III

Al acercarse la hora del nacimiento, Wang Lung le dijo a la mujer:

– Tendremos que llamar a alguien para que ayude cuando llegue el momento… Alguna mujer…

Pero ella movió la cabeza. Se hallaba retirando las escudillas, después de la cena; el viejo se había ido a acostar y estaban los dos solos, sin más luz que la que caía sobre ellos, en llama vacilante, de una pequeña lámpara de hojalata, llena de aceite de habichuela, en la que flotaba una torcida de algodón que servía de mecha.

– ¿Ninguna mujer? -preguntó Wang Lung consternado.

Empezaba ahora a habituarse a estas conversaciones con la mujer, conversaciones en las que la parte de ella se limitaba a un movimiento de cabeza, a un gesto de la mano o, en ocasiones, a una palabra salida involuntariamente de sus labios. El había terminado por acostumbrarse a la parquedad de este curioso conversar.

– ¡Pero va a ser muy extraño, con sólo dos hombres en la casa! -continuó-. Mi madre hacía venir a una mujer del pueblo. Yo no entiendo nada de estas cosas. ¿No hay nadie en la casa grande, alguna esclava con quien hubieras tenido amistad, que quisiera venir?

Era la primera vez que mencionaba la casa de donde ella había salido ya mujer. Se volvió hacia él como jamás la había visto, con las pupilas dilatadas y el rostro animado de una cólera sorda.

– ¡Nadie de esa casa! -gritó.

A Wang Lung se le cayó la pipa, que estaba llenando, y miró a la mujer con estupor. Pero ya a su rostro había vuelto la expresión de siempre. O-lan recogía los palillos como si no hubiera hablado.

– ¡Bueno, he aquí un caso! -dijo Wang Lung con asombro.

Pero ella no contestó, y él, entonces, continuó argumentando:

– Nosotros dos no tenemos habilidad en partos. Mi padre no está bien que entre en tu habitación, y en cuanto a mi, ni siquiera he visto nunca parir a una vaca. Mis manos podrían estropear a la criatura por torpeza. Pero si alguien de la casa grande, donde las esclavas están continuamente dando a luz…

O-lan, que había amontonado ordenadamente los palillos sobre la mesa, miró a Wang Lung y luego dijo:

– Cuando yo vuelva a esa casa, será con mi hijo en los brazos. Y mi hijo llevará una túnica roja y pantalones rojos floreados, un sombrero con un pequeño Buda dorado cosido al frente, y en los pies unos zapatos atigrados. Y yo llevaré zapatos nuevos y una túnica nueva de satén negro. Y entraré en la cocina donde pasé mi vida, y en el salón donde está sentada la Anciana con su opio, y mostraré mi hijo a los ojos de todos.

Jamás le había oído Wang Lung decir tantas palabras. Fluían de sus labios seguras y sin interrupción, aunque lentamente, y se dio cuenta de que todo esto lo tenía ella planeado con anticipación. Mientras trabajaba en los campos, a su lado, había planeado todo esto. ¡Qué sorprendente era! Él hubiera dicho que apenas pensaba en la criatura, tan tranquilamente realizaba su labor, día tras día. Y, sin embargo, había imaginado ya a la criatura nacida y vestida, y a sí misma se había visto ya como la madre de aquella criatura y con una túnica nueva. Por primera vez, el propio Wang Lung se quedó sin palabras. Apretó diligentemente el tabaco entre el pulgar y el índice, haciendo una bola y, recogiendo la pipa del suelo, la llenó.

– Supongo que necesitarás algún dinero -dijo al fin, con aparente aspereza.

– Si quisieras darme tres piezas de plata… -contestó ella temerosamente-. Es mucho dinero, pero he contado todo con cuidado y no desperdiciaré nada. Haré que el comerciante en telas me entregue hasta el último centímetro de cada metro.

