La cinta roja
A Jaime, mi primer nieto
PREÁMBULO
Cuando yo era niña, durante las largas y muchas veces tediosas clases de Historia, me dedicaba a hojear anticipadamente las páginas del libro que tenía delante, poniendo atención sólo a las ilustraciones que me parecían más atractivas. Así es como descubrí un retrato de Teresa Cabarrús y, debajo, la siguiente explicación:
Espía y aventurera española que logró acabar con el Terror en la Revolución francesa. Rea de la guillotina, amante de asesinos y de futuros emperadores, fue también marquesa, revolucionaria, princesa y madre de diez hijos.
Como ocurría a menudo entonces, por lo menos en mi colegio, el fin de curso llegó antes de que lográramos terminar el libro, por lo que no alcanzamos ese año a estudiar la Revolución francesa. Al siguiente, sí; pero en el libro de sexto ya no había retrato de la aventurera y espía española. Así, la olvidé durante años hasta que un día tuve la oportunidad de toparme de nuevo con ella gracias a un cuadro de Goya. En el Banco de España se guardan los retratos de todas las personalidades relacionadas con esta institución, fundada en tiempos de Carlos III. Pues bien, uno de los promotores fue Francisco Cabarrús y, preguntando, averigüé que aquel grueso caballero de calzón corto de un curioso color verde lima, según lo retrata Goya, era, además, el padre de mi aventurera de la Revolución francesa.
Siempre me han interesado las vidas con claroscuros, con altibajos, con momentos sublimes y otros bochornosos o miserables. También me interesan más los personajes de la Historia que, sin ser protagonistas de primera fila, son capaces, en un momento dado, de cambiar su rumbo y, por tanto, de modificar el futuro. Tal es el caso de mi protagonista. Hay que decir, además, que Teresa–o Thérésia, como ella se hacía llamar para mantener en lo posible el sonido español de su nombre–fue una mujer extraordinariamente bella. El dato lo añado con suma cautela porque suele distorsionar la percepción que se tiene de una persona, más aún si se trata de una mujer. De hecho, resulta curioso señalar cómo casi todos los biógrafos de Teresa Cabarrús han sido hombres, y cada uno de ellos se confiesa fascinado, por no decir enamorado, del personaje. Sin embargo, yo creo que ni la fascinación ni mucho menos el enamoramiento son buenos puntos de partida para una biografía. El fascinado tiende a moldear la realidad y los personajes según sus deseos; tiende también a veces a quedarse en la superficie, en el mero aspecto exterior, en la espuma, no en la esencia; en lo anecdótico, por tanto. Y en el caso de Teresa es muy fácil hacerlo porque ella era, en efecto, superficial, lucía un bello aspecto exterior y su vida estuvo llena de anécdotas.
Las biografías más antiguas a las que he tenido acceso la retratan como una prostituta de lujo o, en el mejor de los casos, como una cortesana. Se recrean mucho, por ejemplo, en el papel que desempeñó, junto a su gran amiga la emperatriz Josefina, como diosa del período histórico que se conoce como del Directorio. Hablan de su peculiar forma de vestir (o deberíamos decir desvestir), con túnicas romanas abiertas hasta medio muslo, el pecho desnudo y sus areolas rodeadas de pequeños diamantes. Resaltan las fiestas que organizaba para reunir a los personajes más célebres de la época; en los primeros tiempos de la Revolución, a La Fayette, Mirabeau, Talleyrand. O, más adelante, durante el Directorio, a Napoleón, Fouché, Chateaubriand. Hablan mucho de su frivolidad, del descarado uso que hizo de su belleza y de cómo, tras la muerte de María Antonieta en la guillotina, se la llegó a considerar algo así como la reina o diosa profana de la Revolución, mitad prostituta, mitad santa, a la que llamaban, por cierto, Nuestra Señora del Buen Socorro. Reconocen, en efecto, sus méritos como artífice del fin de la época del Terror, y la Némesis de Robespierre, pero la presentan como un mero instrumento en manos de otros actores más destacados desde el punto de vista político, como el maquiavélico Fouché o el ambicioso Barras.
Otras biografías más recientes gustan de presentarla, en cambio, como una espía de la corte española o, más injustamente, como una simple marioneta cuyos hilos movía desde la distancia su padre, el conde de Cabarrús, en connivencia con Godoy. Aventurera, también intrigante, prostituta, espía, frívola, marioneta… Pienso que si no hubiera sido tan bella, los epítetos que inspiró a los cronistas de otras épocas habrían sido bastante menos desdeñosos. Pero incluso sus biógrafos más «fascinados» no pueden dejar de señalar otros valores que también tenía Teresa y que parecen contradecir su fama de consumada devoradora de hombres. Me refiero al papel primordial que desempeñó al salvar de la guillotina a millares de personas, primero en Burdeos y después en París. O, más importante aún, al hecho de que fue su mano la que guió a Jean–Lambert Tallien para acabar con Robespierre y con una de las etapas más sangrientas de la Historia. Un poco más adelante, esa misma mano, siempre generosa, se tendería incondicional hacia Josefina cuando las dos compartieron prisión y sentencia de muerte; la misma mano, por cierto, que un par de años más tarde ayudaría a medrar a un ignoto militar llamado entonces Napoleone di Buonaparte.
Y es que la vida de Teresa Cabarrús se extiende desde los idílicos años del reinado de Luis XVI y María Antonieta, luego a lo largo de la Revolución y la época del Terror, más tarde por la escandalosa frivolidad del Directorio, hasta el imperio de Napoleón, y continúa aún más allá de su derrota en Waterloo y del exilio en Santa Elena. De todos estos tiempos azarosos y apasionantes fue testigo de excepción nuestra protagonista, hasta acabar como madre devota de diez hijos y princesa de Chimay en un viejo palacio a las afueras de Bruselas. Cerca ya de su muerte cuentan que dijo: «¿De veras he vivido tantas vidas? A veces pienso que fue todo un sueño».
Se dice que la noche del 14 de julio de 1789, tras la caída de la Bastilla, Luis XVI le preguntó al duque de La Rochefoucauld: «¿Se trata de una revuelta?», a lo que el duque, muy influido por los términos científicos y astronómicos que empezaban a popularizarse por aquellos tiempos, respondió: «No, sire, se trata de una revolución»… No se equivocaba La Rochefoucauld: aquello era una revolución. Un giro copernicano impulsado por los mejores sentimientos del ser humano, el deseo de libertad, de fraternidad, de igualdad. Un viraje de ciento ochenta grados concebido para acabar con los antiguos privilegios, con la esclavitud y con la diferencia de clases, pero que terminó como Saturno devorando a sus hijos. «El sueño de la razón produce monstruos», escribió Goya para acompañar una de sus pinturas negras, y lo mismo podría decirse del tiempo histórico que todos conocemos como la Revolución francesa: uno en el que el ser humano fue capaz de lo más sublime y también de lo más bajo y abyecto. En este escenario y con estos mimbres se trenzó la historia de Teresa Cabarrús y la de aquel bello sueño.
EL RECUERDO DE LA GUILLOTINA
Me aseguran que será una muerte indolora. Dicen que sólo hay que cerrar los ojos y esperar unos segundos, apenas diez o doce. Primero oiré el silbido de la cuchilla, luego un leve soplo de aire que se desplaza y a continuación un golpe seco, nada más. El modo en que hay que comportarse antes de la llegada al patíbulo lo estuvimos ensayando ayer con detalle. Porque aquí donde me encuentro ahora, en la prisión de La Force, en París, nos dedicamos a escenificar nuestra propia muerte. Se trata de una peculiar forma de pasar el tiempo y de asegurar que entramos en la Historia del modo más hermoso. Cuando me trajeron hace unos días, a duras penas podía creer lo que estaba viendo; damas y caballeros cuya decapitación estaba prevista a las pocas horas se entretenían en repasar los detalles de su postrera escena: la manera de mantener alta la cabeza en todo momento, la mirada firme. Incluso ensayaban–ensayamos–el mejor modo de apretar la mandíbula para refrenar su posible castañeteo durante el viaje en carreta hasta el cadalso. «Habéis de procurar–me dijo ayer mismo un anciano caballero de barba entrecana que hoy ya no está con nosotros–llevar dos camisas ese día. Estamos en verano, es cierto, pero las bajas temperaturas de buena mañana son traicioneras y nadie debe tomar por miedo lo que es tan sólo el natural estremecimiento que produce el frío. Y ahora, mi querida amiga–añadió, mirando a otra de las prisioneras, una bella criolla que, según me dicen, se llama madame de Beauharnais-, ensayemos un poco más, es vuestro turno».
Sin embargo, la viuda de Beauharnais no gusta de estos juegos. Ella prefiere llorar su suerte en silencio (y a veces muy ruidosamente). No hay nada que objetar, cada uno se enfrenta a su fin como mejor puede: desolación o dignidad, qué importa la actitud que se elija, las dos conducen hacia la misma cuchilla afilada. Aun así, creo que yo, llegado el momento, elegiré la segunda: la mirada muy alta y dos camisas, para que el frío de la mañana no pueda hacerme temblar. Papá decía siempre que la petite Thérèse tenía una vena teatral muy considerable, y papá siempre tenía razón; no le desdigamos por tanto: mi forma de morir se asemejará pues a la de esos que juegan a escenificarla del modo más bello. Y ahora veamos, observemos un poco más para ver cómo se preparan para el postrero viaje mis otros compañeros de suerte. Por allí veo a una muchacha. No puede tener más de quince años. Lleva el pelo cortado a la altura de la nuca para no entorpecer la caída de la Gran Igualadora. Sí, así llamamos aquí a la guillotina. También la llamamos Louisette o la Viuda o de otras mil maneras. Y a ser guillotinado lo llamamos «mirar por la ventana revolucionaria» o «dejarse rasurar por la navaja nacional». Resulta difícil de creer, lo sé, pero lo cierto es que mucho de lo que se hace o se dice aquí, en la prisión de La Force, se acompaña de una sonrisa. La muchacha, por ejemplo, lleva anudada al cuello una cinta roja; se trata de un guiño, de un pequeño chiste entre nosotros, los prisioneros. A algunos les gusta representar de esta forma y de antemano el tajo de la Gran Igualadora sobre su carne. Más allá, un caballero de unos cuarenta años ensaya junto a una dama pelirroja las reverencias que ambos dedicarán al populacho que asiste a las ejecuciones, a las tricoteuses, a los sans–culottes. «Los caballeros hacen así, las damas hacen así»; sólo les falta añadir música y con ella el resto de la letra de aquella canción infantil que Mademoiselle nos enseñaba allá en Madrid a mis hermanos y a mí de niños para que aprendiéramos bien el idioma de notre bon papa: «Sur le pont d'Avignon, on y danse, on y danse… Les beaux messieurs font comme ça, et puis encore comme ça… ».
Por cierto, aquí en la cárcel también se baila mucho, casi tanto como se ama. No, no es verdad. Se ama aún más de lo que se baila. Es como si la muerte fuera una gran borrachera que incitara a la lascivia. Allá veo entregados a sus juegos, por ejemplo, a una dama con uno de nuestros carceleros; más acá, la bella muchacha de la cinta roja en el cuello lo hace abrazada a un caballero de sesenta y tantos años; un poco más lejos, dos mujeres que se aman, y luego dos hombres, y dos hombres y una mujer, y dos mujeres y dos hombres… El amor aquí, por lo que se ve, se parece mucho a Madame Guillotine: ambos son los grandes, los perfectos igualadores. Porque ¿qué más da a quién se ame mientras se ame? Aún estamos vivos, eso es lo único que importa. Mañana, ya no.
He intentado dormir un poco, pero hace demasiado calor. Aun así, tal vez me haya quedado adormilada, porque he soñado con lo que pasará mañana, el 9 de Thermidor del año II. Es bello este calendario revolucionario que cuenta los años desde el 5 de octubre del mismo año en que mataron a Luis Capeto. Y bellos son también los nombres de los meses que han inventado, todos con reminiscencias agrícolas o meteorológicas: Brumaire, el mes de las brumas; Frimaire, el del frío; Vendémiaire, el de la vendimia; Thermidor, el del calor. Las autoridades revolucionarias decidieron dividir el año en doce meses de treinta días y los cinco días que faltan para completar los trescientos sesenta y cinco se llaman ahora sans–culottides y son cinco jornadas que se dedican enteras a fiestas: una glosa las ideas revolucionarias; otra, el talento; otra, el trabajo; otra, la virtud; otra, los hechos heroicos… Lástima que en este glorioso año II los «hechos heroicos» hayan sido tan aterradores. El mes de Nivôse, por ejemplo, puede alardear de que en sus treinta días cayeron doce cabezas cada cinco minutos, y ahora que ha llegado el calor, los vecinos de las calles adyacentes donde está instalada Madame Guillotine se quejan de que la sangre que desborda los desagües que hay debajo del cadalso obstruye las acequias. «¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Eso cuentan que dijo madame de Roland, el alma de los girondinos, pocos minutos antes de subir al patíbulo. ¿Y qué diré yo mañana cuando llegue mi turno? Tengo que idear una bonita frase que sea tan tan corta y acertada como ésa. Pensemos.
****
Yo, Teresa Cabarrús Galabert, hubiera querido que mis memorias empezaran de la manera que he relatado más arriba, esto es, recordando las últimas horas que pasé en la prisión parisiense de La Force, cuando me faltaban apenas unas horas para morir. Tenía pensado escribir un par de detalles más sobre cómo nos enfrentábamos a la muerte en aquellos días. A continuación contaría también lo sucedido al día siguiente del previsto para mi muerte y el modo en que se puede pasar de la guillotina a la gloria en tan sólo unas horas. Así, relataría cómo el 9 de Thermidor (27 de julio de 1793), en vez de morir Teresa Cabarrús, murió el período histórico llamado Terror. Creo que sería muy interesante para quienes gusten de las ironías y también de las carcajadas de la Historia. Sin embargo, la menor de mis diez hijos, Marie–Louise–que es la que está empeñada en recopilar mis recuerdos antes de que muera o de que sea tan vieja que ya no tenga recuerdos-, dice que no, que las cosas hay que contarlas por orden, empezar por el principio y explicar a todos cómo una niña nacida en el madrileño pueblo de Carabanchel llegó a ser la diosa de París. Una diosa, eso dijo. A mi Marie–Louise–creo que a partir de ahora la voy a llamar María Luisa, que suena más castizo y encaja mejor con el estado de ánimo de una vieja que recuerda su infancia–le gustan mucho las novelas sentimentales. Ella insiste además en que es importante que las cosas se cuenten de forma cronológica. Dice que es fundamental hacerlo así porque han pasado muchos años desde entonces y ya nadie conoce de primera mano los acontecimientos históricos de la Revolución ni tampoco el modo en que llegó luego al poder mi antiguo amigo Napoleón Bonaparte. «Hay que explicar muy bien el marco histórico–me dice-. Son historias viejas, mamá, se han muerto casi todos sus protagonistas, estamos en 1835». Muy bien, así lo haré. Mi viejo amigo Napoleón hace más de diez años que descansa en su tumba y yo también moriré, muy pronto, supongo.
Empecemos entonces por el principio, por mi nacimiento, y contemos a continuación las razones por las que fui a Francia pocos años antes de la toma de la Bastilla. Describamos también, a quien quiera escucharme, cómo era París en la época de María Antonieta; el frívolo París que se divertía en fiestas y en amores prohibidos sin saber que poco tiempo después casi un tercio de sus habitantes habría muerto bajo ese filo implacable que inventó el doctor Guillotin. Sí, así se llamaba el buen doctor a quien los políticos de principios de la Revolución pidieron que ideara, con la ayuda de otras dos personas, una alternativa para evitar las iras del populacho, que, en su fervor revolucionario, pretendía, un día sí y otro también, tomar la justicia por su mano en las calles de toda Francia. Una alternativa «humanitaria», se decía entonces, porque estaba pensada para procurar una muerte indolora; una muerte revolucionaria, ya que–y éstas son también palabras de la época — «el árbol de la libertad se debe regar con sangre». Pero no. Una vez más estoy corriendo demasiado. Es aún muy pronto para explicar cómo el más bello de los sueños se convirtió en pesadilla. Mejor contar las cosas por orden, como dice mi hija. Empecemos, pues, por Carabanchel un muy caluroso día 31 de julio de 1773.
I
QUIEN NO VIVIÓ ESA ÉPOCA NO CONOCE LA DULZURA DE VIVIR
MI NACIMIENTO Y MIS PRIMEROS AÑOS
Mienten quienes dicen que yo vine al mundo justo a tiempo para desdecir una calumnia. Ha habido quien, para dar un antecedente familiar a mis futuras correrías amorosas, contó que yo había nacido a los nueve meses menos diez días exactos después del matrimonio de mis padres, celebrado en secreto. Y casarse en secreto, para la mentalidad de aquellos tiempos, equivalía a fugarse juntos, a caer, por tanto, en desgracia, aunque se santificara luego tan dulce pecado con un apresurado paso por la vicaría. En efecto, hubiera quedado bien y adornaría mucho mi historia decir que mi nacimiento fue así. Pero yo me he propuesto contar la verdad en todo momento, de modo que no tendré más remedio que contradecir a los cronistas más sentimentales. Es cierto, sí, que mis padres se casaron en secreto cuando mamá era aún una niña, pero aquello sucedió unos cuantos años antes de que yo viniera al mundo, pues incluso tengo dos hermanos mayores. Sea como fuere, lo que sí es verdad es que mis padres se conocieron de una forma novelesca. Papá, que había nacido en Bayona en una familia de comerciantes, tuvo serias desavenencias con su padre y éste decidió un día mandarlo a Valencia, a casa de don Antonio Galabert, uno de sus corresponsales, para que se abriera camino en la vida. Galabert lo acogió como a un hijo y mi padre–esto dicho de acuerdo con la estricta moral de entonces–se lo «agradeció» enamorando a su hija, es decir, a mi madre.
Cuentan que una noche mi abuela Galabert, que estaba desvelada, oyó unos pasos furtivos que la alarmaron. Avisado mi abuelo, éste se presentó en el descansillo justo a tiempo para sorprender a mi padre con los zapatos en la mano saliendo de la habitación de mamá. La situación era tan evidente que no admitía muchas interpretaciones, pero aun así mi padre explicó, con gran aplomo, que, pese a la juventud de ambos –él tenía apenas dieciocho años y mi madre catorce-, ya estaban casados. Para probarlo, enseñó allí mismo (con mano un tanto temblorosa, todo hay que decirlo) un documento que certificaba que por lo menos no existía deshonra para el buen señor Galabert. Acto seguido, la familia decidió que, para acallar las lenguas de muchos filos que tanto abundan en todas las ciudades, sean grandes o pequeñas, lo mejor era poner tierra de por medio y enviar al jovencísimo matrimonio lejos de Valencia, a Carabanchel de Arriba, donde el abuelo paterno de mi madre tenía una fábrica de jabones. «Que se lave así–cuentan que dijo el señor Galabert con un muy poco original sentido del humor–esta mancha familiar». Y de este modo, al día siguiente, mis padres partieron rumbo a su nueva vida.
***
Estos pequeños detalles galantes son los que configuran mi prehistoria; pero hay otros igualmente curiosos que tienen que ver con el temperamento de mi padre en sus años mozos y que ya hacían presagiar su espíritu inquieto y emprendedor, anticipando, además, lo mucho que lograría medrar en la vida. Podría yo contar muchas cosas al respecto, pero prefiero que lo haga un cronista de excepción, nada menos que don Gaspar Melchor de Jovellanos, que más tarde se convertiría en amigo y defensor de mi padre en tiempos difíciles. Don Gaspar narra así el motivo por el que papá abandonó Bayona y fue a Valencia:
Francisco Cabarrús estudió en el colegio de los padres del Oratorio en Bayona con gran aprovechamiento en las humanidades y descubrió gran talento para la elocuencia y la poesía. Ya a los diecisiete años aspiraba al uso de la libertad que no podía lograr de la autoridad de su padre. Cierto día deseó que un amigo suyo en cuya tertulia estaba se quedara a cenar, y aunque Francisco lo solicitó, con importunidad de su padre, por recados y personalmente, no pudo conseguirlo. Esta injusta dureza exasperó notablemente el ardiente espíritu de Cabarrús, y desde entonces resolvió tomar para sí la libertad que la sinrazón le negaba: iba a las tertulias liberales, al teatro, entraba y salía cuando le parecía, y esta conducta indómita que su padre no se atrevía a reprimir obligó a mandarle lejos, concretamente a Valencia.
Con el correr de los años, Jovellanos llegaría a ser ministro de Gracia y Justicia de Su Majestad Carlos IV, y mi padre, el del ardiente espíritu, sería uno de los fundadores del Banco de San Carlos, más tarde llamado Banco de España. Sin embargo, en el año de gracia de 1773, cuando yo nací, la vida de ambos estaba aún en sus albores. Jovellanos era poco más que un joven que soñaba abrirse camino en el mundo de las letras y que acababa de componer una obra dramática llamada, fíjense qué profético, El delincuente honrado. Mi padre, por su parte, estaba aún muy lejos de ser consejero de Carlos IV o de trenzar amistad con personajes tan importantes como Olavide, el conde de Aranda o el mismísimo Godoy, futuro Príncipe de la Paz, con los que intimaría (otros dicen conspiraría) corriendo el tiempo. Por aquel entonces, Francisco Cabarrús era apenas un muchacho francés simpático e infatigable que dirigía una fábrica de jabón, ni siquiera en la Villa y Corte, sino en el pequeño pueblo vecino de Carabanchel.
Aun así, desde el momento en que mis hermanos y yo vinimos al mundo, y como si estuviera convencido de que el destino de los Cabarrús era medrar y subir muy rápido por la siempre resbaladiza escala social, mi padre se empeñó en procurarnos la más esmerada educación. Mis hermanos y yo contábamos, por ejemplo, con un preceptor musical que nos introdujo en los secretos de la guitarra y del clave. También con una Mademoiselle que nos hablaba sólo en francés. Pero, sobre todo, teníamos distintos profesores que nos ilustraban en diversas áreas del saber: en la historia, en las matemáticas, en otras lenguas como el latín y el italiano. Sí, fuimos instruidos en todas las disciplinas que, según mi padre, conformaban un ser armónico; en todas salvo en religión. Y es que hay que decir que papá era librepensador; ferviente admirador, además, de la recién proclamada independencia de los Estados Unidos, amén de lector de Voltaire y de Rousseau y, por consiguiente, gran devoto de esa diosa pagana de nuestro siglo, la diosa Razón. «Todo un masón», secreteaba la gente a sus espaldas en mi infancia, pero en aquel entonces yo ignoraba lo que podía significar tal palabra y por qué debía ser pronunciada en voz baja.
Sea como fuere, mis primeros años transcurrieron plácidos, sin saber cómo se fraguaba la azarosa–y hay quien dice también oscura–gran fortuna de don Francisco de Cabarrús. Si en 1782, con la anuencia de nuevos e importantes amigos como el conde de Floridablanca, mi padre intervino en la creación del llamado Banco de San Carlos, yo desde luego nada supe. Si dicha idea fue en su momento tan avanzada y revolucionaria que el mismísimo Mirabeau en Francia mandaría escribir largos tratados tachándolo de aventurero y de economista visionario, no pude saberlo, pues a mis nueve o diez años sólo me interesaba jugar a los disfraces y fantasear mirándome en los espejos. Y si la creación del Banco de San Carlos supuso para España un cambio sustancial en su economía al permitir «satisfacer, anticipar y reducir a dinero efectivo todas las letras de cambio, vales de tesorería y pagarés que voluntariamente se llevasen a él», según rezan los libros de historia, tampoco nada supe ni me interesó. Lo único que sabía por aquel entonces era que mi familia se había ido mudando de una casa a otra, cada vez más grande, cada vez con jardines más hermosos. Sabía también que los trajes de mi madre, a la que recuerdo bella pero excesivamente melancólica, eran cada año más complicados, y sus pelucas, traídas de Francia, tan estrafalarias que una de ellas, por ejemplo, tenía entretejido el pelo postizo de tal modo que formaba un gran velero con las velas desplegadas. «Un día no muy lejano, niña, cuando seas mayor y siguiendo la moda de Versalles–me dijo en una ocasión Mademoiselle-, también tú podrás lucir pelucas tan grandes y tan bellas. Casi tan altas como las que usa la autrichienne».
