CAPÍTULO 25


La gran cúpula del Templo de los Marineros brillaba como una espectral luna terrena, reflejando una pálida luz sobre los peldaños de mármol mientras Índigo y Grimya subían a toda velocidad la escalinata. La auténtica luna flotaba alta y remota, ahogando con su luz a las estrellas y dando al cielo la intensidad del terciopelo negro; el eclipse aún no se había iniciado, pero era muy fácil imaginar el primer reborde de sombra empezando a deslizarse sobre el frío y resplandeciente disco. Tras ellas, el mar murmuraba incesante: esta noche su voz sonaba amenazadora, siniestra; e Índigo tuvo que dominar un impulso de mirar continuamente por encima del hombro. Su mente se veía asaltada por imágenes del cuerpo acurrucado y desangrado de Karim, y resultaba fácil imaginar que cualquiera de las alargadas y distorsionadas sombras que se extendían por la plaza pudiera no ser en absoluto una sombra, sino algo que de súbito pudiera empezar a moverse y deslizarse sin ruido sobre las losas para cortarles el paso. Se sintió agradecida cuando, sin ningún incidente, llegaron por fin al asilo de la entrada del templo.

El Templo de los Marineros jamás cerraba sus puertas. Después de oscurecer había pocos encargados por allí, pero las lámparas permanecían encendidas constantemente, y casi a cualquier hora del día o de la noche podía verse al menos a un peregrino absorto en privada meditación ante el enorme y silencioso altar. Tras atravesar el estanque de entrada y penetrar en el oscuro interior, Índigo experimentó una cierta mortificación al ver a dos figuras junto a la proa de la enorme nave, de pie bajo la sombra del mascarón de proa de madera tallada que resultaba tan desconcertantemente real. No había esperado aquello... pero al contemplar con frustración a las dos figuras, las orejas de Grimya se irguieron bruscamente. La loba empezó a avanzar e Índigo escuchó el alivio presente en su exclamación mental.

«¡Índigo, es Luk!»

Sobresaltadas por el sonido de sus patas sobre el suelo de mosaico, las dos figuras levantaron la cabeza. El rostro de Luk era un óvalo mortalmente pálido; desde aquella distancia, Índigo no podía ver su expresión a causa de la penumbra, pero su postura era rígida. La otra figura también se había quedado rígida, y los pasos de Índigo vacilaron de repente al reconocer al acompañante del muchacho.

—Macee...

Su voz resonó curiosamente en la vasta sala vacía; parecía como si hubiera sido alguna otra persona la que hubiera hablado.

—Lo encontré aquí. —Macee pasó un brazo alrededor de los hombros de Luk, como para protegerlo de alguna amenaza posible—. Me... lo ha contado. Todo. —Se produjo una pausa—. ¿Es cierto?

—Es cierto —confirmó Índigo.

—¿Todo? ¿Lo de la Infanta, el demonio? ¿Y que han asesinado al Takhan?

—Cada palabra.

Grimya, consciente de la tensión, retrocedió y gimoteó en voz baja, pero sus pensamientos no eran claros. Durante algunos instantes se produjo un silencio, mientras

Macee e Índigo se estudiaban con cuidado y Luk contemplaba el suelo. Luego, bruscamente, Macee habló.

—Creo que lo mejor es que hablemos, Índigo. Sé lo que dije la última vez que nos vimos, pero las cosas han cambiado, ¿no es así? —Intentó sonreír, pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos— No creas que me retracto de nada de lo que dije entonces; no es así. Pero comprendo ahora más cosas y aunque no pueda aprobar lo que hiciste en el pasado, al menos comprendo el dilema al que te enfrentas ahora. —Dio una ligera y reconfortante sacudida a los hombros de Luk, luego lo soltó y se dirigió despacio hacia donde estaba Índigo. Bajando la voz, añadió—: Y me da pena el muchacho. Quiero ayudarlo, si puedo. Si algo puede hacerlo.

A pesar del hecho de que el acercamiento de Macee era cuando menos cauteloso, Índigo se sintió reconfortada por el simple hecho de tener a otro ser humano que sabía la verdad y, por muy poco que fuera, comprendía. Al menos le daba la ilusión de una mayor fuerza.

—No sé si puede hacerse nada ahora —dijo—, tenemos tan poco tiempo... Pero existe una esperanza, aunque es muy débil.

Y le contó a Macee cómo había descubierto la auténtica naturaleza del demonio; las espantosas muertes de Leando y de Augon Hunnamek, y la leyenda del templo y su desesperada necesidad de encontrar el Áncora que completaría la tríada de los Tres Regalos de la Madre del Mar. Cuando terminó, la menuda davakotiana se encogió de hombros, y echó una mirada en derredor del tranquilo templo en penumbras.

—Incluso sólo tres días atrás habría dicho probablemente que estabas loca —repuso—. Aun después de lo que vi en ese viaje, hubiera... no; no importa. —Su dura mirada se encontró de nuevo con la de Índigo—. Pero después de lo que el muchacho me ha contado...

—No sabe todavía que su padre está muerto —dijo Índigo, sombría—. No... no sé cómo decírselo.

