— ¿Deseáis que abra las cortinas, madame?
— Gracias, Frenelle…
Se dirigió hacia la ventana y una vez que se hizo la luz miró hacia el lecho. Entonces pude comprobar cómo en sus labios asomaba una sonrisa cuyo significado no me fue difícil adivinar: Frenelle se congratulaba al comprobar que Barras, la noche anterior, no había compartido mi cama. Sin embargo, si este hecho era para ella motivo de alegría, para mí lo era de gran pesar. Hacía tres días que no me visitaba, demasiados ya.
— Hay una carta para vos–dijo a continuación Frenelle y en el mismo tono impersonal añadió-: Arribó ayer a La Chaumiére y Bidos la ha traído hasta aquí esta mañana. La dejaré junto a la bandeja del desayuno y si no deseáis nada más…
Se retiró sin esperar mi respuesta y yo la dejé marchar. Eran demasiadas las preocupaciones que rondaban mi cabeza como para ocuparme de Frenelle. Sin embargo, un nuevo motivo de pesar me esperaba al rasgar aquel sobre, puesto que la carta era de Tallien y decía así:
Bella niña mía:
Nada puede ser más desgraciado que nuestras vidas aquí. Carecemos de todo. Desde hace cinco días no logro cerrar mis ojos, debemos dormir sobre la mera tierra. Nos comen las moscas, los piojos, las chinches y toda especie de insectos. El papel en el que escribo está húmedo de mis lágrimas. Adiós, mi bella niña, el dulce recuerdo de ti y la esperanza de volver a veros a ti y a nuestra hijita me mantienen con vida, así como mi único deleite es pensar en tu casa de La Chaumiére; nunca te deshagas de ella, te lo ruego.
Tu infeliz Tallien
La carta me llenó de infinita tristeza, no sólo por la miseria que traslucía, sino también por su última frase. «Nunca te deshagas de La Chaumiére», apuntaba en ella Tallien, pero lo cierto era que acababa de hacerlo. Había vendido esa casa que ambos compartimos con la intención de comprar, más adelante, otra cerca de la de Josefina. Pero también con la secreta esperanza de que el hecho de que mis hijos y yo pasáramos cada vez mayor tiempo en este rimbombante palacio de Grosbois en el que ahora me encontraba fuera algo así como la oficialización de mi entente con Barras. Sin embargo, lo único que había logrado con mi estratagema era no tener casa propia, mientras que Barras apenas visitaba mi lecho. Al igual que un fallido estratega que yerra sus cálculos y es ya por siempre prisionero de un movimiento equivocado, yo había quemado mis naves. ¿Qué me esperaba ahora?
DE CÓMO BARRAS SE LIBRÓ DE MÍ
(O YO DE ÉL)
— Mi bella ateniense. — La voz de Barras sonaba suave, sinuosa. (Nos encontramos ahora en esa mañana la misma que había comenzado con mis pesadillas y la carta de Tallien)-. Mi bella Aspasia, descuidáis demasiado a vuestros invitados. El amigo Ouvrard estaba impaciente por veros; mirad, os ha preparado una maravillosa sorpresa.
Estaba prevista para ese día una gran batida de caza y, como si de la continuación de mis sueños se tratara, como si en efecto Barras y Ouvrard hubieran estado hablando de algo que me concernía, ambos me esperaban al pie de la escalera.
— Ésta es Coquette–dijo el segundo señalando una magnífica yegua que llevaba de la brida-. Me he permitido traérosla como regalo, la más bella de las damas merece tener también la más hermosa de las monturas.
No era inusual que otros caballeros que no fueran Barras me hicieran regalos caros, pero después de mi sueño de horas antes, todo tenía para mí una secreta lectura. Miré a mi amante: había en sus ojos una mirada de impaciencia, de velado hastío, me pareció.
— Mi bella directora–dijo a continuación dirigiéndose casi más a Ouvrard que a mí-. Dado el magnífico regalo que acaba de haceros Ouvrard, creo que bien merece ser vuestra pareja durante todo el día. Coquette es sin duda un soberbio animal y a vos, querida, os gusta tanto galopar…
***
Precisamente en este punto comienza mi historia amorosa con Gabriel Ouvrard, banquero de fortuna y abastecedor del ejército de la República.
Años más tarde, La Révelliére–Lépeaux, uno de los otros cuatro directores que junto a Barras detentaban el poder en aquellos años, recogería en sus memorias el hecho que acabo de contar, pero dotándolo de un prólogo muy poco halagüeño para mí. Según él, minutos antes de la escena del caballo, Barras habría hablado con Ouvrard para convencerle de lo mucho que le convendría aceptar un «traspaso». Siempre según La Révelliére–Lépeaux, yo me había convertido en un lujo demasiado caro para Barras, del que había escuchado de sus propios labios contar con todo detalle «el trato más que conveniente al que había llegado con Ouvrard, por el que le cedía a madame Tallien y cómo, al poner éste ciertos reparos, le había forzado a tomarla y satisfacer de ahí en adelante todas las necesidades de una mujer tan devoradora (sic)». «Caso de no aceptar–continuaba contando Barras por boca de Lépeaux-, le hice ver a Ouvrard que bien podía peligrar su pingüe negocio como proveedor del ejército y también exponerse a una inspección de su fortuna».
«Fue así–termina narrando La Révelliére–Lépeaux-, cómo esa misma mañana en Grosbois se firmaron las cláusulas de tan infame trato».
Como puede verse, lo que narra este caballero, la conversación entre Barras y Ouvrard, el «traspaso» y la circunstancia de que yo me estaba convirtiendo para el primero «en un lujo demasiado caro», se parece mucho al sueño que yo tuve aquella misma madrugada. Sin embargo, como no creo tener las dotes adivinatorias de la vieja Marie Celeste ni soy capaz de anticipar el futuro, me inclino a creer que la explicación a tan extraña coincidencia es otra. Tout passe, tout casse, tout lasse… et tout se remplace, dicen los franceses, que en esto del amor son tan galantes como cínicos. Todo pasa, todo se rompe, todo aburre y todo se reemplaza. Y si la frase es cierta siempre, lo era aún más en aquellos tiempos tornadizos en los que las reglas de juego imperantes entre personas como Barras y como yo misma respondían a tan pragmática premisa. De ahí que mi sueño no tiene nada de mágico ni de sobrenatural, sino que responde a un modo de intuir lo que está pasando, una alerta para actuar antes de que las circunstancias se volvieran del todo adversas. Por eso he de decir que es más que probable que Barras hubiera llegado a la conclusión de que yo era una mujer demasiado cara y «devoradora», como apunta La Révelliére–Lépeaux en sus memorias; pero yo por mi parte siempre he sido una mujer intuitiva y también sumamente orgullosa, de modo que, sin tener los poderes de Marie Celeste, aquella misma mañana supe que debía con presteza cambiar de caballo. Y no me refiero a Coquette precisamente, aunque desde ese día se convirtió en mi montura favorita, sino a mi vida sentimental. ¿Qué me convenció para hacerlo? Posiblemente la pesadilla de la que antes he hablado, o tal vez fuera la carta de Tallien, que tanto me había llenado de tristeza recordándome que ya no tenía casa ni tampoco marido. O quizá, y por qué no, fuera esa breve conversación sobre mi abanico que mantuve con Gabriel Ouvrard la víspera, en la que pude descubrir a un hombre sensible, capaz de amarme como no me amaba Barras. Sea lo que fuere, lo cierto es que esa mañana sonreí a Ouvrard de un modo especial mientras le tendía la mano.
— Querido amigo–le dije-, sois demasiado gentil; claro que me encantará cabalgar con vos. Os lo ruego, dejad que me apoye en vuestro hombro para montar a Coquette.
Barras nos miraba sonriendo y debo reconocer que sentí una pequeña punzada al ver su rostro tan cerca del mío, por lo que giré la cabeza para volverme definitivamente hacia Ouvrard. Tout passe, tout casse, tout lasse… et tout se remplace. Las mujeres como yo no pueden (ni deben) permitirse mirar atrás. Yo no lo sabía en ese momento, pero comenzaba para mí una nueva vida.
UN NUEVO AMOR
A sus veintiocho años, Gabriel Ouvrard era ya dueño de una enorme fortuna. Sus comienzos se remontaban a 1789, cuando en pleno estallido revolucionario y con tan sólo diecinueve años, empezó a especular a pequeña escala con una fábrica de papel, y ahí pasó a probar fortuna en la banca. Sin embargo, muy pronto se dio cuenta de que los ejércitos de la Revolución eran una posible fuente de enorme ganancia, de modo que, para conocer el negocio desde dentro, se alistó en la armada de Kléber. Después del 9 de Thermidor casó con la hija de un rico negociante de Nantes que tuvo la mala fortuna de arruinarse durante la guerra de La Vendée, pero él, en cambio, supo obtener una indemnización de doscientas mil libras. A partir de ese momento su carrera fue imparable y unos años más tarde estaba en posesión de veinte millones de libras, suma que representaba una de las mayores fortunas de la época. Conocedor a fondo de su negocio como abastecedor, se decía entonces que Ouvrard era capaz de equipar en pocas semanas a un ejército completo. Era por tanto el hombre indispensable al que se recurría en momentos de emergencia, ya que sólo él podía salvar las situaciones creadas por la necesidad o por la desidia de los oficiales. Así las cosas, si bien su negocio estaba muy mal visto por algunos (Napoleón entre ellos, que lo consideraba un «depredador»), en aquel río revuelto y enfangado que era el Directorio, Gabriel Ouvrard había sabido pescar con astucia, también con mucho provecho. Por si sus méritos profesionales fueran pocos, Gabriel era un hombre de indudable atractivo físico, bien parecido, de ojos vivaces, mentón firme, gran conversador, de una generosidad sin límites. ¿Y Barras, preguntará tal vez el lector?, ¿con tanta facilidad se olvida a un hombre y se sustituye por otro? Tiempo habrá de hablar más de Paul, puesto que no desapareció del todo de mi vida.
Y es que en aquellos tiempos galantes uno nunca rompía con un viejo amor de forma irreconciliable. Al igual que Josefina siguió frecuentando a Barras (algunos sostienen que incluso sirviéndole de espía, puesto que continuó informándole durante mucho tiempo sobre las actividades de Napoleón), yo también me mantuve en buenas relaciones con él. Al fin y al cabo y a pesar de los pesares, era un hombre al que mucho había amado. Por eso no fue sin una punzada de tristeza que me despedí de Grosbois y también de él. Recuerdo que lo hicimos a la antigua usanza: tal como lo había hecho de mi primer marido, Fontenay, igual también que nos despedíamos antes de la Revolución ceremoniosamente las esposas y los maridos tras l’act passionnel: con un «Adieu, monsieur, merci». «Adieu, madame, au revoir».
Y es bueno que así fuera porque, si bien hay heridas que nunca cicatrizan del todo, es importante guardar siempre las formas. Por encima de otras consideraciones yo era una mujer de mundo. «No explicar, no protestar y, sobre todo, jamás mirar atrás». ¿Acaso no había sido ése siempre el nunca explicitado lema de nosotras las merveilleuses?
— Y también de las necias–rezongó Frenelle al oírme decir esto. Nos encontrábamos por fin en el carruaje que había de conducirnos lejos de Grosbois hacia mi nueva vida y yo me entretenía mirando con cierta tristeza el paisaje que se cerraba a nuestro paso y el modo inexorable en que la casa de Barras iba haciéndose más pequeña a medida que nos alejábamos.
— Dudo mucho de que yo por mi parte le dedique ni un pensamiento a todo esto–añadió ella al tiempo que se afanaba en cerrar la ventanilla como quien cierra también un pasado que desea olvidar cuanto antes-. Adiós y hasta nunca, Grosbois; adiós y ahí te pudras, pomposo, fatuo y corrupto ciudadano Barras. En cuanto a Ouvrard, Teresa, ya sé que tú y él os conocéis desde hace años, pero apuesto a que puedo contarte detalles de su persona más que interesantes que tú desconoces…
Era agradable que Frenelle me volviera a llamar Teresa como antes, y también me agradaba sobremanera el entusiasmo que demostraba por mi nuevo amigo. Ignoraba a qué detalles podía referirse Frenelle, pero siempre me ha parecido prudente y también productivo prestar oídos a lo que se dice escaleras abajo; en otras palabras, a lo que corre por los siempre bien informados mentideros del servicio doméstico. Mi hija María Luisa, que desde que me conminó a que escribiera estas memorias ha adquirido una cierta pasión por las letras, dice que aún no se ha escrito lo que ella llama «la otra historia». La que cuentan quienes más saben de los protagonistas de la Historia con mayúscula, en otras palabras, los criados, ésos para los que, según el refrán: «Nadie es un gran hombre ni una gran mujer». Yo, por mi parte, siempre he escuchado atentamente lo que ellos tienen que decir, puesto que tengo más que comprobado que se trata de una fuente inagotable y muy precisa de información.
— Cuéntame, Frenelle, ¿qué se dice escaleras abajo, qué chismes corren?
— Chismes no, querida–corrigió Frenelle-, simple observación, y también intercambio de inteligencia más que útil. ¿A que no sabes que a Ouvrard le llaman Monsieur Mystére?
— ¿Señor misterio? — inquirí sorprendida porque Gabriel siempre me había parecido un hombre encantador y sin dobleces.
— ¿Acaso no te parece suficiente misterio que un muchacho de su edad haya logrado que se le tema y se le respete tanto en este París de vientres podridos? Entre nosotros, los criados, se dice que su arma secreta para sobrevivir en vuestro mundo lleno de ladrones y tramposos con capas de armiño y cuajados de diamantes es más que admirable y también desconocida para vosotros. Se llama «generosidad».
— No es mala virtud–respondí incómoda por las explícitas alusiones de Frenelle a lo que ella llamaba «mi mundo»-. ¿Qué más sabes de Ouvrard?
