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En tan gran secreto que de los preámbulos no se apercibieron, ni por mínima sospecha, los habitantes de los países, venían preparando los gobiernos y los institutos científicos la investigación del movimiento sutil que llevaba a la península mar adentro con enigmática constancia y segura estabilidad. Saber cómo y por qué se rompieron los Pirineos era idea de la que ya habían desistido, esperanza perdida en pocos días. Pese a la enorme cantidad de información acumulada, las computadoras, fríamente, pedían nuevos datos o daban respuestas disparatadas, como ocurrió en el célebre instituto de Massachussets, cuyos ordenadores se ruborizaron avergonzados al recibir en las terminales una sentencia perentoria, Demasiada Exposición Al Sol, imagínense. En Portugal, quizá por imposibilidad, hasta hoy, de expurgar el lenguaje cotidiano de ciertos persistentes arcaísmos, la conclusión más aproximada que pudimos obtener fue, Tantas Veces Va El Cántaro A La Fuente Que Al Final Se Rompe, metáfora que sólo sirvió para turbar aún más los espíritus, puesto que ni de cántaros se trataba, ni de fuente, pero en la que es posible desvelar un factor o principio de repetición que, por su propia naturaleza, dependiendo de la periodicidad, nunca se sabe adónde va a parar, todo depende de la duración del fenómeno, del efecto acumulado de las acciones, algo así como Gota A Gota Se Llena La Pila, fórmula que, curiosamente, nunca fue expresada por las computadoras, y bien podían hacerlo que entre ésta y la otra no faltan similitudes de todo orden, en el primer caso el peso del agua en el cántaro, en el segundo caso se sigue tratando de agua, pero gota a gota, en caída libre, y el tiempo, otro ingrediente común.

Son filosofías populares sobre las que podríamos discurrir sin fin, pero que a los científicos, geólogos y oceanólogos, poco importan. Atendiendo a los espíritus más simples, la cuestión se puede presentar en forma de pregunta elemental que, en su ingenuidad, recuerda la de aquel gallego a la vista del río Irati cuando éste se iba hundiendo tierra adentro, si no les falla la memoria, Hacia dónde va el agua, quiso saber, ahora lo diremos de otra manera, Qué pasa debajo de esta agua. Aquí, con los pies firmes en el suelo, mirando los horizontes, o desde el aire, donde infatigablemente siguen las observaciones, la península es una masa de tierra que parece, insístase en el verbo, parece fluctuar sobre las aguas. Pero es evidente que no puede fluctuar. Para que fluctuase sería preciso que se hubiera desprendido del fondo, caso en el que inevitablemente iría a parar al mismo fondo deshecha en terrones, porque, hasta suponiendo que en las circunstancias agentes la ley de impulsión se cumpliera sin mayor desvío o vicio, el efecto disgregador del agua y de las corrientes marítimas iría, progresivamente, reduciendo el espesor de la plataforma navegante hasta disolverse por completo la placa superficial. En consecuencia, y por exclusión de partes, tenemos que pensar que la península se desliza sobre sí misma, a una profundidad ignorada, como si se hubiera dividido horizontalmente en dos placas, formando parte la inferior de la corteza profunda de la tierra, y la superior, como explicado queda, resbalando lentamente en la oscuridad de las aguas, entre nubes de lodo y peces asustados, así estará navegando en los abismos, en algún lugar de los océanos, el Holandés Errante de triste memoria. La tesis es seductora y tiene misterio, con una puntita más de imaginación podría proporcionar el más fascinante capítulo de las Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino. Pero éstos son otros tiempos, y la ciencia es hoy mucho más exigente, y como no es posible descubrir lo que hace que la península se desplace sobre el fondo del mar, entonces que alguien vaya, con sus humanos ojos, a ver el prodigio, a filmar el arrastre de la gran masa de piedra, a grabar quizá esa especie de grito de ballena, ese rechinar, ese desgarro interminable. Es pues la hora de los buzos.