—Ah. Dulce Madre del Mar, ésa es una tarea que no te envidio. —Macee contuvo un estremecimiento—. Y el Takhan muriendo de esa forma... Bien, lo mejor será que me crea lo que me has contado, ¿no es verdad? Y me da la impresión de que necesitas toda la ayuda que puedas conseguir. Vale más asegurarse que tener que lamentarlo, ¿eh?

Índigo desvió la mirada.

—Macee, yo...

—No. No hay tiempo para eso; y tal y como he dicho antes, tu remordimiento no me sirve de nada. Si el Ancora está aquí, lo mejor será que empecemos a buscarla. E Índigo: habla con Luk. No le digas lo de su padre; pero mira si puedes tranquilizarlo. Está terriblemente asustado, y una gran cantidad de cosas en las que creía le han sido arrebatadas de repente dejándolo sin nada. Pero todavía confía en ti, y si puedes darle algún punto de esperanza ahora, puede serle de ayuda.

Índigo asintió.

—Comprendo. Y... gracias.

Macee soltó un bufido de disgusto.

—Dame las gracias si soy yo la que encuentra el Áncora, Índigo. Sin eso, parece que vamos a estar perdidos.

Para cuando Phereniq llegó al templo, aún no tenían la menor pista de la localización del tercer regalo perdido, Índigo, que era la que estaba más cerca de la entrada, vio a la astróloga mientras ésta atravesaba con cuidado el estanque, y salió a su encuentro. Phereniq sudaba a causa del esfuerzo físico, y llevaba en los brazos un paquete cuidadosamente envuelto que le entregó agradecida.

—Perdona que tardara tanto —dijo sin aliento—. Es una caminata más larga de lo que recordaba, especialmente con este peso. Y la luz en el exterior empieza a resultar engañosa. —Se estremeció—. El eclipse ha empezado: nos queda muy poco tiempo. Tienes... —Se interrumpió al ver por vez primera a los compañeros de Índigo—. ¡Luk! —La sorpresa y el alivio se mezclaron—. Lo encontraste, ¡me alegro tanto! Pero ¿quién es la mujer?

Índigo le explicó rápidamente la presencia de Macee y su creencia en su causa, aunque sin contarle toda la historia. Macee y Luk la habían visto ya y se acercaban; Luk vaciló por un instante de pie ante Phereniq; luego, sin decir una palabra corrió hacia adelante y la abrazó, en un intento por expresar lo que le era imposible decir. Phereniq estaba visiblemente emocionada, igual que le había sucedido a Índigo cuando, siguiendo el consejo de Macee, había hablado al muchacho con calma y en privado antes de iniciar la búsqueda. Ahora que la conmoción inicial causada por el descubrimiento de lo que Jessamin era en realidad se había mitigado un poco, Luk luchaba con todas sus fuerzas para aceptar y enfrentarse a aquella cruel revelación. Aunque una parte de sí mismo protestaba llena de desesperación contra lo inevitable, se sentía impelido a ayudar en la desesperada misión de destruir al monstruo en que se había convertido su adorada Infanta.

Índigo presentó brevemente a Phereniq y Macee, y la davakotiana comunicó el resultado, hasta ahora infructuoso, de su búsqueda.

—No hay nada en el lado este que resulte ni meramente prometedor —explicó con tristeza—. Esculturas y decoraciones en cantidad, pero ni un áncora entre todo ello. De hecho empiezo a sospechar que la única áncora de todo el templo es esa de madera del altar, y eso es muy curioso de por sí.

Índigo miró de nuevo el áncora de madera tallada. Sostenida por una delgada cadena que colgaba del costado del enorme barco, sus uñas descansaban sobre el suelo debajo de la quilla, creando la ilusión de que ella sola anclaba la nave-altar dentro del templo. Era casi tan alta como ella, y a diferencia de la mayoría de los objetos del altar su superficie estaba sin adornar, aunque años de diligente limpieza habían dado a la vieja madera un cálido brillo que hacía que resplandeciera como el bronce. Despertada su curiosidad por el comentario de Macee, Índigo regresó junto al áncora, esquivando con cuidado la Red que había dejado doblada junto a ella, y posó una mano sobre la dura y brillante superficie.

En su garganta, la piedra-imán que colgaba de la correa palpitó como si una brasa ardiendo hubiera tocado por un instante su piel.

Los otros levantaron la cabeza asustados al escuchar el grito de sorpresa de Índigo, y Grimya se le acercó a toda prisa.

«¡Indigo! ¿Qué sucede?»

La ansiosa pregunta de la loba fue repetida en voz alta por Phereniq.

—No... lo sé. —Índigo retrocedió, aferrando con fuerza la piedra-imán, que notaba caliente aunque la sensación ardiente había desaparecido—. He tocado el áncora, y... —

Extendió la mano de nuevo, vacilante, luego la retiró, temerosa de repetir el experimento; era como si la piedra-imán hubiera intentado decirle algo.

Luego bajó la mirada, y vio que los pliegues de la red de oro estaban revueltos. Debía de haberles dado un golpe con el pie al acercarse al áncora.

—¡Phereniq! —Su voz estaba ronca de excitación—. ¡Trae el Tridente aquí, rápido!