— Lo mismo que tú, pero con detalles curiosos que estoy segura te interesarán. Sé por ejemplo que tiene varias propiedades y más de diez casas repartidas por París. Y luego está Raincy…
— Raincy–repetí yo, porque éste era un nombre del que también se hablaba mucho no sólo escaleras abajo, sino también escaleras arriba. Se trataba, por lo visto, de una inmensa propiedad que antaño había pertenecido al inefable Philippe Égalité, cuya cabeza había acabado rodando como tantas otras en la guillotina. Una vez muerto, el castillo había pasado a manos del Estado, y el Directorio, siempre ávido de dinero, se lo había vendido a Ouvrard-. Dicen que es sin lugar a dudas espléndido–comenté-, pero no creo que tenga nada que envidiar a Grosbois.
Dije esto con toda intención, sabiendo lo mucho que Frenelle detestaba todo lo que tuviera que ver con Barras y riendo para mis adentros.
— ¡Grosbois! — exclamó Frenelle tan enfadada como era de esperar-. ¡Ese monumento al mal gusto, esa tarta de merengue llena de oropeles y angelotes en donde no he tenido más que pesadillas! Pronto verás por ti misma la diferencia entre una propiedad y otra, pero déjame que tenga el placer de ser la primera que te abra los ojos sobre las maravillas que encierra Raincy.
— Vamos, Frenelle, si nunca has estado allí–bromeé-. Además, según tengo entendido, hace muy poco que pertenece a Ouvrard, seguro que ni la casa ni los parques están terminados de acondicionar.
— No importa–porfiaba ella-, las noticias de sus muchos atractivos traspasan las fronteras. ¡Cómo será la cosa que hasta en Inglaterra se habla del asunto! Una prima mía que acaba de regresar a Francia con sus amos me lo ha dicho.
Entonces Frenelle me relató todas las maravillas que, según se contaba escaleras abajo, encerraba aquel palacio. Habló de cómo estaba situado en medio de un bosque a escasas cuatro o cinco millas del centro de París y con un parque diseñado por Le Nôtre por el que paseaban ciervos domesticados y bellos pavos reales. Habló, como si hubiera estado allí, de su espléndido vestíbulo con treinta y dos pilares dóricos. Del adyacente salón en forma octogonal en medio del cual había un gran estanque en el que miles de velas se reflejaban flotando en el agua. Habló también de los cuadros de maestros renacentistas que cuajaban las paredes y de las piezas de valor incalculable procedentes de Pompeya con todos sus tesoros. Pero lo que más impresionaba a todos, por lo visto, era lo que Frenelle llamaba la salle de beauté. A mí me entretenía sobremanera su charla frívola a la vez que me admiraba lo precisa y detallada que era la información que podía obtenerse escaleras abajo.
— La salle de beauté! — exclamaba Frenelle con los ojos en blanco y las manos juntas, como quien ensaya una plegaria pagana-. ¡Dicen que nunca se ha visto algo parecido! Se trata según creo de un gran adelanto moderno. Una habitación no muy grande en forma de media luna con el suelo en dos tonos de mármol amarillo. ¿Y qué crees que hay al fondo? Dos tinas excavadas en un gran bloque de granito gris de los Vosgos. Para hacer la toilette más agradable existe además una estufa de mármol verde que caldea el ambiente y, al fondo, dos chaises longues de terciopelo berenjena que se extienden ocultando la presencia de un habitáculo pequeño en el que se ha instalado un excusado con un mecanismo desconocido traído de Inglaterra que es un portento de la higiene.
Fue así, entre el traqueteo del coche y el sonido de la voz de Frenelle explicando lo que pronto se conocería en todo el mundo como un water closet o «wc» como me fui quedando dormida. Días más tarde, cuando Ouvrard me llevó por fin a conocer el tan mentado Raincy, pude comprobar que todo lo que había dicho Frenelle era cierto, punto por punto. Incluso en esta ocasión la información de escaleras abajo se había quedado corta, puesto que, andando el tiempo, la propiedad pasaría a los anales como una de las más bellas de su época. Debo decir también que, aparte de los indudables atractivos que una gran fortuna pueden procurar a una casa o propiedad, Raincy sería además un lugar que yo amaría. Allí habrían de nacer dos de los cuatro hijos que tuve con Ouvrard. «¡Cuatro hijos naturales! — se escandalizaría Napoleón al saberlo-: ¡Se ha ido a vivir con un mercachifle, con un depredador capaz de vender a su patria por treinta monedas y le ha dado cuatro bastardos!».
Sí, eso y mucho más diría andando el tiempo el futuro emperador y amo del mundo al conocer mi nueva liaison amoureuse, pero no adelantemos acontecimientos. Estamos aún en 1799, cuando ese gran hombre que a punto estaba de cambiar la faz de Europa decidió volver de Egipto de improviso para cambiar también la historia de Francia.
18 DE BRUMAIRE,
FIN DEL DIRECTORIO
Dicen los anales que nunca antes el país había caído tan bajo como en aquellos años de finales de los noventa. Entre fiestas, prodigalidades y escándalos, el Directorio había llegado a un punto de descrédito como Francia no había conocido jamás. Los aprovechados abundaban en una administración tan desorganizada que día a día se multiplicaba el número de sus funcionarios, mientras las finanzas llegaban al punto más bajo y la industria y la agricultura se hundían sin remedio. Para colmo, las noticias del frente también eran adversas; con Napoleón lejos de Europa, los ejércitos franceses sufrieron serias derrotas tanto en Alemania como en Italia.
En vano los directores intentaron modificar la composición del Directorio; unos salían, otros entraban, pero la situación era cada vez más crítica. Y mientras tanto, una extraña parálisis parecía haberse apoderado de Barras. Sólo se ocupaba ya de sus placeres y de amasar cada vez más dinero, mientras en el horizonte otro que no era él se perfilaba como el hombre fuerte del momento. Hablo de Sieyès, a quien ya conocemos por haberme acusado en tiempos de ser espía de los Borbones españoles; el mismo que cuando le preguntaron qué había hecho durante el Terror contestó cínicamente: «J'ai vécu». Por aquel entonces, este sinuoso personaje se dio cuenta de que una operación drástica y brutal debía tener lugar para salvar a Francia y, sobre todo, para salvarse él. «Nada puede hacerse en medio de tanto enredo y tanta desorganización, necesitamos una cabeza y una espada». Eso le había dicho a sus colaboradores más cercanos. La cabeza, naturalmente, pensaba que iba a ser la suya, que consideraba privilegiada; la espada era su intención buscarla entre los generales que le eran afines. Su primera idea fue recurrir a un ardiente republicano de nombre Jouber, pero éste tuvo la mala fortuna de morir días más tarde en el frente. Pensó entonces en otros dos, pero mientras intentaba calibrar cuál sería el más conveniente (o acomodaticio a sus deseos) llegaron noticias de que Bonaparte acababa de desembarcar en Fréjus. A partir de ese momento puede decirse que la suerte estaba echada, y desde finales de octubre Sieyès, junto a Napoleón y su hermano Lucien, planearon los detalles del golpe que pasará a la historia como 18 de Brumaire, 9 de noviembre, de 1799.
Se dio la circunstancia de que ese día Ouvrard estaba invitado al palacio de Luxemburgo para un desayuno con Barras. Las relaciones entre nosotros tres, después de que me fuera a vivir con el primero, eran tan cordiales como no podía ser de otro modo en aquellos acomodaticios tiempos. Además, Ouvrard y Barras tenían negocios juntos, tanto privados como estatales, y eran frecuentes sus encuentros, lo que propició que Ouvrard viviera tan histórica jornada en el mismo escenario en que se desarrollaron los hechos.
— Fue todo muy extraño–me relató él varios días más tarde una vez consumado el golpe-. Para empezar, nada hacía presagiar que aquella fuera una mañana distinta de las demás. Cuando llegué a palacio comprobé, por ejemplo, que el servicio de desayuno estaba dispuesto para treinta personas por lo menos. Ya sabes, querida, cuánto le gustan a Barras estas «pequeñas reuniones» con lo que él llama un reducido grupo de amigos para hablar de negocios. Sin embargo, en cuanto subí las escaleras pude apercibirme de que reinaba una tensa calma. En el comedor, la mesa estaba preparada: los panecillos en sus cestas, el café humeante, pero todo el recinto parecía desierto, no se veía un alma. Las malas noticias corren veloces, tú bien lo sabes, de modo que es fácil adivinar la causa de tan temprana desbandada. Sin duda, el resto de los convidados, al saber lo que se preparaba, decidieron dar media vuelta y volver a sus casas para esperar allí acontecimientos.
— Y tú tendrías que haber hecho otro tanto–dije yo a Ouvrard-. ¿Qué necesidad había de exponerse así?
Él hizo un significativo gesto de vaivén con una mano descartando tal posibilidad.
— No sería yo mismo si hubiera salido corriendo como el resto, querida. Además, para entonces ya había comenzado a comprender qué estaba ocurriendo. Días atrás, el zorro de Sieyès, junto a otro de los directores, Ducos, se había puesto de acuerdo con Lucien Bonaparte, quien, mira tú qué casualidad, desde finales del mes pasado es presidente de la Asamblea de los Quinientos, para hacer correr el rumor de que se estaba preparando una conjura jacobina. Ésa fue la excusa que se dio para explicar por qué ese día el Consejo de Ancianos y el de los Quinientos habrían de reunirse lejos del palacio de Luxemburgo, en el castillo de Saint–Cloud, para ser exactos. Luego, el hecho de que al castillo acudiera un destacamento al mando del general Murat se justificó como «una medida de protección».
— Una que a vosotros, en el palacio de Luxemburgo, os dejaba por tanto más que desprotegidos–apunté yo.
— En efecto, la idea era precisamente ésa, dejarnos lo más desamparados posible. Pero debo decir que el golpe de fuerza se llevó a cabo del modo más civilizado. Una vez conocida nuestra situación de indefensión, lo que hicieron los emisarios de los conjurados fue ir a los aposentos de Barras.
— ¿Tú estabas con él en ese momento?
— Sí, y pude presenciarlo todo. Desde la ventana vimos cómo, después de un redoble de tambores, uno de los generales involucrados en la conjura entró en el patio por la puerta principal en compañía de una brigada ligera. Minutos más tarde, en el silencio más absoluto, Barras y yo comenzamos a oír los pasos que subían hacia sus habitaciones. Entonces hicieron su entrada los demás. Me refiero al almirante Bruix y a Talleyrand, que, en medio de un significativo silencio y en nombre de Napoleón, entregaron al director su acta de renuncia para que la firmara.
— ¡Talleyrand! — exclamé yo-. Obispo, revolucionario, ministro y ahora conjurado contra Barras, ¡qué traición!
— Sí, querida, ya conoces a tu amigo. A pesar de su cojera, siempre ha sabido saltar con donaire de un barco a otro antes de los naufragios. Deberías haber visto su expresión de severa censura cuando le entregó a Barras aquel documento.
— ¿Y qué hizo Paul? — pregunté sin poder evitar una punzada de dolor por aquel hombre al que tanto había amado.
— Es extraño–respondió Ouvrard-. Yo diría que parecía resignado a su suerte. ¿Sabes qué ocurrió a continuación? Tras firmar su renuncia, se acercó a la ventana, miró hacia la Rue Tournon, que se veía ennegrecida por las miles de cabezas de la muchedumbre que acompañaba a las tropas gritando vivas a Napoleón y se pasó un pañuelo cuajado de puntillas por la frente. «Gritaremos, pero será en vano–dijo-, no hay eco ya para nuestras voces».
— ¿Y qué crees que va a pasar ahora, Gabriel? Si Talleyrand ha traicionado a Barras, la deslealtad es aún más grande en el caso de Napoleón. Al fin y al cabo es a Paul a quien debe su carrera, fue él quien lo puso al frente de las tropas para sofocar la insurrección realista del 13 de Vendémiaire y también quien lo nombró general en jefe del ejército en Italia, una traición en toda regla.
— ¿Y qué es la política sino una larga y muchas veces acertada sucesión de traiciones? — respondió Ouvrard con un encogimiento de hombros, no sé si de resignación o tal vez de hastío; eran tantos los cambios que estábamos acostumbrados a vivir que ya ninguno nos sorprendía demasiado.
— ¿Y qué va a pasar ahora?
— Aún no te lo he contado todo. Sin duda se trata del fin del Directorio. Al día siguiente después de muchas vicisitudes y más de veinticuatro horas de intrigas y reuniones, los diputados decidieron nombrar tres cónsules. Dos son antiguos directores: el siempre acomodaticio Roger Ducos y por supuesto tu «amigo» Sieyès, que por fin ve cumplido su deseo de dar a Francia «una cabeza y una espada».
— La espada será la de Napoleón, me imagino…
— Y la cabeza, muy a pesar de ese viejo zorro de Sieyès, sospecho que también será la de Bonaparte, ma belle.
LA PENÚLTIMA MASCARADA
— ¿No crees que deberíamos dar una gran fiesta en su honor? — le dije a Ouvrard apenas un par de días más tarde cuando las noticias de lo ocurrido comenzaban a dar paso en las calles a una alegría casi tan grande como la que había acogido la muerte del Incorruptible. Tan similar me parecía el ambiente con el de Thermidor que se me antojaba natural comportarme del mismo modo que entonces: dar rienda suelta a la alegría, convocar a muchos amigos, celebrar la imparable ascensión de Napoleón Bonaparte, ahora convertido en el hombre más poderoso de Francia.
— Podríamos organizar un baile en Raincy–añadí ilusionada-. ¡Uno de máscaras, por ejemplo! Escribiré sin tardanza a Josefina para planear juntas los detalles.
