debía volver al punto a su habitación antes de que se diera la alarma. Pero no hubo ningún ruido ni sonó el teléfono. El peligro, de momento, había desaparecido.
Después, sin embargo, el asunto podría ser diferente.
Cuando míster 641 despertara, a plena luz de la mañana, recordaría lo ocurrido. Pensando en ello, podría plantearse algunos interrogantes. Por ejemplo: ¿Cómo era posible que alguien al equivocarse de habitación, pudiera entrar en ésta, utilizando la llave de otra? Y una vez dentro, ¿por qué se quedó en la oscuridad en lugar de encender la luz? También estaba la reacción inicial de culpabilidad de Keycase. Un hombre inteligente, despierto por completo, podría reconstruir esa parte de la escena. En cualquier caso, habría bastante razón para hacer una indignada llamada telefónica al gerente del hotel.
La gerencia, representada quizá por el detective del hotel, reconocería en seguida los síntomas y se realizarían los controles de rigor. Entrevistarían al ocupante de la habitación 614, quienquiera que fuese y con seguridad pondrían frente a frente a ambos huéspedes. Los dos afirmarían que jamás se habían visto. El detective no se sorprendería, pero confirmaría su sospecha referente a la presencia de un ladrón profesional en el hotel; la noticia cundiría con rapidez. De tal manera al iniciarse la campaña de Keycase, todo el personal del hotel sería alertado.
También era probable que el hotel se pusiera en contacto con la Policía local. Ellos a su vez pedirían información al F. B. I. con respecto a ladrones de hoteles conocidos que pudieran estar operando por allí. Si llegaba esa lista, era seguro que traería incluido el nombre de Julius Keycase Milne. Habría fotografías, instantáneas policiales para ser exhibidas a los empleados del hotel y otras personas.
Lo que debería hacer era recoger y huir. Si se apresuraba, podía salir de la ciudad en menos de una hora.
Sólo que no era tan simple. Había invertido el dinero: el coche, el motel, su habitación en el hotel, la muchacha del strip. Ahora, sus fondos andaban escaseando. Tenía que obtener una ganancia, y buena, de Nueva Orleáns. Piénsalo otra vez, se dijo Keycase. Piénsalo.
Hasta ahora había analizado los aspectos negativos del problema. Había que estudiarlo de otra manera.
Aun cuando se produjera la secuencia de acontecimientos que había imaginado, podrían transcurrir varios días. La Policía de Nueva Orleáns estaba ocupada. De acuerdo con la información del matutino, todos los detectives disponibles estaban trabajando a destajo en un caso aún no resuelto de un atropello y huida del conductor: un doble homicidio que había producido gran conmoción en la ciudad entera. No era probable que la Policía restara tiempo a eso, cuando en el hotel no se había cometido ningún crimen. Por supuesto, que en algún momento vendrían. Siempre era así.
De manera que ¿cuánto tiempo tenía? Sin ser optimista, otro día completo; probablemente, dos. Lo meditó con cuidado. Sería suficiente.
El viernes por la mañana, después de haber conseguido lo que quería, podría abandonar la ciudad sin dejar rastro. Y así lo resolvió.
Pero ahora, en ese momento, ¿qué haría? ¿Volver a su habitación del octavo piso, dejando el resto de la tarea para mañana, o seguiría adelante?
La tentación de abandonar el primitivo plan era muy fuerte. El incidente de un momento antes lo había sacudido mucho más -si era sincero consigo mismo- que otros episodios anteriores y similares. Su propia habitación le parecía un seguro y confortable refugio.
Definitivamente, resolvió seguir adelante. Cierta vez había leído que cuando el piloto de un avión militar tenía un accidente por causas que le eran ajenas, en seguida se le enviaba a otro vuelo antes de que perdiera su temple. El debía seguir el mismo principio.
La primera llave que había obtenido le había fracasado. Tal vez fuera un augurio, indicando que debería alterar el orden y probar con la última. La muchacha de Bourbon Street le había dado la 1062. ¡Otro augurio! ¡Su número de suerte… el 2! Contando los pisos mientras subía, Keycase ascendió por la escalera de servicio.
El hombre llamado Stanley, de Iowa, que había caído en la treta más antigua en Bourbon Street, estaba por fin dormido. Al principio había aguardado a la rubia de amplias caderas, con esperanza; luego, a medida que pasaba el tiempo, éstas empezaron a disminuir, a lo que se añadió la poco agradable sensación de haber sido timado. Al final, cuando sus ojos no pudieron permanecer abiertos por más tiempo, se dio vuelta y cayó en un profundo sueño alcohólico.
No oyó a Keycase cuando entró y tampoco cuando se movió cuidadosamente y metódicamente por la habitación. No se interrumpió su profundo sueño mientras Keycase le quitaba el dinero de la cartera y se guardaba el reloj y el anillo de sello, la pitillera de oro, el encendedor que hacía juego y unos gemelos de brillantes. Tampoco se movió cuando Keycase se marchó silenciosamente.
Era mediodía cuando Stanley, de Iowa, se despertó, y pasó otra hora antes de que advirtiera entre la penumbra de su lastimosa condición física, que le habían robado. Cuando por fin comprendió la importancia de este nuevo desastre, que se agregaba a su presente estado, más la costosa e improductiva aventura de la noche anterior, se sentó en una silla y lloró como un niño.
Mucho antes de eso, Keycase ponía a buen recaudo su botín.
Saliendo de la 1062, Keycase decidió que había demasiada luz para arriesgar otra partida, y volvió a su propia habitación, 830. Contó el dinero. Sumaba la satisfactoria cantidad de noventa y cuatro dólares, la mayor parte en billetes de cinco y de diez, todos usados, lo que significaba que no podían ser identificados. Con verdadero placer agregó el dinero de su propia cartera.
El reloj y otras cosas eran más difíciles de ocultar. Al principio había vacilado con respecto a la conveniencia de cogerlas, pero había cedido a la codicia y a la ocasión. Desde luego, implicaba un peligro en algún momento del día. La gente podía perder dinero y no estar segura de cuándo ni cómo, pero la ausencia de joyas indicaba un robo, en forma concluyen te. Ahora era mucho más probable la rápida atención de la Policía, y el tiempo que se había otorgado podía ser menor, aunque tal vez no fuera así. Encontró que su confianza aumentaba, con una mejor disposición para correr riesgos, si era necesario.
Entre sus efectos había una maleta pequeña, de hombre de negocios, del tipo que se puede entrar y sacar de un hotel sin llamar la atención. Keycase puso los artículos robados en ella, calculando que, sin duda, algún joyero de su confianza le pagaría por lo menos cien dólares aun cuando su verdadero valor fuera mucho mayor.
Esperó, dejando que el hotel despertara, y que el vestíbulo estuviera bastante concurrido. Entonces tomó el ascensor, salió de él, y caminó con la maleta hasta el aparcamiento de Canal Street, donde había dejado el coche la noche anterior. Desde allí, se dirigió conduciendo con cuidado, a su habitación en el motel sobre la carretera Chef Menteur. Se detuvo una vez en la ruta, levantó el capó del «Ford» simulando un problema en el motor, mientras sacaba la llave escondida en el filtro de aire del carburador. Se quedó en el motel sólo el tiempo necesario para pasar los efectos robados a otra maleta. En el camino de vuelta al centro, repitió la pantomima del coche, volviendo a colocar la llave en el escondrijo. Cuando hubo estacionado el coche (en un estacionamiento distinto) no había nada en su persona ni en la habitación del hotel que lo pudiera relacionar con las cosas robadas.
Se sentía tan contento con la forma en que se desarrollaban las cosas que se detuvo a desayunar en la cafetería del «St. Gregory».
Al salir vio a la duquesa de Croydon.
Un momento antes había salido del ascensor al vestíbulo del hotel. Los Bedlington terriers, tres de un lado y dos del otro, tiraban hacia delante con entusiasmo de exploradores. La duquesa sostenía las correas con firmeza y decisión, si bien sus pensamientos estaban en otra parte, los ojos fijos al frente, como si estuviera viendo mucho más allá, a través de las paredes del hotel. Su soberbia altivez, su señorío, eran tan evidentes como siempre. Sólo un observador muy alerta podría haber advertido líneas de tensión y cansancio en su rostro, que los afeites y un esfuerzo de voluntad no podían borrar del todo.
Keycase se detuvo, al principio sorprendido e incrédulo. Sus ojos lo sacaron de la duda: era la duquesa de Croydon. Keycase, ávido lector de revistas y periódicos, había visto demasiadas fotografías de ella para no estar seguro. Y la duquesa se hospedaba, presumiblemente, en este hotel.
Su cabeza trabajaba con velocidad. La colección de joyas de la duquesa de Croydon era una de las más fabulosas del mundo. Cualquiera que fuera la ocasión, siempre aparecía resplandeciente con sus alhajas. Aun ahora, sus ojos se entrecerraron al ver sus anillos y un broche de zafiros, que deberían ser de un valor incalculable. La costumbre de la duquesa significaba que, a pesar de las naturales precauciones, siempre tendría parte de su colección muy a mano.
Una idea a medio formar: inquieta, audaz, imposible… ¿lo sería? estaba tomando cuerpo en la mente de Keycase.
Continuó observando, mientras precedida por los perros, la duquesa de Croydon pasó por el vestíbulo hacia la calle soleada.
Herbie Chandler llegó temprano al hotel, pero no para beneficio del «St. Gregory», sino para el suyo propio.
Entre los fraudes sistematizados del jefe de botones había uno al que se le llamaba, en los muchos hoteles en que se practicaba, «mezcla de fondos de licor».
Los huéspedes del hotel que recibían visitas en sus habitaciones, o aun los que bebían solos, con frecuencia dejaban unos centímetros de licor en las botellas, en el momento de marcharse. Cuando hacían las maletas, la mayor parte se abstenía de incluir los fondos de licor, ya fuese por temor a que se derramaran o para no pagar exceso de equipaje aéreo. Pero la psicología humana los llevaba a no tirar un buen licor y por lo general lo dejaban, intacto, sobre la mesita de noche de las habitaciones desocupadas.
Si un botones observaba tales residuos cuando lo llamaban para llevar las maletas de los huéspedes que partían, era común que volviera a los pocos minutos para recogerlos. Cuando los huéspedes cargaban con sus propias maletas, como muchos prefieren hacerlo en nuestros días, la camarera del piso casi siempre lo notificaba al botones, quien compartiría con ella el beneficio.
Los restos de licor se abrían paso hacia el rincón de almacenamiento en un subsuelo, dominio privado de Herbie Chandler. Estaba protegido como tal por la intervención del encargado de la despensa, quien a su vez, recibía ayuda de Chandler para ciertas raterías propias.
Se llevaban las botellas allí; por lo general, en las bolsas de la lavandería, que los botones podían manipular dentro del hotel, sin provocar comentarios.
En el transcurso de uno o dos días, la cantidad recolectada era sorprendentemente grande.
Cada dos o tres días (con más frecuencia, si el hotel estaba atareado con los congresos) el jefe de botones consolidaba su provisión, como estaba haciendo ahora.
Herbie juntó las botellas que contenían gin, en un grupo. Eligiendo dos de las marcas más caras, y empleando un pequeño embudo, vació las otras marcas en ellas. Terminó con la primera botella llena y la segunda hasta sus tres cuartas partes. Tapó las dos botellas, poniendo la segunda a un lado para llenarla con la próxima remesa. Repitió el proceso con el Bourbon, Scotch y whisky de centeno. En total, se llenaron siete botellas con restos de otras. Luego de vacilar un momento, vació algunos restos de vodka en las botellas de gin.
Ese mismo día, algo más tarde, las siete botellas se entregarían a un bar que quedaba a pocas manzanas del «St. Gregory». El dueño del establecimiento, con pocos escrúpulos respecto a la calidad, servía el licor a los clientes, pagando a Herbie la mitad del precio de la bebida comprada en forma regular. Periódicamente, para los involucrados dentro del hotel, Herbie declaraba el dividendo, que en general era lo más pequeño que se atrevía a formular.
Últimamente, la «mezcla de fondos de licor» había sido buena, y la acumulación del día de hoy habría complacido a Herbie, si no hubiera estado preocupado con otras cosas. La noche anterior, un poco tarde, hubo una llamada telefónica de Stanley Dixon. El joven había relatado su propia versión de la conversación sostenida con Peter McDermott. También había informado de la citación que les había formulado a él y a sus compinches, para que concurrieran a la oficina de McDermott a las cuatro de la tarde del día siguiente que era hoy. Lo que Dixon quería saber era: ¿Hasta dónde estaba enterado McDermott?
Herbie no pudo dar respuesta, excepto advertir a Dixon que fuera discreto y no admitiera nada. Pero desde entonces no había hecho otra cosa que pensar en qué habría pasado en las habitaciones 1126-7, dos noches antes, y hasta dónde estaría informado (en cuanto concernía a la parte desempeñada por el jefe de botones) el subgerente general.
Faltaban nueve horas para las cuatro. Herbie pensaba que pasarían muy despacio.
Como lo hacía la mayoría de las mañanas Curtis O'Keefe, primero se duchó y luego rezó. El procedimiento era eficiente, ya que podía llegar a presencia de Dios, limpio, y además se secaba bien en una bata de tela de esponja durante los veinte minutos, más o menos, que permanecía de rodillas.
Un sol brillante que entraba en la suite, confortable y fresca por el aire acondicionado, daba al hotelero una sensación de bienestar. La sensación se transfirió a sus locuaces oraciones que adquirieron el aire de una conversación íntima entre iguales. Curtis O'Keefe no olvidó, sin embargo, recordar a Dios su gran interés en el «St. Gregory Hotel».
El desayuno se servía en la suite de Dodo. Ella hizo el pedido para ambos, después de pensarlo mucho leyendo el menú, y luego de una interminable conversación con el servicio de habitaciones, durante la cual cambió toda la orden varias veces. Hoy la elección del jugo parecía causarle mucha incertidumbre y dudó (a través del diálogo, que duró varios minutos, con la persona invisible que tomaba el pedido), sobre los méritos del ananá, del pomelo y la naranja. Curtis O'Keefe, divertido, imaginaba el trastorno que la prolongada conversación causaría en la mesa de pedidos del servicio de habitaciones, muy ocupado, once pisos más abajo.
Esperando que llegara el desayuno, hojeó el periódico matutino, el Times-Picayune de Nueva Orleáns, y el New York Times enviado por correo aéreo. Observó que localmente no había novedad con respecto al caso del atropello y fuga, que había eclipsado la mayor parte de las otras noticias de Crescent City. En Nueva York, vio que en el «Big Board» las acciones de los «O'Keefe Hotels» habían bajado tres cuartos de punto. La declinación no tenía importancia… era una fluctuación normal, y era seguro que habría un alza neutralizante cuando se enteraran de la nueva adquisición de la cadena, en Nueva Orleáns, como era posible que sucediera pronto.
El pensamiento le recordó los dos días fastidiosos que tendría que pasar en espera de la confirmación. Se arrepintió de no haber insistido en obtener una decisión la noche anterior; pero ahora, habiendo empeñado su palabra, no había nada que hacer más que pasar el tiempo con paciencia. No tenía la más mínima duda de una decisión favorable de parte de Warren Trent. En realidad, no había alternativa posible.
Cuando estaban terminando el desayuno, hubo una llamada telefónica, que Dodo atendió, de Hank Lemnitzer, el representante personal de Curtis O'Keefe en la costa occidental. Sospechando a medias la naturaleza de la llamada, la tomó en su propia suite, cerrando la puerta de comunicación tras de sí.
El tema que le interesaba y esperaba se tratara, llegó después de un informe de rutina sobre varios intereses financieros (ajenos al negocio de hoteles) en los cuales Lemnitzer intervenía con astucia.
– Hay algo más, míster O'Keefe… -El arrastre nasal californiano se percibió a través del teléfono.- Se trata de Jenny LaMarsh, la muñeca… er… la joven por la cual usted mostró interés aquel día, en el «Beverly Hills Hotel»… ¿lo recuerda?
O'Keefe lo recordaba muy bien: una sorprendente morena, con una figura soberbia, sonrisa fría y divertida, y un ingenio travieso. Le habían impresionado tanto sus manifiestas posibilidades como mujer, como la fluidez de su conversación. Alguien había dicho, le parecía recordar, que ella se había graduado en Vassar. Tenía un contrato no muy bueno con uno de los más pequeños estudios cinematográficos.
– Sí, la recuerdo.
– He hablado con ella, míster O'Keefe, unas pocas veces. De cualquier manera estaría encantada de acompañarlo en uno o dos viajes.
No había necesidad de preguntar si miss LaMarsh sabía el tipo de relación que el viaje involucraría. Hank Lemnitzer se habría encargado de eso. Las posibilidades, admitió para sí Curtis O'Keefe, eran interesantes. La conversación, así como otras cosas, con Jenny LaMarsh, serían en extremo estimulantes. Sin duda, tampoco tendría dificultad en desenvolverse con acierto frente a personas extrañas. Desde luego no estaría indecisa frente a cosas tan simples como elegir un jugo de frutas.
Pero, para su propia sorpresa, vaciló.
– Hay algo que quisiera asegurar, y es el futuro de miss Lash.
La voz de Hank Lemnitzer llegó, con expresión confidencial, desde el otro extremo del continente:
– No se preocupe por eso. Me encargaré de Dodo, lo mismo que hice con las otras.
– Eso no es lo fundamental -dijo Curtis O'Keefe en tono terminante. A pesar de la eficiencia de Lemnitzer, a veces carecía de sutileza.
– ¿Qué es lo fundamental, míster O'Keefe?
– Quiero que busque algo para miss Lash, específicamente. Algo bueno. Y quiero saberlo antes de que se marche.
La voz adquirió una expresión dubitativa.
– Espero poder hacerlo. Desde luego, Dodo no es muy inteligente…
– No quiero cualquier cosa, ¿comprende? -insistió O'Keefe-. Y tómese todo el tiempo que sea necesario.
– ¿Y con respecto a Jenny LaMarsh?
– ¿No tiene ella alguna otra cosa…?
– Creo que no. -Hubo un atisbo de mala voluntad para contemplar el capricho; luego, con viveza, una vez más:- Bien, míster O'Keefe, lo que usted diga. Lo llamaré.
Cuando O'Keefe volvió a la sala de la otra suite, Dodo estaba amontonando los platos del desayuno en la mesita de ruedas.
– ¡No hagas eso! Hay personal en el hotel a quien se le paga para hacer ese trabajo -le dijo irritado.
– Pero, Curtie, me gusta hacerlo.
Volvió sus elocuentes ojos por un momento hacia él, y O'Keefe pudo ver que la había ofendido. Pero de todos modos ella dejó de hacerlo.
Sin saber la razón de su mal humor, le informó:
– Voy a dar una vuelta por el hotel. -Decidió que más tarde la compensaría llevándola a dar un paseo por la ciudad. Recordó que había una excursión por la bahía, en un viejo barco de tambores, llamado S. S. President. Generalmente, estaba lleno de turistas, y era el tipo de cosas que a ella le gustaban.
Al llegar a la puerta exterior, obedeciendo a un impulso, se lo dijo. Ella respondió echándole los brazos al cuello.
– ¡Curtie, será hermoso! Me arreglaré el pelo para que no vuele con el viento. ¡Así!
Con movimiento grácil alzó un brazo y echó hacia atrás una guedeja de pelo rubio ceniza, sujetándolo tirante. El efecto, con el rostro levantado y su alegría espontánea, era de una belleza sencilla, tan grande, que O'Keefe sintió el impulso de cambiar sus planes y quedarse. En cambio, musitó algo acerca de volver en seguida, y cerró la puerta con brusquedad.
Bajó en un ascensor al entresuelo principal, y desde allí, por la escalera, al vestíbulo de entrada, apartando a Dodo de su mente, en forma definitiva. Caminando con aparente indiferencia, advertía las discretas miradas de los empleados del hotel que pasaban y que al verlo, parecían poseídos de repentina energía. Ignorándolos, continuó comprobando la condición de los empleados del hotel, comparando sus propias reacciones con el informe dado por Odgen Bailey. Su opinión del día anterior de que el «St. Gregory» necesitaba una mano firme que lo dirigiera, se vio confirmada por lo que observó. También compartió la opinión de Bailey, con referencia a las nuevas fuentes de ingresos. La experiencia le decía, por ejemplo, que aquellos macizos pilares en el vestíbulo, probablemente no sostenían nada encima. Si era así, sólo era cuestión de sacar una sección de cada uno, y alquilar el espacio para vitrinas a los comerciantes locales.
En la arcada más allá del vestíbulo vio un lugar de preferencia ocupado por el puesto de flores. La renta que percibía el hotel sería alrededor de trescientos dólares mensuales. Pero el mismo espacio, convertido en un salón moderno de cócteles, al estilo de los barcos fluviales, (¿por qué no?) podría aumentar, con facilidad, la renta a quince mil dólares, en el mismo período. La floristería podría ser trasladada a otro lugar, bien a mano.
Volviendo al vestíbulo, advirtió que había más espacio apto para producir dinero. Eliminando parte del lugar destinado al público, podían acomodarse media docena de mostradores (para líneas aéreas, alquiler de automóviles, excursiones, joyería, quizás una droguería) tal vez todos podrían caber achicándolos un poco. Desde luego, que significaría un ligero cambio en el aspecto; el actual aire de holgada comodidad habría desaparecido, con las plantas de adorno y las alfombras gruesas. Pero hoy en día, los vestíbulos iluminados, con brillantes avisos que se veían desde todas partes, era lo que ayudaba a hacer los balances de los hoteles más satisfactorios.
Otra cosa: la mayor parte de las sillas deberían ser retiradas. Si la gente quería sentarse, era más provechoso que se vieran obligados a hacerlo en uno de los bares o restaurantes del hotel.
Había aprendido una lección acerca de los asientos gratis, años atrás. Fue en su primer hotel… una construcción barata, una verdadera trampa con una fachada postiza, en una pequeña ciudad del Sudoeste. El hotel tenía una característica: una docena de pequeñas toilettes de pago, que en diversas ocasiones eran usadas, o parecían serlo, por todos los granjeros y rancheros de cien millas a la redonda. Para sorpresa del joven Curtis O'Keefe, los ingresos que producían eran sustanciales, pero había dos cosas que impedían que fueran mayores; la ley estatal ordenaba que uno de los doce retretes tenía que funcionar gratis, y el hábito que habían adquirido los astutos campesinos de hacer cola para utilizar la toilette gratuita. Resolvió el problema contratando al borracho de la ciudad. Por veinte centavos la hora y una botella de vino barato, el hombre se instalaba estoicamente en él, durante todos los días de trabajo. Los ingresos de las otras toilettes subieron con sorprendente rapidez.
Curtis O'Keefe sonrió al recordar el episodio.
Advirtió que el vestíbulo se estaba llenando. Un grupo de recién llegados acababa de entrar y estaban registrándose, seguidos por otros que todavía verificaban el equipaje que se descargaba de una limousine del aeropuerto. Se había formado una pequeña cola en el mostrador de la recepción. O'Keefe se quedó observando.
Entonces vio lo que hasta ese momento, en apariencia, nadie había advertido.
Un negro de mediana edad, bien vestido y con una maleta en la mano, había entrado en el hotel. Venía hacia la recepción, caminando con aire despreocupado, como si estuviera dando un paseo. En el mostrador, dejó su maleta, y esperó; era el tercero en la fila.
El intercambio de palabras fue claro y audible.
– Buenos días -dijo el negro. Su voz, con acento del medio-este, era amable y culta-. Soy el doctor Nicholas. ¿Tiene una reserva para mí? -Mientras esperaba, se quitó el sombrero hongo de color negro, dejando al descubierto un cabello gris cuidadosamente cepillado.
– Sí, señor. Si quisiera registrarse, por favor. -Las palabras fueron pronunciadas antes de que el empleado levantara los ojos. Al hacerlo, sus facciones se endurecieron. Estiró la mano, y quitó el libro de registro que había ofrecido un momento antes.- Lo siento -dijo con firmeza-. El hotel está lleno.
Imperturbable, el negro respondió sonriente:
– Tengo una reserva. El hotel me envió una nota confirmándola -metió la mano en un bolsillo interior, y sacó su cartera llena de papeles, entre los cuales eligió uno.
– Debe de haber sido por error. Lo siento. -El empleado apenas miró la carta que le pusieron delante.- Tenemos un congreso.
– Ya lo sé -asintió el otro, su sonrisa apenas más débil que antes-. Es una reunión de odontólogos. Yo soy uno de ellos.
– No puedo hacer nada por usted -respondió el empleado moviendo la cabeza.
El negro retiró los papeles:
– En ese caso, quisiera hablar con alguna otra persona.
