Si alguien, incluso Grimya, le hubiera preguntado, no habría podido explicar su razonamiento, ya que no tenía sentido. Pero la lógica no había tomado parte en esto: la pesadilla había sido el catalizador. Quizá, pensó Índigo con amargura, eso era exactamente lo que había pretendido Némesis: en cuyo caso era una loca por contestar a su desafío. Pero loca o no, creía firmemente que no le quedaba otra opción.
El sol apenas si se había elevado en el horizonte cuando buscó a un criado y le pidió que le indicara cómo llegar a las habitaciones de Phereniq. Entre la humedad de a noche y el abrasador calor del mediodía, las primeras horas de la mañana facilitaban un pequeño oasis de fresco alivio, pero que no servía de nada para aliviar la obsesiva —¿o sería mejor decir atosigante?— sensación de opresión que había sentido desde que despertara de su pesadilla.
Si Phereniq se sorprendió al verla a aquellas horas, no mostró la menor señal de ello, haciendo pasar con gran solemnidad a su visitante a una pequeña antecámara cuyas paredes estaban cubiertas de cartas astrales. La puerta se cerró tras ellas, y Phereniq estudió el rostro de Índigo durante un momento. No hizo el menor comentario sobre lo que vio, pero dijo con suavidad:
—¿Qué puedo hacer por vos?
—Yo... —Índigo vaciló, luego comprendió que se sentía demasiado cansada y confusa para discursos muy elaborados, y repuso con sencillez—: Deseo aceptar la oferta del Takhan.
Phereniq sonrió.
—Sí —replicó—. Ya pensé que lo haríais. Y me alegro.
Durante unos minutos permanecieron en silencio, Índigo quería sentarse, pero no pudo ver ninguna silla cerca. Entonces, de repente, Phereniq se adelantó y la tomó del brazo.
—¿Índigo? Estáis muy pálida..., ¿os encontráis bien?
—Sí; es... —Índigo se sacudió con un esfuerzo las opresivas imágenes de la pesadilla y de las mofas de Némesis—.
He dormido mal esta noche. Una desagradable pesadilla me ha dejado una persistente sensación de desasosiego, creo —dijo, intentando parecer despreocupada.
—¿Os gustaría hablar de ello? —inquirió Phereniq.
Índigo forzó una sonrisa.
—No. Gracias, se... me pasará enseguida.
Phereniq vaciló, luego se dirigió a una mesa donde había un ornado recipiente de plata sostenido por un trípode bajo el cual ardía una pequeña y gruesa vela.
—Me parece que este clima tiene algo que ver con estas cosas —dijo—. No estáis acostumbrada al calor, y yo tampoco... Bueno, no importa, tal vez no tenga importancia.
Índigo escuchó el sonido de un líquido al verterse, entonces la astróloga regresó con una pequeña copa de cristal en la mano.
—Casi nunca desayuno, pero no puedo pasar sin mi tisana de hierbas. —Hubo un tono de ligera autoburla en su voz; luego se detuvo de nuevo por un instante—. Y tengo algo que puedo añadirle. Un cordial de mi propia invención..., es una gran ayuda para calmar una
mente intranquila.
Índigo aceptó agradecida. La pesadilla le había robado el descanso nocturno, y se alegraría de conseguir cualquier cosa que le concediera un respiro. Observó a Phereniq sacar el frasco con su tapón de amatista del bolsillo que pendía de su cintura, y verter con cuidado seis gotas en la tisana. Un vivificante aroma surgió de la cocción, y cuando Índigo bebió un sorbo, percibió un agradable y rico sabor en el trasfondo de la bebida, algo ligeramente parecido al sabor del azúcar quemado.
—Mi cordial tiene muchos usos —le explicó Phereniq—. No dudéis jamás en pedírmelo, si creéis que puede volver a ayudaros.
Aunque dudó de que la bebida surtiese efecto tan deprisa, había una sensación de calor en la garganta de Índigo, una relajación de los tensos músculos, una sensación de calma. Levantó la cabeza.
—Gracias, Phereniq. Sois muy amable.