Incluso una niña mitad francesa, mitad española que vivía en Carabanchel sabía por aquel entonces quién era la autrichienne. Así se referían todos en Francia a la tan odiada reina María Antonieta, a quien apodaban despectivamente «la austríaca». Nada comparable con los epítetos que le dedicarían apenas unos años más tarde tras la caída de la Bastilla, es cierto; pero, aun así, a principios de la década de 1780 eran ya muchas las habladurías que corrían de boca en boca hasta llegar a aquel remoto lugar cercano a Madrid. Se contaba, por ejemplo, que la austríaca había convertido al buen rey Luis en un cocu, que dicho en francés suena más gentil aunque significa lo mismo que en español: cornudo. Que gastaba fortunas en los tapetes de juego y que era adicta a otros pasatiempos de carácter erótico; juegos y correrías que compartía no sólo con un bello militar sueco, el conde Fersen, del que todos hablaban como su amante oficial, sino también con algunas de las damas de su séquito, como la duquesa de Polignac o la princesa de Lamballe.
Pero de lo que más se hablaba a mediados de los ochenta era de un asunto que muchos años más tarde el propio Napoleón señalaría en sus memorias como el comienzo de la Revolución francesa. «Fue sin duda el affaire del collar de la Reina lo que preparó el camino de los reyes hacia la guillotina, su paso hacia la muerte». Así me lo dijo él mismo un día cuando aún éramos los mejores amigos.
***
El escandaloso affaire del collar de la Reina… Aquélla sí que fue una curiosa historia apta incluso para llegar a mis oídos infantiles. Por eso Mademoiselle, que pertenecía a una empobrecida familia de pequeños nobles bretones y que seguía a distancia, pero con mucha alarma, la creciente impopularidad de los reyes en su país, me lo contó en su día con todo lujo de detalles. Tenía yo entonces sólo once años, pero ya soñaba con ser una gran dama.
— Has de saber, niña–me confió una noche durante el largo rato que dedicaba a cepillarme el pelo antes de irnos a la cama-, que de todos los pecados que se le imputan a la autrichienne hay uno del que es completamente inocente. Pero aun así, muchos disgustos nos va a traer a todos los franceses, me temo.
— ¿Las reinas también pecan, Mademoiselle? — pregunté yo abriendo mucho los ojos e imaginando en el espejo cómo sería llevar encima de la cabeza uno de esos enormes peinados de moda en París en forma de carabela o de velero.
Mademoiselle no se dignó contestar a mi pregunta. Demasiado ocupada estaba en cepillarme el pelo mientras desgranaba su escandalosa narración de intrigas palaciegas.
— Los personajes y elementos de esta curiosa historia son una aventurera que se decía descendiente de Enrique II, un cardenal tan deshonesto como estúpido y un collar demasiado caro incluso para una reina. ¿Quieres oírla?
Yo deseaba preguntarle primero si algo podía ser demasiado caro para una reina, pero no me atreví. Cuando a Mademoiselle se la contrariaba con una pregunta inoportuna, acababa impacientándose y era capaz de darme unos tirones de pelo demasiado violentos. Por otro lado, a mí me complacía mucho lo que estaba viendo en ese momento en el espejo: a mis casi doce años tenía ya una melena de pelo negro bastante larga y desde luego muy bella. No era difícil, por tanto, y recurriendo un poco a la fantasía, imaginarme como una gran dama charlando con su doncella durante la toilette.
— Claro que quiero que me la cuente–dije-. Por favor, Mademoiselle.
— Todo comenzó con un collar de los que antes llamaban una riviére de diamantes. Y una riviére o río, como su propio nombre indica, es un gran collar que se enrosca con un par de vueltas alrededor del cuello y luego cae generosamente sobre el corpiño, llegando hasta la cintura en diferentes cascadas. La riviére de la que estamos hablando, niña, había sido fabricada años atrás por un prestigioso joyero para la favorita del anterior rey, Luis XV, madame du Barry; pero al morir el soberano, el joyero vio cancelado el pedido, con el consiguiente trastorno económico para él. Sabiendo lo acuciado que estaba por vender la pieza, una aventurera de la corte ideó un enrevesado plan para sacar una buena cantidad de dinero y al mismo tiempo quedarse con la joya. Se trataba de la condesa de La Motte, supuesta descendiente del rey Enrique II, que, conocedora de la fama de caprichosa de la Reina, decidió engañar al joyero, implicando de paso a un cardenal, el de Rohan, que desde hacía años deseaba recuperar el favor real que había perdido. ¿Te hago daño, niña? ¿Estoy cepillándote el pelo demasiado fuerte?
Yo, que ya me veía paseando por Versalles junto a la falsa condesa de La Motte y luciendo una gran riviére de diamantes, negué con la cabeza.
— Claro que no, Mademoiselle. Por favor, continúe.
— Una calurosa noche de agosto, una prostituta de nombre Nicole Leguay, disfrazada con un bello y blanco vestido de muselina como los que usaba la Reina, fue introducida por la condesa en el bosquecillo de Venus del palacio de Versalles, uno de los rincones favoritos de María Antonieta. Allí, al abrigo de las sombras, Nicole se encontró con el ansioso cardenal, al que entregó una única rosa blanca. Debes saber, niña, que las citas galantes de este tipo son moda en Versalles y la reputación de la Reina hacía creíble la estratagema, de modo que el cardenal nunca dudó de que no fuera ella. Tampoco le sorprendió que la huidiza dama susurrase sólo una breve frase: «Ya sabéis lo que esto significa», antes de desaparecer veloz tras los arbustos. Ebrio de felicidad por la tan largamente deseada condescendencia, el cardenal entregó a de La Motte una gran suma de dinero.
— Pero ¿por qué, Mademoiselle? ¿Sólo por haber hablado con la Reina?
— No seas impaciente, niña; escucha y verás. El procurar una cita secreta con Su Majestad se cotiza muy alto en Versalles, pero de La Motte decidió ganar aún más. Escribió entonces una carta al cardenal como si fuera la soberana en la que ésta confesaba a Rohan que deseaba comprar, con su ayuda y a espaldas del Rey, aquel famoso collar hecho para madame du Barry. Un noble como Rohan debería haberse dado cuenta de que la carta estaba incorrectamente firmada, «María Antonieta de Francia», cuando las reinas no usan más que su nombre de pila con rúbrica; pero, entusiasmado por que la soberana le pidiera tan delicado favor, no reparó en ello. En realidad, todo era un engaño para quedarse con la joya y relacionar maliciosamente a la Reina con el cardenal, y lo cierto es que se consiguió. Al descubrirse la estafa, todos creyeron que María Antonieta tenía amores con Rohan, puesto que así lo juraba y perjuraba madame de La Motte, quien sostenía que ella sólo había desempeñado un papel de intermediaria entre los dos.
— ¿Cómo es posible, Mademoiselle? ¿No tiene la palabra de una Reina más valor que la de una falsa condesa?
— Ay, niña–suspiró entonces Mademoiselle, tironeándome del pelo más de lo necesario-, qué poco sabes aún de la naturaleza humana. Cuanto más grandes son las mentiras, más fáciles de creer resultan, sobre todo cuando se vierten contra alguien que ha perdido el cariño de la gente, y mucho me temo que la autrichienne…
— Pues cuando vaya a Versalles yo seré muy amable con ella, Mademoiselle; al fin y al cabo es la Reina de todos los franceses. Y el trono de Francia es uno de los más antiguos e importantes del mundo, ¿no es así?
Mademoiselle no contestó a esta pregunta, seguía enfrascada en su relato.
— El Rey, que creía sin reservas en la inocencia de su mujer, estaba furioso con el asunto. Hubo un juicio y todos fueron condenados: la condesa de La Motte, a varios años de cárcel y a ser marcada a fuego en el pecho con la letra V de voleuse, es decir, de ladrona; Rohan, a ser destituido de su puesto y enviado a una abadía, y Nicole, la prostituta, a cadena perpetua.
— Bueno, pero si fueron castigados y se descubrió la verdad, entonces estaba muy claro que la Reina era inocente, ¿no, Mademoiselle?
— Ay, niña, también eso lo aprenderás un día. La verdad sola no es suficiente. Es necesario que la gente la crea como tal, y nadie la creyó. Es mejor que algo parezca verdad sin serlo a que lo sea y no lo parezca. El pueblo piensa de María Antonieta que es una derrochadora, una frívola, una adúltera. Más aún, piensa que tiene dominado al buen rey Luis, que éste no es más que un pelele a su merced. Y nadie cree en su palabra, aunque sea mentira la mitad de las cosas que se cuentan, porque la verdad puede ser muy mentirosa, ¿comprendes?
Yo entonces no entendí nada, pero tomé buena nota de esa reflexión que mucho me iba a servir andando el tiempo. Incluso iba a serme de utilidad a corto plazo. Y es que mi padre me había prometido que pronto, muy pronto, cuando cumpliera doce años, iba a enviarme a París para que conociera la capital de su país de origen. Su verdadera intención (aunque de esto no habría de enterarme hasta un poco más adelante) era prepararme para buscar un buen marido, porque ya empezaba a tener, según las costumbres de la época, «edad de merecer».
«¡París! — me decía yo mientras me probaba a escondidas unas bellas enaguas y crinolinas que había logrado sustraer del armario de mi madre-. París, la ciudad más bella del mundo, donde, según dicen, todo es diversión, donde las calles son una fiesta, y las damas, mucho más hermosas que en cualquier otra parte». París, donde los sueños se hacen realidad y también se vuelven reales los juegos de una niña que durante toda su infancia había fantaseado representando distintas vidas ante los espejos. «Qué gran actriz sería mi pequeña Teresa si tuviera ocasión–solía decir mi padre-. Miradla».
Yo, por mi parte, había oído que en Versalles estaba de moda el teatro, sobre todo las comedias, y que las grandes damas representaban papeles como si fueran cómicas. ¿Tendría yo también posibilidad de hacerlo? ¿Podría subirme a un escenario y representar, fingir? Tal vez en París lo consiguiera, sólo era cuestión de aguardar unos meses.
***
Por fin, una mañana cálida de primavera partimos mi madre y yo rumbo a Francia. Nos acompañaba en esta ocasión el secretario privado de mi padre, un joven taciturno de nombre Leandro Fernández de Moratín. Con gran alborozo pude ver cómo los criados subían al carruaje pieza a pieza el pesado equipaje, las cestas con nuestros voluminosos vestidos, las cajas con pelucas o con sombreros y también no pocas viandas, un par de chorizos y una longaniza que mi madre se empeñó en llevar porque, según ella, la comida francesa podía ser muy renombrada, sí, pero donde estuviera un buen embutido español que se quitaran todos los amuse–bouches, gourmandises, petits fours y demás zarandajas; ya les enseñaría ella lo que era comer algo realmente delicioso.
Mamá lloró bastante en la despedida, aunque ma bonne maman lloraba siempre, eso ya lo sabíamos bien en casa. Yo, en cambio, tan contenta estaba con el viaje y tan segura de volver al cabo de un mes que no sentí la necesidad de derramar una sola lágrima al besar a mi padre y a mis hermanos. En cuanto a Mademoiselle, ella no formaba parte de nuestro pequeño grupo viajero. Papá consideró oportuno dejarla atrás porque, según decía, había llegado la hora de hacerme mayor, de convertirme en una dama. En una gran dama, pensaba yo, porque, ¿acaso no era mi padre fundador de un banco y consejero de Su Majestad el rey Carlos, tal como le gustaba repetir cada vez con más frecuencia a mi madre? ¿Acaso nuestra familia no era de buena cuna a pesar de… la fábrica de jabones? Al fin y al cabo nuestro dinero, aunque proviniera de fuente tan poco distinguida, era considerable y serviría sin duda para trabar nuevas amistades y abrirnos a mamá y a mí las puertas de algunos salones al llegar a París. Y si no lo lograban los caudales de papá ni los coquetos llantos de mi buena madre, sus chorizos y longanizas, me decía yo, lo conseguiría tal vez la imagen que veía ahora reflejada en el cristal del gran carruaje que comenzaba a conducirnos a París. Porque en su fría superficie, y a pesar de lo defectuoso del vidrio y del bamboleo del coche, podía ver yo unos ojos negros y vivaces que parecían reír siempre; también una boca de labios bien dibujados y un pelo tan largo, oscuro y abundante que a buen seguro no necesitaría postizos ni añadidos para peinarse a la moda de París, e incluso formar con él toda una carabela.
Miré por la ventanilla, el coche empezaba ya a tomar velocidad y durante un buen rato estuve asomada agitando mi pañuelo. Hasta que llegó un momento en que mis hermanos, papá, Mademoiselle e incluso nuestra querida casa de Carabanchel desaparecieron tras una nube de polvo.
Yo no lo sabía entonces, pero tardaría mucho en volver a España. Comenzaba para mí otra vida muy distinta.
DICEN QUE PARÍS ERA UNA FIESTA
Lo mismo que cuando una nave surca el mar la deriva de su rumbo puede conocerse mirando la estela que deja a su paso, también para comprender un momento histórico relevante lo mejor es echar la vista atrás y ojear brevemente la época que lo precede.
La frase no es mía, sino de un joven nervioso y picado de viruela que en tiempos fue secretario privado de mi padre y que nos acompañó a mamá y a mí en nuestro viaje a París. Se llamaba, como he dicho, Leandro Fernández de Moratín, y llegaría andando el tiempo a convertirse en uno de los autores españoles más famosos de todos los tiempos. Son muchos los que aseguran que «el Moliére español», como se le vino a llamar más tarde, supo como nadie convertir sus fracasos amorosos en literatura. En los tiempos de los que voy a hablar a continuación yo no lo sabía, pero aquel joven larguirucho y casi apuesto a pesar de las marcas de su enfermedad, que trabajaba con mi padre hasta labrarse un nombre, había tenido ya el gran desengaño amoroso que lo marcó para siempre. Sabina Conti, así se llamaba la bella niña de quince años que le robó el corazón a sus dieciocho. Aunque las edades de Moratín y de Sabina coinciden casualmente con las de mis padres y sus tempranos amores con final feliz, los suyos estaban destinados a la desdicha. Enterada la poderosa familia Conti de aquel romance, casó a la niña con un rico pariente de avanzada edad. Desapareció así Sabina Conti de la vida de Moratín; sin embargo, como el destino es perseverante y muchas veces caprichoso, la bella estaba destinada a pervivir por siempre en la inmortalidad. Son muchos los que afirman que su figura dio lugar a la más famosa obra de su autor, El sí de las niñas, que se estrenaría en 1806. Dicen que desde aquel fracaso amoroso Moratín se dedicó a frecuentar sólo a mujeres de vida fácil a las que pudiera pagar por sus servicios, y que esa costumbre lo llevaría con el tiempo a un fin muy deshonroso. Dicen que nunca se casó y que tampoco llegó a perder jamás su aire triste y su forma de mirar la vida de un modo descreído y cínico. Se dicen tantas cosas. Lo único que yo sé es que, en aquellos años, cuando la suerte quiso que nos escoltara a mi madre y a mí a París en calidad de secretario, don Leandro era un joven de unos veintipocos años, culto y taciturno, pero también muy hablador siempre que se le hiciera la pregunta adecuada. Y yo tenía entonces tantas preguntas, era tanto lo que me interesaba e intrigaba.
— Dígame, don Leandro, ¿es verdad eso que dicen de que España y Francia son países de costumbres completamente distintas? ¿Y es verdad también que en la corte de París la moda ahora entre las grandes damas es jugar a pastorcitas, ordeñar vacas y vestirse como las aldeanas e incluso usar bonetes rústicos? Mademoiselle me ha dicho que hasta hace muy poco sucedía todo lo contrario, y que lo que a esas señoras les gustaba eran las ropas ricas y recargadas. También las enormes pelucas de más de cinco palmos de altura.
— No molestes al señor Moratín, hija; bastante tenemos con soportar los calores y el polvo del camino como para que nos marees con tu cháchara.
Era mi madre quien así se quejaba, aferrada a un pañuelito empapado en eau de Cologne. Desde que desapareció tras el horizonte nuestra amada casa de Carabanchel no se había desprendido de tan socorrida prenda, y cada tanto aspiraba su aroma tal como ella suponía que hacían las damas elegantes en los viajes. Bostezó con desgana, se aflojó levemente las cintas del corsé y no dejó de lamentarse con leves jadeos. Sin embargo, en aquel pequeño habitáculo que habría de ser nuestro cobijo por espacio de cinco largos días, ni el señor Moratín ni mucho menos yo prestamos demasiada atención a sus rezongos. Y es que desde mi primera infancia mi madre había sido en la vida de la familia, así como en la del resto de los habitantes de nuestra casa, una presencia muy bella pero también difusa, lejana, que no hacía más que quejarse de una cosa y a continuación de su opuesto. Se quejaba del calor e inmediatamente del frío. De que la comida estaba sosa o bien de que estaba salada. De que nuestro padre le prestaba poca atención o bien de que la importunaba innecesariamente. O, como en esta ocasión, sé quejaba de que las personas que la rodeaban hablaban mucho o, por el contrario, de que pecaban de silenciosas. Yo la miré sin decir nada; otro suspiro, otra vaharada de agua de Colonia. Sólo era cuestión de esperar unos minutos hasta que el traqueteo del carruaje la adormilase un tanto, y eso hicimos el señor Moratín y yo para poder continuar con nuestra charla. Cuando vi que por fin respiraba de forma acompasada, volví con redoblado interés a mis preguntas:
— Dígame, por favor, don Leandro: ¿cómo son entonces las cosas en París? ¿Qué gusta a sus gentes? ¿Qué pasa en esa ciudad de la que todo el mundo habla?
— Pasa, Teresita, que se está muriendo una época y a punto está de alumbrar otra que deberá traer muchas mudanzas. Pero las muertes y los cambios son momentos difíciles, muchas veces peligrosos.
A continuación, el señor Moratín, al compás del traqueteo del coche, me contó cómo las damas de París habían sustituido, de un tiempo a esta parte, sus famosas pelucas por simples bonetes de campesina. Según él, el dato de los adornos capilares no era baladí, pues simbolizaba a la perfección lo que él llamaba «el signo de los tiempos». Yo sabía que en nuestro equipaje mamá llevaba dos de aquellos pelucones que ella suponía el último grito porque así lo aseguraban las publicaciones parisinas que abundaban en nuestra casa de Carabanchel. En alguna de esas revistas yo había leído además que las damas que lucían dichos peinados estrambóticos llamados poufs los llevaban como un signo de estatus social y también para representar circunstancias de sus vidas: la que portaba en la cabeza un gran velero, por ejemplo, era porque su marido comerciaba con el Nuevo Mundo. Un jardín con flores y pájaros vivos en una jaula entrelazada con los cabellos, por su parte, explicaba al profano que la familia de la dama acababa de mudarse a un palacete en las afueras de la ciudad. Y por lo que yo había leído también en aquellas revistas viejas, las damas, al viajar en sus carruajes, se veían obligadas a hacerlo ¡de rodillas! para no estropear sus poufs de altura estrafalaria. No obstante, según el señor Moratín, aquellas publicaciones que había en nuestra casa de Carabanchel estaban más que trasnochadas, porque en la buena sociedad parisina del momento el exceso y el alarde habían dado paso poco a poco a una nueva forma de sensibilidad completamente opuesta.
— Romántica–dijo Moratín, arrugando su nariz picada de viruela en señal de desaprobación-, así la llamo yo.
— ¿Y qué es eso? — pregunté-. No conozco esa palabra, don Leandro.
— Lógico, Teresita, puesto que no existe en castellano, aunque apuesto a que andando el tiempo se hará tan corriente y habitual que hasta una niña como tú la usará con frecuencia. A pesar de ser un concepto muy moderno los ingleses ya lo han incorporado a su diccionario. Ellos definen a una persona romántica como alguien «con tendencia hacia el romance, lo irracional y lo influenciable». Pero es mucho más que eso. De hecho, se trata de una notable corriente de sensibilidad que empieza a recorrer Europa y que en Francia amenaza con convertirse en vendaval, por no decir en catástrofe, Teresita.
— ¿Cómo así? — pregunté-. ¿Y qué tiene eso que ver con que las damas ahora se vistan de campesinas?
Él me miró con lo que me pareció un cierto aire de tristeza.
— Antes de explicarte el verdadero significado de esta palabra–dijo al fin-, y es importante que lo entiendas bien porque ilustra a la perfección lo que está pasando en la tierra a la que nos dirigimos, no me queda más remedio que ir hacia atrás en el tiempo y hacer un poco de historia.
Fue entonces cuando el señor Moratín me explicó que la Historia es como las naves marinas, y que la mejor manera de adivinar hacia dónde van una y otras es voltear la cabeza y ver la estela que dejan a su paso. Luego continuó:
— Francia es un gran país, Teresita, y tuvo, como sabes, o al menos deberías saber por tus libros de estudio, al rey que mejor simbolizaba dicha grandeza: Luis XIV, llamado el Rey Sol. Y si hiciste buen uso de tus libros, sabrás también que de él se cuenta que pronunció una frase que resume exactamente lo que fue su reinado: «El Estado soy yo». Vino a continuación Luis XV, al que apodaban el Bien Amado. Un rey brillante, mujeriego, licencioso y sin duda muy afortunado. Con él Francia vio declinar en parte su poder, pero falleció antes de que la decadencia comenzara siquiera a hacerse visible. Sin embargo, como además de licencioso y mujeriego era un hombre perspicaz, poco antes de morir cuentan que dijo eso tan mentado de «Después de mí, el diluvio». En cuanto a este rey de ahora, Teresita, se comenta que es un buen hombre pero un mal rey, y por experiencia sabemos que es mejor ser lo contrario: un buen rey y un mal hombre, ¿comprendes? Luis XVI lleva sólo once años en el trono, aún es pronto para saber qué frase histórica resumirá su mandato, pero Francia y sus finanzas pasan por un momento muy delicado; me temo que lo acallarán, que no le dejarán decir nada.
Yo, por mi parte, lo que temía, y mucho, era que don Leandro, en vez de hablar de pelucas y bonetes, de modas y costumbres parisinas, que era lo que me interesaba en ese momento, se perdiera por los vericuetos de la Historia. ¿Por qué los mayores nunca pueden contestar una sencilla pregunta sin irse por las ramas?, me decía yo. Y es que a mi edad, esto es, a los doce años, a las niñas se las vestía de damas y se les empezaba a buscar marido, pero desde luego no se las trataba como personas adultas. Pero ¿acaso se trata alguna vez a las mujeres como seres adultos?, cavilaba yo. Tal vez esa forma de ser «romántica» de la que antes hablaba el señor Moratín y los grandes cambios que, según él, se avecinaban en el mundo lograsen que por fin así fuera.
Miré a mi madre. Dormitaba aún y aproveché para intentar reconducir la conversación hacia el tema que había iniciado nuestra charla: los cambios en la forma de vestir, y también de pensar, de las gentes de París. Una inclinación «romántica», había dicho el señor Moratín, pero ¿qué se escondía tras esa palabra que tan bien sonaba a mis oídos y que tan poco parecía agradar a mi nuevo amigo?
— ¿Por qué no os gusta, don Leandro? Decís que la expresión tiene que ver con el romance y por tanto con el amor. ¿Acaso no os habéis enamorado nunca? — le dije casi en tono de reproche, lo que ensombreció más aún su rostro picado de viruela. Debo explicar aquí que yo entonces no sabía nada de sus amores desdichados. De haberlos conocido, sin duda habría sido más cuidadosa con mis palabras.