En apnea, ya se sabe, no se puede bajar muy hondo ni por mucho tiempo. Va el pescador de perlas, o de esponjas, o de corales, se sumerge hasta cincuenta metros, e incluso a setenta, eso los ases, aguanta tres o cuatro minutos, es todo cuestión de entrenamiento y necesidad. Aquí son otras las profundidades, y las aguas mucho más frías, hasta resguardando el cuerpo con esos monos de caucho que transforman a cualquier persona, hombre o mujer, en un tritón negro con listas y pintas amarillas. Se recurrirá entonces a las escafandras, a las botellas de aire comprimido y, con estas más recientes técnicas y aparejos, usando de mil y un cuidados, se podrán alcanzar fondos de unos doscientos o trescientos metros. De ahí para abajo será mejor no tentar la suerte, manden máquinas sin tripulación, llenas de cámaras de filmar y de televisión, sensores, sondas táctiles y ultrasónicas, todo el instrumental adecuado a los fines propuestos.

Discretamente, a la misma hora, con vistas a un mejor cotejo de los resultados de la observación, empezaron las operaciones en las costas norte, sur y oeste, bajo cobertura de maniobras navales dentro del programa de entrenamiento de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, para que el anuncio de la investigación no suscitase nuevos movimientos de pánico, puesto que, hasta ahora e inexplicablemente, a nadie se le había ocurrido que la península pudiera estar resbalando sobre lo que fue su milenario zócalo. Es hora de revelar que los sabios andan ocultando otra angustiante inquietud, que procede, digamos que fatalmente, de esta misma tesis que propone la hipótesis del corte horizontal profundo, y que se puede resumir en esta nueva interrogante de terrible simplicidad, Qué pasará cuando se interponga en el camino de la península una fosa abisal, en consecuencia, dejando de existir una superficie continua de desplazamiento. Recurriendo, como es siempre deseable para una mejor aprehensión de los hechos, a nuestra propia experiencia, de bañistas en este caso, comprenderemos perfectamente lo que esto significará si recordamos lo que sucede, en pánico y aflicción, cuando inesperadamente se pierde pie y la ciencia natatoria es insuficiente. Perdiendo pie la península, o pies, será inevitable la inmersión, el hundimiento, el ahogo, la asfixia, quién iba a decirlo, tras tantos siglos de vida mezquina, que estábamos abocados al destino de la Atlántida.

Ahorremos pormenores que un día serán divulgados para ilustración de cuantos se interesan por la vida submarina y que, de momento y en régimen de secreto total, se hallan en los diarios de a bordo, actas confidenciales y registros, algunos cifrados. Limitémonos a decir que la plataforma continental fue minuciosamente examinada, sin resultado. No se encontró la menor grieta, salvo las de nacimiento, ningún roce anormal fue percibido por los micrófonos. Frustrada esta primera expectativa, se pasó a los abismos. Las grúas hicieron descender los ingenios preparados para las grandes presiones, y éstos, en el profundo y silencioso mar, buscaron, buscaron y nada encontraron. El Archimède, obra maestra de la investigación submarina, manipulado por los franceses sus propietarios, bajó a las máximas honduras periféricas, de la zona eufótica a la zona pelágica, y de ésta a la batipelágica, usó faroles, pinzas, palpadores electrónicos, sondas de varios tipos, barrió el horizonte subacuático con su sonar panorámico, en vano. Las largas vertientes, las escarpas en declive, los precipicios verticales se exhibían con su soturna majestad, en su intacta maravilla, los instrumentos iban registrando, con muchos clics y luces encendiéndose y apagándose, las corrientes ascendentes y descendentes, fotografiaban los peces, los bancos de sardinas, las colonias de merluzas, las brigadas de atunes y bonitos, las flotillas de jureles, las armadas de peces-espada, y si el Archimède transportase en su vientre un laboratorio pertrechado con los necesarios reactivos, disolventes y demás artificio químico, individualizaría los elementos naturales que están disueltos en las oceánicas aguas, a saber, por orden decreciente de cantidades y para abono cultural de una población que ni sueña que exista tanta cosa en el mar en que se baña, cloro, sodio, magnesio, azufre, calcio, potasio, bromo, carbono, estroncio, boro, cinc, aluminio, plomo, estaño, arsénico, cobre, uranio, níquel, manganeso, titanio, plata, tungsteno, oro, qué riqueza, Dios mío, con las carencias que tenemos en tierra firme, pero no se consigue llegar a la hendidura que explicaría el fenómeno que, a los ojos de todos, se produce, se hace patente y probado. Desesperado, un sabio norteamericano, y de los más ilustres, llegó al extremo de proclamar en el convés del navío hidrográfico, contra vientos y horizontes, Declaro que es imposible que la península se mueva, pero un italiano, mucho menos sabio pero con el refuerzo del precedente histórico y científico, murmuró, aunque no tan bajo que no lo oyera aquel ser providencial que todo lo escucha, Eppur si muove. Con las manos vacías, ásperas de sal, humilladas de frustración, los gobiernos se limitaron a publicar que, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, se había procedido a un examen de las eventuales alteraciones provocadas por el desplazamiento de la península en el hábitat de las especies piscícolas. No es que la montaña pariera un ratón, es que el océano dio a luz un chanquete.