Detengo un momento la narración, pues me parece importante señalar que durante la expedición de Napoleón a Egipto, Josefina y yo habíamos continuado viéndonos con tanta o más frecuencia que antes. Y nuestra amistad se había visto enriquecida además con la presencia de Ouvrard, puesto que Gabriel acababa de rendir a la futura emperatriz un favor de gran importancia para ella. Durante la ausencia de Bonaparte y fiel a su forma de ser tan pródiga en lo que a lujos y comodidades se refiere, Josefina le había echado el ojo a un pequeño palacete en Malmaison. La propiedad no era barata y desde el principio ella tuvo ciertas dificultades para reunir los treinta y siete mil francos que requería el primer depósito, y no digamos para hacer frente a los ciento sesenta mil que valía la propiedad. Pero, por fin, Josefina había logrado hacerse con unos quince mil francos, según ella gracias al generoso préstamo que le había hecho uno de sus criados (¿?), y el resto procedía de sus ahorros, pero aun así le faltaban veintidós mil para completar la cifra; de ahí que ella decidiera recurrir a Ouvrard, quien le concedió de mil amores un préstamo. Muy bien; ahora Napoleón estaba de vuelta en París convertido en cónsul, Josefina tenía su bella propiedad, y todos éramos grandes y viejos amigos, ¿acaso no era más que lógico organizar una fiesta en su honor?, me decía yo. Una en la que hubiera bailes y música–popular, bien entendu–porque la otra, la música seria, Bonaparte la consideraba «el menos molesto de los ruidos».
— ¿Sabías tú que le petit gringalet se pirra por los bailes de máscaras? — le dije a Ouvrard al tiempo que tomaba pluma y papel para escribir a Rose-. Ahí donde lo ves, tan circunspecto, le encanta disfrazarse, ya verás cómo vamos a divertirnos.
— No lo hagas, Teresa–dijo Gabriel deteniendo mi mano cuando ya me disponía a sentarme a la tarea-, resulta más prudente aguardar un tiempo y ver cómo se comporta él con nosotros.
— ¿Y cómo crees que se va a comportar? Él siempre se jacta de su buena memoria, de modo que no creo que haya olvidado, por ejemplo, el hecho de que le brindara mi casa cuando nadie sabía quién era; ni cómo lo ayudé en su momento a conseguir un uniforme decente; ni menos aún que fue en mi casa donde conoció a Josefina. En cuanto a ti, Gabriel, también te debe bastante. ¿No es suficiente razón para seguir disfrutando de su amistad el préstamo que le hiciste a Josefina para comprar Malmaison?
— Precisamente… — dijo Ouvrard, y se detuvo. Gabriel era hombre de gran prudencia. Más aún, era el tipo de persona que jamás habla mal de otros y menos todavía de la índole de la relación que con él o ella hubiera mantenido. Por eso nunca llegué a saber qué ocultaba tras esa única palabra que pronunció: «Precisamente». Quizá él hubiera oído alguna vez ese sabio refrán español que dice «Nunca pidas a quien pidió… » y pensara que el general no iba a agradecer ni mi antigua ayuda ni mucho menos el préstamo que le había hecho a su notoriamente manirrota esposa. Pero hay otra explicación posible a su cautela. Tal vez ésta se debiera a asuntos más «galantes», digamos; más típicos de aquella época ligera de moral que se llamó el Directorio. Me refiero al hecho de que entonces, quien más quien menos, todos habíamos visitado en alguna ocasión las camas de la mayoría de nuestros amigos y conocidos. ¿Entre la no precisamente escuálida lista de amantes de Josefina se encontraría también Ouvrard y noticia de esos viejos amores habrían llegado a oídos de Napoleón? Y si así fuera, ¿tanto habría cambiado Napoleón en lo que a fidelidad conyugal se refiere?
— Napoleón es corso, Teresa–dijo Ouvrard como único comentario, y yo no supe exactamente a qué se refería con esas palabras. Puede que al hecho de que, en otras épocas menos prósperas de su vida, Napoleón había tenido que transigir con cosas que ahora, convertido en cónsul de Francia, no estaba dispuesto a tolerar. O quién sabe, quizá se refiriera a cierto rasgo del carácter de Napoleón del que yo misma había sido testigo cuando solicité ayuda para Tallien. «Yo nunca olvido», eso me había dicho Napoleón Bonaparte con una extraña sonrisa.
Sea como fuere, después de esta conversación con Ouvrard en la que fue más lo omitido que lo dicho, decidí no dar fiesta alguna y esperar unas semanas para ver en qué tipo de ciudad se convertía París bajo la nueva situación política. Además, por esas fechas tenía yo un nuevo y gran motivo de felicidad que llenaba mi vida, excluyendo otros afanes. Me refiero al nacimiento del primero de los cuatro hijos que tendría con Ouvrard. Fue niña y la llamamos Clemence Isaure Teresa. Tenía el pelo rubio y ensortijado como su padre y los ojos muy negros como yo, y pronto se convirtió en el juguete favorito de mis otros dos hijos, el siempre tímido y circunspecto Théodore, que pronto cumpliría once años, y la pequeña Rose Thermidor, de cinco. Recuerdo además que muy poco después de este feliz acontecimiento tuvieron lugar otros dos que fueron también motivo de alegría. El primero de ellos tuvo por protagonista al que todavía era mi marido, Jean–Lambert Tallien, quien continuaba enviándome cartas llenas de dulces y añorantes palabras como si nuestros destinos siguieran unidos. Por una de ellas supe que después del regreso de Napoleón a Francia, él se había quedado una temporada más en Egipto ocupado en pequeñas tareas. Al fin, decidió emprender la vuelta a casa con intención, según él, de recuperar mi cariño, pero con tan mala (o como más tarde se verá, buena) fortuna que cayó prisionero de los ingleses. Éstos lo llevaron a Londres y, ante su sorpresa, allí fue recibido con afecto y admiración «por parte de muchas y muy principales personas», según rezaba su carta.
Sí, vida mía, me han acogido como el héroe de Thermidor, aquel que acabó con los jacobinos. Y hasta tal punto me dispensan todo tipo de amabilidades que con ello han logrado mitigar, al menos en parte, el dolor de estar lejos de ti y de la pequeña Rose Thermidor. Te ruego, amor mío, que colmes a la pequeña de besos por mí. Yo, por mi parte, no sueño más que con abrazaros, pero creo que permaneceré aquí un tiempo más.
Quién sabe, quizá este nuevo golpe de suerte sirva para que esta vez sí y de verdad renazca de mis cenizas. ¿No sería maravilloso? Rezo para que así sea y pueda volver entonces y recuperarte.
La noticia de su rehabilitación, al menos en Inglaterra, me llenó de alegría. Su estancia allí, lejos de París, era más que conveniente tanto para él como para mí.
La segunda causa de alegría de la que antes hablaba tiene como protagonista a Ouvrard y dice mucho de su forma de ser. Gabriel, tal como ocurre a menudo con aquellos que son capaces de labrar con su esfuerzo una temprana y gran fortuna, no tenía el menor inconveniente en derrocharla con sus amigos, y más aún conmigo. Uno de los defectos de carácter que, según él, tenía su primera esposa era que desconocía totalmente el sutil arte de provocar y recibir regalos con donaire, un don que, siempre según él, yo poseía con largueza. Así, a Ouvrard le complacía sobremanera sorprenderme con todo tipo de obsequios: joyas, pieles, objetos estrafalarios, muebles carísimos, caballos, pelucas… Pero todas las mujeres sabemos que este tipo de presentes son con frecuencia una forma de adornarse los caballeros, un modo tal vez inconsciente de demostrar al resto del mundo que ellos tienen en jaula de oro a la más bella entre las bellas. Gabriel no era así; su generosidad era mucho más amplia, más desprendida que todo eso. Para que se hagan una idea les contaré que un día me invitó a dar una vuelta por París en carruaje. De pronto, mientras transitábamos por el Faubourg Saint–Germain, ordenó al cochero detenerse cerca de la Rue Babylone delante de un magnífico palacio estilo Luis XV que se alzaba entre las profundas sombras de un gran parque. Entonces, Ouvrard sacó del bolsillo una llave de mediano tamaño cuajada de brillantes y, cuando ya habíamos inspeccionado todas las habitaciones y los espléndidos jardines de la propiedad, me la entregó con estas palabras: «Adiós, madame, ésta es vuestra casa». En efecto, lo era. Cuando toqué el timbre éste fue inmediatamente atendido por los criados con los que él había equipado la propiedad. Es curioso señalar además para los amantes de las casualidades, o tal vez debería decir de las ironías, que el anterior propietario del palacio era Barras, y que Gabriel se lo compró para ofrecérmelo. Así, por un extraño vericueto, de ese amante anterior que nunca había sido especialmente generoso adquiría yo de pronto un muy caro y también maravilloso recuerdo. Por cierto, ahora que menciono su nombre, me gustaría aprovechar para añadir unos datos más sobre Paul Barras. Después de su caída del poder, decidió retirarse a Grosbois en total soledad. Toda su antigua corte o cohorte de amigos, aduladores, comparsas, compinches, sanguijuelas y admiradores desaparecieron de un día para otro y como por ensalmo. Yo, en cambio, seguí visitándole con una cierta asiduidad. Tal vez se sorprenda el amable lector por esta revelación, pero yo siempre he procurado guardar una parcela de cariño para los hombres que han compartido mi vida una vez que éstos han caído en desgracia. Cómo no hacerlo, son parte irrenunciable de mí.
***
Sin embargo, de amores pasados y otros fantasmas similares tiempo tendremos de hablar más adelante. Volvamos ahora a la Rue Babylone, a la llave cuajada de brillantes y a la generosidad de Ouvrard para decir que, entre esta bellísima propiedad parisina y la no menos bella de Raincy repartíamos Gabriel y yo nuestro tiempo disfrutando de la compañía el uno del otro. Ésta fue sin duda una de las etapas más sosegadas de mi vida. Vivíamos esos momentos impagables al comienzo de toda relación, cuando tan pendiente está el uno del otro que todo lo demás no tiene importancia alguna. Ahora, con la distancia que dan los años transcurridos, puedo decir que tal vez mi relación con Ouvrard no tuviera ese pellizco de pasión y agonía que viví con Barras; tampoco contó con el decorado romántico y brutal que me unió a Tallien, pero ¿quién no cambiaría gustoso ambas cosas por serenidad y cariño cuando ya ha amado mucho con anterioridad? Tenía yo entonces veintiséis años. ¡Veintiséis años!, pero era tanto lo que había vivido que a veces me sentía una mujer de cincuenta. Maridos, amantes, adulaciones, riquezas, aventuras… todo lo había conocido, pero también había tenido que enfrentarme con el miedo, el dolor; también con la sombra de la muerte, tan próxima que casi llegué a acariciar su lúgubre rostro. Ahora en cambio tenía paz. ¿Sería tal vez mi nueva maternidad la que me hacía sentir así? Ni el nacimiento de Théodore ni mucho menos el de Rose Thermidor habían frenado mis ansias por brillar, por complacer y ser complacida, por divertirme. Ahora, en cambio, con la pequeña Clemence a mi lado, no creía necesitar nada externo, sólo la sonrisa de mi bebé y el amor de Gabriel Ouvrard.
Así las cosas, se comprende que no tuviera mucho interés ni tampoco excesivo tiempo para dedicarme a asuntos de la política. Sin embargo, noticias de lo que estaba pasando en París llegaban todos los días a Raincy. Según se contaba entonces, Napoleón, una vez convertido en Primer Cónsul, deseaba provocar una violenta reacción contra lo que él llamaba las costumbres disolutas del Directorio y esto significaba romper y hacer romper también a sus allegados con todo aquello que tuviera que ver con las frivolidades de antaño.
— En otras palabras–me dijo un día Germaine de Staël, que había venido a Raincy a conocer a la pequeña Clemence-: Lo que quiere es romper conmigo. Y también contigo, de modo que no te hagas ilusiones, querida–comentó al tiempo que se detenía en admirar un bello mosaico pompeyano que yo había hecho colocar como suelo en aquella salita-. Supongo que eres consciente de que para le petit gringalet tú y yo somos criaturas de Sodoma y Gomorra. O de Pompeya, si eso te parece más sofisticado–añadió señalando la escena erótica bastante explícita que había bajo nuestros pies-. Imagino que ya habrás notado un considerable cambio de actitud por parte de Rose.
Germaine, que nunca se había repuesto de aquel pequeño pero muy público desaire infligido por Bonaparte años atrás en casa de Talleyrand, no tenía la menor simpatía por el héroe del momento. De él decía que «su talla era innoble; su alegría, vulgar; su cortesía–cuando la tenía-, torpe; su modo, grosero y rudo, sobre todo con las mujeres». De ahí también que, cuando hablaba de Josefina, se empeñara en llamarla por su antiguo nombre y a él por ese mote, gringalet, cuyo significado, alfeñique, muy poco encajaba realmente con el actual Napoleón Bonaparte.
— No, ma chére–continuó Germaine en el mismo tono cáustico-, Josefina ya no es la misma ni conmigo; ni tampoco contigo, siento decirte. Tú no te das cuenta porque estás aquí encerrada jugando a mater amantisima y mater dulcisima, pero nuestra amiga ha cambiado mucho. En realidad, no podría ser de otro modo después de que él a punto haya estado de divorciarse a causa de su petite gaffe, pobre Rose.
Todos por aquel entonces, incluso los tan alejados de los salones de París como yo, sabíamos de la petite gaffe de Josefina. Los comentarios corrían de boca en boca y se repetían en voz baja adornada por sonrisas. Había ocurrido que, al regresar Napoleón a Francia para convertirse en Primer Cónsul, se produjo un desgraciado desencuentro entre los esposos Bonaparte. Napoleón, que ya en Egipto había sido informado por su camarada Junot del tipo de vida alegre que Josefina llevaba en París de la mano, según él, de «su inefable amiga Teresa Cabarrús», estaba pensando seriamente en divorciarse de la ingrata e infiel a su regreso a Francia. Al saber esto, Josefina no se inquietó en absoluto. «En cuanto me vea se lanzará a mis brazos», me confió ella en una de las innumerables notas que nos enviábamos de forma periódica cuando nuestras ocupaciones nos impedían el placer de estar juntas. Tan segura estaba que, al tener noticias de la inminente llegada de Napoleón a las costas francesas, se puso en ruta hacia Lyon con ánimo de salir a su encuentro y acabar con todas sus suspicacias. Pero quiso la mala suerte que ella eligiera la ruta de Borgoña mientras Napoleón, que había desembarcado antes de lo previsto, tomara la del Borbonesado. Así sucedió que, al llegar Bonaparte a París, encontró su casa de la Rue de la Victoire sin rastro de Josefina. «¡Me engaña una vez más, siempre me ha engañado! — se dijo entonces el encelado general-. ¡Exterminaré a toda esa raza de mequetrefes y corruptos que la rodean! ¡No quedará ni uno, lo juro!».