— Ojalá así fuera, Teresita–me contestó al cabo de unos segundos de grave silencio-. Pero mucho me temo que son pocos los afortunados que no llegan a enamorarse nunca y, por tanto, tampoco a sufrir.
— Yo, desde luego, seré de los que no sufren–repuse muy segura de lo que decía, y él sólo sonrió. A continuación alargó hacia mí una mano huesuda, como si intentara tocarme, pero no llegó a hacerlo. Al cabo de unos segundos dijo:
— No hablemos de amores tristes. Es a otro tipo de forma de ser romántica a la que quiero referirme. Y si prestas atención, comprobarás que te ayudará mucho a comprender cómo son o empiezan a ser las cosas en este viejo país que vamos a visitar. Lo primero que has de tener en cuenta, Teresita, es que lo que la gente piensa o siente en cada momento histórico está directamente relacionado con cosas que ellos ni siquiera sospechan. Tú me has preguntado qué está ocurriendo en Francia y cómo se está pasando de la ostentación y la opulencia que caracterizaba hasta ahora a la corte de Versalles, con sus pelucones y sus trajes recargados, a todo lo contrario, a que los ricos jueguen ahora a pastores y a campesinos. Porque has de saber además, niña, que muchos nobles de la corte, e incluso María Antonieta, se han hecho construir, en sus enormes propiedades, hermosas cabañas rústicas en las que se entretienen ordeñando vacas a las que adornan con sombrerillos de paja. Luego cantan canciones, recogen huevos frescos y se bañan en leche. Y eso, en principio, suena amable, ¿verdad? Se podría pensar que dicha actitud hace que los nobles parezcan menos soberbios, más cercanos al pueblo. Pero el pueblo tiene hambre, Teresita, se muere de hambre, y este juego de que los ricos imiten a los pobres puede ser peligroso. No sé cómo un hombre inteligente como Rousseau no previó lo que podría llegar a pasar andando el tiempo.
— ¿Y quién es ese Rousseau? — pregunté yo, consciente de que había oído antes aquel nombre. Incluso estaba segura de haberlo visto escrito en la tapa de un libro que mi madre leía no hacía mucho con arrobo-. ¿Es un escritor?
— Más que eso–respondió el señor Moratín-, es el mayor inspirador de toda una nueva forma de pensar. Para que lo entiendas, te diré que ser como él consiste en tener lo que los franceses llaman sensibilité. En otras palabras: significa primar la emoción sobre la razón, el corazón sobre la cabeza, la naturaleza sobre la cultura y la espontaneidad sobre el cálculo. Dicho de otro modo: los seguidores de esta filosofía, tan en boga en Francia, piensan que, para que la emoción y la sensibilidad sean satisfactorias, éstas deben ser directas, violentas y completamente ajenas al pensamiento. Suena bien, ¿verdad? Ir donde el corazón te arrastre, seguir los impulsos de la naturaleza… Pero me temo que, en la práctica, significa lo que ahora sucede en Versalles. Allí puede verse cómo hombres y mujeres que presumen de «sensibles» se conmueven hasta las lágrimas con la idea de una familia campesina, pero ni por un momento se les ocurre hacer algo para mejorar la vida de esa pobre gente. Así las cosas, los cortesanos encuentran encantador jugar a pastores y hacer «vida natural». Ahora todos dicen admirar lo sublime y lo salvaje: los torrentes desbocados, los precipicios sin fin, las tormentas con relámpagos. En otras palabras, admiran lo muy bello, pero también lo violento y lo inútil. Dime una cosa, Teresita: puestos a elegir, ¿qué elegirías tú del reino animal: un gusano o un tigre?
— ¡Un tigre! — dije sin dudarlo, y el señor Moratín sonrió.
— Una perfecta mentalidad romántica, querida niña. Un gusano es feo, pero muy útil para el hombre. Un tigre, en cambio, es bellísimo, pero también un peligro y una amenaza. No es, por tanto, el buen gusto de los románticos, que es inmejorable, lo que está en falta, sino su escala de valores. Ahora en Francia se habla de «perder la cabeza», de «privarse», de «trastornarse», y se considera que tener un corazón sensible es sinónimo de moralidad y de bondad. Pero mucho me temo, Teresita, que las injusticias y desigualdades de aquel país son enormes y todas estas bonitas palabras no les llevarán a buen puerto. Desde que el mundo es mundo se sabe que de las mejores intenciones está empedrado el camino del infierno.
***
Desde luego yo no estaba nada de acuerdo con lo que intentaba explicarme el señor Moratín. Tenía claro que, si me daban a elegir, prefería mil veces a bellas damas jugando a pastorcitas antes que esas modas añosas y opulentas que se podían ver en las revistas de mi madre allá en Carabanchel. También prefería los tigres a los gusanos, ¡de lejos! Y si ser romántica significaba elegir entre razón y pasión, y luego «perder la cabeza» y «trastornarme», yo sabía muy bien qué elegir, daba igual lo que dijera el señor Moratín. Así se lo comenté, y él, entonces, con ese aire triste suyo que no sé si se podía interpretar como la visión de un hombre desdichado en amores o de un hombre de letras conocedor de la naturaleza humana, intentó una nueva vía para hacerme cambiar de parecer.
Con ánimo, supongo, de que yo adoptara su punto de vista, el señor Moratín decidió contarme entonces la vida de Rousseau, el adalid del pensamiento imperante. Según él, la biografía de aquel caballero era la mejor prueba de la enorme contradicción de los románticos. Para convencerme, y pese a mi corta edad, me contó algunos detalles bastante… curiosos, digamos, de la vida privada de aquel gran hombre.
— Escucha bien, Teresita: por sus hechos los conoceréis–parafraseó don Leandro-. Mira cómo fue la vida de ese romántico empedernido. Primero hay que decir que como Jean–Jacques Rousseau se consideraba «bueno de corazón», no tuvo empacho en dejar escritos sus peores pecados, de modo que los datos que tenemos, hasta los más escabrosos, los contó él mismo. Hijo de un relojero y de una madre que murió cuando él era apenas un niño, tuvo una infancia difícil y al hacerse mayor, después de varios empleos infructuosos, decidió que lo mejor para medrar en la vida era convertirse en lacayo y más tarde en amante no de una, sino de varias damas añosas a las que llamaba «mamá». Todas ellas fueron generosas con él; una incluso lo incorporó a su vida y a la de su marido en un confortable ménage á trois para, una vez viuda, nombrarlo su heredero. Por aquel entonces conoció también a una tal Thérèse Le Vasseur, sirvienta de un hotel de París, con la que tuvo nada menos que cinco hijos. Bonita y numerosa familia, dirás tú, perfecto colofón para un romántico. Sin embargo, el bueno de Rousseau nunca vivió con ninguno de sus vástagos; a medida que iban naciendo los fue entregando uno a uno a la beneficencia.
— ¿Quiere decir que los abandonó a todos en un orfanato? ¡Dios mío!
— Sí, querida, eso hizo. Pero este hecho singular y «romántico» no fue óbice para que en 1750 diera forma a un postulado que habría de hacerle célebre en el mundo entero. Por aquel entonces, la Academia de Dijon ofrecía un premio a quien mejor contestara a la siguiente pregunta: ¿el arte y las ciencias han beneficiado o perjudicado a la humanidad? Rousseau ganó el premio, argumentando que las ciencias y las artes eran los peores enemigos de la moral porque creaban necesidades, y que precisamente éstas eran el origen del mal. «Ciencia y virtud son incompatibles–escribió-. Por eso, el arte, la educación y todo lo que distingue al hombre civilizado del hombre natural es malvado».
»Surgiría así la llamada teoría del buen salvaje, según la cual, y siempre según sus palabras, «el hombre es naturalmente bueno y son las instituciones las que lo pervierten». A saber qué pensarían de tal asunto sus cinco hijos abandonados precisamente en una «institución», ¿no crees? Pero sea como fuere, la idea del buen salvaje hizo fortuna. Por eso ahora, treinta y tantos años más tarde, tenemos a toda la alta sociedad parisina jugando a emularle. Se visita la tumba de Rousseau como si fuera un lugar de peregrinación; las damas amamantan a sus hijos en público porque es más «natural»; ellos y ellas se disfrazan de campesinos, ordeñan vacas, apacientan ovejas adornadas con lazos rosas o azules y, mientras tanto, los pobres se mueren de hambre.
— Entonces, ¿es verdad, don Leandro, eso que cuentan de que la Reina dijo un día que si los pobres no tenían pan que comieran brioches?
— La Reina es muy frívola, Teresita, gasta fortunas en los tapetes de juego y en construir palacetes, por eso es tan odiada; pero no es cierto que haya dicho tal cosa. Cuando llegues a París, comprobarás que en cada esquina de la ciudad se venden libelos contra María Antonieta; la acusan de espía austríaca, de adúltera, de cosas aún más terribles; pero demos al césar sólo lo que es del césar. Yo, que adoro la Historia, la de nuestro país y también la de Francia, puedo asegurarte que esa frase hace más de cien años que corre por los mentideros. Se le atribuyó por primera vez a María Teresa de Austria, esposa de Luis XIV, y se le ha atribuido luego a otras princesas extranjeras a lo largo de este siglo. No es fácil ser mujer y extranjera en los inciertos tiempos que vivimos; ya lo verás, niña.
Tomé buena nota de las palabras del señor Moratín. Al fin y al cabo también yo me disponía a ser mujer y extranjera en París, al menos durante un tiempo. Pero al mismo tiempo me prometí que en cuanto llegase a esa ciudad convencería a mi madre para que fuéramos un día a Versalles. Necesitaba ver, aunque fuese de lejos, cómo era esa sociedad frívola y confiada cuyos miembros, según don Leandro, estaban cavando su propia tumba y hundiéndose entre grandes fiestas y dispendios, pero vestidos de campesinos. Qué extraño es el mundo de los mayores, me decía. ¿Era posible que personas adultas y tan importantes jugaran como yo a disfrazarse, a fingir otras vidas? Sería curioso saber qué iba a encontrarme en aquella ciudad con la que tanto había soñado en mi ya lejana casa de Carabanchel.
UNA DECISIÓN IMPORTANTE
La casa en la que teníamos pensado alojarnos en París pertenecía a madame Boisgeloup, viuda reciente de un antiguo socio de mi padre. Poco tardaría yo en descubrir que aquel viaje familiar, que imaginaba como un interesante y corto paseo junto a mi madre y el señor Moratín para que conociera la ciudad, ocultaba un secreto propósito. Sin embargo, al principio de nuestra estancia nada me hizo sospechar que lo hubiera. Durante las primeras semanas, los tres, acompañados por la dueña de la casa, nos dedicamos a visitar los monumentos más famosos y los parques más bellos de la ciudad. Fue pasados unos veinte días y sin previo aviso cuando mamá anunció un inminente regreso a Carabanchel.
— Pero ¿por qué? — porfiaba yo-. Nos queda tanto por ver. No hemos visitado aún los alrededores de Versalles, tampoco el famoso Palais Royal, en donde, según me ha contado el señor Moratín, puede uno encontrar desde artistas de circo a cortesanas o actores. ¡Yo no quiero volver todavía a Madrid!
— Y no volverás, niña–repuso mi madre, siempre aferrada a su pañuelo empapado en eau de Cologne-. Bien sabe Dios que no me gusta esta ciudad. Hace un calor pegajoso, del río viene una brisa húmeda y los árboles huelen a cualquier cosa excepto a azahar, como en mi querida Valencia natal. Tampoco me gustan los franceses, ni su comida, ni sus aires de superioridad y su condescendencia para con los extranjeros. Pero por tus venas corre su misma sangre, hija mía: tú eres una de ellos.
Entonces fue cuando supe de labios de mi madre que aquel viaje, lejos de ser de placer, tenía como oculta misión dejarme allí, sola, para terminar mi formación y «pescar» marido. «Pescar»: ésa fue la palabra que utilizó.
— Porque ya vas teniendo edad de pensar en el futuro, niña, y tu padre, que tanto te quiere, cree que sería conveniente para él y también para toda la familia que matrimonies bien. ¡Al fin y al cabo los Cabarrús ya empezamos a ser alguien en la corte de Madrid!
— Entonces, ¿por qué no me puedo casar allá? — exclamé mientras las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas.
Yo nunca he sido de llanto fácil, aunque en mi nueva vida pronto aprendería a fingirlo muy bellamente porque así lo requería esa actitud «romántica» tan de moda de la que hablaba el señor Moratín. Sin embargo, en aquella ocasión mis lágrimas no podían ser más reales. No volver a mi amada casa de Carabanchel ni ver a mis hermanos, tampoco a papá ni a Mademoiselle… Casarme con alguien que fuera «conveniente», eso había dicho mi madre. ¿Acaso papá y ella se habían casado por «conveniencia»? ¿Acaso el hecho de que la familia Cabarrús comenzara a ser rica e importante significaba que yo era para mi padre otra pieza con la que comerciar, con la que conseguir aún más dinero? Miré a don Leandro. Él había presenciado toda la escena, evitando mi mirada. Yo no podía saberlo entonces, pero ahora pienso que al verme arrasada en lágrimas posiblemente recordase su triste historia de amores contrariados con Sabina Conti, su amada y, andando el tiempo, inspiradora de El sí de las niñas.
Y ahora era yo la que debía decir «sí». Sí a quedarme sola, sin familia ni amigos, en aquella oscura casa de una oscura viuda de nombre Boisgeloup. Sí también a una nueva vida desconocida en la que me esperaban, con toda seguridad, otras muchas obligaciones propias de las niñas complacientes y casaderas. Sí por tanto a aprender latín, amén de un poco de literatura y de filosofía, puesto que todas esas disciplinas estaban de moda en París y eran necesarias para mantener una conversación mundana. Además debería aprender algo más de música y, supuestamente, perfeccionar mi francés… Debo decir, ahora que menciono esto, que yo hablaba dicha lengua con total soltura desde niña y sin el menor rastro de acento gracias al buen hacer de Mademoiselle. Aun así, muchos coinciden en apuntar que nunca perdí la entonación española y un delicioso deje madrileño. Falso. No pude perderlo puesto que nunca lo tuve; pero lo cierto es que, ese día en que mi madre me descubrió sus intenciones, decidí impostarlo de ahí en adelante. ¿No estaba acaso en la ciudad de los disfraces y de las mascaradas? ¿En la de las mentiras y los fingimientos? Muy bien: un cierto aire foráneo y racial me pareció una coquetería más que añadir a mi personalidad.
Era yo entonces una niña, pero aparentaba más edad de la que figuraba en mi fe de bautismo. De hecho, un par de años más tarde, a los catorce y medio, cuando me casé, tenía la misma estatura que de adulta. Aún conservo el pasaporte francés que me hicieron con ocasión de mi viaje de bodas y, como en él aparece una descripción muy detallada de la viajera, lo reproduzco aquí para que el curioso lector se haga idea de mi aspecto:
Estatura, cinco pies cuatro pulgadas; cabello rizado y abundante de un castaño oscuro, ojos del mismo color grandes y expresivos, rostro blanco y bello, cejas arqueadas, frente bien hecha, nariz regular, boca generosa, barba redonda…
Tal vez cuando mi madre me dejó en París a mi suerte y en casa de la viuda Boisgeloup mi estatura fuera ligeramente inferior, pero creo que el resto de la descripción responde bien a mi aspecto de entonces.
***
Así, a pesar de todas mis súplicas, una mañana lluviosa vi partir a mi madre camino de España. Iba con ella el señor Moratín. Muy flaco, serio y con grandes ojeras, hacía varias noches que yo le oía salir de casa con sigilo cuando todos dormían. ¿Adónde iría? Tal vez a visitar alguno de aquellos cafés cercanos al Sena en los que, según dicen, se reúnen los literatos. O tal vez no. Tal vez fuera al Palais Royal, una propiedad del duque de Orléans llena de cafés y tiendas de la que todo el mundo hablaba en París y por la que, según parece, a ciertas horas paseaban las damas de la corte y, a otras (y por el mismo lugar), las prostitutas. Me entristeció verle partir; sin duda iba a echar mucho de menos su sabiduría y, en especial, sus comentarios sobre el carácter y el comportamiento de los seres humanos.
Una forma de ser «romántica», había dicho don Leandro semanas atrás cuando intentaba explicarme cómo era la sociedad francesa del momento. Y dicha forma de ser, según había entendido, significaba dejar que la emoción primara sobre la razón, el corazón sobre la cabeza, la naturaleza sobre la cultura, la espontaneidad sobre el cálculo y la belleza por encima de cualquier otra consideración. Muy bien, me dije yo: si ésa era la sensibilidad o, dicho en francés, la sensibilité de esta ciudad en la que me obligaban a permanecer contra mi voluntad, seguramente mi aspecto físico me sería de mucha ayuda a la hora de «pescar» un marido que reuniera dos requisitos: ser conveniente para mi padre y conveniente también para mí. Sí; esa reflexión tan poco «romántica» la hice al despedirme del señor Moratín aquella mañana a la puerta de la casa de madame Boisgeloup. Y es que para entonces ya había llorado en silencio todo lo que podía llorar, de modo que después de agotar mis lágrimas me dediqué a pensar en cómo ganar ciertas batallas que veía muy próximas: la de la soledad en una ciudad fascinante pero también extraña, por ejemplo. La de haber nacido para ser moneda de cambio de un padre que decía adorarme. Y, por último, la batalla de ser mujer y extranjera en un mundo que, según don Leandro, tocaba a su fin.
Lo que me propuse a continuación fue no derramar ni una lágrima más. Los llantos debía reservarlos para ablandar otros corazones, no para consumir el mío. Y así lo hice desde ese mismo día. Aún no había cumplido los trece años.
APRENDIENDO A SER UNA DAMA
Al empezar a contar mi vida en París es importante que reseñe que mi casera y tutora, madame Boisgeloup, pertenecía a lo que entonces se llamaba nobleza de toga o aristocracia de segundo rango, puesto que su marido–muerto apenas unos meses antes de mi llegada–había sido consejero del Rey en el Parlamento de París. Por aquel entonces la nobleza de toga, es decir, los abogados, notarios y demás profesiones similares, se había convertido en importante puente de unión entre la aristocracia y las clases inferiores gracias a su talento. Y también a su dinero; todo hay que decirlo, que permitió que tuvieran lugar no pocos matrimonios entre los herederos de la aristocracia y los de aquella nueva y pujante clase. Dicha clase estaba destinada, por cierto, a jugar un papel muy importante en la Revolución, puesto que muchos de ellos, sabedores de las desigualdades existentes no sólo en Francia, sino en toda Europa, deseaban acabar con los privilegios de los antiguos nobles, a quienes consideraban caducos y ociosos.
Sin embargo, en aquellos años de 1786 y 1787 lejos estaba yo de saber una palabra sobre nuevas clases o movimientos sociales. A lo que me dedicaba por aquel entonces era a perfeccionar mis aburridos conocimientos musicales y a recitar versos de Racine, a la espera de que madame Boisgeloup considerara que estaba ya preparada para presentarme en sociedad. ¿Y qué sociedad sería ésa? Desde luego, una viuda de la nobleza de toga era una persona de una cierta posición social, pero en ningún modo de primera fila. Si mi padre había supuesto que pagando generosamente a madame su tutela ésta me iba a facilitar la «pesca» de un marido de primer rango, me temo que su optimismo sólo demostraba su gran desconocimiento de la sociedad francesa. Es cierto que la nobleza de toga tenía, como antes he dicho, acceso incluso a la corte, pero siempre que se tratara de un abogado o juez en ejercicio. Una viuda, en cambio, veía cómo, una vez enterrado su marido, se enterraban también con él todas sus aspiraciones sociales. Aun así, a pesar de estas y otras dificultades, lo cierto es que madame Boisgeloup, como se verá, resultó ser una alcahueta muy eficaz.
***
Quienes se han interesado por retratar mi vida, tan amables ellos, tienden a conceder el mérito de mi pronto éxito en sociedad únicamente a mis encantos y a mi belleza; pero no sería yo justa si olvidara las buenas labores celestinas de la señora Boisgeloup. Era ella una mujer de aire enérgico y estrategia casi militar y, aunque algún malpensado podría opinar que su forma de tratarme, casi maternal, era debida a los buenos dineros que mi padre le prodigaba desde Madrid, yo pienso que otra en su lugar posiblemente hubiera sido bastante menos cariñosa con mi persona. Aunque tal vez la palabra exacta no sea «cariñosa». Creo que madame Boisgeloup, que, por cierto, adoraba todo lo que tuviera que ver con el reino vegetal–las plantas, las flores, los árboles-, me cultivaba más o menos como a una de sus verdes criaturas. Lo que quiero decir es que, de vez en cuando, la sorprendía ojeándome con la misma expresión que ponía, por ejemplo, al preparar un bello bouquet para su gabinete. Me miraba estudiando cómo potenciar mis encantos, tal como haría al arreglar un ramo: habría que añadir un crisantemo aquí, dos o tres lilas allá, una rosa desmayada acullá…, y así hasta lograr una pequeña obra de arte. Pero bien podría decirse que, si yo fui su bouquet, ella fue sin duda una generosa y artística jardinera a la que mucho debo. Desde el primer momento se dedicó a planear cómo sacarme el mayor partido, y su estrategia consistió, para empezar, en llevarme a los mejores modistos con intención de que me confeccionaran unos cuantos trajes.
— La moda madrileña–me decía–es demasiado chusca, trop coloriste, ma chére; tal vez podamos conservar de todo esto que has traído en tu equipaje una redecilla de madroños para el pelo, por ejemplo, o un par de camisas de hilo, pero el resto, querida, hay que adaptarlo a los gustos modernos: fuera faldas recargadas, fuera corpiños rígidos y grandes miriñaques; ahora todo es mucho más souple.
Para ser una viuda de sesenta y tantos años, madame Boisgeloup tenía una idea muy avanzada de la moda. Ella lo atribuía a su vieja y gran amistad con una de las mujeres más importantes de toda Francia, me refiero a madame Rose Bertin, modista de María Antonieta. Yo nunca llegué a saber si lo que madame Boisgeloup llamaba «gran amistad» era lo que comúnmente se entiende por tal o sólo una vieja relación casual que se remontaba a un compartido y oscuro pasado, pero, sea como fuere, el nombre Rose Bertin brotaba a cada rato de sus labios. «¡Cómo puede haber gente tan maligna!», se escandalizaba madame, trajinando en su jardín al tiempo que pasaba de vez en cuando por su congestionada cara un pañuelito de puntillas que mucho me recordaba al de mi madre y su eau de Cologne. «¡Mira que decir que la Reina y Rose son unas manirrotas cuando tout Paris sabe que la favorita de Luis XV, la maldita Du Barry, llegaba a gastar cien mil libras al año sólo en encajes!».
Pronto descubrí que los comentarios más escandalizados de madame Boisgeloup se acompañaban siempre de la mundana muletilla tout Paris. Y como yo nada sabía por aquel entonces y tout estaba dispuesta a aprender, a ella le encantaba ilustrarme, y a mí, escucharla.
— Y tout Paris–chismorreaba madame mientras cortaba el tallo de unas margaritas–sabe que a Rose la llaman la ministra de la moda y que en Versalles pasa «por delante de la mayoría de los ministros de verdad. Uno de estos días te voy a llevar a su atelier de la Rue Saint–Honoré para que la conozcas. Nadie que aspire a tener éxito en sociedad, querida, puede lograrlo sin pasar antes por su taller de costura.
