—¡A-na! ¡A-na! ¡Tiu, beba-mi... insa houro! ¿Ay?
Índigo levantó la cabeza cuando Hild se apartaba deprisa del borde del estanque de la piscina mientras se sacudía en vano el agua que salpicaba su falda.
—Khimizi por favor, Hild. ¿Cuántas veces se te ha de decir?
La niñera le dedicó su amplia e ingenua sonrisa.
—Perdonar a mí. Aprender.
Un gorjeo de satisfechas carcajadas atrajo de nuevo la atención de Índigo hacia el agua. Jessamin se había dado la vuelta y, agitando las gordezuelas extremidades, nadaba como una pequeña foca hacia el extremo opuesto del estanque, donde un chiquillo de cabellos rubios observaba cómo se acercaba con solemne interés.
El sol se acercaba a su cénit y el calor de principios de verano empezaba a ser demasiado intenso para soportarlo. Grimya ya había abandonado el patio por la comparativa frescura de uno de sus secretos oasis de sombra, e Índigo se puso en pie, estirando las piernas entumecidas de tanto estar sentada.
—Trae adentro a la Infanta ahora, por favor, Hild —dijo—. Ya regresará al estanque más tarde, cuando el día refresque un poco.
Hild empezó a ir y venir alrededor del estanque, e Índigo se dirigió al interior del palacio. Esperaba que hoy no hubiera rabietas ni problemas; cada vez resultaba más difícil convencer a la pequeña Jessamin de que había otras cosas en la vida, aparte de pasarse el día entero en el agua, pero la niña era aún muy pequeña para razonar con ella. Le faltaba un día para cumplir un año —demasiado pequeña incluso para andar— y sin embargo se había aficionado al agua como si hubiera nacido en el líquido elemento. Durante los últimos seis meses, desde que los sirvientes que la cuidaban informaran que había aprendido a nadar en su baño, Jessamin se había pasado todo el tiempo que se lo permitían dentro o cerca del estanque de su patio privado. Nadaba perfectamente, sabía flotar, e incluso empezaba a aprender a nadar por debajo como una nutria; y sus extraordinarias habilidades se estaban convirtiendo en legendarias en el palacio.
Al penetrar en el aposento exterior, Índigo se dejó caer en un diván. Sobre una mesita baja había una jarra de zumo de fruta helado, se llenó un vaso y empezó a sorberlo, mientras una parte de su mente permanecía atenta a los sonidos del chapoteo del agua y a las infantiles protestas de Jessamin en el patio.
Resultaba difícil de creer que ella y Grimya llevaran ya casi diez meses en Simhara. Para Índigo había resultado seductoramente fácil ajustarse a su papel en palacio; la vida cortesana poseía una sempiterna cualidad idílica, y los días transcurrían con tanta calma que apenas si se daba cuenta de su paso. Pero era una situación que, lo sabía muy bien, había durado demasiado.
En los turbulentos días que habían seguido a la muerte de Agnethe, toda la corte se había visto conmocionada. Se había celebrado una investigación, Índigo supuso que no sería nada más que una formalidad para acallar a los khimizi, pero resulto estar equivocada: Augon Hunnamek se había mostrado concienzudo y tenaz. Pero cuando se hubo recogido toda la información, el veredicto había sido claro y categórico: la Takhina Viuda se había quitado la vida, y no existía la menor posibilidad de que hubiera habido participación ni complicidad del exterior. Así pues, en una tarde dolorosamente perfecta, el gran trirreme real se hizo a la mar desde el puerto para confiar al mar el cuerpo de Agnethe según la antigua costumbre, y el asunto se dio por terminado.
Pero la declaración no había conseguido calmar las sospechas de Índigo. Agnethe había sido su primera y, de momento, única aliada potencial en su misión de desenmascarar al demonio instalado entre ellos, y ahora que había desaparecido, Índigo estaba tan lejos de alcanzar su meta como lo había estado el primer día que había puesto el pie en Simhara.
Y a medida que pasaba el tiempo, una nueva paradoja había hecho su aparición para oscurecer el panorama: ya que, aunque de muy mala gana, Índigo tenía que admitir que Augon Hunnamek había demostrado ser un hombre e honor. Tenía muy poco contacto directo con él (visitaba una vez por semana a Jessamin, pero eso era todo; y sus únicos otros encuentros eran en los infrecuentes banquetes oficiales de palacio) pero Augon se había hecho una reputación como hombre de escrupulosa justicia en cuestiones de estado, y, cuando aún no hacía un año de su subida al poder, estaba demostrando ser un gobernante más popular que su predecesor.
