VIII

Parecía como si los dioses, habiendo abandonado a un hombre, no se acordasen más de él. Las lluvias que debían haber caído en los comienzos del verano no cayeron, y día tras día el cielo brillaba con fresco y cruel resplandor. La tierra apergaminada y sedienta les tenía sin cuidado a los dioses, y de aurora a aurora no se veía una nube. Por las noches, las estrellas se destacaban en el cielo impoluto con una belleza dorada y perversa.

Los campos, a pesar de que Wang Lung los cultivaba con desesperación, se resecaban y abrían, y el trigo tierno que había brotado valientemente al llegar la primavera y se había preparado a granar, al ver que nada le llegaba de la tierra ni del cielo, cesó de crecer, permaneció al principio quieto bajo el sol y luego empezó a disminuir y amarillear, quedando convertido en una cosecha estéril. Los lechos de arroz que Wang Lung sembrara eran como cuadriláteros de jaspe en la tierra morena. Día tras día los regaba, desde que diera el trigo por perdido: cargaba el agua en dos pesados cubos de madera, colocados en los extremos de una pértiga que el llevaba sobre las espaldas. Pero por más que abrió un surco en su carne y se formó en ella una callosidad tan grande como una escudilla, la lluvia no hizo aparición alguna.

Al fin el agua del estanque se secó, formando un cuajarón de greda, y hasta el agua del pozo bajó tanto que O-lan dijo:

– Si los niños han de beber y el viejo ha de tener su agua caliente, las plantas habrán de secarse.

Wang Lung le contestó con rabia que se quebró en un sollozo:

– ¡Bueno, y si las plantas se mueren, ellos también tendrán que morirse!

Era cierto que dependían enteramente de la tierra.

Únicamente el terreno cercano al foso dio cosecha, y eso porque Wang Lung, viendo que pasaba el verano sin que lloviese, abandonó todos sus otros campos y dedicó enteramente su atención a éste, cuyo ávido suelo regaba con el agua que extraía del foso.

Aquel año, por primera vez, vendió el grano tan pronto lo hubo cosechado, y al sentir la plata entre sus manos la apretó con un ansia que tenía mucho de desafío. Con aquella plata, se dijo, haría, pese a los dioses y pese a la sequía, lo que había determinado hacer. Por aquella plata había molido su cuerpo y derramado el sudor de su frente, y haría con ella lo que quisiese. Y corrió a la Casa de Hwang, se presentó ante el administrador de las tierras y le dijo sin ceremonias:

– Tengo con qué comprar el terreno que colinda con el mío, junto al foso.

Wang Lung había oído decir aquí y allá que para la Casa de Hwang aquel año había rayado en la pobreza. La Anciana Señora no había fumado íntegramente su ración de opio en muchos días, y parecía una vieja tigresa, trastornada por el ansia de la droga. Cada día hacía venir al administrador a su presencia, y cuando lo tenía delante le maldecía, le golpeaba el rostro con el abanico y le gritaba: "¿Pero es que ya no quedan leguas de tierra?", hasta hacerle perder el tino.

Tanto lo había perdido que últimamente hasta había renunciado al dinero que solía retener, para su propio uso, de las transacciones de la familia. Y por si todo esto fuera poco, el Anciano Señor decidió tomar otra concubina más, una esclava hija de una esclava que había sido suya en su juventud y que estaba ahora casada con un criado de la casa porque el deseo que inspirara a su señor se apagó antes de que éste la aceptara en sus habitaciones como concubina. La pequeña esclava, que no tenía más de dieciséis años, despertaba en el una lujuria nueva, pues según iba envejeciendo, debilitándose y haciéndose pesado a fuerza de tejido adiposo, crecía su deseo de carne fresca, de mujercitas ligeras y jóvenes, hasta niñas; de modo que era imposible moderar su lujuria. Como la Venerable Señora con su opio, así él con su sensualidad. Y era inútil tratar de hacerle comprender que no había dinero para pendientes de jaspe ni oro que verter en las lindas manos femeninas. El significado de las palabras "no hay dinero" no podía alcanzar a quien, durante toda una vida, sólo había tenido que extender la mano para retirarla colmada cuantas veces lo deseara.