—Tonterías —Phereniq hizo un gesto con la mano, como de embarazo, y guardó el frasco—. Ahora deberíais regresar a vuestra habitación y descansar un rato. Creo que descubriréis que podéis dormir si lo intentáis, y no tiene por qué haber más pesadillas. — Empezó a conducir a Índigo en dirección a la puerta—. En cuanto a la cuestión de vuestro nuevo cargo, enviad a un criado a avisarme cuando os despertéis, y entretanto informaré al Takhan de vuestra decisión. —Sonrió y palmeó el brazo de la muchacha—. Se sentirá muy contento, Índigo. Igual que yo.
El rostro de Phereniq adoptó una expresión pensativa mientras veía alejarse a Índigo. Sueños... era una peculiar coincidencia, una coincidencia que no estaba segura de cómo interpretar. Había estado a punto de mencionar las pesadillas que ella misma había padecido recientemente pero no lo había hecho al considerar que podían no guardar relación; pero ahora estaba menos segura. Desde que empezaran sus pesadillas había consultado naturalmente los augurios; pero no le habían facilitado la menor indicación sobre una posible causa. Eso en sí mismo resultaba extraño; y ahora parecía que Índigo se veía aquejada de la misma dolencia. ¿El clima? Era cierto, tal y como había afirmado, que ambas eran forasteras, y no estaban acostumbradas al abrasador calor de Khimiz; no obstante, la intuición de Phereniq le hacía sospechar que la respuesta era menos sencilla. Algo no iba bien, y lamentaba que Índigo también se viera afectada por ello. Esperó que pasaría, ya que le gustaba la muchacha, y sus adivinaciones habían dejado muy claro que su presencia en la corte khimizi no traería más que cosas buenas.
Sacudió la cabeza para salir de su ensueño, y vio que el pasillo estaba vacío e Índigo se había ido. Una brisa fugaz hizo tintinear un pequeño móvil de cristal de una ventana con el sonido de diminutas y etéreas campanillas. Phereniq escuchó con atención la dulce y evocativa musiquilla durante un momento, luego se retiró en silencio al interior de sus aposentos y cerró la puerta.
El verano en Khimiz era una estación de días brillantes y lánguidos en los que el sol se abatía sobre la tierra incesantemente desde un cielo azul pero sofocante, y de noches bochornosas en las que parecía que no había suficiente aire en toda la tierra para mantener la vida. Al parecer por un milagro, Simhara continuó siendo un oasis verde en medio de la tierra reseca, irrigado por un millar de arroyos artificiales y estanques, alimentados con agua del mar, destilada para retirar la sal.
En palacio la vida se había adaptado a un régimen tranquilo y ordenado. El nuevo Takhan aún no había hecho sentir del todo su presencia, y consejeros, oficiales y sirvientes por igual empezaban a regresar con cautela pero agradecidos a la familiar y querida rutina. Los únicos signos evidentes de cambio eran la presencia de muchos hombres y mujeres de piel oscura mezclados con los rubios khimizi entre el séquito del palacio, y el hecho de que los ministros de la corte, que por lo general no tenían mucho que hacer en esta época del año, se pasaban la mayor parte del tiempo encerrados en reuniones privadas con Augon Hunnamek.
Pero para Índigo y Grimya la vida había dado un gran cambio. Había transcurrido poco más de un mes desde que se trasladaran a sus elegantes aposentos nuevos en el corazón del palacio. Estas habitaciones, que estaban conectadas por un corto pasillo con las del Takhan, eran parte del lujoso apartamento asignado a la Infanta y habían sido las habitaciones privadas de Agnethe, pero los efectos personales de la Takhina Viuda habían sido trasladados a los aposentos vigilados donde ahora se alojaba, y no quedaba el menor rastro de su presencia.
Los deberes de Índigo como acompañante de la Infanta se habían limitado hasta ahora a poco más que a la niñera y a los criados que cuidaban de Jessamin, y a jugar con la niña, en la medida en que es posible jugar con un bebé de sólo tres meses de edad. La mayor parte del tiempo tenía la impresión de que su presencia era superflua, y, a pesar de lo que dijeran augurios y presagios, todavía sospechaba la existencia de un motivo más siniestro detrás del aparente deseo caprichoso de Augon Hunnamek de asignarle aquel cargo. En sus horas más sombrías no podía por menos que preguntarse si el demonio no conocería ya su misión, y sencillamente aguardaba el momento oportuno, jugando con ella como un gato jugaría con un pájaro herido antes de acabar con él.
