XIII

Un día, contó María Guavaira, en una hora como ésta y la luz como ahora estaba, apareció el perro, con aire de venir de muy lejos, traía el pelo sucio, le sangraban las patas, llegó y con la cabeza dio contra la puerta, abrí creyendo que era uno de esos mendigos que van de tierra en tierra, y que en llegando golpean con el bordón y dicen, Una limosnita para este pobre, señora, pero, qué es lo que veo, el perro, jadeando como si viniera a la carrera desde el fin del mundo, y la sangre manchaba la tierra bajo sus patas, lo más asombroso fue que yo no me asustara, y no era el caso para menos, quien no conozca lo bendito que el can se creería que está ante la más temible de las fieras, pobrecillo, así que me vio se tumbó en el suelo, como si sólo estuviera a mi espera para descansar, y parecía que lloraba, como alguien que quisiera hablar y no pudiese, durante el tiempo que estuvo aquí nunca lo oí ladrar, Lleva seis días con nosotros y tampoco ha ladrado, dijo Joana Carda, Lo metí en casa, lo curé, no es un perro vagabundo, se le nota en el pelo, y se ve que los dueños lo alimentaban bien, le daban cuidados y atención, para notar la diferencia basta compararlo con los perros gallegos, que nacen hambrientos y mueren hambrientos tras vivir hambrientos, y son tratados a palo y piedra, por eso un perro gallego no es capaz de alzar el rabo, lo esconde entre las piernas con la esperanza de pasar inadvertido, su desquite, cuando puede, es morder, Este no muerde, dijo Pedro Orce, Vete a saber de dónde vino, quizá no lo sepamos nunca, dijo José Anaiço, y tal vez la cosa no tenga importancia, lo que me da que pensar es que haya ido a buscarnos para traemos aquí, uno no puede dejar de preguntarse por qué, No lo sé, sólo sé que se marchó un día con un trozo de hilo en los dientes, me miró como si quisiera decir, No salgas de aquí hasta que yo vuelva, y tiró monte arriba, por donde ahora ha bajado subió entonces, Qué hilo es éste, preguntó Joaquim Sassa mientras enrollaba y desenrollaba de la muñeca la punta que todavía lo ataba a María Guavaira, Ojalá lo supiera yo, respondió ella doblando entre los dedos la punta de su lado y estirando así el hilo como una tensísima cuerda de guitarra, pero ni él ni ella parecían reparar en que estaban atados, los otros, sí, miraban, los pensamientos que tenían los callaron, aunque no sea difícil imaginarlos, Porque lo único que hice yo fue deshacer una media vieja, de esas que servían para guardar dinero, la media que deshice daría un puñado de lana, sin embargo, la que ahí hay corresponde a la lana de cien ovejas, y quien dice cien dice mil, qué explicación se encontrará a este caso, Detrás de mí anduvieron durante días dos mil estorninos, dijo José Anaiço, Tiré al mar una piedra que casi pesaba tanto como yo y cayó muy lejos, añadió Joaquim Sassa dándose cuenta de que exageraba, y Pedro Orce sólo dijo, La tierra tembló y tiembla.

María Guavaira se levantó para abrir una puerta, dijo, Vean, estaba Joaquim Sassa a su lado, pero no lo había arrastrado el hilo, y la que vieron fue una nube azul, de un color azul que se hacía denso y casi negro en el centro, Si dejo la puerta abierta hay siempre cabos que salen, como hace un rato ese que subió por la carretera y lo trajo hasta aquí, habló María Guavaira a Joaquim Sassa, y la cocina donde se habían reunido todos quedó como desierta, sólo aquellos dos, unidos por el hilo azul, y la nube azul que parecía respirar, se oía el restallar de la leña en el hogar donde hierve un caldo de berzas adobado con hebras de carne, gallego aliviado.

No pueden Joaquim Sassa y María Guavaira estar así unidos más que el tiempo suficiente para dar un sentido no dudoso a aquel enlace, por eso ella recoge todo el hilo y llegándole a la muñeca la rodea como si, invisiblemente, lo atara otra vez, y luego se mete el pequeño ovillo en el pecho, acerca del significado de este gesto sólo un tonto tendría dudas, pero sería necesario ser muy tonto para tenerlas. José Anaiço se apartó del fuego, que quemaba, Aunque parezca absurdo, vamos a acabar creyendo que existe una relación cualquiera entre lo que nos ocurrió y la separación de España y Portugal de Europa, habrá oído hablar de eso, Sí, pero aquí no se notó nada, si saltamos los montes y bajamos a la costa es siempre el mismo mar, La televisión lo ha demostrado, No tengo televisión, La radio ha dado noticias, Las noticias son palabras, nunca se llega a saber bien si las palabras son noticias.

