Y yo, que en ese momento podía ver sobre nuestros cuerpos la sombra de la guillotina que entraba por la ventana para dibujar en ellos ese extraño tatuaje de muerte que los unía, lo besé también.

— Amándonos, amándote–correspondí.

***

A partir de ese día, todo lo que murmuraban las malas lenguas de mí comenzó a ser cierto: yo era ya a todos los efectos la amante del represor de Burdeos, del hombre que junto a su secuaces Ysabeau y el general Brune y en nombre de la Revolución encarcelaba, torturaba, guillotinaba, robaba. Sin embargo, antes de contar nuestra peculiar historia de amor es necesario una vez más que me detenga unos minutos para mirar atrás y explicar qué había pasado en Francia en los últimos meses.

El año 1793 en que aún nos encontrábamos había comenzado (y qué lejano parecía aquello) con la muerte de Luis XVI a mediados de enero. En ese mismo mes se declaró además la guerra a los ingleses y holandeses, que amenazaban nuestra gloriosa Revolución, y dos meses más tarde se hizo otro tanto, esta vez contra España. Junio de 1793 había traído la expulsión de los diputados girondinos del poder y, como consecuencia de ello, los levantamientos en toda Francia contra la autoridad de París. Julio, por su parte, la salida de Danton del Comité de Salvación, también el asesinato del extremista Marat a manos de Charlotte Corday y, por fin, la llegada al poder absoluto de Robespierre. En octubre se adoptó en toda Francia el calendario republicano, que marcó el comienzo de una nueva era y una más revolucionaria forma de contar el tiempo. Así, en el mes de octubre, ahora llamado Vendémiaire, arreciaron las detenciones y matanzas en las provincias rebeldes, mientras que el 25 del mismo mes fue testigo de la ejecución de María Antonieta, a la que se había acusado previamente, y entre otras cosas, de tener relaciones sexuales incestuosas con su propio hijo, de apenas ocho años.

Dos hechos notables más habrían de suceder antes de que finalizara el azaroso año de 1793. Por un lado, la reconquista de Toulon, que estaba en manos de los ingleses y que supuso una gran victoria para Francia; y por otro, el gesto del obispo constitucional de París, Gobel, de depositar sus insignias religiosas y reconocer que no existía, a partir de ese momento, otro culto que el de la Santa Igualdad. De ahí en adelante comenzaron a saquearse iglesias, se violaron, santuarios y en Lyon, por ejemplo, el ex seminarista Fouché, ahora representante en misión, organizó una cabalgata de asnos vestidos con ornamentos sagrados que fue muy celebrada por los sans–culottes.

Si me detengo a relatar estos detalles de profanación religiosa que sin duda poco pueden sorprender al lector a estas alturas, es para explicar cómo en toda Francia estaba naciendo una nueva divinidad que mucho habría de condicionar nuestras vidas y en particular la mía. Sucedió que, una vez consumado el derrocamiento de la antigua Iglesia de Francia, el pueblo comenzó a echar en falta algo que diera trascendencia a sus actos, tanto los cotidianos como los revolucionarios. Existía–hasta los más ateos se daban cuenta de ello–un vacío espiritual en la República que era necesario llenar de alguna manera. O dicho en otras palabras: había que buscarle un sustituto a Dios ahora que Dios había sido depuesto. Y a ser posible, éste debía, además, estar acorde con esa nueva era que ahora se abría para todos nosotros, en el año i de nuestra gloriosa Revolución.

En realidad, no hubo que pensar demasiado para encontrar al dios, o, mejor dicho, a la diosa ideal. ¿Acaso no estábamos en la época de la Razón?, pues he ahí nuestra divinidad, cavilaron sin duda los responsables políticos de París. Y si los franceses tenían dificultades para sustituir a Dios con algo tan inmaterial, tan vago y tan rationnel como dicha diosa, lo único que había que hacer era dotarla de la estética adecuada. ¿No era ésta la época de los decorados, de las representaciones y de las mises en scéne? Escenifiquemos pues, debieron de pensar nuestros responsables políticos.

Así, el 10 de noviembre (o 20 de Brumaire, según el nuevo calendario) se celebró en París, en la iglesia de Notre–Dame, la primera gran fiesta dedicada a nuestra nueva diosa. Una vez despojado el templo de todas sus imágenes y cuadros se procedió a levantar en el centro de la nave una bella montaña artificial con un sendero que serpenteaba hasta la cima y una inscripción en lo alto que rezaba: A la filosofía. A media cuesta, sobre un altar de reminiscencias griegas, ardía una gran antorcha de luz azulada, la antorcha de la diosa Razón, naturalmente. La ceremonia fue, según tengo entendido, tan solemne como impresionante. Al son de una música marcial, varias muchachas vestidas de blanco descendieron de la montaña, unas por la derecha, otras por la izquierda, para saludar a la antorcha antes de volver a subir a la cima. En ese momento apareció una bella mujer que encarnaba a la Libertad. Llevaba túnica blanca, manto azul y gorro frigio. En la mano portaba una pica y fue a sentarse en un trono de verde follaje. Después de presenciar cómo un coro de bellísimos adolescentes entonaba un himno patriótico, la diosa se levantó y, con gran majestuosidad, fue a saludar a la Convención, que, muy honrada por ello, procedió a hacerle un sitio entre sus miembros mientras el presidente le daba, en nombre de todos, un beso fraternal.

A partir de ese día, en toda Francia comenzaron a celebrarse ceremonias similares, puesto que, en tiempos de centralismo absoluto, lo que se estilaba en París rápidamente se convertía en moda, cuando no en imposición o tiranía en el resto del país. De ahí que poco después, y para celebrar la gran noticia de la toma de Toulon, nuestra ciudad de Burdeos se llenó de multitud de afiches en los que podía leerse:

AVISO A LOS CIUDADANOS

LIBERTAD, IGUALDAD

Toulon ha sido reconquistado; el inglés es vencido por todas partes y las armas republicanas son vencedoras en todo lugar. Los tiranos tiemblan, los patriotas deben alegrarse.

Conforme al decreto de la Convención Nacional, una fiesta cívica se celebrará el primer décadi (día que sustituye al domingo cristiano) en honor de la victoria obtenida por el ejército francés sobre los feroces ingleses y los pérfidos tuloneses… A mediodía, todo el cortejo se dirigirá al templo de la Razón.

IV

NUESTRA SEÑORA DEL BUEN SOCORRO

EL DÍA EN QUE CASI SUBÍ A LOS ALTARES

La víspera del primer décadi ya todo estaba dispuesto para que la antigua iglesia de Nuestra Señora de los Dominicos de Burdeos se llenara de gente que, con más curiosidad que fervor, deseaba comprobar cómo sería a partir de entonces esa nueva forma de culto religioso, ahora llamado fiesta cívica. Durante los días anteriores, los buenos bordeleses se preguntaban en qué consistiría la ceremonia, a qué tipo de deidades habría que rendir tributo y, sobre todo, quién encarnaría a la diosa Razón. ¿Sería una actriz, una bella hija de la tierra, una campesina tal vez?

— A mí me han dicho que será la ci–devant marquesa de Fontenay y ahora amante de Tallien la elegida. ¿Quién mejor que ella? — aventuró alguien, pero de inmediato fue corregido por uno de esos personajes que en toda ciudad se vanaglorian de estar siempre mejor informados que sus vecinos.

— Os equivocáis, ciudadano, no será ella la diosa aunque bien lo merezca por su belleza. Sé de buena tinta que el patriota Tallien la tiene reservada a más altos designios que la simple representación artística. Va a ser la encargada de escribir y leer un bello discurso sobre la educación.

— Vamos–comentaría un tercero con una sonrisa desdeñosa-, ¿qué puede saber esa mujer sobre educación? Lo mismo que yo, es decir, nada. Además, ¿no os resulta extraño cierto detalle? ¿Habéis reparado en que ella aún se hace llamar por su antiguo nombre de casada? Desde luego no creo que lo haga por amor a su ex marido, a quien según cuentan nunca quiso. Para mí que el hecho de que siga figurando como Teresa Cabarrús–Fontenay sólo puede interpretarse como un acto de rebeldía contra su amante. Se diría que quiere de este modo recordar a Tallien que, a pesar del triunfo de nuestra gloriosa Revolución, a ella y a él aún los separan las viejas diferencias sociales hoy abolidas, una chica valiente la petite espagnole.

— Para mí no es más que una oportunista y una furcia–intervino una ciudadana con aire displicente-. ¿Qué puede esperarse de una mujer que comparte cama con un asesino y un ladrón? Y por cierto–añadiría bajando la voz como era menester cuando se hablaba del todopoderoso representante de París-, ¿qué mosca habrá picado a tamaño sinvergüenza para permitir semejante mascarada? ¡Un discurso sobre la educación en boca de una mujer como Thérésia! ¿A quién pretende Tallien engañar con un acto de esta naturaleza?

— Ay, ciudadana–le contestó entonces otro de los presentes-, qué poco entendéis de política y de la naturaleza humana. El ciudadano Tallien con este acto mata varios pájaros de un tiro. Por un lado, necesita dar al mundo, y más concretamente al muy temido Comité de Salvación Pública de París, una manifestación pública de fervor revolucionario de alguien que comparte su cama. Por otra, sus espías ya le habrán contado sin duda la agria reacción con la que ha sido acogida en París la noticia de sus amores. Y todos sabemos lo peligrosas que son esas «agrias reacciones», en especial por parte del ciudadano Robespierre. Tallien necesita por tanto dar a todos un testimonio de que su amante es una convencida revolucionaria. ¿Y qué mayor prueba de estar de acuerdo con las nuevas ideas que Thérésia hable en público con ocasión de nuestra victoria en Toulon y que lo haga disertando sobre un tema tan trascendental como la educación?

— Qué sabrá esa puta sobre educación–intervino la misma ciudadana de antes y con igual cariño hacia mi persona, pero su comentario no tuvo respuesta. Todos los presentes querían saber qué otros «pájaros» mataba Tallien con mi discurso en la fiesta cívica.

— Muy sencillo–continuó el primer interlocutor-. A pesar de lo que se dice por ahí, el discurso no está escrito por la ciudadana Cabarrús, sino por el presidente de la Comisión Militar, el señor Lacombe, al que también se halaga indirectamente con este gesto, ¿comprendéis? Y por fin está el «pájaro» más importante en los tiempos que corren, el de la estética, amigos míos. ¿Se os ocurre acaso una encarnación más grácil y bella de los valores revolucionarios que la ciudadana Cabarrús?

***

Estos y otros comentarios similares eran, según me relató puntualmente Frenelle, los que corrían por los mentideros de Burdeos la víspera de la fiesta nacional del primer décadi, de modo que al conocerlos me preparé a fondo para no defraudar a mis admiradores (y menos aún a mis detractores). Para complacer a los primeros y escandalizar bien a los segundos elegí para la ceremonia un atuendo muy del gusto de la época, con todos los atributos revolucionarios. Se trataba de un traje de amazona de cachemir grueso de color azul. Tenía grandes botones amarillos y el cuello y los puños de terciopelo rojo. Sobre el pelo, que ahora llevaba corto y rizado a lo Tito (lástima me dio sacrificar mi larga melena de antaño, pero la moda romana era lo que hacía furor entonces), tenía pensado lucir un bello gorro frigio escarlata con borde de piel. En aquellos tiempos teatrales, acertar con el atuendo era ya una pequeña victoria y lo cierto es que, en cuanto hice mi entrada en el templo de los dominicos así ataviada, inmediatamente pude comprobar el impacto que causaba, puesto que se produjo ese tenue murmullo sordo que siempre acompaña a la admiración. Cómo adoraba yo esos pequeños instantes de gloria que a veces era capaz de lograr con mi sola presencia. Frenelle opinaba que no era bueno abusar de ellos, que el ser humano es igual a las urracas, decía, primero se siente atraído por el brillo ajeno pero sólo para, a continuación, robarlo o destruirlo.

— Procura no escandalizarlos demasiado–me había advertido mientras me ayudaba a sujetar el bonete sobre mis cortos cabellos-, aunque si quieres que te diga la verdad, este gorro escarlata y esos botones amarillos de tu casaca son feísimos, quelle horreur.

Por suerte no todos eran de la opinión de Frenelle, y mucho me alegró, al entrar en el templo, comprobar en los rostros de los presentes que la primera impresión era positiva. Ahora sólo faltaba que mi «actuación», es decir, la lectura de aquel discurso que Lacombe, presidente de la Comisión Militar y represor de la ciudad de Burdeos, había preparado para mí, fuera lo más convincente posible para tapar la boca de los malpensantes.

Lo primero que debo decir de aquel día es que la antigua iglesia, ahora convertida en un templo pagano, bien podía competir con cualquier basílica parisina en fervor y también en mise en scéne. Los representantes en misión se habían esmerado en su tarea de reacondicionamiento eliminando todos los símbolos religiosos, cruces, cuadros y por supuesto cada una de sus imágenes. En el altar mayor, por ejemplo, podía verse ahora un gran montículo de tierra cuajado de flores, mientras que las capillas laterales estaban dedicadas a las dos estaciones del año que se consideraban más patrióticas, esto es, la primavera y el verano. Hermosas muchachas con túnicas blancas deambulaban entre los invitados haciéndoles entrega, con movimientos lentos y lánguidos, ora espigas de trigo, ora ramos de laurel, mientras que otras, vestidas de rojo y azul, les ayudaban a encontrar sus asientos. Toda aquella cuidada escenografía se completaba además con el efecto visual de multitud de guirnaldas de flores que colgaban de lado a lado, iluminadas por innumerables bujías que brillaban hasta casi emular la luz del día. «Quieran los cielos–pensé dirigiéndome mentalmente no a la diosa Razón, a la que consideraba novata en estas lides, sino al ahora proscrito Dios de los cristianos–que tanta guirnalda junto a tanta bujía no acabe convirtiéndonos a todos en una gran hoguera revolucionaria».

La ceremonia comenzó con cánticos y una pequeña coreografía a cargo de aquellas muchachas de túnicas blancas. Después vinieron un par de discursos de distintas autoridades y por fin, una hora y media más tarde, llegó mi turno, de modo que me dispuse a oficiar en misa tan pagana. Me habían sentado en el extremo norte de la iglesia, muy lejos del estrado de los oradores, de manera que para llegar hasta allí tenía que hacer, dicho en términos taurinos, un largo «paseíllo». Me puse en pie. Erguí espalda y cuello al tiempo que hundía levemente la barbilla en el pecho y, tal como hacen los toreros, comencé a andar mirando al frente por encima de mis cejas. Lo hice instintivamente, pero me dio confianza. En España sabemos que caminar de este modo indica gallardía cuando uno en realidad está muerto de miedo; en Francia, ni siquiera conocen el truco (pero funciona, lo puedo asegurar).

Para llegar al estrado tenía que pasar por delante de toda la concurrencia y, al espiar de reojo la cara de muchos, no pude por menos que estremecerme al recordar los comentarios de Frenelle: «Puta», «oportunista», «sabe tanto como yo de educación…». ¿Qué más habrían dicho de mí aquellas almas caritativas? Sin duda, la mayoría de ellas estaba esperando que me equivocara en mi discurso y presta para censurar con su silencio (o peor aún, con su risa) mi osadía.

Ya que estamos metidos en símiles taurinos, diré que mi padre, que a pesar de ser francés era gran aficionado a los toros, decía que hay dos tipos de personas: las que se vienen abajo cuando se abre la puerta de chiqueros y aquéllas a quienes les ocurre todo lo, contrario. Ese día descubrí que yo soy de las segundas, porque en cuanto terminé de recorrer el pasillo central y subí los tres peldaños del antiguo altar mayor, todos los temores que pudiera tener se desvanecieron como por ensalmo. Puse a continuación sobre el estrado los papeles con el discurso que Lacombe había escrito para mí, tomé aire y con mi más bello acento español comencé diciendo:

— Sin pretender llevar a cabo con gloria la ardua tarea que hoy me impongo y contando más con la indulgencia de mi auditorio que con mis pobres medios, voy a intentar trazar un esquema rápido de un plan de educación para la juventud…

Estas palabras iniciales no figuraban en el texto que me habían escrito, sino que eran de mi propia cosecha, pero me pareció oportuno pronunciarlas. Una vez más actuaba por instinto y me detuve unos segundos para comprobar su efecto. Afortunadamente, es fácil darse cuenta de cuándo uno cae en gracia, y en esta ocasión así estaba ocurriendo, de modo que, sin perder tiempo, comencé a desgranar las palabras de Lacombe:

— Permitidme que lance al azar algunas ideas que, dichosa si, gracias al sacrificio de mi amor propio, logro hacerme acreedora al sufragio de las almas sensibles de nuestros buenos ciudadanos…

Tras esta frase miré brevemente hacia la tribuna de autoridades; primero a Lacombe, después a Tallien, y pude comprobar que en ambos había una sonrisa complacida, lo que hizo que sonriera a mi vez. Ahora todos escuchaban atentos mis palabras, pero más que nadie mis dos pigmaliones, es decir, mi amante y Lacombe, autor de aquel discurso grandilocuente, porque es cosa sabida que los hombres sienten especial debilidad por las mujeres cuando nos consideran sus criaturas, y yo en ese momento lo era de ambos (o al menos eso pretendía yo que ellos creyeran).

— Muchos autores han aparecido en esta difícil carrera; muchos filósofos célebres se ocupan de formar la virtud de los jóvenes alumnos y con sus lecciones deben esclarecerlos, pero algunos de ellos no han estado a la altura de los acontecimientos…

Durante media hora, en el antiguo templo de los dominicos no se oyó otro sonido que el de mi voz y el muy tenue del voltear de las hojas de mi discurso. Al concluir, los aplausos fueron prolongados, y enseguida, con el fervor revolucionario que siempre acompañaba estos actos patrióticos, se empezó a pedir a grandes voces que «tan bellas palabras fueran impresas para que sus ideas se expandan con más facilidad y así contribuir a la educación de los pueblos». Como no podía ser menos, Tallien asintió con gusto a tal propuesta al tiempo que daba orden de que una multitud de copias se distribuyera a la mañana siguiente por toda la ciudad. Días más tarde aún se hablaba de mi discurso, de mis bellas ideas y de lo bien que reflejaban la sensibilidad de la época y las doctrinas de Voltaire y de Rousseau. Así, puede decirse que todos los que tomamos parte en tan bella representación patriótica estábamos contentos. Tallien, porque con ella demostraba a París mi fervor revolucionario; Lacombe, por el éxito de su discurso; yo, porque había logrado demostrar que en aquel mundo entre teatral y aterrador en que vivíamos, se podía salir airosa de una situación difícil siempre que uno supiese plantarle cara. En cuanto al público, también los hombres de Burdeos se mostraban muy satisfechos al haber comprobado, según decían, «la gran elocuencia de unos ojos negros y de una bella sonrisa». Las mujeres, en cambio… bueno, qué quieren que les diga, siempre es difícil que una contente a sus congéneres. Sin embargo, si no lo logré ese día con mi actuación revolucionaria, muy pronto iba a hacerlo con otras «actuaciones» que me dispongo a narrar.

***

A partir de la fiesta patria y siempre que el tiempo lo permitía, yo me dedicaba a escandalizar a mis conciudadanos paseando por las calles de Burdeos del siguiente modo: en coche abierto para que todos pudieran verme y ataviada como una diosa antigua, con túnica corta, bonete rojo ladeado sobre la frente y una pica en la mano izquierda mientras la derecha reposaba sobre el hombro de Tallien.

— Estás loca, niña–me decía Frenelle-. A pocos pasos de nuestra casa la guillotina sigue segando cabezas, el pueblo tiene miedo y también hambre. Para colmo, tú eres una aristócrata divorciada que ahora se permite la audacia de pasearse medio desnuda en público y del brazo del responsable de todos los males de esta ciudad. ¿Cómo esperas que tomen las buenas gentes de Burdeos semejante provocación?

Y la sorprendente respuesta a esta pregunta es: «Bien, extraordinariamente bien». Las madres de familia sonreían al verme pasear ataviada de modo tan inusual; los girondinos, enemigos mortales de aquellos que ahora mandaban en París, invocaban mi nombre y se referían a mí como el espejo de todas las bondades; e incluso los que odiaban a Tallien, y eran muchos, no tenían para mí más que palabras de elogio.

— Cuidado, niña–insistía Frenelle-, todo aquello que no responde a la lógica tarde o temprano acaba mal; la provocación es peligrosa, y la envidia peor aún.

Pero ¿cuál, se preguntarán ustedes, era la razón de aquella inusual actitud de todos hacia mí? La explicación es ésta: Notre–Dame du Bon Secours, Nuestra Señora del Buen Socorro.

El nombre remite a una de las atribuciones de la Virgen María, pero como ya sabemos, aquéllos eran tiempos descreídos; Dios había sido sustituido por la Razón y las iglesias saqueadas. Sin embargo, y aun así, lo cierto es que los ciudadanos de Burdeos tuvieron la gentileza de conceder a esta frívola amiga de todos ustedes tan bello apodo, y ello sucedió de la siguiente manera:

El mes de Nivôse o diciembre de aquel 1793 que comenzara con la muerte de Luis XVI y que no acabaría hasta sumar otros muchos hechos trágicos tuvo sin embargo un final (casi) dulce en la ciudad de Burdeos. Mientras en el resto de las provincias arreciaba el Terror, mientras en Lyon, Toulon y Marsella se continuaba guillotinando o aniquilando a gente en las famosas noyades (ahogamientos en masa), mientras París enviaba órdenes a sus representantes en misión para que se redoblara el Terror con ánimo de devolver a los departamentos rebeldes la obediencia revolucionaria, en Burdeos la Viuda–como también se llamaba entonces a la guillotina situada delante de la Maison Nationale–fue desmantelada un buen día.

No es que dejara de funcionar del todo; en realidad, si se trasladó a la fortaleza de Há fue, en principio, sólo para repasar su funcionamiento y afilar más aún su hoja. Pero lo cierto es que desde el comienzo de diciembre ya no segaban tantas cabezas como antes; al contrario, parecía haberse vuelto perezosa, casi inactiva. Los ciudadanos bordeleses pronto se dieron cuenta de que si esto era así, la única explicación era que alguien muy cercano al poder máximo estaba intercediendo por ellos en secreto. Y ese alguien no podía ser otro que aquella ciudadana que se paseaba medio desnuda, envuelta en los colores patrios y gorro frigio como la Marianne revolucionaria.

«He ahí a mi pequeña Teresita, tan teatrera como siempre–sin duda habría dicho mi padre si hubiera podido verme entonces-. Nunca te cansarás de jugar a los disfraces, ¿verdad? Venga, hazle otra representación a ton bon papa».

Sí, a qué negarlo, yo siempre he tenido una vena exhibicionista considerable. Pero si en otras épocas de mi vida ésta se manifestaba de forma frívola, como cuando en Fontenay–aux–Roses actuaba de anfitriona de los hombres más notables de París, ahora mis representaciones tenían otro tinte más dramático y a la vez mucho más útil. Consistía en encarnar a la diosa Razón en mi aspecto exterior y a la diosa Misericordia en el interior, intercediendo ante Tallien a favor de mis conciudadanos al tiempo que intentaba contagiarle mi repugnancia por los crímenes que en nombre de la libertad y la fraternidad se estaban cometiendo en toda Francia. Y es que, como ya he señalado antes, desde el principio de nuestra relación fui muy consciente del poder que ejercía sobre Tallien. Al principio, yo procuraba utilizar mi ascendiente sólo de forma cautelosa para liberar de la muerte a personas allegadas a mí, pero al descubrir lo sencillo que era lograr para ellas clemencia ya no paré de ejercerlo, llegando a liberar a otros muchos desdichados.