Aunque fueron multitud las veces que madame Boisgeloup invocó el nombre de la gran Bertin y siempre para insistir en que nadie podía siquiera soñar con ser alguien sin pasar por su taller, lo cierto es que nunca me llevó allí. En cambio, con insistente frecuencia, siguió contándome que era una desfachatez que la gente murmurara de la prodigalidad de la Reina con su modista, puesto que tout Paris sabía que los gastos en Versalles eran inmensos y descomunales, en todos los ámbitos.
— ¿Cómo pueden decir–insistía ella con grandes aspavientos de sus regordetes brazos–que es un dispendio que la Reina encargue cuatro pares de zapatos nuevos por semana o treinta metros diarios de cintas o doce trajes de montar al año si es sabido que hay criados que viven, ¡y muy bien!, sólo de vender velas sin usar y también de pollos sin catar?
— ¿De vender velas y pollos? — preguntaba yo asombrada-. ¿Qué quiere decir eso, madame?
Entonces madame me explicaba que en palacio se cambiaban a diario las velas de todas las habitaciones, se hubieran usado o no, y siendo tan enorme el número que se necesitaba para mantener iluminado Versalles vender dichas bujías no usadas se había convertido en un pingüe negocio para algunos.
— Y lo mismo ocurre con los pollos, querida–me informaba madame Boisgeloup-. Desde que una noche la Reina encargó una pechuguita asada para su perro, y a pesar de que a su petit chien no le gustó nada el ave, en Versalles cada anochecer se asan varios pollos por si al perrito se le antoja.
Todas estas informaciones curiosas acababan siempre con una reverencial alusión a madame Bertin, aquella gran dama; pero, como digo, nunca llegué a conocerla y ni siquiera pisé su famoso atelier. Conocí en cambio a otros modistos también afamados, como el célebre monsieur Picard, y fue él quien se encargó de confeccionar mis primeros trajes.
— ¡Esta niña ha nacido para la muselina! — exclamó nada más verme aquel señor mientras me estudiaba desde detrás de su máscara. Máscara, sí, porque se contaba que monsieur Picard había sufrido en la infancia un terrible accidente al incendiarse las cortinas de su lecho, quedando su rostro completamente desfigurado. Un escultor se había encargado de confeccionarle una finísima careta de porcelana y desde entonces el modisto lucía una eterna sonrisa de labios muy rojos y mejillas contraídas y sonrosadas que no encajaba en absoluto con su forma de hablar. Y es que tan enérgico y enfático era el tono de su voz que incluso cuando alababa a alguien parecía enfadadísimo.
— ¡Ha nacido para la muselina! — repetía mientras se empeñaba en envolverme como un gusano de seda en una larga pieza de tela para ver el efecto de su futura creación-. A ver, Colette–añadió a continuación volviéndose hacia una de las oficialas, una temerosa muchacha de más o menos mi edad-, suéltale el pelo a esta maravillosa criatura para que veamos cómo luce tan hermosa cabellera sobre esta tela recién llegada de las Antillas.
Así fue como me enteré de labios de la máscara de monsieur Picard que en Versalles hacía furor este tejido que se adaptaba tan bien a la moda pastoril inspirada en el señor Rousseau. Las damas, con María Antonieta a la cabeza, se vestían con esta tenue tela casi transparente incluso durante los meses de invierno, por lo que se hacía necesario emplear doble cantidad de leña en todas las estancias de palacio para que ninguna de ellas acabara acatarrada o con pleuresía.
— ¡Y a ti, muchacha, ni se te ocurra empolvarte esta divina cabellera! — me dijo a continuación monsieur Picard lanzándome otra aterradora mirada desde detrás de su máscara-. ¡Flores!, ¡cintas!, ¡lazos!, ¡un bello sombrero de paja! Ésos son los únicos adornos que debe lucir una cabellera como ésta, te prohíbo otra cosa. Mira, mira este autorretrato al carboncillo que me ha regalado madame Vigée–Lebrun, he aquí el aspecto al que tú debes aspirar.
Yo, gracias a otro de los «tout Paris sabe» de madame Boisgeloup, estaba al tanto de que Élisabeth Vigée–Lebrun era una muy célebre pintora que había retratado varias veces a María Antonieta y a otras muchas damas de la corte. Y también sabía que por ahí se cuchicheaba en voz baja que tan renombrada artista era además hija aventajada de Lesbos. Por lo visto, en su atelier se reunían muchas damas a gozar de los placeres de la pintura y también de los de su muy femenina compañía. Ella era, además, una de las abanderadas de la nueva moda «natural» que, dicho sea de paso, estaba causando gran inquietud y malestar en ciertos gremios. Como entre los fabricantes de pelucas, por ejemplo, que hasta hacía muy poco ganaban verdaderas fortunas proveyendo tanto a hombres como a mujeres de tan indispensable prenda. Ahora, en cambio, dichos artesanos habían tenido que solicitar ayuda real para subsistir porque, según decían, su oficio amenazaba ruina. Y lo mismo ocurría con los fabricantes de sedas, quienes se quejaban de que la Reina estaba faltando a su real obligación para con ellos puesto que ya no encargaba tantos trajes de este tejido como antes. «¡Qué malestar ni qué pamplinas! — exclamaba monsieur Picard al oír estas quejas-. No me da ninguna pena toda esa gente. Que se adapten a los nuevos tiempos. ¡Renovarse o morir, ése es mi lema!».
***
Sin embargo, a pesar del entusiasmo de monsieur Picard, «malestar» era una palabra que se oía cada vez con más frecuencia por aquellos días, casi tanto como las palabras «rumor» o «escándalo», unidas todas ellas a la figura de María Antonieta. Aun así, y siempre según madame Boisgeloup, lo curioso, lo paradójico y también lo terrible del caso era que los dimes, diretes y las mil maledicencias que circulaban respecto de la Reina tenían en realidad un origen minúsculo, muy estrecho, «tan estrecho, querida–y para pronunciar la palabra que viene a continuación mi casera bajaba mucho la voz-, como el prepucio de su real marido».
Yo ni siquiera sabía qué significaba aquello del prepucio, pero sin duda madame Boisgeloup debía de considerar que a mis trece años, y ya embarcada en la adulta tarea de «pescar» marido, contaba con edad más que suficiente para enterarme de detalles anatómicos, así como de algunos secretos de alcoba que tal vez me fueran útiles más adelante.
— Porque tout Paris sabe, ma chére, que si la Reina es ahora considerada una adúltera y una frívola, gran parte de la culpa la tiene el hecho de que su matrimonio no fue consumado carnalmente hasta nada menos que ¡ocho! años después de celebrarse.
— ¿Cómo es posible, madame Boisgeloup?
— «Pimosis» — repuso mi amiga, demostrando que su gran sabiduría natural era un tanto ajena a la anatomía y a los nombres médicos-. Sí, mi querida niña, pimosis es un pequeño defecto congénito que padecen algunos hombres y que dificulta el acto carnal, volviéndolo doloroso, cuando no imposible, ¿comprendes? No todo el mundo sabe, aunque debería saberlo, para no ir por ahí levantando calumnias innecesarias, que si la Reina estuvo tantos años sin tener hijos, sin duda el peor pecado que puede cometer una reina, y si se ha volcado en los tapetes de juego y en las amistades inconvenientes, es porque el Rey, durante todo ese tiempo, ¡no le tocó ni un cabello!
Mis conocimientos en materia amatoria eran escasos, pero no tanto como para ignorar que aquello de no tocar ni un cabello era más que una simple metáfora. Así lo corroboró al punto el resto del discurso de madame Boisgeloup:
— En efecto, querida mía, pasaban los años y el Rey no sólo no mantenía relaciones sexuales con su mujer, sino que no se le conocía ni siquiera una amante. ¡Un rey de Francia casto, dónde se ha visto semejante cosa! Otros ha habido que no concibieron hijos con sus esposas hasta pasados diez o quince años de la boda, como Enrique II con Catalina de Medici, por ejemplo. Pero todos ellos tenían sanos y robustos bastardos con sus favoritas para demostrar que la infertilidad no era asunto suyo. Sin embargo, nuestro buen Luis XVI, rien de rien. C'était un scandale! Y lo más increíble del caso, niña, es que se sabía que él adoraba a su esposa, la quería de verdad, sólo que la dichosa pimosis era muy dolorosa y le obligaba a retirarse antes de tiempo de las reales entrañas y, claro, así, rien de rien… No son pocos los chistecillos y rimas que corren desde hace años al respecto. Como, por ejemplo, los que se publican en Les nouvelles de la Cour, uno de los muchos pasquines escandalosos que se venden en París. En él se llegó a contar, por ejemplo, cómo madame de Lamballe, la mejor amiga de la Reina, trabajaba «con sus pequeños dedos» para aliviar la frustración de la soberana. Otras publicaciones que circulan por ahí se hicieron eco, por su parte, de estos versos apócrifos que muchos atribuyen a la madre de María Antonieta, la emperatriz María Teresa de Austria, pero yo estoy segura de que son falsos porque riman pésimamente:
Para mi hija tener un delfín
poco importa que el hacedor
delante esté del trono o detrás, al fin.
»Tal era el estado de cosas entre la pareja real hace unos años–continuó madame Boisgeloup–que tuvo que venir el mismísimo José II, hermano de la Reina, a poner fin a tan lamentable situación. Dicen que habló con el Rey y que le dijo que debía someterse a una mínima operación mucho más indolora de lo que él temía. Hay quien sostiene, por el contrario, que el Rey nunca se sometió a intervención alguna para solucionar su problema, y que fueron las contundentes (y brutales) palabras de su cuñado las que obraron el milagro. «¡El rey de Francia–dicen que le espetó el austríaco a su cuñado–merece ser azotado hasta que eyacule de pura rabia, como hacen los burros!». En fin, querida, sea como fuere y pimosis o no pimosis, el caso es que al poco tiempo la Reina quedó por fin encinta. Pero me temo que para entonces su fama de casquivana y frívola había crecido ya demasiado. Luego, para colmo, vino el escándalo del collar que tú conoces, por el que la acusaron hasta de tener amores sacrílegos con un cardenal y…
De todas estas conversaciones con madame sobre temas mundanos y políticos saqué yo varias cosas en claro. La primera, algunas recomendaciones interesantes sobre la función reproductora de las mujeres, y la segunda, la gran importancia que en la vida de las personas mayores tenían las pequeñas cosas: París hacía años que hervía con canciones y libelos procaces contra l’autrichienne, y esto se debía, por un lado, a una pequeña porción de piel, y, por otro, a un collar; dos cosas de muy reducido tamaño como para causar tan grandes males. Si ése es el mundo de los adultos, me dije yo entonces, más vale ir tomando buena nota, porque por lo visto las pequeñas brisas podían con suma facilidad convertirse en huracanes.
***
Pero volvamos una vez más a los preparativos para mi entrada en sociedad y a los desvelos de madame Boisgeloup para convertirme en la más bella de las flores. Cuando por fin, gracias a monsieur Picard, mi vestuario estuvo listo y sin que terminaran empero las aburridas clases de música, declamación y filosofía que madame Boisgeloup consideraba esenciales para completar mi educación, empezamos a frecuentar nuestros primeros salones. Salones no muy elegantes en un principio, todo hay que decirlo, pero en los que tuve la fortuna de conocer un día a madame Stéphanie Félicité Du Crest, condesa de Genlis, una dama muy introducida en los círculos de la corte. Esta señora, que era de noble cuna, había sufrido tiempo atrás los rigores de pertenecer a una familia arruinada. Aun así tuvo la suerte–o, mejor dicho, la gran habilidad–de saber abrirse camino en sociedad gracias a un raro don: tocaba el arpa. Por lo visto, debido a su virtuosismo con dicho instrumento que, según me explicó madame Boisgeloup, había estado en desuso en Francia casi desde el Renacimiento, logró inmediatamente destacar en los más distinguidos salones, siempre ávidos de sensaciones nuevas, de originalidades. La condesa era la institutriz de los hijos del duque de Orléans y se rumoreaba que también su amante.
Nada más conocernos, la condesa de Genlis y yo entablamos amistad, tal vez porque yo también tenía un don «raro», aunque, a decir verdad, el mío era más bien… una invención de mi casera.
— Vamos a ver, niña, ¿sabes bailar el bolero? — me había preguntado un día madame Boisgeloup durante mis meses de aburrido aprendizaje.
— En absoluto, madame, lo ignoro–le contesté.
— Pues a partir de ahora no sólo sabrás, sino que lo harás con mucho donaire–sentenció mi tutora.
— ¿Qué me quiere decir? — pregunté muy sorprendida.
Pero ella lo tenía todo planeado. Con la ayuda de una ilustre fregona cordobesa que se ocupaba primordialmente de abrillantar los salones de nuestra casa parisina, inventamos un baile, mitad insinuante mitad acrobático, en el que no faltaban las castañuelas.
— Voilá le célébre boléro espagnol! — sentenció madame Boisgeloup al cabo de unas semanas.
Y debo reconocer que aquello no se me daba mal del todo. Se dice siempre que por los cuerpos mediterráneos corre música a raudales, y aunque el mío sólo es mediterráneo a medias, lo cierto es que cumplía con el adagio. Al conocernos en uno de esos oscuros salones que madame Boisgeloup y yo frecuentábamos al principio de mi ingreso en sociedad, madame de Genlis quedó encantada con mis contoneos. Le parecieron trés charmants, trés piquants, y dijo que yo le recordaba mucho a ella cuando intentaba abrirse camino en sociedad con la sola ayuda de su arpa. «Venid la semana próxima; en casa se recibe los jueves, y no olvidéis traer las castañuelas», nos rogó mientras entregaba a madame Boisgeloup una bonita tarjeta rosa con su dirección privada.
Y fue así como, de la manera más imprevista, me vi cambiando de salones. De los mustios y poco interesantes de otras viudas de nobleza de toga y compañeras de naufragio de madame Boisgeloup a los chispeantes y muy concurridos de la condesa de Genlis. Y para ello no fueron necesarios ni el dinero de mi padre ni las recomendaciones de nadie, tan sólo unas castañuelas y unos arteros movimientos aprendidos de una ilustre fregona. París, me dije entonces, recordando a mi buen amigo el señor Moratín, era sin duda una ciudad ávida de cambio o, lo que es lo mismo, abierta a todas las innovaciones, sobre todo las más estrafalarias.
FUTUROS HOMBRES ILUSTRES
Una vez en el salón de mi nueva amiga y protectora, y a pesar de que era tan sólo una niña que bailaba el bolero, tuve la oportunidad de conocer a algunos de los personajes más famosos de la época. El primero de ellos fue Talleyrand, ese gran hombre que estaba destinado a pasar a la posteridad como uno de los más portentosos equilibristas que recuerda la Historia. Su hazaña fue sobrevivir a todo lo que voy a enumerar a continuación y hacerlo siempre junto a los que ostentaban el poder: primero, a la Revolución; después, a la caída de la monarquía; luego, al Terror y al Directorio, y más tarde, a la era napoleónica, para acabar como hombre fuerte de la Restauración monárquica. Una pirueta extraordinaria, por cierto, para un funambulista… cojo. Sí, así era, puesto que, como diría madame Boisgeloup, por aquel entonces tout Paris sabía que la niñera de la familia Talleyrand lo había dejado caer de una cómoda a muy tierna edad, aplastándole para siempre los huesos del pie. Tullido y repudiado por su padre a consecuencia de su minusvalía, a Talleyrand se le cerraron a muy temprana edad las salidas habituales para un hombre de su noble cuna, como brillar en la corte o en los campos de batalla. Por eso no había tenido más remedio que recurrir a la tercera de las vías que llevan también a lo más alto: la carrera eclesiástica. De este modo, vestido de obispo, con los ojos puestos más en la carne mortal que en los goces del espíritu y arrastrando su pie tullido por los salones mientras sonreía a las damas, lo habría de conocer yo hacia 1787 o 1788.
— Querida niña–recuerdo que me dijo un día cuando después de mi bolero me disponía a guardar las castañuelas en una bolsita que madame Boisgeloup me había confeccionado a tal efecto-. Humilde es el receptáculo de tan bonita música, casi tanto como la modestia que acompaña a vuestra belleza.
Yo no estaba entonces acostumbrada a las lisonjas, menos aún si provenían de un obispo, de modo que enrojecí antes de responder que no se trataba de modestia, sino de la natural prudencia por encontrarme en compañía tan principal. Él rió.
— Veo que esa cabecita vuestra está tan bien adornada por dentro como por fuera, pero aun así os voy a dar un consejo: recordad siempre, querida, que la belleza sirve para acortar quince días, ni más ni menos.
— No entiendo, monsieur, ¿quince días de qué?
— Muy sencillo; niña. Quince días de ruegos, de búsqueda, de convencer a los demás. La belleza es el camino más corto hacia el alma del contrario, pero es preciso saber manejarla con cabeza. Al fin y al cabo, es un arma y, como toda arma, depende mucho de la destreza de quien la empuña.
Dicho esto posó sobre mi mano un beso burlón y continuó su camino cojeando con mucha elegancia. Desde ese día, cada vez que nos veíamos, me saludaba con una sonrisa y estas palabras: «Quince días, ma belle, sólo quince días».
***
Otros dos personajes singulares que tuve la fortuna de conocer en casa de la condesa de Genlis fueron Mirabeau y La Fayette. El primero realmente no gozó, en un principio, de mis simpatías, puesto que, como ya he apuntado en páginas anteriores y más adelante explicaré con detalle, se despachó a gusto contra mi padre y su idea de fundar el Banco de San Carlos, tachándolo de «corsario económico». El segundo personaje, en cambio, monsieur de La Fayette, las gozó todas. Y es que hay que decir que si el primero era terriblemente feo y picado de viruela de modo atroz, el segundo, ya desde el primer día en que lo conocí, se me antojó muy apuesto. Por aquel entonces, y a pesar de las advertencias del señor Moratín, andaba yo embarcada en todo tipo de lecturas románticas. Los amores de Pablo y Virginia, del abate de Saint–Pierre, por ejemplo, o los de La nueva Eloisa, del señor Rousseau, y lo cierto es que la visión de La Fayette era un goce para la vista. Muy distinguido a pesar del color rojo fuego de su cabello, estaba casado con una de las mujeres más ricas e importantes de Francia y paseaba por los salones con la seguridad que da el dinero y la gallardía que otorga la belleza. Por si fuera poco contaba, además, con otro atributo importante: su fama de ser un héroe del Nuevo Mundo. Y es que se decía que su ayuda había sido decisiva para que George Washington liberase las colonias norteamericanas del yugo de los tan odiados ingleses.
En cuanto a Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, llamado a ser la figura más señera de la Revolución en su primera etapa, para entender bien su personalidad es preciso decir que él, al igual que el obispo Talleyrand, tuvo serios problemas con su padre. Y también con su madre, me temo. Por lo visto, su progenitor abandonó un día a su mujer por una criada y, después de una escena–contada por el propio Honoré Gabriel, que fue testigo-, en la que obligó a su esposa a abandonar la habitación conyugal completamente desnuda, el hijo comenzó a odiar a su padre. Aun así, las relaciones con su madre tampoco puede decirse que fueran del todo cordiales. Según parece, la noble señora, tal vez un tanto trastornada por sus problemas conyugales, llegó un día a disparar un arma de fuego contra Honoré; fallando, afortunadamente.
— Lo más curioso del caso, querida–me contó un día madame Boisgeloup momentos antes de subir al carruaje que habría de conducirnos de vuelta a casa tras una de aquellas interesantes veladas-, es que Mirabeau ya tenía razones más que sobradas para estar molesto con su progenitora antes de tan terrible escena.
Madame y yo solíamos aprovechar el trayecto a casa para hablar sobre los personajes que habíamos tenido oportunidad de conocer. Eran aquellos momentos muy agradables y también ilustrativos.
— Sí, pequeña–continuó ella-, tout Paris sabe que cuando Mirabeau era niño, su madre, siguiendo los consejos de un curandero de moda, casi logra desfigurar del todo al pobre muchacho.
— ¿Cómo, madame? — pregunté, porque, además de no gozar de mis simpatías, lo cierto es que, prejuicios aparte, la cara de aquel caballero era en verdad bastante «memorable» por su fealdad.
— ¿Has visto cómo tiene la piel? Rugosa, gruesa, peor que la de un gran sapo. Bien, pues todo eso se debe a que de niño contrajo la viruela y a su madre, por indicación del curandero, se le ocurrió untarle las pústulas con una cocción de hierbas con el triste resultado que ahora ves.
— Sí–contesté yo-, nunca he visto un hombre con una cara tan fea, da miedo mirarlo.
— ¿Y qué me dices del resto de su fisonomía? — insistió madame Boisgeloup, que no era de naturaleza criticona pero sí gustaba de hacer comentarios cuando algo o alguien le parecían fuera de lo común-. ¿Has reparado en su tamaño? Parece una montaña de carne que a duras penas cabe en su casaca negra y calzón a juego.
Yo me iba quedando dormida con el traqueteo del coche mientras madame continuaba con su descripción del impresionante señor de Mirabeau.
— ¡Y ese pelo!.¿Has visto el montón de recios bucles que tiene apilados en la coronilla en una gran torre? Y luego aún le sobran cabellos para que una buena porción de ellos caiga en cascada recogiéndose en una bolsa negra de tafetán que pendulea a su espalda, es increíble.
Y es que puede parecer una exageración, pero tan formidable era la melena de Mirabeau que algunos, con acierto, la comparaban con la de Sansón y secreteaban por ahí que obtenía su potencia de su cabellera. Posiblemente fuera verdad, pienso yo, porque su fuerza parecía tan extraordinaria como su vehemencia. Cuando coincidimos por primera vez en los salones de la condesa de Genlis, él apenas se había estrenado en la más notable de las aptitudes que lo harían célebre; me refiero a su fabuloso don para la oratoria. Pero poco más tarde, una vez que el buen rey Luis hubiera convocado los Estados Generales, esos que marcaron el principio del fin de su reinado, la fama de tribuno de Mirabeau crecería como la espuma.
Cuando yo lo conocí, empero–y recordemos que hablo de los años inmediatamente anteriores a la Revolución-, su fama era de naturaleza muy distinta: estaba considerado un donjuán y empedernido conquistador. Con esa cara, con ese pelo, con esa estatura de oso… No puedo decir que yo estuviera entre sus admiradoras, sobre todo después de saber lo que había dicho de mi padre, pero doy fe de que eran muchísimas las damas que suspiraban por sus enormes huesos.
Por último, el tercero de los personajes notables que habría de conocer en aquellos felices tiempos «anteriores al diluvio» pertenecía a mi mismo sexo y era sólo siete años mayor que yo. Me refiero a Germaine de Staël, más tarde famosa mujer de letras y autora de obras tan celebradas como Corinne. Por aquel entonces (tendría ella unos veinte años), ya demostraba con creces su ansia de brillar a toda costa. Lo curioso del caso es que, a primera vista, no parecía contar con demasiados atributos para lograrlo. Era huesuda, de facciones toscas, equinas, con manos grandes y decididamente hombrunas. Sin embargo, cuando uno se acercaba un poco más, dos factores contribuían a desdecir aquella primera impresión. Uno eran sus ojos, de una viveza y profundidad poco comunes, y el segundo era aún más imbatible: me refiero a su conversación. Y es que Germaine de Staël, que pasaría a la historia como una de las mujeres más inteligentes de su época, era rápida, ingeniosa y muy mordaz. Más tarde se diría de ella que encarnaba a la perfección el romanticismo avant la lettre de la época. En otras palabras, que encarnaba esa forma de ser que tanto desagradaba al señor Moratín y que solía manifestarse en que los hombres–y más aún las mujeres–tenían que estar perpetuamente palpitando de exaltación. O inclinados a la melancolía. O anegados en lágrimas. Y, en efecto, todo esto lo fingía con gran arte madame de Staël cuando se le antojaba. Pero no es su sensibilité lo que yo destacaría de ella, sino su enorme talento para describir una situación o a una persona con la agudeza de un punzón y la precisión de un estilete. Aun así, y a pesar de ser cierto todo lo que acabo de mencionar, para ofrecer de ella un retrato lo más fiel posible habría que señalar que madame de Staël poseía además otro atributo que la hacía especialmente atractiva: me refiero a su bolsillo. O más bien debería decir al de su distinguido padre. Porque Germaine era hija de Jacques Necker, prominente y adinerado banquero suizo, ministro de finanzas de Luis XVI, cuya destitución el 11 de julio de 1789 tuvo mucho que ver, por cierto, con la toma de la Bastilla tres días más tarde.