Oyeron los viajeros la información a la salida de Lisboa y no le dieron la menor importancia, por venir introducida la noticia entre otras que igualmente se referían al alejamiento de la península y que, de importancia, tampoco parecían tener mucha. Uno se acostumbra a todo, los pueblos aún con más facilidad y rapidez, al final es como si viajásemos en un inmenso barco, tan grande que hasta sería posible vivir en él el resto de la vida sin ver popa o proa, barco no era la península cuando estaba agarrada a Europa y ya mucha era la gente que de tierras sólo conocía aquella en que nació, díganme entonces, por favor, dónde está la diferencia. Ahora que Joaquim Sassa y Pedro Orce parecen estar definitivamente libres del furor analítico de la ciencia y no hay nada que temer de las autoridades, podría volver cada cual a su casa, y también José Anaiço, de quien los estorninos se han desinteresado inesperadamente, pero esta aparecida mujer hizo, por así decirlo, que todo volviera al principio, cosa, por otra parte, que siempre ocurre con ellas, aunque no siempre de tan radical manera. Fue tras un encuentro en aquel mismo jardín, donde la víspera estuvieron Joana Carda y José Anaiço, cuando los cuatro decidieron, tras nuevo examen de los hechos, unirse para el viaje que los ha de llevar al lugar señalado con la raya en el suelo, una de esas que todos hicimos alguna vez en la vida, pero única en sus características, si creemos al agente y testigo, coincidentes en una sola persona. Joana Carda aún no ha revelado el nombre del lugar o siquiera el de una ciudad próxima, se limitó a una indicación general, Vamos al norte, por la autopista, luego indicaré el camino. Discretamente Pedro Orce se llevó a un lado a José Anaiço para preguntarle si le parecía bien ir a la aventura, ciegamente entregados al albedrío de una insensata con un palo en la mano, si no sería esto una trampa, un rapto, un ardid preparado astutamente, Por quién, quiso saber José Anaiço, Eso no lo sé, a lo mejor quieren llevarnos al laboratorio de un sabio medio loco, de esos de las películas, un frankenstein cualquiera, respondió Pedro Orce, sonriendo ya, Alguna razón hay para que tanto hablen de la imaginación andaluza, comentó José Anaiço, os hierve la sesera en poca agua, No es que sea el agua poca, sino el fuego mucho, respondió Pedro Orce, No te preocupes, lo que haya de ser, será, y se acercaron a los otros, que habían iniciado un debate más o menos así, No sé cómo ocurrió, la vara estaba en el suelo, la tomé e hice la raya, Pensó luego que podría ser una varita mágica, Para varita mágica me pareció demasiado grande, y las varitas mágicas, siempre he oído decir que están hechas de plata y cristal, con una estrella en la punta, brillando, Sabía que la vara era de negrillo, Yo de árboles apenas sé nada, pero, para el caso, creo que un mondadientes habría hecho el mismo efecto, Por qué dice eso, Lo que tiene que ocurrir, ocurre, uno no se le puede resistir, Cree en la fatalidad, Creo en lo que tiene que ocurrir, Entonces es como José Anaiço, dijo Pedro Orce, también él cree. La mañana, con un vientecillo que parecía un soplo juguetón, no prometía un día caluroso. Vamos, preguntó José Anaiço, Vamos, respondieron todos, incluyendo a Joana Carda que vino a buscarlos.