Con esta escéptica sentencia se interrumpió durante algunos minutos la conversación, María Guavaira fue a buscar unos cuencos al vasar, sacó el caldo del fuego, el penúltimo cuenco fue para Joaquim Sassa, el último para ella, de pronto les pareció a todos que iba a faltar una cuchara, pero no, había para todos, por eso María Guavaira no tuvo que esperar a que Joaquim Sassa acabara de comer. Entonces él quiso saber si ella vivía sola, porque hasta este momento no habían visto otras personas en la casa, y ella respondió que era viuda desde hacía tres años, que venían jornaleros a trabajar la tierra. Estoy entre el mar y los montes, sin hijos ni más familia, los hermanos que tengo emigraron a Argentina, mi padre murió, mi madre está loca en A Coruña, más solas que yo debe de haber pocas personas en el mundo, Podía haberse vuelto a casar, dijo Joana Carda, pero luego se arrepintió, no tenía derecho a decir aquello, ella que pocos días antes había roto su matrimonio y andaba ya con otro hombre, Estaba cansada, y una mujer, a mi edad, si vuelve a casarse será sólo por las tierras que tenga, los hombres vienen para casarse con las tierras, no con la mujer, Todavía es joven, Fui joven, aunque apenas recuerdo cuándo lo fui, y dicho esto se inclinó hacia el hogar, para que la lumbre la mostrara mejor, miraba a Joaquim Sassa por encima de las llamas y era como si le estuviera diciendo, Así soy, repara bien en mí, viniste a mi puerta sujeto por un hilo que estaba en mi mano, si quiero puedo arrastrarte a mi cama, y tú vendrás, estoy segura, pero hermosa nunca seré, a no ser que tú me transformes en la más bella mujer que haya existido, eso es obra que sólo los hombres son capaces de hacer, y la hacen, la pena es que no pueda durar siempre.

Joaquim Sassa la miraba desde el otro lado del fuego y le pareció que las llamas danzando le modificaban súbitamente el rostro, ahora excavado en arrugas, luego alisado en sombras, pero lo que no se alteraba era el brillo de sus ojos oscuros, acaso una lágrima suspensa se había convertido en película de pura luz. No es guapa, pensó, pero tampoco es fea, tiene las manos gastadas y fatigadas, no se pueden comparar con las mías, que son de oficinista que goza de vacaciones pagadas, y a propósito, mañana, si es que no he perdido la cuenta del tiempo, es el último día del mes, pasado mañana tendría que volver al trabajo, pero no, eso no puede ser, cómo iba a dejar aquí a José y a Joana, a Pedro y al perro, no tienen ningún motivo para querer acompañarme, y si me llevo a Dos Caballos tendrán grandes dificultades para volver a sus tierras, pero probablemente no quieren, lo único verdadero que existe en este momento sobre la tierra es que estamos aquí juntos, Joana Carda y José Anaiço hablan en voz muy baja, quizá sobre la vida de ambos, quizá sobre la vida de cada uno, Pedro Orce posa la mano en la cabeza de Piloto, deben de estar midiendo vibraciones y seísmos que sólo ellos sienten, mientras yo miro y sigo mirando a esta María Guavaira que tiene una manera de mirar que no es mirar sino mostrar los ojos, viste de oscuro, viuda a quien el tiempo ya alivió pero ennegrecida aún por la costumbre y la tradición, por suerte le brillan los ojos, y allí está la nube azul que no parece pertenecer a esta casa, el pelo es castaño, y tiene el mentón redondo, los labios carnosos, y los dientes, hace poco se los vi, son blancos, gracias a Dios, esta mujer realmente es bonita y yo no me había dado cuenta, estuve atado a ella y no sabía a quién, tengo que decidirme, regreso o me quedo aquí, aunque vuelva al trabajo con unos días de retraso no va a pasar nada, con esta confusión peninsular quién va a fijarse en los empleados que vuelven, se puede alegar la dificultad en los transportes, ahora parece vulgar, ahora más bonita, y ahora, ahora, al lado de María Guavaira Joana Carda no vale nada, la mía es mucho más hermosa, señor José Anaiço, o cree que se puede comparar su mujer urbana y lujosa con esta criatura silvestre que sabe qué sal traen los vientos por encima de los montes y debe de tener el cuerpo blanco bajo esas ropas, si ahora yo pudiese, Pedro Orce, te diría una cosa, Qué cosa me dirías, Que ya sé quién me gusta, Enhorabuena, hay quien tardó mucho más, o nunca llegó a saberlo, Conoces a alguien, Por ejemplo, yo, y tras responder así dijo Pedro Orce en voz alta, Voy a dar una vuelta con el perro.

