XXXII

Una vez que hubieron partido los soldados, Wang Lung y sus hijos se pusieron de acuerdo por primera vez y decidieron que debería borrarse toda huella de lo que había pasado. Llamaron, pues, a albañiles y carpinteros nuevamente, y los criados limpiaron los patios y los carpinteros arreglaron hábilmente las rotas esculturas de las sillas y otra vez el hijo primogénito compró abigarrados y dorados peces, plantó arbustos de flor y podó los árboles que habían quedado. Y al cabo de un año el lugar estaba embellecido y como nuevo otra vez, cada hijo se había trasladado a su propio departamento y en la casa volvía a reinar el orden.

A la esclava que había concebido del hijo de su tío, Wang Lung la destinó a cuidar de la madre de aquél mientras viviese, que ya no podía ser mucho, y le dio el encargo de colocarla dentro de su ataúd cuando muriera. Y fue para él una alegría que la moza diera a luz una niña, pues si hubiese sido un niño hubiera estado orgullosa de ello y habría reclamado un lugar en la familia, pero habiendo dado a luz a una esclava no dejaba de ser ella esclava y su situación era la misma de antes.

Sin embargo, Wang Lung fue justo con ella, como era con todos, y le dijo que, si lo deseaba, podría ocupar la habitación de la anciana cuando ésta muriese, y su lecho, pues un cuarto y una cama no se echaría a faltar en aquella casa de sesenta habitaciones. También le dio a la esclava un poco de plata que la mujer aceptó con alegría, la cual le dijo cuando se la entregó:

– Guardad la plata como dote para mí, mi amo, y si no es molestaros demasiado, casadme con un labrador o con un hombre pobre y bueno. Para vos será un mérito, y para mí, habiendo vivido con un hombre, es duro tener que ir sola a mi lecho.

Entonces Wang Lung le prometió hacer lo que quería, y al prometerlo se sintió sobrecogido por este pensamiento: aquí estaba él prometiendo una mujer a un hombre pobre, y antaño él mismo había sido un hombre pobre y vino a esta casa en busca de una mujer. Durante media vida no había pensado en O-lan, y ahora pensaba en ella con tristeza que no era dolor, sino brumas del recuerdo y de las cosas largamente pasadas, tan distante de ella estaba ahora. Y dijo lentamente:

– Cuando la vieja fumadora de opio muera, y ya no puede tardar, buscaré un hombre para ti.

Y Wang Lung cumplió su palabra. Una mañana, la esclava llegó a él y le dijo:

– Ahora redimid vuestra palabra, mi amo, pues la anciana murió hoy temprano y la he colocado en su ataúd.

Entonces Wang Lung se puso a pensar en un hombre de sus tierras para esta mujer y se acordó del muchacho gimoteante que había causado la muerte de Ching, aquel muchacho con los dientes sobresaliéndole por encima del labio inferior, y dijo:

– Bueno, al fin y al cabo no tuvo intención de hacer lo que hizo, y ese mozo es tan bueno como otro y el único del que me acuerdo ahora.

Así es que le mandó venir y él vino, pero aquel muchacho era ahora un hombre, aunque todavía basto y todavía con los dientes como antes. Y Wang Lung tuvo el capricho de sentarse sobre la tarima que se alzaba en el gran salón, y llamando a los dos a su presencia dijo lentamente, para saborear el extraño momento:

– Hombre, he aquí esta mujer que es tuya si la quieres. Y nadie la ha conocido excepto el hijo de mi propio tío.

El hombre la aceptó con gratitud porque era una moza robusta y amable, y él demasiado pobre para poder casarse con otra que no fuera una como ella.