Mientras habían estado hablando, llegaron otros que se unieron a la fila, frente al mostrador. Un hombre con un impermeable con cinturón, preguntó con impaciencia:
– ¿Qué pasa allí?
O'Keefe se mantuvo silencioso. Tenía la sensación de que en el vestíbulo, ahora lleno, había una bomba lista para estallar.
– Puede hablar con el ayudante del gerente. -Inclinándose hacia delante por sobre el mostrador, el empleado llamó:- ¡Míster Bailey!
Del otro lado del vestíbulo, un hombre mayor que estaba detrás de un escritorio, levantó los ojos.
– Míster Bailey, ¿quiere venir, por favor?
El ayudante de gerencia asintió, y con aspecto de cansancio, se enderezó. Mientras caminaba, su rostro arrugado asumió con evidente premeditación, una sonrisa profesional de bienvenida.
Un empleado antiguo, pensó Curtis O'Keefe; después de años de servicio como empleado del mostrador de recepción, se le había dado una silla y un escritorio en el vestíbulo de entrada, con autoridad para solventar los problemas menores que planteaban los huéspedes. El título de ayudante de gerencia, como en la mayoría de los hoteles, era para halagar la vanidad del público, haciéndole creer que estaba tratando con un personaje importante, más de lo que era en realidad. La verdadera autoridad del hotel estaba en las oficinas de los ejecutivos, donde no se veía.
– Míster Bailey -dijo el empleado-, he explicado a este caballero que el hotel está lleno.
– Y yo le he explicado -replicó el negro-, que tengo una reserva confirmada.
El ayudante de gerencia sonrió con benevolencia, abarcando con buena voluntad la fila de huéspedes esperando:
– Bien, vamos a ver qué es lo que podemos hacer -colocó una mano regordeta y manchada de nicotina en la manga del costoso traje del doctor Nicholas-. ¿Quisiera acompañarme y sentarse allí? -Como el otro le permitió que lo llevara hacia el escritorio, el ayudante dijo:- Temo que algunas veces suceden cosas así. Cuando ocurren, tratamos de arreglarlas.
Curtis O'Keefe reconoció que el viejo conocía su trabajo. Con suavidad y sin alboroto, había desviado una escena potencialmente embarazosa, trasladándola desde el centro del escenario a un costado. Entretanto los otros recién llegados se registraban en forma rápida ayudados por un segundo empleado que se había agregado al primero. Sólo un hombre joven, de amplios hombros y ojos de buho detrás de gruesos anteojos, se había apartado de la cola y observaba el nuevo suceso. Bien, pensó O'Keefe, quizá después de todo, no haya ningún estallido. Y continuó observando.
El ayudante de gerencia hizo un ademán ofreciendo a su acompañante una silla al lado del escritorio, y se sentó. Escuchó con atención y expresión grave, mientras el otro repitió la información que había dado al primer empleado.
Al fin el viejo asintió:
– Bien, doctor -el tono era breve y formal-, le pido disculpas por el malentendido, pero estoy seguro de que podremos encontrarle un lugar en la ciudad -con una mano atrajo un teléfono hacia sí, y levantó el auricular. La otra mano sacó una hoja del escritorio, con una lista de números telefónicos.
– Un momento. -Por primera vez la suave voz del visitante había subido de tono.-• Usted me dice que su hotel está lleno, pero sus empleados están registrando gente que entra en este momento. ¿Tienen ellos un tipo especial de reservas?
– Supongo que podría llamársela así. -La sonrisa profesional había desaparecido.
– ¡Jim Nicholas! -El ostensible y alegre saludo resonó en el vestíbulo de entrada. Detrás de la voz, un hombre pequeño, anciano, con una cara rubicunda y vivaz, coronado por un mechón de cabellos blancos lacios, se adelantó con pasos cortos hacia el escritorio.
El negro se puso de pie.
– ¡Doctor Ingram! ¡Me alegro de verlo! -Extendió la mano, que el más viejo estrechó.
– ¿Cómo estás, Jim, hijo? No, ¡no respondas! Veo que estás bien. Además, próspero, por lo que se advierte. Supongo que tu profesión anda bien.
– Así es, gracias -el doctor Nicholas sonrió-. Desde luego, que mi trabajo en la Universidad me lleva mucho tiempo todavía.
– ¡Como si no lo supiera! ¡Como si no lo supiera! He pasado la vida entera enseñando a muchachos como tú, y luego todos se van a trabajar donde les pagan bien. -Como el otro sonriera ampliamente:- De todos modos, parecería que tú has conseguido lo mejor de las dos cosas, con una buena reputación. Ese estudio que hiciste sobre tumores malignos bucales ha motivado muchas discusiones, y todos estamos esperando un informe de primera mano. Y a propósito, tendré el placer de presentarlo a la convención. ¿Sabes que me hicieron presidente este año?
– Sí, lo sabía. No puedo imaginar una elección mejor.
Mientras hablaban, el ayudante de gerencia se levantó con lentitud de su asiento. Sus ojos se movían inseguros de uno a otro rostro.
El hombre pequeño y canoso, el doctor Ingram, reía. Palmeaba en el hombro a su colega con jovialidad:
– Dame el número de tu habitación, Jim. Algunos nos reuniremos para tomar unas copas más tarde. Quiero que vengas.
– Por desgracia -dijo el doctor Nicholas-, me acaban de decir que no me darán habitación. Parece que la negativa tiene algo que ver con mi color.
Hubo un desagradable silencio. El presidente de los odontólogos se puso rojo. Luego los músculos de su rostro se endurecieron.
– Jim, yo me ocuparé de esto. Te prometo que habrán de pedirte disculpas y te darán una habitación. Si no es así, te garantizo que todos los otros dentistas abandonarán el hotel.
Un momento antes el ayudante de gerencia había llamado a un botones para decirle con urgencia: -Busca a McDermott… ¡deprisa!
Para Peter McDermott el día comenzó con un detalle menor de organización. Entre el correo de la mañana había un memorándum enviado por «Reservas», informando que míster y mistress Justin Kubek, de Tuscaloosa, debían llegar al «St. Gregory» el día siguiente. Lo que hacía de los Kubek algo especial, era una nota de mistress Kubek advirtiendo que su marido medía dos metros quince.
Sentado detrás del escritorio de su oficina, Peter deseaba que todos los problemas del hotel fueran tan simples.
– Avise a la carpintería -instruyó a su secretaria, Flora Yates-■, es probable que tengan todavía la cama y colchón que usamos para el general De Gaulle; si no, tendrán que hacer algo. Que mañana haya una habitación preparada temprano, y la cama tendida antes de que lleguen los Kubek. Hable también a ropería; necesitarán sábanas y mantas especiales.
Sentada muy correcta del otro lado del escritorio, Flora tomaba nota, como siempre, sin alboroto ni preguntas. Las instrucciones serían transmitidas con fidelidad, Peter lo sabía, sin necesidad de recordárselo. Flora lo comprobaría, para asegurarse de que se habían cumplido.
Había heredado a Flora cuando vino al «St. Gregory» y desde entonces decidió que era todo lo que una secretaria eficiente debía ser: competente, de confianza, cerca de los cuarenta años, casada feliz, y sencilla como una pared de cemento. Una de las cosas más cómodas con respecto a Flora, pensó Peter, era que podía gustarle inmensamente, como le gustaba, sin significar una distracción. Ahora, si Christine hubiera estado trabajando con él, reflexionó, en lugar de hacerlo con Warren Trent, el efecto hubiera sido muy distinto. Desde su impulsiva partida del apartamento de Christine la noche antes, sólo había estado ausente de su recuerdo por breves momentos. Aun durmiendo había soñado con ella. El sueño era una odisea en la que habían estado flotando serenamente en un río de orillas verdes (no sabía a bordo de qué) con acompañamiento de música fuerte, en donde las arpas, eran pulsadas con fuerza. Se lo había contado a Christine esa mañana temprano por teléfono, y ella le había preguntado: «¿íbamos corriente arriba o abajo? Eso debería tener importancia.» Pero él no podía recordarlo… sólo que había disfrutado mucho con todo, y esperaba (le informó a Christine) seguir más tarde donde se había interrumpido el sueño.
Sin embargo, antes de eso, en algún momento de la noche, se habían de encontrar. Acordaron que el lugar y la hora lo arreglarían más tarde.
– Buscaré un pretexto para llamarte -dijo Peter.
– ¿Quién necesita un pretexto? -había replicado ella-. Además, esta mañana traté de encontrar un pedazo de papel sin la menor importancia, el cual debía entregárselo en persona. -Parecía feliz, casi sin aliento, como si la excitación de la noche anterior se hubiera derramado sobre el nuevo día.
Esperando que Christine viniera pronto, volvió su atención a Flora y al correo de la mañana.
Era un montón de cosas corrientes, incluyendo algunas preguntas sobre los congresos, que se proponía aclarar primero. Como siempre, Peter tomó su postura favorita para dictar: los pies sobre un canasto de cuero, para papeles, y su sillón giratorio echado hacia atrás en tal forma que su cuerpo estaba casi en posición horizontal. Descubrió que podía pensar con más claridad en esa posición, que había adoptado a lo largo de su experiencia, de manera que ahora el sillón estaba en los límites extremos de equilibrio, con sólo un pelo de distancia entre la estabilidad y el desastre.
Como hacía con frecuencia, Flora miraba expectante durante las pausas del dictado. Sólo observaba, sin hacer ningún comentario.
Había otra carta hoy, que contestó a continuación, de un residente de Nueva Orleáns cuya esposa había asistido a la recepción de una boda privada en el hotel, cinco semanas antes. Durante la recepción, había colocado su abrigo de pieles de visón silvestre sobre un piano, junto con ropas y pertenencias de otros asistentes. Con posterioridad descubrió una seria quemadura de cigarrillo cuya reparación había costado cien dólares. El marido quería cobrarlos al hotel, y su última carta contenía la amenaza de una demanda.
La respuesta de Peter era cortés, pero firme. Señaló, como lo había hecho con anterioridad, que el hotel proveía de departamentos para guardar las prendas, que la señora del reclamante no quiso utilizar. Si hubiera usado esa habitación, él hotel habría considerado la reclamación. Pero dada la forma en que había sucedido, el «St. Gregory» no era responsable.
Peter sospechaba que la carta del marido no era más que una tentativa, aun cuando podía convertirse en un pleito; había habido una cantidad de demandas igualmente banales en el pasado.
En general, los tribunales rechazaban con costas tales reclamaciones, pero eran fastidiosas por el tiempo y el esfuerzo que consumían. Peter pensó que a veces parecía que el público consideraba el hotel como a una vaca lechera muy conveniente, con ubre de cornucopia.
Había elegido otra carta, cuando se oyó un ligero golpe én la puerta de la oficina exterior. Levantó los ojos, esperando ver a Christine.
– Soy yo -dijo Marsha Preyscott-. No había nadie fuera, de manera que… -miró a Peter-: ¡Oh, por Dios! ¿No se caerá de espaldas?
– Todavía no -dijo… y de pronto se cayó.
El ruido que hizo fue seguido por unos segundos de estupefacto silencio.
Mirando hacia arriba desde el suelo, detrás del escritorio, Peter calculaba el daño. El tobillo izquierdo le dolía donde se había golpeado con la silla al caer. Le dolía la parte de atrás de la cabeza al tocarla -aunque por fortuna la alfombra había aminorado la fuerza del impacto-. Y que su dignidad se había desvanecido, lo atestiguaban las carcajadas de Marsha y la sonrisa más discreta de Flora.
Se acercaron al escritorio para ayudarlo a incorporarse. A pesar de su molestia, percibió una vez más la radiante frescura de Marsha. Lucía un simple vestido de algodón azul que, en cierta forma, acentuaba su calidad de medio-mujer-medio-niña de la que él había estado tan consciente el día anterior. Su cabello largo y oscuro caía, tan brillante como la víspera, sobre sus hombros.
– Debería usar una red de seguridad -dijo Marsha-, como hacen en el circo.
– Quizá también podría desempeñar el papel del payaso -replicó Peter, con una triste sonrisa.
Flora volvió a colocar el pesado sillón giratorio en su posición vertical. Cuando Peter se incorporaba apoyando los codos en Marsha y Flora, entró Christine. Se detuvo en la puerta, con un manojo de papeles en la mano.
– ¿Interrumpo? -preguntó.
– No -respondió Peter-. Yo… bien, me caí del sillón.
Los ojos de Christine se dirigieron al sillón, sólidamente instalado.
– Me caí de espaldas -aclaró él.
– Siempre se caen así… ¿verdad? -Christine miró a Marsha. Flora se había marchado en silencio.
Peter las presentó.
– ¿Cómo le va, miss Preyscott? -dijo Christine-. He oído hablar de usted.
Marsha miró a Christine y a Peter apreciativamente. Respondió con frialdad:
– Supongo que trabajando en un hotel, oirá todo tipo de murmuraciones, miss Francis. Usted trabaja aquí, ¿no es verdad?
– Murmuración, no es lo que quise decir -dijo Christine-. Pero, tiene razón, trabajo aquí. De manera que puedo venir en cualquier otro momento, cuando las cosas no sean tan agitadas o privadas.
Peter advirtió la existencia de un sentimiento antagónico entre Marsha y Christine. Se preguntó cuál sería la causa.
Como interpretando sus pensamientos, Marsha sonrió con dulzura.
– Por favor, no se vaya por mí, miss Francis, sólo he venido un momento para recordarle a Peter la comida de esta noche -se volvió hacia él-. No lo ha olvidado, ¿verdad?
Peter tenía una sensación de vacío en el estómago.
– No -mintió-, no lo había olvidado.
Christine rompió el silencio que siguió:
– ¿Esta noche?
– ¡Oh, por Dios! -replicó Marsha-. ¿Tiene que trabajar, o algo por el estilo?
– No tendrá nada que hacer -Christine negaba decididamente con la cabeza-. Me ocuparé de ello personalmente.
– Es muy gentil de su parte. -Marsha disparó otra sonrisa.- Bien, será mejor que me retire. Ah, sí… a las siete en punto -le dijo a Peter-, y es en Prytania Street… la casa con cuatro columnas grandes. Adiós, miss Francis -saludando con la mano, se marchó cerrando la puerta.
Con expresión candida, Christine preguntó:
– ¿Quiere que se lo anote…? La casa con cuatro columnas grandes… para que no lo olvide.
El levantó las manos con un gesto de desesperación.
– Ya lo sé… tú y yo… teníamos una cita. Cuando la concerté me olvidé del otro compromiso, porque anoche contigo…me olvidé de todo lo demás. Cuando hablamos esta mañana, creo que estaba perturbado.
– Comprendo eso muy bien -dijo Christine alegremente-. ¿Quién no estaría perturbado con tantas mujeres a sus pies?
Estaba decidida, aun cuando haciendo un esfuerzo, a mostrarse despreocupada y, si fuera necesario, comprensiva. Recordó que a pesar de lo acontecido la noche anterior, no tenía ningún derecho sobre Peter, y lo que había dicho referente a su perturbación, era cierto, sin duda.
– Espero que pases una noche muy agradable -agregó Christine.
Peter se movió incómodo.
– Marsha no es más que una niña.
Había límites, hasta para una paciente comprensión. Sus ojos escrutaron la cara de él.
– Supongo que, en realidad, crees eso. Pero hablando como mujer, déjame advertirte que la pequeña miss Preyscott se parece tanto a una niña, como un gato a un tigre. Pero supongo que será divertido para un hombre dejarse devorar.
Peter movió la cabeza con impaciencia.
– No puedes estar más equivocada. Se trata, simplemente, de que hace dos noches estuvo en una situación muy desagradable, y…
– Necesitaba un amigo.
– Eso es.
– Y ahí estabas tú.
– Comenzamos a hablar. Y prometí ir a una comida a su casa esta noche. Habrá otras personas.
– ¿Estás seguro?
Antes de que pudiera responder, sonó el teléfono. Con un gesto de fastidio lo atendió.
– Míster McDermott -decía una voz con urgencia-, hay un problema en el vestíbulo, y el ayudante del gerente dice que baje deprisa.
Cuando colgó el receptor, Christine se había marchado.
Había momentos en que debía tomarse una decisión, pensó Peter con tristeza, que uno desearía no haber tenido que afrontar nunca. Siempre que se tomaba, era como si una terrible pesadilla se hubiera vuelto realidad. Aún peor que eso: la propia conciencia, convicciones, integridad y lealtades, se hacían pedazos.
Le había llevado menos de un minuto apreciar en toda su magnitud la situación del vestíbulo, aun cuando las explicaciones continuaban todavía. El prestigioso negro de mediana edad, sentado ahora tranquilamente al lado del escritorio, el indignado doctor Ingram -respetado Presidente del Congreso de Odontólogos- y el ayudante de gerencia, indiferente por completo ahora que le habían quitado de sus hombros la responsabilidad… Este sólo informaba a Peter de todo lo que necesitaba saber.
Era evidente que de pronto había surgido una crisis, que si no se resolvía con tino, podía causar una explosión mayor.
Advirtió la presencia de dos espectadores: Curtis O'Keefe, cuyo rostro le era familiar a través de las muchas fotografías publicadas, observaba con atención desde una discreta distancia. El segundo espectador era el hombre joven, de hombros anchos y anteojos de gruesa armazón, que vestía pantalones de franela gris con una chaqueta de tweed. Estaba de pie, y tenía a su lado una maleta con muchas etiquetas, en apariencia observando indiferente el vestíbulo y, sin embargo, sin perder detalle de la dramática escena que se desarrollaba en el escritorio del ayudante de gerencia.
El Presidente de la Reunión de Odontólogos se puso de pie en toda su corta estatura, con su rostro redondo y rubicundo, encendido, y los labios apretados, bajo el pelo lacio y canoso.
– Míster McDermott, si usted y su hotel persisten en este increíble insulto, le advierto honradamente que les traerá una serie de problemas -los ojos del diminuto doctor brillaban coléricos, mientras levantaba la voz-. El doctor Nicholas es un miembro altamente distinguido de nuestra profesión. Si usted rehusa alojarlo, permítame decirle que inflige una ofensa personal a mí y a todos los miembros de nuestro congreso.
Peter pensó: «si estuviera al margen y no involucrado, probablemente me alegraría mucho de esto». La realidad le previno: «Estoy involucrado. Mi tarea es sacar en alguna forma esta escena fuera del vestíbulo.»
– Tal vez usted y el doctor Nicholas -sugirió, mirando al negro con cortesía-, quieran pasar a mi oficina, donde podríamos hablar de esto con calma.
– ¡No, señor! Lo discutiremos aquí mismo. No iremos a ningún oscuro y oculto rincón -el fiero y diminuto doctor apoyó firmemente los pies-. ¡Ahora, veamos…! ¿Va a admitir a mi amigo y colega, el doctor Nicholas, o no?
Las cabezas comenzaban a volverse. Algunas personas se habían detenido en su camino a través del vestíbulo. El hombre con la chaqueta de tweed, todavía simulando desinterés, se había acercado.
Peter McDermott pensó con desmayo: Qué treta del destino lo había colocado en oposición a un hombre como el doctor Ingram, a quien instintivamente admiraba. También era una ironía que ayer Peter hubiera discutido contra la política de Warren Trent, que había creado este incidente. El doctor Ingram, con impaciencia, había preguntado: «¿Va usted a admitir a mi amigo o no?» Por un momento Peter estuvo tentado de contestar que sí… y ¡al demonio con las consecuencias…! Pero sabía que era inútil.
Había ciertas órdenes que podía dar a los recepcionistas, pero admitir a un negro como huésped, no estaba entre ellas. En ese sentido las instrucciones eran firmes, y sólo podrían ser alteradas por el propietario del hotel. Discutirlo con el empleado de la recepción, sólo prolongaría la escena, y al final no se ganaría nada.
– Lamento tanto como usted, doctor Ingram, tener que hacer esto. Por desgracia hay una reglamentación en el hotel, que me impide ofrecer alojamiento al doctor Nicholas. Ojalá pudiera cambiarla, pero no tengo autoridad.
– Quiere decir que una reserva confirmada, no significa nada.
– Significa mucho. Pero hay ciertas cosas que debimos aclarar cuando se registró la convención. Es nuestra la culpa, si no se hizo.
– Si lo hubiera hecho -espetó el diminuto doctor-, la Convención no hubiera venido aquí. Aún más, todavía la puede perder.
El ayudante de gerencia intervino:
– Les ofrecí encontrarles otro alojamiento, míster McDermott.
– ¡No nos interesa! -El doctor Ingram se volvió hacia Peter.- McDermott, usted es un hombre joven, y supongo que inteligente. ¿Qué es lo que siente con respecto a lo que está haciendo en este mismo momento?
Peter pensó: «¿Por qué eludirlo?»
– Francamente, doctor -replicó-, rara vez he tenido más vergüenza. -Y agregó para sí mismo, en silencio: «Si tuviera el coraje de una convicción, me marcharía de este hotel», pero la razón argüyó: «Si lo hiciera, ¿qué se lograría?» El doctor Nicholas no conseguiría una habitación, y en cambio se acallaría en forma efectiva el derecho de Peter a levantar una protesta ante Warren Trent, un derecho que había ejercido ayer y que intentaba ejercer otra vez. Por esa sola razón, ¿acaso no era mejor quedarse y hacer, a la larga, lo mejor que se pudiera? Sin embargo, hubiera deseado estar más seguro.
– ¡Al diablo, Jim! -Había angustia en la voz del médico más viejo.- No voy a aceptar esto.
– No simularé que no duele -dijo el negro, moviendo la cabeza-, y supongo que mis amigos militantes me dirán que debí luchar más -se encogió de hombros-. Bien mirado, prefiero la investigación. Hay un avión que parte esta tarde para el norte. Trataré de alcanzarlo.
– ¿Es que usted no comprende? -El doctor Ingram se dirigía a Peter.- Este hombre es un profesor respetado y un investigador. Tiene que presentar uno de los trabajos más importantes.
Peter pensó con desesperación: «Tiene que haber una salida…»
– No sé… -dijo-, si ustedes quisieran considerar una sugerencia. Si el doctor Nicholas quiere aceptar hospedarse en otro hotel, yo me encargaré de que asista a las reuniones aquí. -Peter comprendió que era temerario lo que hacía. Era difícil asegurarlo, y significaría un encuentro violento con Warren Trent. Pero eso iba a lograrlo o renunciaría.
– ¿Y la parte social…, las comidas y almuerzos…? -Los ojos del negro estaban fijos en los suyos.
Peter negó con la cabeza. Era inútil prometer lo que no podría cumplir.
El doctor Nicholas se encogió de hombros. Su rostro se endureció.
– No tendría sentido, doctor Ingram; le mandaré por correo mis trabajos para que puedan circular. Hay algunas cosas que le van a interesar.
– Jim… -el diminuto hombre canoso estaba muy perturbado-. Jim, no sé qué decirte, salvo que aún no se ha dicho la última palabra en este asunto. -El doctor Nicholas se volvió para tomar su maleta.
– Buscaré un botones -dijo Peter.
– ¡No! -el doctor Ingram lo apartó-. Llevar esta maleta es un privilegio que me reservo.
– Excúsenme, caballeros -era la voz del hombre con la chaqueta de tweed y anteojos. Al darse vuelta, se escuchó el obturador de una máquina fotográfica-. Ha sido una buena toma -dijo-, tomaré una más. -Miró a través del dispositivo de una «Rolleiflex», y el obturador volvió a funcionar. Bajando la cámara comentó:- Estas películas rápidas son extraordinarias. Hasta hace poco tiempo hubiera necesitado un flash para tomar estas fotos.
– ¿Quién es usted? -preguntó Peter McDermott con voz tajante.
– Qué quiere saber: ¿quién soy o qué soy?
– Como sea, esto es propiedad privada. El hotel…
– ¡Oh, vamos! ¡Dejemos de lado esa vieja historia! -El fotógrafo estaba ajusfando su cámara. Levantó los ojos mientras Peter daba un paso adelante, hacia él.- Y yo de usted, no intentaría nada. Su hotel va a oler muy mal cuando yo termine con este asunto, y si quiere añadir el mal trato a un fotógrafo, ¡hágalo! -Se sonreía, mientras Peter titubeaba.- Diría que usted piensa con rapidez.
– ¿Es usted periodista? -preguntó el doctor Ingram.
– Buena pregunta, doctor. -El hombre de los anteojos se sonrió.- Algunas veces mi editor dice que no, aunque me parece que hoy no opinará así, y menos, cuando reciba esta pequeña joya obtenida en mis vacaciones.
– ¿De qué diario? -preguntó Peter. Esperaba que se tratara de uno insignificante.
– New York Herald Trib.
– Bien -el presidente de los dentistas asintió con aprobación-. Ellos harán el trabajo importante. Espero que haya visto lo que ocurrió.