Pero el respeto no era lo mismo que la simpatía o la confianza, y aunque la carismática popularidad del Takhan resultaba seductora, Índigo sabía muy bien que no debía permitir que la sedujera. Si su decisión se tambaleaba, no tenía más que volver la cabeza y mirar al patio, donde una pequeña criatura desnuda gateaba ahora decidida sobre las losas, y dejaba tras ella un rastro húmedo.
Adoraba a la pequeña Infanta. Puesto que no tenía experiencia con criaturas, no había pensado que tales emociones podían aparecer en ella, pero durante aquellas semanas y meses la floreciente personalidad de Jessamin la había cautivado de tal forma que ahora la niña ocupaba un lugar muy importante en el corazón de Índigo.
Y dentro de once años, esa dulzura y esa inocencia, al llegar a la pubertad, serían sacrificadas a las maquinaciones de un demonio con apariencia humana. Allí estaba el meollo de todo, el acicate que le devolvía el sentido de la perspectiva en momentos de duda y le recordaba lo que debía conseguir. Por el bien de la Infanta, aunque sólo fuera por eso, debía descubrir el punto débil en la armadura de Augon Hunnamek que le permitiría destruirlo.
Oyó la voz admonitoria de Hild que se acercaba, y se incorporó en el diván en el instante en que la niñera penetraba en la habitación con Jessamin balbuciendo en sus brazos mientras intentaba tirarle de los negros cabellos. El niño de corta edad las seguía en silencio, e Índigo se detuvo para dedicarle una sonrisa que esperaba fuera tranquilizadora. Luk tenía tres años: demasiado mayor para ser un compañero de juegos para Jessamin, pero a la vez demasiado joven para poderse distraer en la compañía de adultos, Índigo lo compadeció, consciente de que la vida del niño debía de ser de un aburrimiento anormal; no obstante, su simpatía estaba teñida de cautela, ya que Luk, cuya madre había muerto al darlo a luz, era el hijo del hombre del que tenía buenos motivos para desconfiar: Leando Copperguidl, el noble khimizi de la cicatriz en el rostro que había entregado a Agnethe a los invasores.
Había sido decisión de Augon colocar a Luk Copperguild en el papel de compañero de la Infanta, Índigo habría preferido cualquier otro niño del palacio, pero no se había atrevido a decirlo: Leando estaba firmemente establecido entre el séquito del Takhan y al parecer muy decidido a que su hijo estuviera a su vez bien situado, y Luk había sido una elección evidentemente política. Pero castigar a una criatura por las acciones de su padre habría sido terriblemente injusto, y así pues, mientras Hild empezaba a vestir a Jessamin, Índigo habló con el niño.
—¿Quieres un poco de zumo de fruta, Luk? Debes de tener sed.
Unos enormes ojos azul mar se levantaron hacia ella, y el niño ceceó:
—Zi, pod favod.
Le sirvió un vaso, y él lo bebió con cuidado, mirando por encima del borde. Cuando el vaso estaba medio vacío, se detuvo y preguntó vacilante:
—¿Eztá Grimya aquí?
Índigo sonrió. Luk había desarrollado una apasionada fascinación por Grimya, que la loba aceptaba de buena gana. Algunas veces, Índigo sospechaba incluso que los juegos a los que se dedicaban proporcionaban más placer a Grimya que cualquier otro aspecto de la vida de palacio.
—Me parece que duerme —dijo a Luk—. A menudo lo hace a esta hora del día. No le gusta el calor.
—¡Oh!
Su desilusión resultaba evidente, y ella intentó animarlo un poco:
—¿Has tomado tus clases de natación esta mañana, Luk?
—No. —La dorada cabeza realizó un categórico movimiento de negación—. No me guzta mucho el agua. Hild dice que debedía intentadlo, pero yo no quiedo. —Vaciló y luego admitió—: Tengo un poco de miedo.
Antes de que Índigo pudiera replicar, alguien llamó a la puerta. Hild sentó a Jessamin en el suelo y fue a abrir, y al levantar la vista, Índigo vio la familiar expresión acosada y el rostro marcado del padre de Luk.
—Leando. —Lo saludó con una concisa inclinación de cabeza; lo máximo que podía dedicarle.
—Buenos días, Índigo. —La respuesta de Leando Copperguild fue tan cautelosa como la de ella. Luk corrió hacia él, y el hombre lo tomó en brazos—. ¿Se ha comportado bien mi hijo?
