—Lo quería. Lo quería tanto..., aunque él nunca me quiso, no en esa forma. Pero yo lo amaba. Y ahora está muerto y lo he perdido, y podría haberlo salvado, y... y... oh, Índigo, ¿qué voy a hacer?
En la habitación de Índigo, a salvo del alboroto y la contusión que había convertido el palacio en un manicomio, Phereniq se abrazaba con fuerza a Índigo y sollozaba como una criatura abandonada. La habitación era un oasis en medio del caos. A su alrededor, las luces ardían en todos los pasillos y grietas y por todos los jardines; hombres armados corrían de un lado a otro, gritando órdenes que se contradecían entre ellas mientras que las mujeres lloraban y se lamentaban; y casi todos aquellos que estaban en condiciones de hacerlo se habían lanzado a la búsqueda de su querida Infanta secuestrada.
Índigo había intentado hacerles comprender, pero sus súplicas y protestas habían sido inútiles. Para aquellos que habían sido testigos de la carnicería cometida en la cámara nupcial no existía más que una posibilidad: un asesino desconocido, humano o no, había asesinado al Takhan mientras éste estaba con su nueva esposa, y la novia misma —de la que no había, desde luego, el menor rastro— había sido secuestrada por el asesino de su esposo. Había que encontrar al asesino, y, si aún no había corrido el mismo destino que su esposo señor, había que salvar a Jessamin. Obstaculizada por la sollozante Phereniq, sus propios gritos y argumentos ahogados en el alboroto, Índigo se había dado finalmente por vencida e, incapaz de conseguir que nadie escuchara la verdad, se había llevado a Phereniq a un lugar donde pudiera descansar.
Ahora, a solas con la astróloga que seguía llorando e incapaz de ayudarla de otra forma que no fuera tratar de consolar sus desesperadas efusiones de dolor, Índigo sentía su propia desdicha como un peso muerto en su interior mientras, una y otra vez, se maldecía por su ceguera, por su incapacidad de descubrir la auténtica identidad del demonio. En su interior una vocecita le decía que no debía culparse; sólo había sabido que el demonio estaba en Simhara, y sin otras pistas para guiarla la hipótesis de que Augon Hunnamek era el origen del mal había resultado demasiado atractiva. Pero eso no era ningún consuelo ahora, ni para ella ni para Phereniq. Había habido pistas: si tan sólo hubiera tenido la inteligencia de verlas... Pero había estado tan segura del camino a seguir que había ignorado la evidencia que tenía ante los ojos, y ahora era ya demasiado tarde para corregir el terrible error cometido. Leando estaba muerto, al igual que lo estaban Karim, Mylo, Elsender, la tripulación de Macee y, por una terrible ironía, el hombre que ella había pasado diez años planeando matar y que sin embargo habría sido, si ella lo hubiera sabido, su aliado más poderoso y valioso. Ella no había amado a Augon Hunnamek como lo había hecho Phereniq, muy al contrario; pero ahora que el velo había caído de sus ojos podía verlo como en realidad había sido: terriblemente humano, imperfecto, pero no peor que la mayoría de los hombres.
La sombra acusadora de Macee se alzó ante ella por centésima vez. Echarte a llorar sobre tu vaso de vino y elevar oraciones por los desaparecidos. Pero ni siquiera podía hacer eso; no podía expresar sus sobrecargadas emociones en ninguna forma que tuviera sentido.
Se sentía vacía, seca; un fracaso total.
El llanto de Phereniq empezaba por fin a apaciguarse, primero en sollozos hipados y luego en un vacío silencia Por fin, llena de dignidad, se irguió en su asiento, se separó de los brazos de Índigo, y se volvió hacia una mesita auxiliar donde había una jarra con agua y otra con vino. Su mano tocó la del vino, vaciló, luego siguió adelante y se sirvió temblorosa un vaso de agua, Índigo había preparado un suave calmante; se lo ofreció sin decir palabra, y con una débil sonrisa agradecida Phereniq vertió un poco en su vaso.