– Puedo asegurarle que lo vi todo -dijo el periodista-. Necesitaré que me dé algunos detalles; así podré escribir correctamente los nombres. Primero, creo, me gustaría otra instantánea fuera… usted y el otro doctor, juntos.
El doctor Ingram tomó del brazo a su colega negro.
– Es la forma de luchar contra estas cosas, Jim. Sacaremos a relucir el nombre de este hotel en todos los diarios del país.
– Está en lo cierto -convino el periodista-. Los servicios telegráficos se encargarán de eso; mis fotografías también, me imagino.
El doctor Nicholas asintió con lentitud.
No había nada que hacer, pensó Peter, ceñudo. Absolutamente nada que hacer. Advirtió que Curtis O'Keefe había desaparecido.
Mientras los otros se alejaban, el doctor Ingram decía: -Me gustaría hacer esto muy rápido. Tan pronto tenga las fotografías, trataré de sacar nuestra convención de este hotel. La única manera es golpear a la gente donde lo siente más… financieramente… -Su voz clara y franca se alejó por el vestíbulo.
La duquesa de Croydon preguntó:
– ¿Ha habido alguna novedad? ¿Sabe algo más la Policía?
Eran cerca de las once de la mañana. Otra vez en la intimidad de la Presidential Suite, la duquesa y su marido, ansiosos, se encontraron con el detective del hotel. El obeso cuerpo de Ogilvie desbordaba de la silla que había elegido para sentarse, y ésta crujía a cada movimiento de su ocupante.
Estaban en la espaciosa sala llena de sol, con las puertas cerradas. Como el día anterior, la duquesa había despachado a su secretario y a la camarera a hacer recados innecesarios. Ogilvie consideró la pregunta de la duquesa, antes de responder.
– Ya han inspeccionado muchos lugares donde no está el coche que buscan. Por lo que he podido enterarme, han estado trabajando en los alrededores y en los suburbios, utilizando todos los hombres de que disponen. Todavía tienen otras zonas que cubrir, aun cuando creo que mañana comenzarán a buscar en lugares más céntricos.
Había habido un cambio sutil desde el día anterior en la relación entre los Croydon y Ogilvie. Antes habían sido antagonistas. Ahora eran conspiradores, aunque con cierta inseguridad, como buscando su camino hacia una alianza que todavía no estaba bien definida.
– Si hay tan poco tiempo -dijo la duquesa-, lo estamos desperdiciando.
Los ojos del detective se endurecieron.
– ¿Se imagina que voy a sacar el coche ahora? ¿En pleno día? ¿Que lo estacione en Canal Street?
Insospechadamente, el duque de Croydon habló por primera vez.
– Mi esposa ha estado bajo una tensión terrible. No es necesario ser grosero con ella.
La expresión de escepticismo se mantuvo en el rostro de Ogilvie.
Tomó un cigarro del bolsillo de su chaqueta, lo miró y luego, súbitamente, volvió a ponerlo en el bolsillo.
– Creo que todos estamos un poco tensos; y seguiremos así hasta que todo haya terminado.
La duquesa no podía reprimir su impaciencia.
– Eso no importa. Tengo más interés en lo que está sucediendo ahora. ¿La policía sabe ya que busca un «Jaguar»?
La enorme cabeza, con papada, se movió despacio de un lado a otro:
– Cuando lo sepan, no tardaremos en enterarnos. Como le dije, siendo el coche de ustedes extranjero, puede llevarles unos días el identificarlo.
– ¿No hay alguna señal… de que estén ahora menos interesados? Sucede a veces que cuando se presta mucha atención a algo, después de uno o dos días sin que suceda nada, la gente pierde interés.
– ¿Está usted loca? -Había sorpresa en la cara del gordo.- ¿Ha leído usted el diario de la mañana?
– Sí -respondió la duquesa-. Lo vi. Y supongo que mi pregunta era sólo una expresión de deseos.
– Nada ha cambiado -declaró Ogilvie-, excepto que tal vez la Policía esté más decidida. Hay muchas reputaciones pendientes de la solución de este caso, y los policías saben que si no la logran, habrá una conmoción empezando por los de arriba. El alcalde está muy interesado, de modo que también está metida la política.
– ¿Quiere decir que sacar el coche de la ciudad, sin ser visto, será más difícil que nunca?
– Digámoslo así, duquesa. Hasta el último de los policías sabe que si descubre el automóvil que buscan, su automóvil, significa que se coserán unos galones en su manga una hora después. Tienen las pupilas aguzadas. Va a ser difícil.
Hubo un silencio durante el cual no se oyó más que la pesada respiración de Ogilvie. Era evidente cuál iba a ser la próxima pregunta. Pero parecía haber cierta reticencia en formularla, como si la respuesta pudiera ser una liberación o una esperanza frustrada.
– ¿Cuándo se propone partir? -dijo, por último, la duquesa de Croydon-. ¿Cuándo conducirá el coche hacia el Norte?
– Esta noche -respondió Ogilvie-. Por eso he venido a verlos.
Se oyó un suspiro de alivio del duque.
– ¿Cómo se las arreglará -preguntó la duquesa-, para que no lo vean?
– No aseguro que lo logre. Pero tengo algunas ideas.
– Continúe.
– Me imagino que el mejor momento para salir es alrededor de la una.
– ¿De la madrugada?
– A esa hora no hay mucho trabajo -respondió Ogilvie, asintiendo-. El tránsito está tranquilo. No demasiado.
– i Pero podrán verlo!
– Me pueden ver en cualquier momento. Tenemos que correr el albur de tener suerte.
– Si logra salir… ¿hasta dónde llegará?
– A las seis ya habrá luz. Supongo que estaré en Mississippi, y con mucha probabilidad, en los alrededores de Macón.
– Eso no es muy lejos -protestó la duquesa-. Sólo en la mitad del Mississippi. Ni siquiera una cuarta parte del camino a Chicago.
El gordo se movió en la silla, que crujió.
– ¿Cree usted que voy a conducir a toda velocidad, superando records? ¡Tal vez así me eche encima un patrullero que me detenga!
– No, no creo eso. Sólo me interesa que lleve el coche lo más lejos posible de Nueva Orleáns. ¿Qué hará durante el día?
– Me detendré y me ocultaré. Hay muchos lugares en Mississippi.
– ¿Y luego?
– Pronto oscurece. Continuaré. Seguiré a través de Alabama, Tennessee, Kentucky e Indiana.
– Pero, ¿cuándo considera usted que no habrá ya peligro, ningún peligro?
– Supongo que en Indiana.
– Creo que sí.
– ¿De manera que llegará el sábado a Chicago?
– El sábado por la mañana.
– Muy bien -replicó la duquesa-. Mi marido y yo volaremos a Chicago el viernes por la noche. Pararemos en el «Drake Hotel» y allí esperaremos hasta saber de usted.
El duque se miraba las manos, evitando encontrarse con los ojos de Ogilvie.
El detective dijo llanamente:
– Tendrán noticias mías.
– ¿Necesita algo?
– Una orden para el garaje. Puede ser necesaria, diciendo que me autorizan a retirar el coche.
– La escribiré ahora mismo. -La duquesa cruzó la habitación dirigiéndose a un secretaire. Escribió con rapidez, y un momento después volvió con una hoja de papel doblada.- Esto bastará.
Sin mirar el papel, Ogilvie lo puso en su bolsillo. Sus ojos permanecían fijos en el rostro de la duquesa. Hubo un silencio embarazoso.
– ¿No es eso lo que quería? -preguntó ella.
El duque de Croydon se incorporó y se alejó muy erguido. Volviendo la espalda, dijo con displicencia:
– Es el dinero. Lo que quiere es el dinero…
Los rasgos carnosos de Ogilvie se plegaron en una sonrisa estúpida.
– Eso es, duquesa. Diez mil ahora, como dijimos. Quince mil el sábado, en Chicago.
La, duquesa se llevó los enjoyados dedos, rápidamente, a las sienes, en un gesto de aturdimiento.
– No sé cómo… lo olvidé. Ha habido tantas otras cosas.
– No se preocupe. Yo me hubiera acordado.
– Tendrá que ser esta tarde. Nuestro Banco tiene que…
– En efectivo -dijo el gordo-. Que sean billetes no mayores de veinte dólares, y que no sean nuevos.
– ¿Por qué? -interrogó ella, mirándolo fijamente.
– Porque de ese modo no se los puede rastrear.
– ¿No confía en nosotros?
– En un asunto como éste -replicó el gordo, meneando negativamente la cabeza-, es más prudente no confiar en nadie.
– Entonces, ¿por qué tenemos nosotros que confiar en usted?
– Porque tengo otros quince grandes que me esperan. -La curiosa voz de falsete tenía un dejo de impaciencia.- Y recuerde… Esos también tienen que ser en efectivo, y los Bancos no abren los sábados.
– Suponga -dijo la duquesa-, que en Chicago no le pagáramos.
Ya no había una sonrisa en el rostro del detective, ni siquiera una mala imitación.
– Me alegro de que traiga ese asunto a colación -dijo Ogilvie-. Así nos entenderemos.
– Creo que le entiendo, pero dígamelo.
– Lo que sucederá en Chicago, duquesa, es esto. Estacionaré el coche, pero usted no sabrá dónde está. Llegaré al hotel y cobraré los quince. Cuando tenga el dinero, le daré las llaves y le diré dónde hallará el coche.
– No ha respondido a mi pregunta.
– Voy a hacerlo. -Los ojos de cerdo brillaron.- Si algo anda mal… como por ejemplo que usted diga que no tiene el dinero porque olvidó que los Bancos no están abiertos los sábados, llamaré a la Policía… allí mismo en Chicago.
– Tendría mucho que explicar sobre usted mismo. Entre otras cosas, cómo es que usted ha conducido el coche hacia el Norte.
– En eso no habrá ningún misterio. Diré que ustedes me pagaron doscientos dólares, que tendré conmigo, por traer el coche. Dijeron que era demasiado lejos para conducirlo ustedes mismos. Que usted y el duque querían venir por avión. Y que hasta llegar a Chicago, no me había fijado detenidamente en el coche… ni imaginaba lo que podía ser. De manera que… -Los enormes hombros se encogieron.
– No tenemos intención -le aseguró la duquesa de Croydon-, de dejar de cumplir nuestra parte del trato. Pero lo mismo que usted, queremos estar seguros de entendernos mutuamente.
– Supongo que nos entendemos -asintió Ogilvie.
– Vuelva a las cinco -dijo la duquesa-. Tendremos el dinero.
Ogilvie se fue; el duque de Croydon volvió de su aislamiento, voluntariamente impuesto, del otro lado de la habitación. Sobre un parador había una bandeja con vasos y botellas, reemplazadas la noche anterior. Vertiendo una buena dosis de whisky, le agregó soda y se lo bebió.
– Comenzamos temprano otra vez -anotó la duquesa con acritud.
– Es un agente de limpieza. -Se sirvió otro vaso, pero esta vez bebió con más lentitud.- Cuando estoy en la misma habitación con ese hombre, me siento sucio.
– Es obvio que él es menos delicado. De otra manera podría objetar la compañía de un borracho, asesino de una criatura…
El rostro del duque se puso pálido. Sus manos temblaban al dejar el vaso.
– Ese es un golpe bajo, mujer.
– …y que además huye -agregó ella.
– ¡Gran Dios…! ¡Eso te costará caro! -Era un grito colérico. Sus puños se cerraron y, por un momento, pareció que iba a golpearla.- ¡Fuiste tú…! ¡Tú, la que quiso seguir y no volver luego! Si no hubiera sido por ti, yo lo habría hecho. Dijiste que no serviría de nada. Ayer mismo hubiera ido a la Policía. ¡Tú te opusiste! De manera que ahora tenemos a ese… ese leproso que nos robará hasta el último vestigio… -La voz enmudeció.
– ¿Debo entender -preguntó la duquesa-, que ha terminado uno de tus ataques de histeria? -No hubo respuesta, y continuó:- Puedo recordarte que necesitaste muy poca persuasión para actuar en la forma que lo hiciste. Si hubieras deseado, o si hubieras tenido la intención de proceder de otra manera, mi opinión no te habría importado lo más mínimo. En cuanto a la lepra, dudo mucho que te hayas contagiado, pues te has mantenido cuidadosamente a un lado, dejando que todo lo que había que arreglar con el hombre, lo hiciera yo.
Su marido suspiró.
– Ya debía saber que era inútil discutir. Lo siento…
– Si se necesita discutir para que pongas en claro tus pensamientos -dijo con indiferencia-, no tengo ningún inconveniente en hacerlo.
El duque había recuperado su bebida y hacía girar el vaso.
– Es curioso -dijo-. Por un momento tuve la sensación de que todo esto, por malo que fuera, nos había acercado.
Las palabras eran, tan evidentemente, una imploración, que la duquesa vaciló. Para ella también la entrevista con Ogilvie había sido humillante y agotadora. Por un momento, muy dentro de su alma, sintió un deseo de tranquilidad. Sin embargo, por desgracia, el esfuerzo de una reconciliación estaba más allá de su posibilidad.
– Si así ha sido no lo he advertido -replicó. Luego con un tono más áspero añadió-: De cualquier manera, no tenemos tiempo para sentimentalismos.
– ¡Tienes razón! -Como si las palabras de su esposa hubieran sido una señal, el duque bebió todo el contenido de su vaso, y se sirvió otro.
– Te agradecería -dijo ella con severidad- que, por lo menos, te mantuvieras consciente. Supongo que yo también tendré que ocuparme de los asuntos del Banco, pero hay papeles que necesitan tu firma.
A Warren Trent le esperaban dos tareas que se había impuesto, y ninguna de las dos era agradable.
La primera era enfrentarse a Tom Earlshore con la acusación que Curtis O'Keefe había hecho la noche anterior: «Lo está desangrando.» Había declarado refiriéndose al viejo barman: «Y a juzgar por las apariencias, desde hace mucho tiempo.»
Tal como lo había prometido, O'Keefe había documentado sus acusaciones. Poco después de las diez de la mañana, se entregó a Warren Trent un informe (con detalles específicos de observaciones, fechas y reincidencias). El empleado que lo traía se presentó como Sean Hall de la «O'Keefe Hotels Corporation». El joven, que había venido directamente a la suite de Warren Trent en el decimoquinto piso, parecía confundido. El propietario del hotel se mostró agradecido, y lo invitó a que tomara asiento, mientras leía las siete páginas del informe.
Comenzó a leer, ceñudo, en un estado de ánimo que se acentuó en el transcurso de la lectura. No sólo el nombre de Tom Earlshore, sino también el de otros empleados de confianza, aparecían en las conclusiones de los investigadores. Era dolorosamente evidente que Warren Trent había sido engañado por cada una de las personas, hombres y mujeres, en quienes había confiado, incluyendo a algunos como Tom Earlshore, a los que consideraba como amigos personales. También resultaba obvio que el saqueo en todo el hotel era más grande que el que se documentaba aquí.
Doblando con cuidado las hojas escritas a máquina, las colocó en un bolsillo interior de su chaqueta.
Sabía que si no se controlaba, se encolerizaría, lo haría público, y castigaría uno por uno, a aquellos que traicionaron su confianza. Hasta podría sentir una triste satisfacción al hacerlo.
Pero la cólera excesiva era una emoción que ahora lo dejaba agotado. Decidió que hablaría personalmente con Tom Earlshore, pero con nadie más.
Sin embargo, reflexionó Warren Trent, el informe tenía una consecuencia útil. Lo desligaba de una obligación.
Hasta la noche anterior, gran parte de su pensamiento acerca del «St. Gregory» había estado condicionado a una lealtad que, suponía, debía a los empleados del hotel. Ahora, con la infidelidad que le había sido revelada, estaba libre de esa sujeción.
El resultado fue abrir una posibilidad, que antes había rechazado para mantener el control del hotel. Aun ahora, la perspectiva era dolorosa, razón por la que decidió dar el paso menos desagradable y buscar primero a Tom Earlshore.
El «Pontalba Lounge» estaba en el piso principal del hotel, accesible desde el vestíbulo, a través de las puertas de vaivén dobles, decoradas con cuero y bronce. Dentro, dos escalones alfombrados conducían a un espacio en forma de L, que contenía mesas y reservados con cómodos asientos tapizados. A diferencia de la mayor parte de los bares, el «Pontalba» estaba brillantemente iluminado. Esto significaba que los clientes se podían observar unos a otros, así como al bar mismo, que se extendía a lo largo de la L. Frente al bar, había una docena de altos taburetes acolchados, para los concurrentes no acompañados, que podían, si así lo deseaban, hacer girar sus asientos para inspeccionar la sala.
Eran las doce menos veinticinco cuando Trent entró desde el vestíbulo. El salón se hallaba casi vacío, sólo estaban un joven y una muchacha en uno de los reservados, y dos hombres con los distintivos de la convención, hablando en voz baja, en una mesa próxima. La habitual afluencia de clientes, en la hora previa al almuerzo, se produciría dentro de quince minutos, después de lo cual se habría perdido la oportunidad de hablar con tranquilidad. Pero el propietario del hotel pensó que diez minutos eran suficientes para lo que había venido a hacer.
Al verlo, un camarero se adelantó, pero fue despedido. Vio que Tom Earlshore estaba detrás del bar, de espaldas, y dedicado a leer las noticias de un periódico que había extendido sobre la caja registradora. Warren Trent caminó erguido hasta el bar, y se sentó en uno de los taburetes. Ahora podía ver que el viejo barman estudiaba un programa de carreras.
– ¿Es ésa la forma en que ha estado utilizando mi dinero? -dijo.
Earlshore giró, con una expresión de asombro; después reflejó una ligera sorpresa y luego un aparente placer cuando se dio cuenta de quién era el visitante.
– ¡Vaya, míster Trent! Le gusta a usted asustar a la gente. -Tom Earlshore, con habilidad, dobló el programa, metiéndolo en uno de los bolsillos posteriores de su pantalón. Bajo su cabeza calva, con un pelo blanco a lo Santa Claus, el rostro apergaminado se plegó en una sonrisa. Warren Trent se preguntó por qué no había sospechado nunca que era una sonrisa falsa.
– Hace mucho tiempo que no lo vemos por aquí, míster Trent. Demasiado tiempo.
– No se está quejando, ¿verdad?
Earlshore vaciló:
– Bien, no.
– Debí haber pensado que dejarlo solo le ha dado muchas oportunidades.
Una sombra de duda cruzó por el rostro del barman. Rió como para recobrar confianza.
– Siempre le ha gustado a usted hacer bromas, míster Trent. ¡Oh! Ya que está aquí, quiero mostrarle algo. He tenido intención de ir a verlo a su oficina, pero no he tenido tiempo -Earlshore abrió un cajón del mostrador y sacó un sobre del que extrajo una instantánea en colores-. Esta es de Derek… mi tercer nieto… saludable, como su madre, gracias a lo que usted hizo por ella hace mucho tiempo. Ethel… es mi hija, lo recuerda… con frecuencia pregunta por usted; siempre le envía sus mejores saludos, lo mismo que todos los de casa. -Puso la fotografía sobre el bar. Warren Trent la tomó, y con deliberación, sin mirarla, se la devolvió.
– ¿Qué sucede, míster Trent? -interrogó incómodo Tom Earlshore-. ¿Qué anda mal? -Como no hubo respuesta, insistió:- ¿Puedo ofrecerle algo?
Estuvo por rehusar, pero cambió de idea:
– Un Ramos gin fizz.
– ¡Sí, señor! ¡En seguida! -Tom Earlshore buscó de prisa los ingredientes. Siempre había sido un placer verlo trabajar. Algunas veces, en el pasado, cuando Warren Trent tenía invitados en su suite, traía a Tom para que se ocupara de las bebidas, a causa de su forma de prepararlas, que se igualaba a la calidad de las mismas. Tenía una organizada economía de movimientos y la ágil destreza de un malabarista. Ahora lucía su pericia, colocando la bebida frente al propietario del hotel, con un floreo final.
Warren Trent sorbió un trago y asintió.
– ¿Está bien? -preguntó Earlshore.
– Sí. Tan bueno como siempre. -Sus ojos se encontraron con los de Earlshore.- Y me alegro que así sea, porque es el último cóctel que hará en mi hotel.
La incomodidad se había convertido en aprensión. Earlshore se pasó la lengua por los labios, nervioso.
– Eso no puede ser verdad, míster Trent. No puede ser.
Ignorando la réplica, el propietario del hotel apartó su copa.
– Eso no puede ser verdad, míster Trent. No puede ser.
– ¿Por qué lo hizo usted, Tom? ¿Por qué, entre todos, tenía que ser usted, precisamente?
– Le juro por Dios que no sé…
– No me engañe, Tom. Ya lo ha hecho bastante tiempo.
– Le digo, míster Trent…
– ¡Basta de mentir! -La orden estalló en la quietud del ambiente.
Dentro del salón, el pacífico murmullo de conversaciones se interrumpió. Observando la alarma en los ojos inquietos del barman, Warren Trent comprendió que, detrás de sí, las cabezas se volvían. Tuvo conciencia de que afloraba la creciente cólera que había intentado controlar.
– Por favor, míster Trent -Earslhore tragó-, he trabajado aquí durante treinta años. Nunca me ha hablado de esta manera. -Su voz era apenas audible.
Desde el bolsillo interior de su chaqueta, donde lo había colocado, Warren Trent extrajo el informe de los investigadores de O'Keefe. Volvió dos páginas y dobló una tercera, cubriendo una parte con su mano.
– ¡Lea! -ordenó.
Earlshore buscó los anteojos en el bolsillo y se los puso. Las manos le temblaban. Leyó unas líneas, y luego no leyó más. Levantó los ojos. Ahora ya no intentaba negar. Sólo sentía el instintivo miedo de un animal acorralado.
– ¡No puede probar nada!
Warren Trent golpeó con su mano la superficie del bar. Sin importarle levantar la voz, dejó que su cólera estallara.
– Si quiero, puedo hacerlo. No se equivoque en cuanto a eso. Usted ha mentido y ha robado, y como todos los que mienten y roban, ha dejado rastros tras de sí.
Con un miedo terrible, Earlshore transpiraba. Era como si, de pronto, con explosiva violencia, su mundo, que creía seguro, se hubiera despedazado. Durante más años de los que podía recordar, había defraudado a su patrón… hasta un punto en el que desde hacía mucho tiempo, se consideraba invulnerable. En sus peores presagios, jamás había creído que ese día pudiera llegar. Ahora se preguntaba, temeroso, si el propietario del hotel tenía idea de lo grande que había sido el botín acumulado.
Warren Trent señalaba con su índice el documento que había entre ellos, sobre el bar.
– Esta gente percibió el olor de la corrupción porque no cometieron el error, mi error, de confiar en usted, considerándolo un amigo -durante un momento la emoción lo detuvo. Continuó-: Pero si ahondo, encontraré la evidencia. Hay mucho más de lo que se dice aquí. ¿No es así?
Abyectamente, Tom Earlshore asintió.
– Bien, no tiene por qué preocuparse. No intento procesarlo. Si lo hiciera, sentiría que estaba destruyendo algo de mí mismo.
– Le juro que si me da otra oportunidad -un atisbo de alivio cruzó por el rostro del anciano, que trató de ocultarlo en seguida- no volverá a suceder jamás -imploró.
– Quiere decir que ahora que ha sido descubierto, después de todos esos años de robos y embustes, gentilmente dejará de robar…
– Me será muy difícil, míster Trent… conseguir otro trabajo a mi edad. Tengo una familia…
– Sí, Tom, lo recuerdo -expresó Warren Trent con tranquilidad.
Earlshore se sonrojó.
– El dinero que ganaba aquí… este trabajo no era suficiente. Siempre había cuentas que pagar; cosas para los niños… -Se justificaba desmañadamente.
– Y las apuestas, Tom. No las olvidemos. Los corredores de apuestas siempre lo perseguían, ¿no es cierto? Querían que les pagara. -Era un disparo al azar, pero el silencio de Earlshore demostró que había dado en el blanco.- Ya se ha hablado bastante -cortó Warren Trent con brusquedad-. Ahora, márchese del hotel y no vuelva a poner los pies aquí, jamás.
Estaba entrando más gente al «Pontalba Lounge» por la puerta que comunicaba con el vestíbulo. El murmullo de la conversación se había reanudado. Un joven ayudante del barman llegó al bar y estaba sirviendo las bebidas, que los camareros recogían.
Tom Earlshore pestañeó, sin poder ceerlo.
– Míster Trent, es el momento de auge antes del almuerzo…
– Ya no es problema suyo. Usted no trabaja aquí.
Lentamente, como si lo inevitable lo penetrara, la expresión del exbarman cambió. Su anterior máscara de deferencia se disipó, tomando su lugar una sonrisa aviesa.
