XV

Estando lejos sabemos poco de las lazadas y nudos ciegos de la crisis que, latente desde el desgarro de la península, había venido a agravarse en el interior de los gobiernos, sobre todo desde la célebre invasión de los hoteles, cuando las masas ignaras tripudiaron sobre la ley y el orden, hasta el punto de no poderse prever el modo como se resolverá la situación en los tiempos próximos, devolviendo lo suyo a sus dueños, como determinan los superiores intereses de la moral y de la justicia. Sobre todo porque no se sabe si habrá tiempos próximos. La noticia de que la península se precipita a la velocidad de dos kilómetros por hora en dirección a las Azores fue aprovechada por el gobierno portugués para presentar la dimisión, apoyándose en la evidente gravedad de la coyuntura y el inminente peligro colectivo, lo que permite pensar que los gobiernos sólo son capaces y eficaces en los momentos en que no haya razones fuertes que exijan todo de su eficacia y capacidad. El primer ministro, en la declaración al país, señaló que el carácter monopartidista de su gobierno era un obstáculo para el amplio consenso nacional que, en el terrible trance en que vivimos, es indispensable para el restablecimiento de la normalidad. En este orden de ideas, propuso al presidente de la República la formación de un gobierno de salvación nacional, con participación de todas las fuerzas políticas, con o sin representación parlamentaria, teniendo en cuenta que siempre se encontraría un lugar de subsecretario de cualquier secretario adjunto de cualquier adjunto al ministro para ser entregado a formaciones políticas que, en una situación normal, no serían llamadas ni para abrir una puerta. Y no se olvidó de dejar muy claro y explicado que tanto él como sus ministros se consideraban al servicio del país para, en nuevas o diferentes funciones, colaborar en la salvación de la patria y contribuir a la felicidad del pueblo.

El presidente de la República aceptó la dimisión y, cumpliendo la constitución y las normas del funcionamiento democrático de las instituciones, invitó al primer ministro dimisionario, como máximo dirigente del partido más votado y que, hasta ahora, había gobernado sin alianzas, lo invitó, decíamos, a formar el propuesto gobierno de salvación nacional. Porque, es bueno que sobre esto no queden dudas, los gobiernos de salvación nacional son también muy buenos, hasta podríamos decir que son los mejores que hay, lástima que las patrias sólo muy de tarde en tarde necesiten de ellos, por eso no tenemos, habitualmente, gobiernos que nacionalmente sepan gobernar. Sobre esta materia, delicada como la que más, ha habido infinitos debates entre constitucionalistas, politólogos y otros expertos, y en tantos años no se pudo adelantar gran cosa ante la evidencia de los significados que las palabras tienen, esto es, que un gobierno de salvación nacional, siendo nacional y de salvación, es de salvación nacional. Pero Grullo diría lo mismo, y diría bien. Y lo más interesante de todo esto es que las poblaciones se sientan salvas, o muy en vías de serlo, así que fue anunciada la formación de dicho gobierno, no pudiéndose, desde luego, evitar ciertas manifestaciones de ese escepticismo congénito cuando se conoce el elenco ministerial y se ven los retratos de los ministros en los diarios y en la televisión, En definitiva son las mismas caras, y qué es lo que esperábamos, si tan renitentes somos a dar las nuestras.