—Como siempre.
—Me alegro. —Alborotó los cabellos de Luk con la mano, pero el movimiento no fue más que un mecánico acto reflejo; su mente estaba puesta en otra cosa—, Índigo, yo... — Vio que Hild los observaba, y carraspeó nervioso—. Tengo el permiso del Takhan para llevarme a Luk del palacio esta tarde. —En sus labios apareció una fugaz sonrisa forzada—. Dos de nuestros barcos han atracado con la primera marea, y su cargamento es mucho mayor de lo que esperábamos. Por ello hemos decidido celebrar una pequeña fiesta familiar en casa de mi tío, y me pregunto si no aceptarías una invitación para unirte a nosotros.
Índigo lo miró sorprendida. Durante diez meses ella y aquel hombre habían coexistido, en la medida en que sus caminos se habían cruzado por algún motivo, en fría y educada indiferencia: ella no había ocultado su desprecio por él, y él jamás había intentado ni justificarse ni ganar su simpatía. Y ahora, sin una razón aparente, se encontraba con esto.
—Gracias, Leando —respondió con frialdad—, pero no quisiera entrometerme en una celebración privada.
—Te aseguro que...
Los ojos de Índigo se entrecerraron y atajó lo que el otro iba a decirle.
—No; gracias. Creo que en lugar de ello me gustaría más visitar el Templo de los Marineros, y elevar una oración por la difunta Takhina.
Los labios de Leando palidecieron. Por un instante pensó que le devolvería el insulto, pero el hombre se controló. Entonces dirigió una rápida mirada a Hild y, al ver que había devuelto su atención a la Infanta, dio tres pasos hacia delante. Se inclinó hacia el suelo, y fingiendo recoger uno de los juguetes abandonados de Luk, murmuró con voz ronca:
—¡Piensa de mí lo que quieras, Índigo, pero tienes mucho que aprender! Tengo algo que decirte que debe decirse en privado, y no me es posible esperar eternamente. Vuelve el rostro si eso te satisface. ¡Pero no te dejes deslumbrar!
Y antes de que pudiera reaccionar, se enderezó y, con Luk apoyado sobre su hombro, se dirigió a la puerta a grandes zancadas y salió de la habitación.
—¡A-na! —Hild se volvió al escuchar el portazo, su ancho y agradable rostro demostraba su disgusto—. Ése parece siempre tan... agitado. —Sonrió a Índigo, satisfecha de haber podido pronunciar una palabra tan compleja—. Tú no gusta él, ¿eh?
Índigo contempló la puerta, e inconscientemente llevó los dedos a la piedra-imán que colgaba de su cuello.
—No, no me gusta, Hild. Pero debemos ser tolerantes.
Jessamin lanzó un «¡bah!», añadiendo su propio comentario, y se echó a reír, Índigo no estuvo segura de si se trataba de su imaginación, o del despertar de una intuición en su interior; pero de repente el calor del sol pareció desaparecer de sus huesos, y sintió tanto frío como si estuviera en la tundra meridional en pleno invierno.
¿Índigo?
Phereniq le tocó el brazo, y la muchacha salió de su ensueño con un sobresalto para clavar los ojos en la lenta y cálida sonrisa de la astróloga.
—Estoy segura de que no has escuchado una sola palabra de lo que he dicho —la amonestó con suavidad la mujer—. ¿Qué es? ¿No has dormido bien últimamente?
Índigo se sacudió de encima el letargo con evidente esfuerzo y le devolvió la sonrisa.
—Lo siento, Phereniq. He pasado algunas malas noches, y Jessamin no se ha portado muy bien tampoco. Por favor, sigue.
Phereniq le dirigió una mirada inquisitiva. Por un instante pareció como si fuera a insistir en la cuestión, luego se lo pensó mejor y volvió su atención al gráfico extendido entre ambas sobre la mesa. Golpeó ligeramente con el dedo un diagrama que mostraba dos círculos concéntricos divididos en dos por una sola línea.
—La conjunción de mañana tendrá lugar precisamente una hora antes del mediodía. Claro está que no será visible: incluso las lentes más potentes de Khimiz no pueden contrarrestar la luz del sol, y resultaría peligroso intentarlo siquiera; pero el saber que tiene
lugar es más que suficiente. —Se recostó en su asiento, contemplando el gráfico con expresión de propiedad—. Y se trata de un presagio espléndido. La Estrella del Cazador y el Pacificador se juntan en la constelación de la Serpiente en la hora exacta del nacimiento de la Infanta. No podía haber un momento mejor para la investidura del Takhan.