La vida está llena de pequeños acontecimientos que parecen tener poca importancia, otros hay que en un momento determinado ocuparon la atención toda y, cuando más tarde, a la luz de las consecuencias los analizamos, se ve que de éstos se desvaneció el recuerdo mientras que aquéllos alcanzaron título de hecho decisivo o, al menos, de eslabón de enlace de una cadena sucesiva y significativa de eventos en que, para dar el ejemplo que se espera, no tendrá lugar ese bullicio, aparentemente tan justificado en sí mismo, que es la correcta ordenación del equipaje de cuatro personas en un coche tan pequeño como Dos Caballos. La difícil operación absorbe la atención de todos, cada uno sugiere, propone y hace por ayudar, pero la cuestión principal latente en todo este barullo, que determina quizá hasta la disposición ocasional de los cuatro en torno al coche, es la de saber al lado de quién va a viajar Joana Carda. Bien está que deba Joaquim Sassa conducir a Dos Caballos, al inicio de un viaje el coche debe ser siempre conducido por su dueño, punto indiscutible que supone prestigio, prerrogativa y sentido de la posesión. El conductor alternativo, llegado el caso, será José Anaiço, dado que Pedro Orce, no tanto por la edad como por vivir en tierras desterradas y tener oficio de mostrador, nunca se aventuró en las complejidades mecánicas de volante, pedal y palanca, y a Joana Carda es pronto para preguntarle si sabe conducir. Presentados así los datos del problema, parece que deberían estos dos viajar en el asiento trasero, e ir delante, lógicamente, el piloto y el copiloto. Pero Pedro Orce es español, Joana Carda portuguesa, ninguno de los dos habla la lengua del otro, además acaban de conocerse, más adelante no diremos que no, cuando haya otra familiaridad. El lugar al lado del conductor, aunque por los supersticiosos, con apoyo de la experiencia, sea llamado el lugar del muerto, es generalmente tenido por lugar de distinción, debiendo por eso ser ofrecido a Joana Carda, a quien Joaquim Sassa daría la derecha, yendo los hombres restantes atrás, y no se entenderían mal después de tantas aventuras vividas en común. Pero el palo de negrillo es demasiado grande para ir delante, y por nada del mundo se separaría de él Joana Carda, como entendieron todos. No habiendo otra alternativa, irá Pedro Orce delante, y por dos razones explicables, las dos excelentes, primero, como quedó dicho, por ser lugar de distinción, segundo, porque, en definitiva, es Pedro Orce el más viejo de los que aquí están, luego el más próximo de la muerte, por aquello que, con humor negro, llamamos ley natural de vida. Pero lo que verdaderamente cuenta, por encima de estos raciocinios bifurcados, es que Joana Carda y José Anaiço quieren ir juntos en el asiento de atrás, y con movimientos, pausas y aparentes distracciones algo hicieron por ello. Sentémonos, pues, y en marcha.

El viaje no tuvo historia, es lo que siempre dicen los narradores apresurados cuando creen poder convencernos de que en los diez minutos o diez horas que van a pasar nada sucedió merecedor de señalada mención. Deontológicamente sería mucho más correcto, y más leal, decir así, Como en todos los viajes, sean cuales sean su duración y trayecto, acontecieron mil episodios, mil palabras, mil pensamientos, y quien dice mil diría diez mil, pero el relato ya va arrastrado y por eso me tomo la licencia de abreviar, usando tres líneas para recorrer doscientos kilómetros, como si cuatro personas en el interior de un automóvil fueran calladas, sin pensamiento ni movimiento, fingiendo, en fin, que del viaje hecho no hicieron historia. En este caso nuestro, por ejemplo, sería imposible no encontrar alguna significación en el hecho de que Joana Carda, con toda naturalidad, acompañara a José Anaiço cuando él ocupó el lugar de Joaquim Sassa, a quien le apeteció descansar del volante, y de, no se sabe con qué gimnasias, haber conseguido ella acomodar delante el palo de negrillo, sin embarazo para la conducción ni perjuicio para la visibilidad. Y resulta inútil decir ahora que al volver José Anaiço al asiento trasero, Joana Carda fue con él, y así hizo siempre en lo sucesivo, donde estaba José, Joana estaba, aunque ninguno de ellos sepa por ahora decir por qué y para qué, o sabiéndolo ya, no se atreverían, cada momento tiene su propio sabor, y el de éste todavía no se ha agotado.

