Después de este incidente y bajo la presión de la opinión pública, la Convención decretó el cierre del club de los jacobinos y que la llave fuera puesta bajo la vigilancia del comité. Cherchez la femme, la belle femme, volvieron a decir entonces los buenos ciudadanos de París, porque, una vez más, sería a Nuestra Señora de Thermidor a quien se atribuyese el mérito de esta decisión, y no seré yo quien los desmienta. Sí, fue idea mía asestar aquel golpe contra los jacobinos, y también, a través siempre de Tallien, tuve bastante influencia en otras dos o tres disposiciones de la Asamblea, como la amnistía a favor de La Vendée, que perdonaba a los primeros rebeldes que se alzaron contra el despotismo de París. También contribuí a la abolición del maximum y al hecho de que se permitiera el regreso de los émigrés y de los curas refractarios. De este modo, el fiel de la balanza, antes levemente inclinado a la izquierda, volvía a su lugar ideal en mi opinión, lo que bien puede decirse que fue otro triunfo de los termidorianos.
Sin embargo, como la famosa frase francesa de cherchez la femme sirve tanto para ensalzar a una mujer como para denostarla, no tardaron en salir a relucir–aparte de mi más que evidente influencia sobre Tallien–mi condición de ex aristócrata e hija de un banquero que era, nada menos, el hombre de confianza de un Borbón, Carlos IV de España. Comenzaron así a correr rumores que aseguraban que Teresa Cabarrús era agente de los realistas y que éstos, una vez muerto Robespierre, deseaban volver al Antiguo Régimen y restaurar la monarquía apoyados por la familia real española. Alguien se dedicó, por ejemplo, a propagar con muy mala fe que Nuestra Señora del Buen Socorro, una vez terminada su labor de vaciar las cárceles de aristócratas, se dedicaba a mantener secretas reuniones con el embajador de España y a conspirar usando los muy secretos canales de las logias masónicas a las que pertenecía su padre, el ahora conde de Cabarrús. Debo decir que al oír estos chismes me halagó la idea de que mis conciudadanos me tomaran por espía, y una de tan altos vuelos además, por lo que me dediqué a alentar en cierto modo los rumores. Durante un corto espacio de tiempo acaricié incluso la idea de escribir a mi padre o al señor Moratín para ver si existía alguna posibilidad de convertir en verdad lo que no eran más que murmuraciones, pero tuve que desistir. La guillotina seguía proyectando su muy larga sombra sobre todos nosotros, y la palabra «realista» era algo que aún se asociaba peligrosamente con la palabra «contrarrevolución» o, peor aún, con la traición. Al darme cuenta de mi error, en vano intenté rectificar, pero el bulo de mi condición de espía había alcanzado tal vuelo que Tallien se vio obligado incluso a tomar la palabra en la Convención para defender mi inocencia. Uno de los diputados, el ciudadano Duhem, le interpeló así durante una de las sesiones: «Los sans–culottes no pueden gozar de libertad de prensa porque nosotros no tenemos los dineros de la Cabarrús». Y Tallien, con la voz entrecortada por la ira y también por la pasión, como siempre que hablaba de mí, respondió esto que recoge Le Moniteur o diario de sesiones de la Cámara en el umbral del año 1795:
Es costoso para un representante del pueblo hablar de sí mismo ante una gran asamblea. Se ha hablado en esta Asamblea de una mujer. No hubiera creído que pudiese ocupar las deliberaciones de la Convención Nacional. Se ha hablado de la hija del conde de Cabarrús. Pues bien, yo declaro en medio de mis colegas, ante el pueblo que me escucha y ante el mundo entero, que esta mujer es mi esposa. [Aplausos repetidos] La conozco desde hace dieciocho meses, la he conocido en Burdeos; sus desgracias, sus virtudes, me hicieron estimarla y amarla. Llegada a París en tiempos de la tiranía y opresión fue perseguida y encarcelada. Un emisario del tirano fue a verla y le dijo: «Escribid que habéis conocido a Tallien como a un mal ciudadano y se os dará la libertad y un pasaporte para tierras extranjeras». Rechazó este vil medio y no salió de la cárcel hasta el 12 de Thermidor. Entre los papeles del tirano se encontró una nota para mandarla al cadalso. He aquí, ciudadanos, a la que he hecho mi esposa. [Aplausos].
Al leer estas líneas tal vez el lector se haga dos preguntas. Una: ¿era yo la esposa de Tallien? (no, pero tardaría muy poco en serlo), y dos: ¿cómo se atrevía la Cámara a atacar tan directamente a Tallien? ¿No era acaso el héroe del momento, aquel que había librado a Francia del más sangriento de los tiranos? En efecto, lo era. Pero también es cierto que Tallien se estaba convirtiendo muy rápidamente en algo tan incómodo e inútil como uno de esos aparatosos jarrones de Sévres que heredamos del pasado y luego no sabemos dónde acomodarlo en nuestra nueva y hermosa vida. Y es que he aquí la gran paradoja de Tallien como figura histórica. Si bien fue suya la mano que acabó con Robespierre, una vez terminado su cometido nadie podía olvidar cuán teñida de sangre estaba. Además, al fantasma de su pasado sangriento es menester sumar en su contra otro espectro igualmente incómodo que paseaba libre por las calles de París: me refiero a la sombra de la involución, o lo que es lo mismo, al temor a la vuelta de los tan denostados realistas, a quienes la gran mayoría de los ciudadanos consideraban responsables indirectos de tanta sangre derramada inútilmente. Y a esos dos espectros hay que unir además un tercero: el hecho de que, tras la muerte del tirano, el ala derecha de la Convención, la más conservadora, había ganado demasiado terreno, algo que los jacobinos, que se consideraban el alma de la Revolución, no podían consentir.
REUNIONES MUNDANAS
Mientras todos estos nuevos y oscuros nubarrones comenzaban a formarse sobre nuestro horizonte, yo por mi parte hacía considerables esfuerzos por mantenerme en el siempre difícil filo de la navaja. Dicho de otro modo: mi intención era contribuir a apaciguar en lo posible los ánimos políticos y, al mismo tiempo, unirme a los que deseaban divertirse después del Terror. Tras mi salida de La Force, Tallien y yo nos habíamos ido a vivir a La Chaumiére, que en español significa choza, una gran casa falsamente rústica con ladrillos desgastados y recubiertos de flores trepadoras, todo muy bucólico, muy del gusto de aquellos que todavía amaban la estética campestre propugnada por Rousseau. Estaba situada cerca de la que más tarde se conocería como la Avenue Montaigne, próxima a los Champs–Élysées, y allí comencé a recibir de nuevo a mis amigos intentando hacerlo con tanto calor y hospitalidad como antes de la Revolución en mi amada casa de Fontenay–aux–Roses. Para ello recuerdo que procuraba, por ejemplo, que siempre hubiera un fuego encendido en la chimenea, incluso durante los meses calurosos. Lo hacía no sólo porque así se creaba una sensación muy acogedora, cosy, que dicen los ingleses, sino también porque una temperatura templada permitía que tanto yo como mis amigas vistiéramos de acuerdo a la nueva moda surgida tras el fin del Terror. Ésta consistía en vestidos de gasa, finas muselinas transparentes, también escotes de vértigo y aberturas en las faldas hasta el muslo, inspirado todo ello en las túnicas romanas y griegas. A mis fiestas acudía lo mejor de cada casa, lo que, en los tiempos en que vivíamos, comprendía a invitados de procedencia muy diversa. Por un lado estaban los viejos títulos nobiliarios que habían logrado salvar el cuello de la Louisette, así como los llamados émigrés, es decir, aquellos que, una vez muerto el Incorruptible, regresaron de su exilio en tierras extranjeras. Por otro, estaban los vencedores del momento, los héroes de la República, y creo que vale la pena detenernos unos minutos para describir ambos grupos y conocer sus nombres. Entre los femeninos del primer grupo destacaban sobre todo dos: el de una vieja amiga y el de una reciente, me refiero a madame de Staël y a Rose de Beauharnais. De Germaine de Staël he hablado en ocasiones anteriores, pero me gustaría dedicarle unas líneas más por ser mujer tan singular. Era, como ya sabemos, hija del acaudalado ministro Necker y dueña de una aguda inteligencia así como de un físico algo caballuno, lo que no le impedía ser admirada por todos. Bueno, por todos no. Si bien tuvo por amantes a hombres tan destacados como Talleyrand, y el poeta Schiller dijo de ella que su lengua era «de una brillantez y agilidad fuera de lo común», Goethe, en cambio, que la conocería hacia 1803, era fanático ma non troppo. Se dice que, cada vez que Germaine anunciaba su visita, desaparecía por una puerta o incluso por una ventana, porque encontraba su brillante conversación «pesadísima». Comprenderá el lector que, con estos atributos, Germaine de Staël en ningún modo competía con esta servidora de todos ustedes; al contrario, nos complementábamos admirablemente. Ella brillaba durante los prolegómenos de una reunión con sus agudas reflexiones y sus comentarios sarcásticos sobre temas políticos y yo resplandecía durante el resto de la velada, cuando ya el vino y la buena compañía hacían que los caballeros se interesaran por atributos menos… filosóficos, digamos. En cuanto a Rose de Beauharnais, nuestra amistad estaba cimentada en horas de compartida penuria y yo sentía por ella un verdadero afecto. Así, desde el día de nuestra salida de la cárcel, dediqué mucho tiempo a intentar refinar sus dones naturales y a corregir, en lo posible, su falta de mundo. Y es que ella me había confiado como gran secreto que su difunto marido se avergonzaba tanto de sus modales provincianos y de su falta de refinamiento que solía dejarla en casa cuando tenía una reunión mundana. Sin embargo, Rose resultó ser una alumna aplicada, y con muy poca ayuda por mi parte no tardó en hacerse experta en tan sofisticadas artes como comer escargots o decantar oporto del modo que más agradaba a los caballeros. Ella, a cambio, me enseñó dos trucos muy buenos originarios de su tierra. Según Rose, compartir con los caballeros su cajita de rapé era ceremonia muy del gusto masculino. El tabaco picado no me gustaba en absoluto, pero Rose solía perfumar el suyo con un polvillo antillano que, por lo visto, enardecía algo más que las pituitarias. El segundo truco de Rose, también originario de las Antillas, estaba relacionado con el peinado. Después de nuestra experiencia carcelaria, todas las que habíamos pasado por semejante trance lucíamos cabellos cortos o muy poco vistosos, ya fuera a causa de la sarna o con ánimo de curar la proliferación de piojos y chinches que se habían convertido en nuestros indeseados huéspedes. Para ocultar dicha circunstancia, Rose me introdujo en el fascinante mundo de los adornos capilares de las criollas, que conocían una y mil formas de vestir sus cabezas. Me enseñó desde un curioso arte que consistía en entretejer el pelo propio con mechones postizos y al que llaman «alargamientos» hasta muy variadas maneras de llevar turbante. Si a esto unimos la moda criolla en el vestir, con suaves muselinas transparentes y sensuales así como esclavas de oro para lucir tanto en las muñecas como en los tobillos, puede decirse que la inspiración martiniquesa de Rose hizo mucho por mejorar el aspecto físico de todas nosotras, las recién salidas del infierno.
***
En cuanto a los caballeros que frecuentaban mi casa de La Chaumiére, además de los aristócratas y émigrés, el elemento masculino se completaba con otros tipos de hombres a los que podemos dividir en dos grupos: uno, el de los artistas, como los afamados compositores Auber y Cherubini; y dos, el de los políticos. Curiosamente, uno de los hommes politiques más astutos e inteligentes de todos los tiempos, el maestro de títeres experto en mover los hilos desde la sombra y que, junto a Tallien, había propiciado la caída del Incorruptible, estaba fuera de escena en ese momento. Me refiero a Joseph Fouché, antiguo carnicero de Lyon. Pero es que se da la circunstancia de que el futuro duque de Otranto había intentado por aquel entonces conspirar contra Tallien y el resto de los termidorianos y le salió mal la jugada. Por eso, y de momento, tras su desliz y como buen topo o hurón que era, Fouché hibernaba a la espera de que luciese de nuevo un sol más propicio.
En su ausencia, los que por entonces dominaban la escena política eran el resto de los termidorianos. Junto a Tallien, este grupo estaba formado por personajes tan dispares como el girondino Louvet, el escurridizo Siéyes, el imprevisible Fréron o el distinguido Barras. Juntos capitaneaban lo que se dio en llamar la jeunesse dorée. Y quien mejor encarnaba a estos jóvenes dorados era, curiosamente, alguien, que ya había traspasado la barrera de los cuarenta años. Me refiero a Barras, quien poco a poco se iba convirtiendo en una estrella emergente mientras menguaba, mucho me temo, la de Tallien.
Sin embargo, hasta que esta estrella de la que mucho habremos de hablar estuvo un poco más alta en el firmamento, lo que predominaba en la Convención era la misma falta de rumbo que caracterizaba a Tallien. Y ésta se reflejaba en las decisiones que tomaban los diputados, ora de un signo, ora de otro. Para demostrar que no eran derechistas, por ejemplo, Tallien y sus amigos decidieron llevar con gran pompa al Panteón los restos de Marat, exponente máximo de los extremistas de la Montaña y asesinado un año antes por Charlotte Corday. Sin embargo, apenas cuatro meses más tarde los retiraron mientras la jeunesse dorée, inspirada directamente por Fréron, se dedicaba a derribar todos los bustos de Marat que encontraba por ahí. Con cada uno de estos actos contradictorios y erráticos se hacía más y más evidente que el nuevo régimen adolecía de equilibrio y también de autoridad, y muy pronto comenzó a decirse que toda esta falta de rumbo se debía a que eran hombres mediocres como Tallien quienes detentaban el poder.