– Muy bien, me iré. Pero usted no tardará mucho en hacerlo. Míster Alto y Todopoderoso Trent, porque a usted también lo echarán, aquí todo el mundo lo sabe.
– ¿Qué es lo que saben?
– Saben que usted es un viejo inútil y acabado -los ojos de Earlshore brillaban-, incapaz de dirigir nada, y mucho menos un hotel. Por eso perderá este hotel, con toda seguridad, y cuando eso suceda seré uno de los muchos que se reirán a carcajadas. -Vaciló, respirando pesadamente, sopesando las consecuencias de su actitud, con cautela, e inquietud. Pero el ansia de venganza prevaleció:- Durante más años de los que puedo recordar, usted ha actuado como si fuera el dueño de todo el mundo en el hotel. Tal vez haya pagado algunos centavos más en jornales, que otros; y haya hecho pequeñas caridades en la forma que lo hizo conmigo, como si fuera Jesucristo y Moisés al mismo tiempo, pero no nos ha engañado. Usted pagaba los jornales para mantenernos fuera de los sindicatos, y la caridad lo hacía sentirse grande a usted, de manera que la gente sabía que era más para usted que para ellos. Por eso se reían de usted, y se ocupaban de sí mismos en la forma en que yo lo hacía. -Earlshore se detuvo, revelando en su rostro la sospecha de que había ido demasiado lejos.
Detrás de ellos, el salón se estaba llenando con rapidez. Los taburetes del bar ya se estaban ocupando. Marcando un compás cada vez más rápido, los dedos de Warren Trent tamborileaban sobre la barra tapizada de cuero. Cosa bastante curiosa…, la cólera de unos momentos antes, lo había abandonado. En su lugar había ahora una firme resolución: no titubear más con respecto al segundo paso que había considerado con anterioridad.
Levantó los ojos para mirar al hombre que durante treinta años había creído conocer, sin conocerlo en verdad.
– Tom, usted no sabrá nunca cómo ni por qué, pero la última cosa que ha hecho por mí, ha sido un favor. Ahora vayase… antes de que cambie de opinión y lo envíe a la cárcel.
Tom Earlshore se volvió, y sin mirar a derecha ni a izquierda, se marchó.
Pasando por el vestíbulo, dirigiéndose a la puerta sobre Carondelet Street, Warren Trent eludió con frialdad las miradas de los empleados que lo observaban. No estaba de humor para zalamerías, habiéndose enterado esa mañana de que la traición usaba una sonrisa, y que la cordialidad podía ser el disfraz del desprecio. La aseveración de que se reían de él, porque intentaba tratar bien a los empleados, lo había herido profundamente, tanto más cuanto que tenía un halo de verdad. «Bien -pensó-, esperemos uno o dos días. Veremos quién ríe el último.»
Cuando llegó a la calle soleada y ajetreada, un hombre uniformado lo vio y se adelantó con deferencia.
– Consígame un taxi -pidió. Había tenido la intención de caminar una o dos manzanas, pero una aguda punzada de ciática que había sentido al bajar los escalones del hotel le hizo cambiar de idea.
El portero silbó, y desde el congestionado tránsito, un automóvil se acercó a la acera. Warren Trent subió a él con dificultad, mientras el hombre sostenía la puerta abierta, llevándose luego la mano a la gorra, al cerrarla. El respeto era otro gesto vacío, suponía Warren Trent. Desde ahora, miraría con sospecha unas cuantas cosas que antes había considerado de algún valor.
El taxi arrancó, y consciente del examen del conductor a través del espejo retrovisor, le ordenó:
– Lléveme a algunas manzanas más adelante. Quiero un teléfono…
– Hay muchos en el hotel, patrón -informó el hombre.
– Eso no importa. Lléveme a un teléfono. -No tenía deseos de explicar que la llamada que estaba por hacer era demasiado confidencial, como para arriesgarse a utilizar una línea del hotel.
El chófer se encogió de hombros. Después de andar dos manzanas, dio vuelta por Canal Street, mirando una vez más a su cliente por el espejo.
– Es un hermoso día. Hay teléfonos allí abajo, en el muelle.
Warren Trent asintió, contento de tener un momento más de respiro.
El tránsito era menos intenso cuando cruzaron Tchoupitoulas Street. Un minuto después, el taxi paraba en un estacionamiento frente al edificio del Port Commissioner. Había una cabina telefónica a unos pasos.
Dio un dólar al chófer, dejándole el cambio. Luego, cuando iba a dirigirse a la cabina, cambió de idea y cruzó Eads Plaza, para detenerse frente al río. El calor del mediodía lo penetraba desde arriba, y se colaba ascendiendo por los pies, con una sensación de placer, desde la acera de cemento. El sol, amigo de los huesos de los viejos, pensó.
Al otro lado de los ochocientos metros de ancho del Mississippi, Algiers, en la distante orilla, reverberaba bajo el sol. El río estaba oloroso hoy, aun cuando eso no era extraño. El olor, la lentitud y el barro eran parte de los estados de ánimo del «Padre de las Aguas». Como la vida, pensó, cieno y fango alrededor de uno, siempre igual.
Un barco de carga se deslizaba, rumbo al mar, su sirena ululando ante un convoy de barcazas. Las barcazas se hicieron a un lado; el carguero siguió adelante sin disminuir su velocidad. Pronto el barco cambiaría la soledad del río por una soledad mayor, la del océano. Se preguntó si los que estaban embarcados sabían eso, o si les importaba. Tal vez no. O quizá, como él mismo, habían llegado a saber que no había un lugar en el mundo en que el hombre no estuviera solo.
Volvió sus pasos hacia la cabina telefónica, y cerró la puerta con cuidado.
– Una llamada a Washington, D. C. con carta de crédito -informó al telefonista.
Pasaron algunos minutos, que incluyeron preguntas sobre la naturaleza de su negocio, antes de que lo conectaran con la persona que buscaba. Por último, llegó a la línea la voz prepotente y descortés del más poderoso líder de los trabajadores del país, y algunos decían, «del más corrompido».
– Vamos, hable.
– Buenos días -respondió Warren Trent-. Espero que no esté almorzando.
– Tiene tres minutos -dijo la voz cortante-. Ya ha desperdiciado quince segundos.
– Hace algún tiempo, cuando nos conocimos, usted me hizo una proposición. -Warren Trent habló con rapidez.- Es posible que no lo recuerde…
– Yo siempre me acuerdo. Hay algunas personas que desearían que no fuera así.
– Lamento haber sido algo brusco en aquella ocasión.
– Tengo un reloj aquí. Ha pasado medio minuto.
– Quiero hacer un trato.
– Soy yo quien hace los tratos. Los otros los aceptan.
– Si el tiempo es tan importante -dijo Warren Trent-, no lo malgastaremos en detalles. Durante muchos años ha tratado usted de poner el pie en las actividades hoteleras. También quiere fortalecer la posición de su sindicato en Nueva Orleáns. Le estoy ofreciendo una oportunidad.
– ¿Cuál es el precio?
– Dos millones de dólares… en una primera hipoteca segura. A cambio de ello, usted consigue un puntal para el sindicato y redacta su propio contrato. Presumo que será razonable, desde el momento que su propio dinero está comprometido en ello.
– Bien -dijo la voz-, bien, bien, bien…
– Ahora, ¿quiere parar ese reloj?
Se oyó una risa en el otro extremo de la línea.
– No hay tal reloj. Es sorprendente, sin embargo, cómo la idea apresura a la gente. ¿Cuándo necesita el dinero?
– El dinero, el viernes. La decisión, antes de mañana al mediodía.
– Viene a mí en última instancia, ¿eh? ¿Cuando todos lo han rechazado?
No había objeto en mentir.
– Sí -fue su corta respuesta.
– ¿Ha estado perdiendo dinero?
– No tanto que no pueda variarse el curso. La gente de O'Keefe piensa que puede cambiarse. Han hecho una oferta para comprar.
– Quizá fuera prudente aceptar.
– Si lo hago, ellos nunca le darán esta oportunidad.
Hubo un silencio que Warren Trent no perturbó. Podía sentir al otro hombre pensando, calculando. No tenía la menor duda de que su propuesta estaba siendo considerada con seriedad. Durante una década la Fraternidad Internacional de Jornaleros había intentado infiltrarse en el personal de la industria hotelera. Hasta entonces, sin embargo, a diferencia de la mayoría de sus campañas de afiliación, había fracasado rotundamente. La causa había sido -en este caso especial- la unión entre los dueños de los hoteles, que temían a los Jornaleros, y los sindicatos más honrados, que los despreciaban. Para los Jornaleros, un contrato con el «St. Gregory» (hasta ahora, un hotel sin sindicatos) podía constituir una fisura en la maciza represa de la resistencia organizada.
En cuanto al dinero, una inversión de dos millones de dólares (si los Jornaleros deseaban hacerlo) sería sólo un pequeño bocado en el gran tesoro del sindicato. Ya habían gastado bastante más que eso, durante los años transcurridos en la fracasada campaña para afiliar a los empleados de hoteles.
Warren Trent sabía que dentro de la industria hotelera se le repudiaría y señalaría como traidor, si prosperaba el arreglo que había sugerido. Y entre sus propios empleados sería condenado con violencia, al menos por aquellos suficientemente informados para saber que habían sido traicionados.
Eran los empleados quienes perderían más. Si se firmaba un contrato con el sindicato, habría pequeños aumentos en los jornales, como se hacía en tales casos, como un gesto de generosidad. Pero el aumento, ya debía haberse hecho; en realidad, estaba en mora, y había tenido la intención de otorgarlo él mismo, si la refinanciación del hotel se hubiera arreglado de otra manera. El plan existente de la pensión de los empleados, se abandonaría en favor del sindicato, pero la ventaja sería para el tesoro de los Jornaleros. Lo más importante, la cuota para el sindicato (probablemente, de seis a diez dólares mensuales) sería obligatoria. De esta manera, no sólo cualquier aumento inmediato en los jornales quedaría anulado, sino que los ingresos de los empleados se verían disminuidos.
Bien, reflexionó Warren Trent, el oprobio de sus colegas en la industria hotelera, tendría que ser soportado. En cuanto al resto, endureció su conciencia recordando a Tom Earlshore y a los otros como él.
La imperativa voz en el teléfono interrumpió sus pensamientos.
– Le enviaré dos personas de mi personal financiero. Saldrán en avión esta tarde. Durante la noche examinarán sus libros. Y los examinarán bien; de manera que no pretenda esconder nada de lo que debemos saber -la inequívoca amenaza le recordaba que sólo los temerarios o los tontos trataban de burlarse del Sindicato de Jornaleros.
– No tengo nada que ocultar -manifestó con hosquedad el propietario del hotel-. Tendrá usted acceso a toda la información que poseo.
– Si mañana por la mañana mi gente me informa de que todo está bien, usted firmará un contrato con el sindicato del gremio por un término de tres años. -Era una decisión, no una pregunta.
– Naturalmente, estaré satisfecho de firmar. Desde luego, tendrá que haber una votación de los empleados, aun cuando estoy seguro de que puedo garantizar el resultado. -Warren Trent tuvo un momento de incomodidad, preguntándose si en realidad podía garantizarlo. Habría oposición para una alianza con el Sindicato de Jornaleros, de eso estaba seguro. Sin embargo, una buena cantidad de empleados seguirían su recomendación personal, si ejercía suficiente presión. La cuestión era: ¿Constituirían la mayoría necesaria?
– No habrá votación -declaró el presidente del sindicato.
– Pero la ley…
– No trate de enseñarnos lo que es la ley laboral. -La voz al otro extremo de la línea sonó colérica.- Sé más y mejor sobre ella, de lo que usted sabrá jamás. -Hubo una pausa. Luego la explicación en un gruñido.- Este será un Convenio voluntario de Reconocimiento. Nada en la ley dice que deba someterse a votación. No habrá votación.
Warren Trent pensó que podría hacerse en esa forma.
El procedimiento carecería de ética, sería inmoral; pero absolutamente legal. Su propia firma en el contrato con el sindicato, dadas las circunstancias, comprometería a todos los empleados del hotel, les gustara o no. Bien, pensó ceñudo, que así sea. Resolvería todo en forma mucho más simple, con el mismo resultado final.
– ¿En qué forma resolverán la hipoteca? -preguntó Warren Trent. Era una zona delicada, lo sabía. En el pasado, las comisiones investigadoras del Senado habían censurado severamente a los Jornaleros por hacer fuertes inversiones en compañías con las que el sindicato tenía contratos laborales.
– Usted dará un documento pagadero al Fondo de Pensiones de los Jornaleros, por dos millones de dólares al ocho por ciento. El pagaré estará garantizado por una primera hipoteca sobre el hotel. La hipoteca la otorgará la Confederación de Jornaleros Sureños, en depósito para el Fondo de Pensiones.
El arreglo, comprendió Warren Trent, era diabólicamente inteligente. Contravenía el espíritu de todas las leyes que afectaban al uso de los fondos del sindicato, mientras desde un punto de vista técnico, se mantenía dentro de ellas.
– La obligación vencerá a los tres años, y si usted deja de pagar los intereses en dos vencimientos, será ejecutado.
– Estoy de acuerdo con las demás condiciones, pero necesito cinco años -objetó Warren Trent.
– Le doy tres.
Era un trato severo, pero tres años le darían tiempo, por lo menos, para restaurar la posición competitiva del hotel.
– Muy bien -respondió de mala gana.
Se oyó un clic cuando en el otro extremo se cortó la comunicación.
Al salir de la cabina telefónica, y a pesar de una nueva punzada de ciática, Warren Trent sonreía.
Después de la violenta escena en el vestíbulo, que culminó con la partida del doctor Nicholas, Peter McDermott se preguntó, inquieto, qué sucedería después. Reflexionando, decidió que no ganaría nada precipitando un encuentro con los organizadores del Congreso de Odontólogos Americanos. Si su presidente, el doctor Ingram, persistía en su amenaza de retirar la convención del hotel, esto no podía llevarse a cabo antes de la mañana siguiente, en el peor de los casos. Eso significaba que sería mejor y más prudente esperar una o dos horas, hasta la tarde, para que los ánimos se calmaran. Entonces hablaría con el doctor Ingram y los otros, si era necesario.
En cuanto a la presencia del periodista, durante la desdichada escena, desde luego era demasiado tarde para tratar de aminorar el daño ya producido. Para beneficio del hotel, Peter esperaba que quienquiera que tomara las decisiones con respecto a la importancia de las noticias, considerase el incidente como algo intrascendente.
Volviendo a su oficina en el entresuelo principal, se ocupó de los asuntos de trámite durante el resto de la mañana. Resistió la tentación de buscar a Christine, pues el instinto le decía que aquí también sería mejor dejar pasar un período de enfriamiento. Sin embargo, comprendió que muy pronto tendría que enmendar su monumental gaffe de horas antes.
Decidió ir a ver a Christine a mediodía, pero la intención fue eclipsada por una llamada telefónica del ayudante de gerencia de turno, quien le informó de que en la habitación ocupada por míster Stanley Kilbrick de Marshalltown, Iowa, se había cometido un robo. Aunque recién denunciado, todo sugería que el hecho debió de tener lugar durante la noche. Se alegaba que había desaparecido una larga lista de objetos valiosos y dinero en efectivo y, según el ayudante de gerencia, el huésped parecía muy alterado. Un detective del hotel estaba ya en el lugar del hecho.
Peter llamó al jefe de detectives. No tenía la menor idea de si Ogilvie estaba o no en el hotel, pues era un misterio su horario de trabajo, conocido por él mismo. Poco después, sin embargo, un mensaje avisó que Ogilvie se había hecho cargo del interrogatorio e informaría lo antes posible. Unos veinte minutos más tarde llegó a la oficina de Peter McDermott.
El jefe de detectives del hotel se dejó caer con cuidado en un sillón de cuero, frente al escritorio.
– ¿Qué le parece el asunto? -preguntó Peter, tratando de disimular su instintivo rechazo.
– El individuo que ha sido robado, es un tonto. Se emborrachó. Esto es lo que le falta. -Ogilvie puso sobre el escritorio de Peter una lista escrita a mano.- Me guardo una copia para mí.
– Gracias. Se la pasaré a nuestra compañía de seguros. Y en cuanto a la habitación… ¿hay alguna evidencia de que la puerta haya sido forzada?
– Con seguridad, se trata de un asunto de llave -sentenció el detective-. Todo lo indica. Kilbrick admite que estuvo de juerga anoche, en el Quarter. Creo que todavía debería andar pegado a la falda de su madre. Dice que perdió su llave. No cambiará el relato. Pero es más probable que haya caído en unas de esas absurdas trampas que tienden las mujeres de los bares.
– ¿No comprende que si es franco con nosotros, tendremos mayor probabilidad de recobrar lo que le robaron?
– Se lo dije. Pero no sirvió de nada. Por lo pronto, en este mismo momento siente que lo han timado. Además, imagina que el seguro del hotel cubrirá lo que ha perdido. ¡Tal vez un poco más! Dice que tenía cuatrocientos dólares en la cartera.
– ¿Usted lo cree?
– No.
Bien, pensó Peter, mejor será que el huésped despierte. El seguro del hotel cubre la pérdida de artículos hasta un valor de cien dólares, pero no dinero en efectivo. Ni un dólar.
– ¿Qué piensa usted en cuanto al resto? ¿Cree usted que se trata de un caso único?
– No, no lo creo -replicó Ogilvie-. Me parece que nos ha caído un ladrón profesional de hoteles, y que está trabajando aquí dentro.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Algo que ha sucedido esta mañana. Una queja de la habitación 641. Supongo que todavía no le ha llegado a usted.
– Si ha llegado, no la he visto aún.
– Temprano, casi al amanecer según entiendo, alguien entró en la 641 con una llave. El cliente de la habitación se despertó. El otro se hizo pasar por borracho y dijo que se había equivocado con la 614. El que estaba en la habitación volvió a dormirse, pero cuando se despertó esta mañana, se sorprendió de que la llave de la 614 abriera la 641. Fue entonces cuando me enteré.
– En el mostrador de recepción pudieron haberle dado la llave equivocada.
– Podía haber ocurrido, pero no fue así. Lo comprobé. El empleado nocturno jura que ninguna de las dos llaves salió del casillero. En la 614 hay un matrimonio; se acostaron temprano y no se movieron.
– ¿Tenemos la descripción del hombre que entró en la 641?
– Es muy vaga, de modo que no sirve de nada. Para estar seguro, reuní a los dos hombres de las habitaciones 614 y 641. El de la 614 no fue a la habitación 641. También probé las llaves; ninguna de ellas abre la otra habitación.
– Se diría que tiene usted razón en cuanto a que se trata de un ladrón profesional. En ese caso tendríamos que planear una campaña.
– Ya he hecho algunas cosas -aclaró Ogilvie-. Les he dicho a los empleados del mostrador de recepción que durante los próximos días, exijan los nombres de las personas al entregarles las llaves. Si encuentran algo extraño, entregarán la llave, pero se fijarán detenidamente en la persona que la lleve, avisando en seguida a mi personal. Ya se ha informado a las camareras y botones para que estén atentos por si aparecen vagos o cualquier sujeto extraño. Mis hombres trabajarán horas extras, recorriendo los pisos durante la noche.
– Eso parece bien -aprobó Peter-. ¿Ha pensado en quedarse en el hotel, usted mismo, por uno o dos días? Le conseguiré una habitación si lo desea.
Peter advirtió una vaga expresión de contrariedad en el rostro del gordo. Este negó con la cabeza.
– No será necesario.
– Pero, ¿usted andará por aquí… disponible?
– ¡Por supuesto! -Las palabras eran enfáticas, pero sonaron extrañas, faltas de convicción. Como si advirtiera la deficiencia, Ogilvie agregó:- Aunque no estuviera aquí siempre, mis hombres saben lo que deben hacer.
– ¿Cuál es nuestro arreglo con la Policía? -preguntó Peter, todavía pensativo.
– Habrá un par de hombres vestidos de civil. Les diré lo que pienso, y supongo que harán alguna investigación para saber quién puede estar en la ciudad. Si se tratara de algún individuo con antecedentes, podríamos apresarlo.
– Entretanto, por supuesto, nuestro amigo, quienquiera que sea, no permanecerá quieto.
– Eso es seguro. Y si es tan listo como imagino, ya sabrá que andamos detrás de él. De manera que es probable que trabaje aprisa, y luego se largue.
– Lo que es una razón más -señaló Peter-, para que usted esté a mano.
– Creo que lo he previsto todo -protestó Ogilvie.
– Yo también lo creo así. En realidad, no puedo pensar en nada que haya quedado sin cubrir. Lo que me preocupa es que, cuando usted no esté aquí, otro no sea tan eficiente o tan rápido.
Peter pensó que por muchos defectos que tuviera el jefe de detectives, conocía su trabajo y lo hacía bien, cuando quería. Pero era irritante que su recíproca relación hiciera necesario tener que rogarle algo tan obvio como esto.
– No hay nada que pueda preocuparlo -dijo Ogilvie. Pero su instinto le decía a Peter que, por alguna razón, el gordo estaba preocupado mientras enderezaba su voluminoso cuerpo y abandonaba la oficina.
Después de uno o dos minutos Peter lo siguió, deteniéndose sólo para dar instrucciones a fin de que se notificara el robo a la compañía de seguros del hotel, conjuntamente con el inventario de las cosas robadas que Ogilvie le había dado.
Peter recorrió la corta distancia que lo separaba de la oficina de Christine. Se sintió decepcionado al comprobar que no estaba. Decidió volver en seguida de almorzar.
Bajó hasta el vestíbulo y caminó hacia el comedor principal. Al entrar observó el agitado movimiento al servirse el almuerzo, que reflejaba la gran cantidad de huéspedes que había en el hotel.
Peter hizo un.amable saludo con la cabeza a Max, el maître, que se acercó presuroso.
– Buenos días, míster McDermott. ¿Una mesa para usted solo?
– No, gracias, me uniré a la colonia de los penados. -Peter rara vez usaba su privilegio, como subgerente general, de ocupar su propia mesa en el comedor principal. La mayoría de las veces prefería reunirse con otros miembros del personal ejecutivo, en la gran mesa circular reservada para ellos, próxima a la cocina.
El contador general del «St. Gregory», Royall Edwards y el fornido y calvo gerente de créditos Sam Jakubiec, estaban almorzando cuando Peter se les reunió. Doc Vickery, el jefe de mecánicos, que había llegado unos minutos antes, estudiaba el menú. Sentándose en la silla que Max había retirado y le ofrecía, Peter preguntó:
– ¿Qué me recomiendan?
– Pruebe la sopa de berros -dijo Jakubiec, entre sorbo y sorbo de la que tenía delante-. No es como la hecha por nuestra madre; es mucho mejor.
– La especialidad de hoy es el pollo frito -agregó, con su voz precisa de contador, Royall Edwards-. Lo hemos pedido.
Cuando el maître se alejó, apareció un joven camarero para atenderlos. A pesar de las instrucciones dadas en contra, la «colonia penal» (al estilo propio de los ejecutivos) recibía en forma invariable, la más esmerada atención en el comedor. Era difícil, como Peter y los otros ya habían descubierto, persuadir a los empleados de que los clientes que pagaban el hotel eran más importantes que los ejecutivos que lo administraban.
El mecánico jefe cerró su menú, atisbando por encima de sus anteojos de gruesa armazón que, como siempre, se habían deslizado hasta la punta de su nariz.
– Lo mismo para mí, hijo.
– Yo también me adhiero -dijo Peter, devolviendo el menú, que no había abierto.
El camarero titubeó.
– No estoy seguro de que esté tan bueno el pollo frito, señor. Tal vez prefiera otra cosa.
– Bien -exclamó Jakubiec-, ¡buena hora para decirnos esol
– Puedo cambiar su pedido sin inconveniente, míster Jakubiec. El suyo también, míster Edwards.
– ¿Qué le pasa al pollo frito? -preguntó Peter.
– Quizá no debí decirlo -el joven camarero se movía incómodo-, pero sucede que hemos recibido quejas. Parece que no ha gustado a la gente. -Volvió la cabeza mientras por un momento recorría el atareado comedor con la mirada.
– En ese caso -le dijo Peter-, tengo curiosidad por saber la razón. De manera que deje mi pedido como está.
Con una sombra de disgusto, los otros acordaron hacer lo mismo.
Cuando el camarero se fue, Jakubiec preguntó:
– ¿Qué significa ese rumor de que nuestra convención de dentistas puede marcharse en cualquier momento?
– Lo que ha oído es cierto, Sam. Esta tarde sabré si sólo se trata de un rumor. -Peter comenzó a tomar la sopa que había aparecido como por arte de magia, y luego describió la escena de una hora antes en el vestíbulo. Los rostros de los otros se tornaron serios a medida que escuchaban,
– He observado que los desastres rara vez llegan solos -señaló Royall Edwards-, y juzgando por nuestros últimos resultados financieros, que ustedes, caballeros, conocen, éste podría ser uno más.