Se veían pocos automóviles abandonados en la carretera, y ésos, invariablemente, estaban incompletos, les faltaban las ruedas, los faros, los retrovisores, las escobillas, una puerta, todas las puertas, los asientos, algunos coches aparecían reducidos a su simple cascarón, como cangrejos sin sustancia. Pero, sin duda a causa de las dificultades de abastecimiento de gasolina, el tráfico era escaso, sólo de tiempo en tiempo pasaba un automóvil. También saltaban a la vista ciertas incongruencias, como circular por la autopista un carro tirado por un burro, o una banda de ciclistas cuyas velocidades máximas posibles quedarían muy por debajo de la velocidad mínima que las señales respectivas inútilmente seguían imponiendo, indiferentes al dramático significado de la realidad. y también había gente que viajaba a pie, generalmente con mochila a cuestas o, rústicamente, con dos sacos medio atados por la boca y colocados sobre el hombro, a modo de alforjas, las mujeres con la cesta en la cabeza. Muchas eran las personas que viajaban solas, pero también había familias aparentemente completas, con viejos, y jóvenes, e inocentes. Cuando más adelante Dos Caballos tuvo que salir de la autopista, la frecuencia de estos andariegos sólo disminuyó en proporción a la menor importancia viaria del camino. Tres veces quiso Joaquim Sassa preguntarle a las personas hacia dónde iban, y siempre la respuesta fue la misma, Por ahí, a ver mundo. No podían ignorar que el mundo, el mundo inmediato, en rigor, era ahora más pequeño de lo que fue, quizá por eso mismo resultaba realizable el sueño de conocerlo todo, y cuando José Anaiço preguntó, Y su casa, y su trabajo, respondían tranquilamente, La casa allí quedó, el trabajo ya se arreglará, son cosas del mundo viejo que no deben complicarle la vida al mundo nuevo. Y ya ven, por discretas de más o por ocupadas en exceso con su propia vida, las gentes no devolvían la pregunta, que sería bonito responderles, Vamos con esta señora a ver una raya que hizo en el suelo con este palo, y en cuanto a la cuestión laboral, triste figura iban a hacer, diría Pedro Orce tal vez, Dejé desamparados a mis enfermos, y Joaquim Sassa, Bueno, hombre, bueno, lo que sobran son oficinistas, no me necesitan a mí, aparte de eso, estoy disfrutando de unas merecidas vacaciones, y José Anaiço, Mi caso es el mismo, si volviera ahora a mi escuela no encontraría alumnos, hasta octubre todo el tiempo es mío, y Joana Carda, De mí no voy a hablar, si no he hablado siquiera con estos con quienes viajo, mucho menos con desconocidos.

Habían pasado por la ciudad de Pombal cuando Joana Carda dijo, Ahí delante hay una carretera que lleva a Soure, seguiremos por ella, desde que dejaron Lisboa ésta fue la primera indicación de un destino concreto, hasta ahora les parecía que viajaban en medio de una neblina espesa, o, adecuando esta situación particular a las circunstancias generales, eran como antiguos e inocentes navegantes, en mar estamos, el mar nos lleva, hacia dónde nos llevará el mar. Estaban ya cerca de saberlo. No pararon hasta Soure, se metieron por carreteras estrechas que se cruzaban, bifurcaban y trifurcaban, y algunas veces parecían dar vueltas sobre sí, hasta que llegaron a una aldea cuyo nombre se anunciaba a la entrada en un tablón, Ereira, y Joana Carda dijo, Aquí es.

