Cierto día, cuando Wang Lung se había dicho que por fin tenía paz en la casa, su primogénito se le acercó al atardecer, cuando él regresaba de la tierra, y le dijo:
– Padre, si he de ser un estudiante, ya no hay nada más que ese viejo cabezota de la ciudad pueda enseñarme.
Wang Lung había sacado del caldero de la cocina una palangana llena de agua caliente, mojó en ella una toalla, la exprimió y se la aplicó humeante al rostro, diciendo:
– Bueno, ¿y ahora qué?
El muchacho dudó y luego dijo:
– Bueno; pues que si he de ser un estudiante me gustaría ir a una ciudad del Sur, entrar en un gran colegio y aprender lo que haya que aprender.
Wang Lung se frotó los ojos y las orejas con la toalla, y con la cara saturada de vapor le contestó a su hijo ásperamente, pues el cuerpo le dolía de trabajar la tierra:
– Bueno, ¿qué tontería es ésta? Yo digo que no irás y es inútil que insistas, porque no irás. Ya sabes suficiente para estos lugares.
Y hundió nuevamente la toalla en el agua caliente y la exprimió.
Pero el joven permaneció allí, mirando a su padre con odio, y murmuró algo que encolerizó a Wang Lung porque no pudo oír lo que era, así es que le gritó a su hijo:
– ¡Dí claro lo que tengas que decir!
Entonces el joven se encendió al oír la voz de su padre y dijo:
– ¡Muy bien, pues lo diré! ¡Estoy decidido a marcharme al Sur, no quiero quedarme en esta estúpida casa donde se me vigila como a un niño, ni en esta mezquina ciudad que no es mayor que un pueblo! ¡Me marcharé y aprenderé algo y veré otros lugares!
Wang Lung miró a su hijo y se miró a sí mismo. Su hijo llevaba una larga túnica de hilo color gris plata, una túnica fina y fresca a propósito para el verano. En los labios de su hijo aparecían los primeros pelos negros de la edad viril, y su piel era suave y dorada y las manos que asomaban de las largas mangas eran tersas y finas como las de una mujer. Entonces Wang Lung se vio a sí mismo como estaba, manchado de tierra, vestido únicamente con unos pantalones de algodón azul y desnudo el torso. Más que el padre parecía el criado de su hijo. Este pensamiento le hizo desdeñar la esbeltez y el refinamiento de su hijo, y exclamó con una vehemencia brutal y colérica:
– ¡Ahora mismo te vas a los campos y te frotas un poco de tierra contra el cuerpo, no sea que te tomen por una mujer, y trabajas un poco para ganarte el arroz que comes!
Y Wang Lung olvidó haberse enorgullecido antes de los conocimientos de su hijo, y de su inteligencia en lo referente a los libros, y salió como un vendaval, pisando fuerte con sus pies desnudos y escupiendo furiosamente, porque la finura de su hijo le encolerizaba en aquel momento. Y el muchacho vio salir a su padre mirándole con odio, pero Wang Lung no volvió la cabeza para mirar lo que el joven hacía.
Aquella noche, cuando entró a ver a Loto, que estaba tendida en su lecho mientras Cuckoo la abanicaba, Loto le dijo indolentemente, como hablando por hablar y sin darle importancia a la cuestión:
– Ese muchacho tuyo está ardiendo por marcharse. Entonces Wang Lung, recordando su enojo con el joven, dijo vivamente:
– Bueno, ¿y a ti qué te importa? No quiero que ande por estas habitaciones a su edad…
Pero Loto se apresuró a replicar:
– No…, no… Es Cuckoo quien lo dice.
Y Cuckoo dijo en seguida:
– Eso lo puede ver cualquiera. Y el muchacho es demasiado guapo para vivir ocioso y anhelante.
Esto distrajo a Wang Lung, que pensó únicamente en la escena con su hijo, y exclamó:
– No; no le dejaré ir. No quiero gastar mi dinero estúpidamente.
Y no quiso hablar más del asunto. Loto comprendió que estaba irritado por alguna cólera secreta y mandó salir a Cuckoo, sufriéndole ella sola.
Durante muchos días no se habló más de la cuestión. El muchacho pareció contento otra vez y, aunque se negó a volver al colegio, Wang Lung se lo permitió, pues ya tenía cerca de dieciocho años y era desarrollado y fuerte de huesos como su madre. Wang Lung encontraba a su hijo leyendo en su cuarto cuando él venía de su trabajo, y pensó con íntima satisfacción:
"Bueno, aquello fue solamente un capricho de juventud. El muchacho no sabe lo que quiere. Pero faltan solamente tres años… y tal vez con la ayuda de un poco de plata, solamente dos… o uno… Un día de éstos, terminada la recolección, cuando se haya plantado el trigo de invierno y cultivado las judías, me ocuparé de eso."