– Si resulta así -comentó el jefe de mecánicos-, no cabe duda de que lo primero que hará usted es cercenar dinero del presupuesto previsto para las maquinarias.
– Eso -dijo el contador general-, o suprimirlo por completo.
El jefe protestó, poco divertido.
– Tal vez nos eliminen a todos -acotó Sam Jakubiec-, si la gente de O'Keefe se hace cargo de esto. -Miró inquisitivo a Peter, pero Royall Edwards hizo un gesto con la cabeza, advirtiendo que el camarero se acercaba. El grupo permaneció silencioso, mientras el joven servía con destreza al contador general y al gerente de créditos, en tanto alrededor continuaba el murmullo del comedor, un apagado ruido de platos, y el pasar de los camareros por la puerta de la cocina.
– Bien, ¿cuál es la novedad? -interrogó Jakubiec, cuando el camarero se alejó.
– No sé una palabra, Sam, excepto que esta sopa está muy buena.
– Si recuerda -dijo Royall Edwards-, se la recomendamos, y ahora les ofreceré un consejo: retiren el pedido, ya que pueden -había probado el pollo frito que le sirvieron a él y a Jakubiec un momento antes. Luego dejó el cuchillo y el tenedor-. Sugiero que otra vez escuchemos con más respeto el consejo del camarero.
– ¿Tan malo está? -inquirió Peter.
– Supongo que no -replicó el contador general-, si le gusta la comida rancia.
Con cierta duda, Jakubiec probó de su propio plato, mientras los otros lo observaban.
– Aparten eso. Si tuviera que pagar por este plato… yo no lo haría-dijo al fin.
Incorporándose en su asiento, Peter vio al maître, al otro lado del comedor, y le hizo señas para que se acercara
– Max ¿está de servicio el chef Hébrand?
– No, míster McDermott. Tengo entendido que está enfermo. En su lugar está el sub-chef Lemieux -agregó el maitre con ansiedad-. Si se trata del pollo frito, le aseguro a usted que todo se ha resuelto. Hemos dejado de servir ese plato, y donde se han tenido quejas, se les ha cambiado el menú -sus ojos se dirigieron hacia la mesa-. Haremos lo mismo aquí, en seguida.
– Por el momento -replicó Peter-, me preocupa más saber qué es lo que ha sucedido. ¿Quiere pedirle al chef Lemieux que se reúna con nosotros?
Peter pensó que estando la cocina tan próxima, era una tentación entrar y preguntar directamente qué había sucedido con el plato especial del almuerzo. Pero hacerlo hubiera sido poco prudente.
Al tratar con sus principales chefs, los ejecutivos del hotel seguían el protocolo tan rígido y tradicional, como el de cualquier casa real. Dentro de la cocina, el chef de cuisine, o en ausencia de éste, el sub-chef, era un rey indiscutido. Entrar en una cocina sin ser invitado era algo inconcebible para un gerente de hotel.
Los chefs podían ser despedidos, como a veces sucedía. Pero hasta que eso sucediera, su reino era inviolable.
Invitar a un chef fuera de la cocina (en este caso, a una mesa en el comedor) era lo correcto. En realidad, era casi una orden, ya que en ausencia de Warren Trent, Peter McDermott era la máxima autoridad del hotel. También hubiera sido correcto que Peter se parara en la puerta de la cocina, y esperara que lo invitaran a entrar. Pero dadas las circunstancias, con una crisis evidente en la cocina, Peter sabía que era mejor lo que había hecho.
– En mi opinión -observó Jakubiec mientras esperaban-, es hora de que se retire el viejo chef Hébrand.
– Si se retira -preguntó Royall Edwards- ¿advertiría alguien la diferencia? -Todo el mundo sabía que era una referencia a las frecuentes ausencias del chef de cuisine, una de las cuales, al parecer, se había producido hoy.
– Demasiado pronto llega el fin para todos nosotros -dijo el jefe de mecánicos-. Es natural que nadie quiera apresurarlo voluntariamente. -No era un gran secreto que la fría aspereza del contador general irritaba, a veces, al jefe de mecánicos, de buen carácter, por lo común.
– No conozco a nuestro nuevo sub-chef -dijo Jakubiec-. Supongo que no ha salido de la cocina.
La mirada de Royall Edwards bajó hasta su plato, apenas tocado.
– Si es así, tiene un órgano muy poco sensible.. Mientras hablaba el contador general, la puerta de vaivén de la cocina se abrió una vez más. Un pinche, que estaba por pasar, se detuvo con deferencia, mientras Max, el maitre, apareció. Precedía por contados pasos a una figura alta y delgada, vestida de blanco inmaculado, con un gorro de cocinero alto y almidonado En su rostro, una expresión de infinita angustia.
– Señores -anunció Peter a la mesa de ejecutivos-, en caso
de no haber sido presentados… éste es el chef André Lemieux.
– Messieurs! -El joven francés se detuvo, extendiendo sus
manos en un gesto de impotencia.- ¡Que haya sucedido esto…!
¡Estoy desolado! -Tenía la voz quebrada.
Peter McDermott había encontrado varias veces al nuevo sub-chef desde que este último llegara al «St. Gregory», seis semanas antes. Cada vez le había gustado más.
La designación de André Lemieux había seguido a la repentina partida de su predecesor. El anterior sub-chef, después de meses de frustraciones interiores, había estallado en un colérico arrebato contra su superior, el anciano monsieur Hébrand. En condiciones ordinarias, podría no haber pasado nada después de la escena, ya que los arrebatos emocionales entre los chefs y cocineros ocurrían (como en cualquier otra gran cocina) con visible frecuencia. Lo que señaló la ocasión como distinta fue la reacción posterior del sub-chef, arrojándole una sopera llena al chef de cuisine. Por fortuna, la sopa era Vichyssoise, si no las consecuencias podrían haber sido muy serias. En una memorable escena, el chef de cuisine, empapado de líquido blanco y goteando, escoltó a su exayudante a la puerta de salida del personal y allí, con sorprendente energía en un viejo, lo había arrojado a la calle. Una semana después se contrató a André Lemieux.
Sus calificaciones eran excelentes. Había estudiado en París, y había trabajado en Londres, en «Prunier's» y en el «Savoy». Luego, por corto tiempo en «Le Pavillon» de Nueva York antes de obtener un cargo más importante en Nueva Orleáns. Pero ya, en su corta estancia en el «St. Gregory», Peter sospechaba que el joven sub-chef había encontrado la misma frustración que enloqueciera a su predecesor. Esta era la causa; la inflexible negativa de monsieur Hébrand a permitir cambios en los procedimientos de la cocina, a pesar de que las frecuentes ausencias del mismo chef de cuisine trasladaban las responsabilidades al sub-chef, quien quedaba a cargo de todo. En muchos sentidos, pensó Peter con simpatía, la situación era similar a su relación con Warren Trent.
Peter indicó un asiento vacante en la mesa de los ejecutivos. -¿No quiere acompañarnos?
– Gracias, monsieur. -El joven francés tomó asiento con gravedad, cuando el camarero le ofreció la silla.
Su llegada fue seguida por la de otro camarero que, sin preocuparse por las instituciones, había ordenado cuatro escalopines de ternera. Retiró los dos platos de pollo, que un ayudante llevó de prisa a la cocina. Los cuatro ejecutivos aceptaron la carne en sustitución del pollo. El sub-chef ordenó sólo una taza de café. -Esto está mejor -dijo Sam Jakubiec con aprobación. -¿Ha descubierto -preguntó Peter-, cuál ha sido la causa del problema?
El sub-chef miró afligido hacia la cocina. -Los problemas tienen diversas causas. En este caso lo malo fue freír en manteca que sabía mal. Pero soy yo quien tiene la culpa… no se había cambiado la manteca, como yo creía. Y yo, André Lemieux, he permitido que una comida preparada en esa forma, saliera de la cocina. -Movió la cabeza con un gesto de no poder creerlo.
– Es difícil que una persona pueda estar en todas partes -di
jo el jefe de mecánicos-. Todos los que estamos a cargo de de.
partamentos sabemos eso.
Royall Edwards puso en palabras lo que a Peter se le había ocurrido pensar antes.
– Desgraciadamente, no sabremos nunca cuántos son los que no se han quejado, pero que no volverán.
André Lemieux asintió con tristeza, dejando su taza de café sobre la mesa.
– Messieurs, excúsenme. Monsieur McDermott, ¿podríamos, quizás, hablar cuando haya terminado?
Quince minutos más tarde Peter entró en la cocina por la puerta del comedor.
André Lemieux se adelantó presuroso a recibirlo.
– Ha sido usted muy gentil en venir, monsieur.
– Me gustan mucho las cocinas -declaró Peter. Mirando alrededor, advirtió que la actividad de la hora del almuerzo estaba menguando. Todavía salían algunos platos, controlados por dos mujeres maduras, sentadas muy tiesas, como suspicaces inspectoras de escuela, en altos taburetes frente a las planillas donde se computaban las cuentas. Pero iban llegando más platos del comedor a medida que los ayudantes y camareros levantaban los servicios de las mesas, mientras disminuía el conjunto de clientes. En la gran pileta para lavar platos, en el fondo de la cocina, donde las superficies cromadas y los recipientes de desperdicios semejaban una cafetería vista por dentro, seis ayudantes con delantales impermeables trabajaban de consuno manteniendo el ritmo de la marea de platos que llegaban desde los distintos restaurantes del hotel y del piso de la convención. Como siempre, Peter advirtió que un ayudante extra estaba cogiendo manteca sin usar, introduciéndola en un gran recipiente cromado. Luego, como sucedía en casi todas las cocinas comerciales (si bien pocas lo admitían) la manteca recuperada se usaría para cocinar.
– Deseaba hablar con usted a solas. Con otras personas presentes, usted comprende, hay cosas difíciles de decir.
– Hay algo que no entiendo -observó Peter con interés-. ¿He comprendido bien que usted ordenó que se cambiara la manteca, pero que no lo hicieron?
– Eso es exacto.
– ¿Qué sucedió?
– Esta mañana di la orden -el rostro del joven chef parecía preocupado-Mi nariz me informó de que la manteca no estaba buena. Pero monsieur Hébrand, sin decírmelo, dio contraorden. Luego, monsieur Hébrand se fue a su casa y yo me quedé, sin saberlo, con la manteca rancia.
– ¿Por qué motivo cambió la orden?
– La manteca es cara, muy cara; en eso estoy de acuerdo con monsieur Hébrand. Últimamente la hemos cambiado muchas veces. Demasiadas.
– ¿Ha tratado de encontrar la causa de eso?
André Lemieux levantó las manos, con un gesto de desesperación en el rostro.
– Todas las veces he propuesto hacer una prueba química, para saber el grado de acidez de la manteca. Se podía hacer en un laboratorio, o aquí mismo. Luego, podríamos descubrir la causa por la que la manteca se ponía mala. Monsieur Hébrand no está de acuerdo con eso… ni con otras cosas.
– ¿Cree usted que aquí, muchas cosas andan mal?
– Muchas. -Fue una respuesta cortante, ceñuda, y por un momento pareció como si la conversación fuera a terminar. Luego, de pronto, como si un dique se hubiera desmoronado, las palabras fluyeron atropelladamente.- Monsieur McDermott, le digo que muchas cosas andan mal. Esto no es una cocina en la que se pueda trabajar con orgullo. Es, como ustedes dicen, una componenda de comidas: algunas viejas recetas que están mal, y otras nuevas que también están mal, y mucho desperdicio por todas partes. Yo soy un buen chef. Los otros se lo dirán. Pero un buen chef tiene que estar satisfecho con lo que hace, o si no, ya no es bueno. Sí, monsieur. Yo haría cambios, muchos cambios; cosas mejores para el hotel, para monsieur Hébrand, y para los otros. Pero me ordenan, como si fuera un niño, que no cambie nada.
– Es posible que eso se logre -replicó Peter-. Pueden producirse grandes cambios aquí. Y muy pronto.
André Lemieux se irguió cuan alto era.
– Si usted se refiere a monsieur O'Keefe, cualesquiera que sean los cambios que haga, no estaré aquí para verlos. No tengo intención de convertirme en un cocinero instantáneo de un hotel en cadena.
– Si el «St. Gregory» permaneciera independiente -preguntó Peter con curiosidad-, ¿qué tipo de cambios haría usted?
Habían caminado a lo largo de casi toda la cocina, un prolongado rectángulo, que se extendía a todo lo ancho del hotel. A cada lado, como pequeñas salidas del centro de control, había puertas que daban acceso a los varios restaurantes del hotel, a los ascensores de servicio, y a los recintos donde se preparaban los alimentos, en el mismo piso o más abajo. Pasando por una doble fila de calderos con sopa, hirviendo como monstruosos crisoles, se acercaron a la oficina con paneles de vidrio donde, en teoría, los dos chef principales, dividían sus responsabilidades. Cerca -observó Peter-estaba la profunda cuádruple sartén para freír, causa del inconveniente de hoy. Un ayudante de cocina estaba sacando toda la manteca; considerando la cantidad, era fácil advertir por qué el reemplazo frecuente sería muy costoso.
Se detuvieron mientras André Lemieux reflexionaba sobre la pregunta de Peter.
– ¿Usted me pregunta qué cambios haría? Lo más importante es la comida. Para algunos que preparan los alimentos, la fachada, la forma en que se presentan las fuentes, es más importante que el sabor. En este hotel desperdiciamos mucho dinero en el decorado. El perejil está en todas partes. Pero no hay bastante dentro de las salsas. Los berros están en las fuentes, cuando son más necesarios en la sopa. ¡Y esos arreglos de color en las gelatinas! -El joven Lemieux extendió los dos brazos hacia arriba, desesperado.
Peter sonrió con simpatía.
– En cuanto a los vinos… Monsieur, Dieu merci, los vinos no son de mi competencia.
– Sí -respondió Peter. El también había criticado la inadecuada bodega del «St. Gregory».
– En una palabra, monsieur, todos los horrores de una table d'hótel de bajo nivel. Tanta falta de respeto por las comidas, y tanto dinero malgastado en las apariencias, es como para hacerle llorar a uno. ¡Para llorar, monsieur! -Guardó silencio, se encogió de hombros, y continuó:- Con mucho menos desperdicio, podría tener una cuisine que invitara a saborearla y honrara al paladar. Ahora es cosa extravagantemente ordinaria.
Peter se preguntó si André Lemieux era lo bastante realista en lo que concernía al «St. Gregory». Como si advirtiera esa duda, el sub-chef insistió:
– Es verdad que cualquier hotel tiene sus problemas especiales. Este no es un hotel para gourmets. No puede serlo. Tenemos que cocinar deprisa muchas comidas, servir a demasiadas personas que sufren la prisa americana. Pero aun dentro de estas limitaciones, puede haber cierta calidad. De un tipo con la que se pueda vivir. Sin embargo, monsieur Hébrand me dice que mis ideas cuestan demasiado caro. No es así, como lo he probado.
– ¿Cómo lo ha probado?
– Venga, por favor.
El joven francés se dirigió hacia la oficina con paneles de vidrio. Era un cubículo pequeño atiborrado dentro de las tres paredes. André se dirigió al escritorio más pequeño. Abriendo un cajón_lleno, tomó un sobre grande de papel manila y de éste extrajo una carpeta. Se la tendió a Peter.
– Usted preguntó qué cambios haría. Todo está aquí.
Peter McDermott abrió con curiosidad la carpeta. Había muchas páginas manuscritas con una letra precisa y hermosa. Algunas de las hojas más grandes eran gráficos, también realizados a mano y con el mismo cuidadoso estilo. Era, comprendió, un plan general de aprovisionamiento para todo el hotel. En las páginas siguientes se estimaban los costos, menús y plan de control de calidad, y proyectaba una reorganización del personal. Aun hojeándolo en forma rápida, resultaba impresionante el concepto y la captación de los detalles por su autor.
– -Si me lo permite, me gustaría estudiar esto con más detenimiento -exclamó Peter, levantando los ojos y encontrando los de su compañero.
– Lléveselo. No hay prisa -sonrió el sub-chef-, me han dicho que no es probable que ninguna de mis proposiciones se lleve a cabo.
– Lo que me sorprende es cómo ha podido desarrollar algo así en tan poco tiempo.
– Percibir lo que está mal no lleva mucho tiempo -comentó André Lemieux con un encogimiento de hombros
– Quizá podamos aplicar el mismo principio para descubrir qué fue lo que pasó con la manteca de freír.
Hubo un destello de humor como respuesta, luego de pena.
– Touché! Es verdad, tuve ojos para esto, pero no para la manteca que tenía debajo de la nariz.
– No -objetó Peter-. Por lo que me dijo, usted detectó la manteca rancia, pero no fue cambiada, como lo ordenó.
– Debí haber hallado la causa por la cual se puso rancia la manteca. Siempre hay una causa. Habrá mayores problemas si no la encontramos pronto.
– ¿Qué tipo de problemas?
– Hoy, por fortuna hemos usado muy poca manteca de freír. Mañana, monsieur, habrá seiscientas frituras para los almuerzos de la convención.
Peter silbó por lo bajo.
– Así es.
Habían caminado juntos desde la oficina hasta el lugar donde estaba la gran sartén, de la que estaban limpiando los últimos vestigios de la manteca rancia.
– Por supuesto que mañana se cambiará la manteca rancia. ¿Cuándo fue cambiada la última vez?
– Ayer.
– ¿Tan recientemente?
– Monsieur Hébrand no hacía bromas cuando se quejaba del alto costo -declaró André Lemieux, con gesto afirmativo-. Pero, qué es lo que anda mal, sigue siendo un misterio.
– Estoy tratando de recordar -replicó Peter con lentitud-,la química de los alimentos. El «punto de humo» para la manteca fresca es…
– Cuatrocientos veinticinco grados Farenheit. Nunca debe llevarse a mayor temperatura, porque se cuaja.
– Y a medida que la manteca se deteriora, su «punto de humo» baja en forma correlativa.
– Con mucha lentitud, si todo anda bien.
– En esta cocina se fríe a…
– A trescientos sesenta grados… la mejor temperatura para cualquier cocina, y también para las amas de casa.
– De manera que mientras el punto de humo se mantenga a trescientos sesenta grados, la manteca cumplirá su cometido. Por debajo de eso, no.
– Es verdad, monsieur. Y esa manteca dará a la comida un sabor desagradable, rancio, como el de hoy.
En la mente de Peter daban vuelta los hechos. Memorizados antiguamente, pero enmohecidos por la falta de práctica. En Cornell había habido un curso de química alimentaria para los estudiantes de administración hotelera. Recordaba con mucha vaguedad una conferencia… era en el «Statler Hall» en una tarde sombría… la blancura de la nieve en los paneles de las ventanas. Había llegado de la calle, fría y ventosa. Dentro estaba templado, y la clase era sobre «Manteca y agentes catalizadores».
– Hay ciertas sustancias -dijo Peter con reminiscencia-, que en contacto con la manteca, actúan como agente catalítico, y la deterioran con rapidez.
– Sí, monsieur -André Lemieux las contaba con los dedos-, son la humedad, la sal, las juntas de bronce o cobre en la sartén, demasiado calor, y el aceite de oliva. Todo esto lo he comprobado, y la causa no es ninguna de ellas.
Una palabra vibró en la mente de Peter. Se conectaba con lo que había observado, subconscientemente, al mirar la profunda sartén que limpiaban un momento antes.
– ¿De qué metal son las sartenes para freír?
– Son cromadas. -El tono era de intriga. Ambos hombres sabían que el cromo era inofensivo para la manteca.
– Me pregunto -manifestó Peter- si será bueno el revestimiento. Si no es bueno, ¿qué hay debajo del cromo…? ¿Y no estará cascado o gastado en algunas partes?
Lemieux vaciló, sus ojos se agrandaron ligeramente. En silencio, levantó una de las sartenes, y la secó con cuidado con un paño. Moviéndola bajo la luz, inspeccionaron la superficie del metal. El cromo estaba rozado y rayado por el constante uso.
En algunos lugares había desaparecido por completo. Debajo de las rayaduras y de las partes gastadas se veía un brillo amarillento.
– ¡Es bronce! -exclamó el joven francés, llevándose una mano a la frente-. Sin duda es esto lo que hace que la manteca se ponga rancia. He sido un tonto.
– No veo por qué tiene usted que culparse -señaló Peter-. Es obvio que mucho antes de que usted viniera, alguien economizó y compró sartenes baratas. Por desgracia salieron más caras.
– Pero debí descubrirlo… como lo ha hecho usted, monsieur. En cambio, usted, monsieur -André Lemieux parecía a punto de llorar-, usted viene a la cocina, salido del papeleo de su despacho para decirme a mí qué es lo que anda mal aquí. Es algo como para que todos se rían de mí.
– Si lo hacen -dijo Peter-, será porque usted mismo hable de ello. Yo no lo comentaré.
– Ya otros me han dicho que usted es un hombre bueno e inteligente -declaró André Lemieux con lentitud-. Ahora yo, personalmente, sé que eso es verdad.
Peter señaló el informe que tenía en la mano.
– Lo leeré y le diré lo que pienso de ello.
– Gracias, monsieur. Y pediré sartenes nuevas para freír. De metal inoxidable. Esta noche estarán aquí aunque tenga que darle un martillazo en la cabeza a alguien.
Peter sonrió.
– Monsieur, estoy pensando en algo más…
– ¿Sí?
– Usted creerá que es presuntuoso decirlo -el joven chef vaciló-, pero creo que usted y yo, monsieur McDermott, con nuestras manos libres, podríamos hacer un éxito de este hotel…
Aunque rió espontáneamente, fue una declaración en la que Peter McDermott pensó durante todo el trayecto hasta su oficina, en el entresuelo principal.
Un segundo después de haber golpeado a la puerta de la habitación 1410, Christine Francis se preguntó para qué había venido. Ayer, por supuesto, había sido perfectamente natural que visitara a Albert Wells, después de la gravedad de éste la noche anterior, y de haberse visto, ella misma, complicada por las circunstancias. Pero ahora, míster Wells estaba bien cuidado, recobrándose, y de nuevo era un huésped más entre el millar y medio de los que se alojaban en el hotel. En consecuencia, Christine se dijo que no había ninguna razón para hacer una visita personal.
Sin embargo, había algo en el viejo hombrecito que la atraía. Se preguntó si sería a causa de su aspecto paternal y quizás advirtiera en él algunos rasgos de su propio padre, a cuya pérdida todavía no se había acostumbrado después de cinco largos años. ¡Pero no! La relación con su padre había sido de seguridad y confianza con él. Con Albert Wells, era ella quien se sentía protectora, como ayer, que había querido protegerlo de su propia actitud y prefirió contratar a una enfermera privada.
O quizá, reflexionó Christine, en este momento se sintiera sola, deseando desechar su desagrado al saber que esta noche no se encontraría con Peter, como habían planeado. Y en cuanto a eso… ¿Se trataría de un desagrado o de alguna emoción más fuerte al descubrir que, en cambio, Peter estaría comiendo con Marsha Preyscott?
Si era sincera consigo misma, tendría que admitir que aquella mañana había estado disgustada, aunque esperaba haberlo disimulado bajo una sonrisa, y el comentario ligeramente mordaz que fue incapaz de reprimir. Hubiera sido un gran error mostrarse posesiva con respecto a Peter, o darle a la pequeña miss Marsmahallow la satisfacción de creer que había logrado una victoria femenina, aun cuando, en realidad, así fuera.
Todavía no habían respondido a su llamada. Recordando que la enfermera tendría que estar allí, Christine volvió a llamar, esta vez con más fuerza. Se oyó el ruido de una silla y de pasos que se acercaban desde dentro.
La puerta se abrió y apareció Albert Wells. Estaba completamente vestido. Parecía estar bien y había color en su cara, que se iluminó cuando vio a Christine.
– Estaba deseando que viniera, miss. Si no venía, iba a ir a buscarla.
– Pensé… -dijo ella sorprendida.
– Usted pensó que me tendrían clavado aquí. -El hombre parecido a un pájaro reía.- Pues no lo lograron. Me sentí bien, de manera que le pedí al médico del hotel que me enviara a ese especialista, el de Illinois, el doctor Uxbridge. Tiene mucho sentido común; dijo que si la gente se siente bien, seguramente está bien. De manera que despachamos la enfermera, y aquí estoy. -Se inclinó:- Miss, entre.
La reacción de Christine fue de alivio al pensar que había terminado el considerable gasto de la enfermera particular. Sospechaba que el haberse enterado del costo, tendría mucho que ver con la decisión que había tomado Albert Wells.