Creo que es interesante explicar cómo comenzó todo. Tallien y yo no podíamos vivir juntos. Habría sido una provocación innecesaria (y muy peligrosa) que el representante de París se instalara de modo abierto con la ex esposa de un aristócrata en aquel ambiente lleno de espías y traidores. Por eso, nuestros encuentros amorosos tenían lugar al principio en el hotel Franklin. Sin embargo, Tallien se veía obligado a visitarme de forma secreta y a marcharse antes de que amaneciera, siempre con grandes precauciones.

— Sería tanto más sencillo, amor, si tú pudieras acudir a la Maison Nationale. Allí estoy rodeado de hombres fieles que se dejarían matar por mí. ¿Vendrás? — me preguntó un día en una de nuestras tristes despedidas de madrugada, y yo decidí complacerle. Hasta ese momento, sólo había estado en su residencia oficial en dos ocasiones: una, en nuestro primer encuentro formal en su despacho; la segunda y más importante en nuestro primer encuentro amoroso el día en que me liberó de la fortaleza de Há. Como la memoria es benévola y procura evitarnos recuerdos desagradables, de aquella visita no recordaba yo la presencia de una invitada invisible. Me refiero a la de la guillotina que se erguía justo delante de las habitaciones de Tallien. Además, si bien es cierto que su sombra se había dibujado brevemente sobre nuestros cuerpos desnudos aquel día, el encuentro había tenido lugar por la tarde, cuando los fantasmas no hacen de las suyas. En cambio, ahora, de noche cerrada, al entrar por segunda vez en los aposentos privados de Tallien, lo primero que vi sobre la pared del fondo fue su inconfundible sombra. La luz de las farolas callejeras que se filtraba por las ventanas era la responsable de aquella siniestra silueta de dos palos que parecía cernirse ahora sobre la cama de Tallien mientras la hoja oblicua de la Louisette formaba con las molduras del techo un recuadro tan torcido como terrible.

Como todos los que vivíamos en aquellos atribulados tiempos, mil veces había visto yo a la Viuda. En centenar de ocasiones había sido testigo, por ejemplo, del rodar de las carretas camino del cadalso con su desdichado cargamento de condenados. Otras tantas había presenciado cómo, después de su lúgubre rutina, hombres despreocupados barrían o baldeaban la sangre derramada a raudales alrededor del artilugio cantando una cancioncilla o riendo con los vecinos. No eran escasas tampoco las ocasiones en que había visto caer el filo de su cuchilla sobre los cuellos de hombres, mujeres, de niños incluso. Aquéllas eran escenas con las que teníamos que convivir a diario, y lo cierto es que, una vez vistas, quien más quien menos volteaba la cara y seguía con su vida, con sus amores, con sus afanes, porque uno acaba por acostumbrarse a todo, incluso a lo más horrendo. No existía por tanto razón alguna para que una inofensiva sombra me afectara de un modo tal y, sin embargo, al verla allí, sobre las sábanas de la cama que estábamos a punto de compartir, quedé inmóvil. Sin notar aún mi azoramiento, Tallien, que estaba a mi espalda, comenzó entonces a desnudarme con la misma veneración respetuosa con la que siempre me trataba. Cayó sobre el lecho mi vestido, luego las tres enaguas y mi camisa y, en ese momento, noté cómo, de improviso y sin poder remediarlo, comenzaban a correr por mis mejillas todas las lágrimas que hacía años no vertía, un caudal de ellas sin que pudiera moverme, hipnotizada por aquella sombra, muda, sorda, muerta.

Tallien no tardó en darse cuenta de que algo ocurría y giró mi cuerpo para mirarme.

— Vida mía, amor mío–repetía mientras buscaba con sus manos, con sus labios, mis ojos como quien intenta borrar de ellos algo que ha visto y que le aterra. Sólo entonces reaccioné y, escapando de su abrazo, me refugié en la esquina de la habitación más alejada de la ventana, buscando cubrir mi cuerpo desnudo con lo primero que tuviera a mano, la casaca de Tallien, el tapete de una mesa, cualquier cosa con tal de que la sombra de la cuchilla no cayera sobre mí.

— No puedo, no quiero volver jamás a este lugar–dije.

Dudo que Tallien entendiera en ese momento lo que me estaba pasando. Como digo, entonces todos estábamos acostumbrados al horror, más aún alguien como él, que tenía a la guillotina como sombría y diaria centinela. Pero aun así, no dudó un momento en responder.

— Lo que tú quieras, mi vida. Haré todo lo que me pidas. — Y luego comenzó a besarme una vez más, no con pasión, sino como se besa a una niña que necesita protección y consuelo. Así era aquel hombre, aquel asesino. Después de unos minutos, siempre con igual ternura, añadió-: Será como antes, yo iré a tu casa.

— No–le respondí ya más tranquila-. Lo he pensado mejor y volveré aquí siempre que me lo pidas. Porque no somos ni tú ni yo los que debemos partir, Jean, sino «ella».

Entonces, como si pudiera entender que era motivo de nuestra conversación, la alargada sombra de la guillotina se dibujó aún más nítida gracias al creciente resplandor del alba.

— No permitiré que ella ni nadie nos separe–respondió Tallien abrazándome con mayor fuerza, y no hizo falta que yo dijera nada más.

Al día siguiente, los ciudadanos de Burdeos pudieron ser testigos de una escena que les causó primero extrañeza, luego alivio. En vez de la habitual procesión de condenados camino del cadalso, lo que vieron fue una cuadrilla de unos diez hombres que se afanaban en desmantelar la Louisette. Y a partir de ese día su silueta no volvió a ensombrecer ya más la antigua plaza del Delfín ni tampoco nuestras noches de amor, cada vez más apasionadas. No se había ido muy lejos, es cierto, pero una vez apartada de la vista de todos, me resultó más sencillo lograr que Tallien la hiciera funcionar con menos frecuencia. ¿Que cómo lo hice? Baste decir que la cama es un campo de batalla en el que gana el más fuerte, y ésa siempre fui yo. Más fuerte que la codicia de un hombre que, hasta que me conoció, se dedicaba a veces a traficar con salvoconductos a cambio de joyas o dinero; y otras, simplemente, a desposeer a los reos de todos sus bienes. Más que la ambición, que le dictaba que, si hacía bien su trabajo en Burdeos (y «bien», en este caso, era sinónimo de sanguinario o de cruel), sería recompensado en París con un alto cargo. Y más fuerte sobre todo que el miedo, que le recordaba al oído que noticias de su vergonzosa debilidad por una aristócrata, por una mujer que lo tenía completamente dominado, ya habían llegado a París.

Debo decir además que, desde el día en que desapareció la guillotina del centro de la ciudad, también me encargué de que aumentara el número de los expedientes que se «extraviaban», o el de los testimonios que «no se podían probar» y el de las acusaciones «que no tenían suficiente fundamento». Frenelle y yo lográbamos incluso distraer algunos salvoconductos ya firmados por Tallien que luego entregábamos a los muchos infelices que, primero tímidamente y luego ya en número más que considerable, acudían al hotel Franklin para solicitar mi ayuda. Las estadísticas lo recuerdan. De treinta y tres cabezas que rodaban en diciembre de 1793 pasamos a diez en abril y ninguna en mayo. Tras mi partida, en junio cayeron setenta y dos y ciento veintinueve en julio. Pero basta. Como ya he dicho en alguna otra ocasión, no me gusta hablar bien de mí, cantar mis bondades ni colgarme medallas. Por eso prefiero que sean otras voces las que cuenten lo que vieron. He aquí dos testimonios de la época recogidos uno en las memorias del conde de Paroy y el otro en las de la muy célebre madame de la Tour du Pin, cuyas amenas e inteligentes páginas son una de las fuentes favoritas de todos los estudiosos de la Revolución francesa. Empecemos por el conde de Paroy; él narra así su primer encuentro conmigo.

Mi padre estaba a la sazón detenido en La Réole y yo vagabundeaba sin tino por las calles de Burdeos pensando en su más que segura muerte cuando alguien me habló de Teresa Cabarrús. Como pintor que soy se me ocurrió entonces, a modo de petición de audiencia, enviarle un pequeño dibujo de Cupido desnudo con una pica y en su extremo un gorro rojo. Abajo, y haciendo votos para que el doble sentido de la frase fuera bien acogido por la bella, escribí: á l'amour sans–culotte. Debió de agradarle mi osadía, puesto que muy pronto mandó aviso para que fuera a visitarla. Ya en la antesala del hotel Franklin en que reside quedé asombrado al comprobar que todas las muchas sillas estaban ocupadas, la mayoría por representantes de las más antiguas familias de Burdeos. Así se lo señalé a un caballero que conocía y él me respondió que no en vano a aquel lugar lo llamaban en la ciudad el Despacho de las Gracias.

Pronto se me hizo pasar a un boudoir y, durante la espera, tuve tiempo de admirar un gabinete que parecía el recinto de las diversas musas. Había un clavecín entreabierto con papeles de música, una guitarra sobre un canapé y un arpa en un rincón. La pintura estaba representada por un caballete con un cuadro empezado, y las letras por un secreter abierto y rebosante de papeles, memorias e, imagino, sobre todo peticiones. También había una biblioteca con libros en desorden como si fueran consultados a menudo y, por fin, había también un bastidor con un muy bello bordado.

Detengo aquí la narración del gentil conde de Paroy para decir que la única musa que falta en su relato, esto es, la musa del teatro, también estaba representada allí, aunque él no la mencione. Lo estaba, precisamente, en toda aquella cuidada mise en scéne que nada tenía de casual. Y es que, de hecho, hasta el más mínimo detalle estaba pensado para que al visitante que venía a solicitarme ayuda le resultara muy sencillo interpretar lo que veía: el clavecín, la guitarra, el arpa, el caballete, los libros y el bordado… Todo voceaba a los cuatro vientos que yo, a pesar de mi aspecto tan á la mode révolutionnaire, en la intimidad de mi hogar continuaba siendo una cultivada y muy espiritual dama con gustos claramente aristocráticos; una dama a la que le daba mucho placer utilizar su privilegiada situación para ayudar a los demás.

También madame de la Tour du Pin tuvo, como ya he dicho, la gentileza de escribir sobre mí. Da la casualidad de que ambas habíamos sido presentadas «antes del diluvio», durante la representación de Las bodas de Fígaro, curiosamente el mismo día en que conocí a la desdichada princesa de Lamballe. Años más tarde, al encontrarse en Burdeos y sabedora de mis labores samaritanas, ella y su marido recurrieron a mí con la esperanza de lograr de Tallien un salvoconducto que les permitiera embarcar rumbo a América. Lucy estaba embarazada de siete meses y tanto su marido como ella habían pasado las últimas semanas escondidos en un cuartucho propiedad de un cerrajero pariente de una de sus doncellas. Cuando un día, a sabiendas de la suerte que esperaba a los cómplices, su encubridor entró en pánico y amenazó con entregarlos, La Tour du Pin huyó por la ventana y vino a verme. Era tan joven, tan decidido, que su gesto me enterneció sobremanera. Dos días más tarde, ambos, junto a sus hijitos de corta edad, embarcaban rumbo al Nuevo Continente mientras yo los despedía desde la orilla, según reza el relato de ella, «con mi bello rostro bañado en lágrimas», porque «por aquel entonces no había ni un bordelés que no le debiera la vida de un pariente o un amigo a Nuestra Señora del Buen Socorro».

Sí, así reza textualmente el final del testimonio de madame que tanto ha hecho por propagar mi buen nombre. Agradecida le estoy por sus palabras, pero me gustaría añadir que todo lo que hice no tiene especial mérito. Digamos que era mi deber. Digamos, mejor aún, que fui muy feliz ayudando a cuantos pude.

***

Pasaban los meses y la lista de aquellos que se salvaban de la prisión y de la Louisette iba creciendo de hora en hora. Tanto es así que, animada por el éxito de mis gestiones, empecé a darle vueltas a cómo asestar mi golpe maestro contra el régimen del Terror que reinaba en la ciudad de Burdeos. Uno era tan audaz como arriesgado: lograr que Tallien suprimiera de una vez y para siempre el temido Comité de Vigilancia. Y es que yo era consciente de que todos mis esfuerzos en favor de los perseguidos peligraban mientras existiera dicho comité, puesto que aquellos furibundos patriotas que lo componían continuaban ejerciendo su labor de acusadores públicos. No podía ser de otro modo; al fin y al cabo, su mera razón de ser era enviar a la guillotina cuantas más cabezas, mejor. Era preciso por tanto acabar del todo con el comité, puesto que, a pesar de que yo conseguía casi siempre que Tallien hiciera desaparecer las pruebas de los delitos antirrepublicanos o–si ello era demasiado difícil–lograba al menos que la justicia «olvidara» al convicto en la cárcel en vez de llevarlo directamente a la guillotina, el peligro estaba siempre ahí. Yo sabía además que los miembros de aquel infausto comité me odiaban no sólo por haber alejado a Tallien de la pureza republicana, sino también por interferir en su mezquino trabajo. Y si no actuaban contra mí denunciándome a París era o bien por temor a Tallien, que continuaba siendo su jefe, o bien porque esperaban en silencio el mejor momento para hacerlo. Mi empresa, sin embargo, no era en absoluto fácil. Este organismo representaba, además, la base de toda la política llevada a cabo por Tallien desde su llegada a Burdeos, y desmantelarlo era tanto como condenar no sólo su labor, sino también la de sus jefes en París.

Aun así, siempre me han gustado los retos, más todavía si me permiten utilizar las tan eficaces armas de mujer y, entre ellas, dos que considero especialmente afiladas. Una es la cizaña, la otra son los celos. Tengo observado que si bien la cizaña no es un arma exclusivamente femenina, nosotras sabemos manejarla con más arte que los varones y sin duda con menos miramientos. Y es que los hombres (y también algunas mujeres poco hábiles), cuando recurren a ella, se valen de la insidia o, lo que es lo mismo, siembran una duda a base de contar mentiras. Nosotras, en cambio, las más sutiles, no recurrimos a los embustes; al contrario, no mentimos en absoluto. ¿Quién dijo aquello de que a los inteligentes hay que engañarlos siempre con la verdad? No lo recuerdo, pero apuesto a que fue un hombre con una sensibilidad muy femenina. Yo soy gran discípula de tan sabio maestro y debo decir que siempre he utilizado su táctica con aprovechamiento. Porque, ¿qué necesidad hay de recurrir al embuste si se engaña tanto mejor con la verdad? Y la verdad en este caso era que los miembros del siniestro comité maquinaban en secreto para acabar con Tallien, por lo que no me fue difícil en absoluto convencerle de que nos espiaban (y, en efecto, lo hacían con todo descaro, igual que vigilaban al resto de los ciudadanos). Por eso, una noche, al descubrir entre las sombras a dos embozados especialmente conspicuos que nos esperaban a nuestro regreso a la Maison Nationale, puse en marcha mi operación cizaña, y he aquí cómo comencé a sembrar en Tallien tan verde mala hierba:

— ¿No se cansarán nunca esos tipos–le dije mientras apretaba mi cuerpo contra el suyo como si fuera víctima del frío o, mejor aún, de algún mal presagio–de vigilar a la mano que les da de comer?

— Es su trabajo, mi amor, para eso les pago, para que vigilen a todo el mundo–respondió Tallien sin darle mucha importancia. Pero yo no estaba dispuesta a soltar la presa tan fácilmente y aproveché un movimiento algo brusco de uno de aquellos personajes en la sombra para fingirme atemorizada. Como si esperara o temiera que fueran a atacarnos, a dispararnos tal vez.

— Claro que es su trabajo–dije-. ¿Pero te has dado cuenta de que ni siquiera se toman la molestia de disimular? Se diría que se sienten impunes, más fuertes que nosotros. Seguramente no se atreverían a seguirte si no tuvieran detrás de ellos la sombra directa de París, una orden del mismísimo Robespierre…

Ese nombre era sin duda el que más temor causaba en toda Francia con su sola mención. Por eso, la posibilidad de que sus hombres lo estuvieran espiando por órdenes directas de París era no sólo posible, sino también inquietante para Tallien.

Abrazándome aún más a su vez, él me prometió averiguar quién estaba detrás de aquel burdo espionaje, y así quedó la cosa. Pero como pasaban los días y pareciera que ya había olvidado el incidente, tuve que recurrir a la segunda arma femenina por excelencia. Una que es aún más eficaz que la cizaña: me refiero, naturalmente, a los celos, y fueron ellos los que por fin obraron el milagro.

Había entre los miembros del tan infausto Comité de Vigilancia dos individuos que me miraban con igual mezcla de odio y deseo. Uno se llamaba Endron; el otro, D'Expresemil. Se trataba de dos pobres diablos que, si descontamos el oscuro lustre que da a la mirada de un hombre el ser un consumado asesino, no tenían ningún rasgo relevante. Durante unos días, en mis frecuentes trayectos desde mi casa hasta la Maison Nationale, me dediqué a atraer sus miradas y a incitar levemente su deseo hasta que Endron, el más torpe de los dos, llegó a escribirme unos versillos revolucionarios en los que desvelaba su «adoración por cierta diosa pagana».

No fue necesario más. Dos semanas más tarde, el Comité de Salvación Pública de París recibía con la natural sorpresa la noticia de que los representantes en Burdeos Tallien e Ysabeau habían acordado, siguiendo una ley del 14 de Frimaire sobre comités (una argucia legal que en realidad no logró engañar a nadie), «disolver el Comité de Vigilancia de la capital de la Gironda para reorganizarlo a su modo». La noticia causó en el comité de París la lógica sorpresa y rápidamente se mandó nota a Tallien pidiendo explicaciones. Él respondió de la siguiente forma:

Hemos creído estar de acuerdo con vosotros, conciliando la justicia y la humanidad con la inflexible severidad de la ley; todos los culpables serán castigados; pero, a su vez, los inocentes que se hallen entre los detenidos tendrán ocasión de darse a conocer. Se hará así con el solo propósito de que brille con más fuerza la justicia revolucionaria.

Cuando Tallien me enseñó esta carta antes de enviarla a París no pude menos que sonreír para mis adentros y sentir un punto de orgullo. «Conciliar justicia y humanidad», he aquí los mismos argumentos que yo retó ricamente había utilizado con él durante nuestra primera entrevista, cuando la guillotina trabajaba sin cesar bajo su ventana de la Maison Nationale y, consciente o inconscientemente, Tallien había hecho suya aquella idea. Ahora, la Viuda, desterrada a la fortaleza de Há, funcionaba sólo de vez en cuando y, mientras tanto, el hombre que antes se deleitaba escuchando tan afilada hoja silbar desde la ventana de su despacho hablaba «de la necesidad de hallar inocentes entre los culpables». Sin embargo, si yo estaba orgullosa de aquellas líneas, desde luego no ocurrió otro tanto en París. Allí la carta fue recibida con irritación y también alarma, pero aun así, por el momento no se creyó oportuno tomar medida alguna contra él. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo y mis muchos años, resulta fácil comprender que si el Comité de Salvación Pública, o lo que es lo mismo, Robespierre, no actuó con su habitual dureza al recibir dicha carta, fue sólo porque esperaba el mejor momento para asestar su golpe contra nosotros. Sin embargo, para Tallien y también para mí en ese momento, el silencio de París era un «quien calla, otorga». Y si ellos otorgaban y consentían, ¿qué me impedía a mí seguir con mi buena labor de Notre–Dame du Bon Secours?

Hay que decir que mi viejo enemigo Ysabeau también debió de malinterpretar aquel silencio de París, porque de pronto pareció volverse (casi) nuestro aliado. Él nada había dicho cuando en Burdeos comenzó a decrecer el número de ejecuciones ni cuando desmantelamos el Comité de Vigilancia, y tampoco pareció oponerse cuando yo logré de Tallien una gracia aún más arriesgada que todas las anteriores. Consistía ésta en que él fuera en persona a la fortaleza de Há para dulcificar en lo posible las condiciones de vida de los allí condenados. Confieso que mucho me hubiera gustado ser testigo de aquella escena y volver de su brazo a la prisión de la que él me había salvado para liberar, a mi vez, a otros condenados. Pero hay ciertas bellas escenas teatrales en las que es más sensato no participar. La entrada de Nuestra Señora del Buen Socorro en la prisión de Há acompañada del ciudadano Tallien habría sido una provocación demasiado grande, por eso ese día cerré incluso mi gabinete de peticiones y permanecí en casa entregada a una labor tan femenina e inofensiva como zurcir unas medias de mi hijo. Así, sólo supe de la visita de mi amante a la fortaleza, con redingote azul, banda, sable curvo y sombrero de plumas multicolores, por lo que me contaron más tarde. Las crónicas de la época citan que, a la vista de aquellos desgraciados reclusos que esperaban la muerte, Tallien se emocionó. «Él–insisten las mismas crónicas-, que había visto sin pestañear las atroces Masacres de Septiembre y el paseo de la cabeza degollada de la princesa de Lamballe. Él, que tanto sufrimiento había causado al pueblo de Burdeos, ahora lloraba viendo las condiciones en las que vivían los prisioneros de la fortaleza de Há, qué ironías».

***

Para acabar con lo sucedido aquel día las crónicas de la época recuerdan también cómo, horas después de la marcha de Tallien de la prisión, los reclusos se reunieron para componer una bella canción con la que homenajear a quienes ellos consideraban su salvadora. Llamaron a la tonadilla Trou du guichet (ventanillo) e inmediatamente sus aires traspasaron los muros de la lúgubre fortaleza para ser conocidos por todos. Dice así su letra:

Bello sexo, hay que reconocerlo,

fuiste el único que te dignaste a socorrernos.

De un servicio tan dulce

nos acordaremos siempre

y esperamos devolvértelo.

Sí, ésta es la verdad,

y esperamos devolvértelo a través del ventanillo.

Mientras esto ocurría, no muy lejos de allí, en el hotel Franklin, Tallien y yo recorríamos el uno sobre el cuerpo del otro las secretas sendas que descubriéramos el día en que él me liberó de aquella misma cárcel. Caminos que tantas veces habíamos transitado desde entonces con renovado placer.

— Siempre harás de mí lo que quieras, Thérésia–me decía-. Por una mirada tuya, mi vida, por una sonrisa, doy todo lo que soy; por una lágrima, mi alma inmortal, un día serás mi perdición.

No era un poeta el ciudadano Tallien, pero el amor es siempre el más inspirado bardo, y mucho me temo que, a tenor de sus últimas cinco palabras, también el más certero adivino. Sin embargo, esa noche nada hacía prever que se acercaran por el horizonte nuevas tempestades. Éramos tan sólo un hombre y una mujer unidos por dos pasiones. La de Tallien era yo; la mía, ayudar a los demás. Ahora y por el momento, el miedo y la muerte parecían lejanos. ¿Pero por cuánto tiempo?

ROBESPIERRE ESTRECHA SU CERCO

La noticia de que Tallien había visitado la fortaleza de Hâ para suavizar las condiciones de los prisioneros no tardó en llegar a París. El comité aún no deseaba atacarle de forma directa, pero escribió tanto a él como a Ysabeau para alertar de lo peligroso de su forma de actuar, al tiempo que revocaba todas las medidas tomadas por ellos.

— Thérésia–me dijo entonces Tallien aún con la carta en la mano-. Esto sí es el principio del fin.

— ¿Por qué dices eso? No es la primera vez que te escriben y sospecho que tampoco será la última.

— Esta vez es distinto, entre las bien elegidas frases de la carta se adivina claramente la mano de Robespierre. En realidad es un verdadero milagro que hasta ahora no haya tomado medidas contra mí.

— ¿Y por qué crees que las va a tomar ahora?

— El hombre más poderoso de Francia se caracteriza por rodearse de espías, por saberlo todo y, sin embargo, una vez lograda la información no siempre actúa de forma inmediata.

— Entonces tal vez esta carta no sea más que un aviso y no una amenaza, tranquilízate.