La astróloga se apresuró a acercarse, con Macee y Luk pisándole los talones. El Tridente estaba todavía envuelto; Índigo tomó el paquete y le quitó la tela que lo envolvía y alzó la reliquia; Macee dejo escapar un débil silbido de admiración.

—¡Qué hermosura! —Llena de respeto extendió una mano y lo tocó—. ¡Qué obra! ¿Es realmente tan antiguo como cuenta la leyenda?

—Nadie lo sabe seguro.

También Índigo contemplaba el Tridente, haciéndole girar despacio en su mano de modo que reflejara la pobre luz. Era, como había dicho Macee, muy hermoso. El elegante mango era de oro macizo, y se estrechaba hasta tomar la forma de un estilizado pez de oro de cuya boca surgían tres lengüetas terminadas por diamantes tallados en forma de punta de flecha. Joyas verdes y azules rodeaban el mango y la cola del pez, donde adoptaban la forma de una ola.

Pero había más que belleza en aquel antiguo objeto, Índigo lo sentía ahora, segura y claramente; el Tridente parecía vibrar en sus manos —o a lo mejor eran sus manos las que temblaban— y la piedra-imán palpitaba de nuevo, como un diminuto corazón vivo. Se volvió hacia el áncora de madera y extendió la mano para tocarla otra vez, con creciente excitación.

—Está aquí —anunció—. De alguna forma, esta áncora y la que buscamos están conectadas. Pero no sé... —Y lanzó una ahogada exclamación cuando, bajo la palma de su mano, sintió cómo el áncora se movía.

—¡Se ha movido! —siseó Macee—. Lo he visto; se ha movido.

Y ella sostenía el Tridente, igual que antes había estado tocando la Red...

—Phereniq... —Índigo gesticuló frenética en dirección a la astróloga—. La Red...

Un destello de esperanza y comprensión apareció en los ojos de Phereniq. Recogió entre los brazos una brazada de la reluciente malla, avanzó y tropezó casi al enredarse con la Red en su precipitación, Índigo tomó su mano, en un intento por evitar que perdiera el equilibrio.

Y el áncora de madera se balanceó como si algo la hubiera golpeado con terrible fuerza.

—¡Madre Todopoderosa! —Phereniq se quedó helada.

—¡Tócala! —gritó Índigo. De repente, llena de satisfacción, supo lo que iba a ocurrir—. ¡Toca el áncora..., completa la cadena!

Sujetando todavía la Red, Phereniq dio un paso hacia adelante. Sus dedos entraron en contacto con la pulida madera, y una luz resplandeció de súbito en el templo e hizo que Macee y Luk dieran un salto hacia atrás y que Grimya lanzara un ladrido de protesta. El resplandor duró tan sólo un instante antes de desaparecer, y mientras sus ojos luchaban por ajustarse de nuevo a la penumbra, Índigo sintió cómo la madera se partía bajo su mano, se desmenuzaba. Oyó la exclamación ahogada de Phereniq y supo que también ella experimentaba el mismo fenómeno. Entonces, con un ruido seco, toda la estructura del

áncora de madera tallada se agrietó y se desplomó en el suelo.

Brillante en la penumbra, el tercer Regalo de oro de Khimiz, guardado durante tanto tiempo en el interior de su estuche de madera, se balanceó ligeramente al extremo de la temblorosa cadena.

Macee murmuró un juramento en davakotiano, que ahogó inmediatamente al recordar dónde se encontraba. Luk y Grimya se veían incapaces de hacer otra cosa que mirar, mudos de asombro; mientras que Índigo y Phereniq sentían la emoción del éxito y el resarcimiento recorría sus cuerpos como un vino embriagador.

—Estaba aquí —musitó Phereniq—. Estaba aquí, pero nadie lo sabía. Y tú... —Dirigió una rápida mirada a Índigo—. Cómo pu... —no pudo terminar la pregunta.

Índigo ni siquiera intentó responderle. Sus manos estaban aún unidas, ella sujetaba el Tridente, Phereniq aferraba la Red; y pensó: los Tres Regalos están juntos. ¿Pero ahora qué? Diosa, ayúdame, ¿qué hemos de hacer ahora?

En lo alto, por encima de sus cabezas, un suave sonido rompió el silencio, pero nadie le prestó la menor atención, Índigo cerró los ojos, con un afán desesperado de obligar a su confundida mente a pensar con claridad. Tenían los Regalos, los talismanes protectores de la Madre del Mar. Pero ¿cómo utilizarlos? En el interior del templo empezaba a despertarse el poder. Lo sentía como electricidad contenida en el aire; por el momento ya se había abierto paso a través del letargo de muchísimos años para sacar el Áncora de su antiquísimo escondite. Pero algo lo contenía aún. Faltaba algo.

El sonido que había escuchado antes pero sin prestarle atención se repitió. Un suspiro, como si algo enorme hubiera exhalado débilmente en lo alto. Sin querer, Índigo levantó la cabeza, más allá de la enorme masa del casco de la nave-altar hasta donde las blancas velas se alzaban fantasmagóricas en dirección a la cúpula. Había una luz en el palo mayor; no el resplandor de las lámparas del templo sino algo más apagado, frío; un brillo difuso y remoto. Unos reflejos apenas perceptibles jugueteaban sobre la tela de las velas y se dio cuenta de que se movían con agitación pese a que no había la menor brisa que pudiera balancearlas.

