Mis mayores detractores podrán argumentar que he sido frívola, ligera y también exhibicionista, pero no podrán decir que tuve dos caras. No me parecían bien esas expresiones de «naturalidad» pública y nunca las practiqué. Amamanté a mi hijo, como ya he dicho, y lo hice durante muchos más meses de los que hubiera deseado. Pero lo hice llorando en secreto al comprobar lo que tardaba en comer un bebé y cómo, cuando acababa de hacerlo, ya había que volver a empezar de nuevo. Recuerdo también lo doloroso que es el proceso, sobre todo cuando el infante tiene ya dientes, y cómo se agrietaba el pecho estropeándose para siempre. Por eso no me duelen prendas en decir que no me gustó en absoluto la experiencia y que sufrí lo indecible al comprobar cómo me sangraban los pezones, lo que muchas veces me hizo maldecir la sensibilité reinante que me obligaba a ser tan natural como una vaca lechera. Nunca entendí, en realidad, el placer que otras madres dicen obtener de este acto, y si amamanté al pequeño Théodore durante tanto tiempo, fue, como he señalado, porque era lo que había que hacer.
Podría alegar en mi descargo que tenía entonces dieciséis años y muchos pájaros en la cabeza. Podría añadir que, si bien odié la lactancia, sí jugaba con mi hijo a menudo, lo vestía con esmero y lo llevaba a mis meriendas campestres como hacen las buenas madres. Podría poner muchas disculpas, pero lo cierto es que hacía todo eso con la misma dedicación (o falta de ella) con la que muy pocos años antes, apenas cuatro o cinco, jugaba con mis muñecas. De nada sirve justificarse ya. Lo único que me cabe añadir, aunque sé que dice poco en mi favor, es que el instinto materno no es algo que se me despertara de forma temprana en la vida, a diferencia–por cierto–de otros instintos igualmente básicos que sin sonrojo descubrí más tempranamente aún con mi muy querido Jean–Alex Laborde y que ahora practicaba sin sonrojo con mis amantes. A lo largo de mi existencia daría yo a luz a otros nueve hijos para los que sí fui madre entregada, responsable y cariñosa. Pobre Théodore; él, en cambio, creció demasiado solo.
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Brillar, entretener, dar que hablar… a eso me dedicaba yo en cuerpo y alma por aquella época. Y si para brillar aún más había que adoptar ciertas actitudes revolucionarias acordes con los tiempos, como afiliarse a las nuevas corrientes políticas, ¿por qué no? Mi marido acababa de hacerlo sin excesiva convicción al club de los jacobinos, y yo, ahora, al escribir estas líneas, tengo ante mí un viejo carnet. Pertenece al llamado Club de 1789, cercano asimismo a los jacobinos, del que fui socia entusiasta. Se dice a menudo que la Revolución francesa supuso la primera irrupción de la mujer en la escena política, su salida de la esfera de lo privado para entrar de lleno en la de lo público. Se insiste mucho en que, desde las pescaderas que invadieron Versalles en octubre de 1789 a las matronas que tricotaban mientras veían rodar cabezas, pasando por las grandes damas que fueron guillotinadas por defender la libertad, como madame Roland o Charlotte Corday, todas nosotras fuimos protagonistas principales de tan bello y a la vez terrible sueño. Sin embargo, no es del todo cierto. Es verdad que desde el principio de la Revolución existieron incluso algunos clubs políticos para mujeres, pero la realidad es que fuimos una presencia sobre todo ornamental. Y vale la pena detenerse un instante ante el término que acabo de utilizar, porque el uso de la palabra «ornamental», cuando se habla de aquellos tiempos, no es tan baladí como podría parecer en otros momentos históricos.
Como ya expliqué someramente más arriba, por esas fechas todos, hombres y mujeres, vivíamos en lo que se podría llamar un gran escenario, en un magnífico tinglado teatral donde no sólo importaba lo que se hacía o decía, sino, sobre todo, cómo se hacía. En ese sentido, el gran maestro, el mejor representante de la estética revolucionaria, fue sin duda mi amigo (¿o debería decir sólo mi «conocido?») el señor Mirabeau. Como he señalado antes, yo no tenía especial simpatía por el gran tribuno debido al modo en que había tratado a mi padre. Fue él quien, en 1785, auspició (algunos dicen financió) la redacción de un demoledor folleto contra Francisco Cabarrús en el que se le acusaba poco menos que de «filibustero económico» por su innovadora idea de crear el Banco de San Carlos. Pero lo más grave para mí fue que, no contento con desprestigiarlo en lo profesional, en el mismo escrito Mirabeau se dedicó a atacarlo también en lo personal, contando las íntimas circunstancias de su apresurada boda con mi madre.
Durante nuestros primeros encuentros en casa de la condesa de Genlis, cuando me dedicaba a bailar el bolero en los salones alegrando los últimos días de lo que más tarde se llamaría el Ancien Régime, yo lo había tratado con una deliberada frialdad. Supongo que a él tal actitud por parte de una niña de trece años le debió de resultar graciosa, porque cuando nos volvimos a encontrar un par de años más tarde tras la caída de la Bastilla, me la recordó con una sonrisa: «Veo que los nuevos vientos que se respiran en París sientan a vuestra belleza mucho mejor que aquel aire mohíno que me dispensabais entonces», dijo, y yo no tuve más remedio que sonreír. Jamás he sido amiga de guardar viejas cuitas y tampoco lo era por aquellos tiempos, a pesar de mis cortos años. Además, Mirabeau era un hombre importante, de los más célebres de los nuevos tiempos que ahora alumbraban, y quién sabe, tal vez podría hacerle incluso cambiar de opinión respecto de mi padre. Hay que decir igualmente que por aquel entonces yo estaba descubriendo el gran poder de persuasión de mi mirada y también el de mi sonrisa. Cierto es que estaban de moda las lágrimas, que se consideraban un signo de gran «sensibilidad», pero Teresa Cabarrús fue una excepción a la regla. Mientras otras damas como madame de Staël o mi futura y gran amiga Josefina de Beauharnais ablandaban corazones con el torrente de su llanto, yo elegí hacerlo siempre con el cascabel de mi risa.
— Y dígame, señor Mirabeau, mi marido empieza a estar inquieto con los últimos acontecimientos. Yo, desde luego, no estoy de acuerdo con él, pero lo cierto es que se cuenta que en toda Francia hay disturbios, insurrecciones, y que ya se han quemado varios castillos. Dicen incluso que el hermano del Rey, el conde de Artois, así como el príncipe de Condé y otros muchos aristócratas, han huido de Francia. ¿No teme vuestra excelencia que el Rey haga un día lo mismo?
Este pequeño discurso mío estaba medido pulgada a pulgada. Yo no solía intercambiar con mi señor marido más palabras que las imprescindibles, de modo que sólo tenía una idea somera de cuál era su opinión sobre el momento político. Pero poner en labios de mi esposo cierta inquietud por la situación del país me permitía, por un lado, saber exactamente qué estaba pasando, y, por otro, cultivar una cierta aureola de dama á la page interesada por asuntos políticos y afín a los nuevos aires de igualdad. Además, el hecho de haber formulado la pregunta en el salón de casa, delante de mis invitados y durante una de mis cada vez más concurridas veladas, daba la posibilidad a monsieur de Mirabeau de lucirse ante tan selecto público desplegando todas sus artes aprendidas en el teatro, algo que a él siempre le proporcionó gran placer. Agradar a los invitados es sin duda la mejor garantía de que vuelvan, y ya saben ustedes lo útil que es el halago para una buena anfitriona. En cuanto a lo que a mí respecta, el que nuestra casa sirviera de lugar de reunión de todos los talentos emergentes de la época era mi más deseado objetivo.
— ¿Verdad, monsieur–dije bajando los ojos con la modestia que tanto place a los hombres-, que muy pronto se tranquilizará la situación puesto que Francia ha logrado, con la caída de la Bastilla, una gran e histórica victoria sobre el despotismo?
Mirabeau echó hacia atrás su formidable cabeza, esa que muchos comparaban con la del Sansón de la Biblia, y comenzó a hablar.
— Naturalmente, querida niña, y tened por seguro que los disturbios acabarán muy pronto. Al fin y al cabo, todo lo que buscábamos con ellos ya se ha conseguido: la Asamblea Nacional está elaborando ahora la nueva Constitución, el Rey lleva la escarapela tricolor, por toda Francia se están construyendo municipalidades del pueblo, y el pasado 4 de agosto se abolieron por fin los últimos y tan denostados vestigios del feudalismo, así como muchos derechos de los nobles. Por otro lado, el 26 de agosto, es decir, la semana próxima, pensamos alcanzar un nuevo logro trascendental: la proclamación oficial de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Vuestro marido, madame, es un perfecto necio si no se da cuenta de que todo está bajo control.
El resto de los presentes estalló en un cerrado aplauso. Y casi quien más aplaudía era La Fayette. Estaba espléndido esa noche ataviado con su nuevo y revolucionario uniforme. Mi amiga madame de Staël era de la opinión de que un hombre pelirrojo como él no podía llegar nunca a ser realmente apuesto, pero yo no estaba de acuerdo en absoluto. Además, La Fayette, al menos por aquel entonces, no se había sumado aún a la nueva moda de ir sin peluca y llevaba la suya corta, blanca y muy bellamente empolvada. Vestía por lo demás calzón blanco, botas negras hasta por encima de la rodilla y magnífica casaca azul con vueltas en blanco. En el sombrero, como todos por aquellos días, lucía orgulloso la escarapela tricolor.
— Juro que nunca hasta ahora–dijo aquella perfección de hombre–pueblo alguno ha logrado de forma tan poco violenta cambiar tantas cosas en tan poco tiempo. Juro que la historia recordará siempre este año de 1789 como el alumbrar de una nueva era, juro que…
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En aquella época, y para completar la estética romana clásica de la que he hablado antes, era de muy buen tono jurar. A cada rato se juraban cosas: fidelidad a la Asamblea, lealtad a los principios, amor a la naturaleza, al cosmos y, sobre todo, fidelidad a la diosa Razón, esa que tanto veneraron Voltaire y Rousseau. También se juraba, y valga el dato, fidelidad a aquello que uno estaba a punto de traicionar, tal como haría, por ejemplo, su eminencia el obispo de Autun, muy pronto convertido en «ciudadano Talleyrand», cuyo curioso caso me apresuro a contar.
Y es que tenía razón La Fayette. El año de 1789 veía alumbrar una nueva era. A todos los cambios antes señalados, súmese además la marcha de los parisinos hambrientos sobre Versalles, que tuvo como consecuencia que el Rey abandonara su emblemático palacio y viniera a vivir a París. También las insurrecciones campesinas, la escasez y las crecientes y enormes dificultades por las que atravesaba el país y que amenazaban con un colapso económico. Y por fin súmese el contraste entre dichas dificultades y la euforia de tantos que creían estar cambiando Francia y por extensión a la humanidad en su conjunto. Fue tal vez la mezcla de euforia con las dificultades que acechaban la que propició que Talleyrand, una mañana de octubre de 1789, sorprendiera a propios y a extraños con una revolucionaria idea expuesta en el curso de un debate sobre la situación financiera. Vestido de seglar y con sólo una elegante y sobria cruz que denotaba su condición de prelado, el gran hombre anunció de pronto que la solución a la situación económica del país era muy sencilla y que estaba al alcance de la mano. Se trataba de hacer uso de una fuente de recursos inmensos, de una riqueza increíble: aquella que dormía en las incontables propiedades de la Iglesia. Con un aire de despreocupada indiferencia que hizo correr un sudor frío por la espalda de la mayoría de sus colegas prelados, Talleyrand sonrió antes de afirmar que «una vez recuperada para la nación tanta y tan baldía riqueza, podría ésta ser usada para paliar las grandes necesidades de nuestra patria». «Además–añadió-, es evidente que el clero no es propietario de aquello que tiene, puesto que lo que posee le ha sido dado, no para su beneficio personal, sino para el ejercicio de su cometido o función».
Así fue cómo activos por un valor de cuatrocientos millones de libras fueron incautados y puestos a disposición del Estado el 2 de noviembre. Una verdadera jugada maestra y–como decía el elegante obispo de Autun–muy sencilla de llevar a cabo. Sin embargo, y lamentablemente, tal como habría de ocurrir con la también esperanzadora supresión de los derechos feudales, la venta de las propiedades eclesiásticas no favoreció a los pobres, sino que vino únicamente a reforzar la preponderancia de las clases ya pudientes.
Febrero del año 1790, por su parte, vería además la abolición de todas las órdenes religiosas y la reorganización del resto del clero, que, a partir del mes de julio, pasaba a regirse a través de un nuevo sistema: obispos y párrocos debían ser elegidos como otros funcionarios públicos. De este modo, la Iglesia de Francia, la fille aînée de l'Église, se convirtió de la noche a la mañana en Iglesia nacional, desligándose de la autoridad del Papa. Todos los curas, a partir de ese momento, debían jurar lealtad a la llamada Constitución Civil del Clero, pero, a pesar de que la medida fue bien recibida en principio, sólo siete obispos, entre los que naturalmente se encontraba Talleyrand, se prestaron a dicho juramento. Nacían así dos tipos de curas: los constitucionales por un lado, y los refractarios o no jurados, que deseaban permanecer fieles a Roma, por otro. Lamentablemente, Francia, a pesar de los vientos revolucionarios, seguía siendo muy católica y muchos no entendieron la medida de Talleyrand, quien, dicho sea de paso, continuaba oficiando misa y bendiciendo a los fieles, pero ataviado ahora con albas tricolores blancas, rojas y azules confeccionadas, por cierto, en uno de los talleres de sastrería más selectos de todo París.
Han pasado desde este hecho que narro muchos años y, visto con la perspectiva que dan el tiempo y la vejez, puedo afirmar que tal vez fuera generosa e incluso cristiana en el más liberal sentido de la palabra su idea de incautar los bienes de la Iglesia y convertir a los sacerdotes en funcionarios, pero, como se verá más adelante, ambas decisiones tendrían graves consecuencias sociales en la Francia revolucionaria.
LE CIEL EST ARISTOCRATIQUE
Muchos autores, tan sesudos ellos, desdeñan hablar en sus libros de modas, peinados u otras fruslerías que consideran frívolas o demasiado «mujeriles». Yo, por mi parte, siempre he reivindicado la frivolidad, que me parece el mejor antídoto contra los rigores y desdichas de este valle de lágrimas; y, en cuanto a lo mujeril, qué quieren que les diga, soy mujer y me encanta serlo. Por eso, si unas páginas más atrás, al hablar de la toma de la Bastilla lo hice valiéndome del orinal del marqués de Sade, ahora, para narrar los muy serios acontecimientos posteriores a la toma de la prisión me dispongo a disertar sobre pelucas y libreas. Y es que, como se verá muy pronto, ambas prendas simbolizaban algo muy denostado y también contrario a los nuevos e imperantes aires de renovación; representaban los modos y modas del Ancien Régime, cuya ostentación e hipocresía decadente todo el mundo estaba de acuerdo en enterrar.
Como ya he señalado al principio de estas memorias, aun antes de los estallidos que habrían de cambiar Francia ya los fabricantes de pelucas se habían quejado al Rey de su situación: «Algunos caballeros, sire, empiezan a ir ahora con la cabeza descubierta y ello es un signo de indecoro manifiesto y una afrenta a Su Majestad», escribieron en una carta conjunta enviada a Luis XVI. Y en efecto lo era, puesto que el buen rey Luis siguió usando peluca y empolvando su cabeza hasta poco antes de que ésta rodara bajo la cuchilla de la Louisette. Por eso, y en contraste, en la Francia revolucionaria todos (excepto, curiosamente, el señor Robespierre, que siguió empolvando su cabellera hasta el día en que subió al patíbulo) comenzaron, de un día para otro, a ir con la cabeza descubierta. Y es que si, por un lado, prescindir de la peluca significaba una ruptura con el pasado y con la monarquía, por otro simbolizaba algo igualmente deseable: los aires de fraternidad y el deseo de asemejarse (aunque sólo fuera en la estética) al pueblo llano.
También la librea, prenda por excelencia de la clase alta, fue arrinconada por aquel entonces y debido a las mismas razones. La palabra librea en sí ya es reveladora: viene de livrée, es decir, «cosa librada o entregada al criado». Y es interesante señalar que estas casacas confeccionadas en seda o terciopelo eran usadas por los caballeros, pero también por los criados, hasta el estallido de la Revolución. A partir de ese momento, los caballeros la sustituyeron por otras chaquetas más simples y de tela oscura, como las que usaba el Tercer Estado. Prendas negras o gris oscuro que se acompañaban de calzón del mismo color y medias negras, lo que confería a sus portadores un severo (y en mi opinión inquietante) aspecto de aves de mal agüero. Tal indumentaria se completaba además con el uso en la mano derecha de un bastón que el caballero solía descargar en no pocas ocasiones, y «fraternalmente», sobre las costillas del obtuso criado para hacerle comprender que ahora era un ciudadano libre por lo que no debía seguir llevando la tan denostada y abolida librea.
Todos estos modos y modas masculinas se veían ahora pasear por el París posterior a la toma de la Bastilla unidos a la costumbre de las damas de imitar a las pescaderas no sólo en su forma de hablar, que se llamaba poissard, sino también en su atuendo. Rojo, azul y blanco eran los colores de todas las temporadas, invierno y verano, otoño y primavera, mientras que los vestidos se inspiraban en las anchas y burdas faldas de las mujeres del pueblo. El cabello masculino también seguía la moda de los que a partir de ese momento comenzaron a llamarse sans–culottes. Éstos llevaban el pelo largo hasta los hombros y gran bigote. En cuanto a la expresión sans–culotte, se refiere al hecho de que los hombres del pueblo no usaban pantalones a la rodilla, sino largos hasta los tobillos, atuendo que solía completarse con una chaqueta corta o carmagnole, gorro frigio rojo y zuecos. En cuanto a las tejedoras o tricoteuses, que tan famosas se habrían de hacer en la Revolución, creo que también merecen unas líneas. Desde el principio del nuevo régimen, las sesiones de la Asamblea de Representantes debían ser públicas y, para asegurarse la presencia del pueblo, la Convención pagaba cincuenta sueldos por día a las mujeres para que asistieran a dichas reuniones. Por decreto, a estas mujeres se las autorizaba a tejer durante las sesiones, y de ahí su nombre. Más tarde se harían tristemente famosas porque se les pagaría por insultar a los reos que eran conducidos a la guillotina. También ellas adoptaron muy pronto su particular atuendo revolucionario compuesto de gorro frigio y banda tricolor sobre sus vestidos de tela basta, que algunas damas imitaban en telas finas para «contribuir» así al espíritu igualitario de la época.
Coincidieron todas estas nuevas formas de vestir con otros hechos interesantes que iban a cambiar la forma de relacionarse las personas. Por aquel entonces, además de suprimirse todos los títulos nobiliarios (incluido, huelga decir, nuestro recién adquirido marquesado de Fontenay), desterrados quedaron también los decadentes «madame» y «monsieur». La costumbre era dirigirse los unos a los otros con un simple «ciudadana X» o «ciudadano Z», lo que facilitaba mucho la tan deseada confraternización. Incluso se erradicó el usted. A partir de ese momento todos comenzamos a tutearnos familiarmente para que nuestras vidas respiraran égalité y también fraternité. De este modo, por la calle la gente se saludaba sin conocerse, todos reíamos y, al menos en apariencia, Francia entera era una fiesta.
***
Sin embargo, si hubo una celebración en concreto en la que los nuevos modos y modas se pusieron de manifiesto de forma más que evidente, ésta fue la muy célebre fiesta de la Federación Nacional convocada para conmemorar el primer aniversario de la toma de la Bastilla.
— No puedes faltar de ninguna manera, Thérésia–me había dicho unas semanas antes de la fecha Alex Lameth mientras intentaba convencerme de que lo acompañara al Champ de Mars, enclave en el que iba a tener lugar la celebración-. ¡Tienes que ver lo que es aquello! Desde hace días la ciudad entera colabora con los preparativos. Se está construyendo un inmenso anfiteatro, todo muy natural y muy sensible. Lo preside un gran montículo de tierra y césped en el que hombres, mujeres y niños trabajan codo con codo para demostrar su afecto y alegría por tan gran ceremonia de fraternidad nacional. ¡Pero si hasta se ha podido ver por allí al Rey! Imagínate a Su Majestad con una pala en la mano (un poco a desgana, todo hay que decirlo, nunca aprenderá este Luis a ser un buen ciudadano), pero destripando terrones como los demás.
— ¿Destripando terrones con una pala? — pregunté verdaderamente sorprendida. Desde la caída de la Bastilla, yo me había sumado de modo entusiasta a la efervescencia y el optimismo reinantes. Acudía todas las semanas a las reuniones del Club de 1789 y colaboraba con otras iniciativas de carácter ciudadano, pero de pronto, por alguna razón que sólo acierto a llamar intuitiva, aquella imagen tan «fraternal» del Rey cavando no acababa de tranquilizarme-. ¿Y qué más se está preparando para tan importante día? — pregunté sin hacer mucho caso a mi intuición y con mi mejor sonrisa.
— Es increíble–respondió Lameth con ojos chispeantes-. Lo nunca visto. La ciudad entera trabaja día y noche: nobles, pescaderas, tenderos, curas, estudiantes, prestamistas, actores, prostitutas, banqueros… El que no tira de la carretilla maneja el pico o la pala o acarrea sacos de arena. Allí estamos todos, Thérésia, los La Fayette, los Mirabeau, los Saint–Fargeau, ¡sólo faltas tú!
Confieso que no fui a los preparativos–la albañilería y la horticultura, aunque sean patrióticas, nunca fueron lo mío-, pero desde luego sí estuve en la fiesta. Y acudí vestida «a la ciudadana», con la amplia falda a la moda y plumas blancas y azules adornando mi sombrero. La ocasión sin duda lo valía. Allí estaba tout Paris, como hubiera dicho madame Boisgeloup, desde el aprendiz más humilde hasta el más noble caballero. Me agradó comprobar además, al echar un vistazo al palco real situado a mi izquierda, que la Reina había elegido para la ceremonia un atavío casi idéntico al mío. Su traje era de un, quizá, demasiado aristocrático color burdeos, pero las plumas de su cabeza, en cambio, eran tricolores y tan revolucionarias como las mías.
El día había amanecido gris y amenazaba lluvia, pero nada pareció deslucir el gran acontecimiento, al menos al principio. Trescientas mil personas (quinientas mil según otros cálculos más optimistas) se dieron cita en el Champ de Mars, que lucía espléndido después de tantos preparativos. Reparé en que la mayoría de los presentes llevaba el llamado gorro frigio, que, según me explicó alegremente Blondinet, comenzaba a hacerse muy popular porque estaba inspirado en los bonetes que usaran antaño los esclavos romanos que lograban alcanzar su libertad. Vale la pena señalar además que dieciocho mil guardias nacionales, con mi amigo La Fayette al frente, tomaron parte en un gran desfile patriótico que dio paso más tarde a la celebración de una misa. Arriba, en el altar, tan bizarro como siempre y arrastrando con gran majestad su pierna tullida, pude ver a Talleyrand presto a oficiar misa acompañado en esta ocasión por sesenta capellanes, todos ellos sacerdotes constitucionales, naturalmente. El gesto de elevar los brazos durante la consagración me permitió percatarme por primera vez de que, en efecto, tal como se contaba por ahí, el jurado obispo de Autun no lucía bajo la casulla el alba blanca, como es habitual, sino una tricolor a juego con las escarapelas que campeaban en los sombreros o en las solapas de todos los presentes.