– ¿Había llamado usted antes? -le preguntó, mientras la seguía dentro de la habitación.
Ella admitió que sí.
– Me pareció haber oído algo. Supongo que estaba distraído con esto.
Señaló la mesa próxima a la ventana. Sobre ella había un grande e intrincado rompecabezas, cuyas dos terceras partes estaban ya completadas.
– O, quizás -agregó-, pensé que era Bayley.
– ¿Y quién es Bayley? -preguntó Christine con curiosidad.
– Si se queda un minuto lo conocerá -afirmó el viejo, haciendo un guiño-. Si no a él, a Barnum.
Ella movió la cabeza sin comprender. Caminando hacia la ventana, se inclinó sobre el rompecabezas, observándolo. Había bastantes piezas colocadas como para recorrer la escena descrita como «Nueva Orleáns», la ciudad al atardecer, vista desde arriba, con el brillante río cruzándola.
– Solía hacer esto. Mi padre me ayudaba.
– Hay algunos que opinan que no es un gran pasatiempo -observó Albert Wells, a su lado-, para una persona mayor. Por lo común, trabajo en uno de esos rompecabezas cuando quiero pensar. Algunas veces descubro la pieza clave y la respuesta a lo que estoy pensando, al mismo tiempo.
– ¿Una pieza clave? Nunca he oído eso.
– Es sólo una idea mía, miss. Me parece que siempre hay una pieza clave para éste y para casi todos los problemas que pueden plantearse. Algunas veces uno cree haberla encontrado, pero no es así. Sin embargo, cuando se la halla, de pronto, todo se ve más claro, incluso cómo se ajustan las otras piezas alrededor.
De pronto se oyó un golpe fuerte, autoritario. Los labios de Albert Wells formaron la palabra «Bayley».
Se sorprendió cuando se abrió la puerta y dejó ver a un botones del hotel, uniformado. Traía una colección de perchas con trajes sobre un hombro; al frente sostenía un traje de sarga azul, planchado, que por su corte pasado de moda pertenecía sin duda alguna a Albert Wells.
Con sorprendente rapidez, debida a la práctica, el botones colgó el traje en el armario y volvió a la puerta donde el hombrecito estaba esperando. La mano izquierda del botones sostenía los trajes en el hombro; con ademán de autómata, estiró la derecha con la palma hacia arriba.
– Ya le he dado propina -dijo Albert Wells. Sus ojos traicionaban su diversión-. Cuando recogieron el traje esta mañana.
– No a mí, señor. -El botones sacudió la cabeza con decisión.
– No a usted, pero sí a su amigo. Es lo mismo.
– Yo no sé nada de eso -replicó estoico el botones.
– Quiere decir que el otro no la comparte con usted.
– No sé de qué está hablando -la mano extendida había bajado.
– ¡Vamos, hombre! -Albert Wells reía sin disimulo-. Usted es Bayley. Le di la propina a Barnum.
Los ojos del botones se volvieron hacia Christine. Cuando la reconoció, una sombra de duda cruzó por su rostro. Luego sonrió con mansedumbre.
– Sí, señor -reconoció, y salió cerrando la puerta tras de sí.
– ¡En nombre de Dios! ¿De quién se trataba?
– ¿Usted trabaja en un hotel -la interpeló riendo el hombrecito-, y no conoce el acomodo de Barnum y Bayley?
Christine negó con la cabeza.
– Es una cosa sencilla, miss. Los botones de hoteles trabajan por parejas, pero el hombre que se lleva el traje, nunca es el mismo que lo entrega de vuelta. Lo hacen así para tener doble propina. Luego, juntan las propinas y las dividen.
– Lo entiendo -reconoció Christine-, pero nunca pensé en ello.
– Tampoco la mayoría de los huéspedes. Razón por la cual les cuesta el doble de propinas un mismo servicio. -Albert Wells se frotó la nariz mientras reflexionaba.- Para mí es una especie de juego… ver en cuántos hoteles sucede lo mismo.
– ¿Cómo lo descubrió usted? -le interrogó ella riendo.
– Un botones me lo dijo cierta vez… después de hacerle saber que yo armaría un escándalo. Me dijo otra cosa. Usted sabe que en los hoteles con teléfonos con disco, se puede llamar a las habitaciones desde ciertos aparatos, en forma directa. De manera que Bayley o Barnum, el que esté de servicio ese día, llamará a las habitaciones, en donde tiene que hacer las entregas. Si no hay respuesta, espera y llama más tarde. Si contestan al teléfono, es que hay alguien en la habitación. Cortará la comunicación sin decir una palabra. Luego, pocos minutos después, entregará el traje y recogerá una segunda propina.
– ¿Á usted no le gusta dar propinas, míster Wells?
– No tanto como eso, miss. Dar propinas es como la muerte; algo inexorable. De modo que, ¿para qué preocuparse? De todas maneras, le di una buena propina a Barnum esta mañana… algo así como pagar por adelantado la diversión que acabo de tener con Bayley. Lo que no me gusta es que me tomen por tonto.
– No creo que eso pase a menudo. -Christine comenzaba a sospechar que Albert Wells necesitaba mucha menos protección de la que al principio había supuesto. Lo encontró, sin embargo, tan agradable como siempre.
– Eso puede ser -reconoció él-. Sin embargo, le diré una cosa. Hay peor conducta en este hotel que en la mayoría.
– ¿Por qué dice eso?
– Porque la mayor parte del tiempo tengo los ojos abiertos, miss, y hablo con la gente. Me dicen cosas que tal vez no se las digan a usted.
– ¿Qué tipo de cosas?
– Primero, muchas personas imaginan que pueden hacer cualquier cosa, sin cargar con las consecuencias. Supongo que eso ocurre porque no hay una buena administración. Podría ser buena, pero no lo es, y tal vez ése sea el motivo por el cual míster Trent tiene problemas ahora.
– Es casi increíble -dijo Christine-. Pero Peter McDermott me dijo exactamente lo mismo, con las mismas palabras. -Sus ojos inspeccionaron el rostro del hombrecito. Con toda su falta de verbosidad, parecía tener un instinto seguro para llegar a la verdad.
Albert Wells asintió.
– Ahí tenemos un joven listo. Hablamos ayer.
– ¿Vino a verle Peter? -inquirió sorprendida.
– Sí
– No lo sabía. -Pero ése era el tipo de cosas, pensó Christine, que haría Peter McDcrmott: proseguir con eficiencia todo lo que le concerniera personalmente. Ya había observado su capacidad para abarcar las cosas en conjunto, y sin omitir detalles.
– ¿Usted se casará con él, miss?
La abrupta pregunta la sorprendió.
– ¿Qué le ha hecho pensar eso? -protestó. Pero, confundida, sintió que su cara se sonrojaba.
Albert Wells rió. Había momentos, pensó Christine, que tenía el aire de un diablillo travieso.
– Se me ocurrió por la forma en que acaba de pronunciar su nombre. Además, creo que ustedes dos deben verse a menudo, ya que trabajan aquí; y si el joven posee el sentido común que le atribuyo, no tiene que buscar mucho más.
– Míster Wells, ¡usted es insoportable! Usted…, usted lee los pensamientos de la gente, y luego hace que una se sienta muy mal -pero la calidez de su sonrisa desmentía el regaño-. Y, por favor, deje de llamarme miss. Mi nombre es Christine.
– Ese nombre tiene algo especial para mí. Era el de mi esposa.
– ¿Era?
– Murió, Christine -asintió-, hace tanto que a veces pienso que el tiempo que estuvimos juntos, en realidad no existió. Ni los buenos momentos, ni los difíciles. Hubo bastante de ambos. Pero otras veces, de cuando en cuando, parece que todo sucedió ayer. Es entonces cuando lamento estar tan solo. No tuvimos hijos… -Se detuvo, pensativo.- Nunca se sabe cuánto se comparte con alguien, hasta que esa comunión termina. De manera que usted y ese joven… aférrense a todos los minutos que puedan. No pierdan mucho tiempo; nunca lo recuperarán.
– Ya le he dicho que no es mi novio -ella reía-, por lo menos, todavía no.
– Si hace las cosas bien, puede serlo.
– Quizá. -Sus ojos se fijaron en el rompecabezas, parcialmente completo. Dijo con lentitud:- Me pregunto si hay una pieza clave para todo… en la forma que usted lo dijo. Y cuando se la encuentra, si uno lo sabe con exactitud, o sólo lo imagina y espera. -Luego, casi sin darse cuenta, se encontró haciendo una confidencia al hombrecito, relatando los sucesos del pasado: la tragedia de Wisconsin, su soledad, luego su venida a Nueva Orleáns, los años de adaptación, y ahora, por primera vez, la posibilidad de una vida plena y fructífera. También relató el fracaso de los planes para la noche y su desagrado por tal motivo.
– Las cosas se resuelven por sí mismas, muchas veces -comentó sesudamente Albert Wells, cuando Christine terminó su relación-. Otras, sin embargo, se necesita un empujoncito para hacer que la gente comience a moverse.
– ¿Tiene alguna idea? -preguntó con vivacidad.
– Siendo mujer, usted sabrá mucho más que yo. Hay una cosa, sin embargo. Dadas las circunstancias, no me sorprendería que ese joven la invitara mañana.
– Podría ser -admitió Christine sonriendo.
– Entonces, contraiga otro compromiso usted, antes de que él la invite. La apreciará más si tiene que esperar un día.
– Tendré que inventar algo.
– Eso no será necesario, salvo que usted lo desee. Yo iba a invitarla, de todos modos, miss…, excúseme, Christine. Me gustaría que comiéramos, usted y yo…, una especie de retribución por lo que hizo la otra noche. Si puede soportar la compañía de un viejo, me agradaría ser el «sustituto».
– Me encantaría comer con usted -replicó ella-, pero le prometo que no será en calidad de sustituto, sino por usted mismo.
– ¡Bien! -El hombrecito se inclinó.- Creo que será mejor que comamos en el hotel. Le dije al médico que no saldré por algunos días.
Por un momento, Christine vaciló. Se preguntaba si Albert Wells sabía cuan altos eran los precios, por la noche, en el comedor principal del «St. Gregory». Aunque se hubieran terminado los gastos de la enfermera, no deseaba que se agotaran los fondos que le quedaban. De pronto pensó en la forma de evitar que eso sucediera.
– El hotel me parece espléndido -le aseguró, dejando para después el estudiar su idea-. Sin embargo, es una ocasión especial. Tiene que darme tiempo para ir a casa y cambiarme, y ponerme algo atrayente, de verdad. ¿Qué le parece mañana por la noche… a las ocho?
En el piso decimocuarto, después de dejar a Albert Wells, Christine advirtió que el ascensor número cuatro estaba fuera de servicio. Observó que el trabajo de reparaciones se efectuaba tanto en las puertas como en el ascensor mismo.
Tomó otro ascensor para bajar al entresuelo principal.
El doctor Ingram, presidente de los odontólogos, miró con cólera a su visitante, en la suite del séptimo piso.
– McDermott, si viene usted con idea de suavizar las cosas, le digo desde ahora que pierde el tiempo. ¿Vino para eso?
– Sí -admitió Peter-, desde luego.
– Por lo menos no miente -gruñó el viejo.
– No hay razón para que lo haga. Soy empleado del hotel, doctor Ingram. Mientras trabaje aquí, tengo la obligación de hacer lo mejor que pueda para el hotel.
– Y lo que sucedió con el doctor Nicholas, ¿era lo mejor que podía usted hacer?
– No, señor. Creo que es lo peor que podíamos hacer. La circunstancia de que no tenga autoridad para cambiar los reglamentos del hotel, no lo mejora.
– Si en realidad piensa así -le espetó el presidente de los odontólogos-, tendría el coraje de renunciar y buscar trabajo en otra parte. Quizá, donde el sueldo fuera más bajo, pero la ética más alta.
Peter se sonrojó, controlándose para no dar una respuesta airada. Recordó que aquella mañana, en el vestíbulo, había admirado al viejo dentista por su entereza. Nada había cambiado desde entonces.
– ¿Y pues? -los ojos alertas e inflexibles estaban fijos en los suyos.
– Suponga que hubiera renunciado; cualquiera que tomara mi puesto podría estar muy satisfecho con la forma en que están las cosas. Por lo menos, yo no lo estoy, y trataré de hacer lo que pueda para cambiar los reglamentos del hotel.
– ¡Reglamentos! ¡Racionalización! ¡Malditas excusas! -La cara rubicunda del doctor se puso más roja aún.- ¡En mi época se esgrimían todas! ¡Me asqueaban! ¡Me sentía disgustado, avergonzado, y descompuesto con la raza humana!
Se hizo un silencio entre ellos.
– ¡Muy bien! -La voz del doctor Ingram bajó de tono; su cólera inmediata había cedido.- Le concedo que usted no sea tan intolerante como otros, McDermott. Usted tiene un problema personal, y supongo que regañarlo no soluciona nada. Pero, ¿no ve, hijo? La mayor parte de las veces la gente es razonable como usted y yo; pero luego se suma para que Jim Nicholas reciba el tratamiento que se le dio hoy.
– Lo comprendo, doctor. Aunque no creo que todo el asunto sea tan simple como usted lo pinta.
– Muchas cosas no son simples -gruñó el viejo-. Ya oyó lo que le dije a Nicholas. Si no se le ofrece una disculpa y una habitación sacaré a toda la convención del hotel.
– Doctor Ingram -dijo Peter con cautela-, ¿no es corriente, acaso, que en sus convenciones se produzcan acontecimientos, discusiones médicas, demostraciones, ese tipo de cosas, que benefician a muchas personas?
– Naturalmente.
– Entonces, ¿qué se ganaría? Me refiero a qué ganaría nadie si usted suprime la convención. No me refiero al doctor Nicholas… -Guardó silencio, consciente de que se renovaba la hostilidad a medida que seguía hablando.
– No me venga con esas cosas -dijo el doctor Ingram en tono cortante-. Y atribuyame alguna inteligencia, como para haber pensado ya en eso.
– Lo lamento.
– Siempre hay razones para no hacer algo; muchas veces, muy buenas razones. Por eso mucha gente no sostiene lo que cree o dice creer. Dentro de un par de horas, cuando algunos de mis bien intencionados colegas, oigan lo que estoy pensando, me ofrecerán ese mismo tipo de argumento, se lo aseguro. -Respirando pesadamente el viejo hizo una pausa. Miró a Peter de frente.- Déjeme preguntarle algo. Esta mañana admitió que se avergonzaba de tener que despedir a Jim Nicholas. Si usted fuera yo, ¿qué haría ahora?
– Doctor, eso es una hipótesis…
– ¡No importa lo que sea! Le pregunto una cosa simple y directa.
Peter lo consideró. En cuanto concernía al hotel, suponía que cualquier cosa que dijera, no influiría ahora en los resultados. ¿Por qué, entonces, no responder con sinceridad?
– Creo que haría exactamente lo que usted piensa hacer… Cancelar la convención.
– ¡Bien! -dando un paso hacia atrás, el presidente lo miró, valorándolo-. Debajo de todo ese exterior hotelero hay un hombre honrado.
– Que muy pronto puede quedar sin empleo…
– ¡Aférrese a ese traje negro, hijo! Puede obtener trabajo ayudando en los funerales. -Por primera vez, el doctor Ingram rió.- A pesar de todo, McDermott, usted me gusta. ¿No tiene alguna muela que necesite arreglo?
Peter negó con la cabeza.
– Si no le importa, doctor, me gustaría conocer sus planes lo antes posible. -Habría que tomar medidas en seguida de confirmarse la cancelación. La pérdida para el hotel iba a ser desastrosa, como Royall Edwards había dicho durante el almuerzo. Pero por lo menos, podrían suspenderse algunos preparativos para los días siguientes.
– Usted ha sido franco conmigo; haré lo mismo con usted. He citado a los ejecutivos a una sesión de emergencia, a las cinco de la tarde -miró su reloj-, es decir, dentro de dos horas y media. La mayoría de nuestros principales colegas habrá llegado para entonces.
– No dude de que me mantendré en contacto.
El doctor Ingram asintió. Había vuelto a su mal humor.
– No se llame a engaño por el momento de tregua que hemos tenido, McDermott. Nada ha cambiado desde esta mañana, e intento dar un puntapié a su gente, donde más le duela.
Sorprendentemente, Warren Trent reaccionó casi con indiferencia cuando le informaron de que el Congreso de Odontólogos Americanos podría suspender la convención y marcharse del hotel como demostración de protesta.
Peter McDermott había ido, en seguida de dejar al doctor Ingram, al entresuelo principal, a la suite de los ejecutivos. Christine, un poco fría, le informó de que el propietario se encontraba en su despacho.
Warren Trent estaba mucho menos tenso que en las últimas ocasiones. Tranquilo, detrás de su escritorio cubierto de mármol negro, en su suntuosa oficina, no demostraba nada de la irascibilidad tan notoria los días anteriores. Hubo momentos, mientras escuchaba el informe de Peter, que una débil sonrisa jugaba por sus labios, aunque parecía tener poco que ver con los sucesos de que hablaban. Peter pensaba que era más bien como si su patrón saboreara algún placer oculto, sólo conocido por él.
Al fin, el propietario del «St. Gregory» movió la cabeza, decidido.
– No se marcharán. Hablarán, sí, pero ahí quedará todo.
– El doctor Ingram parecía muy resuelto.
– El podrá estarlo; pero los otros, no. Usted dice que hay una reunión esta tarde. Le diré lo que va a pasar: discutirán un tiempo, luego se formará una comisión para proyectar una resolución. Más tarde, tal vez mañana, la comisión informará a los ejecutivos. Estos pueden aceptar el informe o enmendarlo; en cualquiera de los dos casos, hablarán un poco más. Después, tal vez al día siguiente, la resolución se debatirá en el piso de la convención. Lo he visto antes, el gran proceso democrático. Todavía estarán hablando cuando la convención haya terminado.
– Es posible que usted tenga razón -accedió Peter-. Si bien es un punto de vista bastante cínico.
Había expresado su pensamiento con temeridad y se preparaba para una respuesta explosiva. No ocurrió.
– Tengo un criterio práctico -refunfuñó, en cambio, Warren Trent-, eso es. La gente hablará sobre los llamados principios hasta que se les seque la lengua. Pero no se pondrán inconvenientes a sí mismos, si pueden evitarlo.
– Podría ser más fácil todavía, si cambiáramos nuestra política -alegó Peter con terquedad-. No puedo creer que el doctor Nicholas, si lo admitimos, contamine el hotel.
– Podría ser que él, no. Pero lo haría la gentuza que vendría luego. Entonces tendríamos un verdadero problema.
– Tengo entendido que ya lo tenemos. -Peter sabía que estaba incurriendo en excesos verbales. Estaba especulando hasta dónde podría llegar. Y se preguntó por qué estaría hoy el propietario de tan buen humor.
Las patricias facciones de Warren Trent se plegaron con un gesto de sorna.
– Podemos haber tenido dificultades durante un tiempo. Dentro de uno o dos días, eso ya no existirá. -En forma abrupta, preguntó:- Curtis O'Keefe, ¿está todavía en el hotel?
– Creo que sí. Si se hubiera marchado, ya me habría enterado.
– ¡Bien! -La sonrisa subsistía.- Tengo una información que puede interesarle. Mañana le diré a O'Keefe y a toda su cadena de hoteles que se tiren al lago Pontchartrain.
Desde su ventajoso lugar en el escritorio de jefe de botones, Herbie Chandler observó, sin ser visto, a los cuatro jóvenes que entraron en el «St. Gregory» desde la calle. Faltaban unos minutos para las cuatro.
Reconoció a dos del grupo: a Lyle Dumaire y a Stanley Dixon, este último protestando, mientras se dirigían hacia los ascensores. Pocos segundos después habían desaparecido.
El día anterior, Dixon le había asegurado a Herbie, por teléfono, que no se divulgaría la parte que había desempeñado el jefe de botones en el embrollo de la noche anterior. Pero Dixon, pensó Herbie intranquilo, no era más que uno de los cuatro. Era algo imprevisible cómo reaccionarían los otros, y hasta el mismo Dixon ante un interrogatorio con posibles amenazas. Lo mismo que durante las últimas veinticuatro horas, el jefe de botones seguía abrigando creciente aprensión.
En el entresuelo principal, fue otra vez Stanley Dixon quien marchaba delante, cuando salieron del ascensor. Se detuvieron frente a una puerta con paneles de vidrio, y una inscripción suavemente iluminada: Oficinas de los ejecutivos, mientras Dixon, de mal humor, repetía lo que advirtiera anteriormente:
– ¡Recordad…, seré yo quien hable!
Flora Yates los hizo entrar en la oficina de McDermott. Este, mirándolos con frialdad, hizo un ademán para que se sentaran.
– ¿Cuál de ustedes es Dixon?
– Soy yo.
– ¿Dumaire?
Con menos confianza, Lyle Dumaire asintió.
– No conozco los otros dos nombres.
– ¡Vaya… qué lástima! -respondió Dixon-. Si lo hubiéramos sabido, habríamos traído tarjetas de visita.
– Yo soy Gladwin -interrumpió el tercer joven-. Este es Joe Waloski -Dixon le disparó una mirada iracunda.
– Todos ustedes -declaró Peter- saben, sin duda, que tengo el informe de miss Marsha Preyscott sobre lo ocurrido el lunes por la noche. Si lo desean, estoy dispuesto a oír la versión de ustedes.
Dixon habló en seguida, para que nadie lo hiciera.
– Oiga… el venir aquí, fue idea suya y no de nosotros. No deseamos decirle nada. De manera que si tiene algo que decir, dígalo.
Los músculos del rostro de Peter se endurecieron. Con un esfuerzo se controló:
– Muy bien; sugiero que veamos los asuntos menos importantes primero. -Revisó los papeles; luego se dirigió a Dixon:- La suite 1126-7 fue registrada a su nombre. Cuando usted huyó (puso énfasis en las dos últimas palabras) presumí que había olvidado notificarlo, de manera que lo hice por usted. Hay una cuenta pendiente de setenta y cinco dólares y algunos céntimos. Hay otra cuenta, por daños en la suite, de ciento diez dólares.
El que se había presentado como Gladwin, silbó por lo bajo.
– Pagaremos los setenta y cinco -dijo Dixon-. Nada más.
– Si discute la otra cuenta, es cosa suya -le informó Peter-. Pero le advierto que no pensamos dejar así el asunto. Si es necesario, lo demandaremos.
– Escucha, Stan… -Era el cuarto joven, Joe Waloski. Dixon hizo un ademán, acallándolo.
A su lado, Lyle Dumaire se movió incómodo.
– Stan -le dijo en voz baja-, puede haber mucho alboroto. Si es necesario, lo podemos dividir en cuatro partes.-Se dirigió a Peter:- Si pagamos los ciento diez, podríamos tener dificultades para conseguir toda la suma en seguida. ¿Podríamos pagarla en cuotas?
– Por supuesto. -No había razón, decidió Peter, para no otorgarles las normales gentilezas del hotel.- Uno de ustedes, o todos, pueden ver a nuestro gerente de créditos, y él hará los arreglos necesarios. -Miró al grupo.- ¿Debo considerar este aspecto solucionado?
Uno a uno, el cuarteto asintió.
– Eso deja pendiente el asunto del intento de violación… de cuatro hombres contra una muchacha. -Peter no hizo esfuerzo alguno para ocultar el desprecio en su voz.
Waloski y Gladwin se sonrojaron. Lyle Dumaire evitó los ojos de Peter. Sólo Dixon mantuvo su arrogancia.
– Esa es su versión. Podría ser que la nuestra fuera diferente.
– Ya les dije que estaba dispuesto a oírla.
– ¡Tonterías!
– Entonces, no tengo más alternativa que aceptar lo que dijo miss Preyscott.
– ¿Acaso, no hubiera deseado estar allí también, gran hombre? O, tal vez, ¿consiguió su tajada un poco más tarde? -espetó Dixon.
– Cálmate, Stan -susurró Waloski.
Peter apretó con fuerza los brazos del sillón. Tuvo que luchar con el impulso de correr desde detrás del escritorio y golpear el rostro astuto y afectado que tenía frente a él. Pero sabía que si lo hacía, le daría ventaja a Dixon, cosa que probablemente estaba buscando. No dejaría que le hiciera perder el control.
– Presumo -dijo en tono helado-, que todos ustedes saben que se pueden formular cargos criminales.
– Si pensaran hacerlo -argumentó Dixon-, ya alguien lo habría hecho. ¡No nos venga con esas cosas!
– ¿Estarían de acuerdo en repetir esas manifestaciones ante míster Mark Preyscott, si se le hace venir de Roma, después de decirle lo que le ha pasado a su hija?
Lyle Dumaire levantó los ojos con rapidez y expresión de alarma. Por primera vez había un atisbo de intranquilidad en los ojos de Dixon.