Todavía no es noche cerrada, pero hace frío. En dirección al monte que esconde el mar hay un sendero que un poco más allá empieza a trepar por la ladera en revueltas sucesivas, a la izquierda y a la derecha, como una devanadera, hasta perderse en un invisible que los ojos ya no pueden traspasar. No tardará mucho en estar este valle como la noche del apagón, de no ser más exacto decir que en el valle donde vive María Guavaira son de apagón todas las noches, por eso no fue preciso que se partieran las líneas de transporte de electricidad de la Europa civilizada y culta. Pedro Orce salió de casa porque no hacía allí ninguna falta. Avanza sin mirar atrás, primero tan rápidamente como le permiten sus fuerzas, después, cuando se le fueron doblegando, despacio. No siente ninguna impresión de miedo en este silencio entre los paredones que son los montes, es hombre que nació y vive en un desierto, sobre polvo y piedras, donde sin asombro es posible encontrar una quijada de caballo, un casco aún con la herradura clavada, hay quien dice que ni los jinetes del Apocalipsis sobrevivieron allí, murió de guerra el caballo de la guerra, murió de peste el caballo de la peste, murió de hambre el caballo del hambre, la muerte es la suma razón de todas las cosas y su infalible conclusión, a nosotros lo que nos engaña es esta línea de vivos en que estamos, que avanza hacia eso que llamamos futuro sólo porque algún nombre hay que darle, tomando de él incesantemente los nuevos seres, dejando atrás incesantemente los seres viejos a quienes tuvimos que dar el nombre de muertos para que no salgan del pasado.

Viejo y cansado ya va estando el corazón de Pedro Orce. Ahora tiene que descansar a menudo y más tiempo cada vez, pero no desiste, lo conforta la presencia del perro. Se hacen señas uno al otro, como un código de comunicaciones que incluso indescifrado es suficiente, porque es suficiente el hecho simple de existir, el flanco del animal roza el muslo del hombre, la mano del hombre acaricia la piel suave del interior de la oreja del perro, el mundo está poblado de un rumor de pasos, de respiraciones, de roces, y ahora sí, se oye tras la cresta del monte el clamor sordo del mar, cada vez más fuerte, cada vez más claro, hasta surgir ante los ojos la inmensa superficie, vagamente reluciente bajo la noche sin luna y de raras estrellas, y abajo, como la línea viva que separa noche y muerte, la blancura violenta de la espuma constantemente deshecha y renovada. Las rocas donde las olas baten son más negras, como si la piedra tuviese allí una densidad mayor o estuviera empapada en agua desde el principio de los tiempos. El viento viene del mar, una parte de él es soplo natural, la otra parte, mínima, será de estarse desplazando la península sobre las aguas, no es más que un jadeo, bien se sabe, y con todo nunca hubo un huracán como éste desde que el mundo es mundo.