***
A todos estos personajes de los que tanto se iba a hablar en tiempos venideros y a algunos más tuve yo la suerte de conocer en los salones de la condesa de Genlis. Ella tocaba el arpa, madame de Staël brillaba por su conversación y yo, mucho más modestamente, bailaba el bolero; pero la verdad es que con ello atraía a no pocos admiradores e incluso algún que otro pretendiente. Con todo, y a pesar de mis tempranos éxitos, me temo que mi primera gran «pesca» — si seguimos con el término que utilizó mi madre-, lejos de ser feliz, iba a partirme el corazón.
Como ya he señalado antes, por aquel entonces–y siempre que mis aprendizajes de baile, literatura o aburridísima filosofía me lo permitieran–yo devoraba novelas románticas. De ahí que buscara no sólo enamorarme, sino también volcar en otro ser todo el caudal de mi pasión, tal como ocurría en mis libros favoritos. A mis trece años puede decirse que estaba enamorada del amor, de la pasión que no atiende límites y que, para merecer tal nombre, se ve obligada a vencer mil obstáculos hasta lograr el objeto amado. Admiraba yo, por tanto, los amores difíciles; y, como los dioses a veces nos castigan concediéndonos nuestros más fervientes deseos, dicho amor llamó, en efecto, a mi puerta un día. Se llamaba Jean, y con esa costumbre francesa de tener múltiples nombres, respondía también al de Alexandre Louis de Méréville. Tenía veintiún años, era bello como un sol e hijo del marqués de Laborde. Nos conocimos además de una manera entre cómica y romántica. Acababa yo de bailar mi bolero e, intentando esquivar a un viejo petimetre empolvado y con labios tan rojos y perfilados que mucho me recordaban a la máscara de monsieur Picard, decidí salir al jardín a tomar el aire. «¿Dónde estás, petite espagnole? ¡Ven aquí!», decía aquel vejestorio al que sin duda se le había ido la mano con el vino de Borgoña — «no te escondas, te encontraré de cualquier manera» — cuando, de pronto, de entre las sombras de unos setos próximos, apareció una bella pierna enfundada en una media de seda azul que hizo rodar por tierra al pisaverdes hasta que aterrizó cómicamente en un bosquecillo de ortigas.
— Creo que un salvamento tan valiente merece un beso–dijo el propietario de aquella pierna tan oportuna haciendo una pequeña reverencia. Entonces pude ver que se trataba de un muchacho alto que se adivinaba rubio tras su peluca corta, que lucía muy empolvada, y que poseía una de esas sonrisas que inmediatamente hacen que uno confíe en su dueño.
— Habéis llegado justo a tiempo, monsieur, y tan audaz hazaña bien merece el premio que reclamáis–respondí yo entonces accediendo sin pensarlo a su petición.
Debo decir que, en las largas conversaciones con madame Boisgeloup para conocer las costumbres del país, mi tutora me había explicado lo que ella llamaba el «sutil código de los besos». Y aunque éste no era ni mucho menos tan estricto como el imperante en España, por lo visto en París una dama no podía besar a un caballero ni siquiera en las mejillas hasta el tercer encuentro. Sin embargo, seguro que madame Boisgeloup andaba un tanto anticuada en su «sutil código», me dije yo mientras depositaba sobre el rostro de aquel muchacho un muy tímido ósculo. Además, era tan cálida la noche en el jardín de la condesa de Genlis, tan suave el aroma a rosas, tan sutil el canto de los grillos y desde luego tan bello el rostro de mi «salvador», que parecía lo más natural besarle. Debo decir, para completar el retrato de mi amado, que aunque aún era moda entonces que hasta los jóvenes se maquillaran y usaran colorete y lápiz de labios, la cara de mi nuevo amigo no mostraba rastro de ninguno de esos feos afeites. Al acercarme a su rostro pude percibir además el suave olor de su piel, tan joven y prometedora que delataba una mezcla de deseo entreverado con eau d'orange, fragancia que siempre ha sido mi favorita por recordarme a mi infancia y en especial a nuestros veranos en Valencia.
Sí, de esta manera comenzó todo. Nuestro amor se inauguró así, con un traspié y un beso. Y a partir de ese momento los dos comenzamos a frecuentar con más asiduidad si cabe la casa de Genlis, y en especial su bello jardín. Recuerdo que cualquier excusa era buena para salir a tomar el fresco: que si el bolero me había sofocado, que si había visto caer una estrella fugaz, que si necesitaba estar unos minutos sola… Una vez en la terraza, me cercioraba de la ausencia de miradas indiscretas y a continuación corría hacia los arbustos, que siempre guardaban para mí el más dulce de los premios: él. Entre el follaje nació nuestro amor y entre éste creció hasta hacerse pasión. Mi amado jardinero tenía apenas un par de años más que yo, pero resultó ser un gran maestro. De sus labios aprendí, por ejemplo, el delicioso significado de muchas bellas palabras relacionadas con el mundo vegetal que madame Boisgeloup usaba con harta frecuencia, pero que tienen en francés otro significado secreto.
— ¿Ves, amor? — me decía por ejemplo Jean–Alex señalando sobre mi cuerpo el lugar adecuado-, déjame besar tu bouton de rose[1]», y ahora tú guía mi mano hasta tu gazon[2] , no, no temas, amor, suave, así, muy suave.
¡Qué deliciosas eran aquellas lecciones de botánica para una muchacha que estaba descubriéndolo todo y qué tiernas las manos de mi maestro! Cada día una lección nueva. ¿Qué hubiera dicho madame Boisgeloup de aquellas clases nuestras? Ella, por un lado, adoraba el mundo vegetal, y por otro tenía por norma instruirme en todo aquello que una muchacha casadera debía saber sobre temas tan íntimos como la «pimosis» del Rey y las veleidades amorosas de María Antonieta. Pero en asuntos de magisterio una cosa es la teoría y otra la práctica, y no estoy tan segura de que mi tutora aprobase mis nuevos conocimientos vegetales…
Ante la duda nada dije a madame, pero seguí aprendiendo jardinería en secreto. Al cabo de unas semanas–y digo bien semanas, porque nuestro amor fue tan intenso como veloz–de suspiros, arrullos y muy botánicas ternuras, Jean–Alex y yo juramos casarnos y amarnos siempre. Él me hizo entrega entonces de una pequeña silhouette[3] de sí mismo en forma de camafeo, tan bella y fiel a su original que yo la colmaba de besos durante las horas de ausencia. Por mi parte, le regalé un guardapelo de nácar con un rizo de mi cabello que él prometió llevar siempre junto a su corazón.
Pasados quince días de infinitas promesas, pensé que era ya momento de desvelar a madame Boisgeloup nuestras intenciones. Me confié a ella y mi tutora, después de soltar tiernas (y muy a la moda) lágrimas de emoción, me dijo que Jean le parecía un partido excelente, inmejorable, por lo que era necesario escribir, sin perder un minuto, a mi padre a Carabanchel para notificarle la buena nueva.
«¡Un marqués, monsieur Cabarrús! — así rezaba su atropellada carta-, un aristócrata auténtico, de los de viejo cuño. No podíamos soñar con nada mejor. Me he permitido, señor, hacer las pertinentes averiguaciones y puedo decirle que sus antepasados lucharon en Rocroi junto a Luis II de Borbón, El Gran Condé. Además, adora a nuestra niña, ¡no hay más que ver cómo la mira! Bien sabe Dios, monsieur Cabarrús, que el amor no es necesario para una unión ventajosa, pero si lo acompaña, ¿qué más podemos pedir?».
Ni papá ni madame ni yo, ni tampoco Jean–Alex, podíamos pedir más; sin embargo, el padre de mi amado, sí. Al noble descendiente de un héroe de Rocroi y aristócrata de viejo cuño o nobleza de espada, como entonces se decía, una extranjera, española e hija de un banquero advenedizo, propietario, para colmo, ¡de una fábrica de jabones!, le parecía muy poca cosa como nuera. Si, como ya he señalado antes, en aquellos tiempos las fronteras sociales entre los nobles y las clases emergentes estaban bastante difuminadas, el orgulloso marqués de Laborde demostró con creces que él desde luego nada sabía ni quería saber de tan estrafalarias confraternizaciones. De ninguna manera los nacidos en una cuna sin abolengo podían equipararse con los de las altas estirpes, por muy ricos que fueran. Para el marqués de Laborde sólo había una respuesta a nuestros deseos, a nuestras súplicas, a nuestros llantos: un rotundo «no». Y de nada valió que yo amenazara con «cometer una locura», cosa que sin duda habría intentado de no intervenir mi bondadosa protectora madame Boisgeloup. Ni que su hijo jurara partir de inmediato hacia América «para exponer allí–según le dijo a su padre entre lágrimas–mi maltrecho corazón a la pólvora enemiga, como han hecho otros nobles franceses mucho antes que yo»; todo, todo fue inútil.
Hay que decir, para satisfacción de aquellos que aprecien las historias de amor, incluso las que no tienen final feliz, que, aunque de nada valieron nuestros ruegos, Jean–Alex Laborde no se desdijo de su palabra y la cumplió al pie de la letra. No habiendo logrado doblegar la voluntad del padre, partió acto seguido para la joven república norteamericana, algo que hacían por aquel entonces no pocos corazones contrariados. Mi Jean–Alex cambió así una cómoda vida parisina por otra incierta en esa lejana y salvaje tierra en la que, según dicen, viven los verdaderos «buenos salvajes» de los que hablaba Rousseau[4].
Yo, en tanto, una vez perdida toda esperanza, sentí en mi alma la injusticia de no ser varón y no poder actuar como lo hacen ellos. Mi deseo hubiera sido romper con todo, alejarme de esa ciudad y de ese país cruel que en realidad no era el mío, comenzar otra vida. Hacerlo, por qué no, en aquellos lejanos parajes al otro lado del mar en los que vivían, según contaban, seres que no conocían los embustes ni los egoísmos del hombre civilizado, y eran capaces por tanto de vivir felices en su estado primitivo. Pero la suerte de nosotras, las mujeres–eso ya lo iba aprendiendo yo a mis pocos años-, era siempre la misma: ceder, renunciar, doblegarse. Muy bien, me dije entonces, los hombres y las circunstancias podrán mandar sobre mis actos, pero desde luego no sobre mis pensamientos. Me acababan de separar de la persona que yo más amaba, dejándome con el corazón roto, pero al mismo tiempo me habían ayudado a hacer un firme propósito: no enamorarme nunca más. A tan temprana edad empezaba por fin a comprender cuánta razón tenía el señor Moratín. La forma de ser romántica, decía él, es un bello modo de ver la vida, pero también muy doloroso, y amar no es otra cosa que una dulce manera de ser desdichado.
UN MATRIMONIO DE CONVENIENCIA
A veces pienso que si no hubiera existido en mi vida el primer Jean, tampoco habría existido el segundo. Hablo de Jean–Jacques Devin, más tarde marqués de Fontenay, con el que casé a la tierna edad de catorce años. Nos conocimos a los pocos meses de la partida de mi amado, tal vez tres o cuatro. Por aquel entonces, seguía yo bailando el bolero en distintos y muy célebres salones mundanos, procurando romper corazones y a la vez guardar a buen recaudo el mío. Para entonces yo ya había decidido ser como otras damas que veía a mi alrededor. Como madame de Staël, por ejemplo, o como la condesa de Genlis. Ellas, al igual que otras muchas mujeres de mundo, abrazaban con gran entusiasmo el romanticismo tan en boga, pero lo hacían protegiendo siempre su corazoncito. Lo que quiero decir es que estaban casadas con hombres que no las merecían en absoluto, pero que, en cambio, una vez conseguido un heredero de su nombre, les dejaban libertad para buscar amores más allá de su dedo anular izquierdo, ése en el que, en Francia, se porta la alianza de matrimonio. Porque ¿acaso esto no era París? ¿No estábamos en la bella Francia, donde, en palabras de uno de sus más eminentes pensadores, «entre la gente humilde es fácil encontrar buenos matrimonios, pero entre la gente de calidad no se conoce ni un solo caso de afecto personal»?
Si algo caracterizaba, según este noble pensador, a la alta sociedad francesa era su capacidad de nadar y guardar la ropa en lo que se refiere a cuestiones sentimentales. Muy bien; eso mismo haría yo, me dije. Quizá el mejor amor al que pudiera aspirar una muchacha como yo fuera el amour fou, el amor loco. ¿Ese que lucha contra todo y contra todos hasta imponerse?, preguntará aquí el amable lector. No; en absoluto. Estamos en la bella y cínica Francia; por amores locos me refiero a los incandescentes, los deliciosos amores clandestinos que pueden vivir y disfrutarse desde la muy segura (y también muy respetable) atalaya del matrimonio. Porque cualquier muchacha soltera de entonces sabía que, en París, ese apreciado atributo al que llaman «el honor de una mujer» sólo había de conservarse intacto hasta el momento de subir al altar. Cuando se bajaban los peldaños del mismo, ancha es Castilla, y mucho más aún los verdes prados de Francia.
Una vez que hube tomado esta prudente determinación y como si un muy sensato Cupido hubiera escuchado mis plegarias, apareció en mi vida el segundo Jean del que antes hablaba. Y, como si el destino se hubiera propuesto compensarme de mi anterior fracaso por culpa de mi falta de alcurnia, Jean–Jacques resultó ser (casi) de tan buena cuna como mi amado Laborde. Cierto es que no pertenecía a la antigua nobleza de espada como él, sino a la nobleza de toga como madame Boisgeloup, pero, en cambio, a sus veintisiete años poseía una carrera brillante: era consejero del Rey en el Parlamento de París.
No obstante, antes de hablar más extensamente de mi matrimonio he de consignar que el año de gracia de 1787, además de la aparición de tan sensato Cupido, trajo otra visita tan fugaz e inesperada como bienvenida, me refiero a la de mi padre, Francisco Cabarrús, acompañado del señor Moratín. Hay que decir que, en los dos años que llevaba yo alejada de mi querida casa de Carabanchel, la fortuna familiar había crecido considerablemente. El Banco de San Carlos se había convertido en ese tiempo en una muy sólida piedra angular de la economía española, y la innovadora idea de mi padre de crear unos vales con interés anual logró devolver la confianza a los mercados. Tal era la fama de la que gozaba que ésta logró traspasar las fronteras e interesar al mismísimo Gobierno francés. Francia, decían todos, atravesaba una muy difícil situación económica, y personas cercanas a Luis XVI le habían hablado de «cierto ilustre hijo de Bayona que, con su espíritu emprendedor y su osadía financiera, había creado un moderno banco pionero en su estilo en casi toda Europa» (esto es, una vez más, madame Boisgeloup dixit).
Sea como fuere, la visita de papá y del señor Moratín fue muy breve. Sospechosamente breve, en realidad. Más tarde se diría que fueron sus «hermanos masones» los que organizaron el viaje de mi padre para contrarrestar con su presencia el negativo influjo que en Francia estaba teniendo la publicación de un escrito contra su persona, puesto en circulación por mi conocido y después amigo el conde de Mirabeau. Otros, por el contrario, sostuvieron que mi padre vino a Francia para ayudar al desorientado Gobierno francés a encontrar salida a la crisis en la que estaba inmerso. Yo de esto nada sé. Sólo recuerdo que en su corta visita encontré cambiado a mi padre. Era ahora un hombre triunfador, y así lo proclamaban sus ojos chispeantes y sus gestos enérgicos, pero había perdido aquella belleza varonil que yo tanto amaba de niña. Se parecía ahora y alarmantemente a ese caballero ovoide y blancuzco que inmortalizaría años más tarde don Francisco de Goya en uno de sus cuadros menos artísticos.
Respecto del propósito de su viaje, me gustaría mucho poder decir que sé a qué se debió, pero lo cierto es que, por más que intenté escuchar con todo cuidado detrás de las puertas, nada llegué a averiguar. Oía palabras sueltas como «logia», «fraternidad», «hermandad» o «progreso», pero ni madame Boisgeloup ni mi buen amigo el señor Moratín quisieron satisfacer en modo alguno mi curiosidad. La primera me despachó diciendo que había cosas que era mejor que las niñas no supieran; el segundo sólo me miró con su sonrisa triste de siempre y prometió a la primera oportunidad llevarme a pasear por el Palais Royal. No hubo ocasión, sin embargo. Esta vez, y muy a mi pesar, no hubo caminatas juntos ni buenos consejos, ni confidencias sobre el amor y otros tormentos. Posiblemente la presencia de mi padre hiciera a mi amigo mostrarse aún más reservado de lo que era ya por naturaleza. Sólo en la despedida, cuando me acerqué a desearle buen viaje antes de que subiera al carruaje, me miró con esos ojos suyos apesadumbrados pero al mismo tiempo tan tiernos. «Se avecinan tiempos difíciles–me dijo-, tiempos de valientes. Pero tú lo eres, Teresita. Aun así, te ruego que tengas mucho cuidado».
Iba a preguntarle qué quería decir con aquellas extrañas palabras, pero no pude hacerlo. Mi padre le apremiaba desde dentro del carruaje.
— Adiós, hija mía–dijo-, y no olvides escribir cada semana. Tu madre y yo queremos saber todo lo bueno que pasa contigo en esta ciudad. Especialmente–añadió guiñando un ojo–en lo que se refiere a temas casamenteros.
Con tristeza los vi partir. Más tarde se llegaría a decir que la razón de este viaje de ambos a Francia estaba relacionada, conspiraciones políticas aparte, con ciertas negociaciones para procurarme un marido «conveniente». Con sinceridad, no creo que así fuera, porque Jean–Jacques entró en mi vida un par de meses después de esta visita y lo hizo del modo más casual. O tal vez no. Tal vez esté del todo equivocada y sí hubiera un plan organizado detrás de ello. La figura de mi padre siempre fue para mí un enigma, una vida tan pública la suya y al mismo tiempo tan desconocida para sus más allegados. Quién sabe, me dije entonces, tal vez el mundo de los mayores fuera así, extraño y secreto. Y en cuanto a las palabras del señor Moratín antes de partir: ¿a qué se refería con aquello de que se avecinaban tiempos de valientes? Todo el mundo hablaba entonces de que se aproximaban por el horizonte oscuros nubarrones, pero a los ojos de una niña de casi catorce años con el corazón partido, las únicas nubes negras que vislumbraba eran aquellas que oscurecían su triste y perdida historia de amor con Jean–Alex Laborde.
***
Como ya había empezado a apuntar más arriba, el año 1787 trajo dos visitas, o, mejor dicho, tres. La de mi padre y el señor Moratín por un lado, y la de un muy sensato Cupido, por otro. Y este último no vino acompañado ni de música de violines ni de coros celestiales ni de dolorosas flechas. Al contrario, apareció en mi vida una tarde de otoño sin ninguno de sus proverbiales atributos y armas. Se trataba en esta ocasión de un joven de aspecto agradable y modales correctos. Tenía el pelo rojizo y la mirada entre desafiante y desconfiada de quienes saben que su posición en la sociedad, sin ser de primer rango, es confortable y goza de un cierto prestigio. No era ni demasiado inteligente ni demasiado torpe, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, «una perfecta medianía, pero una medianía cómoda». Eso me dijo un día madame Boisgeloup a propósito de él: «Y la comodidad, niña, es algo muy agradable con lo que convivir transcurrido algún tiempo. Porque los maridos, por si no lo sabes, ma belle, son como el calzado. Entre un bello zapato de fiesta de puntera y tacón fino y una pantufla, todo el mundo prefiere en principio lo primero, ¿verdad? Sin embargo, a la larga, te aseguro, son más felices los que eligen pantuflas. De hecho, esto es algo que las mujeres deberíamos aprender de los hombres. Mira a tu alrededor y lo comprobarás. Si funcionan tan bien los matrimonios de conveniencia es precisamente por eso. Ellos procuran elegir entre las candidatas «convenientes» a las más confortables, las más cómodas, las más «pantuflas». Y es que la belleza, el desasosiego, en otras palabras: la dulce tortura de una horma difícil, ya la buscan ellos fuera del matrimonio. Nosotras, por nuestra parte y si somos inteligentes, niña mía, deberíamos, dentro de nuestras más limitadas posibilidades, hacer otro tanto. Y Jean Devin de Fontenay es sin duda un buen ejemplo de ello».
Yo no estaba tan segura de que Fontenay fuera exactamente una pantufla, pero asentí juiciosamente; ¿qué otra cosa podía hacer? Aun así, aparte de esta filosofía de andar por casa de madame para describir al que sería mi futuro marido, creo que para explicar más claramente lo que significó en mi vida su aparición, quizá lo más indicado sea que reproduzca aquí una carta que envió un tío de mi padre, el señor Léon Lalanne, a éste, en la que le informaba–con el romanticismo de una carta notarial y el sentimentalismo de un contrato de negocios–de la existencia de un nuevo pretendiente a mi mano. Dice así:
París, 29 de diciembre de 1787
Creo que debo unirme, mi querido sobrino, a mi hermano y a otras voces para proponeros un matrimonio que me parece muy conveniente para vuestra hija. El sujeto que se presenta ahora es Monsieur Devin de Fontenay, consejero en el Parlamento, hijo de M. Devin, presidente del Tribunal de Cuentas, que es primo hermano de M. Dumoley, porque el abuelo, que era comerciante en París, casó con la hermana de madame Dumoley. Todo el resto de la familia, que es muy dilatada, es infinitamente honorable y de lo mejor del foro y la alta burguesía de París. M. de Fontenay tiene veintisiete años, es de exterior agradable y atrayente, de buen tono, tiene gran costumbre en sociedad, ingenio, carácter agradable y ordenado en sus asuntos; tal es el resultado de los informes que he solicitado. Su fortuna actual es de 1.100.000 libras, que producen una renta neta de 54.000. Son los bienes de su madre, muerta hace quince años. El presidente Devin, su padre, es un hombre dulce, de lo más honrado y leal. Ofrece ceder su cargo a su hijo si se desea. Yo le he contestado que vm. se contentaría igualmente con que siguiese siendo consejero del Parlamento. A continuación se le ha ofrecido como dote 500.000 libras, pero al recibir carta vuestra en la que se indicaba que no podíais dar más de 400.000, reservando, naturalmente, a vuestra hija los derechos de sucesión, el muchacho ha venido a verme. Me ha dicho sobre ello las cosas más propias y al tiempo sensatas y razonables. Para no entreteneros demasiado, os diré que ha convenido conmigo en que si, independientemente de las 400.000 libras, vm. querríais asegurarle en contrato 100.000 pagaderas en diez años sin intereses, el asunto se concluiría inmediatamente, salvando siempre los derechos de sucesión. Ahora, pues, a vm. toca decidir. Si la proposición os conviene, no tenéis más que enviar un poder y vuestra hija estará casada antes de Cuaresma. En caso contrario, se procurará encontrar otro partido. Pero sea comoquiera, contestad, os lo ruego, sin tardar. El muchacho me ha prometido esperar, pero yo también le he prometido que no se emplearía sino el tiempo preciso. Sé que se habla de él en relación a otros partidos, uno de los cuales es muy ventajoso.