Y viendo a sus padres de tal suerte, los jóvenes señores se encogieron de hombros y se dijeron que aún tendrían suficiente dinero para derrochar durante toda su vida. Y solamente se unían en una cosa: en reprochar al administrador la mala marcha de sus propiedades, hasta que el hombre, antes opulento y untuoso, de vida fácil y bolsa abundante, tornóse inquieto, se sintió acosado y comenzó a perder carnes de tal manera que la piel le colgaba sobre los huesos como un vestido viejo.

Tampoco quiso el cielo enviar lluvias a los campos de la Casa de Hwang, y tampoco en ellos había cosechas que recoger, así es que cuando Wang Lung llegó al administrador diciendo: "Tengo plata", era como si alguien se hubiera acercado a un hambriento diciendo: "Tengo comida".

El administrador cogió aquella plata ansiosamente. La otra vez habían charlado y bebido té, pero ahora entre los dos hombres se cruzaba un cuchicheo impaciente, y con más rapidez que las palabras eran pronunciadas pasó el dinero de unas manos a otras, se firmaron y sellaron los papeles y la tierra fue de Wang Lung.

Y otra vez Wang Lung no consideró duro desprenderse de aquella plata, que era su carne y su sangre. Con ella realizaba el deseo de su corazón. Tenía ahora un vasto campo de buena tierra, pues este campo era el doble del que comprara anteriormente. Pero para él, más importante que su oscura fertilidad era el hecho de haber pertenecido a la familia de un príncipe. Y esta vez no dijo a nadie, ni aun a O-lan, lo que había hecho.

Los meses pasaban y la lluvia era esperada inútilmente. Al acercarse el otoño, las nubes se hacinaron levemente en el cielo, unas nubes pequeñas y ligeras. Y por las calles del pueblo se veían grupos de hombres, desocupados y ansiosos, con los rostros vueltos hacia el firmamento, examinando atentamente esta o aquella nube y discutiendo sobre cuál de ellas encerraría lluvia en su seno. Pero antes de que pudiera formarse una cerrazón prometedora, se alzaba del Noroeste un aire crudo, el aire mordiente del desierto lejano, y barría las nubes del firmamento lo mismo que una escoba barre el polvo del suelo. Y el cielo continuaba límpido y vacío, el sol se alzaba majestuosamente cada mañana, hacia su camino y se ponía, solitario, cada atardecer. Y, a su debido tiempo, aparecía la luna y brillaba con tanta claridad como un sol menor.

Wang Lung recolectó de sus campos una miserable cosecha de judías, y del plantío de maíz, sembrado desesperadamente cuando el arroz comenzó a amarillear y morirse, cortó unas breves mazorcas, con los granos diseminados aquí y allá. Ni una judía se desperdició en la trilla. Wang Lung mandó que los dos niños tamizaran entre sus dedos el polvo de la era, después que él y la mujer habían expurgado las plantas; y desgranó el maíz sobre el suelo del cuarto central, vigilando atentamente los granos que caían un poco diseminados. Cuando iba a recoger las mazorcas vacías, para usarlas como combustible, su esposa exclamó:

– No las desperdicies quemándolas. Cuando yo era niña, en Shantung, recuerdo que, en años como éste, molíamos las mazorcas y las comíamos. Son mejores que la hierba.

Al hablar ella, todos guardaron silencio. Eran días de abstinencia, estos días extraños y brillantes en que la tierra les estaba fallando. Únicamente la última criatura, la niña, desconocía el temor. Para ella estaban todavía repletos los dos robustos pechos de su madre: Pero O-lan, al amamantarla, murmuraba:

– Aliméntate, pobre tonta, aliméntate… mientras todavía tienes esto con que alimentarte.

Entonces, como si la desgracia fuera poca, O-lan quedó de nuevo embarazada, la leche se le secó y toda la casa estremecióse con la voz de una criaturita que lloraba de hambre incesantemente.‹


Si alguien le hubiera preguntado a Wang Lung cómo se alimentaban aquel otoño, la respuesta hubiera sido:

– No sé… Un poco de comida de vez en cuando.