Durante los primeros días que siguieron a su decisión de superar sus temores y permanecer en Simhara, le había resultado muy duro mantener su resolución frente a aquella insidiosa sospecha. Además, las sombrías pesadillas habían regresado: no soñaba con Némesis esta vez, sino borrosas pesadillas en las que se mezclaban indicios de algo maligno y escurridizo con recuerdos distorsionados de acontecimientos recientes, y que la dejaban agotada y atemorizada.
Pero Índigo había decidido combatir los efectos de sus sueños. Y, gracias a Phereniq, había encontrado por fin la forma de quedar fuera de su alcance.
No sabía los componentes del cordial que ésta guardaba en una pequeña botella dentro de un ornado armarito de su habitación, pero había resultado ser la respuesta a sus fervientes oraciones. La astróloga había insistido en que debía tener su propia provisión: seis gotas en una taza de tisana cada noche, dijo, e Índigo podría descansar tranquila en la seguridad de que dormiría pacíficamente toda la noche. Su receta había funcionado; y ahora, sin pesadillas que la acosaran, Índigo podía volver sus pensamientos con más libertad a la tarea que había venido a realizar a Simhara.
Aquí, no obstante, estaba el problema. Cada noche antes de dormirse, Índigo sacaba la piedra-imán de su bolsa y contemplaba durante un rato el diminuto punto de luz que temblaba en su centro; y cada vez el silencioso mensaje de la piedra resultaba ser el mismo. Aquí, le decía. En Simhara. En el palacio. En su mente veía el rostro de Augon Hunnamek, y sentía de nuevo la escalofriante y aterradora sensación que había sentido en su primer encuentro, cuando se había encontrado por primera vez con la pálida mirada del usurpador.
Y pisándole los talones a esta sensación la envolvía un amargo sentimiento de fracaso; ya que todavía no había encontrado la menor pista, la más mínima indicación, que pudiera ayudarla a derribar las defensas del demonio. Adonde fuera que buscara, no importaba lo mucho que se esforzase, no había nada. Sólo el testimonio de la piedra, y su propia certeza interior. Y esto no era suficiente.
Cada mañana, de acuerdo a las instrucciones de Augon Hunnamek, Phereniq llevaba el horóscopo de Jessamin a la habitación de Índigo, para decir de qué manera podrían servir mejor a las necesidades de la Infanta. Aquello se había convertido en un agradable ritual diario, y en una de aquellas mañanas las dos mujeres compartían el desayuno mientras disfrutaban del breve respiro de frescor que ofrecía aquella temprana hora. Hild, la recién nombrada niñera de Jessamin, iba y venía en la habitación contigua, cantando alegre pero desatinadamente en su propia lengua, y a lo lejos las campanas del muelle habían empezado a repicar, señalando el cambio de la marea matutina, Índigo escuchó distraída las campanadas por unos minutos; luego, cuando empezó a sonar un nuevo repiqueteo, esta vez mucho más cerca del palacio, se sobresaltó.
—¿Qué es eso? —Arrugó la frente, y Phereniq sonrió.
—Hoy es el cumpleaños de la Takhina Viuda —replicó la astróloga—. El Takhan ordenó que se lanzara un himno en su honor... aunque lamento decir que lo más probable es que eso no la anime demasiado.
Índigo echó un vistazo por la ventana al otro lado del patio, donde, a cierta distancia en el extremo más alejado de los límites del palacio, se alzaba un solitario minarete que se recortaba en el cielo sin nubes. Al pie de esa torre, aunque oculto por el revoltijo de las paredes intermedias, se levantaba un anexo de dos pisos del ala norte del palacio, en el que se había instalado a Agnethe desde la caída del antiguo Takhan.
