Se llegaba a la Tierra a través de un solo Enlace. Los viajeros entraban en la Cámara de Enlace de Ceres y de inmediato eran enviados por el sistema a un punto cercano al ecuador de la Tierra. Mondrian, Brachis y Flammarion aparecieron al pie de una gigantesca torre demolida, en plena tarde tropical.
Brachis echó atrás la cabeza, siguiendo con la mirada la altura de la columna.
—¿Qué demonios es esto?
—¿No lo reconoces? —Mondrian, por algún motivo, parecía encontrarse de excelente humor—. Estamos al pie del viejo Árbol de las Habichuelas. Durante casi doscientos años, todo lo que ha sido enviado al espacio y ha bajado, ha pasado por aquí.
Luther Brachis miró los coches volcados que se alineaban en el perímetro inferior.
—¿La gente conducía esas cosas? ¡Pues sí que tenían valor antiguamente! ¿Por qué los dejan ahí? Deben de ser millones de toneladas de peso muerto.
—Lo son. Pero ni se te ocurra sugerir a esa gente de aquí que se deshaga de ellos. Creen que son una reliquia histórica, uno de sus monumentos antiguos más valiosos.
Mondrian hablaba de modo ausente. Miraba hacia el oeste con gesto experimentado y aire de expectativa. Había bosques en ese lado, y observó las frondosas copas de los árboles. Se acercaba... se acercaba... ¡Ahora!
La brisa ecuatorial agitó sus cabellos. Brachis y Flammarion lanzaron un chillido de horror incontrolable y simultáneo. Flammarion dio un salto atrás.
—¡Fallo de compuertas! —gritó—. ¡Fallo de compuertas! ¡Emergencia! ¿Dónde... dónde...?
Lentamente cayó en la cuenta.
Esro Mondrian le miró con maliciosa satisfacción.
—Tranquilos los dos. Kubo, me avergüenza. Creí que me había dicho que ya había estado antes en la Tierra. No es un fallo de presión, ni una compuerta rota. Es viento..., ¡movimientos naturales del aire! Ocurren continuamente en la Tierra, cada día. Así que mejor que os acostumbréis antes de que los nativos se mueran de risa al veros.
—¡Vientos! Maldición, por supuesto que hay vientos —la ancha cara de Luther Brachis enrojeció de cólera. Se había recuperado más rápidamente que Flammarion, que aún respiraba agitado y miraba a su alrededor—. ¡Maldición, Mondrian! Has planeado esto, ¿verdad? ¡Nos podías haber advertido, pero quisiste divertirte!
Mondrian hizo como que le ignoraba. Salió de la plataforma del Enlace y avanzó hacia un extraño grupo de cientos de personas agrupadas junto a la salida. Los otros dos le siguieron, dudando, hacia una larga rampa cubierta que les conducía bajo el suelo. A medida que se aproximaban a la multitud, oyeron inmediatamente el murmullo de voces.
—Las bebidas más ardientes de la tierra...
—¿Necesitan un saltafreud?... Los mejores, por buen precio.
—Cristales de comercio, sin preguntas...
—¿Quiere ver una coronación? Familia real genuina, generación cuarenta y dos...
—Visite un laboratorio Aguja esta noche. Productos de primera.
Hablaban solar estándar, mal pronunciado.
La mayor parte de los hombres y mujeres que formaban la multitud eran aún más bajos que Flammarion, que les llevaba media cabeza. Mondrian se alzaba entre ellos confiadamente. Llevaban ropas de colores brillantes, púrpura, escarlata y rosa, en brillante contraste con el sencillo uniforme negro de Seguridad. No le prestó atención a ninguno, hasta que un hombre esquelético vestido con una chaqueta llena de remiendos verdes y dorados tropezó con él.
—¿Eres un busker?
El hombre sonrió.
—Ése soy yo, caballero, a tu servicio. Y bienvenido a la Gran Canica. Tú lo quieres. Nosotros lo tenemos... y yo sé dónde. Tabaco, jugo de lulu, roleypoley..., nómbralo y te lo conseguiré.
—Corta. ¿Conoces a Taty Snipes? —la pregunta de Mondrian, pronunciada en dialecto terrestre, interrumpió la retahíla del vendedor.