Algo en su voz: una ligerísima vacilación, nada más, pero Índigo había llegado a conocerla lo bastante bien durante los últimos meses como para percibirla. Con gran suavidad dijo:
—¿Y para los esponsales?
Phereniq arrugó la frente.
—Desde luego. —Sus dedos se crisparon y luego, de repente, volvió a enrollar el gráfico y lo dejó a un lado junto a los otros—. Pero realmente ya está bien. Debes perdonarme, Índigo; tengo tantas cosas de las que ocuparme antes de mañana... Y todos debemos levantarnos temprano mañana si queremos estar en plena forma. —Le dedicó una frágil sonrisa—. Te veré en el banquete, una vez finalizadas las ceremonias oficiales.
Cuando estuvieron solas de nuevo, Grimya levantó la mirada hacia Índigo con ojos preocupados.
«Es muy triste», observó la loba. «Phereniq está muy enamorada, y sin embargo ello no le produce más que dolor.»
«Lo sé.» Consciente de que Hild podía oírlas, Índigo también se comunicó en silencio. «Ojalápudiéramos ayudarla.»
«No podemos. Y no creo que quisiera que lo hiciésemos. No si ello significa renunciar a sus sueños.»
Índigo se sirvió una copa de vino; luego, tras una breve vacilación, sacó la pequeña botella de cordial de su escondite. Sospechó que no serviría de nada; la noche anterior había tomado la cantidad acostumbrada, pero durante el último mes más o menos, los efectos soporíferos del cordial parecían haberse debilitado. Volvía a soñar otra vez; afortunadamente, nada comparable con las pesadillas sobre Némesis que la habían atormentado al principio de su llegada a Simhara, sino sueños siniestros, informes e inquietantes que, al despertar, no podía recordar en detalle. Pero el cordial seguía siendo un calmante, y el pensar en el dulce calorcillo que recorría su garganta, y el agradable sabor que proporcionaba al vino, tenía su atractivo. Sólo unas pocas gotas; cinco o seis, no más. La ayudaría a relajarse.
El tapón de la botella salió con un débil sonido, Índigo contó con mucho cuidado seis gotas del cordial en el interior de su copa, luego se recostó en su asiento y cerró los ojos, tomando pequeños sorbos de su bebida mientras una sensación de paz se apoderaba de ella en el silencio de la habitación en sombras.
La mañana siguiente amaneció brillante y calurosa, con un ligero viento del nordeste que soplaba del desierto, Índigo y Grimya sé despertaron poco después del amanecer, cuando las campanas empezaron a sonar por toda la ciudad; y a los pocos instantes de haberse levantado, Índigo se vio envuelta ya en los febriles preparativos para la fiesta de investidura del Takhan.
Empezó a sentirse excesivamente nerviosa mientras supervisaba el baño, vestido y últimos toques en el atuendo de Jessamin. La Infanta se había despertado llorando varias veces durante la noche, y se necesitó mucha paciencia y el aliciente de su juguete preferido —el pequeño barco de Phereniq— para tranquilizarla. Pero por fin, envuelta en sus vestiduras bordadas en oro y con un diminuto aro incrustado de zafiros en la cabeza, se la llevaron de allí con los ojos muy abiertos y sin lanzar la menor queja hasta donde los más altos dignatarios de Simhara aguardaban junto a las puertas principales del palacio.
Índigo no iba a tomar parte en la procesión triunfal que llevaría al Takhan al Templo de los Marineros para su coronación y confirmación. En lugar de ello, contemplaría la salida de la procesión desde uno de los minaretes más altos del palacio, y esperaría entre los miles de invitados a que Augon Hunnamek regresara con la bendición de la Madre del Mar para presidir el mayor banquete que Simhara hubiera presenciado durante décadas y anunciar su compromiso oficial con la Infanta, Índigo contemplaba el banquete con sentimientos contradictorios: tenía lo bastante de sibarita como para saber que disfrutaría totalmente de la ocasión en sí, pero le preocupaban las implicaciones soterradas que conllevaba. Diez meses, pensaba, desde que Augon Hunnamek se había hecho con el poder. Diez meses, y todavía seguía igual de lejos de la verdad...