Pedro Orce mide la dimensión del océano y en ese momento lo encuentra pequeño, porque al inspirar profundo se le dilatan tanto los pulmones que en ellos podrían entrar a borbotones todos lo abismos líquidos y aún sobraría espacio para balsa que con sus espolones de piedra va abriendo camino contra las olas. Pedro Orce no sabe bien si es hombre, si es pez. Baja hacia el mar, el perro va delante reconociendo y eligiendo el camino, y bien preciso era el batidor prudente y sutil, antes de nacer el día Pedro Orce, solo, no encontraría la entrada y la salida de este laberinto de piedras. Al fin llegaron a las grandes lajas que caen hasta el mar, ahí es estremecedor el estruendo del choque de las olas. Bajo este cielo oscurísimo y los gritos del mar, si la luna ahora naciese, un hombre podría morir de felicidad creyendo que se moría de angustia, de miedo, de soledad. Pedro Orce dejó de sentir frío. La noche se ha vuelto más clara, aparecen otras estrellas, y el perro, que durante un minuto se había ausentado, vuelve a la carrera, no le han enseñado a tirar de los pantalones del amo, pero ya lo conocemos bastante para saber que es muy capaz de comunicar lo que es su voluntad, ahora deberá Pedro Orce acompañarlo hasta su descubrimiento, ahogado arrojado a la costa, arca del tesoro, vestigio de la Atlántida, resto del Holandés Errante, obsesiva memoria, y cuando llegó vio que no eran más que piedras entre piedras, pero, no siendo este animal perro que se engañe, algo habría allí de singular, fue entonces cuando reparó en que sus propios pies se asentaban sobre ella, sobre la cosa, una piedra enorme, con la forma tosca de un barco, y allí otra, larga y estrecha como un mástil, y otra más, ésta sería el timón aunque partido. Creyendo que la poquísima luz lo engañaba, fue dando la vuelta a las piedras, tanteando y palpando, y así dejó de tener dudas, este lado, alto y aguzado, es la proa, este otro, romo, la popa, el mástil inconfundible, y el timón sólo podría ser, por ejemplo, espadilla para un gigante si esto no fuese, realmente, donde está, un barco de piedra. Fenómeno geológico, ciertamente, Pedro Orce conoce de químicas más de lo suficiente para poder explicarse a sí mismo el hallazgo, una antigua barca de madera traída por las olas o dejada por los mareantes, varada en estas lajas desde inmemoriales tiempos, después la cubrieron las tierras, se mineralizó la materia orgánica, otra vez las tierras se retiraron, hasta hoy, serán precisos millares de años para que se apaguen los contornos y mermen los volúmenes, viento, lluvia, la lima del frío y del calor, llegará un día en que no se distinguirá la piedra de la piedra. Pedro Orce se sentó en el fondo del barco, en la posición en que está no ve más que el cielo y el mar distante, si esta nave se balanceara un poco creería que iba navegando, y entonces, cuánto puede la imaginación, se le ocurrió la idea absurda de que quizá fuera realmente navegante esta nave petrificada, hasta el punto de que fuera ella la que arrastraba la península a remolque, no se puede confiar en los delirios de la fantasía, claro que no sería imposible que ocurriera, otras acrobacias más difíciles se han visto, pero se da el caso irónico de que el barco tiene la popa dirigida hacia el mar, ninguna embarcación que se respete navegaría alguna vez reculando. Pedro Orce se levantó, ahora tiene frío, el perro saltó la amurada, es hora de volver a casa, señor amo, que no está usted para trasnochar, no lo hizo de joven y va a hacerlo ahora.

Cuando llegan a la cima de los montes Pedro Orce apenas puede con las piernas, sus pobres pulmones que hace poco eran capaces de respirar el océano entero jadeaban como fuelles rotos, el aire áspero le raspaba el interior de las narices, le resecaba la garganta, estas aventuras montañeras son impropias de un boticario al borde de la ancianidad. Se deja caer en una piedra, a descansar, con los codos hundidos en las rodillas, la cabeza baja reposando sobre las manos, el sudor le hace brillar la frente, el viento le agita los mechones de pelo, es una ruina de hombre, cansado y triste, desgraciadamente no se ha inventado aún el proceso de mineralizar a una persona en la flor de la juventud para transformarla en eterna estatua. La respiración está más tranquila, el aire se ha ablandado, entra y sale sin aquel raspón de lija. Dándose cuenta de estas mudanzas, el perro, que esperaba tendido, se levanta. Pedro Orce alzó la cabeza, miró hacia abajo, hacia el valle donde estaba la casa. Parecía haber ahora sobre ella un aura, un fulgor sin brillo, una especie de luz no luminosa, si esta frase, que, igual que todas las otras, sólo de palabras puede componerse, llega al entendimiento con unívoco sentido. Al recuerdo de Pedro Orce vino aquel epiléptico de Orce que, tras los ataques que lo derribaban, intentaba explicar las confusas sensaciones con que se anunciaban, sería una vibración de las partículas invisibles del aire, sería la irradiación de una energía como el calor en la distancia, sería la distorsión de los rayos luminosos en el límite de su alcance, esta noche, verdaderamente, se ha poblado de asombros, el hilo y la nube de lana azul, la nave de piedra varada sobre las lajas de la costa, ahora una casa que prodigiosamente se estremece, o así lo diríamos viéndola desde aquí. La imagen oscila, se funden los contornos, de repente parece apartarse hasta convertirse en un punto casi invisible, luego regresa, latiendo lentamente. Durante un instante temió Pedro Orce quedarse abandonado en este otro desierto, pero el susto pasó, fue sólo el tiempo de comprender que allí abajo se habían reunido María Guavaira y Joaquim Sassa, los tiempos han cambiado mucho, ahora es llegar y llenar la alforja, si se me permite esta plebeya y arcaica comparación. Se había levantado Pedro Orce para empezar a descender la ladera, pero volvió a sentarse y esperó pacientemente, transido de frío, a que la casa volviera a su imagen de casa, donde no hubiera más llamaradas que aquella que todavía sigue ardiendo en el hogar, si tarda mucho, lo más seguro es que no encuentre más que cenizas donde antes hubo fuego.

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