Entonces Wang Lung se olvidó de su hijo, pues la cosecha, a excepción de lo que la langosta había devorado, se presentaba bien y con ella Wang Lung ganó cuanto había gastado en Loto.
Su oro y su plata le eran otra vez algo querido y se maravillaba de que en una ocasión hubiera podido gastarlos tan libremente en una mujer.
Sin embargo, había momentos en que esta mujer le conmovía dulcemente, aunque no con tanta intensidad como al principio, y estaba orgulloso de poseerla, si bien veía que lo que la mujer de su tío había dicho era verdad: que no era tan joven como parecía. Tampoco le dio un hijo ni concibió nunca, pero esto no le preocupaba a Wang Lung, puesto que tenía hijos e hijas, y estaba contento de tener a Loto por el mero placer que su posesión le producía.
En cuanto a Loto, embelleció al iniciarse la madurez de sus años, ya que si algún defecto tenía antes era su excesiva delgadez, que hacía demasiado agudas las líneas de su rostro y demasiado hundidas las cuencas de sus sienes. Pero ahora, gracias a la comida que Cuckoo guisaba y a su existencia ociosa, con sólo un hombre a quien satisfacer, tornóse suave y redonda de líneas, llenáronsele las mejillas y las sienes y con sus grandes ojos y boca menuda producía más que nunca la impresión de un gatito rechoncho. Si ya no era el capullo de Loto, tampoco era más que una flor plenamente abierta; si no era joven, tampoco parecía vieja, y la juventud y la vejez se hallaban igualmente lejos de ella.
Con su vida plácida nuevamente y el muchacho contento, Wang Lung se hubiera considerado satisfecho si una noche, mientras se hallaba solo, contando con los dedos lo que vendería de trigo y lo que vendería de arroz, O-lan no hubiese entrado silenciosamente en el cuarto. O-lan, con el transcurso de los años, habíase tornado flaca y descarnada, sus grandes pómulos sobresalían como rocas y sus ojos estaban hundidos. Si alguien le preguntaba cómo estaba, respondía solamente:
– Tengo un fuego en las entrañas.
Durante los tres últimos años, su vientre había tenido un volumen de preñez, aunque no había ocurrido nacimiento alguno. Pero se levantaba al amanecer, hacía su trabajo y Wang Lung la veía únicamente como a una mesa, una silla o un árbol del patio, y ni siquiera como vería a uno de los bueyes que bajase la cabeza o a un cerdo que no quisiera comer. Y O-lan hacía su trabajo sola, hablando únicamente lo imprescindible con la mujer del tío de Wang Lung y nunca una palabra con Cuckoo. Ni una sola vez entró en las habitaciones de Loto, y en las raras ocasiones en que ésta salía de ellas para pasear un poco por la casa, O-lan se metía en su cuarto y permanecía allí hasta que alguien decía: "Se ha ido." Y así, en silencio, O-lan trabajaba, guisando y lavando en el estanque hasta en el invierno, cuando hacía tanto frío que tenía que romper el hielo. Pero a Wang Lung jamás se le ocurría decir:
– Bueno, ¿y por qué no alquilas una criada, con la plata que me sobra, o compras una esclava?
No se le ocurría que hubiese ninguna necesidad de eso, aunque él asalariaba trabajadores para los campos y para el cuidado de los bueyes, asnos y cerdos que poseía, y en los veranos en que el río estaba crecido, para los patos y ocas que alimentaba sobre las aguas.
Aquella noche, pues, mientras se hallaba sentado solo, con las velas rojas encendidas, O-lan apareció ante él y miró a un lado y a otro y al final dijo:
– Tengo algo que decir.
Wang Lung se la quedó mirando y al ver sus mejillas hundidas pensó en cuán lejos de la belleza se hallaba esta mujer y en cuántos años hacía que no la había deseado.
Entonces O-lan dijo con un murmullo áspero:
– El hijo mayor frecuenta demasiado el segundo patio. Cuando tú estás ausente, entra allí.
Al principio, Wang Lung no comprendía lo que quería decir, y se adelantó con la boca abierta:
– ¿Qué dices, mujer?