Fue más o menos hacia la comunión cuando empezaron a caer las primeras gotas. Algunos criados de la familia real intentaron entonces desplegar sus paraguas para proteger a los reyes, pero la muchedumbre protestó airadamente: «¡Nada de paraguas! ¡Queremos verles la cara!».
Me volví para mirar a los soberanos. El Rey estaba serio, con una gran escarapela tricolor posada en su sombrero como una incongruencia. Su cara era la de alguien que no sabe bien qué hacer o a quién mirar. Su ojos iban del pueblo llano engalanado a los ci–devant nobles (o, lo que es lo mismo, «los ex nobles»), que vestían de negro y parecían una procesión funeraria. Por fin, algo distrajo la atención del Rey y también la de todos los presentes.
Era La Fayette en su caballo blanco que se acercaba caracoleando hasta llegar al estrado. El llamado héroe del Nuevo Mundo no miró al Rey, tampoco a ninguno de nosotros; estaba demasiado inmerso en la representación de su papel de gran figura aclamada por la multitud. Descabalgó, subió las escaleras del escenario bellamente construido días atrás por los ciudadanos, incluido el Rey, y se dispuso a jurar fidelidad a la Nación, y a la Ley; juramento que fue coreado con júbilo por todos los presentes. Empezaba ahora a arreciar la lluvia, pero a nadie pareció importarle. En ese momento, La Fayette se acercó al Rey para ofrecerle que jurara también. Luis XVI miró primero al cielo y luego a María Antonieta, que tenía una gélida sonrisa en sus labios. Todos lo vimos vacilar e incluso llevarse la mano a la escarapela tricolor, como si aquello le estorbara o le ahogase. Por fin logró trocar el gesto en una especie de saludo tímido a la concurrencia y la muchedumbre prorrumpió en aplausos. Extendió entonces la mano. «Yo juro…», dijo, y a continuación sus palabras quedaron silenciadas por un gran trueno seguido de varios relámpagos.
Ahora sí que llovía a mares. Las bellas terrazas de tierra, tan naturales y bucólicas, empezaron a deshacerse como azucarillos en el agua. Las plumas de mi tocado hacía rato que se habían desmayado sobre mi cabeza, la gente corría en desbandada buscando cobijo y hasta Talleyrand, con sus albas tricolores, intentaba sin mucho éxito mantener cierta compostura, si no eclesiástica, al menos revolucionaria, a la hora de sortear los charcos.
Entonces fue cuando una voz a mi derecha dijo algo que me hizo girarme. Se trataba de un anciano caballero con peluca y librea, debía de tener lo menos setenta años y se resguardaba del viento y la lluvia con un gran paraguas verde, el denostado color de los nobles. «¿Ve usted, madame? — dijo señalando las nubes con un gesto burlón y sabio-. On dirait que le ciel est aristocratique».
Cuando por fin Alex, Félix y yo pudimos llegar, calados hasta los huesos, a nuestro carruaje y ya estábamos a buen recaudo, intenté comentar con ellos lo que había dicho el anciano. «¡En verdad se diría que el cielo es aristocrático!», dije, pero ninguno de los dos pareció ver gracia alguna en aquella ironía. Tanto Alex como Blondinet, con sus bellos rizos rubios chorreando agua, se robaban la palabra para admirarse de lo magnífico que estaba el Champ de Mars a pesar del diluvio, de la majestuosa entrada de La Fayette en su caballo blanco y de lo vistosa que había resultado la misa de Talleyrand, concelebrada con tantos sacerdotes jurados. Yo asentía a todo con la cabeza, pero lo cierto es que la forma en que aquel alarde de triunfo revolucionario había sido disuelto por una tormenta no podía por menos que hacerme cavilar. Mis amigos parisinos decían siempre que yo tenía algo de gitana y de adivina, que mi sangre española me permitía anticipar cosas que otros no veían. Los franceses siempre exageran el exotismo de los extranjeros: haber nacido en Carabanchel no aporta, desde luego, tantos poderes enigmáticos como nacer en el Sacromonte, que yo sepa, pero aun así debo decir que una cierta inquietud se había despertado en mi interior. Miré por la ventanilla intentando distraerme. Remontábamos ahora lentamente la Rue Saint–Honoré con nuestro carruaje rodeado de patriotas de toda edad y condición que, llenos de alegría, celebraban su nacimiento civil. Los gritos eran de júbilo, de entusiasmo en el futuro, de amor a la naturaleza y, sin embargo, entre sus voces fueron colándose poco a poco otras que coreaban una canción que nació esa misma tarde y que estaba destinada a ser, junto a La Marsellesa, un himno de la Revolución. Su nombre es Ça ira y dice así:
Ah! ça ira, ça ira, ça ira!
En dépit des aristocrates et de la pluie,
ah! ça ira, ça ira, ça ira!
Nous nous mouillerons, mais ça finira.
Aquella noche al llegar a casa abracé a Devin de Fontenay, mi marido, como no lo había hecho desde los primeros días de nuestro noviazgo.
— ¿Estás bien, Thérésia? — me preguntó con la frialdad que acompañaba siempre nuestras conversaciones, pero también con no poca extrañeza.
— Abrázame–le dije-. Abrázame fuerte, te lo ruego.
Él me miró con esos ojos suyos azules y helados en los que no brillaba hacia mí más afecto que el que se le tiene a un objeto propio y muy bello pero que ya no despierta emoción alguna.
— He intentado decírtelo muchas veces, pero tú preferías aceptar la visión ingenua de esos pisaverdes que te rodean y que se dicen tan «avanzados». De esos aprendices de brujo que coquetean con la libertad hasta que ésta se desata y lo arrasa todo. Lo que está ocurriendo en París… — dijo. Y a continuación dio rienda suelta a toda una serie de temores propios de la clase que él representaba, la de quien ha sido consejero real y, a pesar de un cierto coqueteo con los jacobinos, tiembla al oír hablar de patriotas y de escarapelas tricolores y de explosiones de júbilo. Habló de lo que estaba pasando en la calle. De la peligrosa contradicción que existía entre un pueblo que por mucha fiesta y mucha algarabía que hubiera, lo cierto es que no tenía pan que dar a sus hijos cuando llegaba a casa cansado de cantar Ça ira. También de lo fácil que era para las clases acomodadas dejarse engañar por las situaciones de euforia y del peligro de coquetear con las pasiones más sensibles del ser humano. Nuestra conversación de aquella noche fue paradigmática de lo que nos ocurría a todos por aquellos tiempos. Nos debatíamos entre la esperanza y la desazón, la euforia y el temor, mientras que el pueblo lo hacía entre la quimera y la desconfianza, la ilusión y el hambre. Un día todos pensábamos que, en efecto, Ça ira; es decir, que todo iría bien. Al siguiente no podíamos por menos que temer que la ilusión y el deseo de cambio de todos los franceses hubiera despertado a un monstruo cuya cara nadie conocía aún. ¿Sería verdad aquello que decía el señor Moratín de que el camino del infierno está siempre empedrado de buenas intenciones? ¿Y qué habría sido, por cierto, de mi buen amigo, el de los amores tristes, el de los buenos consejos?
Frente al optimismo desbordado de mis dos amantes y el pesimismo agorero de mi marido, yo echaba en falta el punto de vista ponderado y sensato de aquel viejo camarada que siempre acertaba en sus diagnósticos.
MALAS NOTICIAS DE MADRID
Ocasión tendría yo en los próximos días de recordar aún más al señor Moratín. Un par de semanas después de la gran fiesta de la Federación Nacional, dos cartas llegaron de Madrid. Una era de mi madre, la otra precisamente de don Leandro. El contenido de ambas era similar y, en una entre lágrimas y en la otra entre sabias reflexiones, se me comunicaba que mi padre había sido detenido y encarcelado. La primera que abrí fue la de Moratín; suerte que así lo hiciera, puesto que era mucho más clara que la de mi madre, trufada, como era habitual en ella, de quejas y sollozos.
La misiva de don Leandro rezaba así:
Querida niña:
El 25 de los corrientes el ministro Lerena ha ordenado la encarcelación del director del Banco de San Carlos y de la Compañía Real de Filipinas, vuestro padre. El ministro Lerena, viejo enemigo suyo, ha adoptado una disposición por la que consiguió acabar con la prosperidad de los dos establecimientos que él, vuestro padre, logró fundar.
La jugada maestra del ministro ha sido pasar una real pragmática que permite la importación de muselinas a España. Para justificar tal medida, hasta ahora prohibida, se expone que, en el estado actual de la economía, no es posible proporcionar surtido de muselinas suficiente por medio de las fábricas nacionales ni tampoco con las que se importasen de Filipinas. Tal aserto es completamente falso, puesto que los almacenes de la compañía de vuestro padre contienen cantidades de muselinas que bastarían para el consumo de cuatro o cinco años. Pero, al levantar la prohibición, la competencia que tuvo que aguantar la Compañía de Filipinas ha arruinado a la misma y, además, está causando al Banco de San Carlos pérdidas considerables, puesto que vuestro padre, para aliviar la situación y seguro de que sus importantes amigos cercanos al Rey intercederían en su favor, consideró oportuno trasvasar momentáneamente dinero del Banco a la Compañía.
Triunfa así el espíritu vengativo de los enemigos de vuestro padre a pesar de que, como ha señalado en una amable carta el conde de Floridablanca, buen amigo suyo, «Cabarrús ha sufrido una anulación sin límites y la inquina de un partido contrario y formidable que ha trabajado y trabaja por destruirle y destruir todos sus proyectos». Sea como fuere, querida niña, y a pesar de sus buenas palabras, nada ha hecho el conde hasta el momento por evitar la caída de vuestro progenitor, que se encuentra ahora prisionero en el castillo de Batres acusado «de realizar extracciones ilícitas de plata y ser el responsable de las dificultades del Banco de resultas de sus malversaciones».
La carta continuaba relatando cómo mi madre y mis hermanos iban a ser prontamente desterrados a Valencia, desde donde pensaban escribir al Rey suplicando que les fuera permitido trasladarse a Bayona para allí, cerca de la familia de mi padre, poder seguir viviendo con «una cierta economía por haber sido desposeídos de todos sus bienes».
Se me nublaron de pronto los ojos. Yo sabía que los negocios de mi padre habían bordeado siempre el abismo, la ilegalidad, tal como ocurre con todos los emprendedores osados. También tenía alguna noticia (o, dicho con más exactitud, alguna sospecha) de sus otras actividades secretas, aunque desconocía de qué índole podían ser. Como, por ejemplo, las tan misteriosas que los trajeron, a Moratín y a él, a París poco antes de mi boda. No obstante, de ahí a pensar que llegaría un día en que tuviera que enfrentarse a la cárcel, el oprobio y la ruina mediaba un mundo. Y sin embargo ese día había llegado, era evidente que se trataba del fin de sus sueños y también de los de toda mi familia.
Estuve llorando a solas hasta que me dormí. No deseaba compartir con nadie mi pena. Ni con mis amantes, que pensaban que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, ni por supuesto con mi marido, que no veía más que oscuros nubarrones por todas partes. Temía además que Fontenay, al saber de la suerte de mi familia, recordara de pronto cierta cláusula de nuestro muy «romántico» contrato matrimonial. Por él, mi padre se había comprometido a abonarle, además de la cantidad inicial de cuatrocientas mil libras, otras cien mil pagaderas en diez años sin intereses. Ahora que la ruina hacía imposible tales pagos, ¿qué impedía, me preguntaba yo, a Jean–Jacques volverse contra mí? No había amor entre nosotros, sólo conveniencia, y el yugo matrimonial lo llevábamos cada uno repartiendo su peso con terceras personas (con cuartas en mi caso). La infidelidad y el adulterio, lo sabía yo muy bien, son un delicioso juego al que sólo pueden jugar las mujeres adineradas. A mis escasos diecisiete años aún sin cumplir, el cínico mundo de los adultos me había enseñado esta lección: una dama rica que tiene amantes es una gran dama, una mujer pobre que los tiene no es más que una furcia.
***
Al día siguiente, cuando ya había llorado todo lo que podía llorar, tuve que enfrentarme a mi vida de siempre. Tal vez en las calles y en la campiña francesas se pasara hambre y estrechez, pero en los salones elegantes de París, los aprendices de brujo, tal como los llamaba mi marido, seguían reuniéndose y discutiendo los asuntos de alta política que tanto entusiasmaban a todos con el ánimo de arreglar el mundo y salvar a Francia. Y mis salones tenían que abrirse aquella tarde como cualquier jueves para recibir a lo mejor de cada casa: a los jacobinos, por ejemplo, a quienes todos consideraban los más osados y exaltados y cuyo nombre provenía del convento ahora vacío en el que solían reunirse. También a los amigos de Mirabeau, que, de momento, apoyaban incondicionalmente al Rey. A los de La Fayette, los más optimistas. Igualmente a los que más tarde se conocería como girondinos, reflexivos y ponderados; en definitiva, a todos los padres de esta nueva patria que tantos padres tenía. Debía yo poner por tanto al mal tiempo buena cara y evitar que se notaran mis tribulaciones, mi noche sin dormir, mis muchas lágrimas; tenía, a toda costa, que disimular, fingir y, sobre todo, sonreír, siempre sonreír.
Mientras elegía para la noche uno de mis más bellos vestidos de muselina blanca, comencé de nuevo a llorar en silencio. ¿Qué sería ahora de mi padre y de mi familia? ¿Qué sería también de mí lejos de ellos, sin dinero y en tiempos de tantas mudanzas? La suave caricia de la tela me hizo pensar entonces en la gran ironía de ciertas cosas. Muselina era el tejido que María Antonieta, siguiendo una moda importada de las Antillas francesas, había introducido en todas las cortes de Europa. La que nos hacía parecer bellas, despreocupadas, naturales. Y dicha tela, o lo que es igual, su importación para que todas estuviéramos así de bellas y naturales, era también la causante de la ruina de mi padre, según rezaba la carta del señor Moratín. ¿Podría yo mantener en secreto mi desgracia? ¿Lograría evitar que la noticia de la encarcelación llegara a oídos de mi marido? Por un momento esa idea me llenó de esperanza, pero inmediatamente tuve que rechazarla. Jean–Jacques tenía buenos contactos con la embajada de Francia en Madrid, por lo que la noticia, si no le había llegado ya, no tardaría en arribar y mi silencio no haría más que empeorar las cosas.
— ¿Estáis bien, madame? — Frenelle, mi criada, me miraba con preocupación.
Yo, hasta entonces, nunca había sido partidaria de compartir mis secretos con nadie, ni siquiera con mi buena Frenelle. Las dos teníamos aproximadamente la misma edad y, gracias a ese extraño fenómeno que se produce a menudo entre dos personas que conviven de forma estrecha, nos parecíamos mucho físicamente, lo que iba a serme de gran utilidad corriendo el tiempo. Más que criada y señora éramos cómplices en muchas cosas. Sin embargo, una esposa infiel (Dios mío, qué peligrosa sonaba ahora esa expresión que antes fuera tan frívolamente deliciosa), una esposa infiel, digo, si es inteligente, aprende pronto que es preferible mantener a sus criados más próximos en la mayor ignorancia. Si son leales, no podrán dar información por mucho que se les conmine, y si son infieles, su ignorancia los convertirá sin duda en los mejores y más convincentes testigos de nuestra inocencia.
— No es nada, Frenelle–le dije-. Acércame ese camafeo que tú sabes, creo que hoy voy a necesitar llevarlo cerca de mi corazón.
Habían pasado casi cuatro años desde la partida de mi amor Jean–Alex Laborde para América, pero aun así yo seguía pensando en él. El tiempo es un gran escultor, dicen, y yo por mi parte había descubierto cuánta verdad hay en esa afirmación por el modo en que había cincelado y engrandecido la figura de mi querido Laborde. Por eso recurría a su silhouette en forma de camafeo cada vez que necesitaba sentirme amparada o debía acometer una empresa difícil. Esa noche lo abroché por tanto en el interior de mi corpiño mientras terminaba de vestirme con la ayuda de Frenelle y a continuación me detuve para comprobar el resultado en el espejo. Estaba muy bella, para qué negarlo, pues la muselina es una tela que favorece especialmente a las que, como yo, tenemos curvas. Comprobé también que mis ojos no delataban demasiado mi preocupación y por fin, apretando contra mi pecho la imagen de Jean–Alex, me dispuse a bajar la escalera.
Mi hija María Luisa, que tanto me ayuda (y apremia) con la redacción de estas memorias, apareció el otro día con un recorte tomado de una vieja revista en la que un testigo de la época narra la escena que se desarrolló al entrar yo en la sala en la que estaban reunidos nuestros invitados. Es curiosa la diferencia entre cómo se cuentan las cosas y cómo las vive uno. Rara vez coinciden ambos relatos, pero a mí me encanta cuando tengo la posibilidad de ver una misma situación desde dos puntos de vista. Por eso creo que es interesante que transcriba lo que ese testigo narró y que luego explique cuáles fueron mis razones para actuar de tal modo.
«De repente se abre la puerta y la dueña de casa, madame de Fontenay, aparece precipitada y convulsa. Lleva el bellísimo pelo oscuro suelto sobre los hombros y éste le llega hasta la cintura, como si fuera una salvaje y muy hermosa amazona. El traje de muselina blanca que viste se abre brevemente para dejar entrever el nacimiento de sus jóvenes senos, redondos, perfectos. En la sala se detienen las conversaciones, cesa la música y todos la miran sorprendidos. Teresa mira a su alrededor y, al descubrir entre los invitados a La Fayette, inmediatamente va hacia él.
— Ciudadano general… — le dice tendiendo hacia él sus manos en un claro gesto de súplica mientras las lágrimas corren por sus mejillas de virgen dolorosa-. Ciudadano general, ¡prestadme cien mil de vuestros guardias nacionales para ir a liberar a mi padre, preso en España!
A continuación, Teresa, y ante la severa mirada de su marido, no tarda en desgranar su historia y todo el mundo queda estupefacto. ¿Cómo es posible?, se escandalizan los presentes. ¿Preso don Francisco Cabarrús? ¿El director del Banco de San Carlos y de la Compañía Real de Filipinas? ¿El riquísimo banquero cuya fortuna es la envidia de toda España? ¿Qué oscuros intereses, qué intrigas palaciegas han podido causar tan gran injusticia? Ahora, varios caballeros y no pocas damas se dan en consolar a la bella mientras que el marqués de Fontenay, al que la noticia ha tomado por sorpresa, se afana en leer la misiva que su esposa le extiende. En esa carta llegada desde Madrid se da noticia de cómo el excelente súbdito francés que tanto ha hecho por mejorar el esclerótico sistema financiero español ha dado con sus huesos en la cárcel.
Se escandaliza aún más la concurrencia con dichos detalles. Alguien muy principal comenta indignado cómo un atropello de tal naturaleza sólo podría acaecer en un lugar retrógrado y absolutista como es España, donde no ha llegado aún y posiblemente nunca llegue la luz del progreso. Una dama se vuelve entonces hacia La Fayette e invocando la procedencia francesa de Francisco Cabarrús conmina al héroe a que preste oídos a lo que Teresa, en un arrebato de hija desesperada y valiente, acaba de solicitarle.
— ¡Invasión! — grita y su voz es coreada por varios-. ¡Que nuestros bravos guardias nacionales marchen sobre Madrid para dar una lección a esos ignorantes españoles!
Se hace un nuevo silencio expectante. La bella Teresa está aún más bella si cabe reclinada su cabeza sobre suaves almohadones mientras espera la reacción del héroe. Pero La Fayette, que tiene la prudencia de los que ya están en el poder, calma a los exaltados con frases apaciguadoras mientras prodiga a la dueña de casa las más tiernas palabras.
— Sabed, señora–dice-, que nuestro corazón y nuestro aliento son vuestros para siempre. Y, tras estrechar la mano de Fontenay, se despide de todos prometiendo «seguir de cerca los acontecimientos».
***
Todo lo narrado aquí es verdad punto por punto, así tuvo lugar la escena. Y digo bien «escena», puesto que, en el gran tinglado de la farsa que era el París de entonces, yo, a mis dieciséis años, acababa de ofrecer al público una de las primeras representaciones teatrales de las que más tarde sería maestra: «¡Ciudadano general, prestadme cien mil de vuestros guardias nacionales para ir a liberar a mi padre, preso en España!». Aún hoy sonrío al recordar mis palabras. Con ellas y con el espectáculo de mis cabellos al viento y de mis ojos arrasados en llanto presentaba yo una romántica estampa, sin duda muy del gusto de la época. Como ya he dicho, no soy amiga del llanto y lo prodigo poco, pero siempre he sabido fingirlo muy bellamente. Además, tengo observado que las lágrimas de las mujeres que son de natural risueño, como yo, resultan mucho más conmovedoras que las de las damas lloronas. Así se lo intenté explicar en varias ocasiones a mi gran amiga Josefina de Beauharnais durante nuestros años de intimidad, pero la futura emperatriz de Francia nunca siguió mi consejo. En cualquier caso, tampoco le fue nada mal con sus llantos, sollozos e hipidos, hay que reconocerlo. Su entregado esposo, Napoleón Bonaparte, siempre consideró aquellos melindres trés sensibles, trés romantiques.
Pero tiempo habrá de hablar de Josefina y sus muchas lágrimas. Las que ahora importan son las mías y, como digo, resultaron ese día decididamente eficaces. Y es que haber hecho exhibición pública de ellas sirvió en esa ocasión a dos fines. Por un lado, para lograr la siempre deseable compasión de la gente ante una adversidad familiar vergonzosa que, de otro modo, hubiera sido cuchicheada de forma malévola a mis espaldas. Y por otro, para neutralizar cualquier acción indeseada por parte de mi esposo. Porque ahora que era pública y notoria la injusticia que se había cometido con mi padre, él no tendría más remedio que apoyarme en todo y ponerse de mi lado. Así lo requería su condición de caballero, aunque los caballeros de aquel entonces se llamaran ciudadanos y fueran sin librea.
Sin embargo, a pesar de que aquella batalla la gané con largueza, existe un triste epílogo para esta historia. Pocas horas más tarde, cuando ya todos se habían marchado y Fontenay y yo nos habíamos retirado cada uno a sus habitaciones, la manilla de la puerta que comunicaba la mía con la suya cedió dando paso a su silente figura. Apenas alcanzaba a verlo a través de los pliegues de las cortinas de mi cama, pero aun así pude observar cómo se detenía con una expresión que bien puede calificarse de deseo. Cerré los ojos con fuerza. Su visita era un hecho infrecuente por aquel entonces. Fontenay tenía tantas o más amantes que yo y, una vez nacido nuestro primer hijo, no había ya muchas razones para cumplir con eso que tan prosaicamente llaman «el débito conyugal».