Se ha hablado de los peligros que Portugal corre si choca con las Azores, y también de los efectos secundarios, si es que no llegan a ser directos, que amenazan a Galicia, pero mucho más grave es, ciertamente, la situación en que se hallan los habitantes de las islas. Porque, qué es una isla. Una isla, y en este caso un archipiélago entero, es la afloración de las cordilleras submarinas, cuantas veces sólo los agudos picos de agujas rocosas que por milagro se sustentan de pie en profundidades de miles de metros, una isla, en resumen, es el más contingente de los azares. Y ahí viene ahora lo que, sin pasar de isla, es tan grande y veloz que hay gran peligro de que asistamos, ojalá que de lejos, a la decapitación sucesiva de San Miguel, isla Terceira, San Jorge y Faial, y otras islas de las Azores, con pérdida general de vidas, a no ser que el gobierno de salvación nacional, que mañana toma posesión, encuentre soluciones para el traslado, en tiempo corto, de centenares de millares y millones de personas hacia regiones de seguridad suficiente, si las hay. El presidente de la República, incluso antes de la entrada en funciones del nuevo gobierno, apeló ya a la seguridad internacional, gracias a la cual, como recordamos, y éste es sólo uno de los muchos ejemplos que podríamos presentar, se evitó el hambre en África. Los países de Europa, donde afortunadamente se ha comprobado un cierto descenso de tono en el lenguaje cuando se refieren a Portugal y a España, después de la seria crisis de identidad en que se debatieron cuando millones de europeos decidieron declararse ibéricos, acogieron con simpatía el llamamiento y han preguntado ya con qué clase de ayuda queremos ser auxiliados, aunque, como de costumbre, todo dependa de que puedan nuestras necesidades ser satisfechas por sus disponibilidades excedentarias. En cuanto a los Estados Unidos de Norteamérica, que así con extensión entera deberán ser siempre nombrados, pese a haber mandado decir que la fórmula de gobierno de salvación nacional no es de su agrado, pero que en fin, pase, atendiendo a las circunstancias, se declaran dispuestos a evacuar a toda la población de las Azores, que no llega a doscientas cincuenta mil personas, dejando sin embargo por resolver para más tarde dónde podrán ser instaladas esas personas, en los propios Estados salvadores ni pensarlo, debido a las leyes de inmigración, lo mejor, si quieren que se lo diga, y ése es el sueño secreto del Departamento de Estado y del Pentágono, sería que las islas detuvieran, aunque fuera con algún estrago, a la península, que así se quedaría fijada en medio del Atlántico para beneficio de la paz del mundo, de la civilización occidental y de las obvias conveniencias estratégicas. Al vulgo se le comunicará que todas las escuadras norteamericanas han recibido orden de dirigirse a las Azores, allí recogerán a muchos miles de azorianos, y el resto será salvado a través de un puente aéreo cuya organización está ya en marcha. Portugal y España tendrán que resolver sus problemas locales, menos los españoles que nosotros, que a ellos siempre la historia y el destino los han tratado con evidente parcialidad.

Dejando aparte a Galicia, región puramente periférica, o, en rigor, apendicular, España está al abrigo de las consecuencias más nefastas del abordaje, visto que, sustancialmente, Portugal le sirve de tope o parachoques. Hay problemas de cierta complejidad logística por resolver, como son las importantes ciudades de Vigo, Pontevedra, Santiago de Compostela y A Coruña, pero, en cuanto al resto, las gentes de las aldeas están ya tan acostumbradas al precario gobierno de sus vidas que, casi sin esperar órdenes, consejos y opiniones, se pusieron en marcha hacia el interior, pacíficos y resignados, usando de los medios ya referidos, y otros, empezando por el más primitivo, los propios pies.

Pero la situación de Portugal es radicalmente distinta. Reparen en que toda la costa, con excepción de la parte sur del Algarve, se encuentra expuesta al apedreo de las islas azóricas, palabra que aquí se usa, apedreo, porque, en definitiva, no hay gran diferencia en los efectos entre que nos dé una piedra o que demos nosotros contra ella, es todo cuestión de velocidad e inercia, por supuesto sin olvidar, en el caso de referencia, que la cabeza, hasta herida y rajada, hará añicos todos aquellos pedernales. Ahora, con una costa así, casi todo tierras bajas y con las ciudades mayores en la orilla del agua, y teniendo en cuenta la nula preparación de los portugueses para la más insignificante de las calamidades públicas, terremoto, inundación, fuego en el bosque, sequía contumaz, se duda que el gobierno de salvación nacional sepa cumplir con su deber. La solución sería fomentar el pánico, inducir a las personas a que abandonen precipitadamente sus casas para refugiarse en los campos del interior. Lo malo será que en el viaje o al instalarse esas personas se vean privadas de alimentos, ahí ni se imagina hasta qué extremos podrán llegar de indignación y revuelta. Todo esto, naturalmente, nos preocupa, pero, confesémoslo, mucho más nos preocuparía si no estuviéramos en Galicia, observando los preparativos de viaje de María Guavaira y Joaquim Sassa, de Joana Carda y José Anaiço, de Pedro Orce y el Perro, la importancia relativa de los asuntos es variable, depende del punto de vista, del humor del momento, de la simpatía personal, la objetividad del narrador es una invención moderna, basta ver que ni Dios Nuestro Señor la quiso en su Libro.