Ella señaló con la boca fruncida hacia el cuarto de su hijo y luego hacia las habitaciones de Loto. Pero Wang Lung la miraba atónito e incrédulo.
– ¡Tú sueñas! -dijo al fin.
Ella movió la cabeza al oír esto y, hablando con dificultad, exclamó:
– Bueno, mi señor, pues ven a casa un día inesperadamente. Y después de un silencio, añadió:
– Es mejor mandarle fuera, aunque sea al Sur.
Acercándose a la mesa, cogió el tazón y arrojó el té frío sobre el suelo de ladrillo; luego volvió a llenarlo con té caliente de la tetera, y tal como había venido, así se fue, lenta y silenciosa, dejando a Wang Lung boquiabierto.
"Bueno, esta mujer lo que tiene son celos", se dijo Wang Lung. Y decidió no hacerle caso ni preocuparse, ahora que el muchacho estaba contento y leía tranquilamente en su cuarto todo el día.
Y levantándose de la silla se rió de nuevo pensando en las ideas pequeñas de las mujeres.
Pero aquella noche, mientras estaba en el lecho con Loto, cada vez que se daba vuelta, ella se quejaba, protestaba irritada y le apartaba, diciendo:
– Hace calor, y apestas, y bien podrías lavarte antes de dormir conmigo.
Sentóse en la cama luego y se apartó el cabello del rostro con un ademán irritado, encogiéndose de hombros cuando Wang Lung quiso atraerla a sí, indiferente a sus mimos. Entonces Wang Lung se quedó inmóvil, recordando que desde hacía muchas noches Loto se le había entregado de mala gana. Él lo había atribuido a un pasajero antojo y a que el aire caliente y denso del final del verano la deprimía, pero ahora las palabras de O-lan cruzaron su mente y, levantándose con rapidez, exclamó:
– ¡Bueno, pues duerme sola y que me corten el cuello si me importa!
Salió del cuarto y, en la habitación central de su propia casa, juntó dos sillas y se tendió en ellas. Pero no podía conciliar el sueño y pronto se levantó de nuevo y salió fuera. Se puso a pasear arriba y abajo entre los bambúes que crecían junto a la pared de su casa y notó que el aire fresco que acariciaba su rostro ardiente traía una sospecha de otoño.
Entonces recordó que Loto había sabido el deseo de partir que sentía su hijo, y, ¿quién se lo había dicho? Y recordó que últimamente su hijo no había vuelto a hablar de marcharse y que estaba contento, pero ¿por qué estaba contento? Y Wang Lung se dijo con fiereza:
– ¡Me enteraré de esto yo mismo!"
Y permaneció allí mirando cómo el alba se extendía sobre sus campos a través de una cortina de niebla.
Cuando el sol del amanecer formó una orilla de oro en el margen de sus tierras, Wang Lung entró en la casa y comió, y luego volvió a salir y fue a inspeccionar a los trabajadores, como era su costumbre durante las cosechas y la siembra. Anduvo un largo rato y al fin gritó muy alto para que le oyeran desde la casa:
– ¡Ahora me marcho al campo junto al foso de la ciudad, y no volveré hasta muy tarde!
Y hacia la ciudad dirigió sus pasos.
Pero cuando había llegado a medio camino y alcanzado el pequeño templo, sentóse al borde de la senda, sobre una breve eminencia llena de hierba que era una vieja tumba olvidada, y cogiendo un hierbajo y retorciéndolo entre los dedos se quedó un rato meditando. Frente a él estaban los dos pequeños dioses, y recordó cómo le miraban y cómo antes sentíase atemorizado ante ellos; pero ahora ya no le amedrentaban; habiéndose enriquecido y prosperado y no teniendo necesidad de dioses, tornóse indiferente y apenas los veía. Mientras tanto, bajo estos pensamientos vibraba otro:
– "¿Debo regresar?"
Entonces recordó súbitamente la noche anterior, cuando Loto le había rechazado, y se encolerizó porque había hecho tanto por ella. Al fin se dijo:
"Bien se que no hubiera durado mucho en la casa de té, y en la mía está alimentada y vestida ricamente."
Y, conducido por su cólera, se levantó y regresó a su casa por otro camino. Entró en la casa secretamente y fue hacia la cortina que colgaba de la entrada del segundo patio, permaneciendo allí un momento y escuchando. Y oyó la voz, baja como un murmullo, de un hombre, y esta voz era la de su hijo.