Descorrió las cortinas del lecho y apartó las sábanas para mirar mi cuerpo. Yo me aferraba al camafeo de mi amado Laborde esperando el momento en que sus manos, sus labios iniciaran sobre mí todos los previsibles y sincopados recorridos de un deseo sin amor. Con los ojos cerrados, con el cuerpo laxo e inerte de quien no se opone pero tampoco colabora, fingí estar dormida y me dejé hacer. Sus manos, temblonas, comenzaron a desatar primero las cintas de mi camisa de noche hasta desnudarme por completo y luego, tras observarme así unos segundos, comenzó a recorrer mi torso no con besos ni con caricias, sino con toda su lengua, igual que un perro. Nunca lo había visto actuar de ese modo e imaginé que estaba borracho, pero su aliento, aunque húmedo y acre, no delataba vestigio alguno de licor. «Dios mío, ayúdame», pensé cuando primero sus dedos y a continuación su sexo empezaron a abrirse paso entre mi carne. Ya era imposible fingirme dormida. Podía sentir su baba en mi boca y el peso de su cuerpo sobre el mío mientras continuaba con sus embates, abriéndose paso con inusual violencia. Ni siquiera se había tomado la molestia de despojarse de sus ropas; estaba completamente vestido, incluidas las botas, y yo desnuda, pero a pesar del dolor y la humillación, ni una queja salió de mis labios. Ni cuando me violentó una vez, ni cuando lo hizo una segunda, ni tampoco cuando continuó con sus extraños lamidos de can y otras prácticas que no menciono porque aún hoy procuro olvidarlas. No, ni una lágrima brotó de mis ojos, esos que tanto habían llorado por la desgracia de mi padre; desgracia y deshonra que–no había más que ver la reacción de mi marido–también se habían convertido en causa de las mías. Que la violación existe dentro del matrimonio es algo que saben muchas mujeres, pero yo hasta entonces no había tenido que sufrirla nunca. Al fin y al cabo, Jean y yo éramos eso que se conoce como un matrimonio «abierto» y nuestras sesiones de amor conyugal tenían algo de cortesanas y mucho de frío y, a la vez, compartido sentido del deber. Era cosa instaurada, por ejemplo, que los hombres de nuestra clase se embarcaran en ellas diciendo que lo hacían por «cumplir con mi legítima» o por «visitar el establo», según dos expresiones populares de la época. Nosotras, por nuestra parte, y puesto que estaba tan de moda todo lo inglés, utilizábamos una frase muy conocida en el idioma de Shakespeare. «¿Qué haces tú–me había preguntado un día no muy lejano madame de Staël–cuando tu marido visita el establo?». Yo entonces era muy niña y no tenía respuesta para según qué cosas, de modo que, a la gallega, le devolví la pregunta con un « ¿Y vos qué hacéis?». «Muy sencillo, querida; hago como nuestras amigas las inglesas: I look at the ceiling and think of England». La frase la pronunció en su idioma original, pero, al adoptarla yo también como propia, pude constatar que la mayoría de mis amigas la conocían y la usaban traducida y convenientemente adaptada: cuando había que cumplir con el débito conyugal, todas, «mirábamos al techo y pensábamos en la patria».
Era así, con una mezcla de humor y resignación, como maridos y mujeres de ciertas clases sociales procedíamos a copular. Y una vez acabado tan latoso trámite, nos agradecíamos mutuamente con cortesía: «Merci, madame». «Merci á vous, monsieur».
Sin embargo, lo de aquella noche estaba muy lejos de ser un trámite y ese día aprendí, dolorosamente, una lección que no pocas mujeres conocen: que los hombres, incluso los que no nos aman–o tal vez habría que decir precisamente éstos-, gustan cobrarse en sexo determinados favores, como el que Jean me había brindado horas atrás, por ejemplo, al fingirse el marido ideal ante nuestros invitados una vez descubierta la desgracia de mi padre. A algunos hombres, me dije entonces, les produce un incomprensible placer violentar a mujeres que no les aman, y por las que tampoco ellos sienten especial afecto, sólo para demostrar quién es más fuerte. Se había tratado sin duda de un acto de poder, de sometimiento, del que yo me defendí con la única arma con la que cuenta una mujer forzada que no puede ni debe protestar o rebelarse: con la imaginación. Hasta el momento en que las caricias se convirtieron en violencia, me esforcé en imaginar que sus besos eran los besos de mi otro Jean; sus caricias, las de otras manos; sus gritos de placer, los de mi amado. Sí, las mujeres casadas sabemos mucho de violaciones dentro del matrimonio, pero ellos no saben nada de la libertad de nuestros pensamientos, y ésa es nuestra pequeña pero no del todo desdeñable venganza.
Cuando por fin se fue, tan en silencio como había venido, me costó mucho conciliar el sueño y, cuando al cabo de unas horas logré adormilarme, lo hice llorando y aferrada al camafeo con la silueta de mi adorado Laborde. Por un momento, en aquel intranquilo duermevela, la imagen de mis dos amantes, Alexandre Lameth y Félix Lepeletier, apareció para confundirse con la de mi amado y eso me hizo comprender, dolorosamente, cuán importante era la una y cuán débiles las otras dos. Nunca los había querido en realidad. ¿Volvería a amar a alguien alguna vez? Parecía del todo imposible.
DOS AÑOS INCIERTOS
El año de 1791 trajo finalmente el destronamiento de Teresa Cabarrús como reina de los salones de París. Mi sustituta era menos bella que yo, pero, mucho me temo, harto más fascinante y sensual para los hombres: me refiero a esa dama exigente y caprichosa a la que llaman… política. Y es que, por aquellas fechas, en los salones mundanos ya no se amaba ni se reía como antaño; tampoco se jugaba a las cartas ni se bailaba; sólo se platicaba, se discutía. Y los temas de conversación no puede decirse que fueran atractivos para una muchacha como yo, que aún no había cumplido los dieciocho años.
Se hablaba mucho, por ejemplo, de lo difícil que estaba siendo vencer la resistencia del pueblo frente al problema religioso. Y de cómo, a pesar de que miles de sacerdotes habían jurado la Constitución, la mayoría de los franceses seguía siendo fiel a los refractarios o partidarios del Papa, creando una suerte de corriente contrarrevolucionaria que muchos tachaban de extremadamente peligrosa. Se hablaba también de la Ley d'Allarde, que abolía el régimen corporativo. Y se hablaba sobre todo de la cada vez más desesperada situación económica del país. Y es que en toda Francia escaseaba el pan y los productos esenciales, lo que hacía crecer día a día la impopularidad del Rey y el odio a l’autrichienne.
Aumentaba también de modo notable la lista de aristócratas que optaban por el exilio. Y una vez fuera del país, su mayor empeño era instar a las distintas potencias extranjeras a que invadieran Francia para reinstaurar en la persona del cada vez más debilitado Rey, o si eso no era posible, en la de alguno de sus dos hermanos, una monarquía absolutista como la de antes, lejana a limitaciones constitucionales, escarapelas tricolores y otras zarandajas.
Con todos estos temores, olvidadas quedaron ya para siempre aquellas frívolas meriendas, vestidos unos de pastores y otros de jóvenes revolucionarios, en las que nos dedicábamos a tomar helados en Fontenay–aux–Roses. También desaparecieron las deliciosas veladas en nuestra casa de París, reunidos para hablar del amor y otros demonios. Ahora, el único Luzbel que infestaba los salones mundanos era la fiebre revolucionaria. Mi rival, la política, como femme fatale que es, lo devoraba todo, creencias, amores y, por supuesto, devoraba la presa que le es más preciada: la inocencia de aquellos que se consideraban sus amantes.
El espectro político del país se había ido definiendo cada vez más, subdividiéndose en distintas facciones que recelaban unas de otras. Los girondinos, por ejemplo, grupo formado por los representantes de las provincias de la Gironda, como Burdeos y otras cercanas, y que ocupaban el ala derecha de la Convención, miraban con sospecha a los delegados de París y, por supuesto, a los lafayettistas. Dichos girondinos, capitaneados por Brissot, eran partidarios de tomar medidas contra los emigrados realistas y querían declarar la guerra a los países extranjeros como medio de unir a toda Francia tras una causa común: expandir la Revolución. Por su parte, los feuillants, club fundado por Mirabeau y al que pertenecía mi amigo Lameth, apoyaban la idea de una monarquía constitucional y por tanto recelaban de los grupos anteriores. Los jacobinos, mientras tanto, con Robespierre a la cabeza, se consideraban los guardianes de los logros de la Revolución frente a los posibles ataques de la aristocracia, de modo que miraban con igual desconfianza a feuillants, lafayettistas y girondinos. Otro tanto ocurría con Danton, quien hacía poco había fundado un club llamado Los Cordeliers junto con Camille Desmoulins, aquel joven cuyas bellas palabras yo tanto había admirado en el Palais Royal.
Y por supuesto todos, girondinos, feuillants, jacobinos, lafayettistas y cordeleros miraban con enorme recelo a la estrella emergente del momento, Jean–Paul Marat, médico, escritor y editor del influyente Ami du Peuple. Él habría de jugar poco tiempo más tarde, junto a su grupo radical llamado Les Montagnards, un papel destacado en la condena a muerte del Rey de la que hablaré más adelante. Pero ya en el año de 1791, su poco agraciada y enfermiza figura se había hecho célebre en todo París no sólo por las soflamas que publicaba en su periódico, sino por sus teatrales actuaciones desde los bancos más altos de la Asamblea, llamados por ello La Montaña.
***
La primavera del 91 trajo además otras dos convulsiones. La primera tuvo lugar en el mes de abril, cuando un rumor se extendió por todo París: se decía que habían envenenado al hombre más importante de Francia, el ci–devant conde de Mirabeau.
— ¡Dios mío, nuestro gran Honoré! — exclamó madame Boisgeloup, que, como siempre, era la primera en enterarse de lo que tout Paris sabía. Por aquel entonces, madame Boisgeloup no me visitaba con tanta frecuencia como antes. Le desagradaba mi marido y no hacía nada por disimularlo, pero esta vez, dada la magnitud de la noticia y sabiendo que por las tardes él no estaba en casa, vino a verme-. ¡Muerto! — repetía aferrada a su sempiterno pañuelito de puntillas-. Él, el ciudadano Mirabeau, el mayor defensor y soporte de la monarquía constitucional, el tribuno de la voz tronante, el casanova de la cara picada de viruela. ¿Qué será ahora de Francia? Era el único que ponía un poco de cordura en la vida pública.
— ¿Qué le ha sucedido? — pregunté yo-. Se le veía tan saludable como siempre. ¿De veras lo han envenenado?
— No lo creo en absoluto, eso sólo lo dicen las malas lenguas. Por lo visto, el problema es otro. Llevaba varios días de juerga, des femmes et tout ça–apuntó madame con gran aspaviento de sus regordetes brazos -, y al cabo de ellos comenzó a sentirse mal. Llamaron al médico, pero a pesar de sus cuidados fue de mal en peor; más de diez días ha durado su agonía, imagínate. Según me ha contado un buen amigo que es médico, también se sospecha de que se trata de una inflamación de hígado, una enfermedad muy poco común. Claro que eso, con ser terrible, no es ni mucho menos lo más destacado de toda esta historia, ma chére.
— ¿Y cuál es entonces? — inquirí muy intrigada porque, por el modo en que madame había bajado el volumen de su voz al pronunciar la palabra «historia», estaba segura de que lo que venía a continuación iba a ser interesante.
— Pipismo[5] -declaró madame, que, como siempre, tenía su forma personal de reinventar los términos médicos.
— ¿Pipismo? — repetí-. ¿Y eso qué es?
— Querida, parece mentira que seas una mujer de mundo. Se llama así a la continua y muy dolorosa erección del «pipí» masculino («o pene», puntualizó madame bajando aún más la voz, como si aquello necesitase más explicación). ¡Figúrate que, según me han contado, una vez muerto, al destapar el cadáver se descubrió que el de nuestro buen amigo estaba erecto como un mástil! Comprenderás que en cuanto se supo tal circunstancia, todas las personas que se habían dado cita desde hacía días a la puerta de su casa para interesarse por la salud del gran hombre olvidaron inmediatamente traiciones, conjuras y envenenamientos. Ya no se hablaba de otra cosa más que del pipismo del ciudadano Mirabeau.
»Y de nada sirvió–continuó relatando madame–que, tras conocerse el caso, los allegados del difunto intentaran que se volviera al recogimiento y solemnidad que la situación requería; no, querida, no hubo manera. Y eso que, como buen tribuno romano, Mirabeau había dedicado su larga agonía a escenificar muy bellamente su muerte preparando el lecho mortuorio, la intensidad de la luz que se filtraba por las ventanas y hasta el tipo de flores que debían adornar la estancia. Como era de esperar, también dejó escritas unas palabras para ser leídas póstumamente desde la ventana. Pero todo esto quedó de lo más deslucido, ma belle, con el asunto de la grande érection. ¡Cuánto lo siento por Honoré, con lo que a él le gustaba una buena mise en scéne! Sin embargo, y a pesar de todo, no puede decirse que sea desdeñable su mutis final. No todo el mundo puede presumir de una hazaña post mortem de su «pipí». ¿No crees, querida?
Yo asentí muy formalmente con la cabeza, pero como por aquel entonces estaba muy influenciada por la moda de los grandes gestos y de las grandes palabras, sobre todo si eran póstumas, pasé por alto los comentarios escandalosos de madame y me interesé más por conocer cuáles habían sido aquellas palabras póstumas dejadas por Mirabeau.
— Sí, querida, muy sensato por tu parte preguntar por ellas–respondió madame al tiempo que abandonaba el tono bajo de las confidencias indiscretas para adoptar otro mucho más rotundo y acorde con lo que iba a decir-. Helas aquí: «Me voy–dejó dicho el ciudadano Mirabeau–y llevo conmigo la muerte de la monarquía. Ahora las facciones se disputarán mis despojos».
***
Estas últimas palabras del mayor defensor de la monarquía constitucional estaban destinadas a ser proféticas, puesto que la primavera de 1791 traería consigo el principio del fin de dicha institución. Ocurrió que la noche del 20 de junio la familia real, con la gallarda ayuda del amante de la Reina, el conde Fersen, intentó la huida y al día siguiente fue arrestada en Varennes, gracias a un maestro de postas llamado Jean–Baptiste Drouet, que desde entonces pasaría a la historia por su perspicacia. Al detenerse el coche para cambiar los caballos, Drouet comenzó a desconfiar, según dijo, de «un cierto criado grueso que iba en el carruaje y que guardaba un gran parecido con Luis XVI, cuya cara conocía por las monedas de curso legal». Otros sostienen, por el contrario, que Drouet reconoció al Rey porque había sido soldado raso y alguna vez había tenido oportunidad de verlo de lejos. Sea como fuere y gracias a aquellas dotes de buen fisonomista, en Varennes acabó la esperanza de la familia real, que fue obligada a regresar a París, donde sería recibida por una muchedumbre mortalmente silenciosa. Más tarde, alguien escribiría que tanto silencio anunciaba ya «el ceremonial funerario de la monarquía».
A partir de ahí muchos acontecimientos se precipitaron de forma vertiginosa. En agosto, Leopoldo II de Austria y Guillermo II de Prusia firmaron la Declaración de Pillnitz por la que amenazaban a la nación revolucionaria con intervenir militarmente, y la confrontación se hizo inevitable. «En vez de una guerra interna habrá una guerra con el exterior», escribió por esos días un esperanzado Luis XVI a su agente el barón de Breteuil. «Entonces–añadía en su carta-, seguro que las cosas mejoran sensiblemente para Francia y también para nosotros». Tampoco como profeta se distinguiría el buen rey Luis. Si bien al principio la amenaza exterior logró distraer la atención de los franceses de sus acuciantes problemas internos, sólo fue un respiro momentáneo, puesto que el próximo año que ahora comenzaba iba a ser particularmente trágico.
Noticia de todos estos acontecimientos llegaban hasta nuestra casa en el centro de París con toda su carga de dramatismo e incertidumbre. A partir de entonces procuramos salir lo menos posible y también mantener las cortinas cerradas para no ver qué pasaba en la calle. Y es que lo que se veía no podía ser más desolador. Recuerdo que unos meses antes a los hechos narrados, un grupo de ciudadanos entusiastas y alegres había hecho levantar cerca de nuestra vivienda un árbol patriótico de los muchos que se veneraban en toda Francia como símbolo de la nueva savia de nuestra Revolución. Sin embargo, al llegar la Navidad, del árbol no quedaba más que un esqueleto gris y raquítico. Allí solían reunirse ahora ciudadanos de aspecto tan depauperado como fiero para bailar alrededor de su tronco. Todos llevaban armas. Unos, navajas; otros, hoces; hasta las mujeres lucían cuchillos a la cintura. Ça ira, ça ira, ça ira…, cantaban dando vueltas y vueltas a aquel palo seco como en una extraña y premonitoria ceremonia que helaba el alma.
***
Entre tristes presagios fueron pasando los primeros meses del año de 1792 hasta que, a mediados de junio, nos enteramos de que una turba enfurecida había asaltado el palacio de las Tullerías y obligado al Rey a ponerse el bonete rojo que un ciudadano le ofreció clavado en una pica de carnicero. El gorro era demasiado pequeño y quedaba ridículo sobre la cabezota empolvada del monarca, lo que despertó las carcajadas y burlas de todos. Al pequeño delfín se le colocó otro tan grande que le cubría los ojos y la boca, todo un símbolo.
Después de esta revuelta y del consiguiente susto de la familia real, que ya se veía descuartizada a manos de la turba, se alzaron desde el extranjero voces airadas que amenazaban con que «si se llevaba a cabo cualquier ultraje contra la familia real, asaltaría París». Era el llamado Manifiesto de Brunswick, que trajo un hálito de esperanza a la aterrada Reina, pero, a su vez, acarreó no pocas y fatales consecuencias para toda la familia. Enfurecido el pueblo por la amenaza exterior y seguros de que el Rey los había traicionado y de que estaba de acuerdo con las potencias extranjeras, continuaron produciéndose disturbios hasta que otra gran multitud invadió de nuevo las Tullerías. En esta segunda ocasión la sangre correría a raudales. La odiada y extranjera Guardia Suiza, que protegía a la familia real, fue completamente masacrada ese día. Se cuenta que hasta los porteros fueron pasados a cuchillo por llevar uniforme rojo y confundirse con los guardias. Según supimos más tarde, las mujeres se dedicaron a despojar a los cadáveres de todo lo que encontraban mientras los hombres cercenaban miembros, cortaban genitales y ultrajaban cuerpos. «Ha comenzado la más bella Revolución que haya honrado nunca a la humanidad», dicen que exclamó un enardecido Robespierre mientras observaba cómo se apilaban los restos humanos de los soldados; el mismo Robespierre, por cierto, que hasta hacía muy poco, cuando era un joven y prometedor abogado de Arras, se declaraba contrario a la pena de muerte.
Los miembros de la familia real, a pesar de la masacre, alcanzaron afortunadamente a refugiarse a tiempo en la Asamblea Nacional, que estaba a escasos metros, sin sufrir daño. Sin embargo, una vez consumada la carnicería, la Asamblea Nacional, donde los prohombres del momento, como Roland y su grupo moderado de los girondinos, estaban algo confusos y amedrentados por el cariz que iban tomando los acontecimientos, decidió que todo lo ocurrido era señal de que el pueblo había vencido a la monarquía y de que ya era hora de que Luis XVI fuera suspendido en sus funciones de Rey. Y para refrendar esta decisión se acordó convocar lo antes posible otra asamblea, que se llamaría esta vez Convención Nacional.
El depuesto Rey pidió entonces que se le permitiera vivir en el palacio de Luxemburgo, pero el ala izquierda de los diputados (a partir de ahí derechas e izquierdas tomarían su nombre dependiendo de su ubicación en la cámara), haciéndose eco de la actitud beligerante de la calle en armas, exigió que se confinara a la familia real en el Temple, que no era otra cosa que una prisión.
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Todas estas noticias terribles llegaban hasta nuestra casa en el centro de París. Venían en boca de vecinos y de los pocos proveedores que aún se atrevían a frecuentar el hogar de unos ci–devant nobles. Pero sobre todo las traía la voz de la calle, con sus cánticos o sus gritos patrióticos. Por aquel entonces, mi marido, del que tantas cosas me separaban, y yo vagábamos de habitación en habitación como extraños, sin rozarnos, sin hablarnos siquiera. Yo solía pasar la mayor parte del tiempo en mi cuarto o visitaba el de mi pequeño Théodore para hacerle compañía. Fontenay, en cambio, tenía por costumbre encerrarse largas horas en la biblioteca con la sola compañía de su mazo de cartas y de una botella de aguardiente. A veces lograba oír su voz a través de la puerta y tenía la impresión de que estaba departiendo con alguien, pero tengo para mí que sólo hablaba con sus naipes con la esperanza de que éstos le dieran respuesta a las muchas preguntas que todos nos hacíamos entonces: ¿Qué pasaría después? ¿Sería el ala moderada de la Asamblea, ahora llamada Convención, capaz de domeñar a esa temible fuerza descontrolada presente en la calle y en el corazón de los antaño pacíficos ciudadanos que ahora patrullaban la ciudad con picas y hachas al son de canciones? ¿Y nosotros, los ci–devant marqueses de Fontenay, que tanto habíamos flirteado con la Revolución invitando a sus próceres a nuestra casa, seríamos también víctimas de sus cánticos y de su iras?
Yo ni siquiera tenía la compañía de unos naipes o del alcohol para buscar respuesta a estas preguntas. Sólo me aferraba a lo cotidiano, a cortar rosas en nuestro pequeño jardín con las que adornar mi gabinete o a bordar junto a la ventana con una rendija de ésta abierta con la esperanza de oír qué se decía allá en la calle. Y me dedicaba también, como digo, a jugar tristemente con mi pequeño Théodore. El niño, además de ser la viva imagen de su padre, tenía un carácter que sólo puedo describir como melancólico. Era una criaturita taciturna pero que agradecía mis besos, mis muchas caricias. Recordaré siempre cómo sus manitas frías y trémulas buscaban abrigo en las mías igual que un animalillo que huele el peligro. No hablaba aún, pero sus balbuceos incoherentes producían en mí una gran ternura. Mi pequeño Théodore, mi pobre bebé al que tan poca atención había prestado hasta entonces. ¿Qué le esperaba de allí en adelante? No era fuerte, tampoco parecía demasiado espabilado ni era bello. ¿Sabría yo protegerle, guiarle en la vida? ¿Y qué vida sería ésa ahora que la que conocíamos se desmoronaba a nuestro alrededor?
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Una mañana de aquel caluroso verano tan lleno de sangre e incertidumbre una noticia vino a turbar aún más nuestra lúgubre rutina. Fue François, el jardinero, que todavía nos era fiel, quien la trajo.
— Lo he visto, madame, es más alto que un hombre.
— ¿A qué te refieres, François? — le pregunté alzando la vista de la labor de aguja que tenía entre manos.
— Al «artilugio», así lo llaman, y ha sido instalado en la plaza del Carrousel, frente a las Tullerías.
— Otros lo llaman «la máquina» — intervino entonces Frenelle, que venía también de la calle después de comprar lo poco que había encontrado, apenas unas cebollas y dos coles. La escasez era general entonces salvo en lo concerniente a las noticias. Éstas corrían a raudales y las malas tardaban apenas unos minutos en atravesar París de lado a lado con todo lujo de detalles.
— Y ese «artilugio», que yo diría que mide poco más de cinco pies, madame, es en realidad muy sencillo. Consta de dos palos verticales, luego una plancha horizontal y por fin una cuchilla de filo oblicuo que cae a plomo. Según he podido averiguar, hasta ahora estaba instalado en la plaza de Gréve y se usaba sólo para ajusticiar a los malditos falsificadores y agiotistas, esos miserables que se quedan con el dinero de los pobres.
— ¿Quieres decir que se trata de una especie de castigo nuevo? ¿Un artilugio para matar? Dios mío, ¿qué más se dice por ahí?
— Se trata, por lo visto, de un adelanto muy moderno, aunque la verdad, tanta modernidad no va conmigo. A la hora de ajustar cuentas con esos miserables que explotan al pueblo, a mí me gustaba más el método antiguo. Donde esté una buena procesión de condenados y luego las confesiones públicas y más tarde el bamboleo de un cuerpo moribundo estremeciéndose en el extremo de una cuerda… ¡Muerte a los traidores! ¡Muerte a todos!