A Grimya no le interesaban las procesiones ni las multitudes vitoreantes, y tampoco le gustaba la vista antinatural que se contemplaba desde los elevados torreones, de modo que cuando llegó el momento de ponerse en marcha, Índigo la dejó en sus aposentos jugando con Luk Copperguild, y se unió a un grupo de dignatarios de palacio que tampoco tomaban parte en la ceremonia que iniciaba el largo ascenso a la parte alta del minarete para contemplar la salida del Takhan. Se sentía mucho mejor de lo que se había sentido algunas horas antes, gracias en gran parte a una pequeña narguile que Phereniq le había dado hacía algún tiempo, junto con un frasco de un fino polvo cristalino que, al añadirse a una mezcla de tabaco de hierbas, producía un agradable aroma y una gratificante sensación de bienestar. No utilizaba aquel polvillo a menudo; pero hoy, especialmente después de otra noche intranquila, consideraba que era una ocasión especial. Y mientras subía las escaleras de la torre, se sintió agradecida a Phereniq por su amabilidad.
El itinerario de la procesión era una visión espectacular. Todo el camino se había decorado con flores y guirnaldas, y el verdor normalmente pálido de principios de verano se había convertido en un derroche de color. De los árboles colgaban enormes carillones de cristal, que unían sus brillantes voces a las de las campanas, y estandartes de brocado y seda bordados con sigilos de prosperidad y buena suerte ondeaban en el cálido viento. Las amplias avenidas estaban atestadas de gente; al salir al balcón del minarete y bajar la vista hacia ella, a Índigo le pareció casi imposible que una ciudad del tamaño de Simhara pudiera contener a tal multitud, y sabía perfectamente que esa muchedumbre no era nada comparada con el gentío que aguardaría en el muelle.
Una creciente oleada de sonido anunció la aparición de la comitiva, y la multitud se echó hacia adelante, apretándose contra la barrera humana de soldados dispuestos para mantener el orden. Primero aparecieron cuatro hileras de guerreros, hombres de Augon y soldados khimizi mezclados en igual número; luego, un gran carruaje abierto tirado por seis chímelos y que transportaba al Takhan en persona salió de las puertas del palacio a sus pies.
El clamor que saludó a Augon Hunnamek fue ensordecedor, y cuando el carruaje abandonó las puertas, varios millares de diminutas aves multicolores fueron soltados del interior de las hileras de jaulas situadas detrás de los muros. Se alzaron como una tormenta de arena y sus plumas iridiscentes reflejaban la luz del sol y centelleaban, de forma que la procesión se vio momentáneamente eclipsada por lo que parecía un surtidor de joyas. Varios de los acompañantes de Índigo contuvieron la respiración, asombrados, y el clamor de la multitud aumentó aún más. Miles de flores eran arrojadas también al carruaje; cuando la nube de pájaros se dispersó, Índigo vio a Augon extender la mano y coger con gran destreza una guirnalda a la vez que hacía un gesto de saludo a la mujer que la había arrojado. Resplandeciente en los ropajes de ceremonia azul verdosos que simbolizaban el mar, clave de la prosperidad de Khimiz, resultaba una figura magnífica, risueña, exuberante y exótica. Con su piel oscura y sus cabellos tan claros, incluso desde las lejanas alturas del minarete su carisma le proporcionaba una aureola que resultaba casi física. Era, se le ocurrió a Índigo, como si los ciudadanos de Simhara reconocieran y adularan a un semidiós que residiera entre ellos. Y junto al semidiós, diminuta y vulnerable en los brazos de uno de los criados de confianza de Augon, la Infanta Jessamin era sostenida en alto para recibir su parte de la adoración del pueblo.
Índigo volvió la mirada cuando la procesión siguió adelante avenida abajo. Sus sentidos se habían exaltado a causa de la droga, y se sentía profundamente impresionada y excitada por el espectáculo y al mismo tiempo muy inquieta. La reacción de la multitud había desvanecido cualquier duda que le quedase sobre la aceptación del nuevo Takhan a los ojos de su pueblo. Y había mucho más en aquella aceptación que simple pragmatismo, ya que durante los diez meses de su gobierno, Augon Hunnamek no había ahorrado esfuerzos por restaurar la asolada ciudad y demostrar que era más que un generoso señor feudal. Había utilizado a los mejores arquitectos de la ciudad para reparar los edificios dañados; a los más expertos botánicos para restaurar los jardines y ornar las avenidas; los artistas y escultores de más renombre para reemplazar las estatuas y los murales destrozados por su ejército invasor; y todo ello pagado de las arcas privadas del Takhan, sin aumentar los impuestos. Había demostrado ser un hombre religioso al erigir cuatro nuevos altares a la Gran Madre en las puertas principales de Simhara, y había creado una institución benéfica para mantener a los hijos e hijas de los khimizi empobrecidos que desearan entrar al servicio del templo. En el gran puerto se realizaba ya un proyecto para reforzar y ampliar algunos de los muelles más viejos, permitiendo de esta forma que el comercio marítimo aumentara aún más. Y, como una flor perfecta en la vigorosa maraña comercial de la ciudad, el arte y la música y la educación y las conmemoraciones volvían a florecer bajo su generoso mecenazgo.