— No–respondió Tallien moviendo gravemente la cabeza-. A Robespierre le gusta mucho jugar con sus presas como hace el gato con los infelices ratones, pero algo me dice que esta vez hemos incurrido en eso que él eufemísticamente llama «su desaprobación». Y la desaprobación de París ya sabes lo que significa, amor mío…

Estuvimos discutiendo sobre qué sería mejor: ir a París a intentar explicarse o seguir como hasta ahora, tentando a la suerte. Yo le aconsejé lo primero.

— Es cierto que todo el mundo teme a Robespierre–razoné-, pero yo le conozco de antes de la Revolución. Aún recuerdo su frágil figura, algo similar a un pájaro; también su timidez, su vulnerabilidad; es imposible que haya cambiado tanto.

Tallien sonrió tristemente y me tomó en sus brazos.

— Ay, vida mía, unas veces eres tan sabia y otras tan deliciosamente ingenua. ¿Acaso ignoras en lo que se ha convertido tu viejo conocido? ¿No sabes de sobra lo que dicen por ahí? Desde que no lo ves ha cambiado mucho. Es cierto que aún vive modestamente realquilado en casa de un ebanista de nombre Duplay en la Rue Saint–Honoré, pero todo ese despliegue de humildad no es más que una cuidada puesta en escena de las que a ti tanto te gustan.

— ¿A mí? — pregunté muy sorprendida, porque desde luego la modestia no era mi escenografía preferida en absoluto.

— Me refiero a tu amor por el teatro, mi bien. Pero no todos eligen decorados favorecedores como haces tú. Algunos, como el virtuoso Robespierre, prefieren como compañeros de escena las ratas y la miseria. Él exhibe su virtud y su pobreza como en un escaparate, incluso disfruta viviendo bajo el escrutinio de sus caseros, que vigilan a su dios y huésped como a una figura sagrada. Desde ese humilde cuartucho pero curiosamente adornado sólo por retratos suyos en diversas posturas y actitudes, controla el Comité de Salvación Pública y a través de él a toda Francia. Desde allí ha ordenado el sometimiento de las provincias a sangre y fuego para que vuelvan a la ortodoxia revolucionaria, desde allí maneja a sus colegas de la Convención para que voten lo que él considera más útil para la República. Y huelga decir que lo más útil para «el Incorruptible», como le gusta que le llamen, es siempre la delación, la sumisión, también la muerte.

— ¡Entonces no vayas a París! — le supliqué-. Al menos aquí, en Burdeos, estamos lejos de ese iluminado. ¿Qué ganas con meterte en la boca del lobo?

— A veces ocurre que hasta los lobos acaban viendo cómo se les desgastan los colmillos de tanto morder, de tanto matar, Thérésia. Yo también tengo mis espías en París y ellos afirman que algo apenas imperceptible indica que los vientos están rolando y que los ánimos revolucionarios comienzan a templarse. Fouché, por ejemplo…

No era la primera vez que oía aquel nombre que era capaz de producir en mí tantos o más escalofríos que el de Robespierre. Al igual que Tallien era representante de París en Burdeos, Joseph Fouché lo era en Lyon. Y desde allí, aquel oscuro y untuoso ex seminarista nacido en Le Pellerin se había granjeado fama de implacable, lo que en los tiempos que corrían era ya mucho decir. Para que se hagan una idea, era conocido con el apodo de le mitrailleur o ametrallador por su manera de matar prisioneros a cañonazos en plena vía pública. El modo en que había sometido a la población de Lyon era considerado ejemplo de infinita crueldad en una época en que la crueldad era la norma. Si esos imperceptibles vientos de cambio a los que hacía alusión Tallien tenían como figura destacada a Fouché, yo casi prefería a Robespierre. Así se lo dije a mi amante, pero él volvió a negar suavemente con la cabeza.

— No, Thérésia, no quiero poner a Fouché como ejemplo de moderación, pero sí de buen olfato. Él siempre sabe cuándo las cosas apuntan cambios y procura adelantarse a ellos. Según mis espías, está pensando en pasarse a los ahora moderados con Danton y Desmoulins a la cabeza y propiciar la creación de un tribunal de indulgencia que acabe con tanto horror como hay en todo el país. De hecho, desde hace unas semanas la guillotina en Lyon funciona más lenta, e incluso Fouché ha mandado suprimir sus mitraillades. Se diría que del Saulo revolucionario a punto está de surgir un humano san Pablo.

— No confío en absoluto en los conversos–intervine-, pero si, como dices, algunos comienzan a mostrarse cansados de tanta sangre y las cosas empiezan a cambiar en París, quizá sea ésa la razón por la que no han tomado medidas contra nosotros hasta el momento. ¿No crees?

— Confiemos en que así sea, y si los vientos, en efecto, están a punto de rolar, vida mía, sería muy bueno que yo fuera a París para comprobarlo.

— Es muy peligroso…

— Quizá sí, pero a veces es mejor adelantarse a los acontecimientos. Una vez allí, veré qué es más conveniente, si hablar con el Incorruptible e intentar justificar mis actuaciones o unirme a un grupo moderado si éste tiene alguna probabilidad de prosperar.

Yo asentí con la cabeza sin demasiada convicción. La idea de quedarme sola en Burdeos sin la protección de Tallien y a merced de Ysabeau no era del todo tranquilizadora, pero había algo que me protegía: hasta entonces, bien por indolencia o bien porque esperaba el momento perfecto para traicionarnos y ese momento nunca llegó, Ysabeau se había convertido en nuestro cómplice involuntario. Y su silencio lo incapacitaba para rebelarse ahora, puesto que era ya demasiado lo que había transigido. Qué extraño, cavilaba yo, que hasta los hombres más implacables como Ysabeau o Fouché se fueran volviendo menos rigurosos. Tal vez el fino olfato de este último estuviera en lo cierto y, en efecto, algo imperceptible comenzaba a cambiar en Francia. Al fin y al cabo, me dije esperanzada, hasta las fieras más sanguinarias tarde o temprano comienzan a sentirse ahítas de tanta sangre.

Tallien partió para París y yo me dispuse a esperar sus noticias procurando pasar lo más inadvertida posible. Nada de paseos con atuendos revolucionarios, nada de reuniones de amigos en el hotel Franklin. Temía que con la partida de mi protector asomaran de sus madrigueras todos los topos y comadrejas, todos los espías e informantes que pululaban entonces en las ciudades. Si bien las delaciones no estaban tan a la orden del día como antes, cualquier información podía convertirse en cara mercancía. En tiempos inciertos, todo cambia con extrema rapidez y sin que uno sepa bien por qué, de ahí que Nuestra Señora del Buen Socorro se refugiara en la vida familiar. Visitaba ciertas tardes a tío Dominique, paseaba con Frenelle, me ocupaba de enseñar a leer a Théodore y, mientras tanto, una noticia buena y una mala iban a señalar la llegada del mes de Ventôse del año u o, lo que es lo mismo, de marzo de 1794. La buena llegó en una carta de París y en ella Tallien me comunicaba entre calurosas expresiones de amor que se había presentado ante la Convención y, consciente de que la mejor defensa es un buen ataque, había proclamado audazmente su republicanismo con tanta elocuencia que logró acallar las reticencias de la Cámara.

«Tenía razón el joven zorro Fouché–rezaba la carta-. Decididamente, los vientos han comenzado a rolar en París, puesto que incluso me han aplaudido cuando grité con voz apasionada: "¡Ciudadanos, en Burdeos hemos sido lo suficientemente afortunados como para devolver esta importante municipalidad a la República sin haber vertido una sola gota de sangre patriota!»».

La carta de Tallien continuaba explicando cómo, ya fuera porque las frases altisonantes de uno u otro signo todavía producían buen efecto entre los diputados, o bien porque éstos estaban fatigados de ver siempre las mismas caras, su entusiasmo les había resultado muy atractivo. Hasta tal punto que el 21 de marzo decidieron elegirle a él, que casi había llegado a París como sospechoso y culpable de traición, nada menos que presidente de la Convención Nacional.

«¡Tallien presidente!», me decía yo leyendo y releyendo aquellas líneas y aún sin poderlo creer. No se me escapaba que dicho cargo rotaba cada quince días y que su peso en la Cámara no pasaba de ser prácticamente ornamental, ya que el poder lo seguía ostentando el Incorruptible. Pero aun así, que un joven de veinticinco años venido del interior del país y acusado de «tibieza revolucionaria» fuera invitado a ocuparlo era mucho más de lo que Tallien y yo jamás nos hubiéramos atrevido a soñar.

No obstante, si él se había vuelto un punto más invulnerable a los ataques frontales de Robespierre gracias a su importante puesto en la Convención, éste seguía actuando y reinando a su antojo. Es necesario apuntar que Maximilien de Robespierre era tan extraño y contradictorio en sus reacciones como lo era en su forma de vida o en su aspecto físico. Al revelador dato de que vivía modestísimamente en casa de un ebanista pero rodeado de multitud de retratos suyos, hay que añadir más circunstancias interesantes para aquellos que aman estudiar el comportamiento humano. El Incorruptible, por ejemplo, a pesar de ser el exponente máximo de la ortodoxia revolucionaria, no dejó nunca de vestir la tan denostada casaca de seda de los representantes del Antiguo Régimen, complementada, eso sí, con medias de algodón, porque, según él, su economía no daba para más. Paradójicamente cumplidor de los mandamientos de la Iglesia que tanto había contribuido a destruir, presumía de no robar, codiciar, mentir ni fornicar; en realidad, y para ser exactos, él sólo mataba. De este modo, puede decirse que era capaz de conjugar en su persona todos los pecados capitales y sus antónimos: la humildad de vivir como un pordiosero con la soberbia de que su cuartucho estuviera adornado únicamente con retratos de su persona; la virtud de ser un hombre sin pasiones sexuales y a la vez lujurioso en su amor a sí mismo y a su personaje. Conjugaba también y de modo admirable dedicación con molicie, envidia con indiferencia. Y avaricia y prodigalidad, gula y templanza, y así hasta completar la tabla de los Diez Mandamientos y también los siete pecados capitales. Por eso, y por que era además imprevisible y taimado, Robespierre no actuó directamente contra Tallien, a quien tenía tan a mano en París, sino que tomó la decisión de minar primero su retaguardia. Y esa retaguardia se llamaba Burdeos, y se llamaba, sobre todo, Teresa Cabarrús.

EL FRACASO DE CLEOPATRA

El instrumento del que había de valerse el Incorruptible, en otras palabras, el vigilante o espía que envió a Burdeos para controlar qué estaba haciendo yo en ausencia de Tallien tenía un bello rostro infantil. Aún no había cumplido veinte años y, para que todo estuviera de acuerdo con la estética del momento, podía presumir de un nombre de sonoridad romana clásica, puesto que se llamaba Marc–Antoine Jullien. Hay que decir además que, pese a su tierna edad, era tan fiel a los espartanos principios de la Revolución como su amo y por tanto gran devoto de esa religión republicana para la que la virtud no es un desiderátum, sino una ley implacable que hay que imponer, si se puede, con la razón, y si no, con sangre.

Como es natural, lo primero que hice al enterarme de la llegada de tan joven tribuno fue invitarle a cenar. Tallien posiblemente hubiera desaprobado mi hospitalidad alertándome de que no me fiara de nadie que viniera de parte del temido Comité de Salvación Pública, pero Tallien estaba en París y sus cartas, cada vez menos optimistas respecto de lo que allí estaba ocurriendo, me llegaban muy de tarde en tarde. De sobra sabía yo que Jullien era un espía de París del que debía defenderme, pero nunca me resisto, antes de adoptar otras estrategias, a probar los tan eficaces instrumentos con los que la naturaleza nos ha dotado a todas las mujeres; me refiero naturellement a eso que los hombres llaman despectivamente «las armas femeninas».

Para la velada íntima con la que me dispuse a agasajarle tuve la precaución de no invitar al ciudadano Ysabeau. Él seguía tan refractario a mis encantos como siempre, y sin embargo, durante la ausencia de Tallien había seguido aplicando la política benevolente de éste. Hasta tal punto se mostraba magnánimo con los buenos ciudadanos de Burdeos, que días atrás, por ejemplo, al asistir el représentant en mission a una obra de teatro, había sido ovacionado por todos los concurrentes puestos en pie. Muchos secreteaban que su «transformación» era debida al efecto que sobre él ejercían los encantos de esta Notre–Dame du Bon Secours, servidora de todos ustedes, pero a mí jamás me ha gustado adornarme con plumas ajenas. La blanca y frágil mano que guiaba la antes sanguinaria diestra de Ysabeau tenía otro nombre que no era Teresa. Uno masculino que no develaré por prudencia. Y es que las manos de los efebos pueden ser tan bellas y samaritanas como las femeninas, e incluso tanto o más inflexibles que las nuestras en su dulce tiranía.

Yo estaba segura de que si el joven Jullien sospechase siquiera de las inclinaciones de Ysabeau, ése podría ser su fin, por eso preferí convertir la cena de bienvenida del primero en un tête–a–tête, en una agradable fiesta á deux. Creo que estaba bastante guapa esa noche con mi tenue patriótica. Elegí para la velada una túnica blanca, ni demasiado provocativa ni demasiado pacata. «Correcta», según diagnóstico de Frenelle que, como siempre, seguía mostrándose crítica con mis atuendos. Por eso, y siguiendo sus consejos, decidí sustituir la ancha banda tricolor que solía lucir en veladas como ésta por otra más estrecha y discreta. También me esmeré con el peinado y, en vez de lucir el gorro frigio que a mi invitado podría parecerle un intento de impostar un republicanismo poco convencido, preferí no cubrir mi cabello a lo Tito ni adornarlo con aditamento alguno. Ante un adversario tan reputadamente austero, me dije, lo mejor es dar la impresión de que una no se ha arreglado casi, aunque lo cierto fuera que había pasado horas preparando mi aspecto despreocupado y casual. Al pasar frente al espejo del vestíbulo, comprobé el efecto general, charmant es la palabra que mejor lo describe y creo, modestia aparte, que en ello hubiera estado de acuerdo cualquier miembro del sexo masculino. Sin embargo, todos estos detalles de mi aspecto, así como otros muy hermosos y sutiles de la decoración de mi casa y de la mise en scéne que procuré cuidar con mimo, estaban destinados, me temo, a estrellarse contra la más irritante indiferencia.

Una vez que Frenelle anunciara su llegada, encontré a aquel jovencito repantigado en mi sillón favorito mirando a través a la ventana con expresión aburrida. Ni siquiera se puso en pie al verme entrar, pero naturalmente no me desanimé por tan poca cosa, al contrario, adoro cuando los hombres comienzan una velada a la defensiva. «Espera, querido Marco Antonio–dije para mis adentros mientras le tendía la mano de un modo encantador-, ya veremos quién quema sus naves esta noche».

— ¿Puedo ofreceros un jerez de mi tierra, ciudadano? — le propuse a continuación mientras me acercaba más a él procurando que la luz de las velas hiciera brillar mis ojos del modo más favorecedor.

— No. Prefiero un buen vino de la mía–respondió él sin una sonrisa.

Me detuve a estudiarlo. Parecía aún más joven que sus diecinueve años, uno menos que yo entonces. En su rostro infantil apenas sombreaba un atisbo de barba, entremezclada con un acné virulento que desfiguraba unos rasgos que, de otro modo, hubieran sido bellos. A pesar de su aspecto indolente se le veía incómodo, por lo que antes de desplegar ciertas armas que considero, modestamente, infalibles, decidí darle una tregua. «Dejemos que el vino de Burdeos y la cena ablanden este corazón tan duro», me dije, y me ocupé de que pasáramos sin más preámbulos a la mesa que se encontraba situada detrás de un discreto biombo. Mi acomodo en el hotel Franklin era modesto, y la misma habitación que de día servía de despacho para Nuestra Señora del Buen Socorro, de noche se convertía en salón y comedor a la vez.

— Ciudadano Jullien–le dije cogiéndole del brazo para dirigirnos a la mesa mientras él no dejaba de observar todo lo que veía a su paso: mi secreter lleno de papeles, los libros, también los instrumentos musicales que mencionó el conde de Paroy en su descripción de mis aposentos-. ¿Os gusta el sonido de la guitarra española? — aventuré -. Tal vez después de la cena me permitiréis que toque y cante para vos.

Él no dijo ni sí ni no. Y, con este poco alentador panorama, nos sentamos a la mesa. Mientras dábamos cuenta de un pot–au–feau tan sabroso como humilde me dediqué a llevar la conversación hacia esos temas que los buenos revolucionarios suelen apreciar. Hablé primero de las cosechas de trigo («Cada vez más abundantes, qué gran riqueza para nuestro país, ¿verdad, ciudadano?»). Saqué después el tema de la labor vigilante y maternal de la ciudad de París sobre el resto de Francia («Qué importante es que la capital se ocupe de velar por la ortodoxia y la preservación de nuestra gloriosa República, ¿cierto, ciudadano?»). E intenté por fin hablar de la necesaria educación de los jóvenes («Hace un año tuve la fortuna de dirigir a los bordeleses un magnífico escrito del ciudadano Lacombe sobre el tema. ¿Queréis verlo, ciudadano?»). Pero una y otra vez y a pesar de que con deliberada frecuencia reponía yo la copa de este impertérrito Marco Antonio como la más solícita de las Cleopatras con ánimo de disolver en alcohol tan recalcitrante corazón, todos mis intentos se estrellaron contra un muro de indiferencia. Ni siquiera cuando, una vez acabada la cena, recurrí a mi guitarra y entoné alguna coplilla española, algo que suele deleitar a todo el mundo, conseguí arrancar de aquellos labios la más tenue de las sonrisas. ¡Pero si incluso se permitió bostezar ese muchachito insufrible cuando entoné un tanguillo! Por fin, cansada, exhausta y también medio beoda por todo el vino de Burdeos que había ingerido, esta fracasada Cleopatra decidió replegar sus velas y dar por perdida la noche. «Una retirada a tiempo también es una victoria», me dije mientras aquel lechuguino lleno de granos se despedía de mí con el mismo aire glacial con el que había venido. Nunca en mi vida he tenido tan poco éxito con un hombre, vaya nochecita….

***

Sin embargo, no soy mujer que se dé fácilmente por vencida y, cuando las armas femeninas fracasan, no me duelen prendas en empuñar las masculinas. Con ello no me refiero a las que hieren y cortan, éstas nunca resultan del todo eficaces en nuestras manos; hablo de las relacionadas con el dinero, unas armas a las que las mujeres lamentablemente no siempre tenemos acceso, pero cuando es el caso de que las poseemos, sin duda hacemos excelente uso de ellas.

Así, un par de semanas más tarde, y aún haciendo esfuerzos (y maldita la gracia que me hacía) para congraciarme con mi joven espía, le envié la siguiente nota:

Al ciudadano Marco Antonio Jullien de la ciudadana Teresa Cabarrús:

Me complace poder informaros de que, con la ayuda de mi tío Dominique, me dispongo a abrir un almacén de producción de salitre. Hago votos por que este deseo mío sea bien recibido por alguien que conoce lo imprescindible que ese ingrediente es para la fabricación de pólvora. Como bien sabéis, ésta es una industria declarada de utilidad pública debido a la gran necesidad que Francia tiene de ella para luchar contra el enemigo extranjero que amenaza nuestra gloriosa Revolución. ¡Viva nuestra República! ¡Vivan todos los valientes soldados que en el frente dan sus vidas por nuestra gloriosa patria!

Fracasé por segunda vez. Ni me contestó.

Entonces decidí olvidarme de aquel insolente y envié a la Convención de París algo que demostraba mi fervor revolucionario: un tratado en el que reclamaba para las mujeres un puesto de honor junto a los más desprotegidos de la República: los enfermos, los heridos de guerra.

De nada me valió tampoco. Días más tarde, uno de mis espías vino a secretearme el contenido de una carta que Jullien había dirigido a Robespierre. Según mi informante, en ella se jactaba de cómo había logrado «resistir a los avances eróticos de la ciudadana Cabarrús, a sus melindres de mujer mundana, a sus tontunas indescriptibles». Mi mano temblaba de ira al leer todo esto en el informe de mi asalariado. Pero aún faltaba lo peor. Antes de despedirse aquel jovencito se jactaba en su carta al Incorruptible de «cómo he logrado esquivar las burdas maniobras de una vieja y curtida dama experta en seducciones».

¡Burdas maniobras de vieja! Eso sí que me dolió. ¿Quién y qué se había creído aquel estúpido muchacho apenas un año menor que yo? Desde luego esta «vieja experta en seducciones» aún no había acabado del todo con él. «Espera y verás, Marco Antonio–me dije-, ya veremos quién gana al final, tú no tienes ni idea de quién es esta Cleopatra».

***

Ya tenía yo planeada mi próxima jugada en el tablero de estrategia militar en que se había convertido mi pulso con Marc–Antoine Jullien cuando Frenelle me hizo entrega de un abultado sobre dirigido a mí con la inconfundible caligrafía de Tallien. Inquieta por su grosor procedí a abrirlo y su contenido me heló la sangre.

Amor mío:

Todo está irremediablemente perdido. Si una vez nos atrevimos a soñar con que el Terror que asola Francia fuera a remitir, los últimos acontecimientos vividos en París hacen que yo pierda toda esperanza. Desde hace unas semanas, la Louisette siega cabezas tanto del ala izquierda de la Convención como de la derecha, las de los extremistas y después las de los moderados. Como bien sabes, vida mía, no hace mucho, el antes incendiario Danton decidió ponerse al frente de los denominados «indulgentes» dentro de la Cámara para frenar el horror que estamos viviendo. Esto creó infinitas tensiones entre él y Robespierre, porque los dantonistas cada vez se mostraban más osados en sus críticas a la política de sangre y fuego que propugna el Incorruptible. Así lo proclamó Camille Desmoulins, fiel compañero de Danton, con su elocuencia habitual cuando se interrogó en público diciendo: «¿Queremos acaso eliminar a todos nuestros enemigos por medio de la guillotina? Esto sería sin duda la mayor de las locuras, porque, ¿puede guillotinarse a un individuo sin crear con ello diez nuevos enemigos entre sus amigos y parientes? ¿De veras pensamos que son las mujeres, los ancianos y los débiles los que nos amenazan? De nuestros enemigos no quedan ya sino los débiles y los enfermos».

A partir de ese momento, vida mía, Desmoulins propugnó la creación de un Comité de Clemencia para que revisara cada causa. Naturalmente, él y Danton sabían que esto era tanto como cuestionar la labor del Comité de Salvación Pública y por tanto a Robespierre, pero aun así Camille alzó su voz para concluir su discurso y, parafraseando a Mirabeau, sentenció que en una revolución hay que tener mucho cuidado porque «la libertad es una puta que gusta ser poseída sobre un lecho de cadáveres».

Aunque este discurso era un reto directo a la autoridad de Robespierre, puedo decir que durante un tiempo el Incorruptible pareció inclinarse a favor de los indulgentes. Sin embargo, las cosas cambian demasiado veloces en París, y los últimos días han sido testigos de los siguientes y contradictorios acontecimientos mientras la Louisette funcionaba a todas horas segando cabezas. Primero le tocó entregar la suya a Hébert, el editor del extremista y repugnante periodicucho Le Pére Duchesne. Cuentan que grandes y bullangueras multitudes se dieron cita ante la guillotina para ver cómo moría un ser cuyas venenosas insidias habían logrado llevar a la cuchilla a tantos infelices. «Murió como un cobarde, sin pelotas», es el comentario más extendido que circula por ahí.