***
Aun así, y a pesar de tan agoreros nubarrones, en la calle lo único que preocupaba realmente a las gentes era divertirse y vivre, como se decía entonces. La multitud de salas nuevas abiertas en París día y noche daban cabida a una nueva fiebre, la del baile, cuanto más desenfrenado, cuanto más exhibicionista, mejor. Los jóvenes que habían visto a sus padres y hermanos arrastrados por los verdugos de Robespierre hacia el patíbulo, lo que deseaban ahora era pasear por París vestidos como los muscadins[6] , petimetres, pisaverdes, también llamados incroyables. El lector comprenderá por qué los llamaban «increíbles» si digo que vestían con enormes corbatas, chalecos chillones y chaquetas cortas con descomunales cuellos tan altos que les tapaban las orejas. Llevaban además zapatos con punta de vértigo y el sombrero (también enorme) colocado de través y se saludaban enlazando sus dedos meñiques. El atuendo se completaba con garrote o bastón nudoso de grandes dimensiones, así como unos anteojos o impertinentes harto ridículos a través de los cuales miraban a las merveilleuses. Y las merveilleuses éramos nosotras, las muchachas (y no tan muchachas) parisinas. En los libros de Historia se me atribuye el ser la inspiradora de esta moda tan curiosa como excesiva que ahora voy a describir, y me gustaría poder afirmar que no es cierto. Pero mucho me temo que mentiría. Ahora, cuando miro ilustraciones de la época, no puedo evitar una sonrisa condescendiente e incluso avergonzada. Sin embargo, observar el pasado con los ojos del presente no sólo es injusto, sino estúpido, porque impide comprender cómo eran entonces las cosas. Espero que el gentil lector sea más amable que yo y refrene también su sonrisa, porque así vestíamos las merveilleuses que yo contribuí a inventar.
Lo primero que hay que decir es que dicha moda no consistía en un tipo de vestimenta determinada, sino en varias, todas inspiradas en tiempos pretéritos. De este modo, por ejemplo, unas veces yo me presentaba en el teatro ataviada a lo salvaje, esto es, con un maillot color carne (o bien desnuda si la temperatura lo permitía), cubierta apenas por una túnica de lino transparente que se abría en tajos pronunciados para dejar ver las piernas en su totalidad, así como unas ajorcas o aros de oro que me adornaban los tobillos. En otras ocasiones decidía abrazar la estética clásica bien espartana o bien romana. A tal efecto, me vestía de Minerva, con búho aleteando en el hombro incluido. Otras veces imitaba a Diana cazadora, con un pecho descubierto y su areola decorada con diminutas flores campestres. O bien de jefa de las amazonas (y entonces eran ambos pechos los que llevaba descubiertos, ocultos apenas por las cintas del carcaj). O de vestal con peluca negra y larga hasta la cintura. O de la reina de Saba. Tan esperadas eran mis apariciones en los teatros y salas de baile de París para ver qué atuendo había inventado esa noche que tuve que pedir ayuda artística a mi buen amigo el pintor Vernet. Él me procuraba grabados y camafeos antiguos para que pudiera copiar nuevos vestidos, nuevos peinados. Fue por aquel entonces cuando comencé a usar anillos en los dedos de los pies. «Lo hago para tapar los mordiscos de las ratas de La Force», decía yo riendo, y lo cierto es que también logré poner aquello de moda. Era muy divertido y también halagador comprobar cómo lo que yo inventaba una noche al día siguiente era imitado por todas las mujeres jóvenes y no tan jóvenes que ahora se paseaban por ahí semidesnudas. En realidad, el cielo de París, tan a menudo plomizo y frío, debía de estar muy sorprendido, pienso yo, al contemplar por los bulevares las siluetas de tantas mujeres (des)vestidas como si estuviéramos en la templada Atenas o en la misteriosa Adis Abeba. Además, para que las muselinas se adhirieran más al cuerpo, revelando todas sus curvas, solíamos empapar nuestros vestidos. Como el cielo no suele perdonar ciertas extravagancias, los catarros y las neumonías estaban a la orden del día, de modo que tuve que inventarme otra moda que sirviera para cubrirnos camino de los bailes y de los teatros. Se trataba de unas suaves mantas o cobertores confeccionados con las más finas lanas traídas por los ingleses desde lejanas tierras de Oriente a los que ellos llamaban shawl o chal.
***
Así, envuelta en gasas y en finísimos chales, se aprestaba Teresa Cabarrús a entrar bailando en el año 1795, o Nivôse del año III de la Revolución. Sin embargo, mientras yo brillaba y seducía en los salones, la estrella de Tallien menguaba a ojos vista. Y es que, desde el mismo momento en que nos instalamos en nuestra nueva casa de La Chaumiére, se hizo muy evidente que quien atraía a tantos amigos y gente importante del momento no era el héroe de Thermidor, sino yo.
— ¿Sabes lo que soy para toda esta gente, Thérésia? — me dijo un día cuando despedíamos a Barras y a otros invitados que se habían quedado hasta tarde bebiendo y hablando de política-. Nada más que una escoba que algunos han utilizado para barrer la basura y a la que, una vez realizada la tarea, pretenden olvidar detrás de la puerta.
Estaba algo ebrio y le temblaba la voz.
— ¿Cómo puedes decir eso? — le repliqué-. Todos saben que fuiste el único que tuvo el coraje de enfrentarse a Robespierre. Sin ti, sus cabezas hace meses que se hubieran juntado con la de Danton para festín de los gusanos.
El negó tristemente.
— No, Thérésia, hay hombres como yo que sólo sirven para hacer el trabajo sucio. Para limpiar Burdeos de contrarrevolucionarios, para eliminar a tiranos, pero una vez que lo han hecho, los barridos son ellos.
No respondí, sino que mentalmente me dediqué a repasar lo que estaba ocurriendo con el resto de los termidorianos. Fouché había desaparecido temporalmente de la escena, pero en cambio Fréron y sobre todo Barras cada vez tenían mayor predicamento. Entonces, sin darme cuenta, me puse a comparar la figura de este último con la de mi amante. Desde luego, Barras estaba mucho más en sintonía con el papel que requerían los tiempos. Él era hijo de un noble provenzal, distinguido y muy seguro de sí mismo. Vestía de forma tan ridícula como todos por aquellas fechas, pero su elegancia aparatosa le daba, a pesar de ello, un aire juvenil que él cuidaba mucho de fomentar. Tenía buena planta, la frente alta, la boca fina, la nariz perfecta y una sonrisa algo cruel que resultaba inquietantemente atractiva. Tallien, en cambio, a pesar de una cierta apostura rústica, era uno de esos hombres a los que los franceses llaman gauche, apelativo que nada tiene que ver con su inclinación política. Era gauche o poco diestro en el trato, en la conversación y sobre todo en sus modales. Dígase lo que se diga, la Revolución, con sus aires igualitarios, nunca logró suprimir del todo las distinciones en lo que a orígenes sociales se refiere, y Tallien, por muy hijo ilegítimo del duque de Bercy que presumiera ser, estaba considerado un patán. No sabía comportarse en sociedad y aburría a todos con la incómoda y reiterativa conversación de los que creen que nunca se les reconocen suficientemente sus méritos. Tenía, por ejemplo, la enojosa costumbre de relatar una y otra vez cómo había sido su intervención en la Asamblea el 9 de Thermidor, lo que le había espetado a Robespierre, lo que había respondido el Incorruptible, lo que había contrarreplicado él… Y para escenificar mejor su actuación, solía sacar del pecho el mismo puñal que había blandido en aquella ocasión y apuntar con él a sus interlocutores. La gente, al principio, le escuchaba con educación, más tarde comenzaron a ignorarle, y últimamente, con todo descaro, abandonaban la estancia cuando lo veían acercarse. En cuanto a su predicamento político, estaba corriendo igual suerte que su predicamento social. Comenzaba a ser evidente que no había sabido sacar partido a su momento de gloria, puesto que no pudo o no supo utilizarlo una vez que lo tuvo en sus manos. Así, sus intervenciones en la Asamblea eran cada vez más escasas, y durante sus discursos ya nadie se molestaba en disimular sus bostezos. Tallien se daba cuenta de todo ello y sufría.
— Un día de éstos tú también me dejarás, Thérésia. Me olvidarás detrás de la puerta como han hecho otros–me dijo aquella noche una vez que despedimos a nuestros últimos invitados. Estaba bebido, pero era otro brillo que nada tenía que ver con el alcohol el que iluminaba sus ojos. Era, yo lo sabía bien, el temor, el horror a perderme o a que lo dejara por otro. Tuve que asegurarle que no había nadie más que él en mi vida, que lo único que quería era divertirme, disfrazarme, olvidar el Terror, igual que hacíamos todos por aquellas fechas. Pero desde esa noche Tallien no tuvo más que una obsesión:
— Casémonos, vida mía. Tú estás divorciada, yo soltero, es lo único que logrará salvarme, salvarnos.
No pude menos que reír. ¿Qué importancia podía tener un acta de matrimonio? ¿De qué o de quién debíamos salvarnos? Vivíamos juntos y nuestra unión era más que conocida por todos sin necesidad de que la refrendara papel alguno.
— No por conocida deja de ser ilegal–me respondió-. Y mi carrera política sufre por este motivo. Noto perfectamente cómo me miran los otros diputados…
No quise decirle lo que de verdad pensaba. Que se engañaba una vez más. Que los diputados no lo miraban de esta u otra manera porque viviera en concubinato con una extranjera, con una ex aristócrata ni con Nuestra Señora de Thermidor. Eran otras las razones. Pero de nada servía quebrantar aún más su ya de por sí frágil equilibrio. Tallien era un hombre que sabía que se estaba ahogando y buscaba desesperadamente una tabla de salvación. Miré sus ojos, tan atormentados, luego la línea de su antaño bello y rizado pelo que comenzaba ya a menguar, y a continuación vi la amargura que se había apoderado de esa boca que, en otros momentos, tanto y tan inesperado placer me había proporcionado. Apenas tenía veinticinco años y ya parecía un viejo. Lágrimas acudieron a mis ojos. Si él era ahora un náufrago que buscaba asidero, también yo en tiempos lo había utilizado a él como tabla de salvación cuando mi mundo naufragaba. Y Tallien entonces había estado ahí para salvarme, para jugarse su carrera, e incluso su vida, por mí.
— Jean… — le dije, y él, confundiendo mis lágrimas de piedad con las de otro sentimiento que yo ya no podía albergar, me abrazó con desesperación.
— Júrame que no me dejarás nunca. Júrame al menos que, cuando te canses de mí, permitirás que me quede cerca de ti, como una escoba vieja, detrás de la puerta, en el último rincón de tu casa, de tu vida, como un trasto inútil, como un perro, pero cerca de ti, mi amor, mi única vida.
Esa noche nos amamos como lo que éramos, él un náufrago y yo un trozo de madera inerte que nada puede sentir. En sus besos bañados en lágrimas busqué, como antes tantas veces había hecho junto a mi primer marido, imaginar las caricias de mi querido Jean–Alex Laborde, cuya imagen aún guardaba en el secreto camafeo que llevaba siempre oculto entre mis ropas, incluso las más frívolas y merveilleuses. No me resulta difícil imaginar la cara de sorpresa y de incredulidad de cualquiera de los que tanto admiraban a Teresa Cabarrús disfrazada de diosa pagana si descubrieran su secreta verdad. Aquella Venus que reía siempre no tenía junto a su corazón más que la compañía de un pobre hombre que se venía abajo y la de un camafeo con la imagen de un muchacho, apenas un niño, al que no había vuelto a ver desde hacía nueve años. Triste diosa.
Sin embargo, la gratitud es un sentimiento extraño. Algunos ni siquiera la conocen, muchos la recuerdan sólo cuando son de ella deudores y la mayoría no la considera razón suficiente para permanecer unido a alguien. Aun así, yo a mis frívolos y a la vez tan vividos diecinueve años, sabía muy bien lo que le debía a aquel hombre que ahora dormía abrazado a mi cintura, venturoso en su pequeño paréntesis de felicidad. Le debía la vida que él dos veces había salvado de la guillotina, así como la posición en la que ahora me encontraba, que si bien no era perfecta, sí al menos respetable. Además, me decía yo, él había sido lo suficientemente generoso como para reconocer siempre que fue el temor a perderme el que había guiado su mano para acabar con Robespierre. Y si otros estaban poco a poco olvidando lo que esa muerte había significado para Francia, yo no podía ni debía hacerlo. Aun así y a pesar de todo lo dicho, la gratitud no es como el amor, que nos ciega e impide ver a las personas tal cual son, de modo que yo me daba perfecta cuenta de cómo era Tallien y de cuál era mi situación junto a un hombre que estaba cayendo en el descrédito. Gratitud y descrédito son, por lo general, dos cosas fáciles de sopesar, y puestas en una balanza, para la gran mayoría pesa mucho más este último que la primera, pero yo tengo la desgracia (¿o tal vez debería decir la fortuna?) de no pensar como la mayoría.