Y sin previo aviso, una voz habló en su mente. Una voz enorme, amable pero a la vez feroz, e impresionantemente poderosa, que pronunció una sola palabra:

ARRIBA.

El grito involuntario de Índigo colisionó con un aullido inarticulado procedente de algún lugar a su espalda. Aturdida, se volvió en redondo, y vio que todo el templo parecía brillar con el mismo resplandor frío y difuso que había vislumbrado entre las velas de la nave. De pie y totalmente rígida frente a la proa, su figura espectral bajo aquel brillo nacarado, Macee la contemplaba con ojos desorbitados.

¡Ha hablado! —En la voz de la menuda mujer había terror puro—, ¡Índigo, ha hablado! ¡No lo he podido oír, pero lo he visto, he visto cómo la boca se movía! —Y al ver que Índigo no comprendía, se tambaleó hacia adelante y señaló por encima del hombro de la muchacha—. ¡El mascarón! ¡La imagen de la Madre del Mar... oh, que la Diosa se apiade de mí, he visto cómo sus labios se movían.

Presa del pánico había abandonado la lengua khimizi por la suya propia, y ni Phereniq ni Luk entendieron lo que decía. Pero Índigo sí. Sintió como si se le revolviera el estómago, y volvió a dirigir la mirada a toda prisa hacia las blancas velas que se alzaban sobre ellas. Se hinchaban, la luz que relucía a través de ellas aumentaba y, como en definitiva confirmación de la insensata e imposible idea que había penetrado violentamente en su cerebro, se escuchó un fuerte crujido procedente de uno de los viejos maderos bajo su corteza de piedras preciosas.

¡Corred!—gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Las escaleras... corred!

Y sin esperar a ver si los otros la seguían, corrió en dirección a la escalera que conducía a la cubierta de la nave-altar. Mientras corría sintió que el aire se espesaba, se cargaba de poder estático a medida que el poder latente en el interior del Templo de los Marineros empezaba a agitarse. Todo estaba rodeado de una aureola del frío resplandor azul verdoso; centelleaban las chispas en sus cabellos y en el pelaje de Grimya que corría a su lado; y el Tridente que Índigo sujetaba en su mano brillaba con una potente y deslumbrante luz, como si estuviera al rojo vivo.

Llegaron a la escalera y Grimya se le adelantó, con más aspecto de un fantasma de color azul-gris que de un ser vivo mientras se precipitaba escaleras arriba hasta la cubierta. Al llegar a la batayola, que brillaba con una corona de colores en movimiento, Índigo miró hacia atrás y vio a Luk que la seguía y ayudaba a Phereniq con la Red. Sólo Macee se había quedado atrás, mirando hacia arriba con el rostro lívido y atemorizado y apareciendo de repente muy vulnerable desde el suelo del templo, Índigo sintió que la embargaba un tórreme de simpatía y cariño, y la llamó, extendiendo una mano como si pudiera coger la de Macee y darle confianza.

—Macee, ¿no te das cuenta? ¿No ves lo que la Madre del Mar nos ha concedido, y lo qué quiere que hagamos? ¡Te necesitamos, Macee!: necesitamos tus conocimientos ahora más que nunca!

La menuda mujer vaciló por un instante; pero una emoción más fuerte y profunda empezaba a reemplazar al temor de sus ojos. Entonces el barco crujió de nuevo y Macee se puso en movimiento: se lanzó hacia adelante y subió los peldaños de tres en tres, para saltar sobre cubierta y a los brazos de Índigo, Índigo la abrazó como si se tratara de una hermana largo tiempo perdida, luego se vio apartada con cariño pero con energía mientras Macee se giraba y examinaba la cubierta con una rápida mirada. Su expresión seguía siendo frenética, pero ahora, además, excitada.

—¡A las velas! —aulló, indicando las cuerdas que aseguraban la parte inferior de las velas en medio del barco—, Índigo, tú sabes lo que hay que hacer: enséñaselo al muchacho,

y...

El resto de sus palabras quedaron ahogadas cuando el viento penetró como un aullido a través del templo surgiendo de alguna parte y las enormes velas sobre sus cabezas se llenaron e hincharon con su fuerza, crujieron como titánicos látigos. Unos relámpagos atravesaron la proa de la nave, y con ellos llegó el sonido de la piedra al partirse, al tiempo que las enormes pilastras sobre las que descansaba el altar se derrumbaban. La cubierta dio una sacudida bajo los pies de Indigo; aferrada a la barandilla, con los cabellos ondeando al fuerte viento, se dirigió a trompicones a cumplir la orden de Macee tras llamar a Luk para que la ayudara. Macee, su cuerpo sorprendentemente iluminado por el resplandor azul-verdoso que brotaba ahora de las paredes del templo, parecía estar en todas partes al mismo tiempo: gritaba órdenes, chillaba palabras de ánimo... Incluso Phereniq, con su falda que ondeaba enloquecida bajo el vendaval, estaba de pie y manejaba con habilidad las cuerdas, con una energía que jamás hubiera creído poseer. Y el mismo barco empezaba a cambiar. Los mástiles perdían su antiguo brillo y adquirían el aspecto de maderos saturados y casi petrificados por años de exposición a los efectos del mar; las cuerdas y las jarcias se volvían más gruesas, convirtiéndose en maromas ásperas y alquitranadas y terriblemente poderosas; las velas ya no eran de seda sino de resistente lona, manchadas por la sal del mar y tensándose con atronador ruido contra sus amarras. Por todas partes, las joyas y los metales preciosos y las delicadas maderas talladas se transformaban en latón y bronce y hierro y maderos resistentes, al tiempo que el altar y las incontables miles de ofrendas que la adornaban se metamorfoseaban, una bestia dormida que se despertaba por fin, para convertirse en una auténtica nave. Y llenando los oídos de Índigo por encima del aullido del viento y el crepitar y crujir de las hinchadas velas llegó un nuevo sonido: el incesante y estimulante rugido del mar.