Sobresaltado, José Anaiço, que era quien conducía a Dos Caballos, pisó bruscamente el freno, como si la raya estuviera allí, en medio de la carretera y él a punto de pisarla, no porque hubiera peligro de destruir la prueba fabulosa, indestructible al decir de Joana Carda, sino por esa especie de temor sagrado que acomete incluso a los más escépticos cuando la rutina se rompe como se rompió un hilo por el que íbamos dejando resbalar la mano, confiados y sin responsabilidades, a no ser las de conservar, reforzar y prolongar el referido hilo, y también la mano hasta donde fuese posible. Joaquim Sassa miró alrededor, vio casas, árboles por encima de los tejados, campos rasos, se adivinaban los cenagales, los campos de arroz, es el suave Mondego, antes él que una peña agreste. Si este pensamiento fuese de Pedro Orce, a la historia vendrían infaliblemente Don Quijote y su triste figura, la que tiene y la que hizo, en cueros, saltando como loco en medio de los peñascos de sierra Morena, pero sería un despropósito traer a colación tales episodios de la andante caballería, por eso Pedro Orce, al salir del coche, se limita a comprobar, de pies en el suelo, que la tierra sigue temblando. José Anaiço dio la vuelta a Dos Caballos, fue a abrir, caballero, la puerta del lado opuesto, finge no ver la sonrisa irónica y benévola de Joaquim Sassa, y recibiendo de Joana Carda el palo de negrillo tiende la mano para ayudarla a salir, ella le da la suya, se aprietan una a otra más de lo necesario para asegurar apoyo, aunque no es la primera vez, la primera, y única hasta ahora, fue en el asiento de atrás, un impulso, sin embargo no dijeron entonces, y tampoco ahora lo dicen, una palabra más alta, o más baja, que con fuerza igual se apriete en la palabra del otro.

La hora es de explicaciones, es verdad, pero otras, las requiere la pregunta de Joaquim Sassa, como el capitán de la nao que, al abrir la carta real, sospecha que le va a salir un papel en blanco, Y ahora, Ahora tiramos por ese camino, respondió Joana Carda, y mientras vamos andando diré de mí lo que queda por decir, no es que eso importe mucho a la razón que aquí nos trae, pero no tendría ningún sentido que siga siendo una desconocida para quienes hasta aquí me siguieron, Podía haberlo dicho antes, en Lisboa, o durante el viaje, observó José Anaiço, Para qué, o venían conmigo por creer sólo en una palabra, o esa palabra precisaría de muchas otras para convencer, y entonces de poco valía, Como premio de haber creído en ella, Es a mí a quien toca elegir el premio y la hora de darlo. A esto no quiso José Anaiço responder, se hizo el desentendido, se puso a mirar una línea de chopos a lo lejos, pero oyó murmurar a Joaquim Sassa, Vaya con la niña, Joana Carda sonrió, Niña ya no soy, ni la virago que suponen, Nada he dicho de virago, Autoritaria, altiva, presumida, jactanciosa, Bueno, diga misteriosa y basta, Porque hay un misterio, porque no traería hasta aquí a nadie que no creyera sin ver, ni siquiera a ustedes, en quienes tampoco creen los otros, Ahora ya nos van haciendo ese favor, Más afortunada soy yo, que sólo precisé decir una palabra, Ojalá no necesite de muchas ahora. Este diálogo fue todo entre Joana Carda y Joaquim Sassa, ante la dificultad de entendimiento de Pedro Orce y la impaciencia mal disimulada de José Anaiço, excluido de él por su propia culpa. Pero esta curiosa situación, fíjense bien, no hace más que repetir, con las diferencias que siempre distinguen las situaciones que se repiten, aquella de Granada, cuando María Dolores habló con un portugués y hubiera preferido hablar con otro, aunque, en el caso que ahora nos ocupa, habrá tiempo de aclararlo todo, no quedará sin agua quien tenga realmente sed.

Van ya por el camino, que es estrecho, Pedro Orce tiene que ir detrás, los otros le explicarán luego lo dicho, si al español le interesan realmente estas vidas portuguesas. No vivo en esta aldea de Ereira, comenzó Joana Carda, mi casa estaba en Coimbra, estoy aquí sólo desde hace un mes, al separarme de mi marido, los motivos, de qué serviría ahora hablar de los motivos, a veces basta con uno solo, otras veces ni juntándolos todos, si las vidas de cada uno de ustedes no les han enseñado eso, pobrecillos, y digo vidas, no vida, porque tenemos varias, afortunadamente se van matando unas a otras, de lo contrario no podríamos vivir. Saltó un reguero ancho, los hombres la siguieron, y cuando se recompuso el grupo, pisando ahora un suelo blando y arenoso, de tierra que las crecidas dejaron, Joana Carda siguió hablando, Estoy en casa de unos parientes, quería pensar, pero no es el balance de costumbre, habré hecho bien, habré hecho mal, lo hecho hecho está, lo que quería era pensar en la vida, para qué sirve, para qué serví yo en ella, sí, llegué a una conclusión y creo que no hay otra, no sé cómo es la vida. Se ve en la cara de José Anaiço y Joaquim Sassa que van desorientados, la mujer que bajó a la ciudad palo en mano proclamando imposibles actos de agrimensores les sale ahora filósofa en los campos del Mondego, y de especie negativa o, más complicada aún, de esa categoría especial que dice sí cuando dice no, que dirá no cuando sí haya dicho. José Anaiço, que tiene licencia profesoral, está habilitado para percibir mejor las contradicciones, no es el caso de Joaquim Sassa, apenas las presiente, por eso le molestan doblemente. Prosigue Joana Carda, parada ahora porque está cerca del lugar adonde quiere conducir a los hombres, y aún le faltan algunas cosas por decir, otras que hubiere quedarán para otra ocasión, Si fui a Lisboa a buscarlos, no fue sólo por causa de los hechos insólitos a los que aparecen vinculados, sino porque vi que eran personas apartadas de la lógica aparente del mundo, y así precisamente me siento yo, habría sido una desilusión si no hubieran venido conmigo hasta aquí, pero vinieron, puede que aún haya algo que tenga sentido, o que vuelva a tenerlo después de haberlo perdido todo, ahora, acompáñenme.