Según testigos, así se expresaba Napoleón a grandes gritos recorriendo a zancadas el salón de su casa mientras en la calle, como en la escena de una de esas comedietas frívolas y un punto ridículas que pueden verse en los teatrillos del Palais Royal, Josefina aporreaba la puerta suplicando que la dejara entrar y explicarse. Durante toda una noche ella suplica, grita, llora y se desespera, pero el futuro emperador se muestra inflexible. Pasan las horas, Josefina a punto está de rendirse rota por la fatiga y decidida a aceptar su destino cuando de pronto una de las criadas le da una idea salvadora: «Haced venir a vuestros hijos», le dice. Y he aquí que se obró el milagro. Napoleón, que siempre había sentido enorme cariño por Eugéne y Hortense, como bien lo demostraría más adelante prodigándoles todo tipo de honores, consintió por fin en perdonar a su madre. Los esposos cayeron entonces el uno en brazos del otro y aquellos que deseaban (léase la familia de Bonaparte) que todo lo sucedido fuera el comienzo del fin de una relación poco conveniente para el general, se sorprenderían muy desfavorablemente al encontrar, a la mañana siguiente, a los felices esposos abrazados en la cama.
He aquí pues la petite gaffe de Josefina. Hay que decir que todo lo que acabo de narrar había tenido lugar muy poco antes del 18 de Brumaire. A partir de esa fecha, la vida de los esposos Bonaparte comenzó a cambiar. Abandonaron la casa de la Rue de la Victoire para instalarse primero en el Petit Luxembourg y de allí pasaron a las Tullerías, el palacio que antes había pertenecido, qué ironía, al decapitado Luis XVI.
— No sé a qué te refieres–le dije a Germaine de Staël, que durante todo este tiempo había estado esperando mi respuesta sobre un posible alejamiento entre Josefina y yo tras el triunfo de su marido-. Si no he sabido nada de ella es porque debe de estar muy ocupada con tantas mudanzas. Y no me refiero sólo a las de domicilio, sino a las de toda índole. Mucho ha cambiado su vida en tan poco tiempo, Germaine, pero todo sigue igual entre nosotras.
— ¿Estás segura? — preguntó madame de Staël nada convencida de que así fuera.
— Naturalmente, ayer mismo recibí un regalo suyo para la pequeña Clemence. ¿Te gustaría verlo?
Era cierto que Josefina me había mandado el más encantador sonajero de plata para mi hija, pero también lo era que rara vez contestaba mis cartas. Incluso el regalo no iba acompañado siquiera de unas breves líneas, sino de un formal «con mis mejores deseos» garabateado a toda prisa y sin firma. Nada de esto le conté a Germaine, como es natural, pero aun así ella continuó insistiendo.
— La culpa de todo la tiene esa sarta de provincianos cejijuntos que con gusto le colocarían un cinturón de castidad a la pobre Rose, y aún está por verse que no lo hagan. Me refiero a la camarilla de los Bonaparte, capitaneados por Letizia, su madre, a la que algunos ya comienzan a llamar Madame Mére por lo mucho que manda y enreda. Si nuestro flamante Primer Cónsul está decidido a convertir a Francia en un país «moral», Letizia está decidida a reformar a toda costa a la pobre Rose. No me extrañaría saber que la tiene vigilada, por no decir secuestrada; ya sabes cómo se hacen esas cosas cuando toda la familia vive bajo el mismo techo.
***
Esta explicación de la falta de noticias de Josefina me pareció no sólo verosímil, sino incluso tranquilizadora respecto de su silencio. Además, yo sabía que, incluso antes de su partida a Egipto, Napoleón había encargado a su hermano José que controlase los gastos de su mujer y que, a partir de ese momento, la gran familia de Napoleón, con su madre a la cabeza, había comenzado a cerrar su cerco en torno a ella. Y es que a los Bonaparte nunca les gustó Josefina. Provenientes de una familia de baja nobleza corsa, consideraban a Rose una casquivana, una frívola que enseñaba demasiada carne en las fiestas y demasiada poca vergüenza con sus amantes. Y si Napoleón en sus primeras cartas decía no importarle la infidelidad de su esposa, las cosas habían cambiado mucho desde entonces, puesto que ni él era ya le petit gringalet, como se empeñaba en llamarle madame de Staël, ni los Bonaparte una familia más, sino toda una tribu y muy influyente. Sí, ahora lo comprendía todo. Esa vieja y astuta de Letizia había tejido alrededor de ella una muy poco sutil telaraña, y ésa era sin duda la razón del silencio de mi buena amiga.
PARÍS Y LOS NUEVOS AIRES
Pasaron varias semanas y las calles de París comenzaron a acusar también el rumbo de estos nuevos y corsos, digamos, vientos. Si después del 9 de Thermidor los sans–culottes y las tricoteuses habían dejado paso a muscadins, incroyables y merveilleuses, ahora éstos se veían desplazados por nuevos amos de calles y bulevares relacionados a su vez con la situación política, y en este caso, con el arte de la guerra. Y es que mientras Napoleón sumaba nuevos éxitos bélicos, mientras todos aprendíamos nombres que ya quedarían para siempre en la historia como Marengo, Jena y Austerlitz, las calles de París se llenaban de militares con uniformes a cual más bizarro. Ellos eran ahora las figuras destacadas del panorama social, las que atraían todas las miradas: las femeninas por su apostura, y las masculinas porque ya se sabe cuánto gusta a los varones todo lo que incumbe al dios de la guerra. Aun así y por fortuna, no todo eran aires marciales en las calles de nuestra ciudad. Al menos al principio, y a pesar de las severas miradas de los Bonaparte (de Napoleón y, sobre todo, de su madre), que intentaban que la sociedad parisina se pareciera cada vez más a una pequeña reunión de probos campesinos corsos, el París galante continuaba con sus fiestas. A mí me sorprendía un tanto no estar invitada a todas ellas como antaño, y en especial a las oficiales que como Primer Cónsul organizaba Napoleón en su residencia. Pero no había que alarmarse. Era evidente que mi buena amiga Josefina estaba teniendo ciertas dificultades para neutralizar la influencia de su belle famille, maravilloso eufemismo con el que los franceses llaman a lo que los españoles con mucho más tino conocemos por «familia política». Pero sólo era cuestión de tiempo, me decía yo. Conociendo a Rose, no cabía la menor duda de que con unos cuantos pucheros y un par de lagrimitas, lograría ablandar en mi favor y en el de Ouvrard el corazón de Bonaparte. En cuanto a él, también me resultaba sumamente fácil disculpar que no nos invitara por el momento. Como ya he señalado antes, Gabriel era el más próspero de todos los abastecedores del ejército de aquellos tiempos y a Napoleón nunca le dolieron prendas en proclamar lo que pensaba de ellos: «Mercachifles–decía-, capaces son de vender a nuestros gloriosos ejércitos cualquier mercancía defectuosa con tal de lograr su provecho». Ouvrard, igualmente, tampoco tenía de Bonaparte una opinión muy favorable que digamos. Según él, el nuevo cónsul «no conocía otra forma de extraer dinero que a través de impuestos y conquistas militares». Así las cosas, se comprende que no fueran precisamente los más rendidos amigos el uno del otro, pero a pesar de sus diferencias ambos estaban condenados a entenderse, puesto que sólo Ouvrard era capaz de proveer en muy poco tiempo y con diligencia todo aquello que un ejército en plena expansión podía necesitar, y Bonaparte lo sabía.
— Y Napoleón y yo también estamos condenados a entendernos–le dije un día a Frenelle, porque, transcurridos varios meses de pequeños desaires, de falta de invitaciones y de nula respuesta a mis cartas por parte de Josefina, después también de haber dedicado a Clemence todos los cuidados maternales que su tierna edad requería, andaba yo un tanto deseosa de volver a los salones-. A entendernos y a admirarnos–añadí mientras enseñaba a Frenelle una nueva y finísima malla de seda color carne. Se trataba de una maravilla de sutileza que había encargado a Venecia y tenía intención de lucir en un próximo estreno. Mi idea era usarla bajo una túnica corta confeccionada con piel de pantera para simular que iba desnuda. Se trataba de un disfraz de Diana cazadora pensado especialmente para asistir al próximo estreno en la ópera de París.
— ¿Qué te parece esta obra de arte? ¿Tú crees que encandilará a nuestro Primer Cónsul? Me han dicho que él presidirá esta noche.
Frenelle volvió a poner esa cara reprobadora suya, la que siempre ponía cuando no estaba de acuerdo conmigo en absoluto.
— Ay, Teresa, tú nunca te das por vencida, ¿verdad? No te bastan todas las señales que recibes de que ya no eres persona grata: el silencio de Josefina, la falta de invitaciones oficiales, el modo en que tus disfraces no son aplaudidos ni en la calle ni en los teatros. Mucho han cambiado las cosas desde que Napoleón manda en Francia y tú no quieres aceptarlo.
— Lo que yo quiero Frenelle, es cambiarlo todo como ya he hecho en otras ocasiones. ¿Cuánto tiempo crees que durará esta actitud pacata y provinciana con la que pretende moralizarnos nuestro amigo? París es una ciudad alegre, viva, que sólo busca divertirse, reír, bailar, olvidar…
— Sí, querida, tienes razón sobre todo en lo último. Olvidar el hambre, las desigualdades afrentosas, la corrupción, los «vientres podridos» y también a las merveilleuses como tú. ¿Realmente no te das cuenta de lo que te está pasando?
— De lo único que me doy cuenta es de que sólo necesito que Napoleón me vea vestida así para convencerle. Para lograr que borre de su rostro ese gesto severo con el que me observa cada vez que coincidimos en un lugar público. Bastarán unas cuantas palabras y un par de coqueteos. Yo siempre he sabido arrancar una sonrisa de esos severos labios y una mirada tierna de unos ojos a los que todos temen.
— Sufres de la misma ceguera que todas las mujeres bellas, Teresa. Vosotras–dijo Frenelle como si ella misma no fuera muy hermosa–confundís una batalla con la guerra. Y lo hacéis porque a las guapas, en lides amorosas, casi siempre les basta con una sola contienda para vencer al contrario. «Yo siempre he sabido arrancarle una sonrisa y una mirada tierna», dices, y es verdad, Pero hacerlo es útil sólo si a continuación se procede a enamorar al otro. Y en este caso es del todo imposible lograrlo, Napoleón ya está enamorado.
— Frenelle, por favor, suenas tan pacata como esa campesina corsa madre de nuestro cónsul. ¿Qué importa que Napoleón esté enamorado de Josefina?
— Te equivocas, querida. Bonaparte ya no está enamorado de Josefina, eso es historia. Otra persona mucho más importante ocupa ahora su corazón. Y se trata de alguien a quien él nunca traicionaría, a quien jamás pondría en peligro por ninguna causa, no te equivoques.
— Te refieres sin duda a…
Aquí yo empecé a pronunciar el nombre de una muy conocida y lánguida muchacha con la que se rumoreaba que tenía amores nuestro Primer Cónsul, pero no llegué a hacerlo porque Frenelle me interrumpió.
— Napoleón Bonaparte, así se llama el nuevo amor de tu amigo, y contra una pasión así, créeme, no hay mujer que pueda competir, ni siquiera tú. Ya has visto cómo actúa. Está entregado a la causa de regenerar Francia de todos sus pasados excesos y para eso tiene que hacer exactamente lo contrario que los vientres podridos del Directorio: devolverle a los franceses el orgullo, el honor, el pundonor y la grandeza. Pretende potenciar todos esos conceptos grandiosos que tanto gustan a los hombres y en mucha menor medida a las mujeres. Tú, querida, conseguirás de él una sonrisa y una mirada, no me cabe la menor duda. Ganarás por tanto la primera batalla, pero perderás la guerra. Porque a sus ojos ya no eres la tentación, tampoco eres madame Thermidor ni mucho menos Nuestra Señora del Buen Socorro. Sólo eres la sombra de un pasado incómodo. Se acabó. Teresa Cabarrús, la que tantos papeles ha representado en esta larga tragicomedia que es nuestra historia reciente, se ha quedado fuera del reparto. Son ahora otros actores, otros comparsas los que están pidiendo paso para subir al escenario.
LA ÚLTIMA REPRESENTACIÓN
No me molesté en rebatir ni una sola de las crueles palabras de Frenelle, ni en el momento en que las pronunció ni tampoco a la mañana siguiente. Y eso que la noche anterior, en la ópera, ocurrió exactamente lo que ella había vaticinado. Me presenté en mi palco junto a un muy reticente Ouvrard ataviada á la Diana, esto es, con una piel de leopardo hasta los muslos, el pelo suelto, los hombros desnudos y, en uno de ellos, un carcaj con flechas. Mi presencia en la sala revistió caracteres de escándalo. Hubo murmullos, codazos y miles de ojos que se clavaron en mí y en Gabriel a lo largo de toda la representación; entre ellos, los del Primer Cónsul, que, según pude ver con satisfacción, me observaban a través de sus prismatiques; sin embargo, lo cierto es que ni una de las metafóricas flechas que Diana disparó en su dirección durante el primero y segundo actos logró traspasar el escudo de desdén que parecía haber levantado aquel viejo amigo mío. No me desanimé y decidí aguardar al descanso para acercarme. «Espera y verás, gringalet», dije para mí esbozando las más dulce de las sonrisas. Y llegó el momento: el foyer estaba repleto de gente y yo, dejando atrás a Ouvrard, me abrí paso sola y casi desnuda entre una muchedumbre que murmuraba caminando directa hacia él. Se hizo entonces un silencio y todo el mundo aguardaba expectante el veredicto de Napoleón. Él se detuvo un segundo, me miró de arriba abajo demorándose en especial en mis muslos descubiertos y en mis pies cuajados de sortijas y luego, sin una palabra, sin un gesto, continuó su camino. Sentí que me flaqueaban las rodillas y tuve que apoyarme en un brazo que solícito se tendía hacia mí. Era el de Ouvrard, bendito Ouvrard, siempre a mi lado, sobre todo en los peores momentos. «Vamos, Teresa», dijo, y yo aún me resistí a moverme de donde estaba hasta que llegó a mis oídos una voz anónima de entre la muchedumbre que mucho se parecía a aquella que una vez se burló de mí en el palacio de Luxemburgo. «Miradla–decía esta vez-, ese vestido de Diana parece el sudario de la Cabarrús».