Sintió una punzada de remordimiento al darse cuenta de que, durante todo el mes que había transcurrido, apenas si había pensado en la mujer cuyo lugar en la vida de Jessamin había ocupado de forma tan efectiva. Se había beneficiado de la desgracia de Agnethe, y aunque no le debía ninguna lealtad directa a Khimiz, de pronto sintió el deseo de hacer algo para restablecer el equilibrio.
—¿No ha habido ningún cambio en la actitud de la Takhina Viuda? —preguntó con cierta timidez.
—Ninguno. —El rostro de Phereniq se ensombreció—. Hemos intentado razonar con ella, pero se niega a escuchar a nada de lo que tengamos que decir. No quiere aceptar que no le deseamos ningún mal, y que hay un lugar de honor en la corte reservado a ella. Y cuando intentamos hablarle de Jessamin, se limita a volver la cabeza y a decir que no quiere saber nada. Creo que piensa que si muestra algún interés lo tomaríamos como una admisión de derrota. —Se quedó mirando con atención los gráficos que tenía sobre la mesa frente a ella durante unos momentos, luego meneó la cabeza con tristeza—. No comprendo cómo una
mujer puede anteponer su orgullo al amor por su propio hijo. Parece antinatural.
Índigo murmuró su asentimiento, pero en privado pensó que sabía lo que en realidad motivaba a Agnethe. La clave era el odio. Convertida en viuda, arrojada fuera de su querido palacio, su hija arrebatada de su lado, el odio era todo lo que le quedaba a Agnethe; y se aferraría a él, lo alimentaría, sacrificaría cualquier cosa para mantener encendidas sus sombrías llamas. Y la llama más poderosa de todas debía de ser su deseo de vengarse del hombre que se había apoderado del trono de su esposo y ahora, indulgente en su triunfo, le ofrecía la mano abierta de la amistad.
La revelación la sacudió con tanta fuerza que Índigo tuvo que morderse la lengua para no lanzar una exclamación de sorpresa. Todo este tiempo, todos los días de búsqueda de una pista; y no lo había visto. Había sido una estúpida, ya que en todo Khimiz no podía encontrar mejor aliada para su misión que Agnethe...
Phereniq se fue casi enseguida, e Índigo se quedó mirando el gráfico que había dejado durante un rato: el horóscopo de Jessamin para aquel día. Para ella, el entramado de líneas, curvas y círculos de colores no eran más que una pintura; bellamente ejecutada pero sin significado. Sin embargo, para Phereniq, cuyas creencias religiosas y supersticiosas eran tan fuertes como las de cualquier khimizi, el gráfico era una parte vital de la vida, que presidía sobre cualquier otro aspecto de la actividad diaria.
¿Qué era?, se preguntó, lo que Phereniq veía cuando trazaba y leía la carta astral de Augon Hunnamek. Aunque afirmaba no ser clarividente, su dominio de la ciencia de las estrellas no admitía discusión. ¿Pero podía, incluso el mejor de los astrólogos, detectar los signos —si realmente tales signos eran visibles— de un demonio con la apariencia de un humano?
Dejó que el pensamiento se esfumara. La especulación no servía de nada: sin un nivel de comprensión adquirido tan sólo después de años de estudio, no podía responder a tal cuestión. Y además, tenía otras cuestiones más urgentes de las que ocuparse.
Pero, para su total frustración, Índigo no tuvo oportunidad de meditar más profundamente su embrionaria idea con respecto a Agnethe. Jessamin, con inocente perversidad, decidió comportarse de forma caprichosa durante la mayor parte del día, y a Índigo, su conciencia no le permitió dejar que Hild sola se encargara de calmar, acunar y cantar canciones de cuna a la díscola criatura. Al caer la noche se sentía agotada, y no pudo hacer otra cosa que derrumbarse en su lecho y rezar para que el sueño no se hiciera esperar. Jessamin, no obstante, no dejó de despertarse y llorar a intervalos durante toda la noche, e Índigo y Hild sólo consiguieron tranquilizarla cuando apenas faltaban dos horas para el amanecer. Hild, ojerosa y tambaleante, se fue agradecida a sus habitaciones, e Índigo pudo por fin tumbarse en su cama y cerrar los ojos.