—Perdóname —dijo en voz baja y calmada—. Hubiera... hubiera debido controlarme mejor. Debiera de haber aprendido al menos eso durante todos estos años... —las palabras se le atragantaron y cerró los ojos al sentirse invadida por una nueva oleada de dolor.
Índigo le apretó con suavidad el brazo, consciente de que la mujer había sufrido un tremendo shock y ansiosa por no provocar una nueva crisis.
—No, Phereniq. No temas afligirte.
Phereniq sacudió la cabeza.
—No es eso. Es sólo que me siento... tan desconsolada. —Tomó un sorbo de agua en un intento por calmarse—. Él lo era... todo para mí. Pero tú ya lo sabes, ¿no es así? He intentado ocultarlo, pero tú has descubierto la verdad. —Hizo una larga pausa—. No había tantos años de diferencia entre nosotros, ¿te habías dado cuenta? Entre Augon y yo. No tantos. Menos de los que dirías al contemplar mis cabellos grises y mi cuerpo pintarrajeado. Pero nuestros caminos eran diferentes: tan diferentes...
—Phereniq...
—No... no, por favor; déjame decirlo. Ayuda un poco —aspiró con fuerza—. Yo lo amaba. Incluso desde el primer día que lo vi, y de eso hace mas años de lo que a ninguno de nosotros le hubiera gustado recordar. Pero él... Bueno, era diferente, ¿sabes?. En aquellos tiempos era un guerrero; era todo lo que sabía. Y tal y como sucede con los guerreros, se hizo más fuerte con la edad; casi más joven incluso. Pero yo... —Un estremecimiento le recorrió la espalda, entonces se volvió para mirar a Índigo a la cara; sus ojos eran suplicantes—. Fui muy hermosa en una ocasión. ¿Puedes creerlo?
—Sí —le respondió Índigo con dulzura.
La mujer sonrió, fue una mueca sin alegría.
—Muchos hombres, de entre mi gente, me encontraban hermosa. Pero él me quería de otra forma: quería mi talento, mis poderes. Los necesitaba para que lo ayudaran en su ambición, y yo se los di de buena gana. Y él... —Hubo otra vacilación, más larga esta vez— Él me estaba agradecido. Sabía lo que había hecho por él, y siempre me lo agradeció. Pero yo no quería su gratitud. Yo quería... —Sacudió la cabeza en muda afirmación de la inutilidad de sus palabras—. ¿Qué importa ahora? ¿Qué importa nada? Está muerto. No hago más que decirme que no es cierto, pero lo es. Está... muerto.
Índigo se puso en pie y se dirigió despacio a la puerta abierta que daba al patio. Grimya estaba sentada en la entrada, la cola se agitaba inquieta mientras observaba la oscuridad; cuando Índigo se acercó levantó la cabeza, pero su mente no envió ningún mensaje. Al igual que Índigo, no sabía qué decir o hacer; la pena de Phereniq sólo servía para incrementar su sensación de impotencia.
Y sin embargo, pensó Índigo, debía de haber algo que pudieran hacer. Macee otra vez: la amarga burla de la menuda davakotiana sobre ofrecer una reparación se había clavado profundamente. Debía de haber algo.
Empezó a volverse de nuevo hacia Phereniq, que había caído en un tenso y desdichado silencio, pero antes de que pudiera hablar, la puerta interior se abrió, Índigo levantó los ojos y vio a Luk en el umbral.
El rostro del muchacho tenía una palidez mortal, y era evidente que había llorado. Entró, cerrando la puerta tras sí, y vaciló al ver a Phereniq, que estaba acurrucada en el diván y no había reaccionado ante su llegada, Índigo le hizo una rápida señal, indicando que Phereniq no quería que se la molestara, y Luk atravesó la habitación con rapidez hacia la muchacha. Su voz era un susurro tenso.