Al descender Wang Lung de la tarima le pareció que ahora su vida estaba redondeada y que había hecho todo cuanto dijo que haría en su vida y más de lo que nunca pudo soñar que haría, sin que él mismo supiera cómo había sucedido todo. Y sólo ahora le parecía que podría en verdad tener paz y dormir al sol. Tiempo era también de ello, pues se acercaba a los sesenta y cinco años, y los nietos que le rodeaban eran ya como jóvenes bambúes. Tres eran los hijos de su primogénito, el mayor de los cuales iba a cumplir diez años, y dos los del hijo segundo. Al hijo tercero habría que casarle pronto, y hecho esto ya no podría inquietarle nada en la vida y tendría paz.

Pero no la tenía. Parecía como si la llegada de los soldados hubiera sido una invasión de abejas salvajes que dejan los aguijones donde pueden. La esposa del hijo mayor y la del segundo, que se habían tratado con cortesía hasta que hubieron de vivir juntas en un mismo departamento, ahora se odiaban intensamente. Aquel odio había nacido de pequeñas disputas, las disputas de las mujeres cuyos hijos han de vivir y jugar juntos y riñen unos con otros como perros y gatos. Cada madre corría en defensa de su criatura, y abofeteaba a los otros chiquillos, pero sin tocar a los propios, y para cada una los de ella tenían razón en cualquier riña que surgiese. Así las dos mujeres se tornaron hostiles la una para la otra.

Y luego, aquel día en que el primo había alabado a la esposa pueblerina y se había reído de la ciudadana, ocurrió algo que no podía ser perdonado. La esposa del hijo primogénito levantó la cabeza altivamente y dijo en voz alta a su esposo, al pasar junto a su cuñada:

– Es cosa dura tener en la familia una mujer atrevida y mal educada que se ríe en la cara de un hombre que la llama carne roja.

Y la esposa del hijo segundo respondió rápida y ruidosamente:

– ¡Ahora mi cuñada tiene celos porque un hombre la ha llamado solamente trozo de pescado frío!

Y así las dos empezaron a lanzarse miradas de cólera y de odio, aunque la mayor, orgullosa de su corrección, se encerraba en un silencio desdeñoso, cuidando de ignorar la presencia de la otra. Pero cuando sus hijos querían salir de su departamento, exclamaba:

– ¡Os prohíbo que os mezcléis con chiquillos mal educados!

Decía esto en presencia de su cuñada, a la que podía ver en el departamento vecino, y aquélla les gritaba a sus propios hijos:

– ¡No juguéis con serpientes porque seréis mordidos!

Así es que el odio de las dos mujeres aumentaba de día en día, y la cosa era más amarga porque tampoco los dos hermanos se querían bien, el mayor siempre temeroso de que su nacimiento y su familia parecieran bajos a los ojos de su esposa, mejor nacida que él y educada en la ciudad, y el segundo, de que el deseo de gasto y de posición del primogénito derrochara la herencia antes de que fuera dividida. Además, era una vergüenza para el mayor que el segundo supiera cuánto dinero tenía su padre y cuánto se gastaba, pues todo pasaba por sus manos, de manera que, aunque Wang Lung recibía y repartía el dinero de sus tierras, el segundo sabía cuánto era y el mayor no, y cuando quería algo tenía que pedírselo a su padre como si fuera un niño. Así es que cuando las esposas se odiaron mutuamente, su odio se extendió hasta los hombres y los departamentos de ambos rebosaban cólera, y Wang Lung gemía porque no hallaba paz en su casa.


Wang Lung tenía además su propia y secreta tribulación con Loto desde el día en que protegió a su esclava contra el hijo de su tío. Desde entonces la muchachita se hallaba en desgracia con Loto, y a pesar de que la servía silenciosa y abnegadamente, y permanecía en pie junto a ella todo el día, llenándole la pipa y trayendo esto y lo otro, y levantándose por la noche cuando Loto se quejaba de que no podía dormir y friccionándole las piernas y el cuerpo para calmarla, aún Loto no estaba satisfecha.

Tenía celos de la doncella, y cuando Wang Lung entraba, la hacía salir de su cuarto y a él le acusaba de haberla mirado.