Sin embargo, el sueño se negaba a acudir. Había ido más allá del cansancio para penetrar en un inquieto y vigil limbo, y por último se sentó en el lecho otro vez con un suspiro, dándose cuenta de que no tenía la menor posibilidad de descansar. A los pies de su cama una sombra se movió de repente, y Grimya, que había sido la única que había dormido sin que la molestaran los lloros de Jessamin, se agitó y levantó la cabeza. Al ver la silueta de Índigo la loba preguntó en voz baja:
—¿Índigo? ¿Estás despierta?
Índigo se incorporó mejor.
—No puedo dormir. Ya no creo que lo consiga ahora.
Grimya se puso en pie, se desperezó y luego se sacudió.
—Entonces acompáñame en mi recorrido. Es muy agradable con las primeras luces. Podemos ir a la playa situada más allá del puerto y contemplar cómo las olas bañan la orilla.
Grimya no podía soportar verse encerrada entre cuatro paredes durante mucho tiempo, y se había acostumbrado a salir cada día antes del amanecer. Unirse a ella en tal excursión resultaría un buen tónico tanto físico como mental, pensó Índigo, y, con una sonrisa, estiró los brazos y echó a un lado la liviana colcha.
—Espérame —dijo—. No tardaré más de cinco minutos.
Los primeros rayos del sol caían sobre Simhara desde el este cuando Índigo y Grimya regresaron a palacio. Habían paseado por calles oscuras y desiertas hasta llegar al puerto, luego habían girado al sur en dirección a la playa donde la marea del golfo batía y retumbaba contra una franja de arena en forma de media luna, y donde Grimya pudo dar salida a la energía reprimida en una carrera por la orilla que a Índigo le trajo a la memoria los pocos días felices que habían pasado durante el viaje con la caravana de Vasi Elder.
Las lámparas empezaban a apagarse en la ciudad mientras emprendían el camino de regreso bajo la débil luz grisácea que anunciaba la salida del sol. En las puertas del palacio, los adormilados centinelas reconocieron a Índigo y las dejaron pasar con un gesto de cabeza y una sonrisa. Empezaron a cruzar los jardines, aspirando el húmedo perfume de las enredaderas y las flores, cuando de repente Grimya se detuvo en seco y alzó la cabeza con las orejas erguidas hacia adelante.
—¿Grimya? —inquirió Índigo—. ¿Qué sucede?
«Allá... mucha, gente. Ha ocurrido algo.»
Índigo levantó los ojos. Frente a ellas, se recortaba contra la pared del jardín la pálida silueta de un minarete, y un frío hormigueo la recorrió al reconocer la torre que se alzaba junto a la prisión de Agnethe. Con una terrible premonición, abandonó el sendero y corrió hacia la enrejada puerta norte, con Grimya pisándole los talones.
El movimiento de gente y el murmullo de voces apagadas y nerviosas les dio la bienvenida al pasar al otro lado de la puerta, y vieron que unas quince o veinte personas, en su mayoría sirvientes pero también algunos milicianos, se agolpaban en la entrada del anexo. Al otro lado de las dobles puertas abiertas brillaban las lámparas, aunque su iluminación resultaba superflua bajo la luz cada vez más fuerte del sol, y justo cuando Índigo y Grimya se acercaban, salió un pequeño grupo de su interior. Dos mujeres cubiertas con velos eran escoltadas por más soldados, y parecían estar llorando; tras ellas salió un senescal con dos ministros de la corte, y con ellos iba Phereniq. Índigo pronunció su nombre; la astróloga levantó la cabeza, la vio, y habló brevemente con sus compañeros antes de acercarse a toda prisa al lugar dónde Índigo y Grimya aguardaban junto al pequeño grupo de curiosos.
Índigo contempló su expresión afligida, y se sintió invadida por un escalofrío de temor.
—Phereniq, ¿qué ha sucedido? —inquirió apremiante.