Tallien, en su carta, continuaba relatando lo ocurrido poco después y cómo los acontecimientos comenzaron a sucederse en un vertiginoso baile funerario. Contaba que, apenas una semana más tarde de que Hébert fuera guillotinado, Danton, junto con Desmoulins, Hérault de Séchelles y otros muchos fieles fueron arrestados. Y es que la muerte del extremista Hébert no había hecho más que acelerar también la caída de moderados dantonistas, ahora llamados indulgentes. Durante mucho tiempo Robespierre y Danton se habían respetado y a la vez temido, pero era Robespierre quien regía los destinos de Francia y controlaba el ejército, la policía, la justicia, los comités, la Convención y a los jacobinos. Danton, por su parte, era el tribuno más elocuente, el hombre que mayor respeto inspiraba en la Convención; sin embargo, harto de ver cómo la sangre corría libremente por toda Francia, se había atrevido a mostrarse indulgente, es decir, débil… En su carta, Tallien contaba además con lujo de detalles cómo después de su detención, juicio y condena, Danton había muerto de la manera más digna y revolucionaria. Antes de subir al patíbulo intentó abrazar a su amigo Hérault de Séchelles, antiguo miembro del Parlamento monárquico más tarde convertido en regicida jacobino y ahora en indulgente. El verdugo Sansón los separó de forma ruda y Danton rió diciendo: «Qué importa, nada evitará que nuestras cabezas se junten dentro del cesto en unos minutos».

Mientras tanto, su inseparable amigo Desmoulins se vino abajo y lloró como un niño. Pero su pena no era por abandonar este mundo sino por tener que separarse de su amada esposa Lucille. Así, en un bello gesto que me hizo llorar al leer el relato de Tallien, Camille se despidió de ella diciendo: «Veo mis brazos alrededor de tu cuerpo, mis atadas manos abrazándote, mi cercenada cabeza sobre tu regazo y de este modo moriré».

Desde que lo conocí en el Palais Royal, yo había hecho votos para que nuestros caminos se cruzaran alguna vez, pero no fue así. «Quién sabe–me dije con amargura-, si las cosas siguen así en Francia, tal vez nuestras cabezas un día se encuentren, metafóricamente hablando, también en el mismo cesto».

«En cuanto a Danton–continuaba diciendo Tallien en su carta-, sus últimas palabras se han hecho ya famosas. De pie sobre el cadalso, con la camisa abierta y salpicada con la sangre de sus mejores amigos, se volvió al verdugo para decirle con una sonrisa: «No te olvides de enseñar mi cabeza a la gente, Sansón; vale la pena»».

Al leer estas líneas recordé otras palabras póstumas, las pronunciadas por madame Roland y que tan bien sintetizan todo el horror que estábamos viviendo en Francia: «Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre», dijo ella. Su cabeza había caído bajo la cuchilla hacía menos de un año en castigo por ser el alma de los girondinos, aquellos representantes moderados de los departamentos a los que pertenecía Burdeos. Desde entonces, y con la misma inexorable cadencia con que caen las hojas de los árboles, habían ido rodando una tras otra miles de cabezas. La mayoría de ellas de personas ignotas, pero la Revolución, como tantas veces se ha dicho, era Saturno y, como él, acabó devorando también a sus hijos. O lo que es lo mismo: a políticos de uno y otro signo que la habían propiciado. De momento ya habían corrido tal suerte hijos de Saturno tan distintos entre sí como Brissot, Vergniaud, madame Roland, Hébert, Danton, Desmoulins y Philippeaux; incluso la cabeza del muy revolucionario primo del Rey, Philippe Égalité, había sucumbido a la Louisette. «Todas, sí, salvo la del Incorruptible», me dije en voz alta como quien formula un deseo o eleva una plegaria. Pero lamentablemente, en aquellos tiempos en que todos venerábamos a la Razón, nuestra diosa parecía no escuchar plegaria alguna.

A punto estaba yo de guardar de nuevo la carta de Tallien en su sobre cuando de pronto unas palabras escritas en el borde de la última página llamaron mi atención. Parecía una frase garabateada a toda prisa antes de cerrarla y me acerqué a la ventana para que la luz me permitiera leerla.

Él está dispuesto a acabar con todos y cada uno de los elementos que le son contrarios. Pronto se hará pública una nueva prohibición, la de que personas sospechosas y ex aristócratas residan en puertos de Francia. Prepara la huida, amor mío, no pierdas un minuto.

No había duda de a quién se refería Tallien con ese pronombre personal. «Él» no era otro que Maximilien de Robespierre, el pequeño y oscuro abogado de Arras contrario a la pena de muerte y al que yo conocí en otros tiempos convertido ahora en el mayor bebedor de sangre de toda la Revolución. Sin duda, tanto Tallien como yo–me dije entonces–nos habíamos salvado hasta el momento de su sed insaciable posiblemente porque el Incorruptible tenía presas más importantes a las que aniquilar. Pero ahora, muertos los indulgentes, Robespierre bien podía ocuparse de otras piezas menores como nosotros dos. Tallien era una presencia incómoda en la Convención de París, mientras que yo, sin su protección, no era más que una mujer metomentodo que había logrado salvar de la guillotina a demasiada gente…

Por un instante, en mi cabeza se entremezclaron la imagen de Robespierre y la de aquel imberbe Marc–Antoine Jullien que el Incorruptible había enviado después de la marcha de Tallien para vigilarme. En los ojos de ambos pude ver entonces cómo brillaba un mismo y lacerante destello de «virtud» inquebrantable. No había duda de que en cuanto se hiciera pública la ley que prohibiría a los aristócratas vivir cerca de puertos de mar, Jullien actuaría sin piedad contra mí. Si deseaba salvarme, una vez más debía huir y hacerlo cuanto antes, pero ¿cómo? Y sobre todo, ¿hacia dónde?

DE CÓMO NUESTRA SEÑORA DEL BUEN SOCORRO SE CONVIRTIÓ EN BABETTE CINCO LEGUAS

Sin perder un minuto, Frenelle y yo comenzamos a preparar la partida. Fueron días de gran agitación porque, tal como ocurría a menudo en aquellos tiempos, antes de que se hicieran públicas nuevas disposiciones la ciudad entera hervía de rumores. Unos decían que el propio Robespierre estaba planeando una vistita a Burdeos; otros, que la guillotina había vuelto a funcionar con la misma frecuencia que antes en la fortaleza de Hâ, y, mientras tanto, Frenelle y yo nos afanábamos en nuestros preparativos tratando de no despertar sospechas. Al único que confié mis planes fue a tío Dominique, aunque, para no comprometerlo, me pareció preferible ocultarle a dónde me dirigía, o mejor aún, indicarle otro destino.

— Tengo pensado ir a Orleáns, tío, allí vive ahora madame Boisgeloup, mi antigua tutora, de la que alguna vez te he hablado, ella es una gran amiga–le dije.

— Querida mía, sólo te ruego una cosa: que no lleves contigo al pequeño Théodore. Un viaje como éste es demasiado peligroso como para embarcar en él a una criatura. El niño estará mejor con nosotros, tu tía estará encantada de cuidarle.

Mi muy silenciosa tía nunca había jugado un papel preponderante en mi vida y yo tenía la convicción de que no aprobaba demasiado eso que las damas respetables llaman mi «conducta», pero aun así era una mujer bondadosa, generosa también, siempre me lo había demostrado.

— Yo no quería imponeros esa carga, tío. Para no someter al niño a los peligros de un viaje incierto tenía pensado dejarlo aquí al cuidado de uno de mis criados, del bueno de Bidos.

— ¡Semejante disparate! — me interrumpió tío Dominique-. ¿Cómo se te ha podido ocurrir tal cosa, muchacha?

— Tú y yo sabemos que los hijos de sospechosos son criaturas incómodas para todo el mundo, tío Dominique. Muchas personas bienintencionadas han acabado en la guillotina sólo por acoger a un niño de un enemigo de la República.

— Semejante disparate–repitió mi tío mientras movía a derecha e izquierda la cabeza como intentando desembarazarse de una idea que le parecía descabellada-. Tú prepara tu marcha a Orleáns, niña, que de cuidarme de los rigores de los patriotas ya me ocupo yo.

— Tío Dominique, a ti no puedo engañarte, no es a Orleáns adonde me dirijo, sino…

Suavemente, tío Dominique posó sobre mis labios dos de sus dedos.

— No, querida, no me digas nada. Para mí, tú acudes en ayuda de tu vieja y buena amiga madame Boisgeloup, que se encuentra sola y débil de salud, eso es todo lo que necesito saber. No, miento. También necesito saber si te hace falta dinero. Sólo una bolsa muy bien provista puede asegurar el éxito de un viaje en estos tiempos. Naturalmente, imagino que, ahora que no necesitas dejar con Bidos al pequeño Théodore, harás que tu criado viaje contigo, ¿verdad? Es impensable que una mujer sola pueda transitar por los caminos de Francia.

Yo le aseguré que llevaría conmigo a Bidos, que no se preocupara. También le agradecí su generosa oferta de dinero, de la que sólo acepté una pequeña parte, y le abracé con fuerza. Cuando nos despedimos, había lágrimas en sus ojos. Hizo ademán de besarme en la mejilla, pero se detuvo. Entonces, tomó con su mano izquierda mi rostro mientras que con la derecha trazaba una pequeña cruz sobre mi frente igual que Mademoiselle solía hacer cuando yo era niña. Mis ojos también se llenaron de lágrimas.

— Que Dios te bendiga, Nuestra Señora del Buen Socorro–dijo.

***

El temor de mi tío Dominique sobre los peligros de la ruta estaba más que fundado. En los caminos de Francia uno no sabía qué era peor: si caer en manos de los sans–culottes, que en teoría se encargaban de pedir salvoconductos y controlar el paso de sospechosos pero que en realidad con más frecuencia se dedicaban a tomarse la justicia por su mano o, por el contrario, ser víctima de la multitud de ladrones o bandoleros que infestaban los caminos. Y a estas indeseables compañías había que añadir además el no despreciable número de campesinos hambrientos que, cada vez con más frecuencia, se echaban al monte para subsistir a costa de los viajeros. En cuanto a mi destino, mi intención no era dirigirme a Orleáns a ver a madame Boisgeloup; tampoco ir a París, que hubiera sido tanto como meterse en la boca del lobo, sino refugiarme en Fontenay–aux–Roses, la antigua propiedad de mi marido cercana a la capital. Aquella casa que yo tanto amaba me había tocado en el reparto de bienes tras el divorcio no por la generosidad de Fontenay, sino por su desidia. Desde su huida a la Martinica, la propiedad estaba abandonada y se me antojó el lugar más seguro para refugiarme, al menos hasta que pudiera hablar con Tallien y planear juntos nuestros próximos pasos.

Sin embargo, y como se verá, llegar hasta allí iba a requerir de arrojo y no poca astucia, eso por no mencionar mis dotes teatrales. Afortunadamente, para entonces me había convertido ya en una actriz consumada capaz de encarnar cualquier papel: antaño el de dama mundana, después el de amante de un revolucionario y represor, a continuación y con gran placer el de Nuestra Señora del Buen Socorro, combinado éste con el de la diosa Razón. Y ahora, dadas las circunstancias, tocaba convertirme en… voleuse.

Voleuse? ¿Nada menos que en una vulgar ladrona, madame? — se escandalizó Frenelle cuando le expliqué mis planes.

— Sí, querida, y no hace falta que te repita por enésima vez que no me llames madame. Ya sé, Frenelle, que tienes la irritante costumbre de recurrir al tratamiento cuando desapruebas lo que digo, pero esta vez es más necesario que nunca que te apliques en domeñar tu lengua. Si se te escapa un «madame» durante este viaje será el fin de ambas.

— En efecto, madame–subrayó Frenelle con retintín-, bien podría ser nuestro fin, sobre todo cuando os empeñáis en que viajemos solas. ¿No podría al menos acompañarnos Bidos como tan sensatamente sugirió vuestro tío? Él ya tiene una edad, es cierto, pero al menos es una protección masculina. Dos mujeres solas por los caminos de Francia son poco más que dos mujeres muertas, o violadas en el mejor de los casos.

— Prefiero que Bidos vaya por delante y prepare la casa para cuando nosotras lleguemos. Además, él ya no es ningún niño, de modo que de poco nos servirá su ayuda si, como tú dices, pretenden violarnos o acabar con nosotras. En cambio, yo tengo la mejor protección contra ambas cosas.

— Sí–respondió Frenelle en tono sarcástico-, supongo que os referís a vuestro aspecto físico. Me permito recordaros que vuestra belleza de Cleopatra no pudo mucho contra el último Marco Antonio.

Esta mención al imberbe Jullien me dolió, pero la pasé por alto, no había tiempo para largas discusiones con Frenelle. Intenté explicarle en cambio que, si bien había palabras como «madame» que podían ser muy peligrosas durante nuestro viaje, había en cambio otras que podían servirnos de protección.

— Como la palabra voleuse, que has mencionado hace un rato y que tanto te desagrada, Frenelle, o la palabra «fantasma». ¿No conoces acaso esa vieja estrategia que dice que la mejor manera de derrotar al enemigo es hacerlo con sus propias armas? Tú déjame hacer a mí y verás como el sábado a más tardar estamos en nuestra querida Fontenay–aux–Roses tomando una taza de chocolate.

Frenelle adoraba el chocolate, un manjar tan caro como delicioso que se había puesto de moda en tiempo de los reyes y al que se atribuían todo tipo de virtudes, desde las afrodisíacas a las alucinógenas. Podría parecer que encontrar chocolate en aquellos tiempos inciertos fuera más difícil que dar con una aguja en un pajar, pero no era así. Durante toda la Revolución, yo seguí disfrutando de él, sobre todo en Burdeos, que al ser puerto de mar lo recibía de contrabando y desde allí se distribuía a toda Francia.

— ¿A qué te refieres con eso de que al enemigo hay que derrotarlo con sus propias armas? — preguntó Frenelle, tuteándome ya por fin e incluso obviando por una vez el suculento tema del chocolate.

— Te lo iré explicando poco a poco para que no te escandalices demasiado. Tú, de momento, ocúpate de pedirle a esa amiga tuya, Nini…

— ¿Nini la Pelirroja?

— Sí, querida, la que «trabaja» cerca del parque. Dile que nos venda sus enaguas, sus corpiños más indecentes y dos pares de sus medias rojas. Y por favor, conmínala a que no diga una sola palabra a nadie. A cambio, puedes asegurarle que le pagaremos bien. Yo me ocupo del resto.

— Miedo me das, Teresa…

— Babette–respondí-, a partir de ahora me llamo Babette Cinco Leguas y tú, Madelon, por ejemplo.

— ¿Y a qué viene eso de las cinco leguas?

— No tardarás en saberlo, ma chére…

***

Salimos de Burdeos no de noche sino a plena luz del día para no despertar sospechas, tal como si fuéramos a dar un paseo a caballo. Los amables ciudadanos que se asomaban a sus ventanas para saludar o agradecer mi ayuda en favor de alguno de sus allegados se habrían sorprendido enormemente de saber que, bajo nuestros capotes de paseo, llevábamos alegres corpiños más propios de una ramera que de Nuestra Señora del Buen Socorro, enaguas de colores como las que usan las zíngaras, medias rojas y también cascabeles en los zapatos y esclavas en los tobillos. Sí, con estas únicas armas emprendimos Frenelle y yo un viaje que iba a durar tres días con sus noches. Sobre lo que aconteció durante el camino, mi hija María Luisa insiste en que corra eso que los castizos llaman un tupido velo, o mejor aún, que mienta. «Por tu bien, mamá, y por el de todos nosotros, tus hijos, sáltate esta parte, te lo suplico. Además, ¿qué aporta a tu historia lo que pudo suceder en la ruta? Nada en absoluto, se trata sólo de una escena de tránsito y sin consecuencias para lo que se narra más adelante. ¿A quién puede importarle el uso que Frenelle y tú hicisteis durante esos tres días de, cómo decirlo, de vuestras enaguas, esclavas o corpiños?».

Comprendo lo que dice mi pequeña María Luisa. A ella, como a todas las muchachas de esta época tan pacífica y por tanto pacata y puritana que le ha tocado vivir, le avergüenzan ciertas escenas de las que llaman «de cama». Más aún si éstas no tienen lugar entre mullidos colchones, sino en lugares mucho más incómodos y miserables como pajares o cunetas y tienen a su madre como protagonista. Está bien, hija mía, procuraré ahorrarte ciertas circunstancias. Pero lo que no me resigno a omitir es de qué modo surgió el apodo de Babette Cinco Leguas y cómo hice uso de ese nombre; creo que tu puritana censura no se verá agraviada por esta curiosa historia.

Corría por aquel entonces la leyenda de que había habido una ladrona gitana de nombre Babette que, junto con su hermana gemela, murió una noche de luna a manos de los forajidos. Se decía que aquellas dos muchachas habían perecido a cinco leguas de distancia de su campamento, pero que antes de expirar alcanzaron a echar una maldición a sus asesinos. Por lo visto, desde ese día y siempre según la leyenda, las dos mujeres salían al paso de los sans–culottes, ladrones o viajeros para pedir su protección durante cinco leguas, exactamente cinco. La historia tenía todo el aspecto de ser falsa. Con la cantidad de muertes y violaciones que se producían en los caminos de Francia, lo más normal era que la ruta estuviese infestada de fantasmas y almas en pena como la tal Babette Cinco Leguas, pero aun así no era cuestión de desaprovechar aquella leyenda llena de posibilidades. He aquí como Frenelle y yo nos valimos de aquellos fantasmas para caminar a salvo muchas más leguas que cinco.

Después de viajar un largo trecho sin contratiempos, llegó el momento de atravesar una región especialmente peligrosa. Era una noche de luna clara y Frenelle y yo viajábamos envueltas en nuestros capotes. Así pudimos ver cómo en un recodo del camino, y apenas disimulados entre los arbustos, acechaban dos hombres que no tardaron en salirnos al paso deteniendo nuestras cabalgaduras.

— Déjame hablar a mí y no digas ni una palabra–le susurré a Frenelle mientras se acercaban, y ella se envolvió aún más en su capote de viaje. Temblaba.

— ¿Quién va? — dijo uno de ellos. Y pude ver que se trataba de un hombre alto y malencarado con una cicatriz que le atravesaba el rostro. Me apresté a responderle y alzando la voz declaré:

— Somos las sin nombre.

El tipo aquel lanzó un juramento al tiempo que decía:

— ¿Y qué queréis decir con eso? Hablad, porque vuestra vida nada vale, a menos que tengáis algo que nos merezca la pena.

Yo entonces descubrí mi cara, que resplandecía muy blanca a la luz de la luna, y lo miré sonriente al tiempo que hacía brillar y tintinear las pulseras que adornaban mis muñecas.

— Cinco leguas–dije-. Tu vida por cinco leguas.

Vi entonces cómo aquel hombre palidecía y se echaba hacia atrás. Su compañero, en cambio, que era más joven y burdo, no se amilanó. Fue hacia mí haciendo ademán de desmontarme de mi cabalgadura. Casi lo había conseguido cuando de un puñetazo lo derribaron y rodó al suelo. Era su compañero, el de la cicatriz, quien así procedió, y cuando el agredido ya se disponía a ir hacia él desnudando la hoja de su cuchillo, el primero alzó su mano al tiempo que decía:

— Desgraciado, ¿no te das cuenta? Es ella, Babette.

Nunca un nombre sonó tan dulce a mis oídos: Babette. Y ni siquiera había hecho falta que yo lo pronunciase en ningún momento para que el fulano de la cicatriz temblara de pies a cabeza. Su compañero, para quien sin duda el nombre no significaba nada, intentó replicar, pero era evidente que, de los dos, el de la marca en la cara era el jefe. Por si podía servir de algo, en ese momento yo abrí mi capote y permití que la luna descubriera el resto de mi atuendo de zíngara: la camisa muy blanca y vaporosa abierta hasta el pecho, el corpiño lleno de cintas, las esclavas de mis tobillos, las enaguas de colores, las medias rojas…

Ignoro si aquella cicatriz que el hombre tenía en la cara estaba relacionada de algún modo trágico con la tal Babette y hubiera sido una torpeza por mi parte preguntárselo. Lo que sí sé es que esa noche Frenelle y yo viajamos no cinco, sino muchas leguas más escoltadas por dos forajidos. Por fin, cuando vi que las luces del alba podían quebrar el hechizo, miré al hombre y, señalando un bosquecillo próximo, dije con mi mejor voz de ultratumba: «Babette ha llegado a su casa». Nos despedimos y ésa fue la última vez que los vi, a él y a su camarada. Ahora que soy vieja puedo decir que nunca en toda mi vida he viajado en tan silente, segura y respetuosa compañía, de modo que Dios (o la diosa Razón) bendiga a la tal Babette dondequiera que esté. Yo no creo en los fantasmas, pero desde aquel viaje les estoy enormemente agradecida.

Por desgracia, no todas las compañías indeseadas que encontramos en nuestro camino eran tan crédulas como aquellos dos ladrones. Otros tipos con los que tropezamos después se mostraron más difíciles de contentar hasta que esta «fantasma» servidora de todos ustedes no tuvo más remedio que mostrarse más carnal y hacerles comprender que tanto Frenelle como yo estábamos dispuestas a compartir con ellos una jarra de mal vino e incluso su jergón de paja si era menester. Ésta es, naturalmente, la parte del viaje que mi hija María Luisa desea que omita. ¿Te escandalizas, pequeña mía? ¿Te produce rubor y pena imaginar a la muy respetable marquesa de Fontenay, más tarde madame Thermidor y luego princesa de Caraman–Chimay como una vulgar ramera? He aquí sin duda la mayor dificultad con la que se encuentra un cronista cuando habla de tiempos duros o simplemente pretéritos. Quien lee, juzga siempre desde la atalaya de su cómoda vida presente, tan ordenada, tan entre algodones. Aquellos eran tiempos rudos, María Luisa, y las cosas que ocurrían eran igualmente rudas. Tanto como favores y besos vendidos por un mendrugo de pan o por un salvoconducto. Tanto como tres noches en pajares y cunetas abrazadas Frenelle y yo a cuerpos empapados en alcohol y llenos de piojos. Tanto como bailar desnudas para agradar a un posadero. Tanto como… Rellene el amable lector los puntos suspensivos con su imaginación. Nada de lo que alcance a elucubrar será tan sórdido como lo que vivimos mi amiga y yo en aquel viaje.

DE NUEVO EN CASA

Fontenay–aux–Roses estaba más hermosa que nunca. O tal vez fueran los ojos de quien mucho ha tenido que penar para llegar allí los que la embellecían. Sea por la razón que fuere, aquella casa en la que durante mi matrimonio yo había sido (casi) feliz se me antojó el paraíso. La temprana primavera de 1794 estallaba en cada macizo de hortensias, en cada parterre de rosas, en cada brote de hiedra tierna, mientras que la casa, a pesar de haber estado cerrada durante tanto tiempo, conservaba intacto ese encanto que la había hecho célebre entre mis antiguos amigos. A medida que Frenelle y yo nos acercábamos al edificio principal por el camino lleno de maleza, no podía evitar el recuerdo de aquellas ya lejanas meriendas sobre la hierba, los helados de leche fresca, las conversaciones indolentes, los amores despreocupados. Sí, todos los fantasmas de pasadas glorias estaban allí, muy vívidos, saludando a aquella Babette vestida de zíngara con el cuerpo y el alma magullados pero feliz por estar de nuevo en el jardín del Edén del que un día fuera expulsada.

Después de abrazarnos con Bidos, que también había llegado sano y salvo, lo primero que hicimos tras desembarazarnos de nuestros capotes de viaje fue recorrer una a una las estancias, abrir las ventanas, dejar que la luz y la vida volvieran a iluminar aquellas habitaciones dormidas, riendo como dos niñas. Al cabo de unos minutos, me volví alegremente hacia Bidos para preguntarle qué noticias había de Tallien, y aunque me respondió que ninguna, yo no estaba dispuesta a que nada me robara el delicioso placer de despertar a Fontenay–aux–Roses, que, al conjuro de nuestras risas y como esas casas encantadas de los cuentos, poco a poco empezaba a desperezarse, a volver a la vida. Fue sólo varias horas más tarde, después de darme un buen baño y comer algo, cuando volví a pensar en Tallien y decidí enviarle unas líneas. No tener noticias suyas era sin duda un mal presagio, pero no permití que ninguno de mis temores se trasluciera en aquella corta misiva. En ella le decía escuetamente y con el aire más despreocupado y ligero posible que estaba ya en Fontenay, que había llegado sin demasiados contratiempos y que esperaba su visita.