Ahora bien, Wang Lung no había pensado en la muchacha de otra manera que como en una pobre niña asustada, y sentía por ella como habría podido sentir por su pobre tonta y nada más. Pero al acusarle Loto pensó en mirarla, y vio que, en efecto, era muy bonita y tan pálida como una flor de peral; y algo se agitó en su vieja sangre que había estado tranquilo en sus últimos diez años.

Así es que mientras se reía de Loto, diciendo: "¡Cómo! ¿Me crees sensual todavía, cuando no entro en tu cuarto más de tres veces al año?", miraba, sin embargo, de reojo a la muchacha y se sentía agitado.

Loto, a pesar de su ignorancia en todas las cosas menos una, conocía bien las maneras de los hombres con las mujeres, y sabía que los viejos despiertan a veces a una breve juventud, de manera que estaba furiosa con la doncella y hablaba de venderla a la casa de té. Pero Loto amaba su comodidad, y Cuckoo tornábase vieja y perezosa, mientras la doncella era viva y estaba tan acostumbrada a la persona de Loto que veía lo que su ama deseaba antes de que ella misma lo supiese. Por esta razón, Loto se resistía a separarse de ella, aunque estaba decidida a hacerlo, y bajo la presión de este desacostumbrado conflicto estaba más enfurecida por la incomodidad que le causaba, y era más difícil que nunca vivir con ella. Wang Lung se mantuvo varias veces ausente de sus habitaciones por muchos días, pues su genio era imposible de soportar, y se decía que esperaría, pensando que habría de pasar, pero, mientras tanto, pensaba en la doncellita pálida mucho más de lo que él mismo creía.

Entonces, y como si no hubiera bastantes tribulaciones en la casa, con todas las mujeres alteradas, las hubo también con el hijo menor de Wang Lung.

Este mozo había sido un muchacho tan quieto, tan absorto por sus tardíos estudios, que nadie pensaba en él excepto como en un adolescente espigado, con los libros siempre bajo el brazo y un viejo preceptor siguiéndole doquiera como un perro.

Pero el muchacho había vivido entre soldados cuando éstos ocuparon la casa, y pudo oír sus historias de batallas y pillaje, escuchándolas extasiado sin decir nada. Entonces le pidió a su viejo preceptor novelas, historias de las guerras de los tres reinos y de los bandidos que vivían antiguamente en los alrededores del lago Swei; por ello, su cabeza estaba llena de sueños.

Así es que ahora fue a su padre y le dijo:

– Ya sé qué haré. Seré soldado y marcharé a las guerras.

Cuando Wang Lung oyó esto pensó consternado que era lo peor que podía sucederle todavía, y gritó a toda voz:

– ¿Qué locura es ésta? ¿Es que no he de tener nunca paz con mis hijos?

Y discutió con el muchacho y trató de ser suave y bondadoso cuando vio que sus cejas se juntaban en una línea, y le dijo:

– Hijo mío, desde tiempos remotos se dice que los hombres no emplean buen hierro para hacer un clavo ni una buena persona para hacer un soldado. Y tú eres mi hijo, tú eres mi hijito pequeño, y, ¿cómo he de dormir por las noches cuando sepa que estás vagando por la tierra, guerreando aquí y allí?

Pero el muchacho estaba decidido y miró a su padre, echó hacia atrás las cejas y exclamó solamente:

– Iré.

Entonces Wang Lung acudió a los mimos y dijo:

– Podrás ir a la escuela que desees y si quieres te mandaré a los grandes colegios del Sur y aun a los del extranjero para que aprendas cosas interesantes, y podrás ir a estudiar a donde te parezca, si no quieres ser soldado. Es una deshonra para un hombre como yo, un hombre de plata y de tierras, tener un hijo soldado.

Y al ver que el muchacho permanecía callado, exclamó otra vez mimosamente:

– Dile a tu viejo padre por qué quieres ser soldado.