—Índigo... ¿has oído algo? ¿Hay alguna noticia? ¡He estado ayudando en la búsqueda en los jardines del sur, y nadie ha querido decirme nada!
El, al igual que los otros, no sabía nada de lo que en realidad había sucedido, recordó Índigo con una sensación de frío temor. Ni siquiera sabía lo que le había sucedido a su padre, y ella no sabía cómo contarle la verdad.
—Luk. —Lo apartó del diván y de Phereniq—. Luk, tengo algo que decirte, y debes ser valiente...
La expresión del muchacho se heló.
—¿Jessamin? La han...
—No es eso, Luk. No la han encontrado. Y... no creo que lo hagan porque... —Hizo una pausa para aspirar con tuerza—. Hay algo sobre el pasado de Jessamin que tú no sabes. Ella... ella no es la persona que nosotros siempre hemos creído que era.
—No comprendo. ¿De qué hablas? —La voz de Luk aparecía bruscamente teñida de un tono agresivo.
No podía expresarlo con suavidad: no había más remedio que ser cruelmente honesta.
—Por favor, Luk —dijo—, escúchame. Han asesinado al Takhan. Todo el mundo cree...
«¡Índigo!»
El aviso de Grimya estalló en su mente antes de que pudiera decir nada más, y con él vino una violenta sacudida de temor, Índigo se volvió en redondo y... se quedó helada.
Bajo el dintel de la puerta del jardín, encuadrada entre las cortinas que se movían suavemente, estaba Jessamin.
Llevaba un camisón color azul cielo que dejaba al descubierto la suave piel de sus brazos. La prenda estaba empapada por completo, el agua chorreaba hasta el suelo y formaba charcos bajo el dobladillo, y en la falda se veían restos de algas marinas. Por una obscena ironía la reluciente Red, el Regalo de Khimiz, adornaba todavía sus cabellos, que se enroscaban debajo en suaves mechones alrededor de su rostro. Sus ojos, grandes y oscuros, eran pozos de completa inocencia. Y dulcemente, con cierta timidez, les sonreía.
—¡Jessamin! ¡Oh, Jessamin!
El rostro de Luk se iluminó lleno de amor y alivio. Hizo intención de ir hacia el ventanal y extendió los brazos hacia la Infanta, pero entonces se detuvo en mitad del paso al tiempo que la expresión de alivio se trocaba por una de desilusión y luego, de pronto, de horror.
Jessamin seguía sonriente. Pero también ella extendía ahora los brazos, y las palmas, vueltas hacia arriba, estaban rojas y viscosas y chorreaban. Y sus labios se abrían, su boca se ensanchaba hasta el límite de lo imposible para convertirse en unas enormes fauces inhumanas, descubriendo dos colmillos curvos, delgados como agujas, y una lengua negra y bífida que se agitaba y agitaba incesante.
Luk salto hacia atrás, chocando contra Índigo con tal fuerza que estuvo a punto de derribarla. Su cuerpo jadeaba violentamente mientras luchaba por recuperar el aliento; intentaba hablar, trataba de negar lo que sus ojos y oídos le decían; pero todo lo que pudo lanzar fue un mudo lloriqueo. Por el rabillo del ojo Índigo vio a Phereniq, todos sus músculos paralizados, que miraba con ojos enloquecidos a la sonriente criatura; mientras que Grimya, con el estómago pegado al suelo y las orejas gachas, retrocedía, gruñendo su miedo. Y la cosa que era Jessamin empezaba a metamorfosearse. El empapado camisón centelleó y desapareció, y bajo él había no el cuerpo de una niña, sino el de una enorme, sinuosa serpiente de escamas plateadas. Sólo permanecían los brazos y las manos teñidas de sangre, y los dorados rizos, aunque la cabeza situada bajo ellos era la de una serpiente. Y desde aquella cabeza plana, sobre la sonriente boca, los ojos color miel tostada de Jessamin los contemplaban con espantosa calma. Esos ojos giraron en sus_ órbitas lentamente, hasta que se posaron sobre el rostro de Índigo. Y una voz que siseaba y susurraba como el agua, extraña, viperina, cruel, dijo:
—¡Ah, mi amiga y educadora! He regresado para darte las gracias, y despedirme por fin de ti.