Tallien acudió no a la mañana siguiente, como yo había previsto, dada su devoción por mí, sino dos días más tarde, y en cuanto lo vi me di cuenta de que algo en él había cambiado. Me abrazó con gran ternura, es cierto, y me cubrió de besos y de bellas palabras como era habitual. También el timbre de su voz mantenía ese mínimo temblor reverente que no podía controlar al hablar conmigo, y sus manos al rozarme eran tan trémulas y devotas como siempre lo habían sido. Sin embargo, a la extraña turbación que le causaba mi presencia había que añadir ahora algunos nuevos desasosiegos. Se le veía encogido, amedrentado. Aquel arrojo que le llevaba a desafiar a la autoridad para complacerme y que yo llegué a confundir con gallardía había desaparecido por completo. En su lugar encontré a un hombre vacilante, desconfiado, que parecía mirar con recelo hacia un lado y otro, y esta nueva actitud dominaba todos sus actos. Yo quería, por ejemplo, que nos sentáramos a departir en la biblioteca ante un gran ventanal desde el que podía verse el jardín lleno de flores, pero él insistió en hacerlo en un sitio más recogido. «Uno más seguro», dijo, y luego, como quien teme que las paredes oigan, en voz tan pausada como baja fue contándome detalles de todo lo que había pasado en París en las últimas semanas.

Habló de sus esfuerzos como presidente de la Convención por defender la vida de los indulgentes y en especial la de Danton. «No sabes en lo que se ha convertido la Asamblea, Thérésia. Cualquier cosa que uno diga se estrella irremediablemente con dos inexpugnables muros. Primero, contra la oratoria de Robespierre, que exhibe siempre, tras sus palabras, la amenaza de la guillotina. Y segundo, contra el miedo pánico que le profesan todos los diputados y que les obliga a apoyar sin reservas cualquier consigna que él dicte, cualquier disparate con tal de conservar la cabeza sobre los hombros».

— Y lo peor de todo, Thérésia–continuó diciendo Tallien mientras tomaba mi mano entre las suyas sudorosas-, es la forma en la que «él» mira. O peor aún, cómo mira a través de una persona fingiendo no verla, porque ésa es la señal de que pronto asestará un nuevo golpe. Y ahora, desde hace unos días, noto que «él» me ignora, que pasa por mi lado hablando con otros al tiempo que deja, sólo por un segundo, que resbalen sobre mí sus ojos duros y brillantes como dos escarabajos. Él…

He observado que cuando las personas, y en especial los hombres, utilizan sólo un pronombre para hablar de alguien, significa una de estas dos cosas: que sienten por él o ella una gran veneración o bien un gran temor. Dicho pronombre personal no podía referirse, naturalmente, a otro que al Incorruptible, el hombre más temido de Francia, ese que, invocando a la Virtud, hacía caer una y otra vez la hoja de la guillotina. Tallien pasó un dedo trémulo entre el cuello de su camisa como si éste le oprimiera y luego continuó:

— Pero lo peor de todo son ciertas palabras que han llegado a mis oídos ayer mismo. Siempre hay un buen amigo o un mercachifle de malas noticias que le cuenta a uno estas cosas, mi bien. «Ese Tallien me da escalofríos», dicen que dijo el otro día a la salida de la Convención. Y esas palabras, Thérésia, en sus labios son tanto como una sentencia de muerte.

Yo le escuchaba con suma atención, pero al mismo tiempo era víctima de sentimientos contradictorios. Por un lado, existía en mí el inevitable temor de lo que podía significar para ambos estar en el punto de mira del Incorruptible, pero por otro no podía evitar sentir de pronto hacia Tallien un cierto desprecio por su miedo, por su debilidad. Qué extraños son los afectos, me decía mirando aquel rostro y aquel cuerpo rudo que tantas veces había abrazado, qué caprichosos e imprevisibles pueden ser a veces los sentimientos que nos hacen, en según qué ocasiones, amar a la persona más inadecuada, incluso, como en mi caso, a un canalla, a un ladrón o un asesino. Hasta que un buen día, y nadie sabe por qué, el encanto se quiebra y entonces esa persona nos parece aún más despreciable de lo que ya es no por sus pecados, que siempre conocimos, sino precisamente por el hecho de haberla amado, o al menos de haberla deseado. Y es que todos creemos que se ama a alguien por sus virtudes o por sus atributos, sean éstos físicos o morales, pero es mentira. jamás se ama o se desea a alguien por sus virtudes, por muy grandes que éstas sean, sino siempre a pesar de sus defectos.

Huelga decir que estas dos últimas reflexiones no las hice en ese momento. A los veinte años no se conoce del amor nada más que sus impulsos, a los que yo me entregaba sin hacer preguntas. Pero lo que sí puedo afirmar es que, de pronto, esa mañana noté claramente cómo cambiaban mis sentimientos hacia Tallien. Lo vi empequeñecido, más bajo y mucho más ruin. Ahora que soy vieja sé que existe en nuestras vidas, y sobre todo en nuestros afectos, un extraño dispositivo, algo así como una llave de paso que hace que todo cambie en un segundo, bien encendiéndose de pronto una llama, bien apagándose para siempre. Pasado el tiempo, uno puede dar todo tipo de inteligentes razones para explicar qué produce ese mágico y por otro lado tan caprichoso chispazo o qué lo extingue. Yo podría decir ahora, desde la atalaya de mis sesenta y dos años, que si de pronto se me quebró el amor y comencé a ver a Tallien con otros ojos fue por su cobardía ante el peligro inminente. Por esa pusilanimidad, o peor aún, falta de hombría, que, confesémoslo o no, influye en la opinión que nosotras tenemos de un hombre. Podría decir que se me cayó de pronto la venda de los ojos y lo vi tal cual era: un oportunista, un asesino y ahora además un cobarde, pero nada de esto pensé entonces, sólo noté cómo se extinguía en mí aquella mágica llama.

— ¿Debo entender entonces, monsieur–le dije usando deliberadamente ese apelativo que tan proscrito estaba en nuestra Revolución-, que la Convención no sólo está llena de timoratos, sino que tiene por presidente al más cobarde de todos ellos? ¿A alguien como vos, Tallien, que no posee ni la fuerza ni la voluntad para luchar contra un hombre que, por más incorruptible que se diga, no es más que un pobre diablo?

— ¿Cómo puedes hablar así de él? — se escandalizó Tallien-. ¿No sabes acaso que toda Francia tiembla con sólo oír su nombre, y que no hay otra ley que su palabra?

— Palabras–le respondí con desdén-, eso es lo único que tenéis vosotros, los hombres. Huecas, ampulosas, vacías y estúpidas palabras. La Convención está llena de ellas, pero las palabras no matan.

— Sí lo hacen, vida mía. Matan, arruinan, guillotinan. ¿Qué es lo que intentas decirme, Thérésia?, ¿qué es lo que quieres de mí?

— Nada, sólo que si las palabras matan, también las tuyas pueden hacerlo. Yo he sido testigo de cómo tus arengas enardecían al populacho muchas veces. Lo hicieron durante las Masacres de Septiembre, ¿no es así? También conozco tus dotes oratorias a la hora de azuzar a los verdugos del Comité de Vigilancia de Burdeos para que la guillotina funcionase con más presteza. Y sé por fin, aunque tú no me lo hayas contado, todo lo que fuiste capaz de hacer y de decir en Tours como representante y represor antes de que nos conociéramos. Sí, tienes razón, Tallien, tus palabras matan. Úsalas entonces contra el Incorruptible, libra a Francia de ese monstruo, tú puedes hacerlo. Y, por lo que más quieras, de ahora en adelante, cuando hables de él, pronuncia su nombre, no lo omitas como si estuvieras hablando de Dios y temieras decir su nombre en vano. Se llama Maximilien de Robespierre y es un hombre de carne y hueso como cualquier otro, incluso tiene el cuello más delgado que la mayoría; uno que tú podrías muy bien cercenar, Tallien, sólo es cuestión de audacia. Si de verdad me amaras, lo harías.

«Si de verdad me amaras». He aquí un ábrete sésamo femenino viejo como el mundo que puede encontrarse detrás de multitud de gestas masculinas. Son sólo cinco palabras, pero tan eficaces que a veces da rubor recurrir a ellas de puro torticeras. ¿Quién de nosotras no las ha usado alguna vez? Y funcionan siempre porque apelan a las dos cosas que más valoran ellos: su ego y su hombría. Por lo general, no me agrada utilizar recursos tan tramposos, pero no era aquél momento de desdeñar arma alguna. Por eso pronuncié esas cinco palabras muy despacio y luego me detuve a ver qué efecto causaban en Tallien. Él permaneció en silencio unos minutos y a continuación, tomando su sombrero, tan ostentoso y florido, tan revolucionario e incongruente con su actual estado de ánimo, se dirigió a la puerta. «Me pides demasiado», fue lo único que dijo. Sin embargo, algo en el extraño brillo de sus tristes ojos me hizo intuir que mis palabras no habían caído en tierra baldía. Tallien siempre cumplía mis deseos. Pobre Tallien.

PARÍS EN TIEMPOS DEL TERROR

Por aquel entonces, París era un monstruo que se devoraba a sí mismo en un continuo afán de depuración. De la ciudad alegre y confiada que un día fue, se había convertido ahora en un nido de delatores en el que todos se observaban para acusarse unos a otros de falta de patriotismo o de connivencia con alguno de los miembros de los partidos derrotados. Las secciones populares que tanto ayudaron al triunfo de la República estaban ahora cerradas, e incluso entre los jacobinos, el partido al que pertenecía Robespierre, nadie se atrevía a hablar excepto los funcionarios del Comité de Salvación Pública, que eran, precisamente, los encargados de sembrar el terror. Porque tenía razón Tallien: las palabras mataban. Y esto lo sabían no sólo los responsables del temido comité, sino también los responsables de todas las publicaciones y periódicos que con sus escritos incendiarios tanto habían contribuido primero a la muerte del Rey y, más adelante, al triunfo del Terror. Porque, ¿acaso no habían sido sus propias e incendiarias palabras las que, a la postre, acabaron tanto con Danton como con Hébert y también con el bello Desmoulins?

Según me contaba Tallien, tras la última «limpieza» y una vez que la cabeza de Danton y los demás indulgentes se hubieran convertido en pasto de los gusanos, la Convención era ahora un inmenso cadáver que callaba y asentía sin rechistar a todas las propuestas del Comité de Salvación Pública, desde donde reinaba «él», ése cuyo nombre jamás se mencionaba.

Mientras tanto, en las calles, el espectáculo diario de los guillotinamientos, a los que asistía el pueblo como quien va al circo, se complementaba irónicamente con el de los teatros. Éstos continuaban funcionando, pero los empresarios no se arriesgaban con obras no ya de tinte contrarrevolucionario, sino siquiera con las clásicas o cómicas. Los títulos que se exhibían tenían, por tanto, el mismo color rojo sangre de todo el resto de la ciudad. Así, cuando los buenos ciudadanos de París se cansaban de ver la muerte en directo, podían solazarse con obras como La guillotina del amor, Los crímenes del feudalismo o La toma de Toulon por los patriotas. También la Louisette se había vuelto aún más teatral si cabe. Ahora salía de tournée para que los ciudadanos y ciudadanas de los distintos barrios de París tuvieran ocasión de disfrutar de sus actuaciones en directo. Y mientras presenciaban la ceremonia de la muerte, unos comían, otros bebían y las mujeres, como ya es célebre, tricotaban. La Louisette, de la plaza de Gréve, donde estuvo primero, pasó a la del Carrousel, luego a la plaza de la Revolución, después a la de la Bastilla y por último a la del Trône Renversé. Las carretas llenas de condenados traqueteaban todos los días rumbo a una plaza u otra, pero ya nadie se asomaba a verlas pasar porque también este desfile terminó por convertirse en un espectáculo tan repetido que producía hastío. Para tener una idea de cuán habitual se estaba volviendo la ceremonia de las decapitaciones, baste decir que pocos meses más tarde de la fecha en la que ahora nos encontramos, de un promedio de cinco ejecuciones diarias en el mes de Prairial, es decir, a principios de junio, se pasaría a veintiséis cabezas diarias a finales de ese mismo mes; se puede decir que durante el reinado del Terror trescientos mil sospechosos fueron arrestados; diecisiete mil oficialmente ejecutados y muchos murieron en prisión sin juicio.

Sin embargo, como a todo se acostumbra el ser humano, incluso a convivir con lo monstruoso, en la ciudad existían ciertas tendencias y actitudes que se pusieron de moda porque, en la desgracia, eran muchos los que recurrían al humor o a la frivolidad e incluso al esperpento para sobrevivir. Así, surgió de pronto una especial atracción dionisíaca y a la vez morbosa por las diversiones o el placer. Entre los condenados que iban a morir al día siguiente, y como ya he contado al principio de este relato, se estilaba planear y ensayar todos los detalles previos al momento en que iban a rodar sus cabezas. Unos preparaban pequeños textos para leer ante el patíbulo, otros decidían cortarse el pelo en un estilo al que llamaban «guadaña», y todos–o casi todos–gustaban de ensayar la coreografía de reverencias que iban a dedicar al público reunido ante el patíbulo. No sólo había ensayos teatrales y peinados para éste, sino también representaciones amorosas en todas sus vertientes. Lo que quiero decir es que en las cárceles todos se entregaban con fervor a Eros.

Sin medida, sin freno, sin distinción de edad, de clase o de sexo, se amaba y se copulaba con no importaba quién, porque era menester celebrar así hasta el último minuto de vida.

Pero no sólo los condenados copulaban sin freno; también en las calles los viejos, los jóvenes, e incluso los más tiernos adolescentes lo hacían sin importarles dónde ni con quién. On doit se hâter de aimer, tenemos que apresurarnos a amar, era la consigna que corría de boca en boca, porque había que darse prisa, apurar la vida a sorbos, sentir, vibrar, soñar, reír, amar, sí, mañana bien podía ser el último día de nuestras vidas.

UN MISTERIOSO PERSONAJE

Antes de que todo lo que he descrito llegara a su máxima expresión, hacia el mes de mayo me encontraba yo una mañana especialmente bella en mi jardín de Fontenay–aux–Roses. Las libélulas volaban perezosas alrededor en un pequeño estanque que había al fondo de la propiedad junto al que me gustaba sentarme para observar cómo grandes peces de colores lo circunvalaban hasta asomar entre los nenúfares. En días tan hermosos, casi lograba convencerme de que todo lo que contaban no era más que un mal sueño del que despertaría pronto. Y cuando esto ocurriera, la vida volvería a ser como había sido antes, o lo que es lo mismo, tal como era en ese mágico momento, con las libélulas reflejándose en la espejada superficie del estanque.

— Madame–me dijo entonces Bidos rompiendo el encantamiento-, han traído un mensaje para vos, pero no han querido esperar respuesta. — Y sin más preámbulos me tendió un papel doblado en cuatro sin lacre y ni siquiera sobre. En Burdeos yo había recibido con frecuencia mensajes así. Solía tratarse bien de advertencias de futuras detenciones, bien de súplicas para que yo ayudara a tal o cual persona. Muchos de ellos, además de venir sin sello, carecían incluso de remitente, porque muy pocos eran los que se atrevían a comprometer su firma en según qué cartas. Desdoblé el pliego y vi que la misiva al menos iba firmada, aunque el nombre que figuraba al pie me era del todo desconocido. Rezaba así:

Nuestros caminos se cruzaron en Madrid y vuelven a cruzarse aquí, en Francia. Y ahora es mi doloroso deber advertirte, ciudadana, de que el Comité de Salvación Pública pronto tomará la determinación de arrestarte. Aquí tienes, sin embargo, un amigo en quien puedes confiar. No estás segura en esa casa, convendría mucho más que te perdieras en París; yo puedo preparar los detalles y también el acomodo. Acepta esta amistad que te brindo. Pronto recibirás noticias mías.

Firmado: TASCHÉREAU

Fue así como entró en mi vida uno de los personajes más enigmáticos y ambiguos que he conocido nunca. Taschéreau. ¿Taschéreau? ¿Había yo oído alguna vez ese nombre? Su caligrafía parecía revelar la personalidad de alguien minucioso, taimado, alguien que, si hacemos caso al diminuto tamaño de las letras que formaban su nota, gustaba pasar inadvertido y actuar en la sombra, pero por más que lo intenté no logré recordar de quién podía tratarse. El enigma no se desveló hasta la mañana siguiente, cuando, sin avisar, se presentó en casa dicho señor, y debo decir que su persona se correspondía punto por punto con lo que yo había imaginado analizando su caligrafía.

Taschéreau era un hombre de mediana edad, aspecto de pájaro y ojos muy separados y penetrantes, como los de un aguilucho. Vestía levita oscura, lo que aumentaba su aspecto avícola, y en su boca de labios muy finos flotaba una perenne sonrisa.

— Veo que el tiempo se ha ocupado de convertiros en lo que siempre supuse era la más bella de las promesas–dijo a modo de halagador saludo mientras se inclinaba para besar mi mano de una manera muy poco revolucionaria.

— Me disgusta tener que reconocer que no recuerdo… — comencé diciendo, pero él me interrumpió con un vaivén de la mano.

— El sol no tiene por qué recordar aquello que alumbra; en cambio, un simple mortal como yo recuerda perfectamente una estrella, aunque en aquel entonces fuera tan sólo una niña chiquita y muy linda.

Estas últimas palabras las pronunció Taschéreau en un español tan correcto que primero me sobresaltó y luego me hizo sonreír. Entonces me dijo que hasta hacía unos años había vivido fuera de Francia, en concreto en Madrid, como empleado de la Embajada francesa en aquella ciudad. Allí había tenido la fortuna de conocer no sólo a toda mi familia, incluida yo, sino también al señor Moratín, del que era buen amigo y, según él, compañero en no pocas conspiraciones.

— Todas inofensivas–se apresuró a aclarar observándome con sus ojos de ave-. Inofensivas pero muy hábiles. Más tarde, a mi regreso a París, tuve la fortuna de situarme en esferas muy cercanas a la Convención. Por eso, al llegar a mis oídos lo que se prepara contra vos, me he apresurado a escribiros. No hay tiempo que perder. Debéis huir, Teresa.

— ¿Huir? — repetí yo intentando ganar tiempo para observar al señor Taschéreau y cavilar a qué podía deberse tan extraño discurso y su interés por mí-. Es evidente, ciudadano, que nadie está a salvo en estos tiempos inciertos, pero yo ni siquiera sé adónde dirigirme. Hace muy poco que he llegado de Burdeos y mucho me temo que, si en efecto está a punto de aprobarse una orden de detención contra mí, esta vez no lograré llegar muy lejos. ¿Adónde podría ir? Y, decidme, ¿cómo habéis sabido vos de dicha orden contra mi persona?

Taschéreau me miró una vez más con sus ojos rapaces y no contestó a la segunda pregunta. En cambio, sí lo hizo a la primera y en términos que no dejaron de sorprenderme y, a la vez, alarmarme.

— Más que huir, yo os recomendaría todo lo contrario: meteros en la mismísima boca del lobo–dijo sonriendo. Y al notar mi extrañeza explicó-: He estado siguiendo vuestros movimientos desde hace mucho tiempo y me atrevo a decir que sois una mujer valiente. De no ser así ni me interesaríais ni tampoco me atrevería a proponeros algo como lo que explicaré a continuación. Decidme: ¿dónde menos espera un zorro que se oculte su presa?

— Lo ignoro, ciudadano.

— Pues delante de sus propias narices, o más osadamente aún: dentro de su madriguera, la del zorro, me refiero. En cuanto a vuestra pregunta anterior de por qué sé que muy pronto seréis detenida os contestaré: porque yo mismo pertenezco al Comité de Salvación Pública, pero estoy cansado de sus excesos. Y ahora que he sido completamente sincero con vos, decidme: ¿confiáis en mí?

¿Qué razón tenía yo para hacerlo? Ninguna en absoluto, menos aún después de confesarme que él mismo pertenecía al más temido comité de Francia. No recordaba siquiera haber visto antes a aquel hombre de aspecto rapaz, ni en París ni mucho menos en Madrid cuando era niña. Tampoco sabía si lo que afirmaba era verdad o por el contrario una trampa, y mucho menos había tenido tiempo de consultar con Tallien la existencia de aquel extraño y nuevo protector. Aun así, decidí seguir mi instinto. Éste me avisa de cuándo puedo confiar en un hombre, y suele ser en dos casos. En primer lugar, cuando muestra un interés sentimental por mí (y cuando esto ocurre es menester jugar bien las cartas para manejar dicho interés sin que se quiebre y también sin que se vea colmado antes de tiempo). Y en el segundo, cuando soy para ese hombre una pieza útil en un más grande y complejo tablero de ajedrez que nada tiene que ver conmigo. Por alguna razón, mi instinto me decía que el interés de Taschéreau por mi persona obedecía a una mezcla de ambos casos.

— Confío plenamente en vos, ciudadano–dije entreverando el viejo tratamiento aristocrático con el revolucionario apelativo de ciudadano. A él se le iluminaron sus ojos de pájaro mientras decía:

— Preparad entonces vuestro equipaje sin tardanza, muy pronto comenzará el baile.

***

La metáfora del baile es sin duda muy apropiada para describir lo que comenzó a continuación. Siguiendo las disposiciones de Taschéreau, Frenelle y yo nos embarcamos en un extraño periplo que habría de llevarnos durante varios días de una casa a otra, cambiando de escondrijo prácticamente cada veinticuatro horas. Primero nos alojamos en una casa de huéspedes; más tarde con un notario de nombre Gilbert en la Rue Saint–Honoré hasta recalar, por fin, en el número 6 de la Rue de l'Union con un tal Desmousseaux, amigo de Taschéreau, que por una increíble casualidad vivía de alquiler en una casa que pertenecía nada menos que a Duplay, el mismísimo casero de Robespierre. Además, y siempre siguiendo esa política de esconderme debajo de las mismas narices del Incorruptible que Taschéreau consideraba la más segura para no ser encontrada, mi nuevo protector me llevó un día a almorzar nada menos que a Meot. Era éste un pequeño restaurante situado en el lugar más conspicuo del Palais Royal, y al llegar allí me esperaba la gran sorpresa de comprobar que Taschéreau había invitado también a Tallien. Que dos de las personas más buscadas de Francia quedaran para comer en sitio tan visible era una osadía sin límites que a mí me divertía enormemente. Sin embargo, Tallien no era en absoluto partidario de ese tipo de riesgos y aquél no fue, desde luego, uno de nuestros encuentros más felices. «Tarde o temprano, las extravagancias se pagan–dijo en nuestra despedida-. Más temprano que tarde, amor mío», y nos dijimos adiós con tristeza bajo la siempre atenta mirada de Taschéreau.

Tal era el estado de cosas cuando el 22 de mayo de 1794 y redactado por Robespierre en persona el Comité de Seguridad recibió la siguiente orden de arresto:

Se decreta que la llamada Cabarrús, hija de un banquero español y esposa de un llamado Fontenay ex consejero del Parlamento, sea puesta bajo arresto e incomunicada además con los sellos puestos sobre sus papeles. El ciudadano Boulanger será el encargado de la ejecución de dicha orden.

París, el 3 de Prairial, año II de la República. Firmado:

ROBESPIERRE, BILLAUD–VARENNE, B. BARÉRE, COLLOT D'HERBOIS.