«¡Oh, mi pequeña Teresa, tú siempre tan teatral! Cuando toca comedia siempre serás la mejor cómica; en la tragedia, la trágica más inspirada, y ahora en el drama…». Algo así diría mi padre si pudiera verme en este momento: «Teresita, la gran comediante… Teresita, la de los bellos gestos…». No, mon bon papa, no todo es teatro en la vida de tu hija, a la que hace tantos años que no ves. A veces, más que representar un papel, lo que da placer y también paz de espíritu es hacer, simplemente, lo que se debe hacer, lo que nadie espera de uno.
V
DE NUEVO, EMPIEZA EL BAILE
OTRA VEZ EN EL FILO DE LA NAVAJA
El 26 de diciembre del año 1794 o 6 de Nivôse del año III de la nueva era, con la discreción que la antigüedad de nuestra relación aconsejaba, Tallien y yo nos casamos y yo me convertí en madame Tallien, tercero de los cinco nombres con los que se me conoce en la Historia. Al poco tiempo nació mi segundo hijo, una niña a la que llamamos Rose en honor a su madrina. A Josefina se la conocía aún entonces por su verdadero nombre y éste era además muy del agrado tanto del felicísimo padre como del mío. A la recién nacida le añadimos además otro en recuerdo de los históricos acontecimientos de los que habíamos sido actores principales, y así mi pequeña se convirtió en Rose Thermidor, un bebé de una belleza extraordinaria que era el juguete preferido de todos los amigos que, cada vez con más asiduidad, frecuentaban nuestra casa de La Chaumiére. El invierno trajo, por cierto, otras modas y modos a ese París cuya consigna principal seguía siendo vivre y divertirse a toda costa. Por nuestra casa desfilaban ahora tanto jacobinos de atuendo severo como emigrados ataviados de verde (el color de los realistas), pero el toque más extravagante en el vestir lo poníamos como siempre las damas. Había que ver, por ejemplo, a las esposas de los diputados y, más aún, a las de los llamados agiotistas o especuladores, con sus joyas carísimas, que proclamaban a los cuatro vientos los pingües y muy turbios negocios de sus maridos.
Sin embargo, lo más notable de estas reuniones no era la forma de vestir, que de puro extravagante ya no llamaba la atención de nadie, sino el culto que ahora se hacía a una nueva forma de fraternidad. Y es que esta palabra, que junto a sus hermanas «igualdad» y «libertad» había sido el lema de nuestra Revolución, comenzaba a utilizarse para describir un nuevo entendimiento entre ciertas clases sociales mortalmente enfrentadas hasta el momento. Si con anterioridad se procuraba (al menos en apariencia) fraternizar con las clases bajas e incluso copiar su forma de hablar y de vestir, ahora este noble sentimiento fraternal se encaminaba hacia las clases dominantes, esto es, a las del Antiguo Régimen, y también a la de los representantes políticos del momento. Así, no era raro ver en mi casa, por ejemplo, a jacobinos departir con aristócratas de viejo cuño entre los que se había puesto de moda, por cierto, saludar á la victime; es decir, con un movimiento brusco de cabeza hacia delante, como si reprodujesen el momento en que la guillotina decapitaba a sus víctimas. «Míralos, ahí tienes al lobo paciendo junto al cordero y al leopardo con el cabrito–solía comentar Germaine de Staël, que jamás desaprovechaba la ocasión para soltar una cita culta-. ¿Qué crees que le estará pidiendo el marqués de X al diputado Z?».
Y lo que le estaba pidiendo el cordero al lobo o el cabrito al leopardo era, muy posiblemente, un salvoconducto que permitiera el regreso de algún pariente suyo que había tenido que huir del país debido a «su miedo a los terroristas», bien sûr, no porque careciese de ideas republicanas. Y es que aún en aquellos tiempos fraternales nadie se atrevía a decir, por ejemplo, que no estaba orgulloso de nuestra gloriosa Revolución. Los lobos paciendo con los corderos implicaba también que el jacobino que tan sólo unos meses atrás habría denunciado en el cuartel de policía más próximo la presencia de cualquier noble, ahora, ganado por los nuevos aires de opulencia de nouveau riche, incluso se sentía muy halagado por la presencia junto a él de un rico de toda la vida (aunque ese rico ya no lo fuera tanto y hubiera perdido la camisa o casi la cabeza en la Revolución).
***
Fuera de los salones galantes, en la arena de la política, esta mezcolanza de principios y credos era motivo de no poca desorientación. Se dictaban leyes ora de un signo, ora de otro, y mientras en los salones reinaba la opulencia, en la calle el hambre y la desesperación, unidos al descontento general, iban a inspirar dos revueltas históricas ocurridas en la primavera de 1795 que acabarían con un baño de sangre. Y de pronto, cuando todo parecía indicar que nos estábamos deslizando otra vez hacia los peores momentos de la Revolución, tuvimos noticia de que Luis XVII, el pequeño y desdichado delfín, acababa de morir en prisión, lo que iba una vez más a poner en peligro a Tallien. Sucedió que, una vez conocida la noticia, todos esperábamos del conde de Provence, hermano y heredero de Luis XVI, ciertas palabras de conciliación. Un gesto que sirviera tal vez para acercar posiciones con los que, como yo, para entonces secretamente deseábamos una no muy lejana unión entre los realistas moderados y los termidorianos con Tallien a la cabeza. Sin embargo, en vez de palabras de acercamiento, las que pronunció el conde de Provence fueron de una dureza inusitada. En su famosa proclamación de Verona, el hermano de Luis XVI dio a conocer al mundo que pensaba asumir el título de Luis XVIII. Y no sólo eso, sino que su deseo era instaurar la monarquía absoluta, que tenía por objetivo la supresión de todas las libertades logradas por la Revolución, así como también (y esto nos afectaba directamente a Tallien y a mí) la persecución implacable de aquellos que habían votado la muerte de su hermano.
Como es de suponer, en medio de todas las intrigas que se tejían y destejían en el seno de la Convención, estas declaraciones tuvieron un efecto devastador. Los que poco a poco se habían ido escorando a la derecha, como Tallien, se enfrentaban ahora a un considerable dilema: ser atropellados por los jacobinos si se inclinaban demasiado a la izquierda o subir al cadalso si se producía una restauración de la monarquía, puesto que todos eran regicidas o, como mínimo, habían participado en los más sangrientos capítulos de la represión. Había pues que dar un paso atrás y renunciar a toda esperanza política de derechas, puesto que nosotros nunca seríamos considerados por los realistas como de los suyos.
— ¿Nunca? — le dije a Tallien mientras él me pintaba tan negro panorama-. Se me ocurre una idea que tal vez podría darnos una salida más que airosa.
— ¿A cuál te refieres? — inquirió Tallien, sirviéndose otra gran copa de coñac. Había comenzado a beber con demasiada liberalidad por aquel entonces y yo tenía que hacer verdaderos esfuerzos para que no se encerrara en su estudio durante horas entregado a negros pensamientos y con la única compañía de una botella de licor.
— Tengo la sensación–añadió dando el primer trago–de que hace tiempo que caminamos por el filo de una inacabable navaja que terminará por desollarnos.
— Y desde luego no ayuda en nada caminar por una navaja en compañía de una amiga como ésta–contesté señalando su copa rebosante-.
— Escucha lo que he pensado: tú conoces, naturalmente, el nombre de Manuel Godoy, y sabes también que es buen amigo de Francia.
— Pensé que era mentira toda aquella patraña de tus coqueteos con los Borbones españoles–dijo Tallien no sin amargura.
— Y lo era, pero las cosas cambian tan rápidamente en estos tiempos que las mentiras de ayer bien pueden ser nuestra salvación de hoy. Mi padre mantiene excelentes relaciones con Godoy. No sería nada difícil jugar esta carta.
— Dios mío, Teresa, ¿a qué te refieres ahora?
— A crear un nuevo pretendiente. A río revuelto, ganancia de pescadores, dicen, o lo que es lo mismo, de personas en dificultades como nosotros. Piénsalo por un momento: son muchos los que no se fían de ese gordo e intrigante hermano de Luis XVI, muchos incluso lo detestaban ya antes de la Revolución. Si nosotros encontráramos a otro Borbón que no recuerde tanto a tiempos pasados… Pongamos que sea un joven sin ataduras, uno que nos estaría eternamente agradecido por haberle hecho un favor impagable.
— Temo cuando veo en tus ojos esa mirada, Thérésia–dijo él, puesto que, según Tallien, cuando yo hablaba de ciertos asuntos un extraño brillo asomaba a mis ojos. El de la ambición, lo llamaba él; yo lo llamaba el de la más elemental supervivencia.
— Adelantarse a los deseos de los poderosos no sólo es fácil, sino muchas veces la única manera de salir de ciertas situaciones. Godoy es un hombre astuto pero también enormemente ambicioso. Piensa cuánto le complacería (y convendría) sentar a un Borbón español en el trono de Francia. Pongamos que sea uno de los hijos de Carlos IV; el vínculo familiar entre éste y el difunto Luis XVI no puede ser más cercano, se trataría por tanto de un pretendiente ideal. Lo único que hay que hacer es sembrar la idea en Madrid, y eso es tan fácil como que yo escriba a mi padre. Él conoce la situación privilegiada que tú tienes en la Convención y cómo puedes colaborar para conseguir nuestro objetivo.
Dije estas palabras y me mordí los labios; nunca me ha gustado mentir. Naturalmente, la situación de Tallien en la Cámara distaba mucho de ser privilegiada, pero eso no tenía yo intención de decírselo tampoco a mi padre, que vivía en Madrid y seguía los acontecimientos de Francia con el natural retraso que da la lejanía. Por otro lado, era un hecho incontrovertible que al resto de los termidorianos les convenía tanto como a nosotros que existiera un segundo pretendiente al trono que mermase las posibilidades del conde de Provence, y nadie tenía por qué saber de quién había partido la idea. Cuando algo conviene a muchos, sólo se precisa sembrar la tan útil semilla del interés propio para que ésta crezca sola. Y es que, según tengo observado, en esto como en otras cosas, la política se parece inquietantemente al amor: para ganar en ambos, es preferible invocar no nuestros deseos y pasiones, sino los del contrario. Y es a veces tan fácil…
Así pusimos en marcha Tallien y yo aquella pequeña estrategia. Él comenzó a sembrar la duda en las cabezas de sus compañeros termidorianos, que ya veían peligrar las suyas con la amenaza del conde de Provence, y yo escribí a mi padre. Lentamente comenzó a fraguarse un plan que, a buen seguro, hubiera resultado beneficioso para (casi) todos en Francia si no se hubiese cruzado en nuestro camino una nueva y muy alargada sombra.
Mientras los termidorianos se mostraban verdaderamente atemorizados con el manifiesto de Luis XVIII, mientras Tallien y yo coqueteábamos secretamente con la idea de un Borbón español y mientras muchos en la Convención ensayaban diversos métodos para hacer olvidar a los de la izquierda los lazos comprometedores que los unían a los realistas moderados, el azar iba a añadir un nuevo elemento imprevisto a la situación. En junio de 1795 llegó a París la noticia de que un desembarco de emigrados realistas acababa de producirse en Quiberon con la ayuda de una flota inglesa. ¡Qué ocasión única–pensamos entonces todos–para aclarar cualquier situación! Porque lo cierto es que el hecho de que el desembarco tuviese lugar gracias a la ayuda del enemigo patrio por excelencia, la pérfida Albión, obligaba a todos a condenarlo. Y fue de este modo tan poco afortunado como hicieron su entrada en escena unos personajes que iban dar a la literatura muy bellas páginas. Se llamaban los chouans y eran un grupo de nostálgicos realistas que en el oeste del país se alzaron en armas con todos los ingredientes de romanticismo y de leyenda. La Convención, como digo, no podía de ninguna manera mostrarse indecisa, por lo que decidió mandar con urgencia a uno de sus generales a sofocar la rebelión. Se trataba de uno de los oficiales más prestigiosos del momento, el general Hoche, pero se consideró oportuno enviar, además, a algún miembro de la Cámara como observador. Tallien movió entonces todos los hilos posibles para ser elegido; su encomienda no era de una extraordinaria relevancia, pero aun así, la alegría que sintió al saber que había sido nombrado resulta difícil de describir.
— Thérésia, amor mío, los cielos han escuchado mis plegarias. ¡Actuar contra los ingleses!, contra los más inveterados enemigos de la patria y hacerlo junto a Hoche. Ya verás como a mi regreso nuestros amigos me mirarán con otros ojos. Bésame, Thérésia, deséame suerte, ¿me echarás de menos al menos un poquito? Prométeme que sí.
Lo cierto es que no le eché de menos. No sólo porque mis sentimientos hacia él eran cada vez más fríos, sino porque no me dio tiempo a hacerlo; la rebelión de los chouans, a pesar de todas las bellas páginas que ha inspirado, no fue más que un sentimental y muy breve hiato en la historia de Francia. Aquellos hombres de campo, tan apegados a la tierra, que se alzaron en defensa de la tradición y de la monarquía, no resistieron ni la primera embestida. Abandonados por los ingleses en el último momento y teniéndoselas que ver con la superioridad estratégica y armamentística del general Hoche, retrocedieron y finalmente se vieron obligados a replegarse en desorden. Fue lo que se dio en llamar la derrota de Quiberon. No podía ser de otro modo: los chouans no eran más que unos idealistas que luchaban contra un ejército bregado en todos los frentes que Francia tenía abiertos en esos momentos contra el resto de sus vecinos; un ejército que, gracias a sus conquistas y a los botines de guerra, se estaba convirtiendo en el más poderoso de toda Europa.