Índigo contempló la monstruosidad en que se había convertido la Infanta, con nauseabunda sensación de repugnancia. No podía responderle: el demonio se burlaba de ella, se mofaba de su estupidez y su fracaso. Y no había nada, nada que pudiera hacer contra él.
—Tengo un regalo de despedida para ti —continuó la serpiente—Jessamin—. Un regalo por el que podrás recordarme en el futuro. Porque tendrás mucho tiempo para lamentar tus errores, ¿no es así? Toma, Índigo. Un recuerdo mío. Y del hombre al que, por desgracia, juzgaste tan mal, cuyo amor estúpido e impropio fue el catalizador que me liberó de mi crisálida mortal. Arroja esto sobre la tumba marina de Augon Hunnamek, porque su esposa ya no la necesita.
Levantó una de sus manos de niña hacia la Red que cubría sus cabellos dorados. La Red se soltó, y sus peces de piedras preciosas brillaron con fuerza a la luz de las lámparas; y descuidadamente, con desprecio, el demonio retorció la preciosa reliquia hasta convertirla en una bola informe antes de arrojarla a los pies de Índigo.
—Estoy casi completa ahora —siguió la susurrante voz con dulce y malévolo tono triunfal—. Esta noche me dedicaré a descansar en la oscuridad y el silencio, de modo que pueda reunir toda mi energía para que mi poder alcance su cénit. Pero regresaré. En esa fría hora que hay antes del amanecer, la Serpiente Devoradora se alzará: no el Devorador de Serpientes como has creído durante tanto tiempo, sino la Serpiente que Devora. Y en esa hora, me volverás a ver. Porque entonces se iniciará un nuevo reinado... ¡y entonces todo Khimiz conocerá mi auténtico nombre!
Un sonido espantoso y apenas humano brotó de la garganta de Phereniq, pero el demonio la ignoró. La maligna cabeza giró, despacio, sinuosa, recorriendo por última vez desdeñosa la habitación. Entonces los dorados cabellos se marchitaron, cayendo como hojas muertas de su cabeza, y los oscuros ojos se encogieron y palidecieron hasta convertirse en dos diminutos e inhumanos puntos de luz inexpresivos. Los brazos de la criatura se secaron, la carne se arrugó, se disecó, hasta que no quedó más que el hueso y entonces empezó a oscurecerse, ennegrecerse, y por fin se deshizo, convirtiéndose en polvo que la brisa nocturna barrió. Repugnante en su forma completa la serpiente se alzó, desenroscándose, reluciendo con una luz nacarada. La luz que la rodeaba brilló con más fuerza, Índigo vio cómo la escena se distorsionaba violentamente, como si la hubieran arrojado de repente bajo el agua, y el sonido de una enorme ola al estrellarse resonó en sus oídos. Lanzó un grito...
Y la serpiente había desaparecido.
La muchacha estaba en el suelo, barrida y derribada por la terrible pero silenciosa conmoción que había acompañado a la desaparición del demonio. Vio cómo Grimya se levantaba con un esfuerzo, a Phereniq de rodillas agarrada al borde del lecho, a Luk...
Luk se ponía en pie. Sus ojos estaban salvajemente dilatados, su mirada clavada en el ventanal abierto donde la cosa que era Jessamin se había balanceado y mofado de todos ellos, Índigo extendió la mano hacia él; el movimiento lo alertó y su cabeza giró en redondo. Por un instante sus miradas se encontraron, se clavaron la una en la otra. Entonces Luk lanzó un terrible grito inarticulado de dolor y agonía, y salió corriendo, como si otros mil demonios lo persiguieran, fuera de la habitación y lejos de allí pasillo adelante.