Pensará tal vez el lector que después de este fiasco me iba a dar por vencida; no me conoce quien así opina. Siempre me ha gustado ganar, si no al primer envite, al segundo; y si no es al segundo, al tercero o al cuarto. Por eso, un mes después de estos acontecimientos y como si yo fuera uno de esos tahúres tan en boga en mis tiempos, guardaba en mi manga un as que no había confiado a nadie, ni siquiera a Ouvrard y mucho menos a Frenelle, quien desde el episodio de la ópera me miraba con esa irritante expresión de «ya te lo dije» que a veces adoptan aquellos que más nos aman. El as al que me refiero lo había adquirido después de infinitas súplicas y humillaciones, y era el hecho de que por fin una de mis innumerables cartas a Bonaparte había obtenido respuesta. Sí, al fin una pequeña victoria y aquí estaba en mi mano. Se trataba de una breve nota escrita de su puño y letra. Y rezaba así:
Madame:
Ante vuestra indesmayable insistencia y para acabar con esta enojosa situación, asiento a que parlamentemos brevemente en el baile de máscaras de Marescalchi. Podréis así exponer vuestra causa, aunque no garantizo en absoluto el resultado. Para identificarnos sin dificultad, llevaréis un lazo verde en la muñeca y deberéis aceptar el brazo de un enmascarado con disfraz de Dominó, que portará otro del mismo color en la diestra. Atentamente,
N
La nota no puede decirse que fuera exactamente cariñosa, pero ¡un lazo verde!, me decía yo esperanzada, el color preferido de Napoleón, ¡qué buen presagio! Como bien podrá adivinar el lector, en cuanto recibí estas líneas puse en marcha toda mi imaginación para encandilar al Primer Cónsul de Francia como se merecía. ¿Qué lucir para la ocasión? ¿Un disfraz de Ceres con peluca roja? ¿Tal vez uno de Minerva, la siempre prudente diosa de la sabiduría? ¿O debería quizá optar por otro disfraz más a tono con los nuevos y puritanos tiempos que deseaba imponer Bonaparte? ¿Uno de Juana de Arco quizá? Eligiera lo que eligiese, lo que debía sin duda procurar era aparecer lo más guapa posible, puesto que, dígase lo que se diga, la belleza es (casi) siempre el camino más directo al corazón de un hombre. Miré mi cara en el espejo: no tenía la menor duda de que esta vez iba a conseguir lo que deseaba, acababa de cumplir veintiséis años, y cr
Con gran dolor escribo estas líneas. La vida de mi madre, Teresa Cabarrús Galabert, se extinguió súbitamente anoche a los sesenta y dos años de edad. La frase que estaba escribiendo en ese momento quedó tal cual se reproduce, trunca. ¿Qué palabra querría formar con esas dos letras, «cr»? Nunca lo sabré. Ahora soy yo, Marie–Louise de Caraman–Chimay, su hija, quien a toda prisa garabatea estas líneas en la misma cuartilla que ella dejó inconclusa. Más tarde, cuando sus restos mortales descansen ya para siempre en el panteón de nuestros antepasados, volveré a su manuscrito para completar la narración que la muerte ha interrumpido. Pero es mi deseo en este momento, en que acabamos de descubrir su cuerpo sin vida, dejar el testimonio de lo ocurrido en sus últimas horas y de cómo le llegó la muerte, cuando nadie la esperaba, como un ladrón en la noche.
Se da la circunstancia de que ayer mismo arribé a nuestra casa familiar de Chimay. Era el día 14 de febrero de 1835. Mamá se encontraba como siempre, algo más pálida, es cierto, pero llena de energía como era habitual en ella. Apenas una semana antes de mi viaje había yo recibido estas líneas suyas convocándome a Chimay:
Querida hija:
Los días pasan veloces y deberíamos vernos para comentar la marcha de este laborioso proyecto en el que tú, con el ímpetu de tus pocos años, has logrado embarcarme. Con las malas pulgas y el espíritu cascarrabias a los que me da derecho la edad, debería yo ahora protestar y decir lo trabajoso que me está siendo satisfacer este capricho tuyo y lo difícil de la empresa para una dama añosa que no goza de tan buena salud como antes. Pero ya sabes, niña mía, lo poco que me gusta fingir melindres. Escribir está siendo una gran distracción y ni siquiera el hecho de dar nueva vida a los momentos más duros logra empañar el placer que me produce recrearlos. Ahora me dispongo a narrar mi famoso encuentro con Napoleón en el baile de disfraces de los Marescalchi. Cuando vengas, tengo que hablar contigo de algunas cosas que me preocupan, como la circunstancia de que todo lo que he escrito hasta el momento carezca de filtro, de censura, de prudencia incluso. ¿Serás capaz, Marie–Louise, de dejar las cosas tal como las he escrito o aplicarás a ellas un bello y pudoroso velo como hacen siempre los familiares de aquellos que han tenido una vida escandalosa?
Pobre mamá. Al ver ahora sobre su mesa el manuscrito en el que estaba trabajando apenas hace unas horas, no puedo evitar las lágrimas. Frenelle me ha dicho que últimamente se encerraba durante horas en su habitación sin más compañía que estas cuartillas y a veces le daban las luces del alba en la tarea. Decía que escribir le hacía bien, incluso comentaba que sus problemas de hígado, esos que la han hecho peregrinar junto a mi padre por todos los balnearios de Europa, parecían haber remitido desde que estaba «cumpliendo los caprichos de Marie–Louise». Ayer, en cambio, fue distinto; según Frenelle, se quejó de que no podía concentrarse en la escritura y le pidió a su buena amiga que la acompañara a tomar el aire en la terraza. Lucía un triste sol de invierno, según parece, por lo que al cabo de un rato mi madre se quejó de un gran y súbito escalofrío y la llevaron con presteza a sus habitaciones. Apareció muerta al día siguiente. Sobre su regazo encontramos esta última hoja que he reproducido más arriba en la que ella se preparaba para su encuentro con Bonaparte. «Acababa yo de cumplir veintiséis años, y cr».
He ahí sus últimas palabras. Pobre, pobre mamá; el llanto impide que continúe con estas líneas, ya volveré a ellas cuando la hayamos acompañado hasta su última morada. Fue una gran mujer, una gran esposa y también una magnífica madre, la más entregada y cariñosa que darse pueda.
***
Chimay, 1 de marzo de 1835
Ahora que han pasado varios días de su muerte, retomo estas líneas con el ánimo de continuar el relato de la vida de mi madre, Teresa Cabarrús. Nada menos que treinta y seis años de existencia quedan por contar y, sin embargo, no deja de ser curioso, por no decir extraño, que ella muriera mientras estaba narrando su año vigésimo sexto de vida, porque lo cierto es que bien puede decirse que a esa edad murió la Teresa Cabarrús que todos conocen. La alegre y escandalosa, la diosa pagana que se paseaba semidesnuda por Burdeos y, así ataviada (o, como a ella le gustaba decir, des–vestida), se ocupaba de salvar de la guillotina a tantos desdichados. La reina de Thermidor, que brillaba tanto por su belleza y sus amoríos como por su bondad. Sí, en 1800 murió la Cabarrús y nació mi madre, la que yo conozco y amo. A continuación procuraré explicar la diferencia que existe entre una Teresa y otra. No tengo la elocuencia ni la gracia de ella, pero intentaré narrar lo que viene a continuación impostando en lo posible su estilo desenfadado y coloquial. Creo que ése será el mayor homenaje que pueda hacerle; ése y el no censurar ni una línea de las que escribió. En su última carta ella hacía alusión a esa actitud pudorosa e implacable que empuja a tantos descendientes a suprimir los episodios de la vida de sus más allegados que no consideran honorables o decentes, o simplemente favorables a esa persona. No te preocupes, mamá. Yo no pienso omitir ningún pasaje. Ni la parte en la que hablas abiertamente de diversos acts passionnels aderezados con las confidencias al respecto que Josefina y tú intercambiabais, ni cuando narras tu incomprensible amor por un personaje tan egocéntrico y corrupto como Barras o el modo en que pasaste de sus brazos a los de Ouvrard cuando, según tus propias palabras, consideraste necesario «cambiar de montura». Tampoco tu pasión física por Tallien, un hombre de una dimensión mucho más pequeña que la tuya en todos los aspectos. Ni siquiera pienso amputar esa escena en la que, para llegar desde Burdeos a París, Frenelle y tú tuvisteis que saltar de un lecho a otro, del de un sans–culotte al de un ladrón de caminos y de éste al de otros forajidos. «¿Te escandalizas, hija mía?», eso escribes tú después de narrar lo más elegantemente posible tales… encuentros. No, mamá; te confieso que leerlos fue turbador, al fin y al cabo eres mi madre, pero quién soy yo para juzgarte. Como tú bien dices, quién es nadie para censurar lo que ocurre en esos momentos terribles de la Historia, cuando se borra la tenue línea que habitualmente separa al ser humano de las bestias. Cuando la única pulsión es sobrevivir y para hacerlo vale todo, hasta lo más humillante o inconfesable, lo más vil.
Por todo ello no cambiaré ni una línea de lo que escribiste. Lo que sí pienso hacer en cambio es poner una vela a Dios y otra al Diablo. Lo que quiero decir es que el resto de tus hijos no son tan transigentes como yo y sin duda se horrorizarán al saber que ciertos pasajes de la vida de su madre van a hacerse públicos contados por ella misma. De ahí que tengo pensado someter estas memorias a un prudente sueño. Prudente y muy largo, el suficiente como para que pase el tiempo redentor que todo lo cura y todo lo disculpa. Más adelante, cuando ya todos hayamos muerto, dejaré en mi testamento este manuscrito que ahora tengo en mis manos con indicación de que lo publiquen mis hijos. Porque está claro (y la reflexión es digna de ti, mamá, a quien tanto gustaban las curiosas ironías) que tener una madre con un passé, que dicen los franceses, es… complicado, pero tener una abuela con un pasado escandaloso resulta de lo más romántico e interesante. El tiempo será por tanto nuestro aliado, y también tu juez, mamá. A mí ahora sólo me queda escribir el epílogo; uno corto, pero que resuma el resto de tu vida.
Creo que comenzaré el relato donde tú lo dejaste, esto es, narrando el momento en que Teresa Cabarrús acudió al baile de los Marescalchi para entrevistarse con Napoleón Bonaparte, los dos enmascarados y con una cinta verde atada a la muñeca. Y para hacerlo me valdré de las notas que al respecto tú habías esbozado con ánimo de desarrollar más tarde la escena, pero también pienso narrarla desde el punto de vista del otro participante. Resulta muy sencillo hacerlo en este caso. Bonaparte recogió dicho encuentro en su Memorial de Santa Elena y lo hizo con mucho detalle. Hay que señalar, para beneficio del curioso lector, que dicho Memorial está escrito en tercera persona, pero no es otro que el emperador de Francia quien se esconde tras esta débil argucia.
Por su parte, las notas de mi madre sobre el baile de máscaras son muy breves, apenas hay en ellas detalles como el vestido que llevó esa noche (uno muy recatado, blanco y «mortalmente aburrido», según sus propias palabras). A continuación habla someramente de cómo se produjo el encuentro. Por lo visto, mientras tocaba la orquesta, una figura masculina en cuya muñeca podía verse una cinta verde le salió al encuentro desde detrás de una cortina. «¡Napoleón vestido de Dominó! — dicen las notas entre signos de exclamación-, he aquí todo un león con piel de cordero», añade, y ya no hay más datos salvo este corto apunte: «Durante un buen rato y mientras bailábamos, procuré recordarle al Primer Cónsul nuestro pasado común y lo mucho que habíamos disfrutado juntos, luego hablamos, reímos…».
Hasta aquí el inexplicablemente breve relato de mi madre sobre tan significativo encuentro. Veamos ahora cómo vio la escena Napoleón Bonaparte.
Según él, aquel encuentro se produjo no una sino varias veces a lo largo de años sucesivos; siempre idéntico, siempre charmant, según sus palabras. Él lo narra así:
En los bailes de máscaras a los que aceptaba ir, el emperador tenía la certeza de tener siempre un mismo encuentro. Se hallaba interpelado por una misma máscara que le recordaba pasadas intimidades al tiempo que solicitaba con ardor que tuviera a bien readmitirla en su corazón. Se trataba de una mujer muy buena, amable y también muy bella a quien él mucho debía. El emperador, que la trataba siempre con gran afecto, le respondía un año tras otro exactamente lo mismo: «No niego que sois encantadora, pero meditad un poco sobre vuestra demanda. Juzgadla vos misma y luego dictaminad: tenéis dos o tres maridos e hijos de todo el mundo. Uno podría hacerse cómplice de una primera falta; se enojaría por la segunda, pero podría también perdonarla, pero a partir de ahí y después y después… Ahora imaginad que sois el emperador y juzgad; ¿qué haríais en mi lugar? ¡Yo, que me he propuesto hacer renacer un cierto decoro!».
Entonces la bella solicitante guardaba silencio y al poco rato decía: «Dadme al menos una esperanza…». Y volvía a intentarlo el año siguiente. Y cada uno de nosotros decía lo mismo al año próximo.