Pero nadie le preguntaba tal cosa. En toda la comarca, nadie le preguntaba a nadie: "¿Cómo te alimentas?", sino que cada cual se interrogaba a si mismo: "¿Cómo me alimentaré hoy?" Y los padres decían: "¿Cómo nos alimentaremos hoy, nosotros y nuestros hijos?"

Wang Lung había cuidado de su buey hasta donde le fue posible. Le había dado a la bestia un puñado de hierba y de paja de judías mientras la hubo, y, al terminarse ésta, salió a coger hojas de los árboles y se las fue dando hasta que vino el invierno y las hojas desaparecieron. Entonces, ya que no había campos que arar; ya que la semilla, si se plantaba, secábase en la tierra, y ya que, además, se habían comido todas sus semillas, hizo que el buey fuese a pacer por si mismo. Le mandaba fuera, con el chico mayor todo el día montado sobre él, sujetando la cuerda que pasaba por las narices del animal, para que no lo robaran. Pero últimamente ni aun esto se había atrevido a hacer, pues temía que los hombres del pueblo, y aun sus mismos vecinos, pudieran atacar al muchacho y llevarse al buey para matarlo y comérselo. De manera que lo tenía en el portal hasta que la bestia enflaqueció tanto que no era más que un esqueleto.

Pero llegó un día en que el arroz se acabó, y el trigo se acabó, y únicamente quedaban unas cuantas judías y una magra provisión de maíz. El buey bramaba de hambre y el padre de Wang Lung dijo:

– Nos comeremos el buey después.

Entonces, Wang Lung protestó, porque para él era como si alguien hubiera dicho: "Nos comeremos un hombre después". El buey era su compañero de los campos, había andado tras sus hijos. Y un hombre puede comprar otro buey con más facilidad que su propia existencia.

Pero Wang Lung no quiso permitir que se le matase aquel día. Y pasó el siguiente, y el otro, y los niños lloraban pidiendo comida y no había manera de consolarlos. O-lan miraba a su marido, suplicándole por los niños, y al fin Wang Lung vio que no había más remedio que hacer lo que le pedían. Y exclamó ásperamente.

– ¡Que se le mate, pues! Pero yo no puedo hacerlo.

Fue al dormitorio, se echó sobre la cama y se tapó la cabeza con la colcha para no oír los bramidos de la bestia cuando muriese.

Entonces O-lan deslizóse afuera, cogió un gran cuchillo que empleaba en la cocina y dio un tajo formidable en el cuello del animal, hiriéndole de muerte. En una palangana recogió la sangre, para hacer con ella un budín, y degolló y cortó en pedazos el enorme esqueleto, mientras Wang Lung se negaba a salir hasta que todo hubiera sido consumado, y la carne, cocida y llevada a la mesa. Pero cuando trató de comer aquella carne de su buey, se le hinchó la garganta y no pudo tragarla. Tomó únicamente un poco de la sopa, y O-lan le dijo:

– Un buey no es más que un buey, y éste se hacía viejo. Come, que algún día tendrás otro y mejor que éste.

Con lo cual, Wang Lung se sintió algo confortado, y comió un bocado, y luego un poco más, y todos comieron en paz.

Pero el buey fue consumido, y sus huesos, cascados para sacarles el tuétano, y de él no quedó nada más que la piel, seca y dura, tensa sobre el potro de bambú que O-lan había hecho para mantenerla estirada.

Al principio había habido en el pueblo cierta hostilidad contra Wang Lung porque decían que tenía plata escondida y alimentos almacenados. Su tío, que fue uno de los primeros hambrientos, llegó a su puerta importunándole, pues en realidad él, su mujer y sus siete hijos no tenían nada que comer. Wang Lung midió de mala gana, en el halda de la túnica de su tío, un montoncito de judías y un precioso puñado de maíz, diciendo con energía:

– Es todo cuanto puedo daros. Antes que nada, y aunque no tuviera hijos, he de tener en cuenta a mi anciano padre.