Wang Lung echó mano a su cinturón. El día anterior había vendido en el mercado de la ciudad una carga y media de juncos del pantano que poseía el campo del Oeste, y tenía en su poder un poco más de lo que ella necesitaba. Puso las tres piezas de plata sobre la mesa y luego, tras breve duda, añadió una cuarta pieza, que guardaba hacía tiempo por si deseaba jugar un poco, cualquier mañana, en la casa de té. Pero, temeroso de perder, no jugaba nunca; vagaba únicamente en torno a las mesas y miraba los dados golpear en las tablas. Generalmente, acababa por irse a pasar sus horas de ocio a la barraca del cuentista. Allí podía escuchar una vieja historia y sólo tenía que dar por ello una moneda de cobre cuando el hombre pasaba su escudilla.

– Más vale que cojas también esta otra pieza -dijo, soplando rápidamente en la torcida de papel que empezaba a arder y con la que encendió la pipa-. Puedes también hacer el abrigo del niño de un pequeño retazo de seda. Al fin y al cabo, es el primero.

O-lan no tomó el dinero en seguida, pero se quedó mirándolo con el rostro impávido e inexpresivo. Y murmuró:

– Es la primera vez que tengo plata en mis manos.

De pronto cogió las monedas, las apretó con fuerza y echó a correr hacia el dormitorio.

Wang Lung se quedó sentado, fumando y pensando en el dinero que había puesto sobre la mesa. Ese dinero salía de la tierra, de aquella tierra que él labraba y removía, desgastándose sobre ella, y de la que su vida se sustentaba. Gota a gota, el sudor de su frente le arrancaba fruto, y de aquel fruto provenía la plata. Antes de ahora, cada vez que se había despojado de ella para dársela a alguien, era como si le arrancasen un pedazo de su propia vida para ponerlo en otras manos indiferentemente. Pero ahora, por primera vez, no sentía el dolor de aquella entrega, porque veía la plata, no en la mano de un mercader de la ciudad, sino metamorfoseada en algo aún de más valor que la plata misma: en ropas para cubrir el cuerpo de su hijo.

¡Y esta extraña mujer suya, que trabajaba sin decir nada, sin, al parecer, percatarse de nada, esta mujer había visto ya al niño así vestido!

Cuando llegó el momento, no quiso a nadie a su lado. Fue un anochecer, temprano, cuando apenas se había puesto el sol. O-lan se hallaba trabajando junto a su marido. El trigo había sido cosechado; el campo, inundado y sembrado de arroz, que daba ahora fruto; las espigas aparecían maduras y pletóricas tras las lluvias estivales, tras el tibio y dorado sol otoñal. Juntos habían estado haciendo gavillas todo el día, doblados, cortándolas con unas hoces de mango corto. O-lan se inclinaba rígidamente, por la carga que llevaba, y se movía con más lentitud que Wang Lung, de manera que segaban con desigualdad: la hilera de él más avanzada que la de ella. Wang Lung se volvió a mirarla con impaciencia, y entonces la mujer se detuvo, enderezóse y dejó caer la hoz. Su rostro estaba empapado en sudor, en el sudor de una agonía nueva.

– Ya ha llegado -dijo-. Voy a entrar en la casa. No vayas al cuarto hasta que yo llame. Pero tráeme un junco recién pelado y afilado, para que yo pueda separar la vida del niño de la mía.

Y atravesó los campos en dirección a la casa como si nada ocurriera. El se la quedó mirando, y luego fue al pantano, escogió un junco verde y flexible y lo afinó con el filo de su hoz. La rápida sombra otoñal comenzó entonces a cerrar el crepúsculo, y Wang Lung, echándose la hoz al hombro, se encaminó hacia la casa.

Al llegar a ella encontró la cena caliente sobre la mesa, y al viejo, comiendo. ¡La mujer se había detenido a prepararles comida!

Y se dijo que una mujer así no se encontraba fácilmente. Dirigióse al dormitorio y desde la puerta gritó:

– ¡Aquí está el junco!

Y esperó, creyendo que ella le contestaría que se lo llevase. Pero no fue así, sino que se acercó ella misma a la puerta, sacó la mano por la abertura y cogió el junco. No pronunció palabra, pero él la oyó jadear como jadea un animal después de haber corrido mucho.