Días más tarde, Tallien regresó a París con la satisfacción del triunfo y la comprensible esperanza de que éste lo convirtiera de nuevo en el héroe que brevemente había sido después la muerte de Robespierre. Así, tras la derrota de los chouans eligió mostrarse magnánimo con los vencidos; les prometió clemencia a cambio de su rendición sin condiciones y ellos aceptaron agradecidos. Una vez más, Tallien prefería evitar un derramamiento de sangre.
— ¿Para qué? — argumentaba-, la victoria ha sido tan rápida, tan completa, que no es necesario más castigo.
Incluso se arriesgó a dar por su cuenta todo tipo de seguridades a los prisioneros, porque también, según sus palabras, «la República no necesita más cadáveres, sino concordia».
Y es que ya hacía mucho que Tallien no era aquel représentant en mission, aquel terrorista que se complacía con la muerte de sus adversarios. Ahora era, gracias a mi influencia y dicho en palabras de esas que se cuchichean en voz baja y con retintín, le gentil petit chien de madame Cabarrús. El perrito de la señora Cabarrús, así me confesó Frenelle que lo llamaban abiertamente y entre risas en la calle incluso antes de su regreso de Quiberon. Según los vecinos de París, Tallien hacía tiempo que se había convertido por amor en la mascota de la Cabarrús, a la que concedía no sólo la clemencia que ella solicitaba para los vencidos, sino también todos sus frívolos caprichos de mujer rica. Qué cruel es la gente. Me entristecieron sobremanera estas revelaciones, no ya por lo despectivas que eran respecto de mí, sino sobre todo por lo injustas que resultaban para con Tallien. Que un hombre sin escrúpulos cambie de actitud por una mujer se interpreta con demasiada frecuencia como un acto de debilidad, de cobardía incluso, pero ¿acaso no es la mayor de las grandezas volverse clemente por amor?
Por fortuna, Tallien estaba tan feliz con su triunfo que no tenía oídos para habladurías. Albergaba la esperanza de que su magnanimidad hiciera que la Fortuna volviera a sonreírle, pero dicha diosa siempre se mostró esquiva con Tallien. Y es que bastaron apenas un par de días para que Sieyès, uno de los diputados que siempre había sabido, como Fouché, aprovechar con éxito las situaciones para su provecho propio, vio en la clemencia que Tallien había demostrado con los chouans una forma de acabar para siempre con aquel incómodo individuo que jugaba con tantas barajas sin tener talento para ello. Sieyès denunció a mi marido ante la Convención y lo acusó del peor crimen que se podía cometer en aquel momento en que la sombra de Luis XVIII era ya demasiado alargada y los ingleses habían intentado ayudar a los chouans: lo acusó de connivencia con los realistas. Incluso tuvo la desfachatez de presentar cartas que, supuestamente, aludían a una restauración monárquica en la que Teresa Cabarrús jugaba, una vez más, el papel de espía de España y de su rey Borbón. Todo era una gran mentira. Yo apenas había tenido tiempo de poner en marcha mi plan, de modo que nada podían conocer de él ni Sieyès ni ninguno de los suyos. Pero mucho me temo que este individuo, famoso por sus insidias, sabía utilizar bien las medias verdades, las apariencias, las sospechas, y hacer válido ese refrán tan español que dice que, cuando el río suena, agua lleva.
— Vamos–le dije a Tallien cuando me contó lo que se estaba fraguando contra él-. ¿Quién va a creer a ese miserable de Sieyès? ¿No es él acaso el mismo que asistió a la Convención durante todos los años del Terror sin despegar jamás los labios, y cuando le preguntaron qué había hecho durante ese tiempo por salvar a la patria, dio sonriendo esa contestación que se ha hecho famosa de puro cínica: J'ai vécu, he vivido? Con seguridad nadie puede tomar en serio las acusaciones de un hombre de su catadura.
Tallien movió tristemente la cabeza.
— No se trata sólo de las palabras de un hombre como él, sino también de la verdad, Thérésia.
— ¡Una verdad que nadie más que tú y yo sabemos! — respondí con calor-. Lo único que debes hacer ahora es hablar en la Convención. Explicarles cómo Hoche y tú habéis desbaratado una tentativa de los malditos ingleses por acabar con nuestra gloriosa República.
— Eso sería tanto como entregar a los chouans a la Louisette, amor mío. Ellos se rindieron sin condiciones bajo mi promesa de clemencia. Sería poco menos que un crimen…
— ¡No! — insistí-. Tú puedes fácilmente hacer ambas cosas; demostrar a todos tu afán republicano y también guardar tu palabra. ¿Sabes qué fecha es hoy? 7 de Thermidor, el 9 es el primer aniversario de la caída de Robespierre. Te será muy fácil aprovechar la efemérides del día en que fuiste un héroe para volver a serlo. El fantasma del Incorruptible va a ser esta vez nuestro mejor aliado. Nadie quiere que vuelva la venganza, ni el dolor, ni la sangre. Lo que Francia necesita son gobernantes como tú: decididos y a la vez magnánimos, fuertes y también clementes.
— No saldrá bien, vida mía, es demasiado arriesgado. No hace falta que te recuerde lo mucho que pueden cambiar las cosas, las fortunas, incluso la vida cuando uno se sube a la tribuna en la Convención. Le pasó a Danton, le pasó a Robespierre, a hombres mucho más grandes que yo. Una palabra inadecuada, un gesto imprudente y todo estará perdido.
— Te equivocas una vez más–le dije a punto de perder la paciencia-. Tú has salido airoso de situaciones más difíciles que ésta y eres un hombre mucho más grande que Robespierre. Yo estaré en la Convención para darte ánimo. juntos podemos lograrlo todo, siempre hemos podido.
TALLIEN EN LA TRIBUNA UNA VEZ MÁS
Lo primero que me sorprendió al entrar en la sala aquella mañana fue lo mucho que había cambiado la Convención. Qué diferencia tan notable con apenas unos meses atrás, cuando el fantasma de Robespierre aún se adivinaba en detalles como la vestimenta austera de los diputados o en la presencia de las tricoteuses. Ahora, en cambio, todos los presentes vestían de forma alegre, la mayoría de los hombres como muscadins, con esas chaquetas coloridas y ostentosas tan a la moda. Y en los asientos destinados al pueblo ya no se veía ni una sola tricoteuse, sino mujeres ataviadas de diosas griegas, como yo en esta ocasión. Espero que el lector sea benevolente si le confieso mi atuendo ese día: túnica muy corta a lo Ceres, de una fineza transparente; peluca rubia y un coqueto sombrero a la jockey, sandalias, anillos en los dedos de los pies… en fin, continuemos porque adivino algunas sonrisas.
El Instituto Nacional de Música abrió la ceremonia entonando el recién compuesto himno al 9 de Thermidor, que fue cantado por unas bellas niñas de unos doce años que simulaban ser ninfas y llevaban túnicas blancas y hojas de hiedra en la cabeza. A continuación, el representante Lemoine, a modo de símbolo de triunfo y en nombre de la Cámara, hizo al presidente entrega pública del sable que había sido propiedad del Incorruptible, y por fin, cuando se apagaron los aplausos, que fueron prolongados, el maestro de ceremonias dio la palabra a Tallien para que subiera a la tribuna.
Desde donde yo estaba podía ver cómo el sudor le corría por la cara y el cuello, mojando de modo ostensible su camisa y su aparatoso foulard de colores. «Dios mío–me dije-, hace exactamente trescientos sesenta y cinco días consiguió salir airoso de una prueba infinitamente más difícil; ¿cómo no va a lograrlo también esta vez? Claro que lo conseguirá. Tallien, en las situaciones desesperadas, deja de ser él y se transforma. Sí–añadí tratando de tranquilizarme-. Hoy ocurrirá otro tanto», y luego lo miré regalándole la más persuasiva de mis sonrisas.
Él entonces pareció cobrar fuerzas y con paso firme subió a la tribuna.
— Representantes–dijo-. Vengo de las orillas del mar para unir un canto nuevo de triunfo a los himnos triunfales que deben celebrar tan gran solemnidad…
Se trataba de las habituales palabras ampulosas y huecas que todos empleaban por aquel entonces, pero por alguna razón no sonaban todo lo convincentes que Tallien y yo necesitábamos en ese momento. Él pareció notarlo y redobló su énfasis tratando de parecer más rotundo.
— ¡Yo te saludo, época augusta en la que el pueblo aplastó a la tiranía! — exclamó, y una corriente de desidia recorrió la sala. Una vez más, Tallien tomó aire, miró hacia donde yo estaba y luego a la concurrencia con gesto desafiante y ahora su voz sonó mucho más enfática al decir:
— Sí, representantes… Doblegado durante demasiado tiempo bajo el peso ignominioso de los buques de la pérfida Albión, el océano francés ha visto por fin a sus legítimos amos recuperar la actitud de victoria.
«Muy bien–me dije yo entonces-, qué astuta estrategia la suya. Ha decidido hablar primero de la pérfida Albión para apelar al patriotismo de la Cámara y a continuación, tal como yo le he indicado, hablará de la clemencia que es menester otorgar a esos infelices chouans. La clemencia ante el vencido es patrimonio de grandes hombres, bravo por Tallien».
Le sonreí con toda intención para indicarle lo acertado que me parecía su ardid, pero ante mi sorpresa éstas fueron las siguientes palabras que pronunció:
— Y aquellos miserables que tuvieron la malhadada osadía de aliarse con los ingleses, esos viles cómplices de William Pitt que, al volverse contra nuestra gloriosa República, serán devorados por la misma tierra que los vio nacer. ¡El oráculo se ha cumplido!
Un aplauso unánime acogió estas palabras. La sala en pleno se había puesto de pie para aclamar al vencedor de los ingleses, al vencedor también de los chouans. Todo el mundo aplaudía, vitoreaba a Tallien; todos menos yo, que no podía creer lo que estaba viendo. Mi marido, que había subido a la tribuna temeroso y pálido, había conseguido una vez más enardecer a la Convención. Pero en esta ocasión lo había hecho a costa de su palabra, de la solemne promesa dada a los chouans y también a mí. No había duda, estaba entregando las cabezas de aquellos infelices para salvar la suya, y ahora me miraba con aire triunfal y la vez como un niño que cree haber logrado una proeza por la que espera la aquiescencia de su madre, de su maestra.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. No, no era esto lo que yo quería. No era para que sus manos volvieran a teñirse de sangre por lo que yo tanto había luchado. Ajena a mis pensamientos, la Convención en pleno esperaba las próximas palabras de Tallien. Entonces él sacó de su pecho aquel puñal, el mismo que había enseñado a la Cámara el día que acabó con Robespierre. Ese que solía blandir en casa ante nuestros invitados en sus patéticas reconstrucciones de lo sucedido en su único día de gloria. Tallien el sanguinario, Tallien el gauche… aquello era más de lo que yo podía soportar. Me volví buscando la salida, tenía que escapar de allí, impedir que aquella gente que me rodeaba viera mis lágrimas. Recogí mi shawl y me dirigí a la puerta, pero antes de alcanzarla, aún me dio tiempo a oír lo que decía:
— De un puñal similar a éste se valieron aquellos miserables traidores amigos de los ingleses para atravesar el pecho de los patriotas. Hay que enseñar a todas las naciones que un animal herido, al ser alcanzado, debe hacer que caigan los demás, porque es la única manera de salvar su vida. ¡Viva la República!
Sin duda, esa última alusión a un animal herido se refería a sí mismo y estaba destinada a mí, a hacerme comprender por qué había cambiado su discurso. Antes de abandonar definitivamente la sala me volví para mirarle por última vez. La Convención entera aplaudía, pero en su cara pude ver la misma mirada anhelante de unos minutos atrás, esa que esperaba el reconocimiento de una sola persona, la sonrisa de sólo unos labios. Giré sobre mis talones y me marché. Yo sabía perfectamente lo que iba a decirme al llegar a casa: que había tenido que hacerlo así, que eran ellos o nosotros, la vida de los chouans o el desprestigio de los Tallien, acusados de connivencia con los realistas, con los traidores.
— ¡Pero si lo he hecho por ti, vida mía! Fue tu imagen en la tribuna la que me dio fuerzas, gracias a tu presencia he sido capaz de convencer a toda esa gente. Tú a mi lado, he ahí mi fortaleza–me dijo esa misma noche, los dos solos en nuestra habitación, mientras recorría a grandes zancadas la estancia como un animal enjaulado, también como un niño que no alcanza a entender qué ha hecho mal.
De sobra sabía yo que lo que decía era cierto. Si Tallien había faltado a su palabra y vendido a los chouans era por mí. Pero lo había hecho no sólo para desviar la atención de nuestra pequeña y fallida tentativa de intrigar con un pretendiente español al trono de Francia y salvar una vez más su cuello. Lo había hecho sobre todo por una razón aún más poderosa para él: para recuperar mi estima, mi amor, mi admiración. Para que yo no tuviera que tolerar la compañía de un petit chien al que todos comenzaban a despreciar. En otras palabras, para no ser únicamente un hombre que en un momento de la Historia se había erigido en el salvador de Francia, pero sólo porque no lograba borrar de su corazón la imagen de una mujer a punto de subir al cadalso, una por la que hubiera derramado hasta la última gota de su sangre.