Han pasado dos días, el caballo ha recibido alimentación reforzada, avena y habichuelas a discreción, él que ya estaba en el régimen básico, Joaquim Sassa llegó incluso a proponer sopas de vino, y la galera, remendados los agujeros del toldo con la lona retirada de Dos Caballos, además de la comodidad interior que proporciona, protegerá de la lluvia cuando ésta venga con más constancia que los efluvios últimos, que septiembre ya llegó y estamos en tierra muy acuática. En este llevar y traer se calcula que la península habrá navegado unos ciento cincuenta kilómetros desde que José Anaiço hizo cuentas competentes. Faltará, pues, andar aún setecientos cincuenta kilómetros, o quince días, para quien prefiera medida más empírica, al cabo de los cuales, minuto más minuto menos, tendrá lugar el primer choque, Jesús, María, José, pobres alentejanos, menos mal que están habituados, son como los gallegos, tienen la piel tan dura que bien podríamos volver a las palabras viejas, llamarle a la piel cuero y nos ahorramos más explicaciones. En este paradisíaco valle de Galicia el tiempo llega y sobra para ponerse a salvo la compañía. La galera ya tiene colchones, sábanas y mantas, lleva los equipajes de todos, y un tren de cocina elemental, comida hecha para los primeros días, tortillas, si se considera necesario especificar, y víveres diversos, de los rústicos y caseros, alubias rojas, judías blancas, arroz y patatas, un barril de agua, un pellejo de vino, dos gallinas ponederas, una de ellas parda y de pescuezo pelado, bacalao, la cántara del aceite, el frasco del vinagre, y sal, que no se puede vivir sin ella, a no ser que uno escape al bautismo, pimienta y pimentón, todo el pan que había en la casa, harina en un saco, heno, avena y habichuelas para el caballo, el perro se las arregla solo y sin ayudas, cuando las acepta es sólo por complacer. María Guavaira, sin decir por qué, aunque tal vez no supiera explicarlo si se lo preguntasen, tejió con el hilo azul brazaletes para todos y collares para el caballo y el perro. Tan grande es el montón de lana que ni se percibe la diferencia. Por otra parte, y aunque quisieran llevárselo, no cabría en el carromato. Tampoco estuvo nunca previsto transportarlo, si no, dónde se iba a acostar el jornalero joven que acabará viniendo aquí.

La última noche que pasaron en la casa se acostaron tardé, estuvieron hablando horas y horas, como si el día siguiente fuese de dolorosas despedidas, cada uno por su lado. Pero estar así juntos todavía era aún un modo de fortalecer los ánimos, sabido es que las varas empiezan a partirse en el momento en que se apartan del haz, todo lo que es quebrable está quebrado ya. Desplegaron sobre la mesa de la cocina el mapa de la península, en esta configuración aún incongruentemente sujeta a Francia, y marcaron el itinerario de la primera jornada, inaugural, con cuidado de elegir los trayectos menos accidentados, vistas las pocas fuerzas del lázaro caballar. Pero tendrían que hacer un desvío más hacia el norte, hasta A Coruña, era ahí donde estaba internada la madre loca de María Guavaira, el simple amor de hija ordenaba sacarla de aquel manicomio, imaginemos el pánico en la casa de los orates, una isla entrándoles por la puerta, lanzándose enorme sobre la ciudad, llevándose a su paso los barcos anclados, y todas aquellas galerías de cristal de la avenida de la Marina rompiéndose en el mismo instante, y los locos creyendo, en su locura lo pueden creer, que ha llegado el día del juicio. María Guavaira tendrá la lealtad de decir, No sé cómo nos las vamos a arreglar con mi madre dentro de la galera, aunque no es violenta, será sólo el tiempo de llegar a un lugar seguro, tened paciencia. Le respondieron que la tendrían, que no se preocupara, que todo se arreglará de la mejor manera posible, pero bien sabemos que ni el mucho amor resiste intacto a su propia locura, qué hará si tiene que cargar con la ajena, en este caso la loca madre de uno de los locos. Menos mal que José Anaiço tuvo la feliz idea de telefonear desde el primer lugar donde fue posible, para saber noticias, bien pudiera ser que las autoridades sanitarias hayan trasladado ya o vayan a trasladar a los alienados a sitio seguro, que este naufragio no es de los clásicos, aquí se salvan primero los que ya están perdidos.