Macee, que también lo había escuchado, corrió a la barandilla. Las escaleras apoyadas al costado del barco se desprendían y se estrellaban contra el suelo, e incluso mientras la davakotiana miraba abajo, el suelo pareció alzarse como si se convirtiera de mármol en agua.

—¡LEVAD EL ANCLA!

Su estentóreo bramido se elevó por encima del creciente clamor e Índigo vio cómo empezaba a tirar de la cadena a la que estaba sujeta el Áncora. Corrió junto a Macee y añadió sus propias energías a sus esfuerzos; a los pocos instantes Luk se unió a ellas y sujetó también la cadena, y los tres tiraron a la vez, los pies bien apuntalados para contrarrestar el peso del Áncora que poco a poco, muy despacio, empezaba a subir. Macee, sudorosa, con los bíceps a punto de estallar por el esfuerzo, empezó a entonar una canción davakotiana; su mirada se encontró con la de Índigo y ésta hizo una mueca y se unió a la saloma, al tiempo que su cuerpo se adaptaba de forma inconsciente a su continuado e hipnótico ritmo mientras tiraba. Su mente se llenó de embriagadores recuerdos, de su época a bordo del Kara-Karai, con la cubierta cabeceando bajo sus pies y el mar y el viento y las olas zumbando en su sangre... Y entonces el Ancora apareció, se alzó sobre el costado del barco, y ya no era delgada y dorada sino un enorme peso de hierro, incrustado de bálanos y chorreando agua.

—¡TODOS A LAS MAROMAS! —rugió Macee al tiempo que un violento estremecimiento hizo que la nave se balanceara de proa a popa—. ¡SE MUEVE!

De repente la nave dio un tremendo bandazo, tirando al suelo a Luk y a Phereniq. Y de la proa surgió un nuevo sonido, tembloroso, estremeciéndose a través del tambaleante templo, Índigo miró al frente y agarró el brazo de Macee con una exclamación ahogada al ver que los brazos extendidos del enorme mascarón empezaban a alzarse, las manos a abrirse, los cabellos ya no estaban esculpidos e inmóviles sino que eran reales, ondeaban al viento en torno a aquel rostro sereno. El salvaje canto de sirena que surgía de la sonriente boca de la imagen aumentó de volumen, vibró con la corriente de energía que recorría el templo mientras las paredes parecían caer, disolverse, hundirse en la caótica oscuridad, y el barco empezaba a moverse. Delante de ellos las puertas se iban ensanchando cada vez más, y cuando el barco tomó impulso se hicieron añicos dando paso a la noche. El puerto había desaparecido, Simhara había desaparecido; en su lugar, a través del gran abismo en el que habían estado las puertas, el mar tronaba y hervía en dirección a ellos, y sobre el mar colgaba, tétrico y fantasmal, no el familiar disco blanco de la luna llena, sino un disco negro y maligno, rodeado por una aureola de espectral luz plateada, Índigo tuvo una última visión de la auténtica forma del templo desvaneciéndose en la distancia como un sueño roto, y entonces se abrieron paso a través de las dimensiones, a través de las barreras incognoscibles que existen entre los mundos, y el reluciente barco, un enorme y fantasmal avalar, zarpó con la marea que corría a su encuentro.

El viento se llevo el aullido de triunfo de Macee cuando la nave cortó la primera ola y un chorro de agua cayó sobre la cubierta. También Índigo gritaba llena de excitación mientras la espuma azotaba su piel y le empapaba los cabellos, y Luk y Phereniq se aferraban a la barandilla, acurrucados para protegerse del ataque de la espuma pero a la vez contagiándose de la excitación. Grimya, con las cuatro patas bien apuntaladas para no perder el equilibrio, permanecía en la cubierta de proa con el hocico levantado hacia la galerna, Índigo percibió sus pensamientos, llenos de recuerdos que habían vuelto a despertarse —el rugido del mar, el gemido del viento contra las velas, el crujido de los maderos y jarcias— mientras el barco se abría camino sin que se precisara de ninguna mano humana para guiarlo y el enorme mascarón de proa seguía entonando su desafío a la noche.

Y entonces, por encima de todo aquel ruido, se escuchó la voz de Macee.

¡Ah-hey-ya! —Era el grito de advertencia de los marineros davakotianos, soltado con toda la potencia de sus pulmones—. ¡A estribor, quince grados al norte!

Índigo se volvió, apartándose los empapados cabellos que el viento había arrojado contra su rostro, y entrecerró los ojos para atisbar en la oscuridad más allá de la cabeceante barandilla. Agua blanca... estaba cerca, aunque era imposible saber cuánto; unas crestas de ola desiguales formando una larga hilera, que destacaban con fuerza del negro oleaje que los rodeaba por todas partes, y el instinto marinero de Índigo hizo que la adrenalina del miedo empezara a correrle por las venas. Rocas —un arrecife— empezó a volverse hacia Macee; entonces, de repente, lanzó un grito cuando la nave, sin previo aviso, se inclinó violentamente. Las maderas crujieron en señal de protesta, las velas se soltaron y chirriaron enfurecidas mientras luchaban contra el cambio de rumbo, y el golpeteo del mar bajo el casco se convirtió en un movimiento caótico al tiempo que la proa empezaba a virar, inexorable, a estribor.

—¡Vira hacia eso! —bramó Macee—. ¡Hazla girar! ¡Hacedla girar!

Índigo corrió por la cubierta, esquivando por poco una maroma que se había soltado y se bamboleaba violentamente y que pasó a pocos centímetros de su cabeza, y se lanzó hacia las dirías. Pero antes de que pudiera hacer nada, Phereniq gritó con todas sus fuerzas:

—¡En, mirad! ¡Mirad!

Índigo y Macee se detuvieron en seco cuando, también ellas, vieron lo que Phereniq había visto. Las blancas aguas se separaban, mientras algo que no era un arrecife ni una roca aislada salía a la superficie. Una enorme masa ondulante, viscosamente fosforescente, surgió de las aguas; dejó atrás las olas que batían incesantes, y la cabeza monstruosa de una gigantesca serpiente plateada emergió de las aguas levantando un chorro de espuma.

El remolino que provocó al salir golpeó al barco de costado con gran fuerza, haciéndolo cabecear y bambolearse, Índigo se vio lanzada al otro extremo de la cubierta y se estrelló contra Grimya, que también había perdido el equilibrio; una vez en pie, tambaleante, vio el rostro enloquecido de Macee en la fantasmal luz, vio cómo su boca se contorsionaba en un grito... pero al cabo de un instante todo ruido se vio eclipsado por un alarido ululante que helaba la sangre que brotaba de los labios del mascarón de proa viviente, un grito de odio y de salvaje desafío. La serpiente marina se elevó hacia el cielo, mientras el agua chorreaba de su cuerpo como ardiente nácar plateado; y de repente, superpuesto en su mente, Índigo vio de nuevo el naipe de la echadora de cartas que hacía encontrado en el templo y que había sido el burlón desafío de Némesis. Esa misma escena resucitaba ante ella, completa en cada uno de sus espantosos detalles, y mientras la serpiente se elevaba más y más, recortándose contra la siniestra forma de la luna en eclipse, la inspiración le llegó como un mazazo.

—¡Macee! —aulló el nombre de la menuda capitana—. ¡Phereniq, Luk..., la Red! ¡Ayudadme!

Phereniq comprendió antes que los demás lo que pensaba hacer, y se precipitó al lugar donde permanecían la Red y el Tridente, milagrosamente en su sitio a pesar del caos, junto a la barandilla de babor, Índigo y Grimya llegaron allí segundos más tarde, y entre las tres empezaron a tirar de la Red. La malla se extendía en más y más pliegues a medida que tiraban y, perpleja, Índigo percibió que la Red crecía, que se volvía más espesa y pesada; y los peces hechos de piedras preciosas también se transformaban, convirtiéndose en las esferas de cristal que servían de peso a la tradicional red de pescador. El olor acre y fuerte del alquitrán pasado les penetró en la nariz, e Índigo comprobó que había alquitrán en sus manos, que entre sus dedos pasaba el áspero contacto del mejor y más resistente cáñamo a pesar de que la Red aún despedía un brillo dorado. Se puso en pie de nuevo, arrastrando un extremo de la pesada masa con ella: Phereniq tomó el otro extremo con Grimya entre ambas en el centro, y empezaron a avanzar con dificultad hacia la proa.

—¡Índigo, no!

Una figura se separó del palo mayor, las interceptó y aferró el brazo de Índigo. La muchacha se detuvo y clavó la mirada en el rostro convulso de Luk. Las lágrimas corrían a raudales por las mejillas del muchacho y sacudía la cabeza en frenética negativa.

—¡No, Índigo, no puedes hacerlo! ¡Todavía es Jessamin! ¡Por favor..., debe de haber otro modo!

—¡No hay otro modo! —le gritó Índigo por encima del rugido del mar y los agudos alaridos de la propia voz del barco—. ¡Ayúdanos, Luk, o mantente a un lado: no intentes interferir!

—¡Pero, es Jessamin!

Se arrojó contra ella, agitando los brazos, y un puño fue a estrellarse en el ojo izquierdo de la muchacha, Índigo retrocedió tambaleante; de pronto, otra figura apareció en la refriega, y Luk lanzó una airada protesta cuando los musculosos brazos de Macee lo separaron de su contrincante.

—¡Atrás, muchacho! —rugió la pequeña davakotiana—. ¿Es que estás loco? ¡Maldito sea tu testarudo pellejo, estamos intentando vengar a tu propio padre!

Los ojos de Luk se abrieron de par en par y su boca se abrió.

—¡No! Eso...

—¡Sí! —rugió Macee—. ¡Tu padre está muerto, y esa cosa lo asesinó, de la misma forma que asesinó a su tío y a su primo y a mi tripulación, que la Madre proteja sus almas! Ahora, ¿quieres apartarte?

Índigo no tuvo tiempo más que para dedicar una momentánea mirada de desesperación a Luk, con el ojo dolorido aún, se incorporó y siguió adelante seguida de Phereniq y Grimya. El demonio-serpiente se alzaba ahora ya sobre el barco, tapando la luna y arrojando su gigantesca sombra sobre las tensas velas. Era gigantesca hasta extremos imposibles, y un momento de desesperación se apoderó de ella. No podrían atraparla; incluso la Red en su nuevo estado no sería suficiente. El demonio era demasiado poderoso ahora, no había nada que pudieran hacer, estaban perdidos...

¡ÍNDIGO!

Era la voz de Macee; y de repente recordó sus primeros días a bordo del Kara-Karai, mientras la tripulación luchaba por avanzar en medio de una furiosa tormenta. Había cometido un error, un pequeño error, el resultado de la inexperiencia; y el furioso ataque de su capitán había sido peor que la furia de la tormenta, quitándole el pánico y devolviéndola a la ciega e incondicional obediencia que era su única esperanza de sobrevivir.

Aquella misma reacción instintiva la impulsó ahora, la sacó de la parálisis para llevarla a la acción. Estaban en la proa, el mar bullía vertiginoso bajo ellas, y la Jessamin-serpiente-demonio era una refulgente y palpitante pared delante de ellos, Índigo alzó la Red, sintió cómo Phereniq hacía lo mismo, y entonces Grimya salió a toda carrera en busca de lugar seguro; Macee ocupó su lugar, y juntas levantaron la enorme y brillante masa de malla. Sus brazos se alzaron hasta el límite, los músculos listos para lanzarla... y de repente aparecieron otras manos, enormes y poderosas, sujetando la Red de oro y elevándola, más y más, al tiempo que los brazos del gigantesco mascarón de proa se alzaban para unirse a los de ellas en un terrible torrente de pura y furiosa energía, Índigo sintió que una nueva fuerza fluía por sus músculos, sus arterias, sus huesos, oyó cómo sus compañeras gritaban al unísono y gritó con ellas... Entonces la Red voló sobre la proa y hacia el cielo, arriba y lejos como un reluciente pájaro; se extendió y giró y descendió de nuevo para engullir la convulsionada cabeza y el cuerpo de la serpiente.

Un alarido ensordecedor y sibilante llenó la noche, eliminando incluso a la rugiente canción del mascarón. La serpiente se revolvió cuando la malla cayó sobre ella y la enredó, y los enormes anillos gris plata se agitaron fuera del agua, se retorcieron, se revolvieron, golpearon las aguas y la lanzaron hacia el cielo. A través del revoltijo de malla dorada y escamas plateadas Índigo vio que la enorme boca de la serpiente se abría desmesuradamente como presa de furia, de dolor o de ambas cosas, y vio, también, que allí donde la Red la tocaba, la piel del demonio parecía arder. Al cabo de un instante la imagen quedó borrada junto con toda otra imagen cuando lo que parecía una sólida masa de agua cayó estrepitosamente sobre la nave, Índigo se vio derribada y echada hacia atrás cuando la enorme oleada provocada por los movimientos de la serpiente se estrelló sobre la cubierta; su mano se agitó frenética y consiguió agarrarse a un cabo, frenándolo con brusquedad, y se incorporó como pudo, empapada por completo y escupiendo agua; comprobó que los demás estaban bien, agarrados con manos y dientes a maromas, barandillas, mástiles, mientras la ola proseguía su curso y desaparecía por la popa. Pero su alivio duró tan sólo un instante. Macee, todavía en la proa, empezaba a ponerse en pie, pero de repente se quedó paralizada, mirando hacia arriba. Entonces lanzó un aullido de advertencia que pudo oírse incluso por encima de la cacofonía de sonidos.

—¡Cuidado arriba! —indicó desesperada—. ¡Cuidado!

Enloquecido por el dolor y la rabia, el demonio-serpiente se alzaba más y más hacia el negro cielo, mientras la monstruosa cabeza amenazaba con desgarrar la Red que la tenía atrapada y liberarse. Su cuerpo, ahora tan próximo al barco que Índigo tuvo la horrible sensación de que si estiraba la mano podría tocarlo, surgió de las aguas, una enorme mancha borrosa de macilenta fosforescencia que ocupó todo su campo visual mientras se elevaba hacia el cielo; y entonces, con una tremenda torsión que envió una nueva sarta de olas contra la nave, la gigantesca cabeza se dobló hacia delante y hacia ellos.

—¡Índigo! ¡Índigo! —Era la voz de Phereniq, aterrorizada y acompañada por un aullido de Grimya—. ¡El Tridente! ¿Dónde está el Tridente?