– ¿Se lo han dicho? -preguntó Gladwin, con ansiedad.
– ¡Cállate! -interfirió Dixon-, es una treta. ¡No te dejes atrapar! -Pero había un matiz de menor confianza que un momento antes.
– Puede juzgar por usted mismo si es o no una treta. -Peter abrió un cajón de su escritorio y sacó una carpeta.- Aquí tengo una declaración firmada, redactada por mí, de lo que me informó miss Preyscott y de lo que yo mismo vi al llegar a la suite 1126-7, el lunes por la noche. No ha sido certificada por miss Preyscott, pero puede serlo, junto con cualquier otro detalle que ella quiera añadir. Hay otro informe redactado y firmado por Aloysius Royce, el empleado del hotel a quien ustedes acometieron, confirmando mi informe y describiendo lo que sucedió en seguida de su llegada.
La idea de obtener un informe de Royce se le había ocurrido a Peter la tarde del día anterior. Respondiendo a su requerimiento telefónico, el negro se lo había entregado por la mañana temprano. El documento, cuidadosamente escrito a máquina, era claro y con frases bien construidas, reflejando los conocimientos legales de Royce. Al mismo tiempo Aloysius había prevenido a Peter: «Aún le digo que ningún tribunal de Luisiana tendrá en cuenta la palabra de un negro, en un caso de violación de una blanca.» Aunque irritado por la continua mordacidad de Royce, Peter le había afirmado: «Estoy seguro de que no llegará al tribunal pero necesito armas.»
También Sam Jakubiec resultó útil. A solicitud de Peter el gerente de créditos había hecho discretas averiguaciones sobre los dos jóvenes. Stanley Dixon y Lyle Dumaire. Informó: «El padre de Dumaire, como sabe, es el presidente del Banco; el de Dixon es comerciante en automóviles; un buen negocio, una casa grande. Parece que ambos jóvenes tienen mucha libertad, indulgencia paternal y, supongo, una buena cantidad de dinero, aun cuando no ilimitada. Por lo que he oído, ambos padres no estarían en completo desacuerdo en que sus hijos se acostaran con una o dos muchachas; como diciendo: "yo hice lo mismo cuando joven…" Pero una tentativa de violación es otra cosa, en particular si compromete a la muchacha Preyscott. Mark Preyscott tiene tanta influencia como el que más en la ciudad. El y los otros dos hombres se mueven en el mismo círculo, aunque Preyscott ocupa una situación social más elevada. Es seguro que si Mark Preyscott persiguiera a los viejos Dixon y Dumaire, acusando a sus hijos por violar a su hija, o de intentar hacerlo, se les caería el techo encima y los muchachos Dixon y Dumaire lo saben.» Peter le había agradecido a Jakubiec, acumulando los datos para usarlos en caso de necesidad.
– Toda esa información -dijo Dixon-, no tiene el valor que usted quiere darle. Usted no llegó sino después, de manera que no sabe más que lo que le dijeron.
– Eso quizá sea cierto -respondió Peter-. No soy abogado, de manera que no puedo decirlo. Pero tampoco lo descartaría enteramente. Pierdan o ganen no saldrán del tribunal muy airosos, e imagino que sus familias pueden mostrarse severas con ustedes. -Por la mirada que intercambiaron Dixon y Dumaire, vio que había dado en el clavo.
– ¡Por Dios! -urgió Gladwin a los otros-, ¡no queremos comparecer ante ningún tribunal!
– ¿Qué es lo que va usted a hacer? -preguntó ceñudo Lyle Dumaire.
– Siempre que cooperen, no intento hacer nada más. Por lo menos en cuanto se refiere a ustedes. Por otra parte, si continúan complicando las cosas, pienso telegrafiar hoy mismo a míster Preyscott a Roma y entregar esos papeles a su abogado de Nueva Orleáns.
– ¿Qué es lo que significa «cooperar»? -preguntó Dixon con tono desagradable.
– Significa que ahora mismo cada uno de ustedes redactará y firmará una relación completa de lo que sucedió la noche del lunes, incluyendo lo acaecido a primera hora de la noche, y si alguien del hotel está o no complicado.
– ¡Al demonio! -dijo Dixon-. No se puede hacer eso…
– ¡Sí se puede, Stan! -interrumpió con impaciencia Gladwin, y le preguntó a Peter-: Suponiendo que hagamos esas declaraciones, ¿qué hará usted con ellas?
– Por mucho que desee utilizarlas de otra manera, tienen ustedes mi palabra de que nadie las verá; no saldrán del hotel.
– ¿Cómo sabemos que podemos confiar en usted?
– No pueden saberlo. Tendrán que correr el riesgo.
Hubo un silencio en la habitación; no se oía más que el crujir de la silla y el apagado tecleteo de la máquina de escribir en la otra habitación.
– Yo me arriesgo -exclamó de pronto Waloski-. Déme algo con que escribir.
– Creo que yo también lo haré -era Gladwin.
Lyle Dumaire asintió con resignación.
– ¿De manera que todo el mundo quiere escribir? -rezongó Dixon. Luego, se encogió de hombros-. ¿Qué puedo hacer? -Y dirigiéndose a Peter, exclamó:- Quiero un lapicero de punta fina… Sienta a mi estilo.
Media hora después Peter McDermott releyó, con mucho cuidado, las varias páginas que había hojeado deprisa, antes de que los dos jóvenes se marcharan.
Las cuatro versiones de los sucesos de la noche del lunes, si bien diferían en algunos detalles, estaban de acuerdo en los hechos esenciales. Todas ellas llenaban algunos claros en la información y las instrucciones de Peter con respecto a identificar a cualquiera del personal del hotel que estuviera comprometido, habían sido seguidas al pie de la letra.
El jefe de botones, Herbie Chandler, estaba firme e inequívocamente implicado.
La idea original, medio esbozada en la mente de Keycase Milne había tomado forma.
Sin duda alguna, su instinto le decía que la aparición de la duquesa de Croydon en el mismo momento en que él pasaba por el vestíbulo, había sido algo más que una mera coincidencia. Era un favorable augurio, señalando un camino a cuyo término estaban las brillantes joyas de la duquesa.
Admitía que la fabulosa colección de joyas no estuviera en su totalidad en Nueva Orleáns. En sus viajes, como era sabido, la duquesa no llevaba más que algunas piezas de su tesoro de A!adino. Aun así, era casi seguro que el botín sería grande, y aunque algunas alhajas estarían bien guardadas en la caja fuerte del hotel, era indudable que habría algunas otras a mano.
La clave de la situación, como siempre, estaba en la llave de la suite de los Croydon. Siguiendo su método, Keycase Milne se puso en campaña para obtenerla.
Subió y bajó por los ascensores varias veces, eligiendo distintos ascensores para no llamar la atención. Finalmente, encontrándose solo con un ascensorista, preguntó con indiferencia:
– ¿Es cierto que el duque y la duquesa de Croydon están alojados en el hotel?
– Sí, señor.
– Supongo que el hotel tiene habitaciones especiales para huéspedes como ésos. -Keycase sonrió con afabilidad.- No como las nuestras, gente común.
– Sí, señor, el duque y la duquesa ocupan la Presidential Suite.
– ¡Oh, sí! ¿Y en qué piso está?
– En el noveno.
Keycase, hablando consigo mismo, dijo que había terminado con el punto uno, y dejó el ascensor en su propio piso, el octavo.
El punto dos era establecer el número exacto de la habitación. Resultó fácil. Subió un piso por las escaleras de servicio; luego dio unos pasos más. Las puertas dobles, forradas con cuero con las flores de lis doradas proclamaban la Presidential Suite. Keycase anotó el número: 973-7.
Bajó al vestíbulo una vez más. En esta ocasión para dar un paseo aparentemente casual, y pasar por el escritorio de recepción. Una inspección visual demostró que la 973-7, como la mayor parte de las habitaciones plebeyas, tenía una casilla corriente para el correo. Había una llave en ella.
Sería un error pedir la llave en seguida. Keycase se sentó para observar y esperar. La precaución resultó acertada.
Después de unos minutos de observación se hizo obvio que el hotel estaba alerta. Comparado con el método normal y simple de entregar las llaves, los empleados hoy tomaban precauciones. A medida que los huéspedes pedían las llaves, el empleado solicitaba el nombre. Luego controlaba la respuesta en la lista de registros. Era indudable que su golpe de esta madrugada había sido denunciado, dando como resultado un aumento de precauciones.
Una fría punzada de miedo le recordó una consecuencia también previsible: la Policía de Nueva Orleáns estaría ya alerta y dentro de algunas horas podrían estar buscando a Keycase Milne por el nombre. Cierto que, si había de dar crédito al matutino, las muertes ocasionadas por el automóvil que había atropellado y huido dos noches antes, todavía reclamaba la atención de la mayor parte de la Policía. Pero era indudable que alguien en el Departamento de Policía encontraría tiempo para transmitir por teletipo al FBI. Una vez más, recordando el terrible precio de un nuevo proceso, Keycase estuvo tentado de apostar a lo seguro, marcharse del hotel y huir. La irresolución lo retuvo. Luego, tratando de dejar las dudas a un lado, se tranquilizó con el recuerdo de los augurios favorables de esa mañana.
Después de un tiempo, la espera resultó provechosa. Apareció un empleado joven con cabellos claros y ondulados. Daba la impresión de inseguridad y por momentos parecía nervioso. Keycase presumió que era nuevo en su trabajo.
La presencia del joven proporcionaba una posible oportunidad, aun cuando utilizarla significaba un riesgo, razonaba Keycase para sí, un disparo a ciegas. Pero quizá la oportunidad (como los otros días) fuera un augurio en sí misma. Resolvió aprovecharla, empleando una técnica que había usado antes.
Los preparativos le llevarían por lo menos una hora. Como ya había pasado la mitad de la tarde, debería terminarlos antes de que el joven cumpliera su horario. Deprisa, Keycase dejó el hotel. Se dirigió a la gran tienda «Maison Blanche», en Canal Street.
Utilizando su dinero con economía, Keycase compró algunos artículos poco costosos pero grandes (especialmente juguetes para niños) y esperó mientras cada uno era puesto en una caja o envuelto en un papel con el nombre de «Maison Blanche». Al fin, con los brazos llenos de paquetes que apenas podía sostener, dejó la tienda. Se detuvo una vez más, en una floristería, coronando sus compras con una planta de azalea florecida, después de lo cual volvió al hotel.
En la entrada por Carondelet Street un portero uniformado se apresuró a abrir la puerta. El hombre sonrió al ver a Keycase, casi oculto detrás de sus paquetes y florida azalea.
Dentro del hotel, Keycase vagó, ostensiblemente inspeccionando una serie de vitrinas, pero en realidad esperando que sucedieran dos cosas. Una era que se reunieran varias personas en el mostrador de la recepción; la segunda que reapareciera el joven que había visto antes. Las dos cosas sucedieron casi en seguida.
Tenso, y con el corazón saltando en el pecho, Keycase se acercó al mostrador de la recepción.
Era el tercero en la fila frente al joven de cabello rubio y ondulado. Un momento después no había más que una mujer de mediana edad delante de él que se llevó su llave después de identificarse. Luego, cuando ya estaba por retirarse, la mujer recordó una queja concerniente a una correspondencia vuelta a mandar al hotel. Sus preguntas parecían interminables; las respuestas del joven empleado, inseguras. Impaciente, Keycase advertía que el núcleo de gente en el mostrador estaba disminuyendo. Ya estaba libre uno de los otros empleados, y miró hacia donde él se hallaba. Keycase evitó sus ojos, rogando en silencio que el diálogo terminara de una vez.
Por fin la mujer se marchó. El joven empleado se volvió a Keycase; luego, como había hecho el portero, sonrió involuntariamente ante la profusión de paquetes con la azalea encima.
Hablando con acritud, Keycase utilizó una frase ya ensayada.
– Estoy seguro que es muy cómico. Pero si no es mucho pedirle, ¿quiere darme la llave 973?
El joven enrojeció, la sonrisa se desvaneció en seguida:
– Desde luego, señor -confundido, como había sido el propósito de Keycase, el hombre giró y tomó la llave de su lugar.
Keycase había advertido que cuando dijo el número, uno de los otros empleados miró hacia los costados. Era un momento crucial. Obviamente el número de la Presidential Suite, era bien conocido, la intervención de un empleado más experimentado sería un riesgo.
– ¿Su nombre, señor?
– ¿Qué es esto, un interrogatorio? -Simultáneamente permitió que se cayeran dos paquetes. Uno se quedó sobre el mostrador, el otro se fue al suelo del lado interior del mostrador. Cada vez más confundido el joven empleado recogió ambos. Su colega más antiguo, con una sonrisa indulgente, desvió la mirada.
– Lo siento, señor.
– No importa -aceptando los paquetes y reacondicionando los otros, Keycase extendió la mano para tomar la llave.
Por una milésima de segundo el joven vaciló. Luego la imagen que Keycase había deseado crear venció: una persona que viene cansada y frustrada, absurdamente cargada; epítome de la respetabilidad como lo atestiguan las cajas y paquetes de la conocida «Maison Blanche»; un huésped ya irritado que no debe ser importunado más aún…
Con deferencia el empleado le dio la llave 973.
Mientras Keycase caminaba sin prisa hacia los ascensores, la actividad volvió a concentrarse en el mostrador. Una mirada hacia atrás le demostró que los empleados estaban muy ocupados. ¡Bien! Disminuía la probabilidad de discusiones y de posibles recapitulaciones sobre lo que acababa de ocurrir. Aun así, tenía que devolver la llave lo más pronto posible. Su ausencia podía ser advertida, despertando interrogantes y sospechas… muy peligrosas dado que el hotel ya estaba parcialmente alerta.
Tomando el ascensor dijo:
– Nueve… -una precaución para el caso de que alguien hubiera oído que pedía una llave del piso nueve. Cuando el ascensor se detuvo salió, se entretuvo arreglando los paquetes hasta que las puertas se cerraron tras de él, luego se apresuró a las escaleras de servicio. Era un solo piso hasta el propio. En un descanso a mitad de camino había una lata de desperdicios. Abriéndola, metió la planta que había cumplido su misión. Pocos minutos después estaba en su propia habitación, 830.
Ocultó los paquetes con rapidez en el armario. Al día siguiente los devolvería a la tienda y pediría el dinero de vuelta. El costo no era importante comparado con el premio que esperaba ganar, pero eran difíciles de sacar, y abandonarlos allí sería un rastro fácil de seguir.
Actuando deprisa, corrió el cierre relámpago de una maleta y una pequeña caja de cuero. Contenía una cantidad de tarjetas blancas, algunos lápices bien afilados, un calibrador y un micrometro. Seleccionando una de las tarjetas, Keycase apoyó la llave de la Presidential Suite en ella. Luego sosteniendo la llave, pasó el lápiz por el contorno. Con el micrómetro y el calibrador, midió el grosor de la llave y las dimensiones exactas de cada una de las muescas y cortes verticales, apuntó los resultados en un costado de la tarjeta. La clave de letras y números de un fabricante estaba grabado en el metal. Los copió; la clave podría ayudar a seleccionar un modelo adecuado. Finalmente, sosteniendo la llave a la luz, trazó un cuidadoso dibujo a mano de sus detalles.
Tenía ahora una especificación detallada con pericia, que un hábil cerrajero podría seguir sin error. El procedimiento, reflexionaba Keycase, distaba mucho del truco de impresión en cera tan amada por los autores de las novelas policíacas, pero era mucho más efectivo.
Guardó la caja de cuero y puso la tarjeta en su bolsillo. Momentos después estaba de nuevo en el vestíbulo del hotel.
Exactamente como antes, esperó hasta que los empleados estuvieran ocupados. Luego caminando con indiferencia, puso la llave 973 sin ser visto sobre el mostrador.
De nuevo se quedó vigilando. En el primer momento de calma un empleado vio la llave. Con desinterés la tomó, miró el número y la colocó en su lugar.
Keycase sintió una cálida oleada de satisfacción profesional. A través de una combinación de inventiva y habilidad, y burlando las precauciones del hotel, había alcanzado su primer objetivo.
Eligiendo una corbata azul oscuro de Schiaparelli entre varias que había visto en el armario, Peter McDermott la anudó, pensativo. Estaba en su pequeño apartamento del centro, no lejos del hotel, que había dejado una hora antes. Dentro de veinte minutos debía estar en la comida de Marsha Preyscott. Se preguntaba quiénes serían los otros invitados. Era presumible, que además de los amigos de Marsha (que esperaba fueran de distinto calibre que el cuarteto Dixon-Dumaire) habría una o dos personas mayores invitadas en su honor.
Ahora que había llegado el momento, se encontró lamentando haber aceptado la invitación, deseando en cambio estar libre para encontrarse con Christine. Estuvo tentado de llamarla por teléfono antes de salir, y luego decidió que sería más discreto esperar hasta mañana.
Tenía una sensación extraña esa noche, de estar suspendido en el tiempo entre el pasado y el futuro. Tantas cosas que le interesaban parecían indefinidas, con decisiones demoradas hasta que se conocieran los resultados. Estaba el asunto del «St. Gregory». ¿Se haría cargo de todo Curtis O'Keefe? Si así fuera, los otros asuntos, en comparación, parecían de menor importancia, hasta la convención de odontólogos, cuyos ejecutivos todavía estaban debatiendo si se marcharían del «St. Gregory» en señal de protesta. Hacía una hora que la sesión de ejecutivos citada por el valiente presidente de los odontólogos, doctor Ingram, estaba reunida, y parecía que iba a continuar, según el camarero jefe del servicio de habitaciones, cuyo personal había hecho muchos viajes al lugar de la reunión llevando hielo y bebidas. Aunque Peter ocultó su preocupación interior había preguntado al jefe de camareros si la reunión mostraba señales de terminar, éste le informó que en apariencia había una discusión muy acalorada. Antes de partir del hotel, Peter había dejado encargado al ayudante de gerencia de turno que, si se conocía cualquier decisión tomada por los dentistas, le telefoneara en seguida. Hasta este momento no lo habían llamado. Ahora se preguntaba si prevalecería el punto de vista recto del doctor Ingram, o la predicción más cínica de Warren Trent, de que nada pasaría.
La misma incertidumbre fue causa de que Peter difiriera (por lo menos hasta el día siguiente) cualquier acción concerniente a Herbie Chandler. Sabía que lo que debería hacer era despedir inmediatamente al irresponsable jefe de botones, que sería como purgar al hotel de un espíritu sucio. Por supuesto que Chandler no sería despedido por administrar el sistema de las muchachas galantes, específicamente (que algún otro hubiera organizado de no hacerlo Chandler), sino por permitir que la codicia sobrepasara el sentido común.
Con el despido de Chandler, se podrían limitar muchos otros abusos, aunque no sabía si Warren Trent estaría de acuerdo con una acción tan dura. Sin embargo, recordando la acumulada evidencia y la preocupación de Warren Trent por el buen prestigio del hotel, Peter tenía la idea de que podría ser así.
De cualquier manera, recordó Peter, debía asegurarse de que las declaraciones del grupo Dixon-Dumaire estuvieran a buen recaudo y fueran utilizadas dentro del hotel únicamente. Cumpliría su promesa en ese sentido. También había estado alardeando esta tarde cuando había amenazado con informar a Mark Preys-cott sobre el intento de violación de su hija. Entonces como ahora, Peter recordó la imploración de Marsha: Mi padre está en Roma. ¡No se lo diga, por favor… nunca!
El recuerdo de Marsha era una advertencia de que debía de darse prisa. Pocos minutos después dejó el apartamento y tomó un taxi.
– ¿Es ésta la casa? -preguntó Peter.
– Por supuesto. -El chófer miró especulativamente a su pasajero.- Por lo menos, si la dirección que me ha dado es correcta.
– Es correcta. -Los ojos de Peter siguieron a los del conductor hacia la inmensa mansión blanca. La fachada, sola, era impresionante. Detrás de un seto vivo de boj y gigantescos árboles de magnolia, se levantaban graciosas y delgadas columnas desde una terraza a una alta galería con baranda. Sobre la galería las columnas se encumbraban hasta un frontispicio de clásicas proporciones, que la coronaba. En cada extremo del edificio principal dos alas repetían los detalles en miniatura. Toda la fachada estaba bien cuidada, con las superficies de madera preservadas con pintura fresca. Alrededor de la casa, el perfume de las flores de olivo dulce embalsamaba el aire de la tarde.
Apeándose del coche después de pagar, Peter se aproximó al portón de hierro, que se abrió con suavidad. Un sendero curvo de viejo ladrillo rojo se abría paso entre los árboles y el césped. Aunque apenas oscurecido, se habían encendido dos altos jarrones, uno a cada lado del sendero, próximo a la entrada.
Había alcanzado la escalinata de la terraza cuando un cerrojo hizo clic y la doble puerta de la mansión se abrió de par en par. La amplia puerta enmarcó a Marsha. Esperó a que llegara arriba; entonces caminó hacia él.
Estaba vestida de blanco… un traje fino, ajustado; su cabello oscuro brillando por contraste. Más que nunca sintió esa condición provocativa de mujer-niña.
– ¡Bien venido! -exclamó alegremente.
– Gracias. -Hizo un gesto mirando en torno.- Por el momento estoy un poco sobrecogido.
– Eso le sucede a todo el mundo. -Pasó su brazo por el de él.- Le haré dar la vuelta oficial por Preyscott antes de que oscurezca.
Volviendo a bajar los escalones de la terraza cruzaron el césped, suave bajo los pies. Marsha se mantenía próxima a él. A través de la manga de su chaqueta podía sentir la cálida firmeza de su carne. Con la punta de los dedos tocaba ligeramente la muñeca de él. Se agregaba una sutil fragancia al perfume de las flores.
– ¡Hemos llegado! -Abruptamente Marsha se volvió.- Este es el mejor lugar para verlo todo. Eligen este sitio para tomar las fotografías.
Desde este lado del césped la vista era aún más imponente.
– En 1840 un noble francés amante de la diversión, construyó esta casa -dijo Marsha-. Le gustaba la arquitectura del renacimiento griego, esclavos felices y rientes, y también tener a su amante cerca, razón por la cual la casa tenía un ala extra. Mi padre le agregó la otra. El prefiere las cosas equilibradas… cuentas y casas.
– ¿Es éste el nuevo estilo de los guías… filosofía y hechos?
– Oh, estoy harta de ambos. ¿Quiere hechos? Mire al techo.
Juntos levantaron la mirada.
– Verá que sobrepasa de la galería superior. Ese es el estilo Luisiana-griego; la mayor parte de las grandes casas antiguas se construían así, se justifica porque en este clima da sombra y aire. Muchas veces la galería fue el lugar donde más se vivía. Se convirtió en el centro familiar, un lugar para hablar y compartir la vida.
– Dueños de casas y familiares, compartiendo la buena vida, en una forma a la vez completa y autosuficiente -citó Peter.
– ¿Quién dijo eso?
– Aristóteles.
– Ha cavado hondo. -Se detuvo pensativa.- Mi padre ha hecho muchas restauraciones. La casa está mejor ahora, pero no nuestro uso de ella.
– Usted debe amar mucho todo esto.
– Lo odio. He odiado este lugar desde que tengo uso de razón.
El la miró inquisitivamente.
– Oh, yo tampoco la odiaría si viniera a verla, como una visita junto con otros que pagan cincuenta centavos para que se les muestre la forma en que abrimos la casa para la Fiesta de la Primavera. La habría admirado porque amo todas las cosas antiguas. Pero no para vivir siempre en ella, sola, especialmente cuando oscurece.
– Está oscureciendo ahora -le recordó él.
– Ya lo sé. Pero usted está aquí. Y eso es diferente.
Habían comenzado a volver por el césped. Por primera vez Peter advirtió el silencio que reinaba.
– ¿No la echarán de menos sus huéspedes?
Ella miró hacia los lados, inquieta:
– ¿Qué huéspedes?
– Usted me dijo…
– Le dije que daba una comida, así es. Para usted. Si lo que le preocupa es la compañía, no se inquiete, Anna está aquí.
Habían entrado en la casa. Estaba en penumbra y fresca. Los cielos rasos, muy altos. En el fondo, una mujer vieja vestida de seda negra saludó sonriendo.
– He hablado a Anna de usted. Y lo aprueba. Mi padre confía totalmente en ella, de manera que todo va bien. Además está Ben.
Un negro sirviente los siguió, pisando con suavidad, hasta un pequeño estudio de paredes cubiertas de libros. De un aparador trajo una bandeja con un botellón de jerez y vasos. Marsha movió la cabeza. Peter aceptó el jerez y lo sorbió pensativo. Desde una banqueta, Marsha le hizo un gesto para que se sentara junto a ella.