Se recogieron al fin las parejas a sus cuartos, hicieron lo que siempre se hace en situaciones de éstas, quién sabe si volveremos aquí algún día, quédense entonces los ecos del humano amor carnal, ese que no tiene semejante en ninguna especie, porque está hecho de suspiros, de murmullos, de palabras imposibles, de saliva y de sudor, de agonía, de martirio implorado, Aún no, se muere de sed y se rechaza el agua liberadora, Ahora, ahora, amor, y es esto lo que la vejez y la muerte nos ha de robar. Pedro Orce, que esta viejo y tiene ya de la muerte el primer aviso, que es la soledad, salió una vez más para ver el barco de piedra, fue con él el perro que tiene todos los nombres y ninguno, y si alguien dice que, por ir el perro, no va Pedro Orce solo, ése olvida el origen remoto del animal, los perros de infierno lo han visto ya todo, y teniendo vida tan larga no son compañía para nadie, son los humanos, que tan poco viven, los que acompañan a tales perros. El barco de piedra está allí, y la proa es alta y aguda como en la primera noche, a Pedro Orce no le extraña, cada uno ve el mundo con los ojos que tiene, y los ojos ven lo que quieren, los ojos hacen la diversidad del mundo y fabrican maravillas, aunque sean de piedra, y las altas proas, aunque sean de ilusión.

Despertó la mañana cubierta y lloviznosa, manera de decir que siendo corriente no es exacta, no despiertan las mañanas, despertamos nosotros en ellas, y entonces, acercándonos a la ventana, vemos que el cielo está cubierto de nubes bajas y cae una lluvia menuda, un calabobos que los va a acompañar, aunque, siendo tan grande la fuerza de la tradición, si este nuestro viaje llevara diario de a bordo, seguro que el escribano de la nao labraría así su primera lauda, Despertó la mañana cubierta y lloviznosa, como si a los cielos desagradase la aventura, siempre en casos como éste se invoca al cielo, lo mismo da que llueva o que haga sol. Dos Caballos, a empujones, pasó a ocupar el lugar de la galera, bajo tejado, aunque éste no sea de teja sino de paja, que esto no es garaje sino alpendre abierto a todos los vientos. Así abandonado, sin la cobertura de lona que sirvió para reparar el toldo de la galera, parece ya una ruina, a las cosas les ocurre como a las personas, cuando no sirven se acaban, se acaban si dejan de servir. La galera, al contrario, pese a su vetustez, rejuveneció con la salida al aire libre, y la lluvia que cae la baña de novedad, admirable ha sido siempre el efecto de la acción, fíjense en el caballo, bajo el hule que le cubre los lomos parece un corcel de torneo, enjaezado para la batalla.

No deberían sorprender estas demoras descriptivas, son modos de mostrar cuánto cuesta a la gente arrancarse de los lugares donde vivieron felices, sobre todo cuando no se huye en pánico desbocado. María Guavaira cierra ahora cuidadosamente las puertas, suelta las gallinas que se quedan, los conejos de la jaula, el puerco de la pocilga, son animales habituados a mesa puesta y quedan ahora a la gracia de Dios, si no a las artes del diablo, que el puerco es bien capaz, si se da maña, de acabar con los otros bichos. Cuando el más joven de los jornaleros aparezca tendrá que romper una ventana para entrar en la casa, no hay, en leguas a la redonda, nadie que sea testigo del asalto, Si lo hice, fue por bien, son palabras de él, y es posible que sea verdad.

María Guavaira subió al pescante, a su lado se sentó Joaquim Sassa con el paraguas abierto, es su deber, acompañar a la mujer amada y defenderla del mal tiempo, ya que no puede tomarle el oficio, que de estas cinco personas sólo María Guavaira sabe cómo se gobierna una galera y un caballo. Al atardecer, cuando el cielo escampe, habrá lecciones, Pedro Orce se empeñará en ser el primero en recibir los rudimentos, gran bondad la suya que así ya pueden las dos parejas reposar bajo el toldo sin indeseadas separaciones, además, siendo el asiento del cochero tan espacioso, pueden viajar tres personas, solución ideal para la intimidad de los restantes, aunque sólo sea para estar callados, quietos y juntos. Agitó María Guavaira las riendas, el caballo, uncido a la lanza de la galera, sin compañero al lado, dio el primer estirón, sintió la resistencia de los tirantes, luego el peso de la carga, la memoria volvió a sus viejos huesos y músculos, y el son casi olvidado se repitió, la tierra aplastada por el rodar de las ruedas calzadas de hierro. Todo se aprende, se olvida y reaprende si la necesidad lo exige. Durante unos cien metros el perro acompañó a la galera bajo la lluvia, luego se dio cuenta de que podía viajar, aunque por su pie, al abrigo de la incomodidad. Se metió bajo la galera, concertó su paso a la andadura del caballo, así lo veremos durante todo el tiempo que este viaje dure, llueva o haga sol, a no ser que le apetezca hacer trabajo de batidor o distraerse con esas idas y venidas sin aparente sentido que hacen tan semejantes a los perros y a los hombres.