—Claro. —El busker dudó un instante, sorprendido por el uso de su propio argot, y después continuó—. Paradoja, deslizante, velocil... puedes obtener de mí lo que quieras. ¿Una visita con guía a las Smables? No importa lo que digan las reglas, te encontraré...
—Corta el rollo. Tráeme a Tatty..., inmediatamente. ¿Vale?
Mondrian cogió la mano del busker. Un cristal relampagueó y los dedos sucios se cerraron en torno a él. El hombre le miró respetuosamente.
—Sí, señor. Inmediatamente, caballero. —La figura huesuda empezó a zambullirse en la multitud, pero en seguida dio media vuelta—. Me llamo Bester, señor. Rey Bester. Volveré con Tatty dentro de media hora. Está a un par de Enlaces de aquí.
Mondrian asintió, y se volvió para sentarse en un banco plantado a cien metros de un solsimulador. Después de mirarse mutuamente, los otros dos hombres le siguieron.
—Está como en su casa aquí —susurró Flammarion—. ¿Le ha oído farfullar con aquel tipo en su propia jerga? ¿Qué dialecto es? ¿Trotatierra? No pude entender ni la mitad.
Brachis asintió. Había recuperado su compostura y empezaba a observar cuanto le rodeaba con interés.
—Debí de haberlo previsto. Es culpa mía. Tenía toda la información, pero no la usé.
—¿Sabía que habla trotatierra? ¿Cómo?
—No exactamente —Brachis apartó la mano admirada que intentaba acariciar sus medallas—. Pero debí de haberlo supuesto. Usa el sentido común, Kubo. ¿No sabes que he seguido los movimientos de Esro Mondrian durante los últimos cuatro años? Tal como tú debes de haber seguido los míos. Para eso sirve un departamento de Seguridad. Y los archivos de Mondrian muestran que ha visitado la Tierra una media de cinco veces al año desde que empezamos a observarle. Conoce bien el lugar.
—Pero ¿qué es lo que hace aquí abajo?
Brachis sacudió la cabeza.
—Eso es todavía un misterio. No pudimos seguirle en la superficie. Tal vez ahora lo descubriré.
Cuando llegaron junto a Mondrian, éste se había sentado tranquilamente en el banco, mirando pensativo el grupo de habitantes del mundo loco. En cuanto eligió a Rey Bester, los demás dejaron de importunarle. Ahora permanecían a varios metros de distancia, observando a los tres visitantes con curiosidad, sonriendo y asintiendo, y susurrándose comentarios en los antiguos idiomas terrestres.
Flammarion se sentó junto a Mondrian. Miró con recelo el banco de madera, y la superficie plana bajo sus pies. Era ladrillo antiguo y gastado. Pequeñas hormigas salían por las rendijas para explorar la planta de las botas de los hombres. Mostraban más interés por Kubo Flammarion, quizás atraídas por el interesante olor de la carne sin lavar durante largo tiempo. Éste cambió los pies de sitio, sin dejar de observar a los insectos.
Luther Brachis se quedó de pie, contemplando a la multitud.
—Es inútil, Esro —dijo poco después. Su voz era algo despectiva—. Míralos. ¿Crees que alguno de estos cretinos pueda ser aceptado en un grupo perseguidor estelar? Estamos perdiendo el tiempo.
Era otra escaramuza entre ambos. Los dos hombres no se habían ajustado a su nueva relación. En lo que a los embajadores concernía, estaba decidido: Luther Brachis informaba ahora a Mondrian de todo lo relacionado con la Anabasis, pero Brachis seguía siendo responsable de la Seguridad Solar, y había mantenido intacto el departamento. Encontraba intolerable la situación actual. Durante años, los dos habían sido iguales y rivales, con el conocimiento mutuo de que algún día habría un enfrentamiento final y uno de ellos ganaría la autoridad absoluta. Brachis había aceptado esa idea. Lo que no podía aceptar era la victoria de Mondrian por una decisión arbitraria sin relación (o inversamente relacionada) con su actuación. Y le debía algo a Mondrian por aquel episodio del viento.