Hasta ahí el testimonio de Napoleón, que sin duda parece dar a entender que hubo más intimidad entre mi madre y él de la que yo tengo noticia. ¿Pensaba ella, llegado este punto, desvelar en la redacción de sus memorias algún dato inédito sobre tan singular amistad? Yo siempre he creído que entre ellos hubo mucho más de lo que ha trascendido. Ya sabemos que Bonaparte se sintió atraído por mi madre más que por su futura esposa cuando se conocieron, pero, según todos los testimonios, nunca se atrevió a requerirla por estar ella en el cenit de su gloria mientras que él era sólo un militar sin recursos. Quizá más adelante, a medida que iba convirtiéndose en hombre de éxito, o quién sabe si incluso una vez proclamado Primer Cónsul, mientras formalmente renegaba de ella por encarnar todas las frivolidades del Directorio, tuvieron algo más que una amitié amoureuse. Eso explicaría sin duda el comentario de Napoleón en sus memorias, en el que la describe como «una persona que le recordaba pasadas intimidades». La muerte es caprichosa y se llevó a mi madre precisamente cuando se disponía a relatar este enigmático episodio de su vida. ¿Por qué el emperador apartó tan violentamente a Teresa de su lado nada más erigirse como Primer Cónsul? Existe incluso una carta, recogida en la correspondencia de Napoleón a Josefina, en la que habla de mi madre en términos muy duros. Está escrita en Berlín y dice así:
Amiga mía:
Te prohíbo que veas a madame X bajo ningún pretexto; no admitiré excusas sobre el particular. Si piensas en mi estimación y quieres complacerme, no infrinjas jamás la orden presente. Ella querrá ir a tus apartamentos y permanecer en ellos durante la noche: prohíbe a tus porteros que la dejen entrar. ¡Un miserable la ha desposado con ocho bastardos! ¡La desprecio mucho más que antes! Era una muchacha adorable y se ha convertido en una mujer de horror e infamia.
¿Qué pasó entre ellos para que hablara de Teresa en esos términos después de su larga amistad? Mi madre siempre apuntaba como comienzo de sus desencuentros el hecho de que a los poderosos no les gusta tener cerca incómodos testigos de sus tiempos oscuros, y mucho menos personas a las que deben favores. ¿Sería esa circunstancia u otra de tinte más íntimo la que la convirtió de la noche a la mañana de «una muchacha adorable en una mujer de horror e infamia»?…
Como ocurre a menudo en la Historia, tendrá que ser el lector quien rellene estos intrigantes puntos suspensivos.
***
Lo cierto es que ya nada sería lo mismo en la vida de mi madre una vez que Napoleón la apartó de su lado. La vida brillante y aventurera de Teresa Cabarrús acabó ahí y a partir de ese momento empezó a tener una vida mucho más privada, más tranquila también. Tal vez yo debería aprovechar que ella muriera precisamente mientras narraba la postrera escena de su vida galante para poner punto final a sus memorias, pero mi madre se propuso contarlo todo con luces y también con sombras, de modo que debo ser fiel a sus deseos y narrar ahora la última metamorfosis de Teresa Cabarrús como mejor sepa.
Ella siempre dijo que esta que viene ahora fue una etapa singularmente feliz, como la calma que se produce después de una bella tormenta. Es posible que para los amantes de las historias de lujo y romance lo que viene a continuación no sea tan singular como lo anterior. Sin embargo, yo, que soy su hija, puedo asegurar que aún falta por relatar mucho lujo y, sobre todo, una extraordinaria historia de amor. Juzgue el lector si no.
LA ÚLTIMA METAMORFOSIS
A pesar de la inquina de Bonaparte, Teresa consiguió conservar la amistad de la emperatriz Josefina, que tenía un gran corazón y nunca olvidó las muchas bondades de mi madre para con ella. A medida que Napoleón se hacía inmensamente poderoso, Josefina perdió todo su ascendiente sobre él y se convirtió en una prisionera del protocolo, pero aun así siguió entrevistándose con Teresa en secreto hasta que la noticia de estos encuentros llegó a Napoleón y él escribió a su esposa esa carta a la que acabo de hacer alusión. Por cierto, el «miserable» del que habla el emperador en su misiva es mi padre, el futuro príncipe de Caraman–Chimay, con quien ella casó en 1805. Y no tenía en ese momento ocho hijos, como sostiene Bonaparte, sino seis: mi hermano mayor, Théodore de Fontenay; la segunda, Rose Thermidor de Tallien, y luego cuatro hijos de Ouvrard: Clemence, a quien conocemos ya; luego el más célebre de mis hermanos, Édouard, que ha pasado a la historia como el doctor Cabarrús, homeópata avant la lettre, y por fin dos niñas, Clarisse y Stéphanie. El resto, hasta diez, nacerían de su relación con mi padre: dos chicos, Joseph y Alphonse; una niña, que murió antes de cumplir ocho años, y yo, Marie–Louise. ¿Pero qué pasó, se preguntará tal vez el lector, con todos los anteriores hombres que hubo en la vida de Teresa y cómo entró en escena su último y definitivo amor? Volvamos un poco atrás en el tiempo para dar a todos cumplido espacio.
Su primer marido, Devin de Fontenay, a quien en el curso de este relato hemos dejado en la Martinica, volvería a Francia unos años más tarde y sin blanca para atormentar a mi pobre hermano Théodore con sus caprichos. En cuanto a Tallien, también regresó de Inglaterra, donde como ya sabemos había sido muy bien acogido por los ingleses. Sin embargo, después de un tiempo, ellos también se aburrieron de sus batallas, de modo que, vencido y una vez más sin dinero, decidió volver a París. Así lo hizo en 1801 con la pretensión de que mi madre nada menos abandonara a Ouvrard y volviese «a vivir con su marido legal», según sus palabras.
Teresa se entrevistó con él, y según le oí contar sólo una vez (mi madre no era amiga de relatar sus actos caritativos) sintió infinita lástima. Tallien era una sombra de lo que había sido: estaba calvo y con la boca llena de dientes podridos, puesto que el alcohol y el sufrimiento habían hecho estragos en su cuerpo; también en su mente. Creo que el encuentro con Rose Thermidor fue especialmente doloroso y mi hermana siempre recuerda el modo en que su padre pasó largo rato besando el bajo de su vestido, un extraño gesto que la niña no supo cómo interpretar. Mi madre, como es lógico, no podía cumplir los sueños de Tallien de que volvieran a ser lo que él llamaba una familia feliz. «Lo que sí puedo ofrecerte en cambio–le dijo–es un hogar», y así lo hizo. Brindó a Tallien la posibilidad de instalarse en una de las casas que ella poseía en los Campos Elíseos, muy cerca de La Chaumiére.
Tallien y mi madre se divorciaron en 1802, y para que el lector conozca cómo acaba la historia del primero diré que tras muchos ruegos y súplicas a Talleyrand, y también a Fouché, Tallien logró una pequeña limosna de sus antiguos y ahora muy poderosos amigos. En 1804 le fue concedido el puesto de cónsul francés en Alicante. Pocas semanas más tarde, la mujer de Junot, que lo reencontró en Madrid en la mesa del embajador de Francia, cuenta en sus memorias cómo «con un escalofrío me pareció estar volviendo atrás, a los tiempos de la Revolución, al ver su figura acabada y también odiosa».
Mi madre, en cambio, lo defendió hasta el fin de sus días y continuó carteándose con él durante todo el tiempo que estuvo en España. Por fin, los acontecimientos de 1808 en la Península le hicieron perder su humilde puesto en Alicante y unas fiebres contraídas poco antes lo llevaron a un estado lamentable. Volvió entonces nuevamente a París; había perdido un ojo y su situación económica era desesperada. Una vez más comienza la peregrinación llamando a las puertas de todos sus antiguos amigos, limosneando un puesto por muy humilde que fuera. «Encuentro sólo buenas palabras y manifestaciones de amistad huecas, me llaman mi muy querido Tallien, pero me dejan morir de hambre», escribiría a mi madre. Y es ella una vez más quien le auxilia. Por esas fechas tuvo lugar la boda de Rose Thermidor, en la que Tallien actuó como padrino. Una vez acabada ésta, mamá le propuso llevarle a casa en su carruaje y ambos tomaron asiento frente a frente, como tantas veces antes en el pasado. La relación de él con mi madre continuó hasta su muerte en 1820. Dicen que sus últimas palabras fueron para Teresa. Ella, al saber la noticia, no derramó ni una lágrima. Ya sabemos cuán poco amiga era de hacerlo, especialmente cuando algo la afectaba en lo más hondo. «Qué lejos queda La Chaumiére», fue su único comentario refiriéndose a la casa en la que ambos se habían mudado a la muerte de Robespierre, cuando se convirtieron en los personajes más amados de toda Francia. Y luego, volviendo hacia mí esa sonrisa suya tan hermosa, recuerdo que añadió: «Qué vida la mía, ¿verdad que parece un sueño?».
Barras, por su parte, también gozó de la amistad de mi madre hasta sus últimos días. Tras la llegada de Bonaparte al poder, este ídolo de otros tiempos cayó en total desgracia. Despreciado por éste y sometido a vigilancia por parte de la policía, tuvo que abandonar su suntuoso palacio de Grosbois, que fue más tarde confiscado por el emperador. Después de una corta estancia en Bruselas, donde se refugió para evitar las iras de su antiguo amigo y protegido, acabó refugiándose en la Provenza, donde se hizo olvidar en un prudente y voluntario exilio. Durante todos estos avatares mi madre y él continuaron en contacto por carta, y ella incluso le visitó en su retiro más de una vez.
En cuanto a Ouvrard, y como ya sabemos, tampoco era santo de la devoción del nuevo amo del mundo por lo que tuvo mil y una dificultades durante la época napoleónica. Al principio, continuó siendo el especulador exitoso y también osado que siempre había sido. Pero la enemistad de Napoleón lo mantenía en una perpetua cuerda floja, temiendo ser encarcelado en cualquier momento o tener que presenciar cómo todo su dinero era confiscado. En lo que se refiere a su relación amorosa con mi madre, es curioso señalar cómo ésta acabó de la misma forma evanescente en que había nacido. Si había comenzado sin apenas cortejo ni noviazgo, también se diluyó de la noche a la mañana y sin especial sufrimiento para ninguno. Este distanciamiento coincidió con la aparición de mi padre en el horizonte, el entonces conde de Caraman. «Otro cambio de montura, otra conquista de esta insaciable cazapartidos», podría decir aquí un detractor o incluso el propio Napoleón, que tanto deploraba sus vaivenes amorosos. Quizá, pero mi madre, como ya sabemos, a pesar de su facilidad para cambiar de pareja, tenía igual arte para conservar la amistad de su ex amantes y maridos. Así, según me contó ella misma, al final de su relación con Ouvrard ambos se despidieron con aquel ritual «merci, madame», «merci, monsieur» que ya había usado en otros adioses y él, que adoraba a sus hijos, sólo reclamó la posibilidad de verlos siempre que lo requiriera. A cambio, Ouvrard siguió atendiendo durante un tiempo y con generosidad las necesidades económicas de mi madre. Ella tenía su propia fortuna, pero estaba considerablemente disminuida por sus muchos gastos.
Durante el corto intervalo entre un amor y otro, mi madre continuó con una de sus más inveteradas costumbres: la de organizar fiestas, almuerzos y todo tipo de reuniones sociales. Cierto es que había cumplido treinta años y su cintura no era ya tan fina como antes. Cierto también que a sus salones ya no acudían las personas más importantes del momento gracias a la enemistad de Bonaparte, pero aun así mi madre conservaba la amistad de varios personajes que no sólo habían conseguido sobrevivir a los cambios, sino que jugaban un papel destacado en la vida social, como el siempre ubicuo Talleyrand, convertido ahora en ministro imperial, o la inefable madame de Staël.
Fue precisamente en casa de esta última donde conocería a mi padre. Mi madre era aún muy bella, aunque un tanto más gruesa después de sus cuatro últimas maternidades, es cierto, pero sin una arruga en torno a sus hermosos ojos; el pelo, por su parte, continuaba siendo abundante, lustroso, sin canas, y caía tan espléndido como siempre sobre sus hombros cuando lo lucía suelto, algo que a ella le gustaba mucho, si bien la moda Imperio requería otros peinados, otros artificios. Un día en el que como tantos otros se dedicaba a frecuentar los salones de su vieja amiga madame de Staël, ésta la llevó a un aparte para presentarle a un joven de unos treinta y tres años, alto y de porte distinguido. Decía llamarse Joseph Philippe, conde de Caraman, y haberla admirado siempre a distancia y en silencio. Entablaron conversación y él la invitó a bailar. Entonces contó que era un emigrado, que llevaba fuera de Francia desde el comienzo de la Revolución y que para subsistir había tenido que dar clases de violín y de matemáticas en Hamburgo. Una vez acabado el baile, Germaine se encargó de facilitar a mi madre muchos otros datos interesantes sobre este nuevo y tan entusiasta admirador. «Querida, verdaderamente qué suerte tienes. Ahí donde lo ves, además de guapo y bien plantado, pertenece nada menos que a la familia de los Riquet, y su padre, Víctor, es antiguo teniente general de la armada francesa. Por si fuera poco, su fortuna es tan grande que ha logrado sobrevivir sin merma a la Revolución. Él, por su parte, es un hombre cultivado, dulce y modesto que ha recibido una excelente educación en el seno de una familia amante de la música. Además, su talento como dibujante le granjeó una pequeña reputación entre los emigrantes franceses refugiados en Alemania. Dicen que allí todas las muchachas y no pocas de sus madres estaban secretamente enamoradas de este joven callado y tan guapo».