Afortunadamente para mí, nada de esto me reprochó Tallien mientras caminaba arriba y abajo por nuestra habitación, y yo le agradecí en lo más hondo de mi ser que no lo hiciera. De nada servía hablar de lo que los dos sabíamos, de su devoción y de cómo este mismo fervor por mí nos estaba distanciando. Él sólo se disculpaba por no haber interpretado bien mis deseos, y lo hacía llorando como un niño.
Entonces ocurrió algo que yo no esperaba: sus lágrimas, que tantas otras veces me habían inspirado piedad, me produjeron asco.
— Lo he hecho para que estuvieras orgullosa, para que todo vuelva a ser como antes–decía Tallien inclinándose para besarme las manos; y luego, sin que yo pudiera evitarlo, se abrazó a mis rodillas. Tenía la cara desencajada y de sus labios caía ahora un largo hilo de baba que le recorría el mentón, bajaba por el cuello y mojaba luego mi vestido. Yo no podía controlar la sensación de náusea que me atenazaba la garganta hasta ahogarme. «Como antes–dije para mis adentros-. Sí, mañana todo volverá a ser como antes, pero en el peor sentido de la frase. Mañana él será una vez más el hombre vacilante y torpe que es habitualmente cuando no le inspira el desesperado temor a perderme. Será Tallien el gauche, la estrella menguante que a nadie interesa y que a todos aburre. Y mañana también, o al otro, o al siguiente a más tardar, morirán los chouans que se entregaron bajo solemne promesa de perdón sin que Nuestra Señora de Thermidor ni tampoco la del Buen Socorro pueda salvarlos. Porque ocurre que esa buena dama que trata siempre de ayudar a otros, está ella misma necesitada de un buen socorro: tan unida se encuentra su suerte a la de su marido».
***
Esa noche le pedí a Tallien que durmiera en otra habitación. No me sentía con fuerzas como para tenerle cerca, para padecer su proximidad, su aliento en mi almohada y ese olor rancio de un cuerpo que otras veces había llegado incluso a amar. Pero había también razones de orden práctico para desear la soledad, y éstas fueron las que esgrimí para pedirle que me dejara sola. Necesitaba pensar, poner en orden mis ideas. Mañana, sí, mañana todo volvería a ser como antes para el matrimonio Tallien a menos que yo hiciera algo para sacar provecho de este nuevo y mínimo momento de gloria que había tenido mi marido a costa de la sangre de los chouans. Distraídamente miré el calendario que había sobre mi mesa. Era uno muy bello de nácar y marfil que había logrado sobrevivir conmigo todos estos años a tantas mudanzas, a tantas huidas. El 9 de Thermidor era la fecha que en él podía leerse. Y si la Convención había festejado ya con tanta pompa el aniversario de la muerte de Robespierre, ¿qué más natural que uno de sus actores principales lo hiciera también? «Una fiesta–me dije-, una gran fiesta que marque nuestro regreso al círculo de los más influyentes». Eso era lo que pensaba organizar. ¿No estábamos acaso en un tiempo en el que la mayor obsesión era divertirse? ¿No era yo madame Thermidor? ¿No hacía exactamente un año que Tallien había derrotado a Robespierre? Muy bien, pero esta vez iba a ser yo quien administrara nuestro recién conquistado patrimonio de prestigio y respetabilidad, y lo haría como más gustaba a la frívola sociedad parisina: con un gran baile de merveilleuses y de jeunesse dorée.
«Para celebrar el aniversario de una nueva era de libertad y esperanza en el futuro…. — Así comenzaría la invitación que pensaba enviar a todos nuestros amigos y a las personas más relevantes de la ciudad-: Y también para festejar el regreso de Jean–Lambert Tallien a la escena política, se celebrará el día 12 de Thermidor en La Chaumiére un baile de víctimas… Directora escénica, responsable del vestuario y de todo lo demás, Teresa Cabarrús».
Naturalmente, esta segunda parte de la invitación no estaba en el texto que pensaba enviar a mis convidados, sino sólo en mi ánimo. «Adelante», me dije; eran muchas y muy variadas las cosas que había que preparar.
UN GRAN BAILE DE VÍCTIMAS
Los entretenimientos que más interés despertaban en la sociedad de entonces eran los llamados bals des victimes, en los que, como si de un exorcismo se tratara, los invitados se dedicaban a escenificar de forma entre humorística y morbosa lo que habían sido los horrores de la era Robespierre. Para poder asistir a esas fiestas era indispensable tener un pariente, cuanto más cercano mejor, que hubiera perdido la vida en la guillotina, y tal era el furor por ellas que la gente falsificaba incluso documentos para conseguir una entrada. A estos bailes, la mayoría públicos, era costumbre acudir ataviados de luto y con algún signo luctuoso, como por ejemplo una cinta roja atada al cuello para simbolizar el tajo de la Louisette. «Ataviados» es aquí palabra engañosa, puesto que sirve en realidad para describir sólo el vestuario de los caballeros. Ellos, a pesar de los toques extravagantes de sus ropajes, al menos iban vestidos; nosotras, las damas, en cambio, íbamos más bien desvestidas. Recuerdo, por ejemplo, una tenue mía que tuvo mucho éxito en una fiesta organizada por madame de Staël y que consistía en una bella representación de Hécate. Al contarle que pensaba acudir así ataviada, Germaine de Staël se había sorprendido ante el personaje elegido por mí.
— Querida, ya que has decidido disfrazarte de bruja, bien podías haber elegido convertirte en Circe o en cualquier otra hechicera famosa por su belleza; la vieja y fea Hécate, en cambio, no te hará justicia.
Siempre me gustó epatar a Germaine y en aquella ocasión lo logré con creces. Aparecí en su fiesta como una vieja decrépita y harapienta para, al cabo de unos minutos, despojándome de mis harapos, lucir casi desnuda con tan sólo una malla transparente que simulaba una finísima tela de araña. Cuento esta anécdota para explicar que los bailes de víctimas, que siempre giraban en torno a temas lúgubres, requerían mucha imaginación y también una cuidada escenografía. Algunos se celebraban cerca de los cementerios o de viejas cárceles para dar desde el principio el adecuado marco a tan funeraria fiesta. Los que tenían lugar en casas particulares, exigían un esfuerzo añadido de organización por parte de los anfitriones y, como es natural, un gasto considerable. Pero en aquel entonces tal cortapisa no existía, todo el mundo gastaba a manos llenas los dineros logrados en negocios turbios. Recuerdo como particularmente bella y dramática, por ejemplo, la fiesta organizada por otra de las estrellas emergentes del momento, madame Villers. En su caso, ella optó por recubrir el suelo de una tela roja que semejaba sangre y que ondulaba bajo nuestros pies al caminar hinchada y deshinchada por grandes fuelles. Durante la cena (en la que se sirvieron sólo vísceras y frutos rojos), una orquesta de cámara amenizaba nuestro lúgubre banquete tocando la marcha fúnebre. Tal era el despliegue de imaginación morbosa, que sorprender a los invitados se estaba convirtiendo en una misión inalcanzable. Aun así, la ocasión merecía un esfuerzo especial por mi parte y durante varios días estuve trabajando en silencio sin confiarle a nadie, ni siquiera a Rose, la idea que tenía en la cabeza.
***
Llegó por fin el día y la fortuna tuvo a bien regalarme una noche perfecta llena de estrellas, cálida pero con una suave brisa. El jardín estaba muy bello iluminado por cientos de antorchas y desde la ventana de mi habitación me entretuve en observar a la luz de éstas cómo empezaban a llegar nuestros invitados. Una de las primeras en aparecer fue Germaine de Staël, impresionante en su caracterización de… en fin, eso tendría que preguntárselo más tarde, porque de momento iba cubierta con una larga capa (negra, naturalmente). Según sus gustos intelectuales, lo más probable es que bajo dicha prenda se escondiera un disfraz de Medea o de Clitemnestra o de alguna otra dama con las manos profusamente manchadas de sangre. Vi después a Rose, que, contraria a su costumbre, llegó bastante temprano. La futura emperatriz de Francia no tenía mucho dinero por aquel entonces. Aun así, era ya todo lo manirrota que le permitía su pequeña pensión de viudedad (y las dádivas de sus amantes, dicho sea de paso). Como eso no le bastaba, tenía por costumbre redondear su presupuesto dedicándose al trueque y debía de haber tenido un golpe de fortuna de uno u otro signo, porque esa noche iba espléndida. Esa noche había elegido un favorecedor vestido azabache que dejaba al descubierto su bello pecho, salvo las areolas. Éstas lucían recubiertas de minúsculos brillantes; falsos, naturalmente, pero reflejaban su luz de un modo muy hermoso que resplandecía gracias a las antorchas. Con ella venía Barras. Todos sabíamos que Rose y él tenían eso que en Francia llaman una amitié amoureuse, un término que adoro y que refleja lo muy civilizados que son los franceses en los asuntos galantes. Una amistad amorosa es aquella que incluye cama, amor y pasión, pero que deja fuera eso tan pesado que podemos llamar exclusividad. Nada de fidelidad, nada de celos, nada de drama. Baste decir que en el París de aquel entonces la moral no estaba invitada a nuestras fiestas; era algo engorroso y molesto que todos preferíamos dejar a la puerta. Además, a Rose su liaison con Barras le permitía gozar de la ayuda económica de su amigo, lo que era más que conveniente dadas sus precarias finanzas. Pero dejemos de hablar de las finanzas de la futura emperatriz de Francia y de sus amitiés amoureuses para observar quién más hace su entrada en La Chaumiére al baile de víctimas.
Una pareja de petimetres vestidos con levitas negras de altísimos cuellos que venían detrás de Barras y Josefina aceleraron su paso para saludar con aspavientos al que poco a poco se estaba convirtiendo en el hombre más importante de Francia. Barras, sin embargo, apenas los miró. Saludó á la victime como era de rigor e inmediatamente los despidió con lo que me pareció un muy aristocrático gesto de la mano. Entonces yo me entretuve en observarle bien desde mi escondite. Ahora que la gente poco a poco volvía a presumir de sus orígenes aristocráticos, el porte y la apostura de Barras no dejaban lugar a dudas: pregonaba que era vizconde y educado con esmero. Muchos lo consideraban la gran esperanza política del momento, pero debo decir que algo en aquel hombre me producía escalofríos. Tal vez durante la cena, me dije, debería dedicar un tiempo a conversar con él. Ojos como ésos es aconsejable mantenerlos pegados a un bello escote o a unas bien torneadas piernas. Y es que tengo para mí que cuando un hombre, por muy peligroso que sea, se entrega al dulce placer de conquistar a una dama, olvida aunque sea durante ese rato otras lides igualmente atractivas para él, como la intriga o incluso la traición.
Yo le había pedido a Tallien que bajara temprano y que se ocupara de recibir a nuestros invitados mientras ultimaba mi toilette. Con seguridad, me decía a mí misma, una vez pasado el efecto producto del miedo y la desesperación, gracias a los cuales había conseguido convencer de su inocencia a la Convención, Tallien volvería a ser el hombre socialmente torpe de siempre. Pero yo confiaba en que la puesta en escena que había preparado para aquella velada lograse que nuestros invitados se dedicaran a admirar la decoración y no a juzgar a Tallien. Y es que esa noche todo estaba pensado para provocar sorpresa, incluso estupor. Para empezar, el hall de entrada estaba decorado de modo que los huéspedes tuvieran la impresión de que se adentraban en La Force, la cárcel en la que Josefina y yo habíamos estado prisioneras. A tal efecto, había hecho colocar aquí y allá pesados grilletes y otros instrumentos de tortura, así como paja en el suelo e incluso alguna inmunda rata disecada. Hasta aquí, nada hacía presagiar un alarde de imaginación ni mayor ni distinto de lo que era habitual en los llamados bailes de víctimas con su estética lúgubre. A esta primera impresión engañosa contribuía además la música que tocaba una pequeña orquesta instalada en una esquina: un réquiem de Bach. La sorpresa vendría después, cuando todas las «víctimas» vestidas de negro y con sus cintas rojas al cuello pasaran a la siguiente estancia. Porque allí había yo preparado una variante a tan fantasmal desfile de muertos: los esperaba nada menos que el paraíso. O lo que es lo mismo: un decorado que reproducía el Más Allá al que accedían nuestros amados difuntos, aquellos que habían dejado su cabeza en la guillotina. Yo había hecho cubrir las cuatro paredes de nuestro salón de baile con tules blancos tachonados de estrellas plateadas. Poco antes de que los invitados entraran, estaba previsto encender cientos de velas que se reflejarían en veinte grandes espejos instalados a poca distancia unos de otros a lo largo de toda la sala, hasta lograr una luminosidad tan intensa como la luz del día. En cuanto se abrieran las puertas, además, una orquesta de mayor tamaño que la primera, situada en un balconcillo superior, tenía previsto interpretar la Primavera, de Vivaldi, mientras un centenar de camareros ataviados de blanco servirían champagne en altas copas en forma de flauta. Incluso la forma de las copas estaba deliberadamente elegida. Las copas de champagne más habituales en las casas de entonces eran las bajas y redondas, por estar inspiradas en el tamaño y forma del pecho de la Pompadour. Sin embargo, nada en fiesta tan «celestial» debía hacer pensar que el matrimonio Tallien tenía inclinaciones monárquicas, de modo que yo me había hecho fabricar unas altas y estilizadas copas a las que llaman flûtes.