—¿Aceptarás la responsabilidad de entrenar a uno de esos idiotas? —continuó—. Son unos ignorantes. Están sucios. Y enfermos.
Estaba pinchando a Mondrian deliberadamente. La visita a la Tierra le había sido notificada con poca antelación, cortocircuiteando la cuarentena habitual de su propio departamento. Ahora había una oportunidad de venganza, incluso si ello significaba forzar la situación.
Mondrian volvió lentamente la cabeza para mirar a Brachis.
—Subestimas el potencial de la Tierra. De aquí surgieron nuestros antepasados.
—Claro, hace medio milenio. Pero éstos son los desechos. Esto es lo que queda cuando lo mejor de cada generación es cribado por setecientos años en el espacio. Ahora es una fábrica de genes defectuosos. Mira el siglo pasado y no encontrarás ningún talento destacado que haya salido de la Tierra.
—¿Has investigado eso tú mismo?
Brachis rió.
—No me hace falta. Míralos. Te digo que estamos perdiendo el tiempo. Vamonos de aquí.
Ahora su puya era más obvia, pero más difícil de ignorar. La boca de Mondrian se tensó, molesta.
—No estoy de acuerdo. Sobreestimas las demandas del equipo de persecución y subestimas el potencial de la gente de la Tierra; por no mencionar la efectividad de los programas de entrenamiento que he desarrollado durante la última década. Podría tomar a cualquiera de ésos —señaló a la multitud—, a cualquiera, de ellos, y entrenarlos para que fueran candidatos perfectos.
Brachis vio su oportunidad.
—¿Estarías dispuesto a apostar?
—Claro. Cita la cantidad.
—Lo haría —resopló Brachis—. Pero sabes que no arriesgas nada. Ninguno de ésos es válido para el entrenamiento. Son demasiado viejos, o están bajo algún otro contrato, o nunca pasarían las pruebas físicas. Mira sus dientes y sus cabellos. Espera hasta que veamos a alguien de la edad adecuada y tenga buen aspecto, y entonces dime si quieres hacer una apuesta.
—La haré. Naturalmente que sí.
La discusión fue interrumpida por el repentino regreso de Rey Bester. El hombre les llamó desde la multitud y empezó a abrirse paso hacia ellos, seguido de cerca por una mujer alta. Llegaron al banco y Bester les sonrió y tendió la mano.
Mondrian le ignoró. Se puso en pie.
—Hola, Tatty —dijo, tranquilamente—. ¿Cómo va el negocio?
—Bien. O al menos lo iba antes de que me interrumpieras. Estaba a punto de cerrar un trato en Delmarva. Le dije a Rey que se fuera al infierno, pero no es de los que aceptan un no por respuesta.
Mondrian entendió la indirecta, y depositó otro paquete de cristales en la mano abierta de Rey Bester. Entonces señaló el banco, indicando a la mujer que se sentara junto a él.
Ella permaneció de pie, examinando a los otros dos hombres de Seguridad. Luego los saludó con un movimiento de cabeza.
—Hola —dijo en un excelente solar estándar—. Creo que no nos conocemos. Soy Tatty Snipes.
Era alta, delgada y espectacular. Le llevaba a Mondrian al menos veinte centímetros de altura, y miraba directamente a los ojos a Brachis, quien la observaba abiertamente. Sus brillantes ojos marrones eran directos y atrevidos, pero había rastros de ojeras bajo ellos, y en su tez el tono gris característico de la adicción al Paradox. La piel de su cara y cuello era clara y sin arrugas, pero era la piel de alguien que nunca había visto la luz del sol. Su traje oscuro de mangas cortas revelaba una hilera de pequeños puntitos negros en sus brazos largos y delgados. En contraste con Rey Bester y el resto de la multitud, Tatty parecía limpia, con el pelo negro escrupulosamente peinado hacia atrás y las uñas bien cuidadas.
—¿Es la primera vez que vienen? —dijo—. ¿De qué se trata, Esro?
Él entrecerró los ojos ante la fuerte luz del solsimulador. Tras un momento, la tomó por el brazo.
—Siéntate, princesa, y te lo diré.