Es un claro apartado del río, un círculo de fresnos que parece no haber sido nunca cultivado, sitios como éste son menos raros de lo que uno se imagina, ponemos en él un pie y el tiempo parece detenerse, el silencio se calla de otra manera, la brisa se siente toda en el rostro y en las manos, no, no se trata de brujería y hechizo, no es lugar de aquelarres o puerta para otro universo, es sólo por causa de aquellos árboles en círculo y del suelo que está como intacto desde el comienzo del mundo, sólo vino la arena a reblandecerlo, pero por debajo el humus pesa, la culpa de todo esto la tiene quien plantó árboles así. Joana Carda termina su explicación, Era aquí adonde yo venía a pensar en esta vida mía, no debe de haber en el mundo lugar más sosegado, pero también inquietante, no precisan decírmelo, pero si hasta aquí no hubieran venido no podrían comprender, y un día, hace hoy precisamente dos semanas, cuando atravesaba el claro de un lado al otro para sentarme a la sombra de uno de aquellos árboles, encontré este palo, estaba en el suelo, nunca lo había visto antes, vine aquí el día anterior y no estaba, parecía como si alguien lo hubiera dejado adrede, y no se veían señales de pasos, las huellas que ven son mías, o antiguas, de antiguas personas que por aquí pasaron hace mucho tiempo. Están en el borde del claro, Joana Carda retiene aún a los hombres, son sus últimas palabras, Levanté el palo del suelo, lo notaba vivo como si él fuera todo el árbol del que había sido cortado, o así lo siento ahora al recordarlo, y en ese momento, con un gesto más de niña que de persona adulta, tracé una raya que me separaba de Coimbra, del hombre con quien viví, definitivamente una raya que cortaba el mundo en dos mitades, aquí está.

Avanzaron hacia el interior del círculo, se acercaron, la raya estaba allí, viva, como si acabaran de trazarla, la tierra apartada hacia los lados, húmeda la de la capa inferior pese al sol fuerte. Ahora están callados, los hombres no saben qué decir, Joana Carda nada tiene que añadir a sus palabras, se decide a hacer un gesto arriesgado que puede convertir en motivo de escarnio toda su historia maravillosa. Arrastra el pie por el suelo, borrando la raya como un rasero, pisa y comprime, es como un sacrilegio. En el instante siguiente, ante los ojos asombrados de todos, la raya se rehace, se recompone exactamente como había sido antes, los terrones minúsculos, los granitos de arena vuelven a agruparse, se reorganizan, ocupan su lugar, y la raya reaparece. Entre la parte que fue destruida y el resto, hacia un lado y otro, no hay señal de separación de los efectos, primero y segundo. Dice Joana Carda, con voz un poco estridente por el nerviosismo, La barrí, le eché agua, y aparece siempre, si quieren probar, hasta le puse piedras encima, y cuando las quité, todo volvió a lo mismo, prueben, prueben si no lo acaban de creer. Joaquim Sassa se inclinó, enterró los dedos en el suelo blando, arrancó un puñado de tierra, lo lanzó lejos, y de inmediato se restableció la raya. Probó ahora José Anaiço, pero éste pidió la vara a Joana Carda, hizo con ella una raya profunda al lado de la primera, luego la pisó en toda su anchura. La raya no se rehizo. Haga ahora lo mismo, dijo José Anaiço a Joana Carda. La punta de la vara se clavó en el suelo, fue arrastrada, abrió una herida larga, cerrada inmediatamente como una cicatriz defectuosa cuando la pisaron, y así quedó. Dijo José Anaiço, No es cuestión del palo ni de la persona, fue el momento, el momento es lo que cuenta. Entonces, Joaquim Sassa hizo lo que debía hacerse, levantó del suelo una de las piedras de que se había servido Joana Carda, en peso y en tamaño semejante a la que un día lanzó al mar y usando toda la fuerza que tenía la tiró lejos, hasta donde alcanzaba, cayó donde naturalmente debía caer, a pocos pasos, es sólo esto lo que puede la fuerza humana.