Y el muchacho dijo, con los ojos brillándole bajo las cejas:

– ¡Ha de haber una guerra como jamás ha existido otra semejante, y ha de haber una revolución, y lucha, y guerra, y nuestra tierra será libre!

Wang Lung oyó esto con el mayor asombro que hasta entonces le habían causado sus tres hijos.

– Yo no sé qué historias son éstas… -dijo pensativo-. Nuestra tierra es libre ahora. Yo la arriendo a quien deseo y me trae plata y buen grano y tú te vistes y comes y vives de ella, y no sé qué libertad quieres mayor de la que tienes.

Pero el muchacho murmuró amargamente:

– No comprendéis…, sois muy viejo… No comprendéis nada… Y Wang Lung se quedó meditando y mirando a este hijo suyo, y vio su rostro joven y torturado, y se dijo:

"Le he dado todo a este hijo, hasta la vida. Le he permitido abandonar la tierra, aunque ahora ya no tengo un hijo que cuide de ella después de mí, y le he permitido leer y escribir, por más que no era necesario, con dos en la familia que saben hacerlo."

Y pensó y se dijo a sí mismo todavía, mirando al muchacho:

"Todo lo ha tenido de mí este hijo…"

Y entonces se fijó en él con atención y vio que ya era un hombre, aunque todavía espigado como un junco tierno, y dijo con duda, musitando y a media voz, pues no veía en el muchacho signo alguno de lujuria:

– Bueno, puede que necesite algo todavía.

Y exclamó en voz alta y lentamente:

– Bueno, y pronto te casaremos, hijo mío.

Pero él lanzó a su padre una mirada de fuego bajo la línea espesa de las cejas, y contestó desdeñosamente:

– ¡Entonces me escaparé, pues para mi una mujer no es una respuesta a todo, como para mi hermano mayor!

Wang Lung vio en seguida que se había equivocado y se apresuró a decir excusándose:

– No…, no… No te casaremos…, pero quiero decir… si hay alguna esclava que desees…

Y el muchacho contestó con una expresión elevada y con gran dignidad, cruzando los brazos sobre el pecho:

– Yo no soy un joven vulgar. Yo tengo sueños. Yo quiero la gloria. Y mujeres las hay en todos lados.

Entonces, y como si de pronto recordase algo que había olvidado, perdió su altiva dignidad, dejó caer los brazos y dijo con su voz natural:

– Además, nunca ha habido una colección de esclavas más fea que la nuestra. Claro que a mí no me importa poco ni nada, pero no hay ni una sola belleza en la casa, excepto quizá la doncellita pálida que sirve a la que está en el departamento interior.

Entonces Wang Lung comprendió que hablaba de Flor de Peral y se sintió poseído de unos celos extraños. De pronto se sintió más viejo de lo que era, un hombre viejo y demasiado grueso de cintura y con el pelo blanquecino; y vio a su hijo, que era un hombre esbelto y mozo, y por un momento no fueron padre e hijo, sino dos hombres, uno viejo y otro joven, y Wang Lung exclamó iracundo:

– ¡Cuidado con acercarte a las esclavas! No estoy dispuesto a tolerar en mi casa las malas costumbres de los jóvenes señores. Nosotros somos buena gente del campo, sana y decente. ¡Nada de eso en mi casa!

Entonces el muchacho abrió los ojos. levantó sus negras cejas, se encogió de hombros y le dijo a su padre:

– ¡Vos hablasteis de ello antes!

Y, volviéndose, salió de la habitación.

Wang Lung se quedó solo en el cuarto, sentado junto a su mesa, y se sintió triste y solo, y murmuró para sí mismo:

– Bueno, no tengo paz en sitio alguno de mi casa.

Se sentía perdido confusamente en muchas iras, pero aunque no le era posible comprender por qué, ésta sobresalía entre todas con mayor claridad: que su hijo había mirado a una doncellita pálida de la casa y la encontraba hermosa.

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