—Me sentaré, pero no aquí. Hay demasiada luz. Me freiría. Enlacemos hacia el norte, a mi casa, y os daré comida terrestre auténtica.
Sonrió al ver la expresión de temor en la cara de Kubo Flammarion.
—No te preocupes, soldado. Me aseguraré de que no sea demasiado picante.
El rango tiene sus privilegios. Esto nunca había sido más cierto que en los primeros días del desarrollo en el espacio. Una consecuencia extraña, predecible aunque inesperada, de la automatización y el exceso de la capacidad de producción, había sido el resurgir del sistema de clases. Las viejas aristocracias, disminuidas pero nunca destruidas por completo, de los días de pobreza a escala mundial y los programas experimentales, habían regresado, con algunas curiosas adiciones en sus filas.
Había sido sorprendente, pero inevitable. Cuando la producción de toda la tierra fue encomendada a las líneas de ensamblaje controladas por ordenador, aumentó la eficiencia y las ofertas de empleo descendieron.
En la difusa área de los negocios y el gobierno, la mayoría de las decisiones se tomaban también, rutinaria y más eficientemente, por ordenador. Al mismo tiempo, el aburrimiento que inspiraban los estudios académicos había reducido el sistema educativo a unos pocos años de escolarizacion obligatoria. Los bienes se transmitían de generación en generación y las antiguas posesiones familiares, cuanto más viejas mejor, definían una de las pocas formas de propiedad que no podrían ser duplicadas de manera sencilla y barata en las factorías automatizadas.
La tasa de desempleo era del noventa por ciento. Los trabajos disponibles en la Tierra no exigían habilidades especiales, así que, ¿quién podría obtenerlos?
Naturalmente, aquellos con amigos o parientes bien situados. El nepotismo había florecido a una escala que ni siquiera igualaba el siglo XVII. Quienes poseían títulos e influencia disponían de educación a su alcance; por tanto, los mejores trabajos pedían específicamente educación.
Mientras tanto, lejos de la Tierra se necesitaba realmente gente. El sistema solar esperaba su desarrollo. Ofrecía un entorno peligroso, lleno de oportunidades, y tenía el hábito molesto de cancelar de modo permanente cualquier ventaja debida a nacimiento, grado o cualificaciones accidentales. Los ricos y la realeza, después de echar una rápida ojeada al espacio, se quedaban en casa, donde la seguridad y el status estaban asegurados y a salvo. Eran los de baja extracción quienes, al ver que no podían ascender en la Tierra, tomaban otra dirección: el espacio.
El resultado fue demasiado efectivo para haber sido planeado por seres humanos. Los comunes, duros y desesperados, se labraron su destino en el exterior, generación tras generación. La creación del Enlace Mattin cuadruplicó la tasa de éxodos. La sociedad que se quedó en la Tierra se convirtió en un conjunto de títulos y en un continuo deseo de más títulos. Estaba protegida de las necesidades materiales y libre de presiones externas y naturalmente, mostró un creciente desdén hacia los emigrantes —«vulgares comunes»— que esparcían su clase y su fecundidad por todo el sistema solar y se abrían camino hacia las estrellas. La Tierra era el lugar adecuado para los aristócratas. La Gran Canica, el único sitio donde se podía vivir. Y también el único lugar para aquellos que despreciaban la rudeza, estimaban la cultura y querían una cierta sofisticación en la vida.
Rey Bester era un rey auténtico cuya línea descendía treinta y dos generaciones desde la casa de los SaxoCoburgo. Era uno de los diecisiete mil monarcas que reinaban sobre la Tierra y debajo de su superficie. Consideraba a Tatty Snipes, la princesa Tatiana SinaiPeres de los CabotKashogui, casi como una advenediza. Su linaje sólo abarcaba seis siglos y veintidós generaciones. No lo decía así, por supuesto, en su presencia, pues Tatty le habría volado la cabeza con un golpe de su mano aristocrática y bien cuidada. Pero lo pensaba.