Entonces se despertó en Wang Lung un furor como jamás había sentido en su vida, a pesar de que, desde que había prosperado, a menudo dejábase llevar por iras pequeñas y mostrábase orgulloso hasta en la misma ciudad. Pero este furor de ahora era el de un hombre contra otro hombre que intenta robarle una mujer amada, y cuando Wang Lung recordó que aquel otro hombre era su hijo, sintió náuseas.
Apretó los dientes, salió fuera y escogiendo un bambú delgado y flexible le cortó las ramas, excepto unas cuantas de la punta, donde era fino y duro como una cuerda, y le arrancó las hojas. Entonces volvió a entrar sin hacer ruido y de pronto descorrió la cortina. Allí, en el patio, estaba su hijo, en pie junto a Loto, que se hallaba sentada en un pequeño taburete al borde del estanque y vestida con la túnica color de melocotón que Wang Lung no le había visto nunca a la luz del día.
Los dos charlaban juntos, y la mujer miraba al joven con el rabillo del ojo, la cabeza vuelta hacia el otro lado, por lo que no vieron ni oyeron a Wang Lung, que los contemplaba con el rostro lívido, la boca contraída enseñando los dientes y las manos crispadas en el bambú. Y quizás hubieran tardado en percibir su presencia si Cuckoo no hubiese entrado en aquel momento y dado un grito que les hizo volverse rápidamente y verle.
Entonces Wang Lung dio un brinco hacia delante y cayó sobre su hijo a latigazos, y aunque el joven era más alto, él era más fuerte por el trabajo de la tierra y por la potencia de su cuerpo maduro, y azotó al muchacho hasta que saltó la sangre. Cuando Loto, dando gritos, quiso sujetarle el brazo, la echó fuera de un empujón, y como ella persistiese, también con ella la emprendió a latigazos, haciéndola huir, y continuó pegándole a su hijo hasta que este se agachó acobardado y se cubrió la cara con las manos desgarradas y sangrientas.
Entonces Wang Lung se detuvo. El aliento le silbaba entre los labios entreabiertos, el sudor le corría por el cuerpo y se sentía débil y agotado como presa de una enfermedad. Tiró el bambú y, jadeante, murmuró al joven:
– ¡Ahora vete a tu cuarto y no te atrevas a salir de él hasta que me libre de ti, no sea que te mate!
El muchacho se levantó y se fue sin decir palabra.
Wang Lung sentóse en el taburete donde había estado Loto, escondió la cabeza entre las manos y cerró los ojos, respirando entrecortadamente. Nadie se acercó a él y permaneció así, solo, hasta que se calmó y cesó su cólera.
Entonces, con infinito cansancio, se levantó y fue al cuarto donde estaba Loto, tendida en la cama y sollozando, y cogiéndola por los hombros la hizo volverse. Loto se le quedó mirando sin cesar de gemir, y Wang Lung observó que en la mejilla tenía hinchada la marca de un latigazo.
Y le dijo tristemente:
– ¿De modo que tienes que ser toda tu vida una ramera y tentar hasta a mis propios hijos?
Ella se puso a llorar con más fuerza al oír esto y protestó:
– ¡No, no es verdad! ¡El muchacho se sentía solo y entró en el patio, pero pregúntale a Cuckoo si jamás ha estado más cerca de mi lecho de lo que tú le viste!
Le miró, asustada y llorosa, y cogiéndole una mano la llevó a la hinchazón que cruzaba su mejilla, exclamando:
– ¡Mira lo que has hecho a tu Loto! Y si él es tu hijo, para mí no es más que tu hijo y nada me importa de él!
Volvió a mirarle, con sus lindos ojos arrasados en lágrimas transparentes, y Wang Lung gimió porque la belleza de esta mujer era más fuerte que él y la amaba contra su voluntad. Le parecía de pronto que le sería insoportable saber lo que había pasado entre los dos y deseó no saberlo nunca, porque era mejor que no lo supiera. Y gimiendo de nuevo, salió de la habitación. Al pasar frente al cuarto de su hijo gritó sin entrar en él:
– ¡Ahora pon tus cosas en el cofre y vete al Sur a hacer lo que te plazca y no regreses hasta que yo te mande a buscar!
Siguió adelante y pasó frente a O-lan, que estaba cosiéndole unas ropas; pero O-lan no dijo nada, y si había oído los gritos y los golpes no dio muestras de ello.
Wang Lung siguió en dirección a sus campos y permaneció en ellos hasta el mediodía. sintiéndose agotado y rendido como después de todo un día de labor.