Con cada nueva innovación, que era recibida con entusiasmo por el pueblo, la misión de Índigo se volvía más ambigua e imposible. ¿Cómo podía destruir al demonio que era Augon Hunnamek, cuando ese demonio no exteriorizaba más que buenas acciones? Había esperado que se comportase como un déspota y un tirano, odiado como el deforme progenitor del culto de Charchad, su primer adversario, había sido odiado; pero en lugar de ello se enfrentaba con un hombre adorado por toda una nación, para la cual representaba la quintaesencia de la generosidad y la buena voluntad. Pero bajo aquella máscara se ocultaba un horror del que sólo ella y Grimya, de entre todos los habitantes de Khimiz, eran conscientes. Y si fracasaban en su búsqueda de un punto flaco en su armadura, un buen día la máscara se haría pedazos, y la brillante luz del nuevo amanecer de Khimiz se convertiría en sombría desesperación.
Una repentina explosión de voces agitadas a su alrededor rompió el hechizo. Su mente regresó bruscamente a la tierra y vio que la comitiva estaba ya casi fuera de la vista, y que sus compañeros, que charlaban muy animados, se preparaban para descender de la torre. Se volvió para ir con ellos, y escuchó una voz a su lado.
—¿Índigo?
Un hombrecillo regordete e inquisidor, cuya piel negra casi como el azabache lo señalaba como un noble de la misma raza que Augon, le dedicó una amplia sonrisa. Era un oficial del Tesoro, le pareció recordar, y un músico aficionado de cierto talento; no hacía mucho habían interpretado un dúo improvisado en una fiesta de cumpleaños celebrada en honor de otro miembro del servicio, pero no podía recordar su nombre.
—Un espléndido y propicio comienzo para un gran día, ¿no crees? —Había aprendido a hablar khimizi como un indígena del país.
—Desde luego, —Índigo deseó que su sonrisa no resultara demasiado ridícula. El otro se aclaró la garganta.
—Tenemos varias horas antes del triunfal regreso del Takhan. Yo... ah... sería un gran placer para mí acompañarte en un paseo por los jardines de palacio. Y luego quizás un almuerzo ligero, si te apetece, antes de lanzarnos de nuevo a la refriega.
No era ni mucho menos la primera proposición que recibía desde que se instalara en palacio, pero, inesperadamente, aquello cristalizó los sombríos pensamientos que acechaban en su mente. De forma espontánea, tuvo una nítida imagen mental de un rostro blanco y rígido, unos ojos grises atormentados por el dolor, y unos oscuros cabellos empapados de sudor.
Fenran. Su torturado y perdido amor. Y él estaba en el fondo de todo aquello. Él era el acicate, la esperanza, la razón por la que nunca podía darse por vencida, por la que jamás podía abandonar su compromiso, jamás admitir la derrota...
Índigo escuchó su propia voz, y le sonó como la voz de un extraño.
—Gracias —dijo con frialdad—, pero no.
El hombre del Tesoro se encogió de hombros filosóficamente para ocultar su desilusión. La realidad se materializó de nuevo ante los ojos de Índigo y sintió pena por él. Se obligó a relajarse e intentó dulcificar la negativa.
—La Infanta ha pasado muy mala noche y apenas si pudimos dormir. Siento la necesidad de descansar un rato antes del banquete.
El rostro del hombre se iluminó.
—Desde luego. Entonces, quizá, ¿puedo pedirte que me reserves un baile esta noche?
Índigo se sintió como si de repente la hubiesen sumergido en agua helada. Volvió la cabeza sobre el hombro mientras empezaban a descender las escaleras, y escuchó cómo la multitud seguía vitoreando al Takhan.
—Será un placer —repuso.
Al menos eso sí podía concedérselo a su aspirante a pretendiente, ya que le debía algo, aunque él jamás lo sabría. Por tan sólo un instante le había devuelto los agridulces recuerdos que eran todo lo que le quedaba de Fenran. Y ello le había facilitado el
catalizador. Era suficiente. Era suficiente.