Todo lo apuntado por madame de Staël es cierto punto por punto, pero yo, que soy su hija, debo añadir un dato aún más relevante sobre él. Mi padre era, por encima de todas las cosas, un sentimental. Enamorado a distancia de mi madre, en cuanto la conoció concibió por ella un instantáneo y profundo amor. Y daba igual que tuviera seis hijos, cuatro de ellos naturales, como tuvo a bien señalar Napoleón. Tampoco le importó que fuera una figura más que destacada de ese capítulo trágico de la Revolución que se conoce como El Terror, ni que hubiera sido amante de dos regicidas. Ni siquiera pareció importarle que su catálogo de conquistas fuera tan extenso como escandaloso y que tuviera por tanto en grado superlativo eso que las familias respetables llaman «un pasado». No, nada fue impedimento para su amor y, desde el primer día, mi padre se propuso que Teresa fuera suya para siempre. ¡Y qué de obstáculos tuvo que vencer para lograrlo! El mayor de ellos, la oposición irreductible de su poderosa familia. Él, que era de temperamento tranquilo y adoraba a los suyos, estaba habituado por educación a ceder siempre a la voluntad de sus padres. Pero en este caso y una vez más pudo verse el irresistible ascendiente que Teresa ejercía sobre los hombres. Tal como en el caso de Tallien logró convertir a un hombre débil en la mano ejecutora que libró a Francia de Robespierre, también en el de mi padre logró modificar su carácter. Y lo hizo no a base de enfrentarlo con su progenitor, sino todo lo contrario. Le aconsejó paciencia, prudencia y sobre todo mucha mano izquierda. Y mientras él, siguiendo sus indicaciones, actuaba de ese modo, ella concentró todas sus energías en preparar lo que podríamos llamar una estrategia envolvente. Consistía ésta en movilizar a muchas personas relevantes que gozaban de la total confianza de la familia Caraman para que hablasen en su nombre. Que recordaran a su futuro suegro cuántos aristócratas emigrados como él habían logrado salvar no sólo su fortuna, sino también su cabeza de la guillotina, gracias a ella. Y fueron tantos los que hablaron maravillas, tantos los que se decían en deuda eterna con Teresa Cabarrús, que mi abuelo se vio abrumado por los requerimientos. Aun así, y no contenta con ello, mi madre dio un paso más: escribió una carta directamente a su futuro suegro.
Estoy a vuestros pies y anhelo estarlo toda mi vida. Vuestros consejos y deseos se convertirán en la regla de mi conducta, y me atrevo a aseguraros que ésta será tal que acabará por obtener vuestra estima y justificará la elección de vuestro hijo. Dichosa de consagrar mis días a su felicidad, me someto con gozo y agradecimiento a todo lo que vos juzguéis conveniente. Sed, señor, árbitro de mi destino. Dignaos ser mi guía, mi camino, mi corazón no espera más que vuestro asentimiento para atreverme a llamaros padre.
La carta era una muy medida súplica y también un pliego de intenciones para el futuro, pero lamentablemente ni ésta ni tampoco las entusiastas palabras de tantos que intercedieron a su favor conmovieron el corazón de mi abuelo. Por fin, vista su intransigencia, mis padres tuvieron que decidirse por una actuación que ambos hubieran querido evitar a toda costa: enviar un respetuoso requerimiento judicial y seguir adelante con sus planes. Teresa puso entonces todo su empeño en hacer anular por las autoridades eclesiásticas su primer matrimonio con el fin de poderse casar por la iglesia. Aunque ella había estado casada dos veces, el matrimonio con Tallien no presentaba problemas por haber sido civil, como todos los revolucionarios. Tras unas breves gestiones, la suerte estuvo una vez más de su lado y el cardenal Bellay le otorgó la anulación, lo que aumentó aún más la ira de mi abuelo, que amenazó con recurrir directamente al Papa. No hubo tiempo a que lo hiciera. Dos días más tarde mis padres contraían matrimonio en la iglesia de las Misiones Extranjeras, sita en la Rue du Bac de París. La ceremonia tuvo lugar en una pequeña capilla lateral sin más presencia que la de Frenelle y otro fiel criado de mi padre. No asistieron ni amigos aristocráticos por parte del novio ni viejas glorias por parte de la novia; ni siquiera mi abuelo materno, a quien mamá adoraba, tuvo a bien asistir. Ofendido por el desprecio de la familia Caraman hacia su hija, el conde de Cabarrús, convertido ahora en consejero de Estado de Su Majestad Católica, prefirió quedarse en Madrid, aunque sí envió a los novios un magnífico regalo en metálico «con sus mejores deseos».
Sin embargo, el mejor presente de bodas estaba aún por llegar. Para enojo de mi abuelo paterno y gran regocijo de mi padre y más aún de mi madre, ambos pudieron ver cómo la suerte les sonreía una vez más con una circunstancia completamente inesperada: el príncipe de Chimay, tío materno de papá, acababa de morir dejando a su sobrino una considerable fortuna y el principado de Chimay en Bélgica, a unos cien kilómetros de Bruselas.
Como bien puede suponerse, esto alegró mucho el viaje de novios de mis padres. Dinero y poder, ¡ábrete sésamo!, buenos son, y es curioso resaltar cuántas puertas antes cerradas volvían a franquearse de pronto. Primero en Florencia y luego en Roma, ambos fueron recibidos por los más altos representantes de la nueva aristocracia, la reina de Etruria e incluso Lucien, hermano de Napoleón, quien los acogió con los brazos abiertos. ¿A qué se debía esta deferencia?, ¿sería que los Bonaparte, cada vez más críticos con el despótico carácter de su todopoderoso hermano, deseaban demostrarle que no estaban de acuerdo con su veto a Teresa Cabarrús? En Nápoles, por ejemplo, los recién casados fueron agasajados por José, rey de las Dos Sicilias, el más cabal y dulce de los Bonaparte, con quien mi madre siempre tuvo una buena relación.
Por fin, una vez acabada la luna de miel, que duró varios meses, llegó el momento en que Teresa debía incorporarse a su nueva vida y su nuevo ambiente. Recuerdo haberle oído contar cómo hizo su entrada en esta casa en la que ahora me encuentro, mi muy querido castillo de Chimay, en el que nacimos mis tres hermanos y yo. Dicho relato figura además entre las notas sueltas que he encontrado junto a los papeles de mi madre, y dice así:
A pesar de la fatiga era necesario ser amable y responder a los parabienes de los notables del lugar, y recibir los honores que me ofrecían varias damas vestidas de blanco. Pequeños cañones de fogueo atronaron el aire saludando nuestra llegada. Las casas lucían engalanadas y, a pesar de lo temprana de la hora, toda la población estaba en las calles ataviada de fiesta. Las aclamaciones seguían al carruaje de un modo que mucho me hizo recordar otros y felices tiempos, tanto en París como en Burdeos. En esta ocasión, el cortejo estaba formado por la caballería de las diecisiete villas que pertenecen al principado. Después del desfile fuimos agasajados con un banquete monstruo (sic) al fin del cual los sacerdotes presentes entonaron un De Profundis en honor al príncipe difunto, al que siguió un baile en honor a su príncipe actual. Para acudir a éste, tuvimos que descender a una de las villas, ahora toda iluminada y también engalanada con carteles en los que podían leerse deseos de bienvenida, algunos de ellos dedicados «a la más bella», «a la más bondadosa», «a la más amada», lo que casi me hizo llorar de alegría, pues todo esto lograba que me sintiera una vez más como mi vieja encarnación de Nuestra Señora del Buen Socorro.
Aquí acaban las notas tomadas por mi madre, pero es fácil imaginar qué otras cosas pensaba ella en esos momentos. La novela de aventuras que fue su vida en sus primeros veintiséis años se enriquecía de pronto con un capítulo tan inesperado como feliz. ¿Por qué extraño encadenamiento de los más contradictorios acontecimientos llegaba ella ahora a jugar el papel de auténtica princesa después de haber formado parte destacada del cortejo revolucionario que tanto hizo por suprimir toda aristocracia? Era como si la suerte hubiera querido que, más allá de la Revolución, del Terror y del Directorio, Teresa reanudara el hilo de un destino que siempre le había estado reservado y que debía cumplirse por muy extraños vericuetos. El papel que ahora debía representar no era desconocido para ella, ni mucho menos. En realidad se trataba de la misma obra teatral en la que había debutado brillantemente en su adolescencia, cuando llegó a París y se dedicaba a bailar boleros en los salones de madame de Genlis. Y como conocía a la perfección el papel de dama de la aristocracia, y como ella siempre decía ser una actriz de talento y a la vez muy natural, lo cierto es que no tardó nada en adaptarse a este nuevo escenario que la suerte le había deparado. Parecía «nacida para el papel», como ella misma hubiera dicho sin duda riendo e intentando quitarle importancia al hecho. Y, como no podía ser de otro modo dado su carácter, de inmediato comenzó en Chimay sus labores de ayuda a aquellos que más la pudieran necesitar. Organizó para ello una sociedad de socorro, así como la construcción de un nuevo hospital, lo que hizo que en muy poco tiempo fuera querida por todos.
¿Realmente por todos? No, sin duda. Si bien las buenas gentes de Chimay la acogieron de inmediato y con cariño, no ocurrió lo mismo con la llamada buena sociedad belga. Condes, barones, duques, toda esa vieja aristocracia rancia no podía ni deseaba olvidar que era una mujer con lo que en esos círculos eufemísticamente se llama un passé. Mi madre conservaba su casa en la Rue Babylone de París y viajaban allí con frecuencia, pero tampoco en esos círculos la aceptaron, puesto que, a pesar de que sabemos por lo que narra Napoleón en su Memorial de Santa Elena ella y el emperador se reencontraron varias veces, él nunca le devolvió su amistad. Tampoco la restauración de la monarquía en Francia, ocurrida en 1815, supuso su reivindicación. Luis XVIII jamás olvidó que mi madre había convivido con Tallien y luego con Barras y que ambos habían votado la muerte de su hermano. Ocurrió incluso que cuando mi padre fue nombrado chambelán de la corte de los Países Bajos, el rey Guillermo se negó a recibir a Teresa. Pero mi madre, si todo lo antes detallado le importaba, jamás lo confesó ni, desde luego, lo dejó traslucir en ninguna de sus actitudes. Más de treinta años viviría en este dulce exilio y hasta su muerte continuó con sus labores sociales y también organizando alegres reuniones tanto en la casa de París como en Chimay. Los invitados a sus fiestas no eran ahora políticos ni personajes relevantes, sino artistas, músicos como Cherubini, que compuso en Chimay su Gran Misa. O Auber, que escribió también allí su primera ópera. Él diría de mi madre que «cuando entraba en un salón hacía el día y la noche; el día para ella, y la noche para los demás».
Este afán suyo por la música estaba relacionado además con el amor que sentía por mi padre. Él, que durante la Revolución se había ganado la vida dando clases de música, tocaba maravillosamente el violín, y yo recuerdo de niña, por ejemplo, ver cómo acompañaba a la célebre cantante María Malibrán mientras Isabey pintaba miniaturas junto a la ventana.
Pasaron los años y llegó 1825. Para entonces, Napoleón y gran parte de los actores principales de la Revolución francesa habían muerto ya. Entonces, los franceses habían comenzado a mirar atrás y todo aquello que estaba relacionado con la Revolución llegó a adquirir una increíble popularidad. Hacían furor los libros sobre el tema, y en especial las memorias, puesto que lo que la gente deseaba no eran tratados académicos, sino testimonios reales que explicaran cómo eran y qué sentían las primeras figuras de tan singular momento histórico, a ser posible con detalles íntimos y también escandalosos. Como es lógico, dado el carácter ambiguo de sus avatares vitales, la mayoría de los actores de tan singular tragicomedia no tenían la menor intención de confesar sus andanzas ni explicar lo que hicieron ni por qué. Así ocurrió que se echaban en falta muchas memorias de las personalidades más relevantes, pero los editores de la época no se acobardaron por tan insignificante detalle. Si el interesado no quería escribirlas, otros lo harían por él: un escritor fantasma, por ejemplo, que luego firmase no con su nombre, sino con el del personaje cuya voz había impostado. Surgieron entonces un sinfín de memorias, recuerdos o diarios apócrifos que la gente devoraba tomándolos por verdaderos. Entre esta plaga de libros mentirosos no podía faltar una autobiografía falsa de Teresa Cabarrús y, ante la inminencia de su publicación, mi hermano Édouard, que ya para entonces era un médico célebre, escribió desde París a nuestra madre pidiéndole autorización para impedir judicialmente la publicación del libro. Tengo ante mí copia de la carta con la que ella le respondió, y dice así:
Bruselas, 5 de julio de 1825
Te agradezco en el alma, amigo mío, que quieras impedir la publicación de este volumen con el que se me amenaza. Hasta el momento no he pensado escribir unas memorias ni creo que las escriba nunca; no querría hacer daño a nadie ni publicar las cartas remitidas a mí en un tiempo que ya no existe, puesto que hacerlo sería tanto como vengarme cruelmente. He vivido hasta hoy sin haber hecho derramar a otros una sola lágrima, creo yo. Y lo he hecho sin experimentar un sentimiento de odio ni un deseo de venganza, por lo que deseo morir tal como he vivido. En cuanto a esas memorias que quieren atribuirme, estoy segura de que nadie podrá creer que quiera turbar la tranquilidad de mi alma dando que hablar de mí. Debo a monsieur de Chimay el deber de dejarme calumniar sin quejarme, y sea cuales fueren los ataques no obtendrán más que mi desprecio y el de la gente de bien.
Tu mejor amiga,
Teresa
Creo que estas líneas revelan ciertos aspectos interesantes de la personalidad de mi madre. La primera es la pequeña coquetería de llamarse la «mejor amiga» y no la madre de un hijo que ya peina canas. El segundo es la declaración de que nunca escribirá sus memorias por temor al daño que pueda ocasionar a otros. A este respecto he de señalar lo arduo que fue convencerla para que lo hiciera. Recuerdo bien lo que ella opinaba al principio de mis ruegos:
— Querida mía–porfiaba-, escribir una autobiografía no tiene sentido en absoluto. Lo realmente interesante no se puede contar, y lo que se puede contar no siempre es interesante. Evítame por tanto esa engorrosa tarea.
Al final, la única forma de vencer sus reticencias fue jurarle que nada de esto vería la luz hasta que todos nosotros, yo incluida, hubiéramos muerto. Pobre mamá, mi consuelo ahora es que, según ella misma confesó en su última carta, escribir supuso un entretenimiento inesperado en sus postreros días, cuando ya estaba apartada de todos y de todo.