Quedo con el más sincero afecto, querido sobrino, muy vuestro,
LALANNE
Como bien puede verse, toda una carta de amor. Y muy grande debía de ser la confianza que mi padre tenía en los poderes negociadores de su tío Lalanne, porque, menos de dos meses más tarde, el 21 de febrero de 1788, en la iglesia de Saint–Eustache de París, tras las correspondientes amonestaciones, Jean–Jacques y yo nos casamos. Fue una boda discreta y no demasiado alegre. Una muerte repentina en la familia de mi futuro marido aconsejaba recato y yo, que no cesaba de pensar en mi otro Jean, no lamenté este luto inesperado, al contrario. Monsieur Picard, por su parte, estaba desolado porque no le encargamos para la ocasión uno de sus suntuosos vestidos de novia, sino uno con una cola de apenas cuatro varas. En cuanto al velo, contra su mejor opinión, me empeñé en llevar mantilla española, lo que hizo que monsieur, tras la sempiterna sonrisa de su máscara de porcelana, lanzara varios improperios. «¡Mira que querer parecerte a esas horribles vírgenes españolas que aun cuando son alegres parecen dolorosas! — decía-: Trés lugubre, ma chére, de veras estás loca si piensas cubrir tu maravilloso pelo con esos encajes antiguos y apolillados, quelle horreur!». Y luego, mirando a madame Boisgeloup como quien busca un cómplice en su enojo, añadía levantando mucho las manos al estilo de quien implora al cielo: «¡Pero qué sabrá una niña de esta edad sin criterio ni juicio!».
Sí, la mía fue una boda triste. Y no precisamente por esa muerte repentina de alguien a quien jamás conocí pero a quien mucho agradezco me proporcionara la coartada perfecta para mantener durante la ceremonia una cara seria. En cuanto a los invitados, la lista fue también reducida y no estuvieron presentes ni mi padre ni mis hermanos. En cambio, mi madre asistió, y lo hizo aferrada a su pañuelo perfumado en eau de Cologne y llorando a mares, como era de esperar. Aparte del viejo marqués, mi suegro, y de mi madre, María Antonia Galabert, firmaron el registro parroquial «los altos y poderosos señores» Devin de Galante, Alberdi, Charles Gabriel y Jean Rousseau de Thelonne como testigos de Jean–Jacques. Y como testigos míos, además de nuestro «negociador», el tío Lalanne, y de mi muy querida madame Boisgeloup, el señor José Ocáriz, amigo y agente de mi padre al tiempo que cónsul general de España en París. Y para darle un cierto lustre que contrarrestara los distinguidos nombres de mi familia política, también firmó el embajador español en Francia, el entonces conde de Fernán Núñez.
— Sonríe, ma chére–me dijo madame Boisgeloup en un aparte cuando a punto estábamos de despedirnos-. Por muy imposible que te parezca ahora, la vida sentimental y amorosa de las niñas como tú no acaba, sino que empieza el día de su boda. ¡Sonríe!
MI ENTRADA EN SOCIEDAD
Jean–Jacques, futuro marqués de Fontenay, y yo formamos desde el primer día de nuestro enlace lo que comúnmente se llama «una pareja perfecta». Tengo observado que dicha expresión suele utilizarse para describir cualquier cosa salvo lo que verdaderamente debería describir; esto es, en ningún caso se aplica a personas que se compenetran o aman, sino que se refiere a atributos tan ajenos a sus sentimientos como deseables para prosperar en buena sociedad. Jean y yo formábamos una pareja perfecta porque él era consejero del Rey y yo era muy bella. También porque él poseía eso que los ingleses–y en aquella época todo lo inglés hacía furor–llaman social graces. Y dichas «gracias sociales» eran, por ejemplo, ser un gran jugador de cartas. O tener una conversación ingeniosa. O vestir a la última. O poseer dos casas: un hôtel particulier en la Rue Paradis y también una pequeña finca en Fontenay–aux–Roses, a las afueras de París. En aquel crucial año de 1788, el que precedió al inicio de la Revolución, «la ya conocida tendencia natural imperante había puesto de moda–frente a lo francés, que se consideraba recargado y artificioso–todo lo inglés». Eso decía un cronista de la época antes de explayarse en explicar cómo los franceses podían tener contra sus vecinos del norte un cierto resquemor político por viejas y muy reiteradas confrontaciones bélicas. Pero aun así, con la proclividad de esos tiempos a amar todo lo «distinto», «foráneo» e incluso lo antagónico, en los salones elegantes de París se cultivaba la anglomanía. Hacían furor, por ejemplo, los coches ingleses, tan sobrios y ligeros, las carreras de caballos y también los jardines ingleses, que se consideraban «anárquicos» y «salvajes» y, por tanto, mucho más naturales. En cuanto a la moda, a todos nos había dado por usar redingotes, palabra que proviene de la expresión inglesa riding coat. Y dicha prenda podía ser utilizada tanto por hombres como por mujeres y se confeccionaba en distintos colores, a cual más llamativo. Con todo lo dicho, bien puede asegurarse que Francia caminaba hacia uno de los momentos más turbulentos de su historia; pero lo hacía, por un lado, hirviendo en fiestas y extravagancias y, por otro, fingiendo ser «natural» o «silvestre» o «extranjera».
***
Yo, por mi parte, y como he apuntado más arriba, cumplía con dos de los requisitos primordiales para ser la perfecta mitad de una muy buena naranja: tenía una cuantiosa dote y era muy bella. Ahora, con la distancia que otorgan los muchos años transcurridos, no debería darme pudor hablar de mí o de mi belleza. Al fin y al cabo, ya no soy aquella joven que tanta admiración despertó, sino una anciana cargada de años y de kilos. Pero aun así, una cierta prudencia me hace preferir que sean otros quienes hablen de mis atributos. Como lectora de memorias y biografías siempre me ha resultado embarazoso y un tanto ridículo ese orgullo retrospectivo, esa impudicia tardía de la que hacen gala viejas beldades que hablan de sí mismas como si aún lo fueran. No, no seré yo quien caiga en esa tonta inmodestia, de modo que prefiero que sea uno de los muchos cronistas de la época quien hable por mí. Así cuenta, por ejemplo, el barón de Montbreton de Norvins lo ocurrido una noche cualquiera en un salón cualquiera cuando coincidí con la vizcondesa de Noailles, la belleza más célebre del París de entonces:
Es forzoso reconocerlo: la vizcondesa de Noailles, la deliciosa, la encantadora francesa con su cabeza coronada de cabellos dorados, fue destronada instantáneamente por la divina andaluza (¡!) que lucía soberbia cabellera azabache, cuya punta más alta hacía descender, hasta la extremidad de los imperceptibles pies, la escala de perfecciones humanas que el Creador había derramado sobre su cabeza durante una fiesta paradisíaca, a fin de mostrar al mundo el tipo no renovado hasta entonces de la belleza de la madre del género humano…
Salvo la simpática equivocación de convertirme en andaluza–como ya digo, la Francia de entonces adoraba todo lo foráneo, y cuanto más exótico, mejor-, el barón no miente. Mis apariciones en sociedad, potenciadas por el aura de respetabilidad que proporciona un «buen matrimonio», eran muy comentadas. ¿Y qué pensaba yo de mi nueva vida? ¿Me compensaba acaso el brillo social y tanta y tan rendida admiración de otras carencias, de otras soledades y, en último término, de la ausencia de amor? Sería fácil y muy conveniente para lograr la simpatía del lector decir que no. No me costaría nada afirmar en tono apesadumbrado que había en mi vida un vacío, un hueco oscuro que no podían llenar ni la adulación ni el éxito mundano. Sin embargo, sería faltar a la verdad. Primero, porque yo siempre he tenido una capacidad innata para disfrutar de las cosas, aunque éstas no fueran perfectas. Y segundo, porque tal vez Devin de Fontenay no fuera el hombre con quien soñaría una niña de mi edad; pero un marido, pienso yo siguiendo los sabios consejos de madame Boisgeloup, no debe valorarse sólo por lo que es, sino también por lo que significa, y él significaba muchas cosas. Como, por ejemplo, la posibilidad de dejar de ser una niña y jugar por fin y de verdad a ser una gran dama. Y es que, tal como había soñado en mi lejana casa de Carabanchel, a mis catorce años y medio tenía yo una gran casa (dos casas, de hecho) llena de criados, así como mi propia doncella con la que ensayar peinados y trajes. Se llamaba Frenelle, era muy bella y, andando el tiempo, se convertiría en entrañable amiga y compañera de múltiples aventuras. En cuanto a mi matrimonio, éste significaba además poder contar con una holgura económica considerable que me permitía comprar todos los aderezos necesarios para encandilar no sólo a los hombres, sino también a las mujeres, puesto que, digan lo que digan, no hay triunfo tan dulce como comprobar el efecto de nuestras conquistas en ojos rivales. Mi matrimonio significaba, además, entrar en círculos cada vez más selectos de París y ser el centro de atención no sólo de los salones, sino de los muchos pasquines y publicaciones que por aquel entonces se hacían eco de la vida social de la ciudad, como el Journal de Paris. Y por último, pero no por ello menos importante, ser madame Devin de Fontenay significaba ser libre. Libre, sí, para amar a quien yo eligiera con toda la fuerza del amor mundano y también, por qué no, del amor romántico. Y es que así era la moral de aquella época, y no sería, desde luego, la pequeña madame de Fontenay quien iba a cambiarla. Así, vestida con los más hermosos trajes de muselina blancos y sombreros de paja, organizando en nuestra bella casa de Fontenay–aux–Roses las más recordadas fiestas pastoriles, en las que se tomaban dulces helados de leche fresca recién ordeñada; riendo y haciendo reír… de este modo es como recuerdo aquel año anterior a la Revolución. «Quien no vivió antes de 1789 no conoció la dulzura de vivir», leí hace poco que había escrito mi viejo amigo Talleyrand; y no le falta razón: no existió nunca, pienso yo, un tiempo como aquél.
Pasaban los meses, todos bailábamos hacia el borde del precipicio, es cierto, pero lo hacíamos riendo, bebiendo, amando; y también yo lo hice. Sobre todo amando, porque una vez casada no tardé más de un par de meses en encontrar en dos hombres muy apuestos los sustitutos, o al menos los suplantadores en mis sueños, de la imagen de mi querido Jean–Alex Laborde. Se llamaban respectivamente Alexandre Lameth y Félix Lepeletier de Saint–Fargeau, y ellos y sus familias habrían de desempeñar un papel muy importante en los turbulentos años venideros. Sin embargo, por el momento, en aquel año de 1788–y, como diría madame de Staël, que siempre fue más leída que yo y recibió con gran aprovechamiento las preceptivas y aburridísimas clases de latín-, nada hacía presagiar que «et in Arcadia ego». Tan bello latinajo, que significa «también yo estoy en Arcadia», se ha utilizado muchas veces en relación a los tiempos previos a la Revolución, y tengo entendido que Germaine de Staël lo pronunció para poner de relieve el contraste existente entre la brillantez y la despreocupación de la reina María Antonieta en sus primeros años de reinado con lo que habría de ser su vida poco más tarde. Pero dicha reflexión puede aplicarse también a todos nosotros. Madame de Staël apuntaba que la actitud de la frívola y joven María Antonieta le recordaba a ese famoso cuadro de Poussin que intenta reflejar la omnipresencia de la muerte. En él puede verse cómo unos alegres pastores se sorprenden al descubrir, en tan perfecto paraíso, una lápida con la antes dicha inscripción: «Yo (la muerte) también estoy en Arcadia».
ÚLTIMOS DAS EN EL PARAÍSO
Sí, también nosotros estábamos en la Arcadia, cada uno en la suya particular. Por ejemplo, la de Jean–Jacques, mi marido, consistía en pasar varios días con sus correspondientes noches (y no es metáfora) ante los tapetes de juego rodeado de bellas señoritas que alababan su osadía en las apuestas y el sutil filo de su lengua. Su anglofilia tan á la mode le hizo incluso copiar una nueva costumbre recién importada de Londres. Por lo visto, allí, un tal lord Sandwich acababa de inventar una forma de comer muy apropiada para los que no deseaban levantarse innecesariamente de las mesas de juego. Se trataba de un modo de emparedar carnes o viandas frías entre dos trozos de pan que resultaba bastante sabroso. Las partidas de cartas eran entonces inacabables y el invento triunfó de forma inmediata también en París, donde todos, empezando por la propia María Antonieta, eran jugadores infatigables. Todavía se recordaba, por ejemplo, cómo la soberana, con ocasión de uno de sus cumpleaños, había empezado una partida de lansquenet la noche del 30 de octubre, y cómo ésta continuó todo el día 31 hasta acabar a las tres de la madrugada del día de Todos los Santos, cuando el Rey, cuya paciencia con su esposa era casi infinita, irrumpió en la habitación protestando que eran todos «una pandilla de inútiles». Ignoro cuántos emparedados al estilo lord Sandwich habrían ingerido en esos tres días aquellos «inútiles» de los que hablaba el Rey, pero a juzgar por los que teníamos que preparar todas las noches en casa, apuesto a que una montaña de ellos.
Yo, por mi parte, tenía dos maneras de disfrutar de la Arcadia; una, privada; la otra, pública. La privada comenzaba cada mañana al decidir, por ejemplo, en qué parte de mi rostro pegaría un lunar. Y es que dominar los códigos de los grains de beauté era entonces todo un arte. Un lunar junto al ojo derecho, por ejemplo, significaba voluptuosidad; junto al izquierdo, premura; junto a la boca, «me atrevo»; junto a la nariz, «desconfío»… Se trataba, naturalmente, de deliciosos pasatiempos secretos con los que comunicarme con mis admiradores y, sobre todo, con mis dos amantes, Alexandre y Félix. Mi forma pública de vivir en la Arcadia, por su parte, consistía en pasear, ir al teatro y organizar diversas y muy concurridas meriendas campestres en Fontenay–aux–Roses del brazo un día de uno, otro día del otro y muchos días de los dos, puesto que los celos estaban considerados indignos de las clases privilegiadas y por tanto ambos se llevaban admirablemente.
No había cumplido yo los quince años y ya tenía dos amores. Nada demasiado escandaloso para la época, en realidad. Las crónicas pacatas de tiempos posteriores, queriendo sin duda hacerme un favor, dirían que tomé la resolución de ser infiel a mi marido sólo cuando Jean, en un deliberado insulto hacia mí, instaló a su última concubina en una de nuestras casas. Aseguran que aquello supuso un golpe demasiado fuerte, si no para mi condición de esposa enamorada, sí al menos para mi orgullo. No es verdad. Si nuestra unión naufragó fue por otras razones que ya explicaré más adelante. Baste decir por el momento que nuestro matrimonio no se diferenciaba demasiado de otros tantos de entonces, en los que la amalgama que los mantenía unidos era mucho más sólida que el amor y la ternura. Me refiero a la conveniencia mutua. En nuestro caso, Jean–Jacques buscaba en mí belleza que adornara sus salones y una buena dote que hiciera lo propio con sus arcas. Yo, por mi parte, buscaba independencia, y también, por qué no, la tranquilidad de una vida desahogada y respetable que me permitiera aturdirme y no pensar en cosas tristes.
Por eso debo decir también que es completamente falsa otra de las calumnias que corrieron por París en las postrimerías de aquel año de 1788, me refiero a una que llegó a publicarse en ciertas revistas vocingleras de la época a las que me vi obligada a escribir para defender mi inocencia. La «noticia» de la que hablo informaba de que nuestro primer hijo, cuyo nacimiento estaba previsto para mayo, tenía por padre a Alexandre Lameth. Nada más lejos de la verdad. En el nunca explicitado código moral de aquella época sin moral, nosotras, las mujeres casadas, nos cuidábamos muy mucho de que los hijos, o al menos el primogénito, fueran de sus padres legales.
Sin embargo, si las costumbres de la época eran tan laxas y convenientes para las mujeres de cierta clase, ¿cómo es posible–podría algún curioso lector preguntarse–que fuera yo víctima de calumnias, de los dimes y diretes en los pasquines insidiosos? Supongo que mi condición de extranjera y de parvenue, es decir, de advenediza según la opinión de muchos, fue una de las causas. Sin embargo, la principal era otra. Los pasquines, que por aquel entonces se dedicaban primordialmente a acusar de adúltera y lesbiana a la reina María Antonieta, necesitaban rellenar el resto de las páginas con otras calumnias y mentiras. Y esta práctica, lejos de menguar, no hizo sino acrecentarse cuando a la fiebre por la vida ajena se unió otra aún más virulenta y letal: la fiebre revolucionaria.
La fiebre revolucionaria… Para entender bien lo que habría de significar en la historia del mundo el crucial año que ahora alumbraba, el de 1789, voy a seguir los sabios consejos del señor Moratín. Como él decía siempre, para ver el rumbo que toman los acontecimientos es necesario mirar hacia atrás. Debo, sin embargo, señalar que lo que voy a contar a continuación–me refiero a los primeros síntomas del gran cambio que se avecinaba–no fue algo que llegara a inquietarme o siquiera interesarme mientras lo estaba viviendo, puesto que por aquel entonces prácticamente nada noté. Y la falta de visión no sólo fue mía. Se ha comentado muchas veces cómo, en su diario privado, el buen rey Luis escribió en la página que corresponde al 14 de julio de 1789, día de la toma de la Bastilla, una sola palabra: rien, o lo que es lo mismo, nada. Para disculpar en parte tan increíble ceguera hay que señalar que el Rey, en su diario, apuntaba datos relacionados, sobre todo, con sus actividades como cazador, y que rien se refiere a que ese día no cobró pieza alguna. Pero aun así, valga la anécdota como metáfora del modo en que muy a menudo viven las personas los hechos históricos más relevantes. Ocurre con frecuencia que sólo mucho después alcanza a verse la trascendencia de lo que en su momento se ha vivido como rien.
Y ahora sigamos un poco más los consejos del señor Moratín para ver cómo se estaban formando los negros nubarrones que pronto estallarían en tan singular tormenta. Miremos hacia atrás para conocer cómo se llegó al 14 de julio de 1789. Lo que voy a contar a continuación está tomado de escritos de diversos autores más inteligentes y sin duda mucho más sabios que yo.
A menudo se ha señalado que la Revolución francesa se debió no a la falta de voluntad de cambio de la monarquía, sino precisamente a la errática forma en la que se intentó llevarlo a cabo. Como la Historia gusta tanto de las ironías, por no decir de las carcajadas sarcásticas, se da el caso de que el último y más triste representante del despotismo ilustrado, Luis XVI, puede apuntarse en su haber los siguientes logros avanzadísimos para su tiempo: diez años antes de la Revolución suprimió los vestigios de la figura del siervo y varias restricciones respecto de los judíos. También abolió la tortura y mejoró las condiciones de vida en la armada y en el ejército. Para esas fechas, además, el uso que el Rey hacía de las llamadas lettres de cachet (prerrogativas reales por las que el Rey podía enviar a alguien a prisión sin ser juzgado) era casi nulo. No obstante, y para su desgracia, a finales de la década de los ochenta lo que Luis XVI intentaba hacer ya no contaba con las simpatías de nadie. Y es que con sus reformas lo único que logró fue enojar tanto a los inmovilistas, por intentar llevarlas a cabo, como a los partidarios del cambio, por no hacerlo como ellos deseaban. A todo este malestar habían contribuido, y no poco, otros factores importantes: una aguda crisis financiera y algunos datos nuevos en la historia de Francia. Se da el caso de que, antes de 1780, la ausencia de hambrunas y ciertos avances en la medicina y en la higiene hicieron crecer notablemente la población. Esto permitió que aumentara el número de jornaleros, pero no así la cantidad de tierra cultivable, que continuaba siendo la misma y estaba en manos de los terratenientes de siempre. El resultado es que, en 1789, los campesinos estaban mucho peor que en 1730: habían crecido en número, pero la mayoría eran jornaleros sin trabajo. La corona, por su parte, era incapaz de solucionar dichos conflictos puesto que no contaba ya con la ayuda de los nobles, ya que éstos preferían ahora apoyar al Parlamento (donde ellos hacían las leyes) antes que al Rey. Si a esto unimos la desigual y muy injusta forma de recaudar impuestos y el impacto que en la forma de pensar de la burguesía y la aristocracia francesa tuvo la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, tenemos ya todos los ingredientes necesarios para formar un muy revolucionario pastel. Porque es importante señalar que la guerra librada por los patriotas americanos y que culminó con su independencia de Inglaterra en 1776 tuvo dos consecuencias directas sobre los acontecimientos en Francia una década más tarde. La primera, ideológica; la segunda, financiera. Francia apoyó desde el principio con todo entusiasmo y mucho dinero a los americanos. Y lo hizo no sólo porque las ansias de libertad de éstos y sus deseos de crear una nueva sociedad en un mundo nuevo contuvieran todos los ingredientes románticos que la sociedad francesa de entonces admiraba, sino, sobre todo, por una vieja e inveterada rivalidad con los ingleses. La segunda consecuencia del apoyo de Francia a la independencia de los Estados Unidos iba a ser menos romántica y desde luego mucho más cara. Dada la mala situación que atravesaba el país, financiar una guerra encubierta con Inglaterra no podía más que resultar ruinosa. Por eso, las voces airadas que se elevaban contra María Antonieta llamándola «Madame Déficit» debido a sus dispendios y excentricidades habrían estado sin duda mucho más justificadas de alzarse contra los gastos bélicos que generó dicha contienda y que fueron enormes.
Dice un refrán castellano que «a perro flaco todo son pulgas», y yo siempre he sido gran entusiasta de los refranes de mi tierra. Si a toda la situación que he descrito agregamos ahora un período de vacas flacas–o peor aún, las siete plagas de Egipto-, ya tenemos el panorama completo de lo que estaba ocurriendo el año anterior a la Revolución. Sucedió que, en julio de 1788, una gran tormenta de granizo azotó gran parte del centro de Francia. Se cuenta que las piedras de hielo eran tan monstruosas que mataban en su caída a liebres y perdices. Quedaron arrasados los viñedos de Alsacia, de Burdeos y del Loira; arruinados también los campos de Orleáns, los frutales de Calvados y los olivos y naranjos del Midi. Lo mismo ocurrió en Beaucé, cerca de París. A esto siguió una gran sequía y, a continuación, un invierno de tal severidad como no se había conocido desde 1709, cuando el vino de Burdeos llegó a helarse en la copa del buen rey Luis XIV Algo muy parecido ocurrió en 1788: se hablaba de pájaros congelados en sus ramas y de lobos hambrientos que entraban en los pueblos en busca de comida. En el campo, los ya empobrecidos campesinos se vieron obligados a hervir cortezas de los árboles para subsistir. Las publicaciones de la época hablaban de ríos congelados y de olas del mar heladas en crestas que parecían dientes del mismísimo demonio. En enero de ese mismo año, el señor Mirabeau describió la región de Provenza como visitada por el ángel de la muerte. «Todos los azotes posibles han caído sobre nosotros–decía-. Allí donde voy, veo hombres muertos de frío y de hambre».
Y aún no habían de terminar las plagas, puesto que el deshielo trajo a su vez nuevas penurias. A mediados de enero, el Loira comenzó a crecer anegando las tierras y los campos. El hambre se instaló entonces en toda Francia, puesto que la calamidad alcanzó a toda la población como en un efecto dominó. Y con la penuria vino la sospecha. Se decía que los aristócratas, y en concreto los allegados a María Antonieta, estaban acaparando trigo para especular con él a costa de los más pobres. Crecía el malestar y, aunque a principios de 1789 la enorme mayoría de los franceses veía aún a Luis XVI como el padre–rey que les ayudaría a salir de la penuria, eran cada vez más numerosas las voces que se alzaban gritando que algo había que hacer.
***
Y se hizo, o al menos se intentó. «A grandes males, grandes remedios», debió de decir el Rey, puesto que, en enero de ese mismo año, convocó los llamados Estados Generales. Con este nombre se denominaba antiguamente a la reunión en asamblea de los tres estados del reino: la aristocracia, el clero y el Tercer Estado o pueblo llano. Dicha asamblea no se convocaba más que en momentos de especial urgencia y no se había reunido desde 1614, cuando la minoría de edad de Luis XIII aconsejó hacerlo. Hay que decir que, ya en aquella lejana ocasión, la Asamblea demostró su mayor debilidad: la incapacidad de los tres estamentos para ponerse de acuerdo. Aun así, y a pesar de sus inconvenientes, en 1789 la situación política y económica era tan apurada que se decidió reunir a los tres estados. Lamentablemente, los sucesos revolucionarios posteriores fueron tan dramáticos que han logrado hacer olvidar la magnitud del experimento que tendría lugar en Francia desde la convocatoria de los Estados Generales hasta el mes de mayo de 1789, cuando éstos abrieron sus puertas. Durante ese tiempo, en una acción sin precedentes en Francia y también en el mundo, los representantes de los tres estamentos confeccionaron cincuenta mil cahiers u hojas de petición con propuestas sobre cómo y qué había que modificar para mejorar las viejas estructuras del país. Un ejercicio de voluntad popular completamente desconocido hasta entonces en la Historia.
VAMOS A CAMBIAR FRANCIA PARA CAMBIAR EL MUNDO
Tal como era previsible en un país con tanta ansia de cambio, los cahiers se convirtieron de inmediato en uno de los temas favoritos de conversación en los salones de la época. Mis dos amigos más… cercanos, digamos, Alex Lameth y Félix Lepeletier, gustaban discutirlos a todas horas, incluso durante nuestros paseos más agradables. «Comprenderás, Thérésia», me decían. Y aquí debo hacer un pequeño inciso para explicar el porqué de esta forma de llamarme. A mí siempre me ha gustado pronunciar mi nombre, Teresa, así, en español, y no Thérèse, Titi o Theté ni ninguno de sus diminutivos en francés. Y es que, al igual que me esforcé en conservar a lo largo de toda mi vida un suave acento castellano, me empeñé también en mantener mi nombre con su sonido original. Pero la lengua de los franceses es poco dúctil a los sonidos de mi tierra, y lo más cerca que logré que llegaran mis amigos parisinos a su pronunciación fue a este extraño Thérésia o, en el mejor de los casos, Thérisia. Hasta el momento sólo mi amado Laborde había logrado domeñar su dulce lengua para que mi nombre sonara en sus labios tal como yo deseaba.
— Has de saber, Thérésia–me dijo pues mi amigo Alex Lameth mientras paseábamos por el Palais Royal-, que he decidido junto a otros amigos colaborar en la redacción de un cahier. Hay tantas cosas que cambiar en este caduco país que lo mejor es hacerlo a fondo.
— Vamos–le interrumpió mi otro amigo, Félix Lepeletier, con claro desdén-, ahora me dirás que estás pensando unirte a esos estrafalarios caballeros que pretenden afiliarse no al Primer Estado de los nobles, tal como les corresponde, ¡sino al del vulgo del Tercero!
Caminábamos, como digo, por los jardines del Palais Royal y yo me interesaba en sus conversaciones políticas pero sólo a medias. Hacía una tarde gloriosa de primavera y mi curiosidad iba por otros derroteros. Como, por ejemplo, por conocer algunas de las nuevas atracciones que recientemente habían llegado al Palais y de las que se hacían eco todas las publicaciones mundanas.
Debo apuntar, por si no lo he dicho antes, que el Palais Royal era uno de los lugares más curiosos y estrafalarios del París de entonces y también, sin duda, el más espectacular centro del placer y de la política en toda Europa. Fue el duque de Orléans, el mismo que, una vez iniciada la Revolución, firmaría la muerte de su primo Luis XVI y al que la historia recuerda con el muy revolucionario nombre de Philippe Égalité, quien abrió sus jardines y galerías al público. Y hay que decir que fue la combinación del talento empresarial del entonces duque con su pródiga, por no decir manirrota, forma de ser la que había logrado crear aquella hermosa fantasía.
Se trataba de una curiosa mezcla de espectaculares jardines con cafés, teatros y tiendas que se alternaban con antros de mucha más dudosa actividad. Una larga galería conocida como Camp des Tartares, por ejemplo, albergaba tanto a prostitutas como a ladronzuelos, y sin embargo era, a su vez, lugar de paseo reservado a grandes damas y elegantes caballeros. En realidad, dependiendo de a qué hora se visitara dicha galería, podía uno topar bien con un tipo de público, bien con otro. Lo más curioso de este lugar era la posibilidad de maravillarse ante una increíble galería de «monstruos» que allí se exhibían. Como el hombre–masa, un alemán de cerca de doscientos kilos que podía verse encerrado en una jaula, o la Belle Zulema, una momia que, según se contaba, tenía más de tres mil años. Por unos sous o céntimos podía el curioso visitante acercarse a comprobar cómo su maravilloso y desnudo cuerpo estaba en perfecto estado de conservación, tal como si acabara de exhalar su último suspiro. Yo sabía por Félix que la Belle, a pesar de su increíble aspecto, no era más que una figura de cera, pero el resto del público lo ignoraba y solía incluso derramar unas piadosas lágrimas ante tan serena belleza. Y es que este tipo de esculturas «casi vivas» hacía furor en el París de entonces. Por otro puñado de sous, el público podía admirar también la fiel réplica en cera de la familia real ricamente ataviada y tomando el té en Versalles; o la imagen de otros personajes muy conocidos de la sociedad de entonces, como nuestro amigo el marqués de La Fayette fumando una entonces muy extraña pipa traída de las Américas.
Recuerdo incluso un día en que allí mismo, en el Palais Royal, Félix me presentó a una amiga suya, una mujer extremadamente tímida, de nombre Marie, que más tarde pasaría a la posteridad como madame Tussaud. En aquellos años se la conocía por su nombre de soltera, Marie Grosholz, y trabajaba a las órdenes del señor Curtius, un médico que era dueño de aquellas figuras casi vivientes. A pesar de su timidez, Marie era ya entonces profesora de dibujo de madame Élisabeth, hermana del Rey, lo que, por cierto, al llegar la Revolución le traería serios, por no decir terribles, problemas: encarcelada por realista en los años noventa, se le encomendó la lúgubre tarea de hacer máscaras mortuorias de las cabezas–a menudo de sus amigos–recién cortadas por la guillotina. Afortunadamente, esta fúnebre maestría suya le permitiría años más tarde abrir un museo de cera en Londres con su nombre, que, según me dicen, se ha hecho muy famoso.
El Palais era también el lugar preferido de los oradores. Subidos a una silla, otros a una mesa, se dirigían a las masas hablando de política con voz vibrante y verbo escogido. Fue ahí donde tuve la ocasión de reparar en un joven de rostro pálido, ojos profundos y hermosos cabellos largos y sin empolvar. Según me contó Félix se llamaba Camille Desmoulins y había comenzado a labrarse un nombre entre los partidarios de las reformas. Su padre, que no contaba con muchos medios económicos, había hecho esfuerzos por enviarlo al Lycée Louis–le–Grand de París con la esperanza de que más tarde estudiara leyes, pero a él le atraía más el mundo de la palabra y de la oratoria. ¡Y qué bien hablaba! Recuerdo haberme quedado extasiada oyéndolo desgranar uno de sus discursos.
— ¡Escuchad, escuchad, desde París a Lyon, Ruán y Burdeos, Calais y Marsella! De un confín a otro del país un grito universal se oye: ¡todos quieren ser libres!
Eso dijo y, a continuación, demostrando que era una criatura impulsiva que obedecía a los mandatos de la naturaleza y no a los de la cultura, se volvió hacia las ramas de un castaño cercano y exclamó «¡Adelante!» al tiempo que arrancaba un puñado de hojas del árbol. «¡Hagámonos todos con ellas unas escarapelas del color de la esperanza!».
Me pareció tan apuesto en esa actitud y tan bellas eran sus palabras que sentí un delicioso estremecimiento que recorría mi cuerpo. Si así son los nuevos hommes politiques, yo también deseo vibrar con ellos, me dije, al tiempo que hacía votos para que algún día mi camino volviera a cruzarse con el de aquel joven.
***
En el Palais Royal se podían ver también diversas obras de teatro y espectáculos de todo tipo. Estos establecimientos eran, además, el lugar ideal para constatar el cambio vertiginoso de las modas. Y el más notable por aquellas fechas no concernía tanto a la moda femenina como a la masculina. Muy a mi pesar, porque yo era admiradora de una cierta riqueza o al menos de una cierta imaginación en el vestir, y los caballeros ahora se vestían… como cuervos. O al menos eso parecía.
— No lo entiendo, Blondinet–le dije ese día a Félix mientras paseábamos del brazo por el Palais. Era tan rubio y apuesto mi amigo que yo lo llamaba así, Blondinet-. Sí, tesoro–continué-. Para mí es un misterio que prefieras usar esas levitas negras y medias retintas antes que los trajes de raso bordado que llevabas hasta hace muy poco. No te voy a querer nada vestido de modo tan fúnebre, no te mereces ni un beso.
A Blondinet normalmente le encantaban esos tontos reproches infantiles míos hechos medio en broma medio en serio, pero esa vez ni se rió. Debía de tener la cabeza en otra parte, por lo que me vi obligada a insistir.
— Y tampoco estoy muy contenta con nuestras conversaciones. ¿Acaso creéis Lameth y tú que vengo a pasear por el Palais para que me habléis de política? ¿Qué pensáis, que pueden importarme esos cahiers de los que todo el mundo habla y que ni siquiera sé qué son?
Dije esto mientras miraba de reojo a mis amigos, y me di cuenta de que sus rostros no reflejaban ni la menor sombra de las sonrisas que normalmente solían alumbrarlos. Había, es cierto, una indudable excitación en ellos, pero ésta no parecía tener nada que ver con mi persona.
Mis admiradores más generosos, cuando hablan de mí, suelen atribuirme una inteligencia rápida y una visión bastante acertada de todo lo que se avecinaba en Francia. Yo agradezco sus halagos, pero debo desdecirlos. No creo tener la inteligencia tan aguda como la de otras mujeres notables de mi época. Desde luego, no poseo la de Germaine de Staël; ni siquiera la de madame Roland, futura alma de los girondinos, pero tengo en cambio eso que llaman instinto. Un sexto sentido animal, diría yo, para detectar, por ejemplo, cuándo cambian los vientos. Y sin duda eran muchos los vientos que estaban comenzando a rolar en aquella primavera de 1789. Por eso, esa tarde, mientras paseábamos por el Palais Royal, al ver la expresión de mis dos amigos decidí de pronto dejar a un lado las coqueterías banales que tan buenos resultados me habían dado hasta entonces con los hombres (y que tan buenos dividendos me iban a procurar también más tarde, dicho sea de paso) y cambié de estrategia. Si los tiempos requerían hablar de política, hablaría de política, ¿por qué no?
— Cuenta, tesoro, explícame bien qué son esos cahiers y por qué no se habla de otra cosa en toda Francia. ¿Es verdad que la convocatoria de los Estados Generales está motivada por los enormes dispendios de la corte? ¿Una vez más la culpa de todo la tiene Madame Déficit?
— Si por Madame Déficit te refieres, como hace todo el mundo, a la Reina, la respuesta es no–me contestó Félix aún muy serio-. Si por el contrario te refieres a la situación económica del país, la respuesta es el sí más decidido. Es muy fácil, Thérésia, echarle la culpa de todo lo que pasa en Francia a l'autrichienne, y la mayoría de las personas que conocemos así lo hacen, pero sería bueno que esas mismas gentes supieran que…
— Pero con seguridad–le interrumpí yo–no son las personas como nosotros las que contribuyen a divulgar que la culpa de todo la tiene María Antonieta. En todo caso serán los otros, los miembros de ese Tercer Estado del que tanto se habla últimamente quienes así lo hacen.
— ¿Ves las personas que pasean por esta galería, Thérésia? ¿Has observado la extraña mezcla que forman? Por aquí pueden verse a marquesas que secretean junto a caballeros burgueses; burgueses que se ríen a carcajadas compartiendo platea con el pueblo llano en los teatros, y luego están las damas de la corte, entre las que ahora es moda hablar como pescaderas; o los médicos y abogados, que se visten como clérigos; y los clérigos, que parecen abogados…
— Sí–respondí yo, riendo-; incluso tú, Félix Lepeletier, vestido así todo de negro como un cuervo, pareces un chupatintas, por no decir algo peor.
— Es el signo de los tiempos, Thérésia. En Francia existen tres estados, pero ya no están claramente diferenciados como antes. Incluso una buena parte de los aristócratas del Primer Estado están pensando en pasarse al estado de gente común, para desde allí poder modificar mejor este viejo régimen que hace agua por todas partes. Son necesarios muchos cambios en el país y no se puede confiar ni en el Primer Estado ni en el Segundo, esto es, ni en los aristócratas ni en los curas, para que lo hagan. Somos cada vez más los que creemos que sólo será posible reformar Francia desde el Tercer Estado.
***
Yo entonces no entendí a qué se refería con esas palabras ni por qué los nobles iban a renunciar a sus privilegios para alinearse junto al pueblo llano. Más tarde aprendería que muchos de esos nobles que presumían de avanzados eran los que más abogaban por renovar las viejas estructuras y lo hacían con mucha más insistencia que las clases inferiores. Deseaban reformar la educación, por ejemplo; también conseguir la igualdad de todos ante la ley, suprimir la censura y las tan arbitrarias lettres de cachet. Incluso la mayoría, y a pesar de que en principio la medida parecía ir en contra de sus intereses, abogaba por cambiar todo lo referente a temas fiscales. Según ellos, había que racionalizar la imposición y recaudación de impuestos de los que esos mismos nobles estaban exentos. Impuestos que, en gran parte de Francia, se cobraban de forma ineficaz y sobre todo fraudulenta por parte de recaudadores privados. Por lo visto, el Rey había intentado cambiar estas viejas estructuras desde hacía años, pero a finales de los ochenta la impopularidad del Gobierno era tal que ya no podía capitanear dichas reformas.
Aun así, o tal vez precisamente por eso, el deseo de cambio era tan generalizado que todos dieron la bienvenida a la convocatoria de los Estados Generales como modo de lograrlo. En realidad, en el año anterior al estallido de la Revolución, Francia entera estaba de acuerdo en que la única solución era recurrir a una gran asamblea, y por eso en todo el país había comenzado una actividad febril para redactar aquellos famosos cahiers con sus propuestas sobre qué había que cambiar en Francia. Lamentablemente, y como han señalado todos los estudiosos de este período, cuando son muchas y de distinto signo las fuerzas que desean un cambio a veces todo salta por los aires. Los ingleses, por ejemplo, hacen un bonito juego de palabras para explicar las causas del estallido que estábamos a punto de vivir en Francia; ellos dicen que «anger and hunger» fueron la causa del comienzo de la Revolución: «Enojo y hambre». El enojo era el de todos los que no se ponían de acuerdo sobre cómo cambiar las cosas; el hambre, la que sufrían innumerables franceses después de las penurias vividas por las heladas, las riadas y las sequías.
Así, en los primeros meses de 1789, mientras los reformistas escribían sus cahiers discutiendo sobre si la culpa de todos los males la tenían unos u otros, galgos o podencos, comenzaron a producirse a lo ancho y largo del país distintas revueltas. En abril y mayo, por ejemplo, tuvieron lugar varios ataques a los carromatos que transportaban el grano, lo que a su vez produjo más escasez y hambruna. En París, por su parte, se produjeron unos altercados que acabaron con decenas de muertos y un número aún mayor de heridos. Tal era el estado de cosas, que lo sucedido a continuación en junio y julio fue, si no inevitable, al menos previsible.
Cuentan que en la apertura de los famosos Estados Generales y al no ponerse de acuerdo los distintos miembros sobre la forma en que habían de efectuarse las votaciones, el Tercer Estado se constituyó en Asamblea Nacional, esto es, se separó de los otros dos estados para actuar por su cuenta. En los días siguientes, además, diversos miembros reformistas del Primer y del Segundo Estado decidieron unirse a ellos. El Rey entonces reaccionó con dureza prohibiéndoles la entrada al lugar de reunión, lo que tuvo como consecuencia que los expulsados decidieran congregarse aparte, en un local en el que se jugaba a la pelota. Allí, bajo la presidencia del astrónomo Jean Sylvain Bailly, los delegados rebeldes se comprometieron a no disolverse hasta dar a Francia una Constitución. La posteridad conoce este hecho como el juramento del juego de Pelota.
— ¡Y deberías haber visto lo que fue aquello, Thérésia! ¡La esperanza y la ilusión brillaban en los ojos de todos nosotros, los reunidos en aquella sala sin distinción de clase ni de creencias! Sí, codo con codo, unos y otros, unidos todos por una misma convicción, por un mismo entusiasmo. Éramos multitud, pero seremos aún más de día en día. ¡Francia ha cambiado, Francia es otra!
Estas palabras, y otras con las que se describía lo ocurrido en tan históricos momentos, las pronunciaron Lameth y Lepeletier apenas unos días después de nuestro paseo por el Palais Royal. Nos encontrábamos esta vez en nuestra casa campestre de Fontenay–aux–Roses, merendando sobre la hierba. Yo había hecho traer de la ciudad un nuevo invento, una máquina que hacía helados a base de revolver leche con vainilla sobre un recipiente lleno de hielo picado, lo que era un lujo caro puesto que había que traer el hielo de las nieves perpetuas y con mil precauciones. Mis amigas y yo nos habíamos puesto para la ocasión nuestros mejores vestidos de muselina y los más hermosos sombreros de paja, pero nuestros acompañantes masculinos no parecían apreciar tan hermosos detalles. Hasta Blondinet tenía la cabeza muy lejos de mí en esos momentos. ¿Y Lameth? Peor aún. Según me dijo en un aparte en que intenté tomarle de la mano, muy pronto Félix y él tendrían que dejar de acudir a mis reuniones porque era mucho y muy trascendente lo que estaba ocurriendo en París.
— Así que todo esto ha empezado porque os reunisteis a jugar a la pelota–comentó Marianne Calmet intentando fingirse interesada. Mi amiga Marianne siempre había tenido un talento innato para robar la atención de los hombres de temas tediosos y devolverlos al delicioso terreno del flirteo-. Con lo que a mí me gusta el juego de pelota… ¿Puedo ir con vosotros la próxima vez? — insistió acompañando la petición con la que a mí me pareció la más adorable e incitadora de las sonrisas.
Pero ni Félix ni Alex ni ninguno de los otros caballeros presentes parecieron siquiera oírla. Hablaban entre ellos, se robaban la palabra:
— Y lo peor de todo–decían–fue la orden del Rey de mandar a sus guardias de corps para que disolvieran violentamente la reunión. Lo único que consiguió con esa medida fue que varios de nosotros, con La Fayette a la cabeza, nos opusiéramos espada en mano. Daría cualquier cosa por ver la cara que puso el monarca allá en Versalles al enterarse de la noticia. ¿Qué habrá dicho ese gordinflón que ni siquiera es capaz de poner orden en su casa y hacer callar a su mujer? Y por cierto, ahora que la mencionáis, ¿cómo creéis que habrá tomado Madame Déficit los recientes acontecimientos?
— Yo–intervino Marianne con calor–ignoro qué habrá hecho o dicho Madame Déficit, pero sí os puedo decir qué habría hecho yo en su lugar: urgir a mi marido a hacerse respetar. No parece buen síntoma eso de que los nobles, espada en mano, impidan a la guardia real realizar su cometido, aunque éste sea dispersar a los miembros del pueblo llano. Dios mío, ¿qué puede ocurrir a continuación?
— Pues os diré lo que ya ha ocurrido–respondió Blondinet-. Ni más ni menos que lo siguiente: una cincuentena de nosotros, entre los que están todos vuestros amigos, hemos seguido los pasos del duque de Orléans para unirnos al Tercer Estado.
¿Unirse al duque? Mis amigas y yo nos miramos sorprendidas. Todas conocíamos bien a Orléans: era el primo díscolo del Rey, el dueño del Palais Royal, el centro del París frívolo. Pero la más sorprendida era Marianne.
— Supongo que es una broma–dijo-. ¿El duque de Orléans con el pueblo llano? ¿No le basta con el dinero que gana con su galería de monstruos, con sus «bellas momificadas» y con sus figuras de cera, que también quiere «cambiar» Francia?
— A mí no me sorprende tanto su actitud–intervino Claire, otra de mis amigas.
Claire era callada y bella, apenas intervenía en las conversaciones. Por eso todos se volvieron a escuchar lo que decía.
— En realidad, hace tiempo que el duque juega a ser reformista. Su Palais alberga mucho más que monstruos de feria y bellas momificadas. ¿Acaso no oyen allí encendidos discursos a cargo de gentes como Camille Desmoulins y su amigo Danton?
— Tiene razón Claire–apuntó Marianne mirando a Blondinet y luego a Lameth-. Realmente, no entiendo lo que está pasando cuando incluso el propio primo del Rey se apunta al Tercer Estado. ¿Me podéis decir qué significa todo esto? ¿A qué jugáis todos vosotros?
No fue bienvenida su pregunta. Nuestros dos amigos empezaron a alternarse hablando con una vehemencia que, hasta hacía muy poco, sólo ponían en sus juramentos de amor eterno. En cambio, ahora hablaban de otras pasiones, de libertad, de fraternidad, de la necesidad de proclamar a los cuatro vientos que todos los hombres, sin importar su cuna, eran iguales. Hablaban de proclamar los Derechos del Hombre tal como habían hecho los patriotas en América. Hablaban por fin de la absoluta necesidad de sacar a Francia de la situación en la que estaba. Y, según ellos, si los cambios necesarios no podían llevarse a cabo de forma pacífica, entonces no habría más remedio que hacerlos por la fuerza.
— ¿Y qué quiere decir exactamente hacerlo por la fuerza? — preguntó Claire, dirigiendo sus palabras primero a Blondinet y luego, al no recibir respuesta, a Alexandre, pero ni uno ni otro nos escuchaban. Para ellos, en ese momento no éramos más que tontas mujeres que, como todas, no entendíamos ni sabíamos nada, y menos de política.
***
Aquella tarde, sobre la hierba de mi bello jardín de Fontenay–aux–Roses, quedaron los restos de nuestra merienda sin que nadie se tomara la molestia de mandar a recogerlos. Los recipientes que habían contenido el helado de vainilla, las cestas adornadas con grandes lazos azules en las que se habían servido los panecillos calientes y los bizcochos, también los vinos dulces de Málaga con los que yo solía obsequiar a mis invitados… Sí, todo quedó allí a merced de las hormigas y casi sin catar. Anochecía. Marianne, Claire y yo alisamos nuestros vestidos de muselina y recogimos nuestros sombreros de paja. Los hombres se habían marchado ya dejándonos atrás. Se habían alejado departiendo, gritando casi, de modo que durante un rato algunas palabras sueltas llegaban aún a nuestros oídos. Palabras como «impuestos», como «reformas» o como «fraternidad». Pero nos llegaban también otras palabras no tan hermosas aunque igualmente entusiastas que las anteriores, como «insurrección», «venganza» o «sangre». Era el 13 de julio y hacía mucho calor en París. Aunque no tanto como haría al día siguiente, 14 de julio de 1789.
II
LA MÁS BELLA REVOLUCIÓN
EL ORINAL DEL MARQUÉS DE SADE Y LA TOMA DE LA BASTILLA
Según me contaron mucho más tarde, diez días antes de la toma de la Bastilla Donatien Alphonse François, marqués de Sade, se encontraba mirando a través de un ventanuco de su celda en la fortaleza de la Bastilla hacia abajo, hacia la calle de Saint–Antoine. Y lo hacía prestando especial atención al ir y venir de los parroquianos, al bullicio de las gentes y a un inexplicable ambiente tenso como el que antecede a una tormenta. Sabido es que las noticias alarmantes viajan veloces y son capaces de atravesar incluso los muros más inexpugnables. Tan infranqueables como los que rodeaban aquella vieja fortaleza que había sido construida en el siglo XIV y en la que, según se rumoreaba, «desaparecían personas sin aviso para nunca más ver la luz del sol».