Como bien puede verse, la orden estaba firmada no sólo por Robespierre, sino también por los hombres más relevantes del momento, como si mi detención fuera de extrema importancia. En cuanto Taschéreau tuvo conocimiento de ella, se apresuró a avisarme. Entonces comenzó para mí otro baile aún más trepidante que el anterior. Tratando de huir de mis perseguidores y en un vano intento de despistarlos, Bidos, Frenelle y yo nos separamos. Di instrucciones al primero de que corriera a alertar a Tallien del peligro y a Frenelle de permanecer en Fontenay–aux–Roses, mientras que yo decidía dirigir mis pasos hacia Versalles y esperar allí noticias de Taschéreau. O mejor aún, de Tallien, porque a pesar de nuestras recientes discrepancias estaba segura de que haría lo imposible por salvarme, como siempre había hecho.

Esta certidumbre, sin embargo, no acababa de tranquilizarme. Si bien sabía de lo que era capaz de hacer Tallien por mí, también «él», el dueño de la mejor red de espías de toda Francia, conocía sobradamente los sentimientos de Tallien y era seguro que pretendía de alguna manera usarme en su contra. Sí, ahora por fin me daba cuenta de cuál era la jugada de Robespierre. Desde su regreso de Burdeos, Tallien se había ido convirtiendo poco a poco en una pieza demasiado «visible» en la Convención, y por tanto era menester reservarse un as en la manga con el que ganarle la partida. Como un tahúr, o mejor aún, como un gato que juguetea con los ratones antes de asestar su zarpazo, Robespierre había sabido esperar el momento adecuado para caer sobre nosotros, y sin duda éste era el que consideraba más propicio. De tanto observar a mi ex marido Devin de Fontenay en sus interminables veladas ante los tapetes de juego, yo sabía que hay políticos–o lo que es lo mismo, tahúres–a los que les gusta echar sobre la mesa sus triunfos al inicio de la partida para demostrar cuáles son sus poderes. Otros, en cambio, prefieren guardar ciertos naipes en la manga para usarlos en el momento que ellos elijan. Era evidente que Robespierre, en el enrevesado equilibrio de poder en el que estaba inmerso, me consideraba un naipe muy eficaz para usar justo ahora. Y la elección de mi persona como naipe no era en absoluto casual, puesto que él, que se llamaba virtuoso y apenas se le conocían afectos, sabía mejor que nadie que un hombre enamorado como Tallien es un hombre vulnerable.

Tan misteriosamente como había aparecido en mi vida, desapareció también en el momento más delicado aquella extraña ave sombría de nombre Taschéreau. De la noche a la mañana no tuve más noticias suyas y nunca sabré qué papel jugó en toda esa partida de naipes. ¿Fue un hombre bienintencionado que realmente intentó salvarme, un amigo de Moratín, un personaje oscuro pero a la vez leal? ¿Fue por el contrario mi vigilante por orden de Robespierre para tenerme siempre al alcance de la mano mientras encontraba el momento ideal para atraparme? Su condición, por un lado de agente francés en tierras españolas y por otro de miembro del Comité de Salvación, permite creer ambas cosas. Sin embargo, yo, que siempre he preferido pensar bien a pensar mal, me quedo con la primera hipótesis. Mucho más tarde, cuando ya la cabeza de Robespierre se había unido a tantas otras para convertirse en festín de gusanos, Taschéreau mismo se encargaría de corroborar dicha hipótesis.

RAPIOTAGE

Para proceder a mi arresto, Robespierre había enviado nada menos que a un general. Cierto es que, en aquellos tiempos, para convertirse en militar de alto rango no hacían falta más méritos que ser un sans–culotte con mucha sed de sangre, pero aun así me halaga que mandase a tan destacado oficial en pos de tan pequeña presa. El «general» Boulanger envió primero a unos hombres a Fontenay. Allí se encontraron con Frenelle, quien–muy estúpidamente y en contra de mis más que estrictas condiciones–intentó hacerse pasar por mí. «Yo soy la ciudadana Fontenay, es a mí a quien buscáis», dijo a nuestros perseguidores. Sin embargo, aunque nuestro aspecto físico era bastante parecido, no logró engañarlos. Al contrario, la artimaña sólo sirvió para que fuera detenida y conducida a París. Mientras otros de sus hombres arrestaban también a Bidos, Boulanger se dirigió a Versalles y allí dio con mi paradero sin muchas dificultades. Yo ni siquiera intenté resistirme, ¿de qué hubiera servido? Comenzaba aquí el último acto de esa tragedia que más tarde se llamó El Terror.

***

— ¡Detened los caballos! ¡Dejad que ella la vea! ¿Conoces a la Viuda, ciudadana? Ven, permíteme que te la presente. Asómate, no tengas miedo, hoy no muerde, pero es importante que te vayas familiarizando con ella, dentro de tres días te tocará a ti representar esta comedia.

Uno de mis captores había ordenado detener el carro en el que me conducían prisionera delante de la plaza de la Revolución. Era una maravillosa mañana de primavera con los árboles en flor y los pájaros volando sobre nuestras cabezas. Si uno miraba hacia arriba, el mundo estaba en armonía, pero era muy difícil hacerlo sin que la vista cayera sobre lo que había abajo. En primer lugar podían verse los altos palos verticales de la guillotina instalada en medio de la plaza. Los tres escalones, el cadalso, el cesto ensangrentado donde se recogían las cabezas recién cortadas y, un poco más allá, una gran mancha oscura que intentaba baldearse todas las mañanas con poco éxito. Oscura, creciente, inconfundible, enorme, nutrida cada día con la sangre de tantos infelices.

El corazón comenzó a latirme con fuerza e intenté echarme hacia atrás en mi asiento para no verla, pero uno de aquellos tipos me agarró por los cabellos:

— Mírala, te está esperando–dijo-. ¿A que es muy guapa?

Después de unos interminables cinco o seis minutos delante de la guillotina, mi captor dio la orden de seguir adelante. Entonces comenzó lo que a mí se me antojó como un largo peregrinar de puerta en puerta. Y es que en ninguna de las cárceles de París había lugar para la ciudadana Cabarrús, para la ci–devant marquesa de Fontenay, para la extranjera traidora y aristócrata. Recorrimos tres de ellas y en todas nos recibía el mismo cartel: Pas de place. No hay sitio; las cárceles de la ciudad estaban repletas. «A ver si ponemos a funcionar con más presteza la navaja revolucionaria–escupió el tipo que estaba a mi derecha-, o tendremos que ahogarlos en el Sena, así no hay quien trabaje».

Por fin, después de horas de idas y venidas, encontramos una en la que sí había lugar: se trataba de la prisión de La Force. Me bajaron del coche y me indicaron que caminara hacia la puerta. Ésta no tardó en abrirse y entonces pude ver a un tipo grueso y maloliente que debía de ser un viejo conocido de uno de mis captores, porque se saludaron con mucha efusión preguntándose mutuamente por la familia. Yo estaba tan exhausta que me permití apoyar levemente la cabeza contra las oscuras piedras del muro. En ese momento, detrás del corpachón de aquel hombre, vi a Frenelle, y fue tal mi alegría que instintivamente di un paso hacia ella. Este gesto inocente pareció contrariar a ambos porque de inmediato acabaron con los comentarios familiares y banales. Mi captor me empujó entonces con una carcajada en brazos del tipo grueso de aliento inmundo.

— Toma, Pierrot–dijo-. No todos los días puedo traerte un regalito tan bueno como éste. Creo que esta vez tú y tus amigos disfrutaréis mucho del rapiotage. Nos vemos el nonidi en casa de Boulanger, da recuerdos a la familia.

De toda esta conversación entre burocrática y familiar yo sólo retuve una palabra de la que ya he hablado al amable lector con anterioridad, me refiero a rapiotage. «¡Dios mío!», pensé temblando de pies a cabeza, porque si durante mi primer cautiverio, en la fortaleza de Hâ, había tenido la suerte de librarme de semejante humillación, nada hacía presagiar que ahora iba a ser tan afortunada. Como se recordará, dicha «operación» consistía en que, al ingresar en la cárcel, lo primero que se hacía era someter a los prisioneros a una concienzuda exploración íntima para comprobar que no llevaban escondidas monedas ni joyas. El cacheo de los hombres, así como el de las mujeres no muy agraciadas, solía ser benévolo; o si no benévolo, al menos no tan humillante. No se les desnudaba, sino que debían, simplemente, levantarse la falda o bajarse los pantalones. Después de introducirles bien un dedo o bien otro utensilio adecuado para comprobar que estaban «limpios» se les permitía seguir adelante en su vía crucis camino de la celda. En cambio, cuando se trataba de alguien como Frenelle o yo…

— ¡A ver, vosotras, venid aquí! — gritó, señalando con la barbilla hacia donde ambas nos habíamos fundido en un emocionado abrazo-. ¿No estáis acaso felices de haberos encontrado en este agradable hotel? ¡Qué dos amigas tan guapas! Venid con papá, vamos a jugar un poco a cache–cache.

Quien así se dirigía a nosotras era el mismo ciudadano que me había recibido a la puerta, el tal Pierrot. Nos condujo entonces por un estrecho pasillo mal iluminado y luego, con una reverencia burlesca, abrió una puerta para introducirnos en una estancia grande de paredes desnudas. Ahora, a la mortecina luz de la lámpara que allí había, pude fijarme en más detalles de su persona. Debía de tener unos treinta años, pero la vaharada maloliente en la que yo había reparado en nuestro encuentro venía sin duda propiciada por una boca llena de dientes cariados, así como por el sudor que empapaba sus ropas. Sudor, por cierto, que él se secaba a intervalos con el enorme gorro frigio que llevaba sobre la cabeza.

— Adelante, ma colombe–le dijo a Frenelle-, quítate toda la ropa, papá Pierrot está deseando ver qué esconde tan lindo envoltorio. Y tú también, ma belle–continuó dirigiéndose a mí-. A ver cuál de estas palomitas es más veloz en quedarse desnuda.

Poco a poco Frenelle y yo nos fuimos despojando de lo que llevábamos puesto; primero de nuestros vestidos, después de las enaguas, las medias, las camisas interiores. A pesar del calor reinante temblábamos y yo procuré mirarla para infundirnos valor. Fue así, buscando desesperadamente la mirada cómplice de Frenelle, que mis ojos cayeron en una mujer, una tricoteuse que había al fondo de la estancia afanada en su revolucionario e implacable trabajo de hacer calceta mientras cumplía con su deber de vigilante. Su cara me era familiar, pero era tal mi estado de ánimo que no lograba acordarme de qué la conocía. Ahora estábamos Frenelle y yo desnudas delante de aquella gente, ocho hombres y la mujer. «¡Que se besen! — dijo uno de los tipos-. ¡Sí, que se besen mientras nosotros procedemos a hacer nuestro trabajo! júntalas y que se abracen». El tal Pierrot me asió entonces por detrás, un segundo carcelero hizo otro tanto con Frenelle y en ese momento sentí un dolor agudísimo que me taladraba las entrañas y pude notar el calor húmedo de un hilo de sangre correr por mis piernas abajo. Al mismo tiempo, como en un baile grotesco, tenía muy cerca la cara de Frenelle; tanto, que podía sentir su aliento junto a mi oído. «¡Que se besen! ¡Que se besen!», canturreaban aquellas voces. Creí que iba a desmayarme, pero cejó de pronto el dolor. Aquel hombre había terminado su labor de registro íntimo. ¿Pero cuántos más esperaban para deleitarse conmigo en esa humillante ceremonia? En ese momento, cuando esperaba un segundo embate, Frenelle acercó sus labios a mi cara y pronunció un nombre: «Mathilde». Tardé en entender lo que decía. Lo comprendí sólo cuando, terminado el registro del segundo carcelero, se me permitió tener un breve descanso. La mujer que tricotaba, sí, aquella ciudadana, había sido en tiempos ayudante de cocina en nuestra casa de Fontenay–aux–Roses. Lancé entonces hacia ella una mirada llena de desesperación. «Mathilde–dije muy bajo para que no me oyeran los demás-. Mathilde, por amor del cielo…». Ella, por un instante, me miró sobresaltada. Pude descubrir entonces un atisbo de conmiseración en sus ojos, pero fue sólo un segundo. Inmediatamente, como quien intenta espantar un pensamiento que le es desagradable, o peor aún, como quien aventa una mosca inmunda, dejó aletear una mano ante sus ojos y toda conmiseración se desvaneció. Con febril determinación la vi retomar su labor de punto, haciendo entrechocar de forma cada vez más veloz las agujas mientras un tercer carcelero se acercaba a mí por detrás. «¡Mueran los aristócratas! — gritó, y su voz fue secundada por la de todos los demás-: ¡Sí, que mueran! ¡Que mueran!».

DEL CIELO AL INFIERNO EN POCAS HORAS

Dicen los estudiosos que los treinta y tantos días que me dispongo a narrar son de los más notables ejemplos de fulgor y muerte que ha dado la Historia y de los que mejor sintetizan la idea de cómo se puede pasar de la gloria al oprobio en pocas horas. Frenelle y yo fuimos detenidas a principios de junio, y sucedió que mientras nos reponíamos de la operación de rapiotage, mientras aprendíamos a convivir con los gusanos y las ratas que infestaban nuestra celda a la espera de lo que nos deparase el destino, Robespierre por su parte ultimaba los detalles de lo que él creía su gran jugada maestra. Todo había comenzado un mes atrás, el 7 de mayo, cuando pronunció en la Convención un hermoso discurso en el que invitaba a todos a «reconocer la existencia de un Ser Supremo y por tanto de la inmortalidad como potencia conductora del Universo».

Nunca había pronunciado un discurso tan inspirado, tan bello y en el que, de dogmático y turbio, logró convertirse en poeta e idealista. Según explicó a los diputados, su idea era crear una religión nueva que se elevara por encima no sólo del cristianismo rancio y adorador de imágenes, sino también del ateísmo materialista que, en su opinión, embrutecía al hombre. Con vibrantes palabras destinadas a demostrar lo sensible que era, Robespierre aprovechó para hacer otra jugada de consumado tahúr, una más: arremeter contra un personaje que, junto con Tallien, se estaba volviendo demasiado «visible» en la Asamblea. Se trataba del «ametrallador» de Lyon, el hombre que, hasta hacía muy poco, se había ocupado con gran eficacia de devolver dicha ciudad a la obediencia revolucionaria a base de guillotinar y masacrar incontables personas.

Sin embargo, últimamente y a ojos de Robespierre, Fouché se había vuelto tibio y demasiado crítico de sus métodos y, sobre todo, de su persona. Había, por tanto, que hacerle ver su «equivocación», y para lograrlo nada mejor que atacarle directamente en medio de tan brillante discurso: «Dinos, Fouché–exclamó el Incorruptible-: ¿Quién te ha encomendado la misión de anunciar al pueblo que no existe ninguna deidad? ¿Cómo osas echar encima de la Naturaleza un manto mortuorio, o hacer más desesperante la desgracia, disculpando el crimen y oscureciendo la virtud? Sólo un criminal despreciable ante sí mismo y repugnante a los demás puede creer que la Naturaleza no nos puede ofrecer nada más bello que la nada».

Un inmenso aplauso premió tan inspirado discurso. Sí, era magnífica la idea de Robespierre de honrar a un Ser Supremo, uno que sirviera para redimir de tanta sangre a la patria, por lo que decidieron apoyar la moción con entusiasmo. El gran perdedor de la jornada, naturalmente, era ese hombre de aspecto insignificante y un tanto infantil al que Robespierre había dedicado tan duras palabras. Joseph Fouché se había encogido en su asiento hasta casi desaparecer, se había quedado mudo y se mordía los labios. Durante los próximos días nada se supo de ese oscuro ex seminarista que hasta entonces había tenido el don de adivinar cuándo estaban a punto de cambiar los vientos. Tan raro don era el que lo había convertido, primero, en seminarista, luego en carnicero de Lyon, y ahora en moderado, pero tal vez en esta última apuesta se había precipitado un tanto. Porque bastaba recordar cómo acabaron Danton y los demás indulgentes para saber que, si bien la Convención temía e incluso odiaba a Robespierre, puesto que comenzaba a estar ahíta de sangre y muertos, era muy peligroso precipitarse. Por eso, este oscuro personaje, uno de los más astutos y notables de su tiempo, tras el ataque directo del Incorruptible decidió callar y morderse los labios a la espera de un momento más propicio. Paciencia, se dijo.

Por su parte, Robespierre, una vez propinado un puntapié público a tan pequeño enemigo, olvidó a Fouché. Tenía otras cosas más importantes y bellas en que pensar, como la preparación de una gran fiesta en honor a la nueva deidad que acababa de inventar, el llamado Ser Supremo. En ella, con todo boato y pompa, pensaba lograr que se honrase a una deidad difusa y roussoniana, pero era en realidad a otro dios a quien tenía proyectado subir a los altares: a Maximilien de Robespierre.

El 20 de Prairial (8 de junio), día elegido para la fiesta, amaneció glorioso. Yo, desde mi ventanuco de la prisión de La Force, no pude verlo, pero cuentan que la primavera resplandecía en todo París, como queriendo demostrar que, en efecto, era aquél un día extraordinario.

Se había preparado para la celebración un gran talud de tierra de unos cincuenta metros de altura que se decoró con motivos vegetales de modo que simulara una magnífica montaña artificial. Primero se procedió a cantar La Marsellesa y, a continuación, el Himno al Ser Supremo, entonado por un coro de nada menos que dos mil cuatrocientas personas. Una vez terminada tan bella coral, con los últimos compases del himno apareció el Incorruptible. Iba vestido con una exquisita casaca azul pálido (su color favorito) y lucía banda tricolor y sombrero con grandes plumas, aunque con las prisas de última hora olvidó un elemento fundamental de su puesta en escena: un inmenso ramo de flores silvestres que la hija de su casero, el señor Duplay, había preparado para que él lo ofrendase en el altar del Ser Supremo. Detrás de Robespierre podía verse a los delegados de la Convención; cada uno de ellos portaba en sus brazos gavillas de trigo, que simbolizaban la fertilidad, la abundancia y también la pureza de la República. Todos mostraban un aire muy solemne. «¡Franceses republicanos! — comenzó diciendo entonces Robespierre-. ¡En vosotros está purificar la tierra que ha sido mancillada y devolver al planeta la justicia que de él ha sido desterrada!».

Con estas y otras emocionadas palabras continuó su discurso hasta concluir la ceremonia (bastante larga, por cierto). Antes del final, con una antorcha flamígera en las manos, el Incorruptible acercó ésta a una gran esfinge que representaba el Ateísmo y que ardió por los cuatro costados. Entonces (unos dicen que con el más puro color blanco y otros que bastante chamuscada por las chispas y el humo) emergió de entre las cenizas otra estatua escondida allí: la de la Sabiduría. Por fin, después de más cánticos y discursos, Robespierre descendió del talud o montaña artificial abriéndose paso entre una marea de patriotas ataviados con ropas tricolores, y aunque podían oírse ciertos comentarios chuscos ante todo aquel espectáculo rimbombante y alguna que otra risita, nada logró aguar la fiesta al Incorruptible, que proclamó aquel día «por siempre bendito».

Mientras tanto, al tiempo que se extinguían los ecos de la fiesta que casi había convertido a Robespierre en dios, Fouché se movía en la sombra comenzando a buscar aliados que le ayudasen a acabar con aquél que lo había humillado en público y, de paso, según sus propias palabras, «acabar también con la orgía de sangre en la que Robespierre había convertido a la República». Y en esta empresa encontró en Tallien un aliado perfecto. El primero, es decir, Fouché, era un hombre de pensamiento al que gustaba mantenerse en la sombra y mover desde allí los hilos; el segundo, Tallien, era alguien a quien Robespierre había herido en lo más profundo al meter en la cárcel a quien más amaba. A partir de entonces, ambos empezaron a buscar alianzas intentando convencer a los otros miembros de la Convención de que la situación actual de megalomanía y muerte era insostenible. Sin embargo, la gran paradoja de aquel momento histórico era que, a pesar de que para el ciudadano normal el terror reinante había convertido su vida en un infierno, las noticias de los diferentes frentes que Francia tenía abiertos contra las potencias extranjeras eran cada vez mejores. El 26 de junio en Fleurus, por ejemplo, el general Jourdan, gracias a un modernísimo sistema de observación (subió a un globo aerostático para desde allí dirigir a sus huestes), había logrado derrotar por completo a los austríacos. Mientras tanto, otros escuadrones avanzaban con éxito sobre Bélgica y también sobre Holanda.

Como es lógico, los éxitos militares eran bienvenidos por todos, pero a su vez servían para afianzar en el poder a Robespierre al tiempo que hacían funcionar aún con más presteza la guillotina, que necesitaba segar más y más cabezas, las de todos aquellos sospechosos de actuar como realistas, contrarrevolucionarios y por tanto enemigos de los intereses de la República. Vista esta situación, Fouché y Tallien intentaron explicar a los miembros de la siempre dividida Convención que los éxitos militares no sólo contribuían a afianzar a Robespierre, sino que, además, los hacía a todos aún más vulnerables a las iras del Incorruptible. «Es cada vez más necesario–les hizo saber Fouché a los atemorizados representantes de la Convención–agruparnos, defendernos, y como hacen los caballos acosados por los lobos: cocear».

Durante varios días ambos hablan, conspiran, conminan. Y cuando el temor a Robespierre parece no funcionar como acicate, utilizan la ambición. «Está claro–insisten tanto Fouché como Tallien-, que cuando logremos acabar con el Terror de este hombre, el poder pasará automáticamente a nuestras manos, porque la Convención representa no sólo al pueblo, sino sobre todo a esta magnífica República que hemos creado para ejemplo de la humanidad».

Al principio, estos argumentos encontraron cierta reticencia, pero, poco a poco, comenzaron a ganar adeptos, porque lo cierto es que el Incorruptible había herido u ofendido a todos. Además, resultaba ya imposible vivir por más tiempo con el alma atenazada por la incertidumbre de dos preguntas que eran, sin distinción, una constante en la vida de todos los habitantes de Francia: ¿llamarán esta noche a mi puerta? ¿Será la mía la próxima cabeza en caer?

De este modo, Fouché y Tallien lograron cosechar un tímido «sí» entre los miembros de la Convención. Todavía no se comprometían a apoyarlos del todo, pero decían que si uno de los dos lograba ganar dialécticamente a Robespierre desde la tribuna (cosa bastante difícil dada su elocuencia), los apoyarían ya sin reservas. En otras palabras, los diputados deseaban nadar y guardar la ropa (o la cabeza, para ser más precisos), pero ¿quién puede reprocharles dicha actitud? Yo, en mi celda de La Force y con la amenaza de la guillotina a sólo unos días vista, no, desde luego.

Mientras todo esto ocurría y penosamente se iban aunando voluntades para acabar con El Terror, yo vivía una existencia irreal en La Force. Los primeros días estuve en cachet, es decir, sola e incomunicada en lo que entonces llamaban una ratonera. El nombre era perfecto, pues se trataba de una celda de reducidas dimensiones destinada, en principio, a alojar asesinos y conspiradores. A la luz del diminuto tragaluz que servía de ventana podía verse un jergón de paja bullente de gusanos, una jarra con agua pútrida y un cubo destinado a mis necesidades. El rancho consistía en pan mojado en agua y era servido con gran estruendo de cerrojos que se abrían y cerraban dos veces por día. Fueron cerca de diez los que allí estuve hasta que por fin, gracias no a la clemencia de mis captores, sino al grave problema de espacio que había en todas las cárceles, se me permitió salir de mi solitario encierro y reunirme con otros desdichados con los que compartía infortunio. Allí me reencontré con Frenelle y nos abrazamos con fuerza. La sala comunal en la que ahora nos encontrábamos no era tan oscura como mi anterior celda, y esto me permitió ver inmediatamente los estragos que unos días de cautiverio habían hecho en mi buena amiga.

— ¡Frenelle, Dios mío! — exclamé espantada al comprobar que sus bellas facciones mostraban una herida tumefacta en la mejilla izquierda-. ¿Qué te han hecho?

— No es nada–sonrió ella llevándose la mano a la cara-, no han sido «ellos» — dijo señalando significativamente hacia la puerta por la que periódicamente aparecían nuestros carceleros-, sino «ellas».