Ahora toca poner punto final a estas líneas. Decir que la vida de mi madre estuvo llena de todos los contrastes que se pueden dar en un ser humano, más aún en uno del sexo femenino. Fue la más frívola y también la más bondadosa, la más infiel y a su vez la más leal de las esposas en los últimos años de su vida. Una madre distraída y al mismo tiempo una maman poule que dio a luz nada menos que a diez hijos, a los que mucho amó y fue por ellos amada. Entregada, pues, y liviana; reflexiva y dueña de una gran intuición; generosa y pródiga; inteligente y temeraria; egocéntrica y comprometida; buena y también atolondrada. Sí, todo eso fue mi madre y muchas cosas más igualmente contradictorias. Pero por encima de todo, fue muy bella. Por eso me gustaría acabar este relato contando una escena en apariencia banal que creo la describe bien. Poco antes de morir hizo un viaje a París, que para entonces apenas se parecía a la ciudad en la que ella había brillado. Así como hacían furor las memorias de los tiempos de la Revolución, también en el teatro se representaban obras sobre esos años. Teresa sentía curiosidad por ver cómo habían escenificado situaciones que ella había vivido de primera mano, por lo que rogó a mi hermano Édouard que la llevase al Ambigú a ver un drama titulado Robespierre. Édouard se mostró reacio. Temía que la ya muy precaria salud de mi madre se resintiese al ver algo que, quién sabe, tal vez fuese motivo de dolor o, peor aún, calumnioso, puesto que uno de los personajes principales de la obra era ella misma. Teresa insistió tanto que por fin mi hermano no tuvo más remedio que llevarla.
Imaginemos por un momento la escena. Se abre el telón; comienza la representación, que se desarrolla en el despacho de Robespierre, y allí puede verse al Incorruptible escribiendo con una larga pluma de ganso. No han pasado ni dos minutos cuando hace su entrada en escena un sans–culotte y anuncia: «¡La ciudadana Cabarrús! ».
Entonces Édouard se vuelve hacia nuestra madre y comprueba con angustia que se ha desmayado. Gran conmoción. La sacan con enorme cuidado del palco, Édouard la reanima con unas sales y, cuando por fin vuelve en sí, el único comentario que hace es uno tan propio de una merveilleuse como ella que resulta delicioso recordar:
— ¿Has visto, Édouard? ¿Te has fijado en lo pésimamente mal vestida que iba la actriz que me representaba? Quelle horreur!
Sí, así era mi madre. Y estoy segura de que ahora, no importa en qué esquina del paraíso se encuentre, reunida tal vez con muchos de los otros personajes que configuraron uno de los períodos más apasionantes de la Historia, seguirá siendo la misma. La más ligera y también sin duda la más bella. Que Dios la bendiga.
CRONOLOGÍA
1773
31 de julio. Nace en Carabanchel Alto (Madrid) Teresa Cabarrús, hija de Francisco Cabarrús y Antonia Galabert.
1774
10 de mayo. Sube al trono de Francia Luis XVI.
1776
4 de julio. Declaración de Independencia de las Trece Colonias americanas de Gran Bretaña.
1782
2 de junio. Real Cédula de fundación del Banco de San Carlos. En su preámbulo se recuerda que razones económicas habían aconsejado acceder a la propuesta de Francisco Cabarrús (de 10 de octubre de 1781) de establecer un «Banco Nacional».
1785
Teresa Cabarrús se instala en París, en casa de madame Boisgeloup.
1787
22 de febrero. Reunión en París de la Asamblea de Notables, que se disuelve el 25 de mayo.
1788
21 de febrero. Teresa se casa con Jean Jacques Devin de Fontenay.
8 de mayo. Edictos de Mayo, por los cuales se abre un período de vacance para el Parlamento de París y se nombra en su sustitución una Corte plenaria.
Junio–julio. Revueltas en provincias en apoyo del Parlamento. También el clero se declara solidario con esta institución.
1789
5 de mayo. Convocatoria de los Estados Generales.
17 de junio. El Tercer Estado se constituye en Asamblea Nacional a propuesta de Emmanuel–Joseph Sieyès.
20 de junio. Juramento de los integrantes de la Asamblea Nacional en el Jeu de Paume de no separarse hasta haber dotado a Francia de una Constitución.
9 de julio. La Asamblea Nacional se proclama Asamblea Constituyente.
11 de julio. Destitución de Jacques Necker, ministro de Finanzas de Luis XVI. La Revolución se extiende por toda Francia.
14 de julio. Toma de la Bastilla.
26 de agosto. Se aprueba la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.
6 de octubre. La familia real se traslada de Versalles a París (Tullerías).
En este año nace Théodore, hijo de Teresa Cabarrús y Devin de Fontenay.
1790
19 de junio. Abolición de la nobleza hereditaria, títulos, órdenes, escudos y blasones.
14 de julio. Fiesta Nacional de la Federación en el Champ de Mars (París).
4 de agosto. Abolición del feudalismo en Francia.
16 de agosto. Desaparición de los tribunales señoriales y creación de los juzgados de paz.
27 de noviembre. Decreto de la Asamblea Nacional por el que se obliga al clero a jurar. Juramento del clero a la Constitución Civil del Clero.
1791
21–22 de junio. Arresto del rey y la familia real en Varennes.
17 de julio. Masacre del Champ de Mars.
14 de septiembre. Luis XVI jura respetar la Constitución.
1 de octubre. Primera sesión de la Asamblea Legislativa.
1792
15 de marzo. Formación de un Ministerio Girondino.
11 de julio. La Asamblea Legislativa declara la patria «en peligro».
30 de julio. Quinientos marselleses entran en París entonando el himno que más tarde sería La Marsellesa.
10–11 de agosto: Asalto a las Tullerías por parte de los insurgentes. Suspensión provisional del Rey. Derrocamiento del Consejo de Gobierno: un «consejo ejecutivo» reemplaza a los ministros, con Georges–Jacques Danton en justicia.
13 de agosto. La Comuna insurreccional, que sustituye al Municipio constitucional, empieza a fechar sus actas como «año I de la Igualdad».
2–5 de septiembre. Masacres de Septiembre en París llevadas a cabo por la multitud a instigación de miembros de la Comuna.
20 de septiembre. Apertura de la Convención.
21 de septiembre. La Convención Nacional decreta «que la Monarquía queda abolida en Francia» y proclama la Primera República.
11 de diciembre. Interrogatorio de Luis Capeto en la Convención.
1793
21 de enero. Ejecución de Luis Capeto.
1 de febrero. Francia declara la guerra a Gran Bretaña y a los Países Bajos.
7 de marzo. Francia declara la guerra a España.
21 de marzo. Creación de los Comités Revolucionarios de Vigilancia.
5 de abril. Teresa y Devin de Fontenay firman su acuerdo de divorcio. No obstante, poco después marchan juntos hacia Burdeos huyendo de París. Fontenay parte hacia la Martinica.
5 de abril. Creación del Comité de Salvación Pública y primera sesión del Tribunal Revolucionario.
2 de junio. La Convención jacobina ordena la detención de veintinueve diputados delegados girondinos.
24 de junio. La Convención promulga una nueva Constitución. 10 de julio. Alejamiento de Danton de la presidencia del Comité de Salvación Pública. 13 de julio. Asesinato del jacobino Jean–Paul Marat.
22 de agosto. Maximilien de Robespierre, jacobino, asume la presidencia del Comité de Salvación Pública.
30 de agosto. Pierre–Paul Royer–Collard, en la Convención, pide que se ponga «el Terror al orden del día».
Septiembre. La Convención implementa el Gobierno del Terror.
Teresa conoce a Jean–Lambert Tallien en Burdeos. Poco después es encarcelada en la fortaleza de Hâ, de donde la rescata Tallien, que se convierte en su amante.
5 de octubre. Adopción del calendario revolucionario.
10 de octubre. Tras un discurso de Louis de Saint–Just, un decreto de la Convención instituye «que el Gobierno de Francia es revolucionario hasta la paz». Declaración por parte de Saint–Just del Gobierno revolucionario (19 de Vendémiaire).
16 de octubre. Ejecución de María Antonieta.
31 de octubre. Ejecución de los girondinos.
10 de noviembre. Fiesta de la Libertad y de la Razón en Notre–Dame de París.
25 de diciembre. Informe de Robespierre sobre los principios del Gobierno revolucionario.
1794
21 de marzo. Tallien es elegido presidente de la Convención Nacional. Poco después Teresa se traslada desde Burdeos a su antigua casa de Fontenay–aux–Roses.
5 de abril. Ejecución de Georges–Jacques Danton y de Camille Desmoulins (16 de Germinal, año n).
A principios de junio Teresa es de nuevo encarcelada por su condición aristocrática, esta vez en la prisión de La Force de París, donde es condenada a la guillotina. En la prisión conoce a Josefina de Beauharnais, futura emperatriz de Francia.
8 de junio. Fiesta del Ser Supremo (20 de Prairial, año II).
10 de junio. Ley de 22 de Prairial de supresión de garantías judiciales para los acusados: comienza el Gran Terror.
27 de julio. Revolución del 9 de Thermidor: arresto de Robespierre.
Al día siguiente es ejecutado.
Unos días después Teresa sale de prisión. Se la empieza a conocer como Notre–Dame de Thermidor.
24 de agosto–diciembre. Los girondinos toman de nuevo el poder del Comité de Salvación Pública.
26 de diciembre. Teresa se casa con Jean–Lambert Tallien, con quien tendrá una hija, Rose Thermidor Viven en La Chaumiére.
1795
Enero–marzo. Victorias de las tropas francesas sobre las fuerzas de coalición.
1–2 de abril. Levantamiento de Germinal. Insurrección y represión de los sans–culottes parisinos.
20 de abril. Paz con los chouans.
22 de julio. España se retira de la coalición.
22 de agosto. Aprobación de la Constitución del año III.
5 de octubre. El general Napoleón Bonaparte reprime una insurrección organizada por contrarrevolucionarios.
26 de octubre. Clausura de las funciones de la Convención. 31 de octubre. Elección del Directorio ejecutivo.
2 de noviembre. Comienza sus funciones el Directorio. 3 de noviembre. Nombramiento del Ministerio.
En el curso de este año Teresa se hace amante de Paul–François Barras, jefe del Directorio de la República.
1796
2 de marzo. Bonaparte, general en jefe del ejército de Italia. 1797
Teresa solicita el divorcio de Jean–Lambert Tallien. 1798
24 de julio. Napoleón entra en El Cairo. 1799
Teresa se hace amante de Gabriel Ouvrard, proveedor de la Marina francesa, con el que tendrá cuatro hijos (Clemente, Édouard, Clarisse y Stephanie). Se instalan en Raincy.
16 de octubre. Napoleón regresa a París. Es recibido como un héroe.
9–10 de noviembre (18–19 de Brumaire). Napoleón Bonaparte derriba el Directorio.
15 de diciembre. Aprobación de una nueva Constitución del año VIII e inicio oficial del Consulado. Napoleón contará en adelante con poderes dictatoriales.
1802
8 de abril. Teresa se divorcia de Tallien.
1803
Se hace efectivo el acuerdo de divorcio entre Teresa y Tallien.
1804
24 de mayo. El Senado otorga a Napoleón el título de emperador.
2 de diciembre. Bonaparte coronado emperador de los franceses como Napoleón I y ungido por el Papa.
1805
9 de agosto. Teresa se casa con François Joseph–Philippe de Riquet–Caraman, conde de Caraman y príncipe de Chimay, con el que tendrá cuatro hijos (Joseph, Alphonse, Marie–Louise y una niña que murió en la infancia). Se instalan en Bélgica. 1814
30 de mayo. Tratado de París. Napoleón se exilia a la isla de Elba. Fin del Consulado y restauración de la monarquía borbónica en la figura de Luis XVIII.
1830
Teresa viaja a París por última vez para asistir al estreno de un melodrama histórico sobre la Revolución.
1835
15 de enero. Muere Teresa Cabarrús en el castillo de Chimay, en Hainaut (Bélgica).
BIBLIOGRAFÍA
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BERTAUT, Jules: Madame Tallien, Bruselas, Club International du Livre, s/f.
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ZWEIG, Stefan: Fouché, Barcelona, juventud, 1945.
ILUSTRACIONES
1. Francisco Cabarrús, de Francisco de Goya. Banco de España, Madrid.
2. Leandro Fernández de Moratín, de Francisco de Goya. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.
3. El marqués de La Fayette, de Joseph–Desiré Court. Museo Nacional de Versallles.
4. Charles Maurice de Talleryrand, de Pierre Paul Prud'hom. Museo Carnavalet. París.
5. El conde de Mirabeau, de Joseph Boze. Museo Nacional de Versalles.
6. Madame de Staël, de Anne Louis Girodet de Roucy–Trioson. Museo Nacional de Versalles.
7. Damas viajando en una carroza. Caricatura de época.
8. Teresa Cabarrús. Grabado de época.
9. La muerte de la princesa de Lamballe. Grabado de época.
10. Ejecución de Luis XVI. Grabado de época.
11. Maximilien de Robespierre. Escuela francesa. Museo Carnavalet, París.
12. Georges Jacques Danton, Escuela francesa. Museo Carnavalet, París.
13. Camille Desmoulins. Grabado de época.
14. Jean–Lambert Tallien. Grabado de época.
15. Guillotina. Dibujo popular sobre las matanzas ordenadas por Robespierre. Grabado de época. Museo Carnavalet, París.
16. Las últimas víctimas del Terror, de Charles Louis Lucien Muller. Museo del Louvre, París.
17. La ciudadana Tallien en una celda de La Force, con los cabellos recién cortados en las manos, de Jean–Louis Laneuville. Colección particular.
18. Josefina Bonaparte, de André Léon Larue. Colección particular.
19. Los miembros del Directorio. Aguafuerte coloreada de Bonvalet. Museo Carnavalet, París.
20. El saludo de los incroyables. Grabado de época. Museo Carnavalet, París.
21. Las merveilleuses. Grabado de época. Museo Carnavalet, París.
22. Carta de Napoleón. Colección particular.
23. Napoleón Bonaparte, de François Gérard. Museo Condé, Chantilly.
24. Joseph Fouché. Estampa de época.
25. Gabriel–Jullien Ouvrard. Grabado de época.
26. Madame de Récamier, de Franlois Gérard. Museo Nacional de Versalles.
27. Teresa Cabarrús. Grabado de época.
28. Teresa Cabarrús y Josefina bailando desnudas delante de Barras. Caricatura de época. Museo de la Revolución Francesa, Vizille.
29. Teresa Cabarrús. Grabado de época.