—Es la Takhina Viuda —la voz de Phereniq era inexpresiva—. Está... —Se cubrió el rostro con una mano, e Índigo se dio cuenta de que temblaba—. Un senescal la encontró hace media hora, en el patio trasero del anexo. Debió de escaparse durante la noche mientras sus criadas dormían, y pensamos que... saltó desde lo alto del minarete.
—Madre Todopoderosa... —musitó Índigo.
Los ojos de Phereniq estaban llenos de lágrimas.
—No creo que pueda olvidar jamás la visión de ese pobre cuerpo destrozado —dijo con voz temblorosa—. El Takhan está totalmente anonadado, y lleno de pesar. Está con ella ahora: quería orar junto a ella durante un rato antes de que la saquen... ¡Oh, Índigo, esto es toda una tragedia!
Índigo sintió un nudo en la garganta.
—¿No tenía centinelas? —preguntó en voz baja.
—Sí, así era. Y los hombres que se durmieron en sus puestos serán castigados con dureza por su negligencia. Pero ¿de qué sirve eso? Ningún castigo le devolverá la vida. —Sacudió la cabeza con impotencia.
Índigo se quedó mirando la puerta como paralizada. En el anexo había otras figuras que se movían y de repente la muchedumbre se dividió para formar un pasillo y salió Augon Hunnamek, acompañado por su senescal particular. No habló con nadie y se alejó rápidamente del edificio. Al llegar a donde estaban Índigo y Phereniq, se detuvo.
—Índigo. —Inclinó la cabeza—. Éste es un día muy desdichado para todos nosotros.
—Sí. —Dirigió los ojos al suelo, ya que no quería encontrarse con sus claros ojos o ver lo que había en ellos.
—Un final tan trágico para una vida tan triste. Y era tan joven...
Sus palabras sonaron artificiales a los oídos de Índigo, y un horrible pensamiento empezó a cobrar forma en su mente. Luego dio un brinco al sentir la mano de Augon sobre su hombro.
—¿Quieres verla, para rendirle tu último homenaje?
El horrible pensamiento cristalizó bruscamente y, anonadada, levantó los ojos hacia él al darse cuenta de lo que podía significar. La mirada de él era fría, ligeramente inquisitiva.
—N...no. Gracias, señor, prefiero... no hacerlo.
Augon sonrió.
—Desde luego, lo comprendo. Prefieres recordarla como era en vida, como lo haremos todos.
El rostro de Índigo estaba muy blanco.
—Sí —murmuró.
Augon le palmeó el brazo y añadió en voz muy baja:
—Debes estar doblemente alerta ahora, Índigo, en tu custodia de la pequeña Infanta. Desaparecida su madre, necesitará más que nunca una buena y leal amiga. Cuídala para mí.
Antes de que ella pudiera responder, siguió adelante, y ella se quedó mirando cómo se alejaba.
—¿Índigo? —preguntó Phereniq preocupada al ver que la muchacha empezaba a temblar—. ¿Estás bien?
—Sí, sólo... —Pero no lo estaba—. Es sólo un poco... de frío —repuso.
—Es la conmoción. A veces el efecto tarda en presentarse, pero puede resultar mucho peor entonces.
No era la conmoción: o al menos no en la forma en la que Phereniq se refería a ella. Justo el día anterior se había dado cuenta de que Agnethe podría ser el aliado que tan desesperadamente necesitaba, y ahora Agnethe estaba muerta. Era demasiada coincidencia.
Y cuando Augon había preguntado, con tanta amabilidad, si quería ver el cuerpo de la Takhina, sus palabras habían sonado como una sutil mofa...
Phereniq la tomó del brazo.
—Acompáñame a mi habitación. Tengo algo un poco más fuerte que el cordial, que nos animará. Me parece que lo necesitamos.
La mente de Índigo estaba demasiado paralizada para discutir. Con Grimya siguiéndolas desconsolada dejó que la astróloga se la llevara de allí, y atravesaron los jardines despacio en dirección al corazón del palacio. Augon iba un poco por delante de ellas, y en una ocasión volvió la cabeza. Por un instante su mirada y la de Índigo se encontraron, y ella sintió como si un quebradizo pedazo de hielo se clavara en su cerebro justo antes de que él le sonriera débilmente antes de volver la cabeza.