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No había nada más que hacer, sino cerrar bien la puerta y ajustar el pasador de hierro. Cuanta ropa tenían la llevaban encima. O-lan dio a cada niño una escudilla y dos pares de palillos y ellos lo cogieron todo con avidez y lo llevaban bien apretado en las manos como una promesa de los alimentos que habían de venir; así partieron a través de los campos, en una pequeña procesión, tan patética, que parecía que nunca alcanzaría, al tardo paso en que avanzaba, las murallas de la ciudad.

Wang Lung llevaba en brazos a la niña, hasta que vio que el viejo se tambaleaba; entonces se la dio a O-lan y se cargó al anciano sobre las espaldas.

Siguieron así, en absoluto silencio, hasta pasar frente a los dos diosecillos que nunca se enteraban de lo que ocurría, Wang Lung sudaba de debilidad a pesar del aire helado y cortante. Este aire no cesaba de soplar contra ellos, y los dos niños empezaron a llorar de frío. Pero Wang Lung los consoló diciendo:

– Sois dos hombres grandes y vais de viaje hacia el Sur, allí hace calor y hay comida todos los días; todos los días buen arroz blanco. Y podréis comer… y comer…

Al fin, descansando continuamente, parándose de trecho en trecho, llegaron a la puerta de la muralla. Y donde, en otros tiempos, Wang Lung hallara deleitosa sombra, encontró ahora una corriente helada, que pasaba por el túnel furiosamente, como un brazo de agua fría entre dos escollos. Los pies se le hundían en un barro espeso y el frío les punzaba como agujas de hielo; los dos chiquillos no podían andar y O-lan se tambaleaba con el peso de la niña y con el de su propio cuerpo. Wang Lung se adelantó vacilante, con el anciano a cuestas, le posó en el suelo y regresó a buscar a los chiquillos, pasándolos en hombros uno cada vez. Y cuando hubo concluido, el sudor se desprendía de su cuerpo como lluvia, robándole toda la fuerza, de manera que hubo de apoyarse contra la pared durante largo tiempo, con los ojos cerrados, respirando fatigosamente. En torno a él, su familia se agrupaba temblando.

Estaban ahora frente a la puerta de la casa grande, que se hallaba cerrada. Algunas formas miserables de hombres y mujeres se hacinaban en los escalones de entrada, y cuando Wang Lung pasó junto a ella, con su triste acompañamiento, oyó a alguien exclamar con voz rota:

– El corazón de esos ricos es duro como el corazón de los dioses. Todavía tienen arroz que comer y del que les sobra hacen vino, mientras nosotros nos morimos de hambre.

Y otro murmuró:

– Oh, si por un instante estas manos mías tuvieran fuerza, le pegaría fuego a esa casa aunque yo tuviera que arder con ella!

Pero Wang Lung no contestó nada a todo esto y siguió con su pequeña procesión hacia el Sur.

Cuando hubieron atravesado toda la ciudad, lo que hicieron tan lentamente que cuando salieron al lado sur era ya anochecido, se encontraron con una multitud que iba en la misma dirección que ellos. Wang Lung estaba empezando a pensar contra qué rincón de la pared se hacinarían para dormir él y su familia, cuando se vio envuelto en aquella muchedumbre y le preguntó a un hombre que le empujaba:

– ¿Adónde va toda esta gente!

Y el hombre contestó:

– Somos una caravana de hambrientos y vamos a coger el vagón de fuego que se dirige al Sur. Sale de aquella casa; hay vagones, para gente como nosotros, por un precio menor que una pequeña pieza de plata.

¡Vagones de fuego! Wang Lung había oído hablar de ellos. En la casa de té, unos hombres habían hablado de estos vagones que iban encadenados unos a otros y que no eran conducidos por hombre ni animal, sino por una máquina que echaba fuego y agua como un dragón. Y a menudo se había dicho que algún día iría a verlos, pero entre unas cosas y otras los campos no dejaban tiempo libre. Además, existía siempre la desconfianza de lo que no se conoce. No está bien que un hombre sepa más de lo necesario para su existencia cotidiana.

Ahora, sin embargo, se volvió hacia la mujer y dijo dudosamente:

– ¿Vámonos también nosotros en ese vagón de fuego?

Apartaron un poco a los niños y al anciano de la muchedumbre que avanzaba y se miraron unos a otros, ansiosos y asustados. Y en ese instante de respiro el anciano se dejó caer al suelo y los niños se tendieron en el polvo, indiferentes al peligro de ser pisoteados. O-lan llevaba a la pequeña, pero la cabecita le colgaba de tal modo sobre su brazo, y había en ella tal expresión de muerte, que Wang Lung, olvidándose de todo, gritó:

– ¿Se ha muerto ya la pequeña esclava?

O-lan movió la cabeza.

– Todavía no. Aún respira. Pero morirá esta noche, y todos nosotros, si no…

Y como si no encontrara nada más que decir, miró a Wang Lung, alzando su rostro macilento y exhausto. Wang Lung no contestó, pero se dijo a sí mismo que otro día de camino como éste y morirían todos. Y con cuanto buen humor le fue posible simular, dijo a los suyos:

– Arriba, hijos míos, y ayudad al abuelo. Vamos a subir al vagón de fuego y marcharemos sentados hacia el Sur.

Nadie sabe si les hubiera sido posible moverse voluntariamente de no haber salido de la oscuridad un tronar imponente, como la voz de un dragón, y dos ojos que echaban fuego. Al oír y ver esto, todo el mundo se puso a gritar y a correr. Y arrastrados en la confusión del momento, Wang Lung y los suyos, empujados hacia aquí y hacia allá, pero siempre manteniéndose desesperadamente juntos, fueron llevados, en medio de la oscuridad y del escándalo de muchas voces aterradas, a través de una pequeña puerta y dentro de una habitación que parecía una caja. Y entonces aquella casa en la que se encontraban comenzó a moverse. roncando espantosamente, y avanzó llevándoselos a todos en sus entrañas.

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