Índigo se puso en pie despacio. Grimya, los pelos del lomo todavía encrespados, se deslizó hacia ella. La voz de la loba al penetrar en su mente estaba llena de temor.
«Indigo, ¿qué vamos a hacer?»
El susurro sibilante e inhumano del demonio resonaba aún en la cabeza de Índigo. En esa fría hora que hay antes del amanecer... me volverás a ver. La monstruosidad había regresado al mar, a esperar la devastadora conjunción que completaría su transformación y daría vida a todo su potencial. No les quedaban más que unas pocas horas antes de que regresara. Y cuando lo hiciera, nada ni nadie podría contra ella. Tal y como el demonio-serpiente había pronosticado, empezaría un nuevo reinado; e Índigo sabía que eso representaría el fin de toda esperanza para Khimiz, y la ruina de su misión.
Pero ¿qué podía hacer? No tenía poder, ni armas, nada con que luchar contra un demonio así. No obstante, todas las fibras de Índigo le gritaban que actuara, que hiciera algo, cualquier cosa. No podía aceptar la derrota. Debía de existir una forma...
Un repentino movimiento la alertó, se volvió y vio a Phereniq, todavía de rodillas, que se arrastraba hacia el arrugado bulto que era la Red que el demonio había arrojado, burlón, al interior de la habitación. Al llegar junto a él, la astróloga lo recogió y empezó, con manos temblorosas pero decididas, a desenredarlo, alisando los aplastados pliegues, liberando con veneración los diminutos peces hechos de piedras preciosas. Sus lágrimas centelleaban como si también fueran joyas al caer entre la reluciente malla.
—Phereniq.
Índigo llegó junto a ella, se agachó, y posó una mano sobre sus dedos que se movían febriles.
Phereniq levantó la cabeza, el rostro lleno de desdicha.
—Phereniq, escúchame —dijo Índigo, apremiante—. Tenemos muy poco tiempo. ¡Hemos de encontrar una forma de destruir a este demonio!
Phereniq desvió la cabeza a un lado.
—No hay nada que podamos hacer —respondió, desolada—. Deja que venga. Deja que nos destruya a todos, si es eso lo que planea. Ya no me importa.
—¡Tiene que importarte! ¡No podemos rendirnos ahora..., hemos de hacer algo para detener esto!
—¿Por qué? —inquirió Phereniq, llena de tristeza—. ¿Qué importa nada, Índigo? No queda nada; todo ha terminado.
Índigo apretó los labios. No quería ser cruel, pero tenía que sacar a Phereniq de su apatía. Con los pocos aliados que tenía, no podía arriesgarse a perder otro.
Le dijo:
—¿Es eso lo que habría dicho Augon? ¿O lo que habría esperado oír de tus labios? ¡Yo pensaba que tú eras su campeona, Phereniq, pero parece que tu lealtad no va tan lejos como siempre has querido dar a entender!
Phereniq volvió con violencia la cabeza y sus manos se cerraron sobre la maraña de la antigua Red, casi desgarrándola.
—¡Tú no sabes nada!
—¡Oh! Me parece que sí. ¡Lo bastante, al menos, para darme cuenta de que fuera lo que fuese, Augon Hunnamek no era un cobarde!
La cólera centelleó en los ojos de la astróloga.
—¿Cómo te atreves...?
—Venganza, Phereniq —la interrumpió Índigo, haciendo caso omiso—. Venganza por lo que le ha sucedido. ¿No quieres eso? ¿No sería eso un último tributo, si de verdad lo amabas tanto como dices? —Le dedicó una lúgubre sonrisa—. Y si tu propia vida ya no te importa, entonces seguramente el riesgo vale la pena.
El aguijón había dado en el blanco; pudo verlo, vio el destello de incertidumbre, luego de esperanza. Pero la esperanza murió pronto.