Y Rey Bester, como Tatty, no era un idiota. Sabía perfectamente que el poder auténtico se había marchado de la Tierra. La Cuarentena operada por la Seguridad Solar era solamente para gente que saliera de ella. Podía sentir el ímpetu y la fuerza bruta que emanaban de la cultura fuera del planeta. Pero también la temía. Era más fácil continuar con los ritos familiares de la Gran Canica, y sacar algo de los visitantes como Mondrian y sus colegas. Eran más numerosos de lo que el gobierno del Sistema quería admitir, y bajaban a la Tierra por razones que rara vez se traslucían en sus permisos de viaje.
Rey se sumó a Tatty y a los visitantes, colgándose tras el grupo y estudiando a los tres hombres, mientras Mondrian explicaba la razón de su viaje a la Tierra.
Aparentemente, Tatty había oído hablar de las Criaturas de Morgan y del accidente en la Estación Tela de Araña, pero la noticia era completamente nueva para Rey Baster hasta que la dedujo de las palabras de Esro Mondrian. No le interesó mucho. Le fascinaba mucho más examinar a Mondrian, Brachis y Flammarion y preguntarse en qué categorías de buscadores del placer les gustaría incluirse. Bester tenía sus propias ideas sobre los visitantes de la Tierra. No importaba lo que dijera la agenda oficial, pues siempre había motivos ocultos. Y en ellos estaba el beneficio.
Pensaba que Brachis resultaría fácil. Grande, poderosamente constituido, lujurioso, aún de mediana edad, se le podrían ofrecer cosas que nadie conocía en la mayor parte del Sistema Solar. Flammarion era también fácil. Ya casi tenía ese aspecto abotargado en la mirada que sugería el uso habitual de alcohol. Una dosis de Paradox y Flammarion no se dedicaría a otra cosa mientras estuviera en la Tierra.
El problema era Mondrian. Al principio, sus ojos habían asustado a Rey Bester por su fría profundidad.
Pero, por otra parte, Mondrian no era un extraño en la Tierra. Posiblemente ya habría desarrollado sus propias necesidades, y, por la forma en que le miraba, Tatty Snipes le había ayudado a conseguirlas en el pasado.
Cuando llegaron al apartamento subterráneo de Tatty, Bester dejó de escuchar a Mondrian. Se sirvió comida y bebida —la princesa Tatiana tenía decididamente gustos reales— y se acercó un poco más a Kubo Flammarion, dispuesto a iniciar una conversación más privada. Los placeres del hombre sucio se podrían adivinar fácilmente, pero había que confirmarlos antes de que empezara a vaciarle los bolsillos.
—¿No te gustaría asistir a una decapitación pública? —dijo Bester tranquilamente—. Decorado completo, hacha de acero, cadalso auténtico, verdugo encapuchado. Es un simulacro absolutamente de primera, y el líquido del cuello resulta exactamente igual que la sangre.
—¡Puah! —Flammarion le miró con cara de asco y sacudió la cabeza. Soltó el filete crudo que tenía en la mano—. ¿Intentas hacerme vomitar?
—¿No? ¿Y él, entonces? —Rey señaló a Mondrian, que continuaba conversando con Tatty—. ¿Piensas que le interesaría?
Kubo Flammarion se rascó la cabeza.
—No. Para que le interesara, la víctima y la sangre tendrían que ser auténticas.
Se separó un par de pasos de Bester, que se volvió hacia Luther Brachis.
—¿Y tú? ¿Te gustaría conocer algunas de nuestras diversiones? Me refiero a las especialidades de la Gran Canica, las que no están en los catálogos.
Luther Brachis le miró, sonriente.
—¿Y qué te parecería un buen puñetazo —dijo, en un argot terráqueo pobremente pronunciado, aunque pasable—, justo en tu real nariz?
Rey Bester decidió súbitamente que tenía que volver a llenar el vaso en la mesa situada al otro extremo de la habitación.
—No sabía que también hablaba su jerga —dijo, admirado, Kubo Flammarion mientras observaba la marcha de Bester.
Se miraron. Luther Brachis se preguntó si sería posible un cambio en la lealtad de Flammarion.
—Es bueno tener unas pocas cartas bajo la manga. Apuesto a que hay otras cosas sobre mí que no conoces. Y unas pocas sobre tu jefe que tampoco sabes. Sigue observando.