Con un escalofrío comprendí que se refería a esas eternas compañeras de los cautivos, las ratas. Yo había sido afortunada en mi pequeña celda. Tal vez debido a la falta de comida, tal vez por pura suerte, no había recibido su inmunda visita. Ahora, en cambio, en la sala baja y larga en la que nos encontrábamos, correteaban a sus anchas. Se trataba de un espacio de unos treinta metros en el que podían verse alineados más de quince jergones tan inmundos como los de mi alojamiento anterior. La momentánea alegría del reencuentro con Frenelle me había impedido ver el lamentable espectáculo que tenía alrededor. Algunos de nuestros compañeros de infortunio yacían sobre sus jergones como atontados, sumidos en una especie de invencible sopor. Otros, por el contrario, se entregaban a una febril agitación. Serían éstos con los que más tarde entablaría amistad y llegaría, tal como he explicado al principio de este largo relato, a jugar y a ensayar cómo nos comportaríamos cuando llegara el momento de subir al cadalso. Sin embargo, ninguna de estas consideraciones me preocupaban en ese preciso momento; lo único que me angustiaba era el aspecto de Frenelle y la necesidad de hacer algo para aliviar su dolor; de curar, a ser posible, aquella horrible llaga.

— No tienes que preocuparte por esto–me dijo con su eterna sonrisa-, aquí nos ayudamos todos. Ya estoy mucho mejor; Anne Marie me está curando la herida con su botella mágica.

Señaló entonces a una gruesa matrona que, por su orondo aspecto, no debía de llevar demasiado tiempo en aquel infierno.

— Coñac–dijo entonces Frenelle bajando la voz como quien habla de un gran secreto-. No es precisamente de los mejores, pero sirve tanto para alegrarnos de vez en cuando las tripas como para curar heridas.

— ¿Coñac aquí donde no es fácil encontrar ni agua limpia? — pregunté yo. Pero Frenelle, como siempre ocurría con ella, tanto en París como luego en Burdeos y también ahora en prisión, tenía la rara habilidad de descubrir muy pronto los secretos conductos que existen en las situaciones desesperadas y por los que se llega a conseguir (casi) todo.

— Anne Marie es nuestra fournisseuse–dijo Frenelle-, y Violette, por su parte–añadió señalando esta vez a una muchacha muy joven y delgada-, es nuestro correo. Tenemos la enorme fortuna de que una de las carceleras es su tía. Si alguna vez necesitas enviar una carta muy «especial» que no quieres que pase por los conductos normales, ella es la persona.

Miré a aquella muchacha y tomé buena nota del dato. Naturalmente, Tallien ya estaba al tanto de mi detención y me había escrito dos bellas cartas en las que me rogaba paciencia y confianza en él. Pero las suyas eran cartas censuradas y, por otro lado, era evidente que esta vez no podría liberarme como ocurrió cuando me encarcelaron en la fortaleza de Hâ. Las circunstancias eran muy distintas de las de entonces, trágicamente distintas. Aun así, no dejó de alegrarme saber que existía un conducto por el que, si la situación se hacía desesperada, una carta mía podría llegar a sus manos sin pasar por la censura del Incorruptible y su siniestro comité.

— ¿Qué podemos darle tanto a Anne Marie como a Violette a cambio de su ayuda? — pregunté a Frenelle-. Nada tenemos.

— No pienses ahora en eso, Teresa, Además, aquí las cosas son diferentes, tú misma podrás comprobarlo. Y ahora ven, déjame que te presente a otras amigas.

***

Fue así como entré en sociedad en el curioso submundo que formaban los prisioneros del Terror. Como comentario general, y tal como he apuntado al principio de estas memorias, he de decir que, a pesar de los pesares (o tal vez precisamente gracias a ellos), en las cárceles se gemía y lloraba poco. Es cierto que algunos preferían quedarse en un rincón lamentando su suerte, pero un buen número de nosotros nos dedicábamos a hablar, a galantear y a reírnos de la muerte. No importaba que, día a día, fuéramos viendo desaparecer amigos y seres queridos camino del cadalso, porque la muerte se había convertido en una compañera habitual en nuestras vidas, en una camarada, y como tal la tratábamos. Para pasar más distraídas las largas horas de encierro organizábamos, por ejemplo, juegos de salón y charadas. Las toallas se convertían entonces en bellos turbantes turcos; los cobertores raídos de los jergones, en capas de armiño, y así ataviados nos presentábamos ante un tribunal de justicia en el que no faltaba un émulo de Robespierre en su papel de sacerdote supremo. Después del juicio, en el que todos procurábamos parecer lo más ingeniosos, lo más nonchalant posible, llegaba el momento de la ejecución. Entonces el reo colocaba su cabeza entre los barrotes de dos sillas y, para simbolizar el tajo de la guillotina, a partir de ese momento el «muerto» se anudaba alrededor de su cuello una fina cinta roja.

Pese a los escasos recursos con los que se cuenta en una cárcel, las damas rivalizábamos para ver cuál de nosotras lucía un «tajo» más realista. A muchos ha maravillado la dignidad y desapego con los que (casi) todos nos enfrentábamos a la muerte, pero para nosotros nada tenía de extraño: era una representación teatral más, una bella forma de morir. Personalmente, lo que me resultaba más complicado de sobrellevar no era la idea de cómo me enfrentaría en su momento a la Louisette, puesto que tenía pensadas incluso las palabras que dirigiría a Sansón, el verdugo, antes de que éste me ayudara a poner la cabeza bajo la cuchilla. Lo más difícil para mí eran ciertas circunstancias de la vida en prisión. Y es que por mucho que se intentara fingir y teatralizar, había un momento en el que uno se reencontraba con la realidad, es decir, con la idea de que tal vez mañana fuera el último de nuestros días; también con la suciedad, con el hedor, con los gusanos y, sobre todo, con las ratas. Siempre he tenido horror a esos bichos. Detesto sus gemidos repugnantes, así como el rascar de sus diminutas uñas, y sobre todo aborrezco sus cuerpos gruesos, peludos, untuosos y esa intuición suya para saber cuándo pueden acercarse más de la cuenta. Durante el día, lograba más o menos mantenerlos a raya a base de sacrificar parte de mi ración de comida. Colocaba a tal efecto en un rincón y en un sitio algo elevado para dificultar su acceso un trozo de pan o, mejor aún, de tocino rancio, para que se arremolinaran allí dejándome en paz. Pero de noche se volvían insaciables. Las ratas sabían muy bien que estábamos a su merced, y con una insolencia verdaderamente inaudita se acercaban hasta mordisquearnos las orejas, los dedos y sobre todo los pies. Inmundos bichos; aún ahora, cuando tantos años han pasado, mis peores pesadillas no remiten a esos días en los que me esperaba una muerte segura, sino a sus mordiscos, de los que aún los dedos de mis pies guardan señales.

***

Fue durante una de esas noches llenas de ruido y ratas cuando trabé amistad con otra reclusa. Se trataba de una criolla natural de la Martinica que pocos días más tarde quedaría viuda de un noble de nombre Beauharnais. Su gracia completa era Marie Joséphe Rose Tascher de la Pagerie de Beauharnais, y la Historia la conoce ahora como la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón.

Dicen algunos que Josefina (a la sazón Rose) sentía por mí algo más que un cariño amistoso. Señalan cómo, en la Francia de la Revolución, los amores lésbicos estaban considerados de buen tono y de muy alta cuna; no en vano, a María Antonieta se la consideraba hija aventajada de Lesbos. Nada tengo contra las hijas de tan bella isla, pero para hacer honor a la verdad, he de decir que ni María Antonieta ni yo, ni tampoco Josefina, pertenecimos a sus huestes. En cuanto a esta última, comprendo que su actitud en La Force y sobre todo sus palabras pudieran dar lugar a equívocos:

— Teresa, tesoro mío, hoy he soñado con nosotras y me he despertado llorando como siempre. Préstame tu bella mano para que compruebes cómo late mi corazón.

— Vamos, Rose–le decía yo riendo-. Tranquilízate y cuéntame tu sueño.

— Nos encontrábamos en el más hermoso jardín que puedas imaginar, ma belle, estábamos preparando un almuerzo campestre en el que había frutas de mi país y dulces de Oriente, y el más delicioso chocolate de las Américas. ¡Era todo tan hermoso! No puedo parar de llorar sólo con recordarlo.

Josefina poseía ciertos rasgos personales de los que me gustaría hablar. Uno era su sensibilité, tan del gusto de la época, que hacía que estuviera permanentemente deshecha en lágrimas (ya hablaré más adelante de esta, para mí, enojosa costumbre). Otro era su actitud cariñosa con todo el mundo, así como su amor por los dulces y chocolates, que, por cierto, ya por entonces había causado estragos en su hermosa sonrisa criolla. Frágil y sensual, la belleza de Josefina puede describirse como una de esos seres que arrebatan a los hombres apelando siempre a su instinto de protección. Tenía además una bonita cabellera de color castaño oscuro que solía adornar con turbantes a la moda de las Antillas. Era de mediana estatura y con un cuerpo muy juvenil a pesar de sus casi treinta años y del hecho de ser madre de dos hijos que rozaban la edad adolescente. Recuerdo haber pensado entonces que, si alguna vez salíamos de allí con vida, no le sería difícil encontrar un nuevo marido, algo muy necesario en su caso puesto que no contaba con fortuna. «El problema va a ser esa dentadura», me dije a continuación de este pensamiento, porque Rose tenía unos dientes deplorables. Eran pequeños y oscuros, e incluso le faltaban varios. Cuentan que, mucho más adelante, cuando ya era emperatriz de Francia, intentó conseguir de la reina María Luisa, esposa de nuestro Carlos IV, su secreto mejor guardado. María Luisa, que era italiana, había logrado que un misterioso artesano, de nombre Antonio Saelices, y que vivía refugiado (vaya usted a saber por qué) en Medina de Rioseco, le fabricara un nuevo e innovador artilugio: una dentadura postiza.

El problema con los inventos innovadores es que nunca están perfeccionados del todo, por lo que aquella castañeta sólo podía usarse para masticar, no para presumir. Cumplía con creces con su labor de moler la comida, pero como tenía los goznes demasiado rígidos, mantener la boca cerrada era poco más que un tour de force, y a cada rato el feliz poseedor del invento adquiría un aire muy… boquiabierto, en el más literal sentido de la palabra.

Sea como fuere, el problema dental de Rose cuando nos conocimos en prisión no era tan notable como lo sería más adelante, sin embargo, aun así me pareció labor de una buena amiga darle un consejo.

— Mira, Rose–le dije en una de aquellas interminables tardes en las que nos sentábamos a matar el tiempo hasta que el tiempo nos matara a nosotras-, si alguna vez salimos de aquí, hay una recomendación de belleza que voy a darte y que pienso que te será de gran utilidad.

— Lo que tú me digas, tesoro–respondió ella-, será más que bienvenido. No hay nadie tan bella como tú, Teresa, te agradezco mucho que pienses en esta buena amiga tuya que te adora.

Interrumpo este diálogo para llamar la atención del lector sobre varios datos más de la personalidad de la futura esposa de Napoleón que se desprenden de este parlamento. Por un lado, su almibarada forma de hablar y de dirigirse a mi persona. En esta particularidad se basan los que pretenden decir que Josefina estaba enamorada de mí. Yo no lo creo en absoluto. Su melosidad era consecuencia de la tierra que la vio nacer. Entre cacao y caña de azúcar, entre melaza y miel, todos los antillanos que he tenido oportunidad de conocer eran así, muy dulces (a veces demasiado) en su forma de expresarse.

— Venga, Teresa, prenda mía, cuéntame eso tan importante que ibas a decirme, yo me despierto todas las noches llorando por nuestra suerte.

El llanto. He aquí la otra particularidad del carácter de mi nueva amiga en la que vale la pena detenerse también. Josefina era una perfecta llorona. Yo siempre he sostenido que la risa y la sonrisa de Teresa Cabarrús fueron sus armas más imbatibles, pero Josefina pertenecía claramente a otra escuela. Ella todo lo anegaba en lágrimas, en melindres, en pucheros, aunque para no mentir hay que reconocer que no le fue nada mal con sus llantos. Su futuro marido consideraba trés sensibles dichas manifestaciones y así lo dejó escrito en la voluminosa correspondencia que de él se conserva. Me cuesta reconocerlo, pero los llantos de Rose la llevarían, andando el tiempo, mucho más lejos que a mí la risa.

Otro dato reseñable sobre Josefina era su interés por la cartomancia. Según ella, en la Martinica todas las señoritas de familia acomodada conocían los secretos de los naipes adivinatorios que aprendían de las viejas esclavas africanas. «Has de saber, Teresa–me dijo en una ocasión-, que yo estoy segura de que mi vida no acabará mirando «por la ventana revolucionaria». En realidad, no temo en absoluto al filo de la Louisette. La vieja Marie Celeste me leyó el futuro hace años y ella nunca se equivoca». Entonces Rose me contó cómo, junto a una prima hermana suya, había asistido un día a una fiesta campestre cerca de Tríos–Îlets, su pueblo natal, y allí se habían hecho leer la buenaventura por una conocida hechicera. Por lo visto, la vieja Marie Celeste había tomado primero la mano de la prima de Josefina y le había dicho que la esperaba un futuro glorioso, puesto que iba a ser madre de un rey. Las dos muchachas se rieron de tal ocurrencia, pero la hechicera dijo que nada tenía de gracioso y que el futuro deparaba aún más sorpresas a las dos primas Tascher de la Pagerie. «Tú, muchacha–le dijo entonces a Josefina-, no serás madre de ningún rey, pero en cambio serás emperatriz y la esposa del hombre más poderoso del mundo».

Cuando mi amiga me contó todo esto yo también sonreí, pero lo cierto es que, por muy increíble que parezca, los vaticinios de la vieja Marie Celeste se cumplieron punto por punto. Sólo un par de años después del encuentro con la hechicera, la prima de Josefina embarcó para Europa con tan mala fortuna que su barco fue apresado por corsarios. La bella martiniquesa acabó en el harén del sultán de Turquía, que la hizo su favorita y más tarde madre de su heredero. La suerte de Josefina es de todos sabida. Tal vez por eso, desde que yo la conocí hasta el día en que murió, la que fuera emperatriz de Francia siguió consultando con adivinos y hechiceros para saber qué más le depararía el futuro. Lamentablemente, ninguno de ellos fue tan infalible como la vieja Marie Celeste.

***

Así, entre interesantes conversaciones con mi nueva amiga y representaciones teatrales con otros reclusos, pasaba yo las largas horas de cautiverio. Y precisamente el hecho de que fueran tan largas y de que transcurrieran los días sin que se dictase sentencia alguna contra mí, hacía que me llenara de esperanza. Pero también de recelo, puesto que se me antojaba que esa forma de prolongar mi incertidumbre era, por parte de Robespierre, un refinado modo de aumentar mi agonía y al mismo tiempo de recordar a Tallien quién mandaba en Francia. Y una idea de la importancia que me otorgaba era el hecho de que, en plena tormenta política, mientras él trataba de anticiparse a los posibles ataques contra su persona y cuando acababa de convertirse en un semidiós tras la fiesta del Ser Supremo, el Incorruptible exigía que todos los documentos relativos a Teresa Cabarrús llegaran hasta su mesa. Además, como no podía ser menos en alguien que controlaba hasta los últimos mecanismos de delación y de espionaje, todas las cartas que Tallien me enviaba pasaban previamente bajo su mirada. Como es lógico, las que yo le escribía a Tallien suplicando que me sacara de allí pasaban también por sus manos. Por tanto, yo tenía mucho cuidado en medir mis palabras y jamás mencioné a Robespierre ni tampoco nada que pudiera moverlo a la cólera. Sin embargo, ocurrió que, a medida que transcurrían los días, las cartas censuradas que Tallien me enviaba comenzaron a espaciarse hasta cesar por completo ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se había olvidado Tallien de mí? Yo sabía, a través de los oscuros canales que dominaba Violette, la amiga de Frenelle, que no había sido detenido, que seguía libre por París; amenazado, sí, pero aún en libertad. Fue durante este período de gran desamparo cuando recibí la noticia que más temía cualquier cautivo. Una mañana me hicieron llegar una nota en la que se me informaba de que al día siguiente sería llamada «ante la justicia». Y todos sabíamos entonces qué significaba tan retórico eufemismo.

Después de leerla, Frenelle y yo nos abrazamos llorando.

— Todo está perdido–le dije-, hasta Tallien me ha abandonado.

— No, pequeña mía–intentaba consolarme Frenelle-, debemos seguir luchando como hemos hecho hasta ahora, más que antes incluso.

— ¿Pero qué podemos hacer? Desde hace semanas no contesta a mis cartas.

— Violette–dijo Frenelle-. Debemos confiar en ella, es nuestra única posibilidad. Tú escribe urgentemente a Tallien, que ella le hará llegar tu carta.

— No tenemos forma de pagarle, y aun en el caso de que ella y su tía puedan cobrar sus servicios fuera al entregarla a su destinatario, ni siquiera sabemos si Tallien sigue interesado por mi suerte o si, por el contrario, tanto teme perder su cabeza que ha olvidado que la mía está a un paso de la guillotina.

— Tú escribe esa misiva y piensa bien lo que vas a decirle. El resto déjamelo a mí y no hagas más preguntas.

Abracé de nuevo a Frenelle y, procurando que la mano no me temblara en exceso, escribí lo que sigue:

En La Force, 7 de Thermidor del año II

El administrador de policía acaba de salir de aquí; ha venido a anunciarme que mañana compareceré ante el tribunal, es decir, que subiré al cadalso. Ello se parece muy poco al sueño que tuve la noche pasada: Robespierre ya no existía y las cárceles estaban abiertas de par en par. Pero gracias a tu insigne cobardía pronto no habrá en toda Francia nadie capaz de realizar mi sueño.

Y por el mismo conducto él me respondió: «Tened prudencia, que yo sabré tener coraje». Es curioso cómo actúa el destino. Que una carta de las características de la mía sea capaz de empujar a un hombre a emprender la imposible misión de acabar con el ser más poderoso de Francia puede parecer inverosímil. Pero a veces lo más increíble, lo más desesperado, ocurre, sobre todo, cuando tiene la fortuna de unir fuerzas con otra desesperación. Sucedió, por esas cosas de la vida, que la recepción de esta nota por parte de Tallien coincidió en el tiempo con un hecho doloroso ocurrido a otra persona. Otro conspirador que junto a Tallien buscaba la caída de Robespierre también recibió por esas fechas una triste noticia. Se trataba de Fouché, ese artero maestro de títeres que siempre prefería maquinar en la sombra y propiciar que fueran otros los que llevaran a cabo las acciones. Y lo que no podía prever el Incorruptible era que una gran desgracia personal que se cernía sobre aquel antiguo seminarista y asesino de la ciudad de Lyon iba a jugar en su contra. Porque Joseph Fouché, implacable en su vida pública, era en cambio en lo privado un hombre hogareño y esposo afectísimo de una mujer afamadamente fea a la que amaba con pasión. Pero por encima de todas las cosas, Fouché adoraba a su hijita, una criatura pálida y frágil que cayó por esas fechas mortalmente enferma. Y Fouché, a quien Robespierre sometía a un seguimiento férreo, ni siquiera pudo asistir a su agonía o acercarse a su lecho por miedo a ser detenido. En su desesperación, Fouché redobló entonces sus intrigas. Fue de diputado en diputado, se dedicó a mentir, a embaucar, a intentar ganarlos a todos para su causa, que no era otra que acabar con la tiranía del Incorruptible. El 6 de Thermidor terminó para él la triste prueba: su hija murió al fin y Fouché hubo de acompañar al pequeño féretro camino del cementerio. Entonces se dijo que ya no tenía nada que perder en la vida. «Mañana hay que dar el golpe–le comunicó a Tallien-, no se puede dilatar ni un minuto más». Ambos se comprendían a la perfección, puesto que compartían el dolor de sendas muertes que ensombrecían su existencia. La de la pequeña Nini Fouché no había podido evitarse; la de Teresa Cabarrús, fechada para el día siguiente, tal vez sí. Robespierre se enfrentaba por tanto a dos hombres desesperados, sería la vida de ellos o la de él.

EL 8 DE THERMIDOR DEL AÑO II

Mientras todo esto tomaba forma, el Incorruptible llevaba semanas preparando otro de esos bellos discursos con los que tenía por costumbre deslumbrar a la Convención al tiempo que demostraba a todos quién era el amo. Sabía (para eso era dueño de la red de espías más importante de Francia) que existía una conspiración en marcha contra su persona, pero no le cabía la menor duda de quién iba a ganar la próxima partida y de cuáles serían las cabezas que rodarían. Así, el día del discurso, el Incorruptible se vistió con su atuendo favorito, el mismo que llevara en la fiesta del Ser Supremo: traje de seda azul pálido y medias blancas, todo esto a pesar de que estábamos en Thermidor, es decir, a finales de julio, y el calor era considerable. La sala de la Convención estaba llena esa mañana, pues todos preveían acontecimientos: Robespierre de un signo; los conjurados, del contrario. Ejercía como presidente en esa ocasión Collot d'Herbois, que estaba de acuerdo con los conspiradores, y paseó una mirada entre temerosa y expectante por la sala: «¿Qué va a ocurrir? — se preguntaba-. ¿Cómo acabará esta sesión?». Poco a poco todos comenzaron a ocupar sus puestos según sus tendencias políticas: los moderados a la derecha; los menos moderados a la izquierda, y la Montaña en sus gradas altas, tal como era costumbre. Sólo las galerías infundían un cierto recelo a los conjurados porque estaban ocupadas por fanáticos de Robespierre que, en cuanto éste entró en la sala, demostraron su fervor irrumpiendo en aplausos, vítores y cánticos. Mientras tanto, fuera del recinto, Tallien y el resto de los conjurados, como Rovére, Billaud–Varenne, Bourdon y Barras, se daban las últimas consignas intentando dominar su nerviosismo. El único que faltaba ese día era Fouché, porque él, después de haber organizado toda la operación, como buen hombre de intriga que era, había procurado esfumarse a la hora de la verdad.

Robespierre subió a la tribuna y leyó un discurso críptico y amenazador en el que denunciaba la existencia de una conspiración en su contra, pero se negó a concretar los nombres. Esto no hizo más que redundar en el miedo que los diputados ya sentían. Una acusación equivalía de hecho a una condena, sin que hubiera tiempo de esclarecer la verdad y cada cual se preguntaba si no estaría su nombre entre los de la temible y secreta lista del Incorruptible.

Al día siguiente, los hechos se precipitan. Se corre la voz de que Saint–Just, el hombre de confianza de Robespierre, su más fiel escudero, va a subir a la tribuna. Inmediatamente los conjurados se dan cuenta de que es fundamental entrar en la sala y acallar por todos los medios a ese hombre refinado y lleno de aplomo que tiene dotes de gran orador.

Saint–Just ha comenzado a leer un discurso que, como todos los suyos, enseña y luego oculta una amenaza, una espada de Damocles que, según él, se cierne sobre las cabezas de muchos de los ahí reunidos. El miedo se apodera entonces de la sala, nadie se atreve siquiera a moverse. Pero en ese momento Tallien se levanta e interrumpe el discurso de Saint–Just: «¡Nada de veladas alusiones, ciudadano! ¡Si quieres acusar a alguien, hazlo a las claras, di los nombres de los culpables!». A continuación y sin dejar que Saint–Just conteste, Billaud–Varenne toma la palabra y acusa a los miembros del comité (léanse Robespierre y sus afines) de querer acabar con la Convención. Entonces, el Incorruptible se da cuenta de cuántos son los que están contra él y con muy deliberada lentitud, tal como ha hecho siempre para amedrentar a sus víctimas, se levanta para dirigirse a la tribuna de oradores, pero en ese momento una voz surge de las gradas: «¡Abajo el tirano!», grita la voz y, como por ensalmo, más de la mitad de la sala se le une a coro: «¡Abajo! ¡Abajo!».