—¿Cómo? —dijo Phereniq con voz hueca—. ¿Cómo puedo vengarlo? No soy ni una hechicera ni un mago. Y aun si lo fuera, ¿de qué me serviría? ¿Crees que incluso la mayor hechicera del mundo podría contra esa... esa cosa? Está más allá del poder de cualquier ser humano. Sólo la Madre del Mar en persona podría detenerla ahora.
Volvía a ocuparse de la Red, aturdida, sin darse cuenta de lo que hacía, y de repente algo se encendió en la mente de Índigo. Se quedó totalmente inmóvil cuando las últimas palabras de Phereniq dieron en el blanco. Sólo la Madre del Mar en persona...
—Phereniq —dijo en una peculiar voz tirante—. ¿La Red es uno de los Tres Regalos, no: los regalos que la Madre del Mar le dio a Khimiz, siglos atrás? —Se detuvo, luego siguió— ¿No recuerdas la leyenda?
Las manos de Phereniq dejaron de moverse y contempló con atención los pliegues de la malla, dejándolos resbalar de sus dedos en relucientes puñados.
—¿La leyenda...?
—¡Sí! ¡Los Tres Regalos son más que símbolos: fueron entregados por la propia mano de la Diosa, y son los cimientos sobre los que se construyó Khimiz! ¿No te das cuenta de lo que significa? ¡Tienen poder, auténtico poder! —El corazón le palpitaba enloquecido de excitación, temor y esperanza—. ¿No se podría recurrir a estos regalos para que nos ayudaran ahora?
La expresión de Phereniq empezó a cambiar.
—Por la Diosa... pero ¿cómo?
—¡No lo sé: pero tiene que existir una posibilidad! Phereniq, los otros dos Regalos, ¿sabes dónde están?
—El Tridente está en el palacio —repuso Phereniq, sin respiración. Empezaba a contagiarse rápidamente de la excitación de Índigo—. Se trajo desde el templo durante la procesión, lo expusieron en la gran sala.
—¿Y el Áncora? ¿Dónde está el Áncora?
La astróloga meneó la cabeza.
—Según todos los archivos, está, o estaba, guardada en algún lugar del templo, pero no sé dónde. Nunca la he visto, ni conozco a nadie que lo haya hecho. , —El altar en forma de barco tiene un áncora —replicó Índigo con vehemencia—. Podría...
—No, no. Al igual que la Red y el Tridente, el Áncora está hecha de oro macizo. La del altar no es más que una copia en madera; no es el Regalo. Pero la auténtica Áncora está en el templo.
—¡Entonces debemos encontrarla!
—Sí. —Phereniq volvió la mirada hacia el patio, donde la luna avanzaba lentamente por el firmamento, y se estremeció—. Nos queda tan poco tiempo... Índigo, adelántate tú al templo. Llévate la Red; empieza a buscar el Áncora. Yo recogeré el Tridente, y te seguiré tan deprisa como pueda.
Índigo estaba ya a medio camino de la puerta cuando la astróloga volvió a hablar de repente.
—Índigo...
La muchacha se detuvo y volvió la cabeza.
—Incluso si encontramos el Áncora —dijo Phereniq, con voz tensa—, no sé cómo despertar cualquier poder que las reliquias contengan. Pero me da en los huesos que es lo único que podemos hacer. Y al menos debemos intentarlo. —La sombra de una triste sonrisa apareció en sus labios—. Has hecho que lo comprenda. Y también me has hecho comprender que realmente quiero vengar a Augon. Me gustaría pensar que él... él lo hubiera deseado. —La voz se le quebró: se llevó una mano al rostro, luego sacudió la cabeza, con energía—. No; éste no es el momento ni el lugar para seguir lamentándolo. Ve, Índigo, date prisa. ¡Y reza para que la Madre del Mar nos dé su favor esta noche!