Pedro Orce asistió a las pruebas y experiencias, pero no quiso ser parte, tal vez por bastarle la tierra que bajo sus pies seguía temblando. Tomó de manos de Joana Carda la vara de negrillo y dijo, Puede romperla, tirarla, quemarla, ya no sirve para nada, su vara, la piedra de Joaquim Sassa, los estorninos de José Anaiço sirvieron una vez, no servirán más, son como los hombres y las mujeres, que también sirven sólo una vez, tiene razón José Anaiço, lo que cuenta es el momento, nosotros apenas lo servimos, Será así, respondió Joana Carda, pero esta vara se quedará siempre conmigo, los momentos no avisan cuando vienen. Apareció un perro entre los árboles, del otro lado. Los miró demoradamente y luego atravesó el claro, era un animal grande y robusto, de pelo leonado, que de repente en una banda de sol pareció incendiarse en fuego vivo. Inquieto, Joaquim Sassa le tiró una piedra, de las corrientes, No me gustan los perros, pero no le acertó. El perro se detuvo, nada asustado, nada amenazador, se detuvo sólo para mirar, no ladró siquiera. Al llegar a los árboles volvió la cabeza hacia atrás, parecía mayor visto a distancia, luego se alejó, lentamente, y desapareció. Joaquim Sassa quiso bromear, aliviar su propia tensión, Guarde la vara, Joana, puede necesitarla si andan por aquí fieras de ese tamaño, Por el comportamiento, poca fiera es ésa.

Regresan por el mismo camino, ahora había que resolver ciertas cuestiones prácticas, por ejemplo, es ya tarde para volver a Lisboa, dónde se van a quedar los hombres, No es tarde, dijo Joaquim Sassa, hasta sin ir a matacaballo llegamos a Lisboa con tiempo para cenar, Por mí, preferiría quedarme en Figueira da Foz o en Coimbra, mañana volvemos a pasar por aquí, quizá Joana necesite alguna cosa, dijo José Anaiço, y había en su voz una extrema ansiedad, Si lo prefieres, sonrió Joaquim Sassa, y el resto de la frase pasó de las palabras a la mirada, Te entiendo muy bien, quieres pensar esta noche, quieres decidir qué dirás mañana, los momentos no avisan cuando vienen. Ahora van delante Pedro Orce y Joaquim Sassa, la tarde tiene una suavidad tan grande que uno siente oprimida la garganta con una conmoción que no se dirige a nadie, sólo a la luz, al cielo pálido, a los árboles que no se mueven, a la mansedumbre del río que se adivina y aparece más allá, un espejo liso y las aves que lentamente lo atraviesan. José Anaiço sostiene entre la suya la mano de Joana Carda, y dice, Estamos de este lado de la raya, juntos, por cuánto tiempo, y Joana Carda responde, No falta mucho para que lo sepamos.

Cuando llegaron al coche vieron de nuevo al perro. Joaquim Sassa agarró otra vez una piedra, pero no la tiró. El animal, pese a la amenaza, no se había movido. Pedro Orce se acercó a él, tendió la mano en un gesto de paz, como para acariciarlo. El perro se quedó quieto, con la cabeza alzada. Tenía en la boca un hilo de lana azul que colgaba, húmedo. Pedro Orce le pasó la mano por el lomo, luego se volvió hacia sus compañeros, Hay momentos que avisan cuando llegan, la tierra tiembla bajo las patas de este perro.

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