En cuanto al menú, lejos de servir vísceras como se estilaba entonces–y Dios mío, a quién se le había ocurrido poner de moda semejante porquería por muy en concordancia que estuviera con la estética de victimes-, consistía en lo siguiente: llegado el momento de pasar al comedor, los invitados descubrirían que yo había hecho instalar, además de las veinte mesas redondas destinadas a los comensales, dos enormes consolas al estilo renacentista en las que podrían admirarse manjares de muy diverso tipo, pero con una particularidad: todos del color del oro. Como pulardas rellenas de foie–gras, por ejemplo, o huevos en salsa de Madeira, o grandes fuentes de arroz al azafrán; también esturión napado en dos tonos de amarillo, faisán a las uvas y hasta caviar persa, que me costó una fortuna y que no todo el mundo supo apreciar. En la consola de la izquierda podrían admirarse los postres, y éstos eran también del mismo y celestial color. Como un soufflé frío al Armañac, o una mousse de albaricoque, o un pastel de chocolate blanco con coulis de naranja a los que acompañarían además varias fuentes barrocas en las que podría verse una profusión de frutas de todo tipo recubiertas de una finísima capa de azúcar dorado.
***
Sí, todo esto verían mis invitados dentro de unos minutos. Pero de momento yo estaba arriba terminando de arreglarme mientras ellos se encontraban en el hall rodeados de ratas disecadas, grilletes, música fúnebre y, como única anticipación de lo que les esperaba en las habitaciones contiguas, la posibilidad de beber champagne de sus flûtes. Caminaban, se saludaban al son de la música, sonreían, comentaban, pero en la mente de todos, apuesto, había una misma pregunta: ¿dónde estaba la anfitriona?
Cuando ya estuve lista para bajar, indiqué a Frenelle que ordenara a los criados que abrieran las puertas de par en par para permitir que los invitados accedieran por fin al paraíso. Desde donde estaba, y entre los acordes de la Primavera, casi podía oír sus comentarios de sorpresa y también de incredulidad: ¿qué tipo de baile de víctimas era aquél en el que lo fúnebre brillaba por su ausencia y en el que no había anfitriona?
Por fin, cuando consideré que ya el champagne y Vivaldi habían comenzado a hacer su habitual efecto de entibiar (o enturbiar) corazones, descendí la escalera al tiempo que hacía señas a la orquesta para que interpretaran Cosi fan tutte, de Mozart, que me pareció el acompañamiento ideal para lo que yo quería transmitir esa noche a mis invitados.
Las puertas se abrieron entonces y yo me detuve unos segundos en el umbral a observar la escena. En el salón principal, la luz de las velas reflejadas en los espejos y en las cientos de estrellas plateadas hacía resplandecer toda la estancia. Ahora todos los ojos se volvían para mirarme, y entonces yo respiré hondo y, entre aquella ingente marea de casacas negras y vestidos enlutados, entre madame de Staël disfrazada de Medea y Josefina de viuda alegre, comencé a abrirme paso. O, mejor dicho, me limité a avanzar muy despacio mientras, como si del mar Rojo se tratara, aquella pleamar de ropas negras fue dividiéndose a derecha e izquierda dejándome paso. Sonaba un aria de Cosi fan tutte y mucho me complació ver en la cara de los caballeros una inequívoca muestra de admiración mientras me dedicaban sus mejores sonrisas o hacían reverencias. Algunos saludaban á la victime, esto es, con ese enérgico sacudir de cabeza que recordaba el corte de la guillotina, o bien se llevaban un dedo al cuello para significar un tajo. Otros, por el contrario, y a pesar de lo mal visto que aún estaba hacerlo, tomaban mi mano para besarla tal como se hacía antes del diluvio, lo que denotaba, una vez más, cómo comenzaba a languidecer la moda revolucionaria. Pero lo más sorprendente (y agradable para mí) fue ver la cara de mis congéneres femeninas.
— ¡Habrase visto desfachatez igual! — le oí cuchichear a Juliette de La Tour, una jovencita que acaparaba últimamente muchas miradas-. Creo que nunca podré perdonarla por esto…
— ¿No decía bien claramente la invitación que se trataba de un bal des victimes? — resopló otra mujer de una cierta edad desde detrás de su abanico negro y grande como las alas de un cuervo-. ¿Cómo se atreve a aparecer vestida así?
— Miradla–decía una tercera-, es increíble, inaudito…
Lo curioso del caso es que el traje que yo había escogido para esa noche y que tanta conmoción masculina (y también femenina) estaba causando no era uno particularmente escandaloso. Si en otras ocasiones había yo elegido sorprender a mis amigos ataviada de vestal o de Diana cazadora con apenas unas pocas pulgadas de tela cubriendo mi cuerpo, esta vez habían sido necesarios muchos pies de muselina para confeccionar mi atuendo. Tenía un escote poco pronunciado y un corte bajo el pecho al estilo que más tarde se conocería como «imperio». Tampoco podía decirse que tuviera abertura alguna que permitiera ver mis piernas ni los dedos de los pies, llenos de sortijas como otras veces. La falda caía hasta el suelo y luego se prolongaba en una cola, pero ésta era igualmente discreta. En realidad, si resultaba tan fuera de lo común dicho vestido, no era por su factura, sino por el enorme contraste que producía con la apariencia del resto de los invitados. Porque si todos iban á la victime, es decir, de negro riguroso, yo iba de blanco inmaculado, adornada tan sólo por una cascada de perlas de distintos tamaños, un regalo de mi padre, que no me había atrevido a lucir desde la muerte del buen Luis XVI.
Una vez más llegaron hasta mí los cuchicheos femeninos.
— ¡Dejarnos a todas en ridículo y vestidas como pájaros de mal agüero, eso es lo que ha hecho! ¡Nunca podré olvidarlo! — se decían unas a otras en voz baja-. ¡Nunca! — Y luego, al ir yo a besarlas con la más amplia de mis sonrisas, cambiaban a duras penas el discurso-: ¡Querida, estás espléndida, guapísima! ¿Cómo se te ocurrió esta idea? Eres única…
Los comentarios masculinos eran aún más admirativos y sin duda también más sinceros: «¡Qué idea tan brillante, ma belle, pareces un ángel entre tantas tinieblas!».
Es un hecho sabido que las mujeres nos vestimos para las mujeres y nos desvestimos para los hombres, pero yo esa noche rompí la regla. No me había vestido para ellas ni desde luego entraba en mis planes desvestirme para complacer a ninguno de aquellos caballeros. Lo que deseaba era sorprender a unos y a otros, y, sobre todo, recordarles la fecha que estábamos celebrando: el aniversario del 9 de Thermidor. Todo un año había transcurrido desde el fin del Terror y de tanto sufrimiento y, a mi modo de ver, era ya hora más que cumplida de dejar de jugar a víctimas.
En cuanto hube saludado a todo el mundo, llegó el momento de pasar al comedor. Si el salón estaba decorado en blanco y plata, el comedor lo estaba en blanco y oro y su visión levantó, afortunadamente, el mismo murmullo de admiración. La cena servida poco después transcurrió bien. A ello ayudaba, y no poco, la originalidad de los platos, de modo que hasta las mujeres mudaron el gesto para alabarlos. «Querida–me dijo Germaine de Staël, que podía ser pedante y tediosa pero a la que desde luego nunca le dolieron prendas en decir todo lo que pensaba-, al descubrir la jugarreta que nos has preparado me faltó poco para despellejarte viva, pero este faisán a las uvas merece cien años de perdón. En cuanto a esta mousse de albaricoque, ¡el maestro Rousseau estaría más que orgulloso del uso que haces de los tesoros de la naturaleza!».
Este y otros comentarios me hicieron albergar la esperanza de haber logrado cumplir mis dos objetivos de la noche: uno muy frívolo, otro muy necesario. El primero era seguir siendo la mejor anfitriona de París; el segundo, apoyar a Tallien y lograr que todos olvidaran sus coqueteos con los realistas. Miré a mi alrededor. «Cuidado», me dije, porque mi intuición me avisaba una vez más de que algo imperceptible comenzaba a cambiar en París y había que ser muy precavido. Tal como decía Germaine de Staël, allí estaban todos revueltos: el cordero paciendo con el lobo y el cabrito con el leopardo, o, lo que es lo mismo, comiendo manjares dorados y haciendo de victimes. Allí se encontraban, no había duda, todos los personajes más relevantes del momento. Los miembros de la Convención, los émigrés recién llegados del extranjero, también los jacobinos, aún muy influyentes, así como esa nueva fauna que ya conocemos llamados los muscadins, que coqueteaban con los realistas. Dados los últimos acontecimientos, hacía falta mucho valor para declararse abiertamente monárquico, pero a estos jóvenes petimetres no parecía importarles hacerlo cada vez más abiertamente.
¿Cómo–me decía yo–podía sostenerse una situación en la que las fuerzas eran tan distintas y divergentes? ¿Y cómo Tallien y yo podíamos ganar el favor de unos y otros? En las fiestas posrevolucionarias el momento de los brindis era decisivo. Más que un acto simbólico, era la oportunidad para pulsar la opinión de las gentes y ganar voluntades. Yo esperaba con inquietud para ver por dónde soplaban los vientos al tiempo que confiaba en que el champagne, los bellos decorados y, por qué no, también mi «angelical» aspecto ayudaran a nuestra definitiva rehabilitación. Así había ocurrido otras veces. Los invitados a mis fiestas, en especial los masculinos, tal vez entraran en casa algo tibios respecto de su anfitriona, pero desde luego todos salían de allí convenientemente caldeados.
Sin embargo, en cuanto empezaron los brindis noté que algo no iba bien. En los toasts protocolarios apenas se citaba a Tallien y los diputados que tomaban la palabra se limitaban a hacer votos por sus propias esperanzas en el futuro. De hecho, no hubo mención alguna a los anfitriones, ni siquiera nos dispensaron esa mínima amabilidad. Quienes habíamos visto caer tantas cabezas por el súbito cambio en la apreciación de la mayoría, sabíamos lo volubles que eran las voluntades y cómo no había que dejar el menor resquicio a la animadversión; tampoco a la indiferencia. No hay más remedio, me dije entonces, que jugarse el todo por el todo. Tal vez me hubiera equivocado provocando, innecesariamente a las mujeres con mi atuendo, y todos sabemos cuán peligrosas pueden ser cuando se las agravia. Sin embargo, de los rencores femeninos tendría que ocuparme en otro momento. Ahora lo urgente era ganar el favor masculino. Hice una señal a mi buen Bidos para que sirviera más champagne y a los músicos para que tocaran de nuevo a Mozart mientras yo me disponía a proponer un brindis. Me puse en pie. Era muy consciente de que todas las miradas estaban fijas en mí y en mi vestido blanco. El mundo es sin duda de los hombres, pensé, pero a veces nosotras conseguimos cosas que ellos nunca lograrían. «Un minuto un héroe y al otro un villano, cuidado, Teresa… », añadí, y luego, tragando saliva, miré al frente.
No recuerdo las palabras iniciales que dirigí a la concurrencia pero sí el sentimiento que puse en ellas. Hablé de que un año sin Terror había vuelto a traer la paz a Francia; insistí en que ahora lo importante era olvidar todas las rencillas; que era el momento de perdonar las ofensas y mirar juntos en la misma dirección, hacia delante, hacia el lugar que la Historia tenía destinado a este glorioso pueblo capaz de romper sus cadenas y crear una sociedad nueva. Hablé luego de algo que siempre alcanzaba los corazones de todos sin excepción: de la valentía de nuestros soldados luchando en los diversos frentes que Francia tenía abiertos contra los que querían ahogar nuestra Revolución. Hablé y hablé hasta que tuve que parar para tomar aliento porque las lágrimas corrían por mis mejillas; yo, que siempre las he odiado.
En realidad no sé qué obró el milagro. Si las palabras que me dictaba la desesperación o mis lágrimas, o tal vez fuera el discreto corte de mi vestido blanco entre tantas damas de negro y semidesnudas, pero lo cierto es que se hizo un silencio. Entonces pude ver cómo las miradas agrias se suavizaban y los rictus severos se volvían amables. Entre todas ellas elegí fijarme en dos: en la de Tallien y en la del hombre que estaba a mi derecha y que no era otro que Paul François Nicolas, ci–devant conde de Barras. La de este último tenía ese brillo entre frío y lleno de determinación de los cazadores que calibran y sopesan una futura pieza. «Debo tener cuidado con este hombre», me dio tiempo a pensar antes de que mi vista se deslizara hacia la mesa de mi izquierda, que presidía Tallien. Él estaba semihundido en su silla y se diría que mi discurso, si por un lado no había podido menos que complacerle, por otro le producía horror. Horror de comprobar cómo, una vez más, todos lo veían como una rémora, un estorbo o, lo que es peor, como el perrito de madame Cabarrús. Tallien, el héroe que nunca lograba serlo más de dos días seguidos, el gauche, el patán, el…
Un escalofrío hizo que desviara la mirada y, al hacerlo, ésta se encontró por segunda vez con los ojos de Barras. Sí, debía tener mucho cuidado con un hombre como aquél…
DE CÓMO ENTRÓ BARRAS EN MI VIDA
Barras era para muchos el personaje del momento y, como he dicho, contaba en su haber con no pocos atributos que lo hacían atractivo. No sólo se trataba de un aristócrata ganado para la causa revolucionaria, sino que contaba con la ventaja adicional, muy importante en la era posterior a Robespierre, de que sus manos no estaban tan teñidas de sangre como otras. Porque mientras gentes como Tallien y Fouché tenían a sus espaldas la muerte de innumerables inocentes en su época de représentants en mission, Barras había estado brevemente en provincias y después hizo la revolución desde la bancada de la Montaña, donde votó, eso sí, la muerte de Luis XVI. Además, por si su persona necesitara adornarse con otros elementos positivos, había jugado un papel destacado en la conjura que puso fin al reinado del Incorruptible, puesto que, como recordarán, fue él quien comandó las tropas de la Convención que marcharon contra el Ayuntamiento, donde Robespierre se había refugiado a la desesperada.
