CAPÍTULO 5


Se trataba de un hombre astuto e inteligente: no pudo evitar reconocerlo, fuera lo que fuese lo que su instinto pudiera decirle. Y desde el primer momento en que se dirigió a ella, Índigo supo también que Augon Hunnamek no era ningún despreciable tirano. Despiadado sí; lo veía con toda claridad en sus ojos, y él no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo. Ambicioso también; pero al contrario que muchos hombres ambiciosos poseía la fuerza y la habilidad para conseguir que sus ambiciones dieran fruto. Y carismático. Su carisma era casi una aureola física, y supo al instante que era ésa la fuente de la que Augon Hunnamek obtenía su poder. Poder para dirigir, poder para ordenar e inspirar... El suficiente poder como para haber aplastado Khimiz en el espacio de unos pocos días, y colocarse en el trono más rico del mundo.

Pero debajo de aquella refulgente superficie había algo más, algo lo bastante fuerte como para haber desencadenado una intuición que hizo que Índigo deseara darse la vuelta y huir de allí. ¿Vulgaridad? ¿Lascivia? Eran ambas cosas y ninguna de las dos; no podía indicarlo con precisión, pero algo acechaba detrás del frío escrutinio, estaba implícito en cada pequeño movimiento de sus miembros y de su torso. Y cuando le sonrió a la muchacha, sin pasión y sin embargo con una oculta implicación que ésta no podía definir, unas frías garras parecieron arañarle la espalda.

Las elaboradas puertas se cerraron a su espalda y la escolta que la había acompañado salió en silencio.

—Por favor, siéntate. —Augon Hunnamek le indicó un almohadón que había en el suelo cerca de los pies de la joven—. Tengo preguntas y me harás el favor de responder a ellas con la verdad. —Hizo girar la palma de la mano hacia arriba para realizar un gesto cortés en el que Índigo creyó detectar la sombra de una amenaza.

Inclinó la cabeza y se sentó. Estaba nerviosa y sus manos empezaban a sudar; subrepticiamente se las frotó sobre la falda; no quería descubrir su intranquilidad y aumentar de esta forma su situación de desventaja.

El tirano volvió a acomodar su corpulento cuerpo en el sillón, y golpeó ligeramente en uno de sus brazos con una mano cubierta de anillos. La mujer de más edad contempló a Índigo con cierto interés, pero no dijo nada.

—Para empezar, dejaremos a un lado formalidades —dijo Augon—. Tengo entendido que eres forastera. ¿Es eso correcto?

Índigo asintió.

—Sí.

—¿Tu nombre? ¿Y tu casa?

La miraba fijamente, con la barbilla apoyada en un puño apretado, y cuando los ojos de Índigo se encontraron con los suyos, por un instante reconoció algo que no era precisamente platónico en su expresión. La evaluaba como podría hacerlo con una prostituta en un prostíbulo, o con una esclava en el mercado, y sintió que la cólera empezaba a hervir en su interior; y junto con ello vino un imprudente impulso de ponerse en pie de un salto y maldecir a aquel advenedizo, decirle que ella no era ninguna campesina con la que

divertirse, sino que pertenecía a la realeza, con un rango que él jamás podría alcanzar, la hija de un rey, una reina por derecho...

Y una paria que nunca podría reclamar su trono.

La golpeó como un chorro de agua fría, y su furia se evaporó en un instante y dio paso a un gélido y triste desaliento, cuando se percató de que había estado a punto de perder el control y romper el tabú al que estaba ligada. Anghara hija-de-Kalig, princesa de las Islas Meridionales, llevaba muerta mucho tiempo, Índigo había perdido nombre, identidad y rango, y el trono que por derecho de sangre debiera haber sido suyo pertenecía ahora a un extraño. Y así era como debería ser siempre...

Desolada, recuperado el autocontrol, respondió:

—Mi nombre es Índigo. Vengo de las Islas Meridionales.

El hombre enarcó las cejas, inquisitivo.

—¿Índigo? No es un nombre que haya oído antes.

—Es el único nombre que tengo.

Se encogió ligeramente de hombros.

—Como quieras. ¿Y qué es lo que te trae a Simhara?

A pesar del efecto calmante del error que había estado a punto de cometer, todavía le quedaba a Índigo una chispa de cólera, y respondió con cierta brusquedad.

—Sin querer ser descortés, señor, creo que esto es cosa mía.

La mujer levantó los ojos hacia Augon, y el guerrero sonrió con suavidad.

—Índigo. —Esta vez pronunció su nombre con puntillosa cortesía, no obstante una nota sensual apareció en su voz, como si acariciara cada una de las sílabas—. Estoy seguro de que comprenderás mi posición. Eres una extranjera, y sin embargo se te encontró en el desierto, en compañía de la Takhina Viuda. Tienes, por lo tanto, algo que ver con el desafortunado episodio de su intento de huir de la ciudad. Simplemente deseo establecer la naturaleza de esa implicación.

La mujer la miraba con más atención ahora, e Índigo no consideró sensato mentir. Era posible —no seguro, pero sí posible— que esta compañera o consejera o lo que fuera poseyese alguna habilidad como vidente; había percibido un indicio de ello en la primera mirada que le había dirigido la mujer. Y a Augon Hunnamek no se le engañaría con facilidad. No; lo mejor sería que dijera la verdad. O al menos tan buena parte de la verdad como se atreviera a revelar.

Por tanto se obligó a enfrentarse al pálido y franco escrutinio de aquellos ojos y explicó que su encuentro con Agnethe había sido una circunstancia totalmente fortuita; que, cuando se dirigía a Simhara, ya enterada de la conflictiva situación, había cabalgado a través del desierto para estudiar la situación con sus propios ojos, y se había encontrado con la Takhina en el oasis, aprisionada bajo su chimelo muerto.

—Ya comprendo. —El guerrero asintió con la cabeza, y su sonrisa se ensanchó un poco—. Y si mis hombres no te hubieran interceptado, Índigo, ¿qué habrías hecho entonces?

Índigo sentía la mirada de la mujer como si fuera hielo, como si fuera un fuego. Repuso:

—Habría hecho lo que cualquier hombre o mujer civilizados en las mismas circunstancias, señor: me habría ocupado de que a la Takhina no le ocurriera nada.

Augon lanzó una risita ahogada, un extraño sonido que emanó de su estómago y pulmones, en lugar de surgir de su garganta.

—Una respuesta diplomática, me parece. —La mujer también sonrió, pero de forma más reservada—. Muy bien: no volveremos a hablar de este episodio, Índigo, ya que creo que me has hecho un buen servicio con tu preocupación por el bienestar de la Takhina Viuda. Tengo otra pregunta más. ¿Con qué propósito deseabas visitar la ciudad de Simhara? ¿Tienes amigos en la ciudad?

—No, señor. —Índigo lo miró impertérrita.

—Entonces, ¿por qué has venido aquí?

La muchacha sabía lo que iba a decir, y creía que la respuesta satisfaría al hombre. Y si sus suposiciones sobre la mujer no andaban erradas, ella también la aceptaría de buena gana.

—Señor, me gano la vida como marino —respondió—. Pertenecía a la tripulación del Kara-Karai, que atracó en Huon Parita hace algunos días y...

—¿De dónde provenía? —inquirió la mujer, interrumpiéndola.

—El Kara-Karai es un buque escolta davakotiano. —El recuerdo del pequeño rostro severo de Macee centelleó por un breve instante, lleno de nostalgia, en la mente de Índigo— Nuestro último encargo fue en las Islas de las Piedras Preciosas, y desembarqué con las ganancias de un año en el bolsillo.

La mujer miró a Augon, y tomó la palabra para dirigirse a él.

—Se han examinado sus pertenencias —dijo en khimizi. Su voz era ronca pero con menos acento que la de su señor—. Lo que dice es verdad.

De nuevo apareció un ligero centelleo de cólera, pero Índigo se dominó.

—Entonces, si sabéis algo de las costumbres de los marinos, sabréis que el Templo de los Marineros de Simhara es un lugar de peregrinaje para nosotros. —Observó los ojos de la mujer con mucho cuidado, y vio lo que había esperado: un momentáneo ablandamiento, un apenas perceptible brillo de camaradería. Bajó la mirada—. Aquellos de nosotros que surcamos los mares lo hacemos sólo gracias a la indulgencia de la Gran Madre. Su templo más importante está en Simhara, y yo quería hacer una ofrenda en el templo, dar las gracias por los viajes llevados a buen término y pedir Su bendición para el futuro —Levantó los ojos de nuevo, con expresión cándida—. Ésa ha sido mi única razón para venir a la ciudad.

El hombre y la mujer intercambiaron otra mirada. La mujer volvió a hablar:

—Y cuando hayas hecho tu ofrenda —dijo, y su tono había cambiado, se había ablandado—, ¿qué harás entonces?

Índigo levantó los hombros como para indicar la inevitabilidad de su posición en el mundo.

—Buscaré otro barco.

El silencio descendió sobre la habitación durante algunos momentos. Entonces la mujer se volvió hacia Augon, quien se inclinó hacia ella, y le habló al oído con rapidez y en voz baja. Éste asintió, la sonrisa presente todavía en sus labios, mientras Índigo los contemplaba a los dos e intentaba en vano adivinar la naturaleza de su conversación. Por fin Augon volvió los ojos de nuevo hacia ella.

—Muy bien, Índigo. La historia que nos has contado parece satisfactoria. No obstante, como estoy seguro de que comprenderás, estoy en una posición en la que por el momento debo tener el mayor cuidado, y por eso tendrán que comprobarse algunos datos antes de que pueda autorizar tu libertad. —Hizo un gesto que quería dar a entender su propia impotencia—. Es por eso que debo insistir en que te quedes en palacio un poco más; pero te aseguro que se te tratará como a un huésped respetado. Espero que eso te satisfaga.

Tan preciso, tan puntilloso; y, sin embargo, Índigo sabía que no le ofrecía otra alternativa. Pero se trataba de mucho más de lo que hubiera esperado y —por el momento— estaba dispuesta a aceptarlo.

Sacudió la cabeza.

—Desde luego.

Sus ojos se encontraron con los de la mujer de pelo gris, y vio en ellos un nuevo interés que no supo cómo interpretar.

—Entonces te deseo muy buenos días. —Augon Hunnamek se levantó, y tiró de una cuerda de hilos de oro que colgaba junto a su sillón. Una campana resonó con fuerza en algún lugar a lo lejos, y la doble puerta se abrió—. Se te escoltará de regreso a tu habitación. Y... —sonrió, y la sombra de lascivia presente en la sonrisa hizo que a Índigo se le helara la sangre en las venas— ... estoy en dejada contigo por tu cooperación.

Índigo se puso en pie. Aquella mirada medio clandestina era como un soplo de aire caliente sobre las últimas brasas de su cólera, incitándola a contestar al desafío de los ojos del hombre. Sonrió, sólo con los labios, y repuso:

—Una pregunta, señor.

Él inclinó la cabeza.

—Pregunta.

—La Takhina Agnethe, y su hija. —Se negaba a utilizar la palabra «viuda», y un tono acerado se había deslizado en su voz—. ¿Dónde están? ¿Qué les ha sucedido?

Augon le dedicó una amplia sonrisa.

—Índigo, tu preocupación te honra. Están bien, y están a salvo, y reciben todos los honores que les son debidos. Puedes estar segura de ello, de la misma forma en que puedes estar segura de que no redundaría en mi interés hacerles ningún tipo de daño. —La sonrisa se desvaneció en una mueca de regocijo, y ladeó la cabeza burlón—. ¿Os satisface esto, señora?

El rostro de Índigo palideció por completo, a excepción hecha de dos manchas rojas en las mejillas. Su mirada podía hacer bajar los ojos a muchos hombres, pero bajo las firmes pupilas de Augon fue ella la primera en ceder.

—Gracias por vuestras garantías —respondió distante, y giró sobre sus talones.

Tuvo la impresión, mientras las puertas de bronce se cerraban tras ella, de haber oído el sonido de unas carcajadas ahogadas antes de que éste quedara tapado por las pesadas pisadas de los hombres que la escoltaron fuera de la habitación.

Augon Hunnamek contempló cómo las puertas se unían para cerrarse nuevamente, luego se recostó en el sillón cincelado, se pasó una mano por la boca y paladeó con indiferencia el sabor de su propia saliva. El incienso que había ardido sin cesar en esa habitación durante las últimas veinticuatro horas empezaba a perder su eficacia, y había rechazado las sugerencias para volver a llenar los recipientes de cobre. El humo dulce y embriagador había hecho su función, le había ayudado a permanecer despierto a pesar de las demandas de descanso de su cuerpo; pero ahora que la tarea principal había concluido: tenía el trofeo fundamental, y dentro de algunos minutos podría descansar.

La perspectiva de irse a dormir despertó en él una agradable y sensual sensación de anticipación, y estiró sus musculosos brazos como un enorme e inmoderado felino. Había ordenado que la cama del antiguo Takhan fuese llevada fuera del perímetro de la ciudad y quemada; la superstición le impedía dormir entre las sábanas de alguien que había muerto. Pero la habitación privada del Takhan era otra cuestión. Era una lástima, pensó Augon, que estuviera demasiado cansado para disfrutar con plenitud de tales incentivos en aquel momento. Mañana, o al día siguiente, todo sería diferente...

Se dio cuenta entonces de la presencia de un vórtice de silencio a su izquierda, y bajó los ojos hacia la mujer que seguía sentada con las piernas cruzadas a sus pies. En su pecho se formó un suspiro, pero lo sofocó y se irguió para echar a un lado uno de los pesados cortinajes. La luz del sol penetró a raudales en la habitación, contrastando con fuerza con el resplandor artificial de las lámparas, y Augon abrió la vidriera que conducía a un balcón más ornado que la mayoría de los del palacio. Permaneció allí por unos momentos contemplando el patio que tenía a sus pies —el santuario privado del Takhan, cuidado por criados que podían esperar la pérdida de un dedo, o incluso la de la mano entera, si se dejaba que una sola flor se marchitara antes de tiempo— y aspiró el aire tórrido pero más puro, hasta que por fin habló.

—¿Bien? —Utilizó su propia lengua, orgulloso de forma indirecta al saber que ningún oriundo de Simhara podría comprenderla—. ¿Qué piensas?

La mujer se incorporó con cierta rigidez y fue a reunirse con él en la ventana.

—Ha dicho la verdad, al menos en parte. No tuvo nada que ver en la huida de Agnethe, y no creo que tenga la menor idea de la importancia de la criatura. Pero hay algo mas...

—¿Qué? —Y, al ver que la mujer no le respondía, puso un dedo bajo la barbilla de ésta y le hizo girar la cabeza, obligándola a mirarlo—. Phereniq. Dímelo. O me enfadaré contigo.

Un parpadeo de emoción que parecía combinar resentimiento y resignación apareció por un momento en los ojos de Phereniq antes de que sus hombros se relajaran y se decidiera a responder.

—No lo sé; aún no. Pero hay algo en ella que me preocupa; algo que nos esconde. —Se estremeció, mirando al cielo sin verlo—. He de consultar mis augurios.

—Como sólo tú puedes hacerlo. —Mantuvo su dedo en la mandíbula de ella y la atrajo hacia él, besando levemente su boca, de una forma fraternal que hubiera podido, bajo otras circunstancias, prometer algo más—. Eres mis oídos y mis ojos, Phereniq. Eres mi buena suerte. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí. —Levantó la cabeza para liberarse de él.

Augon se echó a reír, en voz muy baja.

—No tienes nada que temer de ella. No es más que un simple marino; eso sí que podemos creerlo, aunque me parece un vergonzoso desperdicio que un rostro y un cuerpo así deban estar confinados a la cubierta de un barco. —Vio cómo Phereniq se quedaba rígida, y su sonrisa se volvió lobuna—. Puede que sea conveniente hacer lo que sugieres e investigarla

más estrechamente.

—¿Conveniente? —La voz de Phereniq mostró una cierta amargura.

—Si.

Los dedos de Augon siguieron la línea de los agarrotados músculos de su nuca.

—No olvides el valor de la conveniencia, mi querida vidente. Te aconsejo que lo recuerdes siempre. Y, además, estaré muy interesado en enterarme de los resultados de tus adivinaciones.

Phereniq dejó caer la cabeza y cerró los ojos. Tan sólo cuando la mano de él la soltó se atrevió a respirar de nuevo. Escuchó sus pisadas mientras él cruzaba el suelo alfombrado — aunque se movía con gran suavidad, el oído de la mujer era muy fino— y cuando juzgó que había abandonado la habitación se arriesgó a mirar por encima del hombro.

La estancia estaba vacía, las puertas de bronce basculaban en silencio sobre sus bisagras. Phereniq dirigió la mano a un bolsillo que colgaba de su cintura, y sacó un pequeño frasco de cristal tallado, cerrado con un tapón de amatista. Se trataba de uno de los muchos regalos que Augon le había dado, y también sabía la utilidad que ella le había dado en los últimos años.

Destapó el frasco y se lo llevó a los labios. No demasiado; ni tampoco demasiado poco. Justo lo suficiente para calmar la sobreexcitación que sentía.

El cordial —su propio eufemismo— era empalagosamente dulce. Dejó que éste formara un pequeño charco sobre su lengua, luego lo tragó y guardó el frasco, sintiendo cómo una cálida sensación empezaba a cosquillearle en la garganta. Dirigió una última mirada en dirección al patio soleado... Luego, Phereniq empezó a andar, con los hombros caídos como si sintiera algún dolor, en dirección a la puerta, y abandonó la habitación.

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