Este día no anduvieron mucho. Había que ahorrar fatigas al caballo, tanto más cuanto que el camino accidentado le exigía continuos esfuerzos, al subir tirando, al bajar aguantando. En todo lo que los ojos alcanzaban, no se veía alma viviente, Debemos de ser los últimos en dejar estos lugares, dijo María Guavaira, y el cielo bajo, el aire turbio, el paisaje afligido, eran ya el desmayo de un mundo final, despoblado, miserando después de tantos sufrimientos y fatigas, de tanto vivir y morir, de tanta vida obstinada y muerte sucesiva. Pero en esta galera viajera van amores nuevos, y los amores nuevos, como no ignoran los observadores, es lo más fuerte que hay en el mundo, por eso no temen accidentes, siendo ellos mismos, los amores, como por excelencia son, la máxima representación del accidente, el relámpago súbito, la caída sonriente, el atropello ansioso. Sin embargo, no se debe confiar por entero en las primeras impresiones, esta casi fúnebre despedida de un país desierto, bajo la lluvia melancólica, preferible sería, de no ser nosotros tan discretos, aguzar el oído y seguir la charla de Joana Carda y José Anaiço, de María Guavaira y Joaquim Sassa, el silencio de Pedro Orce es más discreto aún, de él se podía decir que ni parece que aquí vaya.

La primera aldea que atravesaron no había sido abandonada por todos sus habitantes. Algunos viejos dijeron a sus inquietos hijos y parientes que, morir por morir, antes así que de hambre o de enfermedad maligna, si una persona fue tan gloriosamente elegida hasta el punto de acabar muriendo con su propio mundo, aunque no sea un héroe wagneriano, lo espera el Walhala supremo donde las grandes catástrofes se recogen. Viejos gallegos y portugueses, que es todo la misma galleguidad o lusicidad, no saben nada de estas cosas, mas, por alguna razón inexplicable, fueron capaces de decir, No salgo de aquí, marchad vosotros si tenéis miedo, y esto no significa que sean supremamente valerosos, sólo en este momento de sus vidas accedieron a la comprensión de que el valor y el miedo son simplemente los platillos oscilantes de una balanza cuyo fiel se mantiene fijo, paralizado por el asombro de la inútil invención de las emociones y sentimientos.

Cuando la galera atravesaba la aldea, la curiosidad, que probablemente es la última cualidad que se pierde, hace salir a la carretera a los ancianos, saludaron alzando los brazos lentamente, y era como si se estuvieran despidiendo de ellos mismos. Dijo entonces José Anaiço que sería un acto de sensatez aprovechar, para dormir, una de aquellas casas deshabitadas, aquí o en otra aldea, o en un yermo, sin duda habría camas, más comodidad que en la galera, pero María Guavaira declaró que nunca entraría en una casa sin licencia de los dueños, hay gente así, escrupulosa, otros ven una ventana cerrada y la echan abajo, pero dirán, Fue por bien, y, sea el bien suyo o ajeno, siempre queda la duda sobre el primero y el último motivo. José Anaiço se arrepintió de la idea, no porque fuese mala sino por ser absurda, bastaron las palabras de María Guavaira para definir una regla de dignidad, Te bastarás a ti mismo mientras puedas aguantar, luego confíate a quien merezcas, y mejor si ése es alguien que también te merece. Tal como van las cosas parecen merecerse estos cinco unos a otros, recíproca y complementariamente, quédense pues en la galera, coman las tortillas, conversen sobre el viaje hecho y el viaje por hacer, María Guavaira reforzará con la teoría las lecciones prácticas de conducción que ha dado ya, bajo un árbol el caballo muele y remuele su ración de heno, el perro se conformó esta vez con el abastecimiento doméstico, anda por ahí olfateando a los pajarracos de la noche. Ha dejado de llover. Una linterna ilumina por dentro el toldo de la galera, quien por aquí pasara podría decir, Mira, un teatro, y es verdad que son personajes, pero no representan.

Cuando mañana María Guavaira pueda llamar al fin a A Coruña, le dirán que su madre y los otros internados han sido trasladados ya al interior, y ella cómo está, Tan loca como antes, pero esta respuesta sirve para cualquiera… Van a continuar viaje hasta encontrar de nuevo tierra habitada. Allí se quedarán a la espera.

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