Las palabras fueron como una estocada en la mente de Índigo que rompieron la parálisis provocada por el horror que por un momento precioso y vital la había inmovilizado. Se volvió y corrió hacia la barandilla de babor, pero antes de poder llegar escuchó el estruendo de la madera al astillarse cuando la serpiente golpeó el barco. El palo mayor se rompió, y una avalancha de palos rotos se abalanzo sobre la cubierta. El barco se inclinó con un terrible gemido y arrojó a Índigo, patinando de costado, hasta su meta. La muchacha empezó a rebuscar con desesperación entre el revoltijo de maderos rotos y aparejos destrozados. No lo encontraba..., si el Tridente había desaparecido, si se había perdido...

—¡Aquí, Índigo!

El grito provenía de muy cerca de ella, y vio a alguien que intentaba acercarse a gatas por entre los restos de madera y velas. Se trataba de Luk, y su mano se aferraba al Tridente, Índigo tuvo tiempo de dar una mirada a su expresión macilenta, angustiada pero a la vez decidida antes de que otro atronador estrépito zarandeara la nave, y la vela mayor, sujeta todavía a su botavara, se desplomó sobre cubierta, Índigo le gritó a Luk para que retrocediera, y la enorme superficie de lona cayó entre ambos, separándolos.

Un grito agudo e insensato hendió el aire. La muchacha levantó la cabeza. Allí donde había estado la vela mayor no había más que un espacio negro, y recortada contra el cielo vio la cabeza de la serpiente echándose hacia atrás, echando a un lado los destrozados restos de las velas y los palos que sus mandíbulas habían desgarrado de sus amarras antes de que la enorme fauce se abriera de nuevo, una retumbante caverna negra con colmillos parecidos a mortíferas estalactitas, y se lanzara sobre el destrozado barco para asestarle el golpe de gracia.

—¡Luk! —aulló Índigo.

Lo veía pero no podía llegar hasta él; el muchacho tenía los ojos levantados, hipnotizado, y su rostro estaba contorsionado por terribles emociones, Índigo se lanzó contra la barrera que los separaba, arrancando los maderos que le interceptaban el paso, al tiempo que se daba cuenta de que no lo conseguiría...

La cabeza del demonio golpeó el mástil que quedaba, lo hizo pedazos, atravesó los ondeantes jirones de las últimas velas y se lanzó en picado. El Tridente que Luk sujetaba brilló de repente como si se le hubiera prendido fuego. Una luz dorada centelleó por todo el mango, y las lengüetas acabadas en diamantes ardieron como salvajes llamaradas de magnesio. Luk echó el brazo hacia atrás, y mientras el monstruo plateado se lanzaba sobre él, arrojó el Tridente con todas sus fuerzas directamente al profundo abismo de sus fauces.

El Tridente se convirtió en una bola de fuego, un meteoro terrestre, dejando una potente llamarada tras de sí al estrellarse contra el interior de las fauces del demonio y estallar. Una explosión de luz recorrió la nave de parte a parte, y la serpiente lanzó un ensordecedor aullido. La monstruosa cabeza se irguió, volviéndose hacia un lado, y el mar se agitó embravecido mientras los anillos de la criatura se revolvían fuera del agua, la golpeaban, se retorcían. El aullido se transformó en un grito. Destacado contra el cielo negro, Índigo vio brotar fuego de la boca del demonio y llamaradas en las cuencas de sus ojos al tiempo que se retorcía por encima del barco. La cubierta cabeceaba, el navío se bamboleaba enloquecido; oyó chillar a Macee, aullar a Grimya, y se aferró con desesperación a la barandilla mientras una ola tras otra barría la cubierta. La serpiente se había convertido en un enorme fantasma, y mientras Índigo luchaba por no ser barrida por la borda, vio asomar unas líneas de fuego dorado por entre las escamas plateadas de la cabeza del monstruo, una delicada red de estrías. Se extendieron y ardieron por todo su cuerpo, como si una enorme fuerza lo resquebrajara; y el demonio aulló víctima de un terror mortal. Por última vez intentó erguirse y proyectarse fuera de las aguas, entonces la enorme forma reptiliana reventó, como una cáscara de huevo que se hiciera añicos, y un relámpago de cegadora luz blanquiazulada surgió de la convulsa figura y salió despedido hacia arriba con un sonido que hendió la noche. El barco se encabritó cómo si fuera un caballo salvaje; Índigo vio cómo Grimya salía despedida hacia ella, vio cómo Macee se estrellaba contra el roto tocón del palo mayor, vio cómo el rayo de energía atravesaba el firmamento y desafiaba a la misma luna mientras gotas de fuego azul, que eran todo lo que quedaba de los restos mortales del demonio, caían sobre el agua, sobre la cubierta, sobre los jirones de las destrozadas velas. Entonces el mar se alzó, como unas gigantescas espaldas, grandes como un continente, que se encogieran de hombros, y sintió cómo una ola enorme levantaba la nave y la enviaba hacia arriba siguiendo la luz, cada vez más alto, a través de brillantes colores y rugientes vórtices y rompiendo dimensiones y...

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