El viejo levantó la cabeza de su escudilla y dijo:

– Come, o va a estar todo frío -y añadió-: No te preocupes todavía. Hay para rato. Me acuerdo de que cuando nació mi primer hijo, antes de que todo hubiera concluido era ya de día. ¡Ay de mí! Pensar que de todos los hijos que yo engendré y tu madre concibió (uno tras otro…, tantos, que ni me acuerdo), ¡sólo tú has vivido! ¿Comprendes por qué una mujer ha de parir y parir?

Y dijo otra vez, como si acabase de percatarse de ello:

– ¡Mañana, a estas horas, puedo ser abuelo de un chico!

Se puso a reír de pronto, cesó de comer y se quedó cloqueando largamente en la penumbra del cuarto.

Pero Wang Lung, de pie junto a la puerta, estaba sólo atento a aquel jadeo de animal que venía del dormitorio. Un olor a sangre caliente llegó hasta él, un olor mareante que le asustó. El jadeo de la mujer se hizo rápido y sonoro, como gritos apagados, pero ninguna voz se escapó de sus labios. Y cuando ya Wang Lung no podía más y estaba a punto de penetrar en el dormitorio, oyó un llanto fino, punzante, y se olvidó de todo.

– ¿Es un hombre? -gritó importunamente, sin acordarse de O-lan. Y repitió-: ¿Es un hombre? Dime esto al menos: ¿es un hombre?

La voz de la mujer contestó, tan débilmente como un eco:

– ¡Un hombre!

Entonces, Wang Lung fue a sentarse a la mesa. ¡Qué rápido había sido todo! La comida estaba fría y el viejo se había dormido en el banco, pero ¡qué rápido había sido todo!

Sacudió al viejo por los hombros.

– ¡Es un niño! -gritó triunfalmente-. ¡Eres abuelo, y yo padre!

El viejo se despertó de pronto y empezó a reír como se había reído al quedarse dormido.

– Si… si… Naturalmente -cloqueó-. Abuelo, abuelo.

Y levantándose, se fue a la cama, todavía riendo.

Wang Lung cogió la escudilla de arroz y empezó a comer. De repente se le había despertado un hambre terrible, y no podía llevarse la comida a la boca con bastante rapidez. En el dormitorio, la mujer se movía y el llanto de la criatura era continuo y punzante.

"Supongo que ya no tendremos más tranquilidad en esta casa", se dijo con orgullo.

Cuando hubo comido cuanto tenía gana, regresó a la puerta y, como la mujer le dijese que entrase, entró.

El olor de la sangre derramada todavía llenaba, denso y caliente, la atmósfera, pero no había huella alguna de aquella sangre, excepto en la tina de madera. Pero en esta tina la mujer había echado agua y estaba escondida bajo la cama, de manera que Wang Lung apenas podía verla. La vela roja estaba encendida, y O-lan, pulcramente cubierta, se hallaba echada sobre la cama. A su lado, envuelto en unos pantalones viejos del padre, como era costumbre en esta parte del país, yacía su hijo.

Wang Lung se acercó y, por el momento, ninguna palabra acudió a sus labios. El corazón le brincó en el pecho al acercarse a mirar al niño. Tenía una carita redonda y arrugada, muy morena, y el cabello, largo, húmedo y negro. Había cesado de llorar y cerraba los ojos con fuerza.

Wang Lung miró a su esposa y ella le miró a él. Sus estrechas pupilas estaban hundidas, y su cabello, mojado aún por el sudor de la angustia; aparte de esto, era la misma de siempre, más para Wang Lung, viéndola allí postrada, O-lan resultaba emocionante. El corazón se le iba hacia aquellos dos seres, y exclamó, no sabiendo qué otra cosa decir:

– Mañana iré a la ciudad y compraré una libra de azúcar encarnado para echarlo en agua hirviendo y que tú lo bebas.

Y, mirando al niño otra vez, brotó de él esta exclamación, como si fuese algo que acabase de ocurrírsele:

– Tendremos que comprar un buen cesto de huevos y teñirlos de rojo, para los del pueblo. ¡Así, todo el mundo sabrá que tengo un hijo!

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