Y cuando su tío volvió otra vez, Wang Lung exclamó:

– ¡Ni la piedad filial me permitirá sostener mi casa!

Y dejó partir al hermano de su padre con las manos vacías.

Desde aquel día, su tío volvióse contra él como un perro apaleado y empezó a murmurar por las casas del pueblo:

– Mi sobrino tiene plata y alimentos, pero no quiere darnos nada a nosotros, ni siquiera a mí y a mis hijos, que somos de su misma sangre. No nos queda más remedio que morirnos de hambre.

Y cuando familia tras familia consumió sus provisiones en el pueblo y gastó su última moneda en el pobre mercado de la ciudad, y soplaron los vientos del invierno, fríos como un cuchillo de acero, secos y estériles, el corazón de los lugareños ensombrecióse por la propia hambre y el hambre de sus esqueléticas esposas y quejumbrosos chiquillos. Y cuando el tío de Wang Lung, temblando por las calles como un perro famélico, repitió: "Hay quien tiene comida; hay un hombre cuyos hijos están gordos todavía", los hombres se armaron de estacas una noche, fueron a la casa de Wang Lung y aporrearon la puerta. Cuando él abrió, a las voces de sus vecinos, le hicieron a un lado de un empujón, sacaron fuera a los aterrorizados niños y cayeron como una plaga. sobre cada rincón, arañaron cada saliente con las manos en busca de los alimentos escondidos. Y entonces, al encontrar su miserable provisión de judías secas y su escudilla de granos de maíz, dieron un gran aullido de desesperanza, de desesperación, y cogieron los muebles, la mesa, los bancos, la cama donde yacía el viejo asustado y lloroso.

Entonces O-lan se adelantó y su voz, oscura y lenta, alzóse entre los hombres.

– Eso no…, eso todavía no -gritó-. Aún no ha llegado el momento de coger la mesa, los bancos y la cama de nuestra casa. Tenéis toda nuestra comida, pero de vuestros propios hogares aún no habéis vendido el mobiliario. Dejadnos el nuestro. Estamos iguales. No tenemos ni una judía ni un grano de maíz más que vosotros… No, vosotros tenéis más ahora, porque os habéis llevado lo nuestro. El castigo del cielo caerá sobre vosotros si os lleváis más. Ahora saldremos juntos y buscaremos hierbas y cortezas de árbol que comer, vosotros para vuestros hijos y nosotros para nuestras tres criaturas y para esta cuarta que ha de nacer a su tiempo.

Oprimió la mano contra su vientre mientras hablaba, y los hombres se sintieron avergonzados ante ella y fueron saliendo uno por uno, pues no eran mala gente y sólo el hambre les había arrastrado a tales extremos.

Uno, llamado Ching, quedó rezagado; era un hombre pequeño, silencioso, con un rostro amarillo que en sus mejores tiempos parecía de simio y que estaba ahora chupado y ansioso. De buena gana hubiera pronunciado alguna palabra de excusa, pues era un hombre honrado y únicamente el llanto de su criatura le había echo cometer aquella mala acción, pero oculto en su seno llevaba un puñado de judías que había cogido cuando fue hallada la provisión y temía tener que devolverlas si hablaba, de manera que sólo miró a Wang Lung con ojos macilentos y silenciosos y salió de la casa.

Allí, en aquel patio en el que año tras año había trillado sus buenas cosechas, quedó Wang Lung; en aquel patio que desde hacía tantos meses no servía de nada. Ni una brizna quedaba en la casa con que alimentar a su padre y a sus hijos, nada con que alimentar a aquella mujer suya que además del alimento de su propio cuerpo necesitaba el de aquel otro que, con la crueldad de la vida nueva y ardiente, se nutriría de la carne y de la sangre de su madre. Y Wang Lung tuvo instantes de pánico. Luego, como un vino calmante, fluyó por sus venas un íntimo consuelo, y se dijo:

"La tierra no pueden quitármela. He puesto el sudor de mi frente y el fruto de mis campos en algo que perdura. Si tuviera plata, se la habrían llevado. Si con la plata hubiese comprado provisiones para almacenarlas, se las habrían llevado. Pero la tierra es mía aún."

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