Sin embargo, en su espaciosa celda del último piso, el avejentado marqués de cuarenta y nueve años sonreía. Estaban sucediendo cosas en París. Cosas que le agradaban sobremanera. Días antes, y según sus noticias, una muchedumbre enfebrecida había tomado violentamente el monasterio de Saint–Lazare, que era no sólo una prisión, sino también un depósito de grano que, tal como se decía entonces, estaba regentado por una pandilla de monjes obesos, licenciosos y también avaros.
Por todas partes había pillajes y revueltas, y el ayuntamiento acababa de crear una milicia ciudadana de unos cuarenta y ocho mil hombres para hacer frente a dichos disturbios. Estos hombres, a pesar de su inexperiencia y falta de instrucción, formaban una fuerza lo suficientemente grande como para llevar a cabo un doble cometido: por un lado, domeñar en lo posible la violencia de las masas y, por otro, neutralizar cualquier intento de injerencia o represión violenta por parte de los militares del Rey. Como es natural, esta nueva fuerza llamada «del pueblo» necesitaba tener algún distintivo que la identificase, pero, como todo se había hecho con muchas prisas, no se pudo improvisar para sus miembros un uniforme adecuado. Por eso, y para distinguirles, se había instaurado el uso de escarapelas. ¿Y qué color elegir? Primero se pensó en el verde, color de la esperanza, pero inmediatamente hubo que descartarlo. Verde era el color del conde de Artois, el hermano del Rey, cada día más impopular. Mejor era usar los colores de París, el rojo y el azul. Daba la casualidad de que éstos eran también los colores del duque de Orléans, pero ¿acaso el duque no era uno de ellos, uno más del pueblo? ¿No se había alistado en las filas del Tercer Estado y permitía que en su Palais Royal se vendieran todo tipo de escritos libertinos que desvelaban los desmanes del Rey y de la autrichienne? Además, como había dicho un par de días atrás Camille Desmoulins, uno de los muchos patriotas que enardecían a las masas desde improvisados púlpitos ciudadanos en el Palais: «El azul representa el celestial color de la futura Constitución, y el rojo, la sangre que se ha de derramar para alcanzarla».
El marqués de Sade sonríe. Su abnegada esposa, que lo visita cada semana desde que lo encerraron allí años atrás (por petición de la propia familia, dicho sea de paso, cansada de aguantar sus excentricidades malvadas), está muy asustada con lo que ve y oye en las calles. Así se lo dice a su marido: «Por todos lados se oyen gritos de furia y amenazas de llevar a los enemigos de la libertad á la lanterne». El marqués lleva cinco años en la Bastilla gracias a sus conocidas andanzas y crímenes nefandos, pero conoce bien el significado de esa expresión. La oye gritar a menudo a través de la ventana antes de que la masa se enardezca del todo y acabe colgando a algún desgraciado de una lanterne; es decir, de una farola. También sabe que hay rumores de que esa prisión en la que él está encerrado será el próximo objetivo de los revoltosos, porque se la considera un símbolo del despotismo del régimen, un signo del oprobio realista.
Desde luego, no es agradable ser un prisionero, pero Sade no puede decir que haya estado precisamente incómodo en su involuntaria residencia. El gobernador de la Bastilla, el señor de Launay, tiene asignadas unas cantidades bastante holgadas para el cuidado de cada prisionero: quince libras por día para los de alto rango, nueve para los burgueses, tres para los del pueblo llano, y nada menos que diecinueve libras para «los hombres de letras», como es el divino marqués. Aun descontando lo que el gobernador sisa aquí y allá, las cantidades son considerablemente más altas que las que recibe gran parte de la población de Francia, ahora en situación de mera subsistencia.
Tampoco se puede decir que el acomodo en la tan denostada Bastilla sea malo. Sade se ha traído consigo todo un ajuar para sentirse casi como en su propia casa: un escritorio, un tapiz con que alegrar las oscuras paredes, un armario de dos puertas, un tocador con sus aparejos de aseo, un vestuario completo, incluido un frac y una bata de pelo de camello; también una selección de sombreros, su propio colchón, varias almohadas de plumas y tres fragancias: agua de rosas, agua de azahar y eau de Cologne con las que rociarse él y con las que perfumar la multitud de velas y lámparas de aceite que alumbran la estancia. La luz es importante porque Sade cuenta en su celda con una vasta biblioteca de ciento treinta y tres volúmenes. Luego están, también para su solaz, las partidas de cartas que se organizan entre presos y sus carceleros, así como los concursos de billar que duran hasta altas horas de la madrugada. El famoso marqués tiene derecho, además, a tomar el aire desde las almenas de la torre todos los días (aunque es preciso señalar que un mes antes de los acontecimientos que narraré a continuación se le había castigado sin paseos. ¿La razón? Su desagradable costumbre de gritar procacidades y palabrotas a los viandantes, amén de tirarles piedras o el contenido de su orinal).
Sí, a grandes rasgos, así era por dentro la vida en aquel baluarte de las peores injusticias del Ancien Régime, ese símbolo de la opresión despótica que fue tomado el 14 de julio de 1789 por el pueblo de París.
Mucho se ha especulado sobre las razones por las que se eligió la Bastilla como objetivo. Unos dicen que fue porque se pensaba encontrar allí un polvorín, otros porque se había corrido la voz de que, tras sus muros, malvivían miles de prisioneros encerrados por diversas injusticias. Hay que decir que a esta impresión contribuyó bastante el divino marqués en sus últimos días de estancia entre aquellas paredes: enterado por su esposa de que el ambiente en las calles era altamente inflamable, Donatien Alphonse dedicó los días finales de su cautiverio a soliviantar a las masas desde su ventana. Puesto que le habían prohibido sus salutíferos paseos por las murallas, con la pericia artesanal que se desarrolla en las cárceles se confeccionó un amplificador de voz o trompeta. Lo hizo utilizando un viejo orinal al que añadió un tubo. A intervalos regulares, como quien da un parte de guerra, el divino marqués se dedicaba a «informar» a los viandantes de lo que ocurría dentro de aquellas murallas. A ratos gritaba que «el gobernador planeaba masacrar a todos los prisioneros»; a otros que «en ese mismísimo instante estaban siendo degollados cuarenta inocentes», que «el pueblo debería liberarlos antes de que fuera demasiado tarde» y cosas por el estilo.
En tal estado de excitación y demencia se encontraba el literato, que el gobernador, apenas unos días antes de la toma de la Bastilla, decidió trasladarlo al manicomio de Charenton, donde, según parece, siguió chillando y protestando contra «la indignidad que significaba haber sido encerrado allí junto a tanto lunático y epiléptico».
***
Si los embustes que Sade gritaba con ayuda de su trompeta–orinal días antes de la toma de la Bastilla contribuyeron decididamente a incrementar la furia popular, yo no lo sé. Lo que sí sé es que la mañana del 14 de julio Bernard–René Jourdan, marqués de Launay, gobernador de la Bastilla, tenía serias razones para estar inquieto. Se pensaba que aquél era el último bastión de la autoridad real que quedaba en París. Y es que, según las noticias que recibía el gobernador, por un lado, el barón de Besenval, responsable del mando militar realista de París, acababa de evacuar prácticamente todo el centro de la ciudad y, por otro, el comandante de Les Invalides había enviado a Launay para que guardara en la Bastilla doscientos cincuenta barriles de pólvora por considerar esa fortaleza «el lugar más seguro».
Este hecho resultaría decisivo. Apenas unas cuantas horas después de que un número indeterminado de civiles, incluidos mujeres y niños, junto con no pocos militares desertores de la Guardia Francesa, comenzaran a reunirse ante las murallas de la prisión, la cabeza ensangrentada de Launay era paseada en una pica por las calles de París entre gritos de júbilo y cantos populares.
Antes de esto, la gente había procedido a liberar a todos los prisioneros que encontraron dentro de la Bastilla. Y «todos» resultaron ser sólo siete. De ellos, uno era un conde encarcelado como Sade a petición de su propia familia por sus actos libertinos; cuatro eran falsificadores, y los dos restantes perturbados mentales: he ahí lo que los ciudadanos de París encontraron realmente tras las murallas de aquel terrible bastión del despotismo real. Aun así, este pequeño detalle de la falta de prisioneros no opacó en absoluto la alegría popular, y lo que faltaba de veracidad lo puso la imaginación: ya que apenas había presos y no se encontraron tampoco las esperadas salas de suplicio ni implemento alguno que pareciera de tortura, los libertadores de la Bastilla procedieron a pasear como «instrumentos de castigo» la rueda dentada de una prensa de aceite y una herrumbrada armadura del siglo XII que adornaba las escaleras.
***
Por otro lado, como ya he apuntado en un capítulo anterior, la noche del 14 de julio, y ajeno a la trascendencia de todo lo que acababa de ocurrir, el buen rey Luis en su diario privado y como comentario del día escribió sólo una palabra: rien. Y yo, por mi parte, en mi casa de Fontenay–aux–Roses, a escasas leguas de París, me fui a dormir muy enfadada con mis dos amigos, Félix y Alex, por haber arruinado mi merienda campestre. Era el inicio de la Revolución francesa, pero (casi) nadie se dio cuenta. Y es que entre los revoltosos que tomaron la Bastilla no estaban, desde luego, los nobles que habían decidido afiliarse al Tercer Estado, ni por supuesto Alexandre Lameth ni Félix Lepeletier. Tampoco ninguno de mis dos amigos estaría entre aquellos que ahorcaron a Foullon de Doué, controlador general de finanzas, colgándolo de la lanterne los días siguientes, y sin embargo, lo cierto es que, sin saberlo, tanto Blondinet como Alex, como todos los demás reformistas, acababan de firmar un invisible pacto con los revoltosos. Más tarde se diría que un solo vistazo a la actitud de ese nuevo aliado debería haber bastado a los seguidores de La Fayette, a mis amigos y al resto de los reformistas para darse cuenta de que aquella masa enardecida era algo más que un simple ariete que utilizar a conveniencia contra el poder real y que, tarde o temprano, acabarían reclamando los derechos que creían haber adquirido con su lucha callejera. Sin embargo, en ese momento, los reformistas no veían nada de todo esto y se consideraban vencedores de jornada tan singular.
Por su parte, el Rey, tras la toma de la Bastilla, se vio obligado a colocar a Bailly, el cabecilla del juramento del juego de Pelota, en el cargo de alcalde, y a La Fayette en el de comandante de la Guardia Nacional, un cuerpo que, a partir de ese momento, pasó por cierto a vestir los nuevos colores del pueblo: rojo, blanco y azul. De ahí en adelante, tanto Luis XVI como su familia tuvieron que aceptar además el uso de la escarapela tricolor, símbolo de los nuevos tiempos. El Rey se vio conminado a lucirla en su sombrero en los actos públicos, y María Antonieta, por su parte, en el tocado o en el pecho. Acababa de nacer así una nueva era para Francia y, al menos en apariencia, todo el mundo le daba la bienvenida. Eran días de gran júbilo.
DANZANDO AL BORDE DEL PRECIPICIO
La toma de la Bastilla no impidió, desde luego, que la buena sociedad continuara con sus fiestas. Es cierto que en ellas se hablaba ahora menos de amor y más de fraternidad, menos de placer y más de igualdad, menos de liberalidad y más de libertad, pero aparte de estos detalles, apenas se notaron cambios. Mi marido, Jean Devin de Fontenay, por ejemplo, continuó con su rutina de jugar a las cartas, y yo con la mía de brillar en los salones. Y es que por aquel entonces mis fiestas comenzaron a hacerse famosas en París. No sólo por las personas que a ellas acudían, sino sobre todo por mis cuidadas mises en scéne. La expresión puede ahora parecer frívola y baladí, pero desde luego en aquella época era algo de suma importancia puesto que la Revolución francesa fue, además de todo lo que ya sabemos de ella, un movimiento en el que la estética, la escenificación y, desde luego, la teatralidad jugaban un papel sumamente relevante. Así, hay que decir que, desde los primeros días de su triunfo, se comenzó a cultivar todo lo que tuviera un aire clásico que recordara a la antigua Roma, espejo en el que se miraban los revolucionarios. Entre los oradores en la Asamblea Constituyente, por ejemplo, se estilaba imitar a los tribunos romanos y declamar imitando sus poses, sus expresiones. Incluso muchos de ellos, como Mirabeau, comenzaron a recibir lecciones de actores famosos para dominar mejor la escena. Todos querían emular aquellos viejos y gloriosos tiempos pretéritos que se consideraban el cénit de la civilización y del progreso. Los escultores, por su parte, y también los pintores, como Jacques–Louis David, procuraban imitar la composición y los temas clásicos, como en aquel famoso cuadro, El juramento de los Horacios, que se convirtió en todo un símbolo de los atributos de la nueva era.
Yo, por mi parte, no tardé nada en sumarme a tan bella corriente estética y decidí hacerlo a mi modo. Por eso, a partir del verano de 1789, los invitados a Fontenay–aux–Roses eran recibidos a la entrada de la casa por hermosas muchachas que les entregaban dos rosas rojas (el color de moda) en recuerdo del nombre de la propiedad, y también en recuerdo de la forma en que en Roma se recibía a los vencedores.
Mi marido, que pertenecía aún al Consejo del Rey, aunque éste ya no se reunía, observaba con cierta inquietud las nuevas tendencias estéticas, y no digamos las reformistas. No obstante, como nada hacía presagiar lo que se avecinaba, por esas mismas fechas pidió (y le fue concedido) el título de marqués. Cuando pienso que dicho título–tan deseado por él y también, por qué no decirlo, por mí–nos llegó el mismo año de la toma de la Bastilla, no puedo menos que sonreír, pero era un síntoma más de lo que estaba pasando en Francia. Por un lado, los primeros émigrés o nobles atemorizados por los recientes sucesos comenzaban a huir hacia la frontera y aconsejaban al Rey hacer otro tanto y, por otro, a Fontenay, un típico representante de la adinerada nobleza de segunda fila, se le otorgaba un marquesado.
Poco habríamos de disfrutar de tan antirrevolucionario título, pero, mientras, lo cierto es que yo me dediqué a presumir de él casi tanto como mi esposo. Con dieciséis años todo lo que adorna es bienvenido; además, tener un título entonces no era obstáculo para ser considerado al mismo tiempo reformista. Al contrario, cada vez era mayor el número de nobles que, como ya habían hecho mis amigos Lameth y Lepeletier, se unían al Tercer Estado para apoyar la creación de una futura monarquía constitucional con mi viejo conocido el señor Mirabeau como paladín.
***
Sin embargo, antes de hablar de este gran hombre y de sus frecuentes visitas a Fontenay–aux–Roses, me gustaría consignar un hecho importante en mi vida: el nacimiento de mi hijo Théodore, dos meses antes de la toma de la Bastilla. Por aquel entonces, los pasquines que se dedicaban a vilipendiar a María Antonieta se ocupaban también con frecuencia de mi humilde persona, y uno de ellos se hizo eco de dos rumores que corrían por ahí. Uno de ellos afirmaba que Fontenay no podía ser el padre de la criatura; el otro, que yo no prestaba atención alguna al recién nacido.
A esto he de decir que el primero de los rumores es completamente falso; el segundo, en cambio, me temo que es cierto. En cuanto a la primera acusación diré que ahora que han pasado casi cincuenta años y que vivimos tiempos más avanzados, la gente se sorprende cuando se le cuenta que las mujeres de finales del siglo XVIII no teníamos demasiada dificultad en evitar embarazos no deseados. Existían, naturalmente y tal como han existido siempre, hombres, y sobre todo mujeres, hábiles en practicar lo que antaño se llamaba «una limpieza». Me refiero a parteros y comadronas que lograban pingües beneficios extra librando a las poco precavidas muchachas de aquello que les resultaba un estorbo. Pero existían, además, métodos muy eficaces para evitar llegar a tan penosa situación. A precio más que razonable se vendían en las boticas del Palais Royal, por ejemplo, distintos preparados tanto preventivos como abortivos. Eran estos últimos unos bebedizos repugnantes que debían ser ingeridos no más tarde de veinticuatro horas después de l'act d'amour provocando una colosal turbulencia interior; pero de su eficacia no puedo dar fe porque tuve la fortuna de no necesitar de ellos. De los primeros en cambio sí puedo hablar, y antes que nada he de decir que su composición y forma de aplicarse eran temas habituales de conversación entre nosotras, las damas, cuando los caballeros estaban ausentes.
Bien conocidas por sus beneficiosos efectos eran, por ejemplo, las irrigaciones (siempre antes de l'act passionnel, naturellement) a base de vinagre de sidra o de jerez. Algunas damas aconsejaban el uso de preparados de limón mezclado con telaraña, o–más inmundamente aún–los de limón y vinagre mezclados con excremento de paloma, que tenían fama de ser infalibles. Yo, por mi parte, prefería el uso del vinagre de mi patria, pero debo decir que tuve suerte de contar con una protección adicional, proporcionada por mis partenaires, puesto que, tanto Félix Lepeletier como Lameth, eran fieles admiradores de ese famoso libertino conocido como Giacomo Casanova y utilizaban su «método». Y es que por aquel entonces se hablaba mucho de cierto artilugio usado por tan gran conquistador de damas y que había sido pergeñado por un higienista inglés de nombre Mr. Condom. Lo cierto es que yo, la primera vez que tuve que vérmelas cara a cara con aquel «método», no pude evitar un estremecimiento. Y es que éste consistía en que, en plena euforia, mi buen Blondinet o mi bello Alex debían detener l'act passionnel para colocarse una funda o vaina.
El espectáculo en sí era ya muy poco galante por lo difícil que resultaba ajustar a su membre viril aquel artilugio semitransparente, de textura gomosa y del color de la orina. Pero lo peor fue cuando me enteré por Blondinet de que dicha vaina estaba confeccionada con tripa de gato. «Vraiment! — le dije a Alex la segunda vez que intentó calzarse aquello mientras yo miraba al techo y contaba ovejitas-. ¡No me caen muy simpáticos ni tu ídolo el señor Casanova ni ese inglés, mister Condom! ¡C'est dégueulasse vuestro método!». Sí, en verdad era bastante repugnante aquello, sin embargo, Alex, que siempre estaba en competición con Blondinet para ser quien más me complaciera en todos los terrenos, me maravilló un día con una mejora sustancial en materia de vainas.
— ¿Ves? — dijo, enseñándome una cajita de metal bellamente labrada-. Éstos no son como los demás «artilugios».
Sacó entonces un monsieur condom de su cajita y lo puso en mi mano. Di un respingo, naturalmente, pero al punto noté que aquello tenía otra textura. Parecía menos rígido que los que usaba Blondinet, y de un color más claro.
— ¿Es un nuevo invento? — pregunté-. ¿Ya no tendrás que luchar tanto por enfundarte esta vaina? ¡Espero que hayan descubierto algún material más noble con que confeccionarlos que la tripa de gato!
Alex rió, tenía una risa deliciosa que siempre me hacía sentir la necesidad de besarle la nariz.
— Me temo–dijo–que la materia prima es la misma, querida mía, y la dificultad de colocación similar, pero estos «artilugios» tienen, al menos, un toque francés.
Entonces me explicó que el práctico invento de Mr. Condom que tanto había ayudado a popularizar el señor Casanova había sido mejorado sensiblemente por otro gran artista, monsieur Fargeon, maestro perfumero famoso por ser el proveedor de María Antonieta (de perfumes, se entiende). Por lo visto, tan gran artista había decidido aromatizar los «artilugios» con eau de citron, lo que les daba no sólo un perfume agradable, sino, lo que era aún más conveniente, una suavidad tanto más soportable para las damas.
— Ahora sólo me queda una duda–le dije a Alex-. ¿Esta funda de gato es de un solo uso, tesoro? Por lo que más quieras, júrame que sí.
Si he relatado estos detalles íntimos de mi vida no es, lo aseguro, por un malsano afán exhibicionista o impúdico. Me mueve tan sólo el deseo de contar una parte importante de la vida de las mujeres de entonces que rara vez sale a la luz. Temo por un momento que mi hija María Luisa, que es quien me ha empujado a escribir estas memorias, decida omitir las anteriores líneas para una eventual publicación una vez que yo haya muerto, pero aun así no seré yo quien se autocensure. Quede ahí pues mi testimonio; bien sabe Dios que cosas aún más indiscretas contaré más adelante. Aunque, al no ser de carácter moral o sexual, posiblemente pasen con más holgura por las horcas caudinas de la censura filial, siempre tan severa.
***
Sin embargo, no es de mi hija María Luisa, la menor de mis diez hijos, de quien toca hablar ahora, sino de Théodore, el mayor. Y si he contado con tanto detalle los métodos anticonceptivos que usábamos entonces es para afirmar con rotundidad que mon petit Théodore, nacido en 1789, era hijo de su legítimo padre. Jean–Jacques Devin de Fontenay, mi marido, a pesar de sus cada vez más largas partidas de cartas y de sus injustificadas ausencias de casa, seguía, por el momento, cumpliendo con sus deberes maritales. Tal vez no con la frecuencia de los primeros meses y, desde luego, no con gran entusiasmo, puesto que tenía otros lechos que le resultaban más acogedores que el mío, pero sí con cierta regularidad. Era hombre metódico hasta para eso, y nuestra nuit d'amour era los miércoles, la víspera del día en que se recibía en casa. Así, la poca pasión que sentíamos el uno por el otro quedaba compensada con alguna visita extramatrimonial del día siguiente.
Había, sin embargo, además de la habladuría infundada de que Théodore no era hijo de Jean–Jacques, otro rumor sobre mi persona que corría por ahí y que ya he apuntando someramente más arriba. Me refiero a mi indiferencia respecto del niño. Mucho me temo que, al contrario que el primero, éste sí esté fundado, y ahora que se acerca mi muerte y con ella el momento de dar cuenta de mis actos al Todopoderoso, los remordimientos no faltan. Valga pues esta confesión pública que me dispongo a hacer a modo de expiación de un pecado que, hasta mucho más adelante, jamás turbó mi sueño. Me gustaría añadir, sin embargo, que, salvo para las lenguas de doble filo, es posible que incluso a los ojos de algunos testigos más benévolos yo pasara entonces por ser una madre joven y charmante. Al fin y al cabo, cumplí, por ejemplo, más que con creces con esa sagrada tarea que la naturaleza impone a toda madre: amamanté a mi hijo y lo hice durante nada menos que siete meses.
Sin embargo, la verdad–y yo me he propuesto en estas memorias no faltar a ella, aunque me sea adversa–es que lo hice no por amor maternal, sino simplemente porque estaba de moda. Y es que, tras muchos siglos en los que las mujeres de clase acomodada recurrían a amas de cría para saltarse el latoso trabajo de la lactancia, llegó de pronto el señor Rousseau. Y ya se sabe el ascendiente que entonces tenía el filósofo sobre la conducta de toda la llamada buena sociedad. Parte de su teoría de la vida natural y del buen salvaje pasaba por propugnar el retorno a ciertas costumbres olvidadas o consideradas de la clase baja, como la lactancia materna. Por eso, aun antes de que la Revolución trajera modernos e igualitarios valores, ya las damas de la sociedad gentil se vanagloriaban de amamantar a sus hijos incluso muchos meses más allá del tiempo en que los niños cortaban los dientes. Y no lo hacían por amor materno, me temo, sino porque era bello, porque estaba bien visto, porque era natural. Incluso algunas solían amamantar a sus vástagos en público, como si hacerlo a la vista del mundo fuera aún más maternal. Yo, desde luego, no me conté entre ellas. La hipocresía puede ser el sano «tributo que el vicio rinde a la virtud», como dijo mi contemporáneo La Rochefoucauld, pero yo nunca he sido partidaria de tan resbaloso doblez.