– ¿Pasa usted mucho tiempo aquí sola?
– Mi padre viene entre uno y otro viaje. Lo que sucede es que los viajes se hacen cada vez más largos y el tiempo intermedio más corto. Preferiría vivir en un feo y moderno bungalow con tal de que tuviera más vida.
– No sé si en realidad le gustaría.
– Estoy segura de que sí -afirmó Marsha-. Si lo compartiera con alguien a quien realmente amara. También serviría un hotel. Creo que los gerentes tienen un apartamento para vivir… en el piso superior, ¿no es así?
Asombrado, levantó los ojos y la encontró sonriendo.
Un momento después el sirviente anunció en voz baja que la comida estaba servida.
En una habitación adyacente, una mesa redonda y pequeña estaba preparada para dos. La luz de los candelabros iluminaba la mesa y las paredes artesonadas. Sobre el mármol negro de la chimenea el retrato de un patriarca de rostro severo miraba hacia abajo a Peter, dándole la impresión de ser estudiado y criticado.
– No deje que mi bisabuelo lo moleste -dijo Marsha cuando se sentaron-. Es a mí a quien reprende. Vea usted, cierta vez escribió en su diario que quería fundar una dinastía y yo soy su última y desdichada esperanza.
Conversaron durante la comida (con menos restricción) mientras el sirviente los atendía con habilidad. La comida era exquisita: el plato principal era un jambalaya muy bien sazonado, seguido de una delicada Créme Brülée.
Peter descubrió que estaba resultando muy agradable una situación que había encarado con cierto recelo. Marsha parecía más vivaz y encantadora a medida que pasaban los minutos; y él mismo, más cómodo en su compañía. Lo que no era sorprendente, ya que la diferencia de edades no era tan grande. Además, a la luz de los candelabros, en la antigua y sombreada habitación, pudo apreciar cuan hermosa era.
Se preguntó si mucho tiempo atrás, el noble francés que construyó la gran casa, y su amante, habrían comido aquí en tanta intimidad. Quizás este pensamiento fuera producto del hechizo que el ambiente y la ocasión derramaban sobre él.
Al final de la comida Marsha anunció:
– Tomaremos el café en la galería.
Le retiró la silla y ella se levantó ligera, tomando impulsivamente su brazo como lo había hecho antes. Divertido, se dejó conducir a un pasillo; luego subieron una amplia escalera. En la parte superior, un ancho corredor, con las paredes decoradas con frescos, tenuemente iluminados, llevaba a la galería abierta que habían visto desde el jardín de abajo, ahora oscuro.
En una mesa de mimbre había tazas pequeñas y un servicio de café, de plata. Un vacilante farol de gas estaba encendido más arriba. Llevaron el café a una hamaca con almohadones que se balanceó cuando se sentaron. El aire de la noche era agradable, fresco, y soplaba una ligera brisa. Desde el jardín el zumbido de los insectos se oía distinto; y los amortiguados ruidos del tránsito llegaban desde St. Charles Avenue, distante dos manzanas. Tenía conciencia de Marsha inmóvil, a su lado.
– De pronto se ha quedado muy callada.
– Ya lo sé. Estaba pensando la manera de decir algo.
– Puede tratar de hacerlo en forma directa. Con frecuencia da buenos resultados.
– Muy bien. -Se notaba cierta falta de aliento en su voz.- He decidido que quiero casarme con usted.
Durante lo que parecieron largos minutos, pero que Peter sospechaba que fueron sólo segundos, permaneció inmóvil; hasta el suave mecerse de la hamaca pareció detenerse. Al fin, con cuidadosa precisión, Peter puso en la mesa la taza de café.
Marsha tosió, luego cambió la tos en una risa nerviosa.
– Si quiere huir, las escaleras están allá.
– No. Si lo hiciera, nunca sabría por qué ha dicho usted eso.
– Ni yo estoy muy segura. -Miraba hacia delante, a la noche, con el rostro vuelto. Sintió que ella temblaba.- Sólo sé que de pronto tuve ganas de decirlo. Y estoy segura de que lo haría.
Peter sabía que era importante que cualquier cosa que dijera a esta niña impulsiva tendría que ser dicha con mucha suavidad y respeto. Peter también estaba nervioso, sintiendo una contracción en la garganta. Sin razón alguna, recordó algo que Christine le había dicho esa mañana. La pequeña miss Preyscott tiene tanto parecido a una niña como un gatito a un tigre. Pero supongo que será divertido para un hombre dejarse devorar. El comentario era injusto, por supuesto, hasta áspero. Pero era verdad que Marsha no era una niña ni debía ser tratada como tal.
– Marsha, usted apenas me conoce, ni yo a usted.
– ¿Cree usted en el instinto?
– Hasta cierto punto, sí.
– Tuve una intuición con respecto a usted desde el primer momento. -Al principio la voz le temblaba; luego se afirmó.- La mayor parte de las veces mis intuiciones han sido acertadas.
– ¿Y con respecto a Stanley Dixon y Lyle Dumaire? -le recordó con suavidad.
– La intuición fue buena. Pero yo no le hice caso, eso es todo. Esta vez, sí.
– Pero la intuición puede ser equivocada.
– Siempre puede estarse equivocado, aun cuando se espere mucho tiempo. -Marsha se volvió y lo miró. Cuando sus ojos se encontraron advirtió en ellos una firmeza de carácter que antes había pasado inadvertida.- Mi padre y mi madre se conocieron quince años antes de casarse. Mi madre me dijo cierta vez, que todos los que los conocían decían que sería un matrimonio perfecto. Tal como resultó, fue el peor. Yo lo sé. Estaba en medio.
Permaneció silenciosa sin saber qué decir.
– Eso me enseñó algunas cosas. También lo hizo alguien más. Esta noche usted conoció a Anna…
– Sí.
– Cuando tenía diecisiete años la obligaron a casarse con un hombre que sólo había visto una vez. Era una especie de contrato familiar; en aquella época se hacía ese tipo de cosas.
– Continúe -respondió, observando la cara de Marsha.
– El día antes del casamiento, Anna lloró toda la noche. Pero se casó y permaneció casada cuarenta y seis años. Su marido murió el año pasado. Vivieron aquí con nosotros. Si hubo un matrimonio perfecto fue ése.
Vaciló, sin desear controvertir el argumento de su interlocutora, pero objetó: -Anna no siguió su instinto. Si lo hubiera hecho no se habría casado.
– Ya lo sé. Simplemente estoy diciendo que no hay garantía en ninguna de las dos maneras, y la intuición puede ser una guía tan buena como cualquier otra.
Luego hubo un silencio que rompió Marsha:
– Yo sé que con el tiempo podría hacer que usted me amara.
Absurda y sorprendentemente, Peter sintió una sensación de excitación. La idea era, por supuesto, ridicula; el romántico producto de una imaginación infantil. El, que había sufrido a causa de sus propias ideas románticas en el pasado, estaba en condiciones de saberlo. ¿Sería así? ¿Acaso todas las situaciones eran una consecuencia de lo que había sucedido antes? ¿Era tan fantástica en realidad la proposición de Marsha? Tuvo una repentina e irracional convicción de que lo que ella había dicho bien podría ser verdad.
Se preguntó cuál sería la reacción del ausente Mark Preyscott.
– Si usted está pensando en mi padre…
– ¿Cómo lo ha adivinado? -preguntó sorprendido.
– Porque estoy empezando a conocerlo a usted.
Peter inhaló profundamente, con una sensación de estar respirando aire rarificado:
– ¿Qué diría su padre?
– Supongo que al principio se inquietará; probablemente vendría deprisa en avión. Eso no importaría. -Marsha sonrió.- Porque siempre escucha lo que es razonable y sé que lo podría convencer. Además, usted le gustará. Conozco la gente que él admira, y usted es uno de ellos.
– Bien, por lo menos es un alivio -dijo sin saber si tomarlo en serio o en broma.
– Hay algo más. No es importante para mí, pero lo será para él. Sé… y mi padre lo sabría también… que algún día usted tendrá un gran éxito en el negocio de hoteles, y tal vez llegue a ser dueño de alguno. A mí no me importa eso. Yo lo quiero a usted -terminó casi sin aliento.
– Marsha… No sé qué decir. -Peter habló con suavidad.
Hubo una pausa en la que podía advertir que Marsha perdía la confianza en sí misma. Era como si antes hubiera alardeado de su seguridad con una gran determinación, pero ahora la determinación había desaparecido y con ella la jactancia. Con una vocecita incierta sugirió:
– Usted cree que he sido una tonta. Es mejor que lo diga de una vez y acabe con ello.
– No creo que usted haya sido tonta. Si más gente, incluyéndome yo, fuera tan sincera como usted…
– ¿Quiere decir que no le he causado mala impresión?
– Lejos de eso, estoy conmovido y abrumado.
– ¡Entonces no diga nada más! -Marsha, de un salto se puso de pie, con las manos extendidas hacia él, que las tomó y quedó mirándola, los dedos de ambos entrelazados. Advirtió que Marsha tenía una rápida manera de recuperarse después de una incertidumbre, aunque sus dudas sólo estuvieran parcialmente resueltas.
– ¡Vayase, y piénselo! ¡Piense, piense, piense! Especialmente en mí.
– Será difícil no hacerlo -respondió… y lo sentía.
Ella levantó la cabeza para que la besara y él se inclinó. Tenía la intención de rozar su cara, pero ella le ofreció los labios y cuando se tocaron, los brazos de la muchacha se estrecharon con fuerza alrededor de él. Allá en el fondo de la mente de Peter sonó tenue una campana de alarma. El cuerpo de ella se apretaba contra el suyo; la sensación del contacto era eléctrica. Su suave fragancia era inmediata y maravillosa. El perfume le llenó la nariz. En ese momento no podía pensar en Marsha más que como en una mujer. Sintió que su cuerpo despertaba excitado, sus sentidos se dejaron llevar. La campana de alarma fue desoída. Sólo podía recordar: La pequeña miss Preyscott… será divertido para un hombre… dejarse devorar…
Con resolución, se obligó a separarse. Tomando las manos de Marsha murmuró:
– Debo irme.
Lo acompañó a la terraza. La mano de él acarició su pelo. Ella murmuró:
– Peter, querido…
Bajó los escalones, sin saber si estaban allí.
A las diez y media de la noche, Ogilvie, el jefe de detectives del hotel, utilizó el túnel para el personal en el subsuelo, para caminar pesadamente desde el cuerpo principal del «St. Gregory» hasta el garaje anexo.
Eligió el túnel en lugar del pasaje más cómodo del piso principal por la misma razón por la que había elegido con tanto cuidado esa hora… para ser lo menos notorio posible. A las diez y media, los huéspedes que sacaban los coches para usarlos de noche, ya lo habían hecho, pero era demasiado temprano, todavía, para que muchos volvieran. Tampoco era probable que llegaran otros huéspedes al hotel por lo menos por tierra.
El plan original de conducir el «Jaguar» del duque y la duquesa de Croydon hacia el norte a la una de la madrugada (ahora sólo faltaban menos de tres horas) no había cambiado. Sin embargo, antes de partir, el gordo tenía tareas que hacer y era importante no ser observado.
Las herramientas para hacer el trabajo estaban en una bolsa de papel que llevaba en la mano. Representaban una omisión en el elaborado esquema de la duquesa de Croydon. Ogilvie lo había advertido, pero prefirió reservárselo.
En la doble muerte producida el lunes por la noche, uno de los faros del «Jaguar» había sido destrozado. Además, a causa de la pérdida del aro, ahora en poder de la Policía, el montaje se había aflojado. Para conducir el coche en la oscuridad, como se previo, había que volver a colocar el faro, y su montaje tendría que ser reparado provisionalmente. Sin embargo era obvio que sería demasiado peligroso llevar el coche a una estación de servicio de la ciudad y estaba fuera de toda cuestión llamar al mecánico del hotel para realizar el trabajo.
El día anterior, en un momento en que el garaje estaba tranquilo, Ogilvie había inspeccionado el automóvil en su cochera detrás del pilar. Decidió que si podía obtener el faro adecuado, él mismo podría hacer una reparación momentánea.
Sopesó el riesgo de comprar un faro de repuesto al único representante del «Jaguar» en Nueva Orleáns y rechazó la idea. Aun cuando la Policía todavía no estaba enterada (por lo que Ogilvie sabía) de la marca del coche que buscaban, dentro de uno o dos días lo sabrían cuando se identificaran los vidrios rotos. Si compraba un faro para «Jaguar» ahora, se podría recordar con facilidad en los interrogatorios que se hicieran, y enterarse de la compra. Había acabado por comprar una unidad sellada americana corriente en un negocio de auto-servicio de repuestos de automóviles. Su inspección visual del automóvil le indicó que podría servir. Ahora se disponía a probarlo.
Conseguir la lámpara había sido una cosa más, en un día muy ocupado, que había dejado al detective del hotel satisfecho y un poco intranquilo. También estaba físicamente cansado; mal comienzo para el largo viaje hacia el norte que lo aguardaba. Se consolaba pensando en los veinticinco mil dólares, diez mil de los cuales, como estaba convenido, recibió esa tarde de la duquesa de Croydon. Había sido una escena tensa y fría, la duquesa con los labios apretados y formal; Ogilvie, sin importarle nada, con codicia había metido la pila de billetes en una cartera. A su lado el duque se movía borracho, con los ojos nublados, casi sin darse cuenta de lo que sucedía.
El pensamiento del dinero le dio una sensación de calor. Ya lo había puesto a buen recaudo y sólo llevaba doscientos dólares encima… una precaución por si algo salía mal durante el viaje.
Su contrastante inquietud tenía dos causas. Una, era saber las consecuencias que tendría que sufrir si no podía sacar el «Jaguar» de Nueva Orleáns sin ser visto, y luego de Luisiana, Mississippi, Tennessee y Kentucky. La segunda era el énfasis que puso Peter McDermott en la necesidad de que Ogilvie permaneciera a mano en el hotel.
El robo de la noche anterior, y la posibilidad de que hubiera un ladrón profesional trabajando en el «St. Gregory», no podía haber ocurrido en peor momento. Ogilvie había hecho cuanto había podido. Advirtió a la Policía de la ciudad, y los detectives habían entrevistado al huésped robado. El personal del hotel, incluyendo los otros detectives a sus órdenes, estaban alerta, y el segundo de Ogilvie había recibido instrucciones sobre lo que tenía que hacer en cualquier contingencia. Sin embargo, Ogilvie sabía que era él quien debía estar ahí para dirigir las operaciones personalmente. Cuando mañana, McDermott se enterara de su ausencia, era casi seguro que habría un revuelo de primer orden. Al final no importaría, porque McDermott, y los otros que se le parecían, vendrían y se irían, mientras que Ogilvie, por razones sólo conocidas por él y por Warren Trent, seguiría en su puesto. Pero tendría el efecto (que el jefe de detectives quería evitar sobre todas las cosas) de llamar la atención sobre sus movimientos en los días siguientes.
Sólo en una forma el robo y sus consecuencias habían resultado útiles. Le habían dado una razón valedera para visitar con frecuencia el Departamento de Policía, donde preguntó con aire distraído por los progresos hechos en la búsqueda del automóvil homicida. Se enteró de que la atención de la Policía seguía concentrada en el caso, con todo el personal alerta para cualquier indicio. En el States-Item de esa tarde la Policía había hecho una nueva apelación al público para que informara de la presencia de cualquier coche con averías en los guardabarros o faros. Había sido bueno tener la información, pero también hacía que las posibilidades fueran menores de conseguir sacar el «Jaguar» sin ser advertido. Ogilvie sudaba un poco cuando pensaba en ello.
Había llegado al final del túnel y estaba en el subsuelo del garaje escasamente iluminado y tranquilo. Ogilvie titubeó, sin saber si dirigirse directamente al coche de los Croydon, algunos pisos más arriba, o a la oficina del garaje, donde estaba de servicio el sereno. Decidió que sería prudente visitar la oficina primero.
Con trabajo, respirando con pesadez, subió dos pisos por la escalera de hierro. El sereno, hombre viejo y oficioso llamado Kulgmer estaba solo en un cubículo muy iluminado, cerca de la rampa que daba a la calle. Dejó a un lado el diario vespertino cuando se acercó el jefe de detectives.
– Quería hacerle saber que pronto voy a sacar el coche del duque de Croydon. Está colocado en la cochera 371. Le estoy haciendo un favor.
Kulgmer frunció el ceño:
– No sé si puedo dejar que haga eso, míster O., si no tengo una autorización.
Ogilvie mostró la nota de la duquesa de Croydon, escrita por la mañana a petición suya.
– Supongo que es lo que usted necesita.
El sereno leyó las palabras con cuidado, luego dobló el papel:
– Me parece bien.
El detective estiró su mano regordeta para tomar la nota.
Kulgmer movió la cabeza:
– Tendré que conservar esto. Para cubrirme en caso necesario.
El gordo se encogió de hombros. Hubiera preferido llevarse la nota, pero insistir significaba levantar una sospecha, destacando el incidente, que de otra manera podría ser olvidado. Hizo un ademán hacia la bolsa de papel:
– Subiré a dejar esto. Sacaré el coche dentro de dos horas.
– Como quiera, míster O. -El sereno volvió a su diario.
Minutos después, acercándose a la cochera 371, Ogilvie miró a su alrededor con aparente indiferencia. La plaza de estacionamiento de cemento y techo bajo, si bien ocupada en un cincuenta por ciento por coches, permanecía en silencio y desierta. Los peones del garaje del turno de la noche estaban sin duda alguna en su vestuario en el piso principal, aprovechando la calma para echar un sueño o jugar a las cartas. Pero era necesario trabajar de prisa.
En el rincón, al abrigo del «Jaguar» y de la pantalla parcial que formaba la columna, Ogilvie vació la bolsa de papel y sacó el faro, un destornillador, pinzas, hilo eléctrico y cinta negra aislante.
Los dedos, a pesar de su aparente lentitud se movían con suma destreza. Usando guantes para proteger las manos, retiró los remanentes del vidrio roto. Sólo le llevó un momento descubrir que el faro de repuesto se ajustaría bien al «Jaguar», pero las conexiones eléctricas no. Ya había previsto eso. Trabajando ligero usando las pinzas, el cable y la cinta aislante, hizo una conexión rústica pero efectiva. Con otro cable aseguró el artefacto en su lugar, rellenando con un cartón, que sacó de los bolsillos, el espacio que había dejado el aro perdido. Cubrió esto con cinta aislante negra, pasándola por dentro y sujetándola por atrás. Era un trabajo chapucero que podía ser muy fácilmente advertido a la luz, pero adecuado para la oscuridad. Le había llevado casi quince minutos. Abriendo la portezuela del lado del conductor, encendió las luces de los faros. Ambos se encendieron.
Emitió un gruñido de alivio. En el mismo instante, desde abajo, llegó el agudo staccato de una bocina y el rugido de un coche que aceleraba. Ogilvie quedó helado. El ruido del motor se aproximaba, magnificado su sonido por las paredes de cemento y los techos bajos. Luego, abruptamente, los faros se encendieron iluminando la rampa hacia el piso de arriba. Se oyó el chirrido de las cubiertas, el motor se detuvo, y la puerta golpeó. Ogilvie aflojó su tensión. Sabía que el muchacho utilizaría el ascensor para bajar.
Cuando vio que los pasos retrocedían, volvió a poner sus herramientas y materiales en la bolsa de papel, junto con los fragmentos del faro original. Puso la bolsa a un lado para llevársela después.
Al subir había observado una pequeña habitación de artículos de limpieza, en el piso de abajo. Utilizando la rampa bajó.
Como había esperado, había un equipo de limpieza dentro y eligió una escoba, pala y un balde. Llenó el balde hasta la mitad con agua caliente y tomó un trapo. Escuchando con cuidado los ruidos de abajo, esperó a que pasaran dos automóviles, y luego de prisa volvió al «Jaguar».
Con la escoba y la pala, Ogilvie limpió con prolijidad alrededor del coche. No debían quedar fragmentos de vidrio identificables para que la Policía comparara con los de la escena del accidente.
No tenía mucho tiempo. Cada vez estaban llegando más automóviles al estacionamiento. Dos veces durante la limpieza se había interrumpido por temor a ser visto, sin respirar cuando uno de los automóviles se metió en una cochera en el mismo piso, a pocos metros del «Jaguar». Felizmente, el muchacho que lo traía no se molestó en mirar en derredor, pero era una advertencia para que se apresurara. Si un peón lo veía y se acercaba, significaría curiosidad y preguntas, que repetiría abajo. La explicación de su presencia, que Ogilvie había dado al sereno, parecía poco convincente. No sólo eso, la probabilidad de huir hacia el Norte sin ser descubierto dependía de no dejar, en lo posible, ninguna huella.
Quedaba otra cosa por hacer. Tomando el trapo mojado en agua caliente, limpió con cuidado la parte dañada del guardabarros del «Jaguar» y la superficie adyacente. Cuando retorció el trapo, vio que el agua, que había estado clara, se volvía marrón. Inspeccionó el trabajo con detenimiento y emitió un sonido de aprobación. Ahora, aunque sucediera cualquier cosa, no había sangre seca en el coche.
Diez minutos después, transpirando por el ejercicio, estaba de nuevo en el edificio principal del hotel. Se dirigió directamente a su oficina, donde intentaba dormir una hora antes de partir para el largo viaje a Chicago. Miró el reloj. Eran las once y cuarto.
– Podría ser más útil -observó Royall Edwards, recalcándolo-, si alguien me dijera de qué se trata.
El contador general del «St. Gregory» se dirigía a los dos hombres sentados frente a él en la larga mesa de la contaduría. Entre ellos, estaban desparramados libros y archivos, y toda la oficina, por lo común sumida en la oscuridad a esa hora de la noche, estaba en ese momento iluminada en forma brillante. Edwards mismo encendió las luces una hora antes al traer a los dos visitantes, directamente desde la suite de Warren Trent en el piso decimoquinto.
Las instrucciones del propietario del hotel habían sido explícitas: «Estos señores examinarán los libros. Probablemente trabajen hasta mañana por la mañana. Quisiera que usted permaneciera con ellos. Deles todo lo que pidan. No reserve ninguna información.»
Al darle estas instrucciones, reflexionó Royall Edwards, su patrón parecía más alegre de lo que había estado hacía mucho tiempo. Esta alegría, sin embargo, no tranquilizaba al contador general, ya molesto por haber sido citado desde su casa donde estaba trabajando en su colección de sellos, y más irritado aún por no haber sido informado de lo que se trataba. También estaba fastidiado (siendo uno de los más estrictos cumplidores del horario nueve-a-diecisiete, del hotel) ante la idea de trabajar toda la noche.
El contador, sabía desde luego que la hipoteca vencía el viernes y también estaba enterado de la presencia de Curtis O'Keefe en el hotel, con todas sus consecuencias. Era de presumir que esta visita estuviera relacionada con ambas cosas, aunque era difícil imaginar en qué forma. Las etiquetas de las maletas de ambos visitantes, indicando que habían venido por avión de Washington D. C. a Nueva Orleáns, quizá fuera una clave. Sin embargo, el instinto le decía que los dos contadores (que obviamente eran) no tenían conexión con el Gobierno. Bien, en algún momento conocería todos los detalles. Entretanto era desagradable ser tratado como un empleado de menor categoría.
No hubo respuesta a su comentario de que sería más útil si estuviera mejor informado, y lo repitió.
El más viejo de los dos visitantes, un hombre corpulento de mediana edad, con rostro inexpresivo, levantó la taza de café que tenía al lado y bebió.
– Siempre dije, míster Edwards, que no hay nada mejor que una buena taza de café. Verá usted, la mayoría de los hoteles lo preparan mal. Aquí está bien. Por lo tanto pienso que no deben andar mal las cosas en un hotel que sirven café como éste. ¿Qué opina usted, Frank?
– Digo que si tenemos que acabar este trabajo mañana temprano será mejor que charlemos menos. -El segundo hombre respondió sin levantar los ojos de una planilla de balance que estaba estudiando con atención.
El primero hizo un ademán apaciguador con las manos.
– ¿Ve usted cómo son las cosas, míster Edwards? Supongo que Frank tiene razón; generalmente la tiene. ¡Con lo que me hubiera gustado explicarle todo el asunto! Pero quizá sea mejor que sigamos trabajando.
– Muy bien -respondió Royall Edwards, en tono poco amable, consciente del desaire.
– Gracias, míster Edwards. Ahora me gustaría revisar su sistema de inventario… compras, tarjetas de control, los stocks actuales, su última verificación de abastecimiento, y todo el resto. En verdad el café estaba muy bueno. ¿Podríamos tomar más?
– Telefonearé abajo para que lo traigan -respondió el contador. Observó que era cerca de medianoche. Era evidente que permanecerían allí durante algunas horas más.