Una vez muerto éste, y a diferencia de Tallien, Barras había sabido utilizar su gesta para hacerse un nombre. Era consciente, como también lo era yo, de que en aquellos tiempos de sentimientos tan inestables era necesario ganar una batalla todos los días contra ese monstruo caprichoso e insaciable de lo que más tarde se llamaría «opinión pública». Y para hacerlo era menester no bajar nunca la guardia y jugar un papel destacado en todos los manejos políticos, tanto en los lícitos como en los que no lo eran. En cuanto a sus finanzas, su pertenencia a una muy antigua familia no lo había hecho rico, pero sí lo había dotado en cambio de gustos caros que él procuraba satisfacer. Y para ello nada mejor que participar en negocios oscuros de toda índole, muy frecuentes entonces, que le permitieron lograr una sólida base financiera. En otras palabras: Barras era, respecto de Tallien, la otra cara de la moneda. La suya, brillante; la de de mi marido, cada vez más opaca. Por si fueran pocas todas estas diferencias, habría que añadir una más: el hecho de que, a pesar de que Tallien también participaba entonces en no pocos negocios irregulares, no tenía el talento de Barras. En su época de representante en misión en Burdeos, Tallien había logrado reunir una pequeña fortuna, pero ésta había desaparecido prácticamente en su totalidad. El tren de vida que llevábamos no era lo que se dice barato y, a pesar de que yo conservaba algo de dinero, las cláusulas de mi divorcio con Fontenay habían mermado considerablemente mi fortuna. Bajar nuestro tren de vida y vender algunas propiedades habría sin duda aliviado la situación, pero yo nunca he sabido vivir con estrecheces. De esto era consciente Tallien, quien, en los últimos meses, se había metido en dos o tres ruinosas operaciones de esas en las que sólo se embarcan los incautos o los desesperados (y ambos adjetivos, me temo, le cuadraban admirablemente). De un tiempo a esta parte se dedicaba también al trueque y a la usura, prestando y tomando dinero por semanas. La usura se había convertido en la diosa de los franceses en aquel mundo desigual en el que los pequeños rentistas se morían de hambre mientras otros, desde los ministros hasta los empleados humildes, buscaban dinero fresco donde fuera, y sólo lo encontraban a cambio de intereses exorbitantes. Por eso, Tallien, cada vez más acuciado por las deudas, intentaba salir adelante arrimándose a cambistas, agiotistas y gentes a cual más deshonesta sin que yo supiera ya cómo ayudarle.
Así las cosas, y tal como más tarde diría Germaine de Staël en una frase que no sé si estaba pensada como alabanza o como una de sus sutiles y perversas ironías, «con nocturnidad y haciendo sonar profusamente su bolsa», entró en mi vida Paul Barras. Y lo hizo «porque el primer hombre de París buscaba, como es natural, ser el dueño de la primera mujer de la capital».
A esto yo podría argumentar que ambos comentarios son falsos, puesto que no hubo nocturnidad (a menos que con ello se aluda a nuestras miradas en la mesa la noche de mi baile de víctimas). Y en cuanto al tintinear de su bolsa, creo poder decir sin falsa modestia que eran muchas las que tintineaban a mi alrededor sin que yo les hiciera el menor caso. Sin embargo, lo evidente no siempre lo es para nuestros contemporáneos, de modo que dejemos que sea otro de mis «amigos» quien hable de lo que entonces presenció, aunque lo que diga no sea del todo favorable a mi persona:
Barras supo que tener a su lado a una mujer como Teresa significaría un triunfo para él. Era consciente de que para medrar mucho podía ayudarle una mujer brillante, puesto que su esposa–inteligente mujer ella–vivía lejos de París.
Ya está, ya está dicho. Dos comentarios más muy poco halagadores para con mi persona, pero mucho me temo que éstos sí son ciertos. Veamos cómo comenzó todo y también qué estaba pasando en París en aquel entonces.
***
Dos hechos importantes iban a marcar el otoño de 1795; uno sería la insurrección realista del 13 de Vendémiaire (5 de octubre) y el segundo la desaparición de la Convención para dar paso al llamado Directorio, una forma de gobierno compuesta por cinco directores, en el que Barras se convirtió inmediatamente en el hombre fuerte. Tallien, por su parte, hizo ímprobos esfuerzos por compartir con él tal honor, pero fracasó. No contaba ya con los apoyos ni de los de derechas ni de los de izquierdas, y se tuvo que contentar con convertirse en miembro del llamado Consejo de los Quinientos; poco más que una limosna, puesto que estaba subvencionado con veintiocho francos diarios, cuando yo, para que se hagan una idea, llegaba a gastar ocho mil en una peluca. Nuestra economía por tanto se volvía cada vez más precaria a medida que avanzaba el año IV de la Revolución, pero si bien yo ya no podía obsequiar a mis invitados con veladas tan costosas como mi último bal des victimes, La Chaumiére continuaba siendo el lugar de reunión favorito de todo París, en el que, dicho sea de paso, comenzaban a brillar nuevas estrellas. Y entre ellas había una que estaba destinada a convertirse en la más rutilante de toda una era. Dicha estrella había entrado en mi vida apenas un par de meses antes y lo hizo de un modo oscuro e insignificante.
— Decidme, ciudadana, ¿quién es ese tipo de aspecto ridículo que está junto a la ventana? Si no fuera porque viste de uniforme, se diría que es un pordiosero. ¿Pero habéis visto el lamentable estado de su casaca? ¡Qué desdoro para el ejército francés! ¿Y qué me decís de ese cabello desgreñado? Ya sé que ahora se lleva el pelo en la cara al estilo orejas de perro, largo por delante, pero ese tipo parece un chucho callejero recién salido del agua…
Quien irrumpió en el escenario de mi vida de esta triste guisa era un militar corso de corta estatura y aire taciturno que por entonces respondía al peculiar nombre de Napoline o Napoleone di Buonaparte. En mayo de 1795, y a pesar de haberse destacado en Toulon frente a los ingleses, Buonaparte malvivía en París. Y lo hacía con media paga en castigo por haber rechazado el mando del Ejército del Este aduciendo que era un puesto que no tenía futuro. Jacobino de corazón, sus apreciaciones sobre la política de París y sus más que reveladores comentarios sobre las mujeres las dejó reflejadas en una carta que envió a su hermano José y que dice así:
Las mujeres están en todos lados, en los teatros y en los espectáculos públicos, en los paseos y en las librerías. Por todos lados se ven mujeres bellas. Aquí, más que en ninguna otra parte del mundo, parecen llevar las riendas del gobierno y los hombres se vuelven peleles en su compañía. Piensan sólo en ellas y viven sólo para ellas. Una mujer debe vivir en París apenas seis meses para ver qué le corresponde, para comprobar cuál es su imperio.
Sin embargo, antes de conocer mejor a este personaje que ahora entra en escena, dejémosle unos minutos más taciturno junto a su ventana para que yo pueda describir a otros actores del momento. Junto a Tallien, quien por aquellas fechas había adquirido la enojosa costumbre de vagar por los salones ocupado tan sólo en la triste tarea de comprobar si estaban llenas o vacías las copas de nuestros invitados, eran varios los nuevos amigos que frecuentaban La Chaumiére. En lo que a compañía femenina se refiere, a la siempre brillante Germaine de Staël y a la no menos brillante (aunque por distintas razones) Rose de Beauharnais, se unía ahora la de Jeanne Françoise Julie Adélaïde Récamier, más conocida como Juliette Récamier. Esta muchacha, que estaba destinada a convertirse en una de las mujeres más famosas de París y a inspirar a escritores tan dispares como Chateaubriand y a la propia madame de Staël, tenía por aquel entonces dos características encantadoras: jugaba a ser virgen y contaba, hélas!, con once años menos que yo. En cuanto al segundo atributo, no era algo que tuviera importancia en ese momento de nuestras vidas. En aquel año de gracia yo disfrutaba de unos muy bellos veintisiete abriles, edad que, por lo general, resulta bastante más atractiva que unos tiernos dieciséis. El primero de los atributos, en cambio, ya empezaba a molestarme entonces. No porque yo considerase que la virginidad fuera algo digno de admiración, más bien todo lo contrario; sin embargo, y para mi estupor, esa monserga de la virtud y la doncellez pareció calar hondo en el ánimo de bastantes de mis amigos y admiradores. Y es que como ya he apuntado en alguna ocasión, París era una ciudad que amaba por encima de todo lo novedoso, lo diferente, fuera de la índole que fuere, y una muchacha que se proclamaba virgen en un mundo lleno de mujeres que, disfrazadas de concubinas romanas, coleccionaban amantes de uno y otro sexo, era, cuanto menos, una flor exótica. La virginidad de madame Récamier parecía tanto más sorprendente por estar casada hacía tres largos años. Sin embargo, lo cierto es que monsieur Récamier, banquero de renombre y mayor fortuna–y que triplicaba la edad de su joven esposa, dicho sea de paso-, alentaba a su vez la leyenda. Para añadir más interés aún a la historia se decía además que Juliette era completamente fiel a su añoso marido, y que ello era debido a una «explicación fisiológica». Como no soy amante de los chismes baratos no puedo decir exactamente de qué explicación fisiológica se trataba, pero sea lo que fuere, lo que sí puedo asegurar es que la muchacha supo sacarle un enorme partido a su virtud y ser por ella admirada. Para completar esta, para mí, latosa imagen de virgen intacta, Juliette solía vestir, además, de modo distinto del que se estilaba entonces. Nunca se la vio copiar mis atuendos de Aspasia, aquella cortesana griega consejera de Pericles, ni mucho menos mis disfraces de Diana cazadora o de Mesalina. Todo lo contrario: Juliette Récamier paseaba (algunos rendidos recamieristas dirían «levitaba») por los salones vestida con castísimos vestidos de color rosa muy pálido o blanco, largos hasta los pies y con escotes de lo más recatado, lo que, unido a su indudable belleza, le confería un aire de casto desvalimiento que pedía a gritos protección.
En cuanto a los hombres, me gustaría destacar como sobresaliente la presencia en mi casa de dos caballeros de porte muy distinto. El primero era Fréron, jefe de los voyous, o «granujas», una fracción de los muscadins. Este personaje se puede decir que era prototípico de nuestra época. Participante entusiasta en las Masacres de Septiembre primero y miembro de la Convención y regicida después, se convirtió a continuación en uno de los más encendidos defensores de la causa antirrobespierista, colaborando activamente en su caída. Sin embargo, una vez muerto el Incorruptible, comenzó a coquetear con la causa realista a través de su periódico L'Orateur du Peuple; él, que había votado la muerte de Luis Capeto. Miembro destacado de esa tan extravagante juventud dorada de la que ya hemos hablado en otros capítulos, todos lo consideraban el casanova de la política y paseaba por mis salones vestido de forma sumamente flamboyant. El otro personaje del que quiero hablarles es Barras.
Paul Barras se coló en La Chaumiére y también en mi vida como la mala hiedra y, a partir de ahí, comenzó a crecer y crecer hasta abarcarlo todo. Se paseaba por mis salones como si fueran su casa. Al principio no me importó, al fin y al cabo era el hombre más influyente de Francia y me distinguía con su amistad. Además, era encantador cuando se lo proponía y muy generoso, al menos al comienzo de nuestra relación. En cuanto a ésta, no es una etapa de mi vida de la que me sienta orgullosa. Temo que mi hija María Luisa nuevamente torcerá el gesto al leer las líneas que vienen a continuación, pero ¿de qué sirven unas memorias si los pasajes turbios se maquillan o falsean? En la vida de todo ser humano hay oscuras sombras, pasajes vergonzosos y pequeñas infamias, y las mías tienen un nombre: Paul François Barras.
Digamos que todo comenzó como un juego y con un flirt en el que participaba también mi buena amiga Rose. En aquella época no era raro que dos amigas compartieran cama con el mismo hombre. No a la vez, me apresuro a aclarar, sino sucesivamente, y ello no enturbiaba en absoluto la pasión que sentíamos por el objeto de nuestros favores, ni mucho menos la amistad que nos unía. Así, Rose fue la primera de nosotras en tener amores con Barras, lo que le permitió, por cierto, recuperar muchos de sus efectos personales, incluidos un carruaje y caballos confiscados desde la muerte de su marido. También, y gracias a la ayuda de Barras, en agosto de 1795 pudo instalarse como inquilina en un bonito petit hôtel de la Rue Chantereine, lo que ayudó a su bienestar y al de sus hijos. En cuanto a él, yo creo que le atraían mucho los femeninos encantos de Rose, y más aún ciertas técnicas amatorias y tropicales de la futura Josefina, algunas de las cuales ella tuvo a bien enseñarme. Como por ejemplo, los placeres de eso que el marqués de Sade llamaba el «segundo santuario», algo que, según he podido comprobar, es muy del gusto de los caballeros. Mi hija María Luisa una vez más se llevará las manos a la cabeza al ver que escribo estas cosas: «Hay detalles que en nada ayudan a perpetuar tu buen nombre, mamá», dirá, estoy segura. «Te prohíbo terminantemente que describas qué es el segundo santuario». Yo por mí lo haría de mil amores, pues creo que es algo que vale la pena saberse, pero como temo que después de mi muerte mi mojigata hija borre este capítulo y, además, es harto difícil hablar de ciertas cosas sin caer en la vulgaridad, remitiré al lector curioso a la obra de Sade. Porque el divino marqués no ganó este apodo por sus gestas eróticas, como cree la mayoría, sino por ser un escritor de enorme talento capaz de hablar de todo, hasta de lo más inconfesable, utilizando para ello un lenguaje preciso y a la vez muy bello. De él se valió, y muy bien, para explicar mejor que nadie lo que es este oscuro y a la vez muy intenso placer. Y si no leen a Sade, echen ustedes al vuelo la imaginación, seguro que no les será nada difícil adivinar en qué consiste penetrar por este secreto escondrijo.