Me horrorizó oír estas palabras en boca del buen François, aunque no puede decirse que fueran poco habituales en aquellos días. Todo el mundo hablaba de justicia y de castigo, de traidores y de muerte en las calles de París. ¿Pero a qué se refería él con lo de una nueva máquina? ¿No había la Asamblea aceptado hacía poco más de un año los Derechos del Hombre siguiendo el ejemplo dado al mundo por los patriotas de América? ¿No eran la mayoría de los diputados, incluido Robespierre, opuestos a la pena de muerte?
— Y precisamente eso es lo que intentan nuestros patriotas–me explicó entonces Frenelle-, que el «artilugio» se ocupe de matar de forma más acorde con los Derechos del Hombre.
— ¡Qué cosas dices, Frenelle!
— Sólo las que cualquiera puede escuchar en la calle, madame. Por lo visto, hace ya unos meses que la Asamblea encargó a un médico de nombre Guillotin que ideara una máquina que procurase una muerte más humana, más…
— Eso que dices no tiene ningún sentido–la interrumpí.
— Yo no entiendo nada de asuntos médicos, madame, pero Jean Michel, el barbero, que también se ocupa de extraer muelas cuando es menester, dice que esa máquina, con su cuchilla transversal, procura una muerte indolora, mucho más dulce por tanto que la de la horca, con sus largas agonías.
No pude por menos que sentir otro escalofrío. Mientras departían, François y Frenelle siguieron con sus labores como si tal cosa, puesto que conversaciones como ésta comenzaban a ser algo habitual en nuestras vidas. Se hablaba de picas, de muertes a cuchillo, de cabezas cercenadas, de traidores que eran colgados de la lanterne porque todo eso y más estaba ocurriendo en las calles, con el pueblo de París erigido en juez y también en verdugo. Aquella misma tarde, escuchando como siempre lo que se decía en la calle tras mi ventana entornada, pude completar la información de Frenelle y de François con nuevos datos. Por lo visto, la Asamblea, alarmada por el cariz que estaban tomando la violencia callejera y los ajustes de cuentas, había intentado buscar una alternativa más benévola a eso que comenzaba a llamarse «acción popular» y que no era otra cosa que el pueblo tomándose la justicia por su mano. Sí, así fue como entró en nuestras vidas la guillotina (y bien que luchó el buen doctor Guillotin para que no se llamase como él) y una vez que lo hizo comenzó a ser parte de nuestro hacer cotidiano, primero tímidamente y más tarde…
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Pero volvamos por un momento a la Asamblea para saber qué estaba pasando tras la destitución de Luis XVI. Ésta produjo a su vez la caída en el desprestigio de la llamada alta burguesía y la nobleza liberal que hasta ahora capitaneaban la Cámara. Desde ese momento, Danton, por ejemplo, figura notable del espectro político y tribuno de voz potente, pasó de ser un agitador callejero a convertirse en ministro de Justicia. A instancia suya se votó entonces una ley que autorizaba lo que eufemísticamente se llamaba «visitas domiciliarias», y gracias a éstas y en el curso de tres días, tres mil personas, entre las que había sacerdotes refractarios, partidarios del Rey y otros enemigos de la Revolución, engrosaron el censo penitenciario.
Ahora, el principal problema de los responsables políticos era encauzar la violencia popular y conducirla para que actuara a favor del Estado en lugar de hacerlo en su contra. Pero esto resultaba cada vez más difícil, puesto que los ánimos se exaltaban de día en día con soflamas y discursos como los de Marat, cuyas palabras no hacían más que añadir combustible a las ya de por sí muy encendidas llamas de los patriotas.
Por si esto fuese poco, el 10 de agosto se constituyó la llamada Comuna Insurreccional de París, con sede en la alcaldía, y se hizo como un claro desafío a la autoridad de la Asamblea. Se crearon además diversos comités, como el de Vigilancia (una forma de espionaje policial para salvaguardar los principios de la Revolución), que inmediatamente comenzó a actuar de modo implacable. A partir de entonces toda la prensa afín a la monarquía fue puesta fuera de la ley, y cada día eran más las personas a las que se encarcelaba sin pasar siquiera por un interrogatorio. De todos los que fueron arrestados de la noche a la mañana el caso más notable fue sin duda el de la princesa de Lamballe, íntima amiga de María Antonieta (demasiado íntima según las malas lenguas). En la prisión del Temple, a la que la familia real había sido llevada después de los últimos acontecimientos luctuosos, la ci–devant princesa se ocupaba por aquel entonces de atender directamente a la Reina y a sus hijos. Allí la fueron a buscar y, ante el horror de la soberana, se la condujo a la prisión de La Force.
Pero no sólo eran los vivos cercanos a la familia real los que acaparaban las iras del pueblo. Caían también los muertos, incluso los más amados, como la estatua del Rey Sol y la del muy popular Enrique IV, que fueron arrancadas de sus pedestales entre gritos y cánticos, como un claro presagio. Porque todo lo que tenía que ver con el monarca, que tan cobardemente había intentado abandonar a sus súbditos, resultaba ahora odioso, y en las calles de París se oían más que nunca las estrofas de aquella canción nacida dos años atrás y que ya se estaba haciendo realidad:
Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!
Les aristocrates á la lanterne.
Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!
Les aristocrates on les pendra.
TENGO QUE SALVAR A MI HIJO
Si Ça ira era la canción que acompañaba nuestras vidas durante esos días, también era la que acompasaba la marcha de multitud de personas camino del exilio a medida que languidecía el verano. Hasta las cerradas puertas de nuestra casa en París llegaba el eco de sus nombres: en el grupo de los primeros en marchar estaba, por ejemplo, el ci–devant obispo de Autun, ya despojado definitivamente de sus hábitos. El ahora llamado ciudadano Talleyrand, que siempre fue un maestro en el arte de nadar y guardar la ropa, ya fuera talar o seglar, se había inventado para escapar sin que aquello pareciera una huida, una misión «diplomatique» que lo llevase a Londres. Mi amigo y muy admirado La Fayette, por el contrario, fue al exilio de modo más vergonzoso. Acusado de negligencia (o peor aún, de complicidad) al no haber evitado, como jefe de la Guardia Nacional, la fuga del Rey y su familia, tras muchas vicisitudes, decidió pasar la frontera con Austria, donde fue tomado prisionero. De este modo, el que fuera comandante en jefe y héroe del Nuevo Mundo ya nunca cumpliría su sueño de serlo también del Viejo.
Mi amante Alexandre Lameth siguió la misma ruta, y otro tanto, aunque con distinta dirección, hizo Germaine de Staël. Así, todos los días, desde la ventana de mi habitación, podía contemplar el mismo espectáculo. Casas que se cerraban y familias que, tras apilar de cualquier manera sus pertenencias en un carro o carruaje, emprendían la huida. ¿Y nosotros? ¿Qué iba a ser de mi familia, de mi pequeño Théodore y del resto de los habitantes de nuestra casa? Con mi padre aún encarcelado en España, yo no tenía medios propios y mi suerte estaba irremediablemente unida a la de mi marido, de modo que cualquier paso que quisiera dar tendría que ser con su aquiescencia. Todos aseguraban que fuera de París, en cualquiera de las otras ciudades de Francia, había mucho menos peligro y lo sensato, por tanto, era intentar alcanzar alguna de ellas. Ciertos parientes de mi padre vivían en Burdeos y yo les había escrito pidiendo ayuda, pero hasta el momento mis cartas no habían tenido respuesta. En cuando a Fontenay, estaba paralizado por el miedo. Lo único que hacía era pasar horas y horas en la biblioteca encerrado con sus compañeros de tantas soledades: los naipes y el aguardiente.
Tal era la situación cuando, llegado el mes de septiembre, el levantisco pueblo de París conoció la noticia de que austríacos y prusianos habían cruzado la frontera y Verdún se enfrentaba ahora a un asedio. Por fin se cumplía la tan temida amenaza de invasión del territorio francés, y toda la ciudad se vio convulsa en una mezcla de terror y fiebre bélica mientras que, en la Asamblea, su presidente declaró oficialmente «la patria en peligro». La voz de Danton resonó acto seguido en la Cámara y sus palabras se fueron repitiendo de boca en boca hasta llegar a mi ventana:
— ¡Ciudadanos! Ninguna nación en la Historia ha logrado alcanzar la libertad sin lucha. Vosotros tenéis multitud de traidores en vuestro seno, sabed que sin ellos las penurias acabarán mucho antes.
Todos sabíamos entonces a quiénes se referían con la palabra «ellos». A los aristócratas, a los curas refractarios, a los guardias reales y, en resumen, a todos los sospechosos de ser partidarios del Rey que semanas antes habían sido encarcelados y formaban, según Danton, un peligroso ejército de enemigos internos y contrarrevolucionarios dispuestos a reponer en el trono al traidor. De este modo fue cómo por una mezcla a partes iguales de miedo y odio comenzaron las llamadas Masacres de Septiembre.
Tales acontecimientos pasarían a la Historia como una de las páginas más sangrientas de toda la Revolución, en las que el pueblo de París procedió a invadir las cárceles y a pasar a cuchillo tanto a curas refractarios como a cortesanos, pero también a otros prisioneros allí alojados que no tenían nada que ver con los realistas, hasta un total de dos mil almas. ¿Es posible, me preguntaba yo, que tantos y tan amables conciudadanos nuestros a los que conocía y respetaba, tal vez el sastre de mi marido, o el dueño del colmado, o mi modista Yvette, o los mesoneros, herreros, escribientes, hortelanos y tantos otros antes pacíficos habitantes de París formaran ahora parte de ese improvisado y amenazante «ejército» que veía por mi ventana blandiendo picas y hachas? En efecto, lo era. Del 2 al 7 de septiembre y al son de canciones revolucionarias, sin que ninguna autoridad intentara evitarlo, se asedian las cárceles y luego se mata, mutila, tortura. París, la más bella de las ciudades, se convirtió de pronto en una extraña mezcla de monstruo dormido con sus ventanas cerradas y sus puertas tapiadas, pero por cuyas calles, como venas abiertas, corrían ríos de gente que reía cantando:
La patria está en peligro;
afligíos, jovencitas,
la patria está en peligro.
No creáis que el extranjero
viene a deciros piropos,
que viene a degollaros.
Cosamos, hilemos,
cosamos muy bien…
También un mes antes había comenzado a corearse una nueva canción. La trajeron a París los federados de Marsella que habían tomado parte en el asalto a las Tullerías; su autor era un oficial de nombre Rouget de L'lsle y sus primeros versos decían así:
Allons en fants de la patrie
le jour de gloire est arrivé…
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La música y las más bellas canciones acompañaban a la muerte. París era sin duda una fiesta, o, mejor aún, una orgía de sangre y fuego.
Los detalles luctuosos y perversos de lo ocurrido durante estas matanzas que ahora me dispongo a contar no los conocí a través de las noticias que llegaban hasta mi ventana; tampoco porque los haya leído más tarde en las crónicas de los historiadores. Si puedo hablar con detalle de los acontecimientos ocurridos durante el verano de 1792 es porque fui testigo del más aterrador de ellos. Sucedió el 3 de septiembre y esa mañana, que amaneció radiante, yo me disponía a pasarla como tantas otras, sola en mi jardín o mirando por la ventana. Mi hijo era un niño triste y arisco, y esto, unido a que guardaba un parecido perturbador con su padre, no acrecentaba, me temo, mi amor por él. Ese día, sin embargo, algo me hizo detenerme ante la puerta de su dormitorio. Ignoro si existe un mecanismo interior que explique cómo una madre, aun una tan frívola como era yo entonces, sabe de antemano que su hijo está en peligro, pero lo cierto es que lo ocurrido ese día sólo se puede entender así. Me acerqué a la puerta de su habitación y la abrí. Un leve olor acre envolvía la estancia y me bastó una mirada para darme cuenta de que algo le sucedía a mi pequeño. Estaba aún más pálido que de costumbre y sus ojos habían perdido incluso ese brillo triste que tanto los caracterizaba.
— ¿Estás bien, mi vida? — le dije corriendo hacia él al tiempo que posaba una mano sobre su frente. La tenía ardiendo y, de pronto, pude ver cómo un hilo de baba amarillenta comenzaba a correr desde la comisura de sus labios hasta perderse entre los pliegues de la almohada.
En aquellos lejanos tiempos en que la viruela era el mal más temido, todos conocíamos sus síntomas. En los primeros momentos no se presentaba nada más alarmante que un decaimiento general, luego algún síntoma similar al catarro… pero a continuación aparecía la fiebre, cada vez más alta, seguida de delirios, de desvaríos. Muchos eran los que morían a causa de dicho mal y los que lograban sobrevivir lo hacían con secuelas que son harto conocidas: una vez desaparecidos granos y pústulas, el enfermo conservaba ya para siempre el rastro cruel de su dolencia, que se encargaba de desfigurar hasta las facciones más bellas.
En nuestra casa campestre de Fontenay–aux–Roses, durante una de nuestras últimas y alegres reuniones antes de la Revolución, alguien había traído consigo a un médico inglés muy joven, picado él también de viruela. Según nos contó en el curso de la conversación, trabajaba para el doctor Jenner, famoso por haber descubierto una forma de evitar contraer aquella terrible enfermedad. Por lo visto, dicho descubrimiento se debió a una observación casual: las vaqueras que se dedicaban a ordeñar jamás contraían la viruela por estar expuestas a otra forma benigna de la enfermedad que les contagiaban las vacas. A partir de esa observación, Jenner inventó lo que ahora llaman vacuna (en recuerdo, por cierto, del animal que ayudó a su descubrimiento). Aquel joven doctor que nos visitó nos dijo también que los hijos de Luis XVI habían sido en Francia los primeros niños en probar con éxito las bondades de tan curioso hallazgo. Nada de eso importaba ya, naturalmente. De los hijos de Luis XVI uno había muerto y los otros dos estaban prisioneros junto a sus padres en el Temple. Por otro lado, aunque aquel método preventivo estuviera a la venta en alguna parte, el joven médico había dicho que una vez contraída la enfermedad era ya demasiado tarde para procurárselo al enfermo. Y, aunque no lo fuera, la situación que se vivía en París en esos momentos hacía del todo imposible su búsqueda.
Sin embargo, algo tenía que hacer yo por mi pobre y poco agraciado niño, que ahora me miraba con tanto desvalimiento, con tanto dolor. En un instante, toda mi falta de cariño para con aquel cuerpecito enfermo se volvió locura. Debía salvar a Théodore y también salvarme yo: de los remordimientos, del imperdonable pecado de no amar a un hijo porque se pareciera a su padre, de la frivolidad de ser una muchacha que hasta ahora sólo había prestado atención al lado risueño de la vida.
— ¡Frenelle! — grité saliendo al pasillo-. ¡Frenelle, date prisa, dile a François que prepare el coche, tengo que salir!
— ¿Adónde, madame? — me preguntó, pues a pesar del tuteo imperante y de mi insistencia cada vez mayor para que lo usara, dado el estado de cosas y la animadversión contra los ci–devant nobles que invadían las calles, ella me seguía tratando como siempre-. No podéis salir, es una verdadera locura. La ciudad está llena de ciudadanos con picas y hachas que no necesitan de mucha provocación para usarlas contra alguien como vos. ¿Adónde, por amor de Dios, queréis ir?
No me detuve en explicarle a Frenelle mi plan. No habría hecho más que malgastar un tiempo precioso. Mi idea era llevar al niño lo antes posible ante una vieja conocida: la señora Caridad, una gallega que vivía al otro lado del río y a la que la fama atribuía poderes de bruja. Era conocida en todo París, puesto que había labrado su prestigio en los días anteriores a la Revolución gracias a ciertos filtros amorosos y, sobre todo, a ciertas purgas abortistas. También era reputada por otros bebedizos medicinales y ungüentos. Nuestra mutua condición de españolas en tierra extraña había hecho que alguna vez, al ir a recoger sus preparados, entabláramos algo más que una breve charla, y éstas, poco a poco, fueron consolidando una relación si no estrecha más intensa que la meramente profesional.
Una vez que Frenelle se dio cuenta del estado del niño, siguió porfiando:
— No debéis salir, yo puedo moverme con más libertad que vos por las calles. Ninguna dama está a salvo estos días. ¿Queréis que vaya a buscar al médico?, ¿a una curandera, quizá? ¡No estaréis pensando en sacar al niño de su cama en su estado!
Eso era precisamente lo que me proponía hacer. Temía que si enviaba a alguien, aunque fuera mi buena Frenelle, a buscar a Caridad, la espera resultase demasiado larga para el niño en su estado. ¿Y si la detenían por el camino? ¿Y si mi hijo se agravaba aún más y no daba tiempo a que fuera y volviese con la curandera?
— Dame tus ropas–le dije mientras procedía a despojarme de las mías–y luego corre, ocúpate de que tengan el coche ligero dispuesto y a la puerta, yo voy a preparar al niño.
Mientras vestía a Théodore con las ropas más sencillas que encontré y terminaba de atarme uno de los bonetes blancos de Frenelle con sus almidonadas cintas bajo la barbilla, me vino a la cabeza la visión de la fuga real, con la Reina y el Rey disfrazados de sirvientes. Ellos lo habían intentado en circunstancias más favorables que las mías, sin el apremio de llevar a un niño enfermo, pero aun así sus disfraces no habían logrado engañar a nadie…
Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!
Les aristocrates á la lanterne.
Ah! ça ira, ça ira, ça ira!
Les aristocrates on les pendra.
No era casual que se oyeran esas estrofas desde la calle, era casi una música perpetua en esos días.
Celui qui s'éléve on l'abaissera…
Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!
— Y ahora, Frenelle, escucha bien lo que voy a pedirte. No se te ocurra decirle nada a mi marido, ¿me has entendido? Si pregunta por mí, cosa improbable, le dirás que estoy en el jardín cortando rosas.
Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero asintió con la cabeza. Frenelle ya no preguntaba a dónde me dirigía, ahora sólo suplicaba que le permitiese acompañarme.
— Os los ruego, madame… quiero decir, Thérésia, te lo pido por favor, nunca se sabe cuándo vas a necesitar de una mano amiga, juntas podremos vencer cualquier contratiempo.
Consentí al fin. Eran las doce del mediodía cuando subimos al coche y el sol brillaba tan fuerte que temí que el calor reinante en el carruaje acabara por consumir el cuerpecito enfermo de mi hijo. Mi pequeño Théodore… ahora todo el cariño que nunca le había dado se agolpaba en mi pecho como un doloroso reproche, como un terrible castigo mientras su flaco y feo cuerpo se retorcía de fiebre.
— ¡Adelante! — grité al conductor. Se trataba de Bidos, nuestro criado. ¿También sería él, me pregunté de pronto con un escalofrío, uno de los que salían por las noches blandiendo su pico o su pala, de los que gritaban que había que llevar a todos los ricos á la lanterne?
— ¿Lista, madame? — dijo Bidos, y yo cerré los ojos rezando mentalmente para que ese «madame» que acababa de pronunciar no fuese un sarcasmo, sino tan sólo una costumbre difícil de erradicar.
— Lista, Bidos–respondí procurando que mi voz sonase firme-. ¡Corre todo lo que puedas!
Del camino de ida hasta casa de Caridad poco recuerdo. Demasiado ocupada estaba en vigilar el mínimo quejido, la mínima señal alarmante en el rostro de mi hijo. El de Frenelle, a mi lado, presentaba un rictus de preocupación que a veces se acentuaba debido a lo que ambas veíamos a través de nuestra ventana. Le había pedido a Bidos que evitara las calles concurridas, por lo que el camino se hizo más largo, pero por fin, cerca de una hora después, cuando ya la fiebre parecía consumir las pocas energías de mi hijo, llegamos a casa de Caridad. No explicaré aquí, para no parecer yo también una hechicera, todo lo que esa mujer hizo sobre el cuerpecito de mi niño. Las mentes razonables y volterianas no estarían de acuerdo con lo que allí se llevó a cabo. Baste decir que mi compatriota no hizo ascos a ninguno de los remedios ancestrales de su tierra gallega, tan pródiga en hierbas curativas como en sortilegios. Untó su pecho con una sustancia de color rojizo y olor repugnante, luego le hizo beber un líquido lechoso y por fin trazó sobre su frente una cruz con ceniza que extrajo de una pequeña bolsa de cuero que llevaba atada al cuello. Cuando hubo acabado, me miró, depositó a Théodore de nuevo en mis brazos y se pasó una mano por la frente para despegar de ella un par de húmedos y grises mechones de pelo.
— Hemos llegado a tiempo, carallo–dijo-. Ahora sólo queda esperar a que el sueño termine de curar a este rapaciño. Dadle este bebedizo cada vez que despierte, tiene que dormir por lo menos dos días seguidos.
Me entregó una botellita que contenía el mismo líquido blanquecino que antes le había dado a beber al niño sólo que ahora flotaba dentro una extraña y oscura rama parecida a la de un helecho. Yo, por mi parte, besé las manos de Caridad y, con la preciosa carga de mi hijo dormido en los brazos, subí al coche para emprender el regreso. El sol comenzaba a descender ligeramente, pero el calor era casi más intenso aún y por todos lados se oían cánticos de lucha interrumpidos tan sólo por gritos desgarradores de a saber qué infelices. Sin embargo, todo aquello no tenía excesiva importancia para mí en ese momento, mi hijo se había salvado y yo, que nunca he sido muy devota de rezos, agradecía una y otra vez al Señor tan extraordinaria gracia.
***
Tal vez por eso, porque mi mundo había vuelto a ser casi perfecto, al echar a rodar el coche tardé en darme cuenta de lo que estaba pasando a mi alrededor. Acabábamos de entrar en una calle principal y allí pude ver una marea de ciudadanos que avanzaba hacia nosotros gritando, riendo.
— ¡Ya viene! — decían a voz en cuello-. ¡Mirad sus rizos rubios! ¡Es ella! A la lanterne, á la lanterne!
Las voces sonaban cada vez más excitadas. Miré a Frenelle y las dos nos preguntamos a quién podían referirse.
— ¡Es ella! — porfiaban las voces-. ¿Habéis visto alguna vez un cabello así? ¡Mirad!
Golpeé el techo del carruaje para indicar a Bidos que espoleara los caballos, pero resultaba imposible abrirse camino entre aquella muchedumbre que inundaba las calles, sin duda pronto acabaríamos atrapados en aquella turba.
— ¡Llevadla allí, allí! ¡Que se besen! ¡Al Temple con ella!
Nuestro carruaje, inmerso en el mar de gente, comenzó a moverse agitado por la multitud. Ésta estaba formada por todo un muestrario de personas dispares, de mujeres desdentadas, de burgueses, de hombres armados con picas, de ancianos, de aprendices, de niños incluso. Por un momento pensé que se dirigirían hacia nosotros y recordé las palabras de Frenelle sobre la locura que suponía salir a la calle en estos días. Si uno de aquellos ciudadanos nos hacía descender del coche, ¿a quién iba a engañar yo con mi bonete de cocinera y con mi hijo disfrazado y enfermo?
— Les aristocrates á la lanterne! Les aristocrates on les pendra!
Sin embargo, aunque algunos rostros airados se volvían hacia nosotros y un muchacho comenzó incluso a zarandear nuestro vehículo al compás de su repetitivo cántico, era otro el motivo de atención de la muchedumbre: todos miraban hacia el norte, hacia una extraña comitiva que comenzaba a aproximarse.
Entonces la vi. Y ojalá no la hubiese visto nunca. Porque con lo que mis ojos tropezaron fue con una visión que, a pesar de que hayan pasado tantos años, aún me visita en sueños. Ensartada en una pica y botando arriba y abajo al compás de canciones revolucionarias estaba la cabeza de la princesa de Lamballe, maquillada y perfectamente peinada. Unos pasos más atrás la seguía su cuerpo desnudo, empalado y expuesto también a las risas y los gritos. Sí, era ella, reconocí enseguida sus facciones. Recuerdo que habíamos coincidido brevemente en el teatro, en el curso de la representación de Las bodas de Fígaro, apenas un par de años atrás. En aquel entonces todos nos fijábamos en la princesa de Lamballe; su pelo rubio, peinado en una original pila sobre la coronilla, caía en forma de rizos y tirabuzones. Era célebre en París, y ella a su vez tenía fama de prudente y reposada a pesar de que las malas lenguas hablaban de que era una amiga demasiado «íntima» de María Antonieta. Y ahora, ese mismo peinado que se había hecho legendario campaba como una siniestra incongruencia sobre su cabeza decapitada, mientras que sus ojos, burdamente maquillados, parecían mirarme con una extraviada expresión de horror.
Agradecí fervientemente a Dios el hecho de que mi hijo durmiera y me volví hacia Frenelle. Entonces pude comprobar que ella acababa de abrir la ventanilla y se dirigía a alguien:
— ¿Qué pasa, Ginette? Eh, tú, Adéle, ¿adónde lleváis a la traidora? Decidme hacia dónde os dirigís, que queremos ir también.
Se me heló la sangre al pensar que ella, mi compañera de tantas soledades, hubiera decidido unirse a la turba, pero sólo fue un segundo, enseguida comprendí la argucia. Frenelle había descubierto entre todas aquellas caras amenazantes a dos conocidas suyas. Eran pescaderas del mercado y una se volvió hacia nosotros para responder:
— Adonde se merece, ciudadana, al Temple, allí es donde la llevamos para que le dé un besito a su amante l'autrichienne. ¿No habéis oído la consigna popular? ¡Que se besen las dos por última vez! Además, ¡mirad quién nos acompaña!
Aquella mujer señaló entonces a su izquierda, hacia un hombre de una belleza ruda que montaba en un caballo tordo. Era el único entre la muchedumbre que no iba a pie, por lo que deduje que se trataba de alguna autoridad.
— Es el ciudadano Tallien, él está con nosotros. ¡Al Temple, al Temple!
Apenas un año más tarde, cuando este mismo Jean–Lambert Tallien se convirtiera en mi amante, a punto estuve de confesarle cómo y en qué circunstancias el destino había cruzado nuestros caminos por primera vez. Pero preferí no hacerlo. Aquel recuerdo de él como secretario del Consejo General de la Comuna, comisionado según unos para controlar la turba callejera y según otros muchos como silencioso instigador de las Masacres de Septiembre, quedaría siempre conmigo. Él no reparó en Frenelle ni en mí, aunque la terrible comitiva pasó muy cerca de nuestro carruaje. Yo abracé entonces aún más fuerte el cuerpecito de mi hijo, y cuando la cabeza de la desventurada princesa estuvo muy cerca, a pesar del horror, no pude evitar mirarla una vez más y así apreciar los más terribles detalles. La cara amoratada y la carne muerta convocaban innumerables moscas que se peleaban por posarse en sus labios, en sus ojos vidriosos, y luego se le colaban por la nariz, por las orejas. ¿Y qué hice yo en ese momento? ¿ensayar una plegaria? ¿compadecerme de ella? ¿llorar su desventura? No, ciertamente. Me uní a los gritos de los demás y coreé con todas mis fuerzas: Á la lanterne! Sí, eso hice, porque era lo que hacíamos todos entonces. Unos por fiebre revolucionaria, otros por pavor y muchos como yo por mero instinto de supervivencia.
Por fin, después de unos minutos que se me antojaron interminables, el cortejo se alejó y las calles se fueron vaciando de gente hasta dejar tras de sí un extraño silencio.
— ¡Vamos, Bidos, sigamos! — le grité al cochero.
Debía volver a casa cuanto antes, necesitaba meter en su cama a mi hijo, que aún dormía gracias a la pócima de la bruja Caridad. Miré su carita tan pálida y desvalida y luego mi vista resbaló hasta la falda de mi vestido y me aterró comprobar que estaba manchado de sangre. No, no era la sangre de Théodore, afortunadamente, la que allí podía verse, sino la mía. Sin darme cuenta, mientras gritaba a la cabeza cercenada de la princesa de Lamballe, mis uñas se habían hincado en mis muñecas, en las palmas de mis manos, hasta desgarrarme la piel.
Entonces fue cuando tomé la decisión. Era necesario, perentorio huir, alejarse cuanto antes de París. Olvidar de una vez y para siempre esa ciudad que ardía en odio, dejar atrás tanto horror, tanta locura.
Permítaseme ahora, antes de dar por cerrado este capítulo, que termine de contar lo ocurrido aquel inolvidable día de septiembre completándolo con información que entonces no poseía pero que ahora es de dominio público. Al amanecer de aquel soleado día que sería su postrero, Marie Thérèse, princesa de Lamballe, se encontraba leyendo su devocionario en su celda de La Force cuando fue interrumpida por uno de esos pelotones de ciudadanos que entonces se erigían tanto en juez como en verdugo. Al negarse a abjurar de su Rey y al decir con aire sereno que sabía que iba a morir y que por tanto no le importaba que fuera más tarde o más pronto, cayeron sobre ella. A golpes le arrancaron la vida, acto seguido la decapitaron, colocaron la cabeza en una pica y luego, en otra, empalaron su cuerpo desnudo.
En aquel tiempo estaban de moda los grandes bigotes poblados, y un muchacho presente en el descuartizamiento afeitó el vello púbico de la desgraciada para confeccionarse con él un gran mostacho, lo que fue recibido con júbilo por los demás. A continuación alguien tuvo otra idea: llevar la cabeza de la princesa hasta la prisión del Temple para que María Antonieta diera «un último beso de amor en la boca a la que había sido su amante». Se inició así una procesión que iba a tener varias paradas. La primera fue ante la casa de Marie Grosholz, la futura madame Tussaud, para que ésta recubriera de cera la cara de la decapitada y luego la maquillara. «¡Tiene que estar muy guapa para su puta amante real!», gritaban animando a la mujer a terminar cuanto antes la tarea.
Una vez que Marie (que conocía bien a la princesa, puesto que había sido preceptora de arte de la hermana del Rey) logró terminar temblando su trabajo, la comitiva prosiguió su camino. Se detuvo a continuación ante la puerta de un peluquero, al que obligó a lavar los ensangrentados cabellos de la princesa y a peinarlos de acuerdo con su famoso recogido sobre la coronilla y sus rizos rubios a cada lado en tirabuzones. Así maquillada y peinada cuando se la llevaron al Temple para pasearla bajo sus muros delante de la ventana de la Reina. Fue durante el largo recorrido hasta llegar hasta allí cuando Frenelle y yo nos encontramos con ella.
LA MUERTE DE LUIS CAPETO
Los meses que van desde septiembre de 1792 a enero de 1793 fueron los más tristes de mi vida. Otros vendrían que iban a ser más dolorosos o con más peligros, pero ninguno tan amargo como aquellos de finales de 1792. La relación con mi marido empeoraba de hora en hora. Sus lúgubres encierros en la biblioteca eran los momentos más felices del día para mí, porque los restantes se llenaban ahora de reproches y cuitas. Me culpaba de todo: de su encierro, de la enfermedad de nuestro hijo y, cuando ésta remitió, de que frivolidades como la mía y la de mis amantes eran las que habían traído tanta penuria y muerte a Francia. También me hacía responsable de que nuestra precaria situación financiera no nos permitiera huir con el bolsillo lleno, como habían hecho el resto de sus amigos. Por eso, recibir un día la noticia de que mi padre por fin había recuperado la libertad en Madrid supuso una verdadera fiesta para una pareja que apenas se dirigía la palabra.
— Escribe una vez más a tu tío en Burdeos–me dijo Fontenay levantando la cabeza del libro que fingía leer mientras desayunábamos-. Ahora que tu padre ha sido rehabilitado seguro que contesta a tus cartas; no hay nada como volver a tener un padre rico para ablandar los corazones.
Huir era sin duda la única salida, pero no podía hacerse de la noche a la mañana. Primero había que prepararlo todo, buscar salvoconductos, también estar muy atentos a lo que pasaba en la Asamblea Legislativa para encontrar el momento propicio. ¿Y qué estaba ocurriendo en aquella reunión de patriotas? ¿Qué sucedería con el Rey, ahora que la sangre de los muertos de septiembre comenzaba a pesar como una losa en la memoria de muchos?
El 20 y el 21 de septiembre fueron testigos de la aprobación de dos leyes que iban a marcar la vida de muchos franceses y, en concreto, la de Fontenay y también la mía. El día 20 se aprobó la ley de divorcio; al saberlo, y sin perder un momento, Jean y yo nos acogimos a ella, empezando unos trámites que culminarían a principios de 1793; era lo mejor para los dos. La segunda ley resultaría decisiva no sólo para el ya extinto matrimonio Fontenay, sino para toda Francia. Me refiero a la que daba por abolida la monarquía, instituyendo la Primera República. Hay que decir que entre los actores principales de la nueva escena política había dos antiguos conocidos míos de los que he hablado poco por ser, hasta el momento, personajes secundarios, pero que a partir de la caída de la monarquía comenzaron a acaparar todas las miradas: me refiero a Georges–Jacques Danton y a Maximilien de Robespierre. Con uno y otro había coincidido yo años atrás en nuestro Club de 1789, y de aquellos tiempos sólo guardo recuerdo de su peculiar aspecto físico y de la reacción que tuvieron al conocerme. Habrá quien sostenga que ambas apreciaciones tienen mucho de banal y también de subjetivo, pero yo pienso que, si uno es buen observador, el aspecto físico dice de las personas bastante más que sus palabras. Y en cuanto al impacto que sobre un hombre causa una mujer… bueno, digamos que éste también resulta muy revelador de según qué cosas.
Danton, por ejemplo, era enorme, potente, de voz atronadora y su figura destacaba en las reuniones por encima de todas las demás. Tenía un labio partido y una cicatriz en la nariz consecuencia de haber sido mordido en su infancia por un cerdo. A su aspecto formidable contribuía además el hecho de tener la cara profusamente picada de viruela. Eso no era óbice para gozar del favor de las damas. Le encantaban las mujeres, puedo dar fe, pero también disfrutaba enormemente de la buena mesa y de la buena vida en general; era, sin duda, eso que los franceses llaman un bon vivant.
De Robespierre puede decirse que era en todo su antítesis. Muy delgado, de labios finos y mirada recelosa, vestía siempre de manera elegante, con libreas de seda, a pesar de que su pobreza le obligaba a acompañarlas de medias de algodón. Ya entonces presumía de ser muy virtuoso. Y préstese atención a dicha palabra, porque habrá de ser decisiva en los próximos años. Robespierre era recto e incorruptible y lograría la paradójica hazaña de convertir estas tres loables características en una mortífera maquinaria de represión. Sin embargo, cuando nos conocimos, allá por 1789, dicha virtud se manifestaba tan sólo en una frialdad evidente respecto de las mujeres. Tampoco es que le gustaran los hombres; simplemente digamos que Robespierre tenía otras pasiones distintas de las que anidan de cintura para abajo.
Y en el momento que ahora nos ocupa, es decir, a finales de 1792, dicha pasión se nutría del odio a la monarquía y el deseo, compartido con Marat, Louis de Saint–Just y tantos otros, de procesar al Rey. Sería Saint Just, inseparable amigo de Robespierre y un joven tan bello y fatal como Tánatos, quien un día tomaría la palabra para hablar en la Asamblea. Con un pendiente de oro en su oreja izquierda al estilo de los marinos y el largo pelo castaño suelto sobre los hombros a la moda revolucionaria, expuso con precisión los siguientes argumentos:
— Lo que está en juego–sentenció–no es la culpabilidad o la inocencia del ciudadano Luis Capeto, sino la natural incompatibilidad de alguien que está fuera del corpus político. Del mismo modo que Luis no puede evitar ser un tirano, puesto que no se puede reinar inocentemente, tampoco la República puede evitar eliminarlo.
Luego, usando toda la elocuencia que le daba el ser un poeta y un rapsoda que había venido a París para abrirse camino en el mundo de las letras, exclamó:
— ¡El Rey debe morir para que la República viva!
Esta arenga no era más que el preludio de lo que vendría enseguida. Hubo primero un juicio y, una vez declarado culpable, la Cámara sometió a votación la muerte del monarca, ganando el sí por un estrecho margen. Incluso su primo Philippe, antes llamado duque de Orléans y ahora conocido como Philippe Égalité, se decantó a favor de que lo guillotinaran. Dicen que el Rey, al escuchar la sentencia, se mantuvo sereno. Tan sólo demostró emoción al conocer el voto de su primo, y a continuación pidió tres días para prepararse espiritualmente. La petición fue denegada, pero se le permitió, en cambio, la visita de un cura no refractario de ascendencia irlandesa para que lo oyera en confesión.
Las lentas horas hasta el amanecer del 21 de enero las empleó Luis Capeto en rezar y en releer los últimos momentos de Carlos I de Inglaterra, ejecutado por sus súbditos en el siglo anterior. Cuentan que María Antonieta, por su parte, se enteró de la inminente ejecución de su marido no por boca de sus guardianes, sino por las voces burlonas de los viandantes, que gritaban: ¡Luis va a la Louisette! ¡Luis va a la Louisette!
***
Al saber la noticia París entero se preparó para la inminente ceremonia mortuoria. Ni mi marido ni yo estuvimos entre la muchedumbre que se dio cita cerca de la ahora llamada plaza de la Revolución para presenciar su muerte, pero en ocasiones históricas de tanta relevancia hasta los detalles más ínfimos se conocen a las pocas horas. Por eso no hizo falta siquiera que me asomase a la ventana para saber, por ejemplo, cómo había sido el viaje en carreta del Rey hasta el cadalso o lo que ocurrió en sus últimos minutos de vida; todos los detalles, y en especial los más luctuosos, corrían de boca en boca.
— Sucedió así–pregonaba orgulloso uno de los muchos y espontáneos heraldos de la desgracia ajena-: Escuchad bien porque yo estaba ahí y lo vi todo. La comitiva partió hacia las ocho de la mañana de la prisión y la cabalgata por las calles de París duró cerca de dos horas envuelta en una niebla húmeda. La Comuna había ordenado que las ventanas permanecieran cerradas para evitar posibles gritos contrarrevolucionarios y esto se tradujo en un silencio algo pesado para mi gusto. De pronto, ¿qué creéis que pasó? Un antiguo barón, un patético realista con no más de cuatro o cinco seguidores a su lado, comenzó a gritar: «¡A mí todos los que quieran salvar al Rey!». Pobre tipo, hasta las verduleras se le tiraron encima y los guardias hubieron de intervenir para que no lo despedazaran allí mismo.
»Por fin, hacia las diez, llegó el carro abierto en el que viajaba el tirano hasta el pie del cadalso. Entonces pude verlo de cerca. Estaba vestido de forma simple y llevaba el pelo largo y ceniciento recogido con una cinta. Como soy asiduo de estos espectáculos, sé lo que significa este detalle. A muchos condenados se les permite venir con el cabello ya cortado para evitarles la humillación añadida de rasurarlos en público con lo primero que se encuentre por ahí. Pero al Capeto no le concedieron ese privilegio y el verdugo Sansón se lo cortó allí mismo, para que todos pudiéramos reír y corear nuestras canciones.
»Una vez cumplimentado este trámite, trasquilado como una oveja, le pidió a Sansón que le permitiera mantener puesta su casaca. Seguro que esta idea la sacó de sus lecturas sobre la muerte de Carlos I de Inglaterra, porque el buen Luis no tiene imaginación ni para idear algo así. «No me retiréis la chaqueta–dicen que dijo el tirano inglés a sus verdugos-, hace demasiado frío y no quiero que la gente piense que el Rey tiembla de miedo». Nuestro Capeto hizo otro tanto y pidió, además, que le dejaran las manos sin atar, pero ambas peticiones le fueron denegadas. Como parecía ofrecer resistencia por este último detalle, hubo que recurrir a la persuasión y un teniente que había lo acabó de convencer comparando su ordalía con la de Cristo. Mano de santo, vive Dios; al oír este argumento, el Capeto aceptó de buen grado todas las humillaciones que tuvimos a bien dispensarle. Llegó por fin el momento más interesante. El tirano subió hasta el patíbulo con paso firme y, una vez arriba, intentó dirigirse al gran número de personas que allí estábamos reunidas para verle morir, unas veinte mil según afirman. «Muero inocente de todos los crímenes que … », comenzó a decir el Capeto, pero ya no pude oír más, ¡y eso que, gracias a que mi cuñada es sobrina de Sansón, teníamos asiento de primera fila! «Rezo para que mi sangre nunca… », sólo esas seis palabras sueltas alcancé a oír a pesar de estar tan cerca, porque inmediatamente un redoble de tambores ahogó sus palabras. A continuación, el Capeto se acercó a la guillotina y fue puesto sobre la plancha de madera horizontal, esa que al desplazarse empuja la cabeza del reo bajo una abrazadera de hierro. Entonces, Sansón soltó la cuerda que sujeta la cuchilla, doce pulgadas del mejor acero francés que bajaron silbando y pocos segundos más tarde el verdugo nos mostraba a todos la cabeza chorreante del que había sido Rey de Francia. ¡Viva la República!
***
De todos los relatos que se hacían de la muerte del Rey, por cierto muy similares entre sí, aunque adornados aquí y allá según la personalidad del narrador, dos detalles fueron los que más llamaron mi atención. El primero, el hecho de que, una vez decapitado, no pocas personas mojaron sus pañuelos en la sangre del monarca; unos para guardarla como reliquia, otros para pasearla por las calles en señal de triunfo. El segundo detalle tiene que ver con los tambores. Al contarme aquellos mercachifles de noticias luctuosas que el Rey había intentado dirigirse al pueblo pero que un redoble de tambores ahogó su voz, me acordé entonces de mi buen amigo el señor Moratín. Él, hace unos años (Dios mío, poco más de siete y cuánto había cambiado el mundo), me había hecho la siguiente reflexión sobre los reyes de Francia: «Fíjate bien, Teresita, Luis XIV dijo: «El Estado soy yo». Luis XV, por su parte, declaró: «Después de mí, el diluvio». Y en cuanto a este nuevo Luis, el XVI, ignoramos qué palabras serán las que resuman su reinado, pero mucho me temo que no le dejarán hablar demasiado…». Ahora, aquella reflexión del señor Moratín podía completarse tal como iba pasar a la historia: «Y Luis XVI, por su parte, no pudo decir nada porque un redoble de tambores ahogó sus palabras».
III
SOLA, DIVORCIADA,
EXTRANJERA Y ESPÍA
LA HUIDA
«Yo, Antoine Edme Nazaire Jacquotot, funcionario público, pido la disolución del matrimonio del ciudadano Jean–Jacques Devin de Fontenay, de treinta y un años, con Juana Ignacia Teresa Cabarrús, de diecinueve, que se ha pronunciado en presencia de las partes y de los testigos, que en nombre de la ley su matrimonio quede disuelto con la firma de ellos y de sus testigos…».
Así reza el documento de mi divorcio, que aún conservo. Los trámites habían comenzado en septiembre de 1792. Nosotros, tres meses después de la muerte del Rey, en abril de 1793, emprendimos junto a nuestro hijo la huida hacia la ciudad de Burdeos. Si el lector se sorprende de que nuestro matrimonio estuviera legalmente disuelto en el momento de escapar juntos, me apresuro a señalarle lo mucho que unen el horror y la necesidad. Yo, por mi parte, necesitaba a Jean–Jacques para que nos protegiera a mi hijo, a Frenelle y a mí, puesto que las carreteras estaban infestadas de ladrones, de controles revolucionarios y, sobre todo, de los famosos sans–culottes en busca de aristócratas. Y yo le hacía falta a él porque en Burdeos vivían varios familiares míos y, en especial, un tío de mi padre que era armador, de modo que podía ayudarle a emprender la huida hacia la isla de Martinica, en las Antillas, donde él deseaba instalarse. Emprendimos, pues, la marcha una madrugada muy lluviosa sin más equipaje que el que permitían dos grandes cestos de mimbre y un baúl tan viejo y maltratado que difícilmente levantaría las sospechas de los sans–culottes y bandidos que esperábamos encontrar en el camino. Es curioso lo que uno elige llevar consigo cuando huye, porque a veces la elección va en contra del sentido práctico e incluso del más elemental sentido común. Amén de coser a mi ropa de viaje las pocas joyas que por su tamaño reducido pensé que podrían sobrevivir a un escrutinio malintencionado, mi equipaje estaba formado por lo siguiente: dos vestidos sencillos de colores apagados, un redingote, tres pares de zapatos, uno de ellos de tafilete, libros, afeites y, naturalmente, el camafeo con la silueta de mi amado Jean–Alex Laborde. Hasta aquí todo más o menos normal y razonable, pero también metí en el cesto la mantilla blanca que llevara el poco feliz día de mi boda y que nunca más había usado, así como las tijeras de jardinería que me habían servido en los últimos tiempos para entretener mis largas horas de encierro en casa. Atrás quedó el resto de nuestras pertenencias, las de una pareja que ya no existía pero que, al disolverse, no tuvo tiempo siquiera de dividirse los restos del naufragio, pues la tormenta arreciaba y había que ponerse a salvo.
Durante cuatro largos días y sin dirigirnos la palabra más que lo indispensable, viajamos en silencio mi ci–devant marido, Frenelle, el niño y yo. Mi pequeño Théodore dormía gran parte del tiempo, lo que era una bendición, porque así sus infantiles ojos evitaban ver lo que observaban los nuestros a poco que nos asomáramos a la ventanilla: niños semidesnudos que suplicaban ayuda desde las cunetas, campesinos hambrientos y grupos de sans–culottes que cada tanto detenían nuestro carruaje con la excusa de inspeccionarlo en busca de aristócratas huidos y traidores. A veces eran patrullas de cuatro o cinco hombres armados con picas; otras, de mujeres incluso más fieras que los varones que no tenían reparo en palparnos de arriba abajo hasta en los rincones más íntimos; a mi marido, entre grandes risotadas, a Frenelle y a mí con burlona saña, en busca de alhajas. A todo esto sobrevivimos milagrosamente. A la rapiña de joyas, por ejemplo, gracias a la astucia de haberlas cosido no en las enaguas, como hacía todo el mundo, sino entre las varillas del corpiño, lo que nos hacía parecer a Frenelle a mí dos orondas matronas. A las patrullas de sans–culottes sobrevivimos también merced a otra argucia tan simple como eficaz. Sabedores de la codicia de estas gentes, en vez de llevar todo el dinero en una misma bolsa, llevábamos varias escondidas aquí y allá. Una vez comenzado el registro, entre fingidas protestas, ayudábamos a descubrir para gran regocijo de estos improvisados representantes de la autoridad una o dos de ellas, quedando las otras a buen recaudo. Pero no todo fueron sinsabores y estratagemas. También el camino a Burdeos nos permitió descubrir el lado dulce de la naturaleza humana y maravillarnos de la ayuda desinteresada que nos prestaron no pocos habitantes de los pueblos en los que tuvimos la suerte de detenernos. Porque si los tiempos difíciles hacen habituales los malos sentimientos, también hacen prodigar los más generosos. Y a nosotros, disfrazados para parecer pequeños terratenientes que se veían obligados a huir, nunca nos faltó un alma samaritana. Ni un plato de sopa, ni una mano para cambiar una herradura, ni una manta para nuestro hijo. Bendito pueblo francés que, como todos los demás, llegado el momento del horror es capaz de lo más atroz, pero también de la mayor de las bondades.
Así llegamos por fin a Burdeos. Mi ci–devant marido prometió visitar a nuestro hijo periódicamente hasta el momento de embarcar hacia las Antillas y a continuación nos despedimos fríamente. Y lo hicimos con un «merci, madame»; «merci á vous, monsieur», curiosamente, la misma fórmula retórica con la que antaño, tras cumplir con el débito conyugal, nos deseábamos las buenas noches.
Atrás quedaban cinco años de un matrimonio sin más pasión que la espuria de una noche que aún me duele recordar.
***
Burdeos me pareció desde el primer día una ciudad alegre en la que menudeaban eso que los franceses llaman los bons vivants, gentes que adoran comer, beber y disfrutar de los placeres pero que también tienen ideas muy claras sobre lo que son y lo que representan. Es importante señalar que, en los momentos iniciales de la Revolución, Burdeos había contribuido con entusiasmo a la tramitación de aquellos famosos cahiers o cuadernos de reformas, y lo había hecho gracias a la presencia de diversos diputados; primero, en los Estados Generales, luego en la Asamblea y por fin en la Convención. Por aquellas fechas, y recordemos que hablo de la primavera de 1793, aún era habitual ver escenas revolucionarias comunes en toda Francia, como la de un grupo de ciudadanas haciendo ejercicios militares con picas y fusiles por las calles de la ciudad. Sin embargo, en Burdeos, estas demostraciones comenzaban ya a verse por aquel entonces con gran preocupación. Y es que desde las terribles Masacres de Septiembre y más aún tras la muerte de Luis XVI, los representantes de Burdeos, como los de tantas otras ciudades de Francia, observaban con alarma lo que estaba ocurriendo en París. A ninguno de ellos les faltaba entusiasmo revolucionario, pero cada vez era mayor el número de los convencidos de que todo estaba yendo demasiado deprisa sin que nadie supiera hacia dónde. Comenzó así a crecer no sólo en Burdeos, sino en el resto de las ciudades de Francia, la desconfianza hacia la capital, y también la idea de que los derechos de las provincias eran menospreciados por ese pueblo de París vociferante y cada vez más sanguinario.
Apenas un mes antes de mi llegada a Burdeos se había producido en Francia un acontecimiento de gran relevancia histórica: la región de La Vendée se convirtió en escenario de una insurrección antirrevolucionaria que, unida a la derrota sufrida por las tropas francesas en Neerwinden a manos de los austríacos y a la desconfianza creciente en otras grandes ciudades como Lyon o Marsella, iba a cambiar el curso de la Revolución y el equilibrio de poder entre París y el resto de Francia.
Pese a todo lo que acabo de señalar, a mi llegada a Burdeos no era esa amenazante nube de tormenta la que ocupaba mis pensamientos, sino los pequeños inconvenientes prácticos de un cambio de vida tan drástico como el mío. Me preocupaba cómo y dónde iba a vivir en esta ciudad desconocida para mí. Mi tío Dominique (así lo llamaba yo, aunque era en realidad tío de mi padre) y su sobrino Jean no eran los únicos parientes que tenía en Burdeos. Vivía también allí un tío de mi madre que se dedicaba a la exportación de vinos y que poseía una hermosa mansión cerca del puerto. Fue, sin embargo, en la más austera vivienda de mi tío Dominique donde decidí recalar hasta que encontrara un acomodo independiente.
Con la hospitalidad y la generosidad que han hecho famosos a los bordeleses me fueron asignadas por mi tío y su esposa tres habitaciones muy amplias de las que elegí la más luminosa para el pequeño Théodore. El niño estaba a punto de cumplir cuatro años y era aún una criatura débil y enfermiza. Recuperado de la viruela gracias a las artes brujas de la señora Caridad y sin más secuelas que unos hoyuelos apenas visibles alrededor de los ojos, continuaba, en cambio, sufriendo continuas pesadillas. Me esmeré por tanto en que su habitación fuera todo lo alegre que permitían las circunstancias y yo me instalé en la contigua, que daba a un pequeño patio trasero. Durante toda la mudanza, que duró varios días, él nos miraba sonriendo con esa cara triste que tanto se parecía a la de su progenitor.
Durante un tiempo y gracias al ambiente tranquilo que se vivía en Burdeos y a las amistades de mi tío Dominique, que me acogieron con cariño, volví a sentir la deliciosa sensación de tener una vida normal. Una similar a la que llevaba antaño en mi casa de Fontenay–aux–Roses y en la que no había que esconderse ni cerrar las ventanas para evitar ver u oír cómo en las calles se hacía «justicia revolucionaria». La primavera había venido adelantada ese año y, por las mañanas, yo me dedicaba a recorrer demoradamente con mi hijo los paseos de la ciudad escuchando los ociosos comentarios de la gente. Me complacía mucho volver a descubrir en ellos los dulces acordes de la frivolidad mundana de una vida sin sobresaltos.
— Mirad, es la ci–devant marquesa de Fontenay, que acaba de divorciarse de su marido–secreteaban a mi paso.
— ¿Cómo dice que se llama? — preguntaba otro.
— No conozco su nombre de pila, pero me han dicho que se trata de una española muy acaudalada que antes vivía en París y que ha venido huyendo de todo lo que allí sucede. ¡Qué bella es!
— Yo os puedo dar más datos–añadía un tercero-. Se llama Teresa y da la casualidad de que es sobrina de Dominique Cabarrús, mi vecino.
— Siendo así–señalaba un cuarto-, deberíais haceros el encontradizo con ella una mañana para conocerla mejor.
Y por fin concluía un quinto:
— ¿Os parece que dejemos nuestras tarjetas de visita en casa de su tío? Ellos reciben los martes…
Divina frivolidad provinciana que hacía que a mis diecinueve años volviera a sentir que el mundo era un lugar hermoso tal como había sido antaño. Un lugar en el que tenían cabida los galanteos, la conversación ociosa, la risa y también, por qué no, el amor. Ese año, abril trajo, como digo, una primavera muy hermosa que invitaba a las visitas sociales, y poco a poco, en el vestíbulo de la casa de tío Dominique, la bandeja de plata destinada a recoger las tarjetas personales de los visitantes comenzó a llenarse con las de jóvenes oficiales que presentaban sus respetos. Como la del ciudadano Lamothe, por ejemplo, o la del ciudadano Édouard de Colbert–Chabanais y su hermano Auguste. Nombres todos que pasarían más tarde a los libros de historia como militares célebres, pero que entonces no eran más que muchachos cuya más deseada maniobra estratégica era interceptar el paseo vespertino de la ciudadana Cabarrús y su pequeño Théodore para acompañarles un trecho por la calle Nueva.
Lamentablemente, poco iba a durar este paréntesis tan grato. Mientras yo volvía a flirtear y a sentirme bella, mientras mi hijo empezaba a acostumbrarse a nuestra nueva vida y ya apenas preguntaba por su padre, llegó el mes de junio, trayendo consigo malas noticias de París.
Por lo visto, en las famosas sesiones del 31 de mayo y del 2 de junio los sans–culottes habían sitiado la Asamblea y obligado a poner bajo decreto de acusación a veintinueve diputados girondinos a los que se tachaba de ser demasiado moderados. Vergniaud, el más notable de ellos y todo un ídolo para los bordeleses, fue entonces puesto bajo arresto domiciliario, al igual que otros girondinos destacados. Sin embargo, tanto peso tenían sus nombres en el resto de Francia que la Asamblea no se atrevió a someterlos a una vigilancia excesiva y, gracias a tal circunstancia, pudieron dar órdenes de sublevación general contra París en todos los departamentos en los que el partido girondino tenía mayoría.
En Burdeos, por ejemplo, la reacción fue inmediata. El 7 de junio se expulsó de la ciudad a los representantes de la Asamblea de París al tiempo que, con la ayuda de otros departamentos, se ordenaba la concentración de mil doscientos hombres.
Al saber esto, la capital decidió enviar a nuestra ciudad a dos representantes del llamado Comité de Salvación Pública, como eufemísticamente se denominaba entonces este organismo que tenía la potestad de encarcelar sin juicio previo a quien considerase sospechoso de ser enemigo de la patria. El cometido de dichos representantes era que éstos, eufemísticamente también, hicieran «entrar en razón» a los bordeleses. Burdeos expulsó a estas dos personas y a partir de ese momento la ciudad se convirtió en la cabeza de la insurrección del resto de los departamentos contra París.
***
— ¿Qué va a pasar ahora? — le pregunté a mi buen tío Dominique al comprobar cómo comenzaban a escasear de un día para otro las alegres visitas de mis admiradores y los paseos por la calle Nueva-. ¿Crees que ocurrirá aquí lo mismo que hemos vivido en París? Las revueltas callejeras, las ejecuciones públicas, tanto sufrimiento…
— Dios no lo quiera, Teresa–respondió mi tío en tono grave-, pero mucho me temo que París no está dispuesto a tolerar que exista una provincia que se mantenga fuera de su vigilancia revolucionaria. Además, para la Asamblea es de suma importancia controlar una región como la nuestra. No sólo porque es rica y próspera, sino porque, debido a nuestra vinculación comercial con Gran Bretaña, temen que sirvamos de puente para una invasión anglo–española apoyada, además, en los elementos monárquicos que aún existen en Francia. París tiene abiertos demasiados frentes, Teresita. Lucha contra las invasiones extranjeras que ella misma ha propiciado; contra los realistas, que desde la muerte del Rey son cada vez más numerosos, y también contra nosotros, los habitantes de otras grandes ciudades que no estamos de acuerdo con su política de sangre y fuego.
— ¿Os temen entonces porque creen que sois monárquicos y además traidores?
— Y se equivocan gravemente en ambas cosas, querida. Nosotros somos tan republicanos como pueden serlo Danton, Robespierre o Marat. Y, como ellos, también estamos en contra de las invasiones extranjeras. Pero al mismo tiempo deseamos que nos dejen en paz con nuestra burguesa y sincera determinación republicana. Una determinación que está lejos de los extremismos y locuras que se están cometiendo en París. Sin embargo, mucho me temo que posturas moderadas como la mía o la de los girondinos en general no sirvan a estas alturas más que de obstáculo para los extremistas que ahora mandan en la Asamblea.
— ¿Y qué pasará entonces?
— Sospecho que París enviará muy pronto a otros representantes de ese infausto Comité de Salvación Pública para intentar que volvamos a lo que ellos llaman «una sumisa obediencia republicana». Y cuando esto ocurra…
— ¿Y cuando esto ocurra, tío?
— No adelantemos acontecimientos, Teresita, confiemos en que todo siga tan tranquilo como hasta ahora y en que no se cumplan los temores de este viejo tío tuyo que a veces peca de demasiado pesimismo sobre la naturaleza humana. Ojalá me equivoque, lo deseo fervientemente. Y ahora cuéntame tú: ¿qué sabes de esos agradables jóvenes, Lamothe y Colbert? Hace semanas que no los sorprendo rondando esta casa.
***
Ni mi tío ni yo volvimos a ver a ninguno de los dos, ni tampoco al resto de mis admiradores. Poco a poco Burdeos se iba convirtiendo en una ciudad recelosa en la que todos temían incluso hacer preguntas. El 19 de agosto supimos por fin que estaban a punto de hacer su entrada en la ciudad dos nuevos representantes de la Convención y que sus nombres eran Ysabeau y Baudot. En cuanto ésta se produjo, los bordeleses les hicieron sentir que no eran bienvenidos. Hasta su hotel, llamado irónicamente La Providencia, fue una comisión del Ayuntamiento para transmitirles cortés, pero también imperativamente, que debían abandonar la ciudad cuanto antes. Había entre los bordeleses quienes abogaban por una acción más enérgica contra los intrusos e incluso, días más tarde, Ysabeau escribió a la Convención asegurando que «se les había intentado asesinar tirándolos al río», pero dicha acusación era completamente falsa, pues a pesar del rechazo general, en todo momento reinó la mesura. Fueron expulsados, sí, pero del todo ilesos, lo que, según se mire, resultó ser un insulto aún más grande para aquellos dos tipos. Tras su expulsión, tanto Ysabeau como Baudot no volvieron a París. Prefirieron retirarse a La Réole y desde allí pedir refuerzos a la Convención para que nombrara a nuevos representantes con órdenes tajantes y precisas de acabar con la rebeldía. Uno de ellos resultó ser Jean–Lambert Tallien.
Fue así como el Destino, que tanto gusta de casualidades y de ritornellos irónicos, volvió a reunirme con un hombre al que yo había conocido muy brevemente una triste mañana parisina ante la decapitada cabeza de la princesa de Lamballe.
TALLIEN
— Y decidme, Cabarrús, ¿se sabe ya quiénes son estos representantes que ha nombrado París y que pronto estarán entre nosotros? ¿Ysabeau y Talleir… o Tallien? Creo que este último nombre me resulta familiar.
— Es muy posible que así sea, amigo mío, pues mucho me temo que es miembro destacado de las facciones más extremistas, partidario de Robespierre o del difunto Marat, a quien Dios tenga en el infierno.
— Sí, gracias a Él y a nuestra heroína Charlotte Corday ése ya está cocinándose en las calderas de Pedro Botero. Pero volvamos al mundo de los vivos, que cada vez se parece más al reino del príncipe de las tinieblas. ¿Quién decís que es este Tallien?
— Yo tengo datos bastante poco tranquilizadores sobre él, escuchad bien todos…
En aquellos últimos días de agosto los muros de la casa de mi tío Dominique Cabarrús se habían convertido en silenciosos testigos de ciertas reuniones clandestinas que tenían por objeto intercambiar información sobre los últimos avatares políticos. Olvidadas quedaban ya las escasas semanas en las que, como en mi antigua casa de Fontenay–aux–Roses, sus sólidos muros presumían sólo de ser testigos de flirteos mundanos o arrullos galantes. Los que entre aquellas cuatro paredes nos reuníamos ahora cuidábamos muy mucho de mantener cerradas las cortinas para que la luz no delatara nuestras veladas secretas y procurábamos despedirnos a hora prudente para evitar sospechas. Éramos a veces seis personas, a veces diez, nunca más de eso por precaución. Entre ellas estaban, además de mi tío y su muy silenciosa mujer, varios ciudadanos de Burdeos preocupados por los últimos acontecimientos y en especial por la llegada de aquellos dos nuevos representantes de París.
— ¿Y decís que tenéis referencias de al menos uno de estos individuos? — inquirió el ciudadano Megot, que era terrateniente y comerciante en lanas.
— Sí–respondió el ciudadano Charrier, que se dedicaba a la exportación de vinos y por tanto mantenía tratos frecuentes con París y también con otras grandes ciudades-. Y mis referencias, siento decirlo, no son nada tranquilizadoras. ¿Queréis saber de verdad quién es este Tallien que ahora nos envía la capital para «devolvernos a la obediencia revolucionaria y patriótica»?
Instintivamente todos arrimamos nuestras sillas y el ciudadano Charrier encendió su pipa con parsimonia, consciente de que contaba con la atención expectante de todos los allí reunidos.
— Pues es–comenzó diciendo–un perfecto oportunista que reúne todas las cualidades necesarias hoy en día para medrar en París. Mi cuñado, que vive allí y sabe todo sobre aquellos que empiezan a descollar en política, dice que presume de ser hijo del marqués de Bercy.
— Querido amigo–le interrumpió entonces el ciudadano Alvion, que era armador como mi tío-, ser hijo de un noble no parece la mejor credencial para medrar en el París revolucionario.
— Es que ni siquiera es verdad que sea noble–respondió Charrier-. En realidad es hijo de un criado del marqués, pero el hecho de que éste le hubiera proporcionado estudios hizo pensar a Tallien que tal vez por sus venas corría «secretamente» sangre de los Bercy. Claro que, en cuanto triunfó la Revolución, bien que se empleó él en olvidar a su supuesto y noble padre. Primero se hizo procurador, luego escribiente y más tarde fundó un periódico extremista de nombre L'Ami des Citoyens.
— Un periodista como Marat–intervino Megot al tiempo que fruncía ostensiblemente la nariz-; bendito sea una vez más el nombre de Charlotte Corday. Todos los autores de esos periodicuchos inmundos son gente de pésima calaña que se dedica sólo a fomentar el odio.
— Peor que eso, amigo mío. Aún no os he contado lo más relevante de este tal Tallien. El año pasado, durante las Masacres de Septiembre en París, nuestro hombre ocupaba el cargo de secretario de la Comuna y como tal fue el responsable de gran número de ejecuciones. Pero, no contento con eso, se dice que presenció (algunos dicen incluso que alentó) otras muchas muertes a manos de la turba sin hacer nada por evitarlas. Sea como fuere, lo cierto es que, en premio a tan buenos servicios, poco después lo hicieron diputado de la Convención por el departamento de Seine–et–Oise. Desde su escaño, y distinguiéndose por su violencia en la Cámara (y mirad que es difícil distinguirse por dicho atributo en una asamblea como la de París), llegó a pedir que se prohibiera a Luis XVI tener siquiera abogado defensor durante su proceso. En fin, que toda esta extraordinaria hoja de servicios culminó poco más tarde con su nombramiento como representante del Comité de Salvación Pública en Tours, con la encomienda de acabar allí con los girondinos…
— ¡Igual que pretenderá hacer aquí! — volvió a interrumpirle con vehemencia Megot-. ¡No podemos permitirlo! Los ciudadanos de Burdeos tenemos todos que…
— Dejad que termine Charrier–terció mi tío viendo que los ánimos se iban caldeando en exceso y sin duda preocupado por que la reunión se alargase más allá de lo que la prudencia aconsejaba.
— Sí–continuó Charrier mientras volvía a encender parsimoniosamente su pipa como si no fuera tarde, como si no temiera ser descubierto por los representantes del Comité de Salvación Pública con imprevisibles consecuencias-. No os quepa duda, la misión que traerá a este Tallien hasta aquí será el deseo de los jacobinos, que ahora ostentan el poder en la Convención, de acabar con los girondinos, que son los que mandan en las provincias y por tanto resultan una amenaza. En Burdeos son pocos los jacobinos y menos aún los sans–culottes, pero seguro que tanto Tallien como su compañero Ysabeau se han estado carteando con ellos desde hace meses para saber qué está pasando en nuestra ciudad. Apuesto a que ya les han informado de que Gaudet, Pétion, Buzot y otros girondinos desterrados se esconden aquí con la anuencia de la Comisión Popular de Burdeos.
— Lo mejor sería organizar una resistencia, no nos podemos dejar doblegar por París ni por esos sanguinarios jacobinos y estoy seguro de que la mayoría de los bordeleses son de mi opinión.
— Sí, amigo mío, pero otros muchos piensan que sería preferible llegar a un arreglo con la Asamblea y no correr riesgos–intervino Charrier-. ¿Acaso no sabéis las últimas noticias de lo que está pasando por ejemplo en Lyon? Allí los representantes de París han hecho público un decreto según el cual, y cito textualmente: «La ciudad de Lyon será devastada. Toda la parte habitada por ricos, destruida, quedando en pie sólo las casas de los pobres y las viviendas de los patriotas asesinados». Sí, amigos míos, eso dice tal decreto, una copia del cual me ha hecho llegar mi socio lionés. Leed, ved cómo acaba.
Charrier pasó entonces el papel que tenía en la mano a mi tío Dominique y éste leyó: «Así, el nombre de Lyon será borrado del índice de ciudades de la República y todas las facciones políticas serán abolidas».
Nos miramos sin saber qué decir y por fin el señor Megot se atrevió a preguntar:
— ¿Pero qué os hace pensar que aquí ocurrirá lo mismo?
— El simple hecho de que en Burdeos existen nada menos que veintiocho facciones políticas distintas y nadie se pone de acuerdo sobre qué actitud tomar. Unos abogan por abrir las puertas a los representantes de París sin ejercer oposición; otros, por hacerles frente; muchos, por pedir ayuda a ciudades próximas y resistir juntos… Sin embargo, yo creo que lo mejor de todo sería esperar a que entren y ver qué pasa, al menos durante unos días. Existe un dato muy importante que puede estar a nuestro favor: este tal Tallien es tan corrupto como vanidoso. Por lo visto, en Tours dio rienda suelta a sus violentas pasiones escandalizando a toda la ciudad con sus orgías. Pero, al mismo tiempo, dio rienda suelta también a otro tipo de pasiones que lo hacen más «accesible», digamos, como su ansia por el dinero. Siendo así, estamos ante un tipo que es fácil de comprar. Todo el mundo sabe que en Tours traficaba con salvoconductos y con pasaportes vendiéndolos a precio de oro a las pobres gentes que deseaban desesperadamente huir de las matanzas. También se sabe que instauró fructuosas relaciones con los jefes realistas, lo que demuestra que es un hombre más que venal. Conocer de qué pie cojea el enemigo es sumamente útil a la hora de vérselas con él.
***
Yo, por mi parte, escuchaba estas conversaciones tal como hacíamos entonces todas las mujeres que deseábamos estar enteradas de lo que ocurría: en silencio y fingiéndome entregada a alguna tarea mujeril como bordar o servir té a los invitados, pero con los oídos bien abiertos. Debo decir que la mención del nombre de Tallien no significó nada para mí la primera vez que lo escuché de labios de los amigos de mi tío. Sólo lo había oído en una ocasión y en circunstancias tales que no lo recordaba en absoluto. Tampoco pude reconocerlo el día en que llegó a la ciudad porque no acudí a ver su entrada, y eso que, según todas las crónicas, fue de lo más espectacular y gozó de todos los ingredientes de teatralidad tan del gusto revolucionario. Según me contaron más tarde, Tallien y su compañero Ysabeau irrumpieron en la ciudad precedidos de tres regimientos de infantería: mil quinientos hombres al mando del general Brune, gran amigo de Danton. Éste encabezaba el cortejo y detrás de él, en carruaje descubierto, viajaban los tan temidos representantes en misión. Tallien e Ysabeau destacaban por la pomposa brillantez de sus uniformes. Ambos lucían ancho pantalón blanco y chaqueta azul con banda roja, botas altas y, en la cabeza, el característico sombrero revolucionario en pico con la escarapela tricolor. Pero lo más notable según los curiosos era la larga cabellera ondulada de Tallien, entre la que brillaban unos gruesos pendientes de oro al estilo de las Antillas.
La comitiva penetró en la ciudad a través de una brecha ya existente en las murallas, escenificando así una romana y muy triunfal entrada, como si la brecha la hubieran abierto ellos. Se cuenta también que los pocos jacobinos de la ciudad se esforzaron, con sus manifestaciones de júbilo, en dar la impresión de que se les dispensaba un recibimiento caluroso. Pero ni ellos ni los recién llegados lograron engañar a nadie. La mayoría de las ventanas de Burdeos permanecieron significativamente cerradas durante el paso de la comitiva, y si no hubo resistencia armada, desde luego tampoco hubo el menor gesto de simpatía.
Una vez instalados en el antiguo gran Seminario, ahora llamado más acorde con los tiempos Maison Nationale, la primera orden emitida por los emisarios de París dio a los bordeleses buena idea de cuál sería su línea de actuación. Comenzaron por repartir entre los ciudadanos unos afiches que cada familia estaba obligada a pegar en su casa en lugar bien visible. En ellos, y escrito en el papel oficial del Comité, con su reborde tricolor, podía leerse el siguiente lema: Liberté, égalité, fraternité… ou la mort. junto a esta inscripción era obligatorio, además, colgar otro papel aún más inquietante: uno en el que figurasen los nombres de todas las personas que allí vivían, para que nada ni nadie pudiera escapar a la vigilancia revolucionaria.
***
Fechas tan inciertas no recomendaban, según palabras de un sabio compatriota mío, hacer mudanza, y sin embargo fue por esos días cuando yo abandoné la casa de mi tío Dominique. Un dinero que mi padre me había hecho llegar y ese sabio proverbio español que aconseja no estirar demasiado la hospitalidad ajena comparando a los huéspedes con el pescado, me decidió a hacerlo. Me instalé por tanto en un petit hotel de nombre Franklin cercano al bulevar de los Jardines Públicos y con una hermosa vista. Mi alojamiento constaba de un par de habitaciones espaciosas y muy soleadas, y en uno de los balcones, como si de un buen presagio se tratara, crecía una planta de naranjo. Este detalle, que me recordó de inmediato mi lejana casa de Carabanchel, fue decisivo para elegir dicho acomodo, y allí me trasladé con mi fiel Frenelle y el pequeño Théodore.
Tío Dominique iba a visitarme todas las mañanas. Creo que echaba de menos mi compañía. También lo hacían, según él, sus amigos Charrier, Megot y los demás, que continuaban reuniéndose para comentar en voz baja los últimos avatares políticos. Decían ellos que la calma que se había producido tras la llegada de los representantes de París no presagiaba nada bueno, sino más bien todo lo contrario. Con seguridad, ambos individuos estaban esperando nuevas instrucciones de París para empezar a actuar y éstas no podían demorarse más de un par de días. Por espías cercanos a los representantes en misión, el señor Megot se había enterado, por ejemplo, de que Tallien acababa de escribir una carta a Robespierre en la que auguraba que «la regeneración de Burdeos sería uno de los acontecimientos más felices para la República». Lamentablemente para todos nosotros, muy pronto sabríamos en qué consistía tanta «felicidad».
La primera demostración la tuvimos diez días después de la llegada de Tallien e Ysabeau. Fue una mañana de otoño ya cercana al invierno y recuerdo que ese día Frenelle regresó del mercado muy acalorada a pesar de la inclemencia del tiempo.
— Teresa–me dijo, y yo inmediatamente levanté la vista de mi labor de aguja porque, salvo durante los ya lejanos días en París, cuando el peligro en las calles aconsejaba utilizar tan sólo nombres de pila, ella nunca me llamaba así-. Acabo de verla: está en la antigua plaza del Delfín, esa que ahora llaman plaza Nacional.
— ¿A quién te refieres, Frenelle?
— A la guillotina, madame–repuso ella, volviendo a utilizar el apelativo con el que habitualmente solía dirigirse a mí-. Es más grande incluso que la de París, con su plataforma móvil, sus dos postes erectos, un cepo para ajustar bien el cuello y luego la misma cuchilla triangular…
— No es posible–repuse yo, sabiendo de sobra que el comentario era retórico; pero en tiempos difíciles lo retórico se vuelve, hélas!, nuestro único refugio-. ¿Qué se comenta en las calles, Frenelle?, ¿qué dicen las buenas gentes?
— Ay, madame, ¡se dicen tantas cosas! Que si los jacobinos bordeleses, esos traidores, han recibido a los representantes de París con gritos de «¡Viva la Montaña!». Que si desde entonces los tipos de París han estado trabajando en silencio para crear un nuevo tribunal revolucionario al que llaman Comité de Vigilancia. Y, por lo visto, éste no se diferencia en nada del Comité de Salvación Pública que en París dicta su ley jacobina y revolucionaria. Dicen también que mañana mismo se hará pública la llamada ley de sospechosos, que permitirá detener a todos aquellos que por su conducta, sus relaciones o simplemente por sus palabras parezcan sospechosos de ser enemigos de la libertad. Esto afectará no sólo a los que puedan ser realistas, sino también a los extranjeros como vos, madame. Y hasta una pobre mujer poco cultivada como yo sabe lo que eso significa. Volverá a pasar aquí lo mismo que ya vivimos en París: las denuncias, las detenciones, las muertes. ¿Qué será de nosotras ahora sin al menos el amparo de un hombre que nos proteja? ¿No podríais escribir a vuestro antiguo marido, madame? ¿Pedirle que os reclame desde las Antillas? ¿Suplicarle que nos lleve con él?
La sola idea era descabellada. Yo no sabía una palabra de Jean–Jacques desde hacía meses y ni siquiera deseaba que se pronunciara su nombre, sobre todo delante del niño, ahora que por fin había dejado de hablar de él.
— Qué tonterías dices, Frenelle. ¿Acaso no me crees capaz de cuidar yo sola de nosotras y de mi hijo?
Frenelle no respondió. Por supuesto que no me consideraba capaz de tal hazaña. Dos mujeres de apenas veinte años con un niño, una de ellas extranjera–aristócrata, además, según los cánones de la Revolución-, la candidata perfecta por tanto a ser detenida de acuerdo con esa recién pergeñada ley de sospechosos. Naturalmente, siempre contaba con la posibilidad de volver a casa de mi tío Dominique en busca de ayuda o incluso de asilo, pero los acontecimientos a partir de ese momento comenzaron a sucederse de modo tan veloz que se produjo en mí y también en toda la ciudad de Burdeos una especie de calma aterrada e hipnótica igual a la de un insecto que se sabe atrapado en una telaraña y que sólo espera, con una mezcla de fascinación y parálisis, la llegada de lo inexorable.
***
Así, un día, la hoja de la Louisette instalada en la plaza Nacional, justo delante de la ventana de los representantes de París, se izó muy lentamente y, a partir de ese momento, ya no paró de caer una, otra y otra vez sobre los habitantes de la ciudad de Burdeos. Funcionaba día y noche. «¡La sangre de nuestros hermanos derramada desde el principio de la Revolución clama venganza!», decían los representantes de París mientras comenzaban a rodar las primeras cabezas. Monsieur Lavau Gayon, jefe de la administración de Marina, tuvo el dudoso honor de iniciar la lista de decapitados bordeleses. El diputado Biroteau fue el segundo, seguido por Girey–Dupré, periodista. Al cuarto, el muy querido alcalde de la ciudad, el señor Saige, se le dispensó un raro honor: someterlo a juicio sumarísimo. Su crimen era ser considerado un hombre rico. Dicen que al subir al cadalso el viejo caballero miró con desprecio a sus verdugos y luego, sacando de su bolsillo un bello reloj cuajado de brillantes, se lo entregó a Tallien, representante del pueblo y delegado del virtuoso Robespierre, diciendo: «Prefiero entregaros en propia mano lo último que me queda de todo lo que me habéis robado. Tened».
A continuación de Saige vinieron otros aristócratas seguidos de varios banqueros, y a partir de ahí la guillotina se volvió menos elitista, más… popular en el más terrible sentido del término. Así, fueron desfilando bajo su acero personas de toda edad, sexo y condición: curas refractarios, tenderos, modistas, artesanos, comerciantes, parteras, todos detenidos gracias a la ley de sospechosos. La ley decía lo siguiente: «Son reputadas personas sospechosas aquellas que por su conducta, relaciones, palabras y escritos se hayan mostrado partidarias de la tiranía o el federalismo y los enemigos de la libertad. Aquellos que no puedan justificar sus medios de existencia y el cumplimiento de sus deberes cívicos; aquéllos a los que se les haya rehusado el certificado de civismo; los funcionarios destituidos o suspendidos por la Convención; los anteriormente miembros de la nobleza y también los maridos, esposas, padres o agentes de los que hayan emigrado entre julio del 89 y mayo del 92, aunque hayan vuelto a Francia…».
Las razones para ser detenido eran, como se ve, multitud, y en Burdeos puede decirse que prácticamente toda la población estaba comprendida en alguno de los apartados de dicha ley. Porque ésta no sólo castigaba a los federalistas, es decir, a todos los habitantes de las provincias desafectas contra los que se hizo la famosa declaración de que la República era única e indivisible. También castigaba a los tibios, a aquellos que no habían enarbolado las picas para defender a los extremistas y a sus representantes más encarnizados, a cualquiera, en suma, que despertara la sospecha de los jacobinos de París.
Personalmente, la ley me alcanzaba por varias razones, a cual más grave para aquellos guardianes de la fe revolucionaria. En primer lugar, por haberme trasladado de París a un lugar tan señaladamente federalista como Burdeos. En segundo, por ser ex marquesa de Fontenay y, aunque podía argumentarse que ahora estaba divorciada, una disolución de matrimonio tan apresurada como la mía, hecha pública unos días antes de nuestra fuga de París, era más que sospechosa. Además, mi antiguo marido había sido nada menos que consejero del Rey y, para colmo, ahora se encontraba exiliado en las Antillas, desde donde resultaba evidente que no iba a desarrollar una encendida propaganda de Robespierre y de los jacobinos. A todos estos elementos en mi contra había que añadir uno más e igualmente grave: mi condición de extranjera. De española y quién sabe si también de espía, porque, ¿acaso no era mi padre un posible masón y además consejero del Rey de España? ¿Y acaso no era éste un Borbón, al igual que el guillotinado Luis XVI, quien se sentaba en el trono de España, nación que, para más escarnio, había lanzado sus huestes contra Francia junto a otras potencias extranjeras?
Sola, divorciada, extranjera y espía… con estos atributos me enfrentaba yo a la nueva situación reinante en toda Francia.
CONOCIENDO AL ENEMIGO
De la alegre ciudad que yo había conocido unos meses atrás no quedaba ya más que el recuerdo. En Burdeos, una de las regiones más ricas de toda Europa, se pasaba hambre y, sobre todo, reinaba el miedo. Al caer la noche, las puertas se cerraban y la gente en sus casas se dedicaba a escuchar atemorizada el paso rítmico de la ronda temiendo el momento en que ésta se detuviera ante su umbral. Cuando ello ocurría, todos conteníamos la respiración, ensayábamos una plegaria y luego, al comprobar que los aldabonazos sonaban no en nuestra puerta sino en la del vecino, lanzábamos un suspiro de alivio. No puede decirse que fuera ésta una actitud ni edificante ni digna de buenas personas, pero, qué caramba, eran tiempos difíciles y lo que entonces primaba no era la bondad, sino el sálvese quien pueda.
Además de aquellas visitas nocturnas que significaban casi con toda seguridad la muerte en la guillotina, menudeaban otras destinadas a la búsqueda de objetos que delatasen lo que entonces se llamaba «el ambiente antirrevolucionario de los hogares». En casos así, los miembros del tan temido Comité Revolucionario de Vigilancia creado por Tallien no desaprovechaban la ocasión de incautar de paso alguna que otra «prueba irrefutable», siempre en forma de objeto de gran valor. Otro modo de proceder, utilizado por ejemplo por el nuevo alcalde afecto a los representantes de París, era obligar a los ciudadanos al pago de entre mil quinientos y mil ochocientos francos a cambio de un certificado de civismo necesario para evitar sufrir «visitas» nocturnas.
También las costumbres y hasta la moda se vieron afectadas por la nueva situación política, y, así, la vestimenta habitual de los bordeleses reflejaba tanto temor: ahora todos procurábamos vestir al modo revolucionario, inspirado en el atuendo de los sans–culottes y en los colores de nuestra bandera. El fervor patriótico llegaba a tal punto que, quien podía costeársela, lucía una brillante botonadura con la inscripción «Vivir libre o morir», o una pequeña guillotina de plata colgada al cuello como antaño llevábamos una cruz cristiana. Aun así, no era suficiente con parecer afín a los representantes de París, también había que demostrarlo con hechos, por lo que las delaciones estaban a la orden del día. Es triste decirlo, pero muchas veces el único salvoconducto para evitar la cárcel o la guillotina era traicionar a un vecino, a un amigo, a un hermano.
Sin embargo, como ya sabemos, si los tiempos difíciles hacen aflorar lo peor del corazón humano, también logran que brille lo mejor de él, y dicha circunstancia parecía conocerla bien Jean–Lambert Tallien. Muy pronto reparó en que, aunque los jueces que dictaban las sentencias eran forasteros traídos por los representantes de París, las personas de buen corazón siempre lograban encontrar medios de interceder de una forma u otra a favor de los perseguidos. Y Tallien, a pesar de sus escasos veinticuatro años (o tal vez debido precisamente a ello), sabía que las más insistentes, las más pertinaces abogadas de la desgracia ajena eran–o mejor debería yo decir «son» — siempre las mujeres. De ahí que, a las pocas semanas de su llegada, dictara el siguiente y curioso bando:
«Toda ciudadana o cualquier otro individuo del sexo que sea que acuda a solicitar algo a favor de los detenidos o a fin de obtener algún beneficio para ellos será considerado y por tanto tratado como sospechoso».
Dicho esto tal vez sorprenda al lector saber que muy poco después de hacerse público este bando, el ciudadano Tallien recibió una carta escrita de puño y letra de la ciudadana Teresa Cabarrús, ci–devant marquesa de Fontenay, en la que solicitaba
clemencia para Juan Cabarrús, primo mío y sobrino muy querido de mi tío Dominique, que se encuentra injustamente detenido en el castillo de Lagrange, cerca de Saint–Julien.
Y, no contenta con esta petición, añadía yo esta otra:
Así como ayuda para la joven ciudadana Boyer–Fonfredé, quien tras haber perdido a su hermano y a su esposo a manos de la ley, junto a su hijito de tan sólo un año, ha sido muy injustamente desposeída de todas sus posesiones y está en la calle.
***
¿Qué pensaría Tallien al recibir una carta que tan evidentemente contravenía sus órdenes? Lo normal en este caso habría sido actuar de inmediato contra tan osada ciudadana que se permitía, para colmo, firmar como ci–devant marquesa de Fontenay. Aun así, lo cierto es que, al leerla, lo único que hizo el implacable y todopoderoso représentant en mission de París fue desear entrevistarse inmediatamente con su autora. ¿Qué pudo ser lo que lo empujó a ello? ¿Sería tal vez la forma en que estaba redactada dicha súplica, o el modo encarecido en que yo abogaba por la vida de mi primo? ¿O quizá fueron los tristes detalles que incluía la misiva más adelante sobre la salud del pequeño hijito de madame Boyer–Fonfredé? Cabe la posibilidad también de que un par de lágrimas que de forma sensible–o mejor dicho, estratégica–maculaban la epístola fueran las que obraran el milagro. Sin embargo, yo me inclino a creer que la razón hay que buscarla en otro dato que no estaba escrito con tinta (ni con lágrimas). Me refiero a la osadía de una mujer de dirigirle una carta directamente a él, después de que hubiera hecho público aquel bando por el que explícitamente prohibía las peticiones femeninas de clemencia so pena de ser sus autoras arrestadas. Audaces fortuna juvat, la fortuna favorece a los audaces, he aquí un latinajo de los muchos que gustaba repetir madame de Staël antes del diluvio y al que, con su pomposidad habitual, solía añadir: «Sí, querida Thérésia, te lo aseguro, nada hay tan cierto: el paraíso es siempre de los osados».
Yo, por mi parte, que nada sé de latinajos y bellas frases, me atrevería a añadir ahora algo más a esta idea: si el Edén es de los osados, este valle de lágrimas es sin duda de los temerarios, sobre todo en tiempos revueltos.
Posiblemente se pregunte también el lector si existía alguna razón, además de la osadía, para suponer que aquella carta no entrañaba para mí peligro alguno. Ciertas historias románticas que corren por ahí sostienen que no temí dirigirme a él porque mi camino y el del ciudadano Tallien se habían cruzado ya con anterioridad y estaba segura de que él no había logrado olvidarme. He oído comentar también que algunos aluden a un primer y ya lejano encuentro en el taller de la célebre pintora Vigée–Lebrun, retratista de María Antonieta, mientras ésta me pintaba un retrato. Según dicha bonita versión, yo me encontraba desnuda sobre una rústica cama de paja seca, cubierta apenas por una fina muselina muy al estilo pastoril de antes de la Revolución, cuando Tallien vino a entregar unos papeles en su entonces calidad de chupatintas u oscuro mozo de imprenta. Otras versiones sostienen que nos habíamos conocido antes del 89 en casa de mi amante Alex Lameth en una situación harto comprometida, que él habría espiado por la ventana en su calidad de criado o lacayo del marqués de Bercy. Hay quien afirma, por el contrario, que todo comenzó de modo muy patriótico, con el Club de 1789 como escenario, durante un discurso de Mirabeau. Confieso que, a lo largo de mi dilatada vida y según las circunstancias, yo misma he alentado la veracidad de unas y otras versiones, porque como dice un dramaturgo al que mucho admiro, ser exacta en los datos galantes no conviene: da la impresión de que una es demasiado calculadora. Sea como fuere, ahora sí puedo contar la verdad, que tal vez no sea tan novelesca como las otras versiones que corren por ahí, pero que es, en cambio, muy reveladora, pienso yo, de la conducta masculina en lo que a temas amorosos (¿o debería decir simplemente carnales?) se refiere.
Tallien no me conocía con anterioridad. A pesar de que habíamos coincidido a la sombra de la cercenada cabeza de la princesa de Lamballe, él no alcanzó a verme, escondida como estaba en el fondo de mi carruaje abrazada al cuerpecito enfermo de mi hijo Théodore. Lo que sí le habían llegado, tal como me confió más tarde, eran noticias de la presencia en Burdeos de une trés belle espagnole de la que había oído hablar mucho en París, de modo que, al recibir carta suya, decidió mandarla llamar. Que el hombre más poderoso de la ciudad se crea, como dicen en España, con derecho de pernada sobre una ciudadana indefensa entra dentro de lo habitual; pero, como también dicen en mi tierra, ocurre a veces que el alguacil acaba alguacilado y el burlador burlado, sobre todo cuando el dios Eros anda por medio…
Cuando a instancias suyas fui conducida a la Maison Nationale, procuré que nada delatase el menor síntoma de temor. Muy pronto descubriría que no había razón para ello. En cuanto tuve delante al ciudadano Tallien, instantáneamente me di cuenta del efecto que mi persona ejercía sobre él.
AMOR A PRIMERA VISTA
Tengo para mí que los hombres, a diferencia de las mujeres, son capaces de amar sin conocer apenas a la persona que aman. El coup de foudre (bonito término francés que significa «herido por el rayo») es sin duda más frecuente en hombres que en mujeres, y cuando hiere, resulta irresistible, irreversible y muchas veces también letal. Una rara enfermedad para la que no hay cura. A nosotras, féminas, todo esto nos resulta a veces difícil de comprender, puesto que somos más reflexivas y ponderadas en estos asuntos y no nos dejamos arrastrar por según qué instintos que tanto nublan las entendederas. Sin embargo, incluso las que, como yo, nunca hemos sido heridas por el rayo, somos capaces de identificar muy tempranamente en el contrario los síntomas de tal desvarío. Y entonces, cuando comprobamos que nuestro dardo o puñal ha hecho diana en su débil corazón, sabemos bien cómo retorcerlo en la herida. Porque aun a riesgo de que el lector o mi hija María Luisa me tachen de inmisericorde, no me importa aseverar que hay cosas que hasta una niña impúber conoce y de las que pronto aprende a sacar provecho. Como, por ejemplo, que no existe en este mundo criatura tan vulnerable (y por tanto manipulable) como un hombre que se enamora a primera vista.
***
— Ganas tenía de conocerte, ciudadana Cabarrús. Tus desvelos por ciertos vecinos de la ciudad de Burdeos llevan camino de hacerse más famosos aún que tus bellos ojos–me dijo el ciudadano Tallien después de que un sans–culotte cerrara la puerta dejándonos solos en su despacho de la Maison Nationale-. ¿A qué se debe esta temeraria petición tuya intercediendo por dos enemigos de la República?
— Enemigos no, ciudadano, víctimas–respondí-. En realidad, ésa es la razón por la que me he atrevido a escribir. Quería darte a conocer de primera mano sus casos–dije recurriendo yo también al fraternal y tan revolucionario tuteo-. Nuestra madre la República no debería crecer sobre los cadáveres de sus mejores hijos, sino sobre el sólido y fértil suelo de la justicia. Y para que esto sea posible, resulta primordial separar el grano de la paja, la mies de la cizaña.
La habitación en la que nos encontrábamos daba directamente a la plaza en la que estaba instalada la guillotina. Mientras departíamos, pude comprobar cómo, por la ventana abierta, llegaban hasta mis oídos las bravatas y bromas de los sans–culottes encargados de limpiar la sangre de las ejecuciones de las primeras horas de la mañana. Eran carcajadas y frases que ahora se entremezclaban extrañamente con mi discurso.
— … y aquel pobre tipo, antes de subir los peldaños, intentó comprarme con una medalla de oro que escondía en la boca… — fue la frase que oí mientras terminaba de pronunciar la mía, pero aun así no me tembló la voz y logré añadir:
— Firmeza, sí, pero también clemencia, ciudadano Tallien, eso es lo que Burdeos espera de un gran patriota como tú.
Por segunda vez pude oír las carcajadas de los verdugos, y ya empezaban a temblarme las piernas cuando me di cuenta de que Tallien no escuchaba ni sus voces ni posiblemente tampoco la mía. En sus ojos se adivinaba esa mirada masculina tan característica y algo extraviada que delata que no es la elocuencia de los labios femeninos sino los propios labios los que logran ablandar las voluntades. Aunque me tranquilizó descubrirlo en él, decidí recurrir una vez más a la retórica grandilocuente entonces tan en boga para convencer al ciudadano Tallien de por qué era favorable a su causa mostrar, de vez en cuando, piedad.
— Porque la justicia, que es nuestra luz y nuestra guía, no sería tal si, entre tantas y muy merecidas condenas a muerte, tu amor por la libertad, ciudadano, no reconociera algún caso que merezca clemencia y perdón.
Una vez más mis palabras volvieron a entremezclarse con las risas que subían del cadalso, y si Tallien no parecía reparar en dicha circunstancia, yo en cambio era cada vez más consciente de ello. Por eso, en vez de detenerme, continué hablando. Tenía la sensación de que si callaba, las risas, y sobre todo las voces de la plaza, acabarían por ahogar el efecto de las mías.
— ¡Ja, ja!, de un zarpazo le arrebaté la inmunda medalla de la boca, ¡maldito aristócrata! Allá estará en el infierno, pudriéndose sin protección de sus venerables santos cristianos–decía ahora una de aquellas voces, y yo, decidida a jugarme el todo por el todo, alargué una mano en dirección a Tallien, aunque sin llegar a tocarle, mientras decía:
— Porque tu muestra de clemencia, ciudadano, hará no sólo que los culpables sean aún más culpables, sino que tu nombre brillará con grandes letras en el corazón de esta ciudad que gracias a ti está regresando a la obediencia revolucionaria.
Ya no volvieron a oírse aquellas temibles voces y eso me permitió observar mejor al ciudadano Tallien calibrando el efecto que mi presencia ejercía sobre él. ¿Quién dijo eso de que más elocuencia tienen un par de bellos ojos que todos los sabios de Grecia? Tampoco lo sé, pero no le faltaba razón. A tenor del modo en que Tallien me observaba, dudo mucho de que fueran mis revolucionarias frases las que dibujaban en sus labios aquella sonrisa trémula, o las responsables de la nerviosa agitación de sus rodillas bajo la mesa, o de la transpiración que perlaba una frente tan reputadamente fría. Procuré observarle con más detenimiento aún. Era de mediana estatura y complexión robusta. Si por sus venas corría, tal como decían algunos, sangre de los Bercy, ésta no se manifestaba en sus facciones, que era toscas; tampoco en sus manos, demasiado rudas, ni en su porte vulgar. Sus ojos, en cambio, eran cosa muy distinta. No tenían una profundidad especial, pero estaban enmarcados por unas cejas oscuras y muy bellas. Este contraste desconcertante con el resto de su persona se completaba, además, con otro elemento notable: una larga cabellera castaña que caía suelta y rizada sobre sus hombros. Vestía, como era de esperar, al modo revolucionario: pantalones anchos, casaca corta y banda tricolor; sin olvidar, por cierto, el detalle tan actual de lucir arete de oro en su oreja izquierda, moda tomada, según tengo entendido, de los marineros que lograban cruzar con éxito la línea del Ecuador. Otro dato más llamó mi atención: las joyas que lucía. Sus dedos estaban cuajados de anillos con grandes piedras y sobre su vientre podía verse una leontina de la que colgaba un magnífico reloj. ¿Sería éste el mismo que nuestro amado alcalde Saige le entregara al pie de la guillotina para demostrar en público que sabía de sus venalidades y de sus robos a otros condenados?
— Bueno, ciudadana, ¿debo entender entonces que tú vas a ayudarme en la tarea de elegir a quién debo librar de la hoja de la guillotina? ¿Tendré acaso que consultar de ahora en adelante contigo para saber quiénes son los que merecen mi clemencia y quiénes no? Si es así, deberíamos vernos más a menudo. ¿Dónde vives?
La pregunta respondía más al campo del cortejo galante que al de la información. De sobra sabía el jefe del infausto Comité de Vigilancia cuál era la dirección de la ciudadana Cabarrús, puesto que, como ya he dicho, junto al cartel con el consabido lema de «libertad, igualdad, fraternidad… o muerte», que cada familia debía clavar en la puerta de su casa, era obligatorio exhibir una lista de sus moradores para agilizar el conteo y también las posibles detenciones. Aun así, con mi mejor sonrisa le facilité el dato que me pedía, rogándole que viniera a verme cuando él deseara. «Para mí será un gran placer recibir en mi casa al salvador de Burdeos», dije, y me odié por ello. Nunca hasta el momento, ni siquiera bajo circunstancias tanto o más difíciles que ésta, había tenido que recurrir a la hipocresía ni al incienso tan descarado de llamar a un asesino salvador de los ciudadanos. Sin embargo, debo reconocer que, una vez que comprobé el sorprendente efecto de ambos en mi nuevo «amigo», comencé a usarlos sin sonrojo. Porque, al fin y al cabo, ¿quién es más ruin?, ¿el que utiliza con exceso la lisonja y el ditirambo o el fatuo que se deja tan burdamente adular?
LA MUERTE SE VISTE DE MUCHOS TRAJES
Para comprender bien los importantes sucesos históricos que se avecinan creo que sería oportuno explicar someramente lo que estaba pasando en otras ciudades de Francia cuando Jean–Lambert Tallien se introdujo en mi vida o, mejor dicho, yo me introduje en la suya. Como ya sabemos, al ver que las provincias se resistían a su autoridad, París había mandado a diversos représentants en mission para someterlas. Hablo de ciudades como Lyon, Nantes, Marsella y tantas otras. A pesar de los expolios, a pesar también de las detenciones y de las muchas condenas a muerte dictadas por Tallien e Ysabeau, Burdeos fue una ciudad afortunada si la comparamos con lo que estaba ocurriendo por esas mismas fechas en otras villas; como Marsella, por ejemplo, ahora rebautizada por sus representantes en misión con el epíteto de «la ciudad sin nombre» por sus pecados. O como Lyon, que tuvo por verdugo máximo a Joseph Fouché. Allí, los sans–culottes se vanagloriaban de que treinta y dos cabezas rodaban cada veinticinco minutos. Sin embargo, como este método de aniquilación resultaba muy lento y los vecinos de las calles adyacentes a donde estaba situada la guillotina se quejaban de que la sangre obturaba los desagües, se decidió recurrir a otro método más expeditivo. En la Plaine des Brotteaux, grupos de hasta sesenta prisioneros fueron atados en fila y cañoneados a corta distancia. A los que sobrevivían a aquella orgía de cuerpos horriblemente mutilados se los remataba a bayoneta para no malgastar munición.
El ahorro de munición era primordial, puesto que debía reservarse para ser utilizada en los distintos frentes que Francia tenía abiertos contra las potencias extranjeras. Por esta razón, los representantes de París empezaron a pergeñar otras formas de ajusticiamiento en masa contra la población civil. En Nantes, por ejemplo, se inventaron las llamadas «deportaciones verticales» o «bautizos revolucionarios». Éstos consistían en apiñar en barcazas a flote en el río Loira a un buen número de prisioneros maniatados y cargados de cadenas para luego agujerear las naves y observar cómo los desventurados se hundían entre gritos de súplica. Previamente a estos «bautizos» se había aligerado a las víctimas de todas sus pertenencias, incluida la ropa que llevaban puesta. Así, el hecho de que se les ahogase desnudos acabó inspirando otro tipo de martirio, llamado esta vez «matrimonios republicanos», que consistía en atar desnudos y frente a frente a jóvenes de distinto sexo para ver cómo se hundían abrazados hasta morir. Las cifras de los que perecieron de este modo varían mucho, pero se estima que fueron no menos de dos mil, y muy posiblemente la cifra alcance los cuatro mil.
Como antes he señalado, en Burdeos los asesinatos en masa no fueron tan terribles como en otras ciudades. De los dos representantes en misión enviados por París, el que más fama de sanguinario se granjeó en un principio fue Tallien, pero los bordeleses no tardaron en darse cuenta del peligro que escondía su otro socio, el más austero y taimado Claude–Alexandre Ysabeau, antiguo monje capuchino. Puede decirse que uno y otro eran como la noche y el día. El primero, exuberante, voluptuoso y fácilmente sobornable, tenía al menos debilidades humanas, lo que le hacía parecer más accesible y también, por qué no, más atractivo. El otro, en cambio, presumía de emular a Robespierre. Y emular al hombre más poderoso y temido de Francia en ese momento pasaba por fingirse incorruptible, virtuoso y, por supuesto, completamente inmune a los encantos femeninos, o por lo menos a los míos. No soy mujer que suela perder el tiempo intentando seducir a quien no lo desea. Por eso, después de mi primera entrevista con Tallien, cuando ya me marchaba, éste me presentó brevemente a su compañero y después de ensayar con él parecidas lisonjas a las que había usado con el primero no logré arrancarle ni una palabra, desistí cambiando mis sonrisas por desdén. «¿Qué importa–me dije al salir de la Maison Nationale–que aquel feo y resentido Ysabeau vuelva su cara al verme si yo cuento con la admiración del hombre más importante de Burdeos?».
PRIMERAS CITAS
Al día siguiente de nuestra primera entrevista en la Maison Nationale, el ciudadano Tallien visitó a la ciudadana Cabarrús. Lo hizo al caer la tarde, sin escolta y embozado en una larga capa, con la precaución propia de quien, apenas un par de semanas antes, había escrito la siguiente nota patriótica alertando a los hombres a su servicio de los peligros que entrañaban las amistades femeninas:
«Y por la presente se hace saber que los más severos actos de justicia deben caracterizar cada paso de los representantes del pueblo y sus servidores. Para ello deben cerrar sus oídos a toda forma de solicitación por parte de esa porción de la población llamada las mujeres, para quienes la seducción es su primer (y muchas veces único) don natural».
Mucho debía de gustarle al représentant en mission Tallien mi primer (y quién sabe si único) «don natural» para arriesgar tanto con sus visitas. Visitas, por otro lado, que al menos en esta primera etapa de nuestra relación que me dispongo a narrar fueron tan castas como nadie podría suponer. Mis buenos convecinos no contaban, como es lógico, con dotes adivinatorias, y durante ese corto espacio de tiempo, cuando yo salía con mi pequeño Théodore a algún recado o a tomar el aire, en sus mal disimulados codazos y cuchicheos resultaba muy sencillo leer lo que secreteaban: «Mirad–decían-, es la ci–devant, marquesa de Fontenay, que acaba de convertirse en amante de Tallien…». «¿De ese asesino?». «¿Qué pensará de esto su buen tío Dominique?». «¿Cómo es posible que una mujer tan exquisita como ésta tenga tratos con semejante patán?». «¡Oh, amigo mío, es que la Revolución y el Terror hacen extraños compañeros de cama!».
Piensa mal y acertarás, dice un adagio de mi tierra, y sin embargo, como bien sabemos todos cuando nos ha tocado ser calumniados alguna vez, no siempre es cierto. Y en este caso la verdad es que, al menos durante la primera semana de nuestra relación, el sanguinario Jean–Lambert Tallien, representante de París y pieza clave del Comité de Vigilancia, se conformó con visitar mi casa todas las tardes y… mirarme. Sí, así es. En silencio, casi con devoción, solía sentarse junto a la ventana y luego dejaba resbalar sus ojos por la curva de mi cuello, por la de mi cintura, para luego volver a subir la vista hasta mi cara, siempre sin articular palabra. No puedo decir que yo estuviera desacostumbrada a la veneración masculina, al contrario, pero jamás había experimentado una adoración parecida. En ocasiones me tomaba las manos y, con ellas entre las suyas, hablaba de su infancia, del olor a heno recién cortado y de la felicidad de un muchacho que nada tenía excepto sus sueños. Yo estaba tan sorprendida que me limitaba a observarle, y si los gritos callejeros que subían hasta mi ventana con súplicas de clemencia mezcladas con voces de los verdugos no me hubieran devuelto a la realidad, habría llegado a pensar que estábamos en un mundo aparte, que aquél no era el asesino de tantos de mis conciudadanos ni la mano sin escrúpulos que manejaba la guillotina; tampoco el hombre del que dependía la suerte de todos los bordeleses.
Frenelle, que conocía mis pocos remilgos a la hora de tomar un amante, no podía creer tanta castidad y se reía de mí y, sobre todo, de él. «Ya está aquí Chichi, votre petit caniche», decía, porque, según ella, la expresión desamparada del rostro de Tallien le recordaba mucho a un perrillo faldero de ese nombre que tenía una vieja marquesa para la que había trabajado en tiempos. «Madame debería tener la caridad de hacerle al menos una cucamona de vez en cuando a Chichi o morirá de tristeza y ya no podremos pedirle que libere de la Louisette a otro infeliz condenado como hizo con vuestro primo Juan o con madame Boyer».
Y es que es importante señalar que, desde el primer día, tanto Frenelle como yo nos dimos cuenta de que podíamos valernos de tan rendida admiración para lograr de Tallien ciertos certificados de ciudadanía, así como salvoconductos, para algunos infortunados que de otro modo hubieran acabado en el patíbulo. Tal circunstancia me hizo albergar esperanzas de poder ayudar a otras muchas personas en situaciones desesperadas. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, dada la existencia del temido Comité de Vigilancia, noticias de las secretas visitas del ciudadano Tallien a una ci–devant marquesa llegaron muy pronto a París. Si fue su colega Ysabeau quien escribió a la capital o si fue Brune, el general del ejército revolucionario a cuyo amparo entraron ambos en Burdeos, quien lo hizo, nunca lo llegamos a saber. Frenelle era de la opinión de que el chivato había sido el general Brune, según ella a causa de los celos que tenía a Tallien por su amistad conmigo, pero yo, que conocía bien la mirada penetrante e inmune a toda seducción del ex monje Ysabeau, apuesto a que fue su mano la que redactó la carta. En ella se informaba de que en Burdeos ya no se sofocaban con tanto entusiasmo como antes las desviaciones antirrevolucionarias. Que la guillotina funcionaba con mucha menos presteza que en otras ciudades y que tanto abandono por parte de su representante en misión tenía nombre de mujer.
Ocurrió entonces que una noche glacial de noviembre y para sorpresa de mis vecinos, que me creían protegida por el hombre más poderoso de Burdeos, el carruaje del Comité de Vigilancia se detuvo ante mi puerta. Los golpes de culata resonaron inmediatamente por toda la casa, y mientras Frenelle acudía a abrir, yo preferí correr al cuarto de Théodore y despertarlo. Luego, salí con el niño en brazos al descansillo y desde donde me encontraba, medio oculta en las sombras, alcancé a oír tanto las voces de los «visitantes» como la de Frenelle.
— Venimos a buscarla–dijo una de ellas sin que hiciera falta explicar a quién se refería.
— No hay nadie más que yo en esta casa–respondió Frenelle.
— Sabemos que está aquí, dejad paso–bravuconeó la misma voz.
— ¡No hay nadie, os digo! ¿Tan cobardes sois que habéis venido seis hombres armados a buscar a una indefensa mujer? ¿Sabe de esto el ciudadano Tallien?
Yo para entonces ya había bajado dos o tres peldaños de las escaleras con mi hijo en brazos y de este modo pude ver cómo uno de aquellos hombres, pica en mano, apartaba de un manotazo a Frenelle mientras que, con gesto que no necesitaba más explicaciones, señalaba transversalmente su garganta:
— Cállate o…
— Dejadla en paz–intervine entonces-. Yo soy Teresa Cabarrús.
En ese momento, la luz de las antorchas que traían aquellos hombres me permitió ver sus caras. Eran las mismas que durante tantas noches había podido espiar desde mi ventana mientras recorrían nuestra calle deteniéndose aquí y allá delante de las puertas de otros infelices de los que nunca más se había tenido noticia.
— Hablad con el ciudadano Tallien. ¡Él os dirá que esta casa está bajo su protección! — gritaba ahora Frenelle en un vano intento de disuadirlos-: ¡Llevadme a mi si es una mujer lo que queréis!
Mi buena amiga dio un paso más hacia ellos, pero yo temí que si los provocaba en exceso no tuvieran piedad con nosotras, menos aún con un niño que ahora lloraba sin consuelo abrazado a mi cuello. Muy lentamente comencé a hablar al oído de mi hijo procurando no perder de vista a ninguno de aquellos tipos:
— Por lo que más quieras, vida mía–le susurré-, no llores. Mamá debe hablar con estos hombres. Veas lo que veas y ocurra lo que ocurra, no te muevas, mi amor. Ahora debes ir con Frenelle, ¿me entiendes? No va a pasar nada.
Entonces, después de depositar a mi hijo en los brazos de Frenelle, comencé a caminar hacia ellos. Uno que parecía más humano que los demás dijo: «Será mejor que toméis algo de abrigo, la noche es fría», y yo se lo agradecí con una sonrisa. Me eché una capa por encima y acto seguido comencé a caminar hacia él con mis dos muñecas extendidas. Sin decir palabra, aquel hombre las ató a mi espalda y así salimos a la helada noche.
— ¿Adónde la llevan? — preguntaba una y otra vez Frenelle sin recibir respuesta-. ¡Decidme al menos adónde os dirigís! — insistía hasta que, por fin, el mismo hombre en el que había creído yo adivinar una actitud compasiva pronunció un nombre que por aquel entonces en Burdeos todos temíamos:
— A la fortaleza de Há, ciudadana.
Se refería al lugar en el que se retenía a los prisioneros antes de ser ajusticiados.
PRISIONERA EN LA FORTALEZA DE HÁ
No habían transcurrido ni dos horas cuando me encontré en una helada mazmorra con la sola compañía de mis oraciones y el sonido del arañar de las ratas. Miento. En realidad había otra compañía que logró angustiarme aún más que la amenaza de las ratas. Me refiero a los gusanos que infestaban el jergón de paja que hacía las veces de cama y cuyos cuerpos filiformes, fríos, babosos lograban introducirse en mis enaguas, subir por mis piernas, entre las mangas de mi camisa.
Las horas se arrastraban lentas y la oscuridad que reinaba en aquel agujero inmundo apenas lograba quebrarse con la ínfima luz que entraba por un ventanuco enrejado. Por él me llegaban los lamentos (a veces gritos) de otros compañeros de desgracia, pero con todo y con eso me consideraba yo afortunada. Y es que, al haberse producido mi detención tan tarde en la noche, los trámites de admisión y en especial el temido rapiotage que precedía a todo ingreso en prisión no tendrían lugar, según me informaron, hasta la mañana siguiente. Esta práctica, común a todas las cárceles de Francia, consistía en ser desnudada por un par de hombres y, después de las consiguientes burlas y escarnios, registrada hasta los lugares más íntimos en busca de joyas o monedas escondidas. El rapiotage era obligatorio para todos sin distinción de edad o sexo, pero resultaba fácil adivinar que existía una diferencia considerable entre el examen al que sometían a un hombre o a una mujer, una anciana o una muchacha joven. «Mañana, Teresita–me decía a mí misma mirando por el ventanuco cómo declinaba la luna al tiempo que comenzaban a despuntar muy tímidamente las primeras luces del alba-, cuando llegue el día, ya nada te librará. Las ratas y los gusanos son compañía agradable comparada con el rapiotage».
Hay que decir que todo este golpe contra mí estaba muy bien planeado. Días atrás, Tallien había solicitado permiso para regresar a París debido al fallecimiento de su padre. Su intención era pasar allí quince días para organizar la vida futura de su madre viuda y la noticia de mi arresto le llegó justo cuando estaba a punto de abandonar Burdeos. Sus enemigos habían calculado que, al hallarse ante un hecho consumado y de tal gravedad, Tallien no retrocedería, puesto que hacerlo era tanto como comprometerse públicamente a favor de una enemiga de la República. Pensaban, además, que aprovecharía su viaje a la capital para calmar su propia conciencia, sin duda dividida entre el deber hacia la patria y su inexplicable debilidad por una mujer que ni siquiera tenía certificado de civismo. Una debilidad, además, que no sólo era estúpida, sino también peligrosa, puesto que todos sabían el castigo que Robespierre y los demás representantes de París reservaban a los traidores.
Sin embargo, quienes así pensaban no conocían a Tallien. Esa misma mañana, tan temprano que aún no se había puesto en marcha la ceremonia del rapiotage, los funcionarios de la prisión de Há quedaron estupefactos al ver cómo el jacobino Tallien, procónsul de Burdeos y promulgador de la política de represión contra los aristócratas, se presentaba en su fortaleza. Lo hizo con las plumas de su sombrero ondeando bizarramente sobre su cabeza al tiempo que alzaba la voz reclamando la inmediata liberación de la detenida Teresa Cabarrús, antes llamada marquesa de Fontenay. Yo, por mi parte, al oír cómo se descorrían los cerrojos y segura de la suerte que me esperaba, al ver que quien entraba no era uno de mis carceleros sino el mismísimo Tallien, me arrojé a sus brazos cubriéndole de besos. También él me abrazó con fuerza y así permanecimos varios minutos, hasta que por fin tomó mi mano suavemente y, como quien guía a una niña, condujo mi paso de nuevo hacia la libertad.
***
Dice una ley de lesa humanidad que la sangre, cuando no incita a más sangre, concita al amor o, mejor aún, a la voluptuosidad. Por eso supongo que no sorprenderé a nadie si digo que apenas unas horas después de mi liberación, las habitaciones privadas del ciudadano Tallien en la Maison Nationale, con la sombra de la guillotina que se adivinaba bajo sus ventanas, fueron testigos de nuestro primer act d'amour. Y digo bien amor porque, aunque esta palabra es engañosa y se confunde a veces con pasión o con atracción fatal y otras, en cambio, con cariño o simple agradecimiento, de todo ello hubo en dicha ocasión. Aquéllos de entre mis lectores que hayan tenido la fortuna de ser objeto de un amor arrasador, incondicional y desbordante por parte de otra persona, saben cuán turbador es ver el efecto que causamos en quien tanto nos ama. Sentir la adoración de otro, sobre todo cuando se trata de un hombre poderoso, no puede compararse con amar, es cierto, pero miente quien diga que no es agradable e incluso excitante. Sobre todo cuando dicha adoración se muestra acompañada del respeto, virtud tanto más inexplicable cuando viene de un hombre sin escrúpulos.
Jean–Lambert Tallien estaba ahí, de pie junto a la ventana, sin atreverse siquiera a acercarse al lecho. Tuve que ayudarle a despojarse de sus ropas, revolucionarias, estridentes. Y debajo de ese envoltorio que lo hacía parecer un punto ridículo, descubrí de pronto un cuerpo tosco, pero también de una belleza ruda, viril, que no me fue difícil abrazar. «Nunca dejaré que te hagan daño, Thérésia, mi luz, mi norte, mi única vida… », repetía mientras sus dedos comenzaban a recorrer temblando sobre mí todas las sendas del amor tanto tiempo demoradas. Y lo hacían con un cuidado y veneración tales que diríase que nunca antes las hubieran transitado sobre cuerpo alguno. Hasta aquel día, cada vez que mis amantes habían recorrido similares caminos, yo había imaginado que eran las manos de Jean–Alex Laborde las que me acariciaban. ¿Pero dónde estaría ahora mi muy querido y único amor? Cuán lejana parecía en estos momentos aquella sublimada pasión. Desde su partida, mucha agua había pasado bajo los puentes, como dicen los franceses; agua, sí, pero también mucha sangre. Tal vez por eso aquella tarde, junto al infame représentant en mission, yo me dejé llevar por la extraña sensación de ser venerada, adorada por un hombre como él, y entonces sucedió lo inesperado. Mi cuerpo, que desde la violación por parte de mi marido dos años atrás nada sentía, pareció encenderse de pronto. No puede decirse que yo fuera inexperta ni muchos menos virgen. A mis veinte años ya había tenido un marido y dos amantes con los que creía disfrutar en la cama. Pero lo que yo sentí esa tarde en brazos de aquel hombre, de aquel asesino, fue algo distinto, mucho más intenso que lo que ningún otro me había hecho vivir. Amor y deseo, deseo y amor… los hombres jamás confunden una cosa con otra y son capaces de desear sin amar y también de amar sin desear, pero ¿y nosotras? ¿Acaso no se dice siempre que necesitamos de lo primero para sentir lo segundo?
Ahora que soy vieja sé muy bien qué fue lo que sentí por Jean–Lambert Tallien aquella tarde: eran ganas de vivir, de olvidar la proximidad de las ratas y de los gusanos en la fortaleza de Há, así como la amenaza del rapiotage al rayar el día. De olvidar también que mientras me entregaba a ese hombre con una pasión que nada tenía de fingida, bajo la ventana de su habitación, a pocos metros de nosotros, acechaba la guillotina que horas más tarde, y como todos los días, volvería a teñirse de sangre inocente. O quizá fuera, por qué no, una combinación de todo ello unida a la conciencia de que estaba sola en un mundo que se desmoronaba a mi alrededor. Sí, la pasión por la vida se confunde a menudo con la pasión por una persona, eso lo sé ahora, aunque entonces nada sabía. Por eso me abracé a Jean–Lambert como no había abrazado a nadie antes excepto al camafeo de mi pobre Jean–Alex Laborde.
Ahora que lo pienso, cuántos Jean ha habido en mi vida y tan distintos entre ellos: Jean–Alex Laborde, mi primer amor; Jean–Jacques Devin, mi marido; y ahora Jean–Lambert Tallien, mi amante en tiempos del Terror. Años más tarde, cuando alguien me preguntaba cómo había consentido entregarme a un tipo como él, yo respondía con una sonrisa, un encogimiento de hombros y la siguiente frase: «No se puede escoger la tabla de salvación cuando se está en plena tempestad». Una elegante explicación que me salvaría de naufragar en el aprecio de muchas buenas personas, pero que es tan sólo una verdad a medias. Porque cierto es que Tallien fue la tabla de salvación a la que me aferré cuando estábamos todos en plena tempestad revolucionaria, pero también es verdad que lo hice con auténtica entrega. Digamos, puesto que suena aceptable, que el miedo y, más aún, el terror hacen, en efecto, extraños compañeros de cama. Pero digamos también, aunque ya no sea tan aceptable, que mi cuerpo era joven y necesitaba desesperadamente de caricias.
— Mi vida, mi amor, no temas. Nunca te pasará nada mientras yo pueda impedirlo y esté ahí para cuidarte–me dijo Tallien mientras con infinita delicadeza apartaba mis cabellos para besarme. Estábamos ahora en su cama y él miraba mi cuerpo desnudo del mismo modo en que se venera algo que infinitas veces se ha deseado sin atreverse siquiera a soñar con alcanzarlo un día-. Sí, amor mío, siempre estaré ahí para protegerte, para alejar de ti todo mal. Amándote, amándonos–añadió extrañamente.