De pronto es como si todos se hubieran puesto de acuerdo para impedir hablar al Incorruptible, para evitar que su elocuencia venenosa, esa que tantos triunfos le ha dado hasta el momento, pueda llegar a convencerles. Estupefacto, atónito, Robespierre comprende que aquella masa que creía a su merced, servil y temerosa, sólo esperaba una ocasión como aquélla para volverse contra él. Una vez más intenta subir a la tribuna para hacer uso de la palabra, pero Tallien, con un gesto audaz, se le adelanta y Collot le concede a él el turno de palabra y no al amo de Francia. Entonces Tallien comienza a hablar. Siempre ha sido un hombre elocuente, quizá no de un modo sofisticado como otros tribunos, pero ese día demuestra con creces que sabe pulsar con éxito las fibras sensibles y demagógicas que estos tiempos teatrales requieren.

— Exijo que se rasgue el velo que nos impide ver la realidad, y la realidad es que si somos débiles, Robespierre asesinará la Convención. ¡Toda muestra de debilidad conduce a la muerte!

Un momento así demanda una inmediata y brillante respuesta por parte del atacado, pero, increíblemente, Robespierre no sabe reaccionar; su mente es brillante pero lenta. Mira a Saint–Just, que está de pie junto a la tribuna; éste tampoco sabe qué hacer, las hojas de su discurso caen de sus manos. Entonces, una sombra de indecible temor se dibuja en el rostro del Incorruptible. Rompe a sudar mientras pasea sus ojos por las bancadas, busca una mirada amiga pero no encuentra ninguna. En ese momento, Tallien vuelve a hablar:

— Yo presencié ayer la reunión de los jacobinos y tiemblo por mi patria. He visto cómo se formaban las huestes de un nuevo Cromwell y he armado mi brazo con esta daga para traspasar con ella su pecho si la Cámara no tiene el coraje de decretar su acusación.

Varios días más tarde, al relatarme todo lo que acabo de describir, Tallien confesaría que, junto a aquel puñal que sacó del pecho en el momento preciso para amenazar a Robespierre, llevaba también mi carta, en la que le decía que iba a ser guillotinada al día siguiente, y que fue ésta, junto a su corazón, la que encendió su discurso. Ya no le importaba nada, estaba dispuesto a matar o a morir, pero el aplauso atronador con el que fueron recibidas sus palabras le llenó de renovada energía.

«Un paso más, tan sólo uno–se dijo-, y la batalla estará definitivamente ganada».

***

Robespierre, por su parte, también se había dado cuenta de cuál era la situación e intentó contraatacar, pero estaba mudo, paralizado por el miedo, y el miedo de una presa acorralada es sin duda lo que más excita a sus perseguidores. Entonces, una vez más, Tallien se encaró con él, lo llamó tirano, usurpador, recordó uno por uno todos los crímenes que había cometido en nombre de la Virtud. Por fin, Robespierre logró reunir coraje para gritar a Collot, viejo amigo de Danton que en ese momento ejercía de moderador, y decirle:

— Por última vez, presidente de asesinos, te pido la palabra. ¡Dámela o decreta que quieres asesinarme!

Sin embargo, las palabras de Robespierre son ahogadas por gritos y ahora su figura, con sus medias blancas, resulta patética. Le falla incluso la voz, que se le ha vuelto de pronto ridículamente aflautada. En ese momento le sobreviene un ataque de tos.

— ¡Es la sangre de Danton la que te ahoga! — grita entonces el diputado Antoine Garnier, y todos corean:

— ¡La sangre de Danton! ¡La sangre de Danton!

— ¿Es pues a Danton a quien preferís defender, cobardes? ¿Por qué no lo defendisteis antes? — logra argumentar Robespierre.

Pero el diputado Louis Louchet, antiguo partidario de Danton, corta el debate con un grito:

— Hay que terminar, arrestad a Robespierre.

Él se vuelve en ese momento desesperado, buscando apoyos en la derecha, luego en la izquierda, e intenta dirigir sus pasos hacia unos asientos que se encuentran vacíos.

— ¿No sabes que es aquí donde se sentaban Vergniaud y Condorcet, a los que enviaste a la muerte? — le gritan.

Robespierre trastabilla, retrocede buscando algún apoyo, pero mire donde mire, por todas partes surgen las sombras de los que él llevó a la guillotina. Se diría que están todas allí: la de Danton, la de Desmoulins, la de Vergniaud, la de Condorcet, acusándole, acosándole en una vertiginosa danza de muerte.

De forma mecánica se procede entonces a votar el arresto de Robespierre, de su hermano Augustin, también de Saint–Just y de Couthon y de Le Bas, y la moción es aprobada de forma unánime por toda la Cámara. Sin embargo, la batalla no está ganada del todo. Una vez que la Comuna de París se entera de lo ocurrido, se niega a abrir cualquiera de sus prisiones para recibir a los arrestados y comienza a movilizar la maquinaria de la insurrección popular. El problema es que El Terror ha dañado la maquinaria, puesto que ha suprimido a personas válidas sustituyéndolas por espías e intrigantes, por lo que, ya no funciona. De las cuarenta y ocho secciones sólo trece responden mandando tropas y echando al vuelo las campanas. Son, sin embargo, suficientes para liberar a los cinco hombres y para que uno de sus generales lance sus tropas contra la Convención. Por un momento los diputados se ven perdidos y se preparan para la lucha. Al mismo tiempo, la Convención nombra a Barras comandante de las fuerzas y declara a Robespierre y a sus secuaces fuera de la ley. Esto significa que pueden ser apresados y sumariamente ejecutados en veinticuatro horas. Esta medida decide la suerte de todos. A las dos de la mañana las tropas al mando de Barras avanzan sobre los prisioneros atrincherados en el Ayuntamiento de París. Mientras lo hacen, un cuerpo cae desde la ventana al pie de los soldados. Es Augustin Robespierre, el hermano menor de Maximilien. Dentro, encuentran a un inválido Couthon caído en las escaleras de acceso a la sala del consejo general y en ésta comprueban que Le Bas se ha descerrajado un tiro y descubren a Robespierre tumbado sobre una mesa con la mandíbula destrozada y el cuerpo cubierto de sangre, después de una posible tentativa de suicidio. El otro superviviente, ileso, silencioso y desafiante, es Saint–Just.

Ya de día, Tallien, Barras, Fouché y el resto de los conjurados no pueden por menos que asombrarse por el modo en que la ciudad de París recibe la caída de su ídolo, de su semidiós. Todo el mundo se ha lanzado a las calles, la gente se abraza, todos ríen y lloran a la vez. «Qué fácil es pasar de la veneración al odio», se dicen los conjurados. Pero es que el pueblo estaba tan harto de sangre y de horror que al saber la noticia ha salido a festejar con guirnaldas y banderas. Ahora le toca a «él» entregar su virtuoso cuello a la Louisette. Todos quieren ver morir a Robespierre. Desean contemplar cómo su cabeza se besa con la de Saint–Just en ese gran cesto ensangrentado que Sansón tiene junto a la guillotina. El tránsito de la carreta que conduce a ambos a través de las calles de París hasta el cadalso se vuelve lento, de tantos que son los que se agolpan para confirmar que en efecto son ellos, Saint–Just y Robespierre. Y hay que ver ahora en lo que se ha convertido aquel ídolo. Viste aún el mismo traje azul pálido que se hizo para la fiesta del Ser Supremo, pero profusamente manchado de sangre reseca. Tiene el pelo revuelto y la mirada perdida. Cuentan que, al colocarlo sobre la plancha de la guillotina, Sansón le arrancó el vendaje con el que sujetaba su destrozada mandíbula y el Incorruptible murió entre gritos de dolor acallados tan sólo por el rápido silbar de la cuchilla. Poco después, comenzó a cantarse por las calles de París una canción:

L'infáme Robespierre

du peuple l’ennemi

a mordu la poussiére

et son régne est fini.

El infame Robespierre

del pueblo enemigo

ha mordido el polvo

y su reino ha acabado.

DE CÓMO ME CONVERTÍ EN NUESTRA SEÑORA DE THERMIDOR

Resulta difícil explicar a quien no conoció aquellos tiempos lo que la palabra Thermidor significó para los habitantes de Francia y en concreto para los de París. Thermidor no era ya tan sólo el nombre de un mes revolucionario, sino el de una nueva esperanza, el del alumbrar de una nueva era lejos del miedo, de los espías y, sobre todo, de la alargada sombra de la guillotina. Si al día siguiente de la caída de Robespierre a alguien de la calle se le preguntaba cuáles eran sus planes a partir de ese momento, la respuesta era unánime «¡Vivir!». También amar, gozar, bailar, pasear, conversar, beber, sí, hasta emborracharse de vida, de aquella que casi le había sido arrebatada. El nuevo comité que se formó a continuación y en especial los artífices de la muerte del Incorruptible, ahora llamados termidorianos, esto es, Tallien, Fouché y la nueva estrella emergente Barras, no salían de su asombro del modo en que eran vitoreados como los salvadores de la patria y vencedores del Terror. Ellos, lo único que habían pretendido con su acción había sido salvar sus propias cabezas, y desde luego ninguno podía presumir de tener las manos limpias de sangre. Tampoco entraba dentro de sus planes prescindir de ahora en adelante de la guillotina; sin embargo, al ver la euforia de la gente decidieron en súbito consenso aprovechar la falsa interpretación popular de sus actos. Así, a partir de ese momento empezaron a alentar la teoría de que todos los desafueros de la Revolución tenían un solo culpable: Robespierre. Como si Tallien no hubiera matado a miles de inocentes en París y en Burdeos; como si Fouché no fuera el ametrallador de Lyon; como si Barras no hubiera votado la muerte de Luis XVI. Ahora, en cambio, todos se afanaban en adoptar un aire benigno, magnánimo.

El día 10 de Thermidor Tallien anunció así la muerte del Incorruptible:

— Este día es uno de los más bellos para la libertad. La República triunfa y este golpe prueba que el pueblo francés nunca jamás será gobernado por un solo amo. Vayamos a unirnos a los ciudadanos para compartir la alegría común. ¡El día de la muerte del tirano es la fiesta de la fraternidad!

Ocurrió, y sin yo saber muy bien cómo, que comenzó a correr por París la noticia de mi secreta influencia sobre el más conspicuo de los conjurados. Se hablaba con admiración del gran número de prisioneros que Tallien había liberado en Burdeos gracias a mis ruegos, así como de los muchos que estaban en deuda conmigo por haber salvado la vida a un hermano, a un padre, a un amigo. Pero se hablaba sobre todo del efecto de mis palabras, y en especial de aquella carta que le hice llegar a Tallien en la que le anunciaba mi inminente subida al cadalso. Cherchez la femme, dicen los franceses, y ésa es una expresión que considero halagadora pero también paternalista. Sin falsa modestia, puedo asegurar que tanto la influencia que tuve sobre Tallien en Burdeos como la que ejercí durante la conjura contra Robespierre no era nada comparable con la que me proponía tener de ahí en adelante para ayudar a todos los que, como yo, tanto habían sufrido durante El Terror. Así me prometí hacerlo cuando el 12 de Thermidor pude por fin salir de prisión. Tallien en persona se presentó en La Force para liberarme. Y al abrir la puerta de mi celda, como en una galería de espejos que se replica, volvimos a vivir la misma escena que habíamos protagonizado ambos años atrás en la prisión bordelesa de Hâ. Sólo que ahora él se encontró con una Teresa mucho más desmejorada y pálida que la de la vez anterior. Una que, por mucho que había intentado poner al mal tiempo buena cara, acusaba en sus rasgos el haber vivido casi dos meses en compañía de ratas y gusanos y a escasas horas de la guillotina.

Sin embargo, a pesar de mis pocos kilos y de mi cara demacrada, a pesar también de que los dedos de mis pies mordisqueados denotaban el contumaz interés que habían despertado en las ratas de La Force, mi mayor preocupación de entonces era valerme de mi influencia con Tallien para lograr que liberara a todos mis compañeros de cautiverio. A Frenelle, naturalmente; a Violette, a quien tanto debía, y también a mi buena amiga Rose de Beauharnais. No me costó nada hacerlo y así, entre risas de Teresa Cabarrús y muchísimas lágrimas (en esta ocasión de alegría) de la futura emperatriz de Francia, ambas abandonamos abrazadas la prisión.

En la calle me esperaba una agradable y completamente imprevista sorpresa. A las puertas de la prisión se había reunido un buen número de ciudadanos para presenciar mi puesta en libertad. Eran momentos de enorme alegría y de infinito alivio, y este exaltado estado de ánimo fue sin duda la causa de lo que ocurrió a continuación; aquellas gentes comenzaron a aclamarnos a Tallien y a mí mientras reían y lloraban: «¡Viva Tallien! — decían-. ¡Viva Teresa!». Y yo, vestida pobremente con unas simples enaguas rotas y una camisa que mostraba mucho más que ocultaba, aún no podía creer tan súbito cambio de fortuna. Todos querían tocarme, besar mi mano, acariciar mi cabeza y mi pobre pelo trasquilado para facilitar el tajo de la guillotina. «¡Que Dios te bendiga, Nuestra Señora del Buen Socorro!», gritó entonces una voz utilizando el generoso apelativo con el que se me conocía en Burdeos, y alguien a su derecha se apresuró a corregirle: «No, aquí en París y a partir de ahora será para nosotros Nuestra Señora de Thermidor. ¡Sí, eso es, vive Notre–Dame de Thermidor!».

Yo les miraba intentando guardar cierta dignidad dentro de aquellas enaguas rotas y mi camisa deshilachada, pero tengo la impresión de que eran precisamente mi aspecto y mis pobres ropas lo que atraía a los allí congregados. «Mirad qué bella es–decían-, pero si parece un ángel salido de las tinieblas. Sí, ella es la verdadera Marianne. Es nuestra dama de la Revolución, nuestra dama de la nueva era. ¡Nuestra Señora de Thermidor!».

Fue así como las buenas gentes de París acuñaron para mí aquel nombre con el que querían significar, simultáneamente, su afecto por mi persona y el recuerdo de la fecha en que contribuí a liberar a Francia del Terror. Decían que yo, guiando la mano de Tallien desde la cárcel, encarnaba el fin del horror y el comienzo de la esperanza en un nuevo porvenir. Decían que no había otra mujer más buena, decían tantas cosas… Desde ese día, fuéramos donde fuéramos, al teatro, al Palais Royal, incluso paseando por la calle, Tallien y yo éramos recibidos con bendiciones, flores, abrazos. Y lo más curioso del caso es que el cariño de las buenas gentes se decantaba más por mí; en otras palabras, no por la mano que había acabado con Robespierre, sino por otra pequeña y secreta que, según ellos, había guiado a ésta desde la prisión: la de Nuestra Señora de Thermidor, un bello título sin duda y del que yo, sin creer merecerlo del todo, me sentía orgullosa. Uno, por lo demás que, de ahí en adelante, yo pretendía hacer aún más cierto ayudando a todos aquellos que me lo pidieran o de cuya desgracia tuviera conocimiento. Sin embargo, ya saben ustedes mi vena teatral: en cuanto me di cuenta de lo mucho que podía hacer por mis semejantes desde mi situación privilegiada, inmediatamente pensé en cómo procurarme un vestuario adecuado a mi nuevo papel. Uno tan llamativo como el que había utilizado en Burdeos, pero con todos los aderezos al gusto de la época que ahora alumbraba. Porque si la generosidad y el sentimentalismo de las gentes, las circunstancias o simplemente el azar me habían atribuido el papel de secreta fuerza motriz de aquel cambio de rumbo en la vida de Francia, no iba yo a defraudarlos.

Lo primero que tenía que hacer, sin embargo, era más prosaico y también más necesario. Se trataba de recuperar a mi hijo Théodore, que aún estaba en Burdeos con tío Dominique y, a ser posible, hacerme con algo de dinero. Mi situación financiera distaba de ser holgada; por eso, en la carta que le envié a mi tío le rogaba también que vendiera todas mis pertenencias en aquella ciudad, desde mi cabriolé hasta aquella guitarra española que acompañaba mis tardes en el hotel Franklin. Nunca estaba de más tomar estas prudentes medidas, pero yo tenía la secreta esperanza de que mis estrecheces económicas fueran sólo transitorias, al fin y al cabo, las perspectivas políticas no podían ser más favorables para Tallien y por tanto para mí. Él, como personaje del momento, bien podía aspirar ahora a las más altas responsabilidades, y así pareció confirmarlo el hecho de que por esas fechas lo nombraran nuevamente presidente de la Convención. Al saberlo, Tallien, como siempre, se mostró dubitativo.

— ¿Cómo lo haré? — decía-. Se necesita mucha destreza para permanecer al lado de los jueces cuando tantas razones tenemos Fouché, Barras y yo mismo para ser confundidos con los acusados. ¿Tú crees que la gente ha olvidado de veras lo que hice en Burdeos? ¿Y mi presencia en las Masacres de Septiembre? ¿Cuánto durará este estado de gracia?

— No tienes que pensar en eso ni un minuto–le contestaba yo-. Francia ha contraído contigo una deuda eterna. ¿No ves cómo la gente se sube a los bancos para aclamarnos en los teatros? ¿Y cómo nos aplauden y bendicen allá donde vamos? Lo único que debes hacer es dejarte llevar por la corriente que ahora nos es tan propicia.

A pesar de mi optimismo yo sabía que teníamos que ser extremadamente cautos, puesto que la situación distaba mucho de ser tranquila con las víctimas del Terror reclamando venganza y los jacobinos todavía con mucho poder en las instituciones. Aun así, ese «dejarse llevar» al que yo me refería parecía indicar que los nuevos vientos que soplaban favorecían un cierto giro a la derecha. Por eso me pareció oportuno que Tallien apoyara el relanzamiento de una publicación, L'Orateur du Peuple, que dirigía otro de los termidorianos, el ciudadano Fréron. Dirigido con el verbo y la audacia que los tiempos requerían, este periódico era devorado diariamente por un número enorme de lectores deseosos de saber cómo iba la «caza de los jacobinos». En voz baja se decía entonces que era Nuestra Señora de Thermidor quien inspiraba ciertos artículos contra Collot d'Herbois, por ejemplo, u otros antiguos aliados de Tallien en la conjura contra el Incorruptible, y no les faltaba razón. Lo hice porque, a pesar de la explosión de optimismo que se había producido con la caída de Robespierre, los objetivos políticos no estaban claros en absoluto. Y es que, como ocurre a menudo, cuando se unen diversas voluntades y tendencias políticas para derrocar a alguien, una vez logrado el objetivo, cada cual tenía una idea diferente sobre lo que era menester hacer a continuación. Todos, desde los moderados a los más revolucionarios deseaban ahora arrimar el ascua a su propia sardina y, a la vez, aprovechar tiempos revueltos para medrar sobre las ruinas del Terror.

Pero dejemos por un momento la política, que puede ser tan fatigosa, y salgamos a la calle a tomar un poco el aire y ver qué está pasando allí. Como antes he apuntado, cansada de tanto dolor y sufrimiento, la ciudad de París, y con ella toda Francia, lo único que deseaba era olvidar el pasado, divertirse, disfrutar. Quienes nunca han vivido un peligro inminente o una gran tragedia nada saben del poder curativo y redentor de la frivolidad. De este modo, y aunque parezca increíble, en muy poco tiempo la ciudad recobró gran parte de su antigua brillantez. Cada día se abrían, por ejemplo, nuevos salones de baile, hasta seiscientos en poco tiempo. También se lanzaban distintas modas en el vestir cada vez más estrafalarias, modas que desde un principio apostaron por arrinconar de un golpe la estética de los sans–culottes que antes las inspiraba. Todo lo que recordaba al Terror había que condenarlo al olvido. Adiós pues a ropas que recordaran a las de las clases más bajas; fuera picas, fuera mostachos y caras patibularias. ¿Por dónde irían ahora las tendencias? Todavía era demasiado pronto para saberlo con exactitud. Un día aparecía una actriz intentando aún emular a la diosa Razón; al día siguiente, una cantante–burlándose del fantasma de Robespierre–se presentaba ante su público con una réplica de la tantas veces mentada casaca azul pálido, o incluso cubierta de aquellas joyas que tan ocultas habían estado desde la toma de la Bastilla y que ahora comenzaban a reaparecer como por arte de magia. Porque otra constante de aquellos días era una verdadera necesidad de derrochar todo el dinero que cada uno tenía guardado sin pensar ni por un momento en el mañana. Si durante el Terror, y haciendo un ingenioso juego de palabras, se decía que on rougit d'être riche, «enrojecía o ruborizaba ser rico», ahora nadie se avergonzaba de tener dinero; al contrario, había que gastarlo y, sobre todo, exhibirlo con largueza. Y quien no contaba con él lo pedía prestado o lo robaba, daba igual, todos teníamos unas ganas enormes de despilfarrar aunque ello significara endeudarse o incluso la ruina. También por aquel entonces se desarrolló un gran interés por los negocios, la mayoría de índole poco clara. Y no había empacho alguno en embarcarse en sea cuales fuesen, porque los hombres que ahora mandaban en Francia, Barras, Fréron y también Tallien, no vacilaban en vender a buen precio bien su connivencia, bien su silencio. Fue por aquel entonces cuando comenzó a aparecer la llamada jeunesse dorée, o lo que es lo mismo, jóvenes burgueses, pequeños rentistas y comerciantes que se caracterizaban por mantener una lucha encarnizada contra los poderosos de ayer. Apoyados por la opinión pública, estos jóvenes airados se paseaban por las calles, los cafés y los teatros, no con picas ni con navajas (ellos detestaban a los sans–culottes), sino con un bastón que usaban sin miramientos. Y tendrían su himno, su propia Marsellesa, llamada Réveil du Peuple, cuyas estrofas estaban llenas de venganza y de sangre, sobre todo contra los jacobinos. Y es que hay que decir que en aquel mar revuelto que era París tras el Terror, los jacobinos no tardaron mucho en regresar a la primera fila. Porque, después de un momento inicial de miedo y desconcierto, aquellos temibles personajes volvieron a salir de las madrigueras en las que se habían refugiado tras la muerte de su amado ídolo. Ellos formaban una fuerza aún muy numerosa y también resentida porque se les había expulsado de la noche a la mañana de las comisiones en las que trabajaban y de las que cobraban un buen sueldo. A nadie le gusta quedarse sin medio de vida y, puesto que era gente intrigante, no les costó aprovechar el momento de desconcierto político para volver a reunirse.

Quedaba pues una obra de, digamos, salubridad pública que cumplir en esta nueva Francia que tanto deseaba divertirse y olvidar el Terror, y ésta era impedir que el fiel de la balanza se inclinara demasiado a la izquierda. Yo, desde luego, apoyaba a Tallien en este convencimiento, porque, ¿de qué servía haber acabado con Robespierre si una vez más su fantasma podía renacer entre los jacobinos? Por eso, una noche de Brumaire de 1794, es decir, de noviembre, en un momento en que la sesión del club de los jacobinos iba a comenzar, abriéndose paso en el lugar en que las habituales tricoteuses tomaban asiento, irrumpieron una treintena de jóvenes. Se trataba de un grupo de esa jeunesse dorée de la que vengo de hablar; y esos muchachos, armados con sus bastones, se apoderaron del recinto al tiempo que obligaban a los jacobinos a desfilar delante de ellos cubriéndoles de escupitajos e insultos. Por su parte, las tricoteuses, que se encontraban presenciando las sesiones entregadas a su perenne labor de aguja, fueron asidas violentamente y a continuación azotadas. Por fin una de ellas logró huir y avisar a las fuerzas del orden para que intervinieran, y fue entonces cuando uno de los revoltosos cayó gravemente herido. «¡He aquí otro al que han asesinado los jacobinos! — gritaron sus compañeros, y luego-: ¡Ellos han degollado a cien mil franceses!».

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