Pero basta ya de primer y segundo santuario. Basta de alcoba y de amantes compartidos, volvamos una vez más a los salones, porque allí hemos dejado a uno de nuestros actores más principales junto a la ventana y muy taciturno.
Como ya he dicho unas líneas más arriba, aquel joven de veintitantos años se llamaba entonces Napoleone di Buonaparte e iba pobremente vestido. Era corto de estatura y la moda de llevar el pelo largo y desgreñado al estilo «orejas de perro» achaparraba aún más su figura. Buonaparte, a pesar de su juventud, era ya general y se había destacado en la reconquista de Toulon dos años antes. Allí conoció a Barras, y ésa era la razón por la que se encontraba en nuestra casa mirando por la ventana y con cara de circunstancias. El general no era amigo de reuniones mundanas, sobre todo de las que, como las mías, estaban llenas de hombres de oratoria brillante (y vacua según su opinión) y de mujeres bellas (y frívolas) como para reparar en un militar con la casaca desgastada y unas botas que pedían a gritos medias suelas.
— Rose, querida, ¿te han presentado ya al general Buonaparte? Su fama le precede, seguro que has oído hablar de él–le dijo esa noche Barras a Rose de Beauharnais al tiempo que la tomaba del brazo para acercarla a nuestro nuevo invitado.
Un cruce de miradas, apenas una sonrisa se prodigan entonces estos dos futuros actores principales de la historia de Francia, y Rose, que siempre fue generosa y atenta con los más débiles, tiende su mano al general. He aquí cómo empezaría a cumplirse lo predicho muchos años antes por la vieja hechicera Marie Celeste en Martinica. El futuro emperador de Francia y la futura emperatriz Josefina se saludan con una sonrisa, pero, de momento, diríase que el Destino tiene otros planes. Y es que la mirada de Buonaparte se posa sólo un instante en el hermoso rostro de Rose de Beauharnais. Ella, por su parte, que atenta a mis consejos ha aprendido a sonreír sin enseñar los dientes, está muy bella esa noche; sin embargo, los ojos del héroe de Toulon han seguido otra ruta.
— ¡Ah! — dice entonces Barras al darse cuenta del objeto de atención del joven militar-. Veo que no os he presentado aún a nuestra anfitriona. Teresa, ma belle, éste es el general Buonaparte.
Napoleone me miró entonces con esa expresión que tantas veces he observado en los hombres, sobre todo en los que son de corta estatura. Me refiero a una en la que se mezcla el deseo con una cierta altanería retadora que parece decir: «¿Me ves poca cosa, mi bella amiga? Espera y verás».
Yo, por mi parte, siempre he sido especialista en disolver suspicacias y altanerías, de modo que tomé del brazo a aquel pequeño general y hablando de esto y aquello le rogué que diera conmigo «una vuelta a la habitación». He aquí, por cierto, una de las muchas costumbres inglesas que se habían puesto de moda últimamente. La habían traído del otro lado del Canal de la Mancha nuestros émigrés copiada de lo que solía hacerse en las grandes casas de campo que hay en aquellas tierras, y consistía, por curioso que parezca, precisamente en eso: en recorrer del brazo de alguien el perímetro de una habitación una y otra vez saludando a aquéllos con quienes uno se encontraba por el camino entregados a la misma tarea. Frenelle llamaba a esto la promenade des idiots, porque, en su opinión, resultaba ridículo ver a personas serias e importantes dar vueltas como un burro en una noria, pero a mí me parecía una costumbre encantadora. Y es que dicho paseo no sólo poseía la virtud de permitir que luciera muy bien el vestido que una llevase puesto en ese momento, sino que servía además al salutífero propósito de estirar un poco las piernas cuando el clima exterior no permitía otro ejercicio más próximo a la madre naturaleza.
— ¿Damos otra vuelta, general? Vamos, concededme ese placer, os lo ruego–le dije con mi mejor sonrisa.
Sin embargo, después de dos vueltas del brazo del general, lo cierto es que apenas había conseguido arrancarle un par de sonrisas. Por eso me detuve delante de Rose de Beauharnais con toda la intención de pasarle a ella el testigo en la promenade des idiots con tan silente compañero.
— Tesoro–dije esbozando una de mis mundanas sonrisas-, ¿no te parece adorable nuestro nuevo amigo? ¿Cómo era vuestro muy difícil nombre?, ¿Napoline?, ¿Napoleone? Encantador, sin duda.
Después de decir estas palabras me reí con ganas, pero no de la cara que había puesto Buonaparte al ver interrumpido nuestro paseo, sino de cierto comentario que Rose acababa de susurrarme al oído en un aparte y que describía al recién llegado de una manera muy graciosa. «Vaya, vaya, con qué descaro piensas endosarme a este petit gringalet [7]», me había cuchicheado con ese acento criollo que lograba que todo sonara tanto más ingenioso, y las dos soltamos una carcajada que dejó desconcertado y no del todo contento a nuestro taciturno amigo.
***
Mucho se especularía más tarde sobre cómo y dónde se conocieron Napoleón y Josefina, pero fue exactamente así como tuvo lugar aquel histórico encuentro: entreverado de palabras frívolas, sonrisas traviesas y de una carcajada–lo reconozco–algo fuera de tono. Pero ocurrieron más cosas significativas esa noche, como la que voy a relatar. Al cabo de un rato, cuando Barras vino a reclamar la presencia de Rose para una partida de cartas, volví a quedarme a solas con Buonaparte. Entonces le tomé de nuevo el brazo y con el mismo aire desenfadado de antes me lo llevé a un aparte para decirle:
— Mi querido general, estoy muy feliz de que vengáis a mi casa, y los amigos de Barras son, desde luego, mis amigos. Creo por ello que puedo rendiros un pequeño servicio del que nada tiene que saber el resto de los presentes y que seguramente os será muy útil. Me refiero al estado de vuestro uniforme.
— Sí, ciudadana–dijo él enrojeciendo hasta la raíz del pelo e incluso a través de las orejas de perro-. No sé si Barras os ha explicado, pero me encuentro en una situación difícil. Después de un éxito militar no siempre viene otro, y tras la ya lejana hazaña de la toma de Toulon me veo destituido por causas que no hacen al caso. Si estoy en París y en este estado en que me veis, no es por mi gusto. Necesito un traje nuevo, sí. La intendencia me prometió uno, pero no es algo de lo que me guste hablar con una dama…
Entonces yo esbocé mi más amplia sonrisa de Nuestra Señora del Buen Socorro antes de decir:
— Mi general, eso no tiene importancia alguna. Lefebvre, que es quien se ocupa de los tan enojosos asuntos de intendencia, es un gran amigo mío. Os daré una carta para él y os atenderá enseguida. ¡Muy pronto tendréis una casaca y unos culottes nuevos, os lo aseguro!
La samaritana escena terminó con el pequeño general besando mi mano con devoción y agradecimiento por mi generosidad. Sin embargo, ahora, con la perspectiva que da ser más vieja y desde luego mucho más sabia, creo que en ese momento se decidió mi suerte respecto de Napoleón Bonaparte. Él y yo fuimos a partir de entonces grandes amigos, incluso más que eso… Pero mucho me temo que el orgullo de quien pronto sería el hombre más poderoso de su tiempo nunca olvidó que se había visto en una ocasión en la desairada circunstancia de recibir casi una limosna de manos de una mujer como yo. «Nunca sirvas a quien sirvió ni pidas a quien pidió», dice un juicioso refrán de mi tierra, y yo creo que tanta sabiduría requiere otra reflexión en la misma línea: nunca esperes tampoco que los vencedores agradezcan a aquellos que los ayudaron en sus momentos más bajos, porque ellos no gustan de los testigos incómodos. He aquí pues la historia del primer error de Nuestra Señora del Buen Socorro con el futuro amo del mundo. No sería el último, me temo.
***
Sin embargo, en ese momento nada de lo antes dicho tenía la más mínima importancia; a mediados de 1795, Napoleón no era más que un petit gringalet y el amo de Francia se llamaba Barras. El 5 de octubre, poco antes de que lo nombraran director, sofocaría (con la ayuda de Bonaparte y a hierro y fuego, dicho sea de paso) una insurrección realista en París, y durante toda la época del Directorio, del que fue pieza clave, Barras conseguiría practicar con verdadero talento el difícil arte de turnarse en aplastar ora a los partidarios de la monarquía, ora a los de la izquierda, logrando mantenerse en el poder contra todos y contra todo. Hay que decir, sin embargo, que la situación general del país no podía ser más penosa. Cada día aparecían cadáveres en el Sena, y desde la insurrección popular ocurrida en Germinal (abril) se hablaba de la lucha entre los «vientres vacíos» del pueblo y los «vientres podridos» de los dirigentes, con Barras a la cabeza. Sí, así era el hombre que compartía mi cama. En la esfera de lo privado, Paul como amante no era ni mucho menos perfecto, y de eso hablaré más adelante, pero en la esfera de lo público nuestra relación era mucho más gratificante, puesto que me permitía continuar ejerciendo las labores de socorro que tanto me satisfacían. Así, tal como había hecho antes con Tallien, yo procuraba utilizar mi influencia con Barras para paliar la desdicha de otros. Sin embargo, reconozco que mis labores caritativas de esa época no puede decirse que estuvieran tan cercanas al pueblo como antes. Encandilada por mi propio personaje y bastante estúpidamente, cometí varios errores. El palacio de Luxemburgo era la nueva corte en la que reinaban los directores. Había cinco, pero ¿a quién le interesaba por ejemplo aquel enano jorobado de nombre La Révelliére–Lépeaux?, ¿o el simiesco y gordo Reubell? ¿Y qué decir de Carnot, tan vulgar y avaro que cuando quería presumir de rumboso como gran cosa invitaba a sus amigos a tomar sopa?, ¿o del insignificante Letourneur? En medio de este cuarteto decadente y muy poco atractivo, Barras destacaba más que nunca. ¡Y qué maravilloso era el escenario en el que resplandecía! Antes de entrar en el palacio podía verse, por ejemplo, una cohorte de magníficos soldados que hacían guardia y que eran todo un símbolo de cuánto habían cambiado los tiempos. Por supuesto, ya no había por ahí tricoteuses, ni sans–culottes, ni ciudadano alguno del pueblo que acechase la entrada de la Asamblea. Ahora lo que podía verse cerca de este centro de poder eran coches elegantes, tílburis o cabriolés de los que se apeaban muscadins y merveilleuses invitados a los salones del todopoderoso director. Y allí, recibiéndolos a todos, presidiendo a la derecha de Barras, estaba yo, Teresa Cabarrús. Muy alejada, por cierto, de Tallien, que prefería quedarse en casa para no ver estos espectáculos, y alejada también de las gentes de la calle, a las que solía sonreír a través de los cristales de mi coche, pero de las que ya no recibía tan cálida respuesta. En principio, no le di importancia; al fin y al cabo, tenía buena conciencia, puesto que continuaba con mis labores de buen socorro, pero mucho me temo que éstas no estaban bien elegidas. Empleé mucha energía, por ejemplo, en salvar de la ruina a una industria de gran solera en Francia; sin embargo, tal industria era la muy elitista fábrica de porcelana de Sévres y mi forma de ayudarla consistió en usar sus vajillas y ornamentos con bastante ostentación en La Chaumiére para ponerlos de moda. Otra de mis cruzadas destinadas al fracaso fue intentar conseguir que el Directorio otorgara el plácet a mi padre, Francisco Cabarrús (que estaba en libertad en España desde el año 1792 y no desde 1795, como erróneamente señalan algunos), para que aceptaran su nombramiento de embajador en París. Habría sido muy gratificante que mi padre lograra tan estratégico puesto y contar con su compañía, de modo que puse todo mi empeño en apoyar esta empresa. Por aquel entonces, Manuel Godoy se entretenía una vez más conspirando para situar en el trono de Francia a un Borbón español, y dicha idea era apoyada vivamente por mi padre. Sin embargo, como el Príncipe de la Paz era un experto en ese arte tan del momento de jugar con varias barajas, al tiempo que intrigaba con Francisco Cabarrús favoreció también que Luis XVIII tuviera un representante oficial en Madrid, el duque de Havre. Por esta razón, no es difícil comprender que la embajada de Francia en Madrid fuera un nido de espías y contraespías en el que mi padre trataba de desenvolverse como mejor podía. Lamentablemente, uno de los muchos informantes que intrigaban por ahí era un tal Mangourit, masón y republicano exaltado que cometió no pocas imprudencias en la corte, lo que tuvo la desdichada consecuencia de indisponer a Godoy con el Directorio. Como resultado de esto, ni él ni el gobierno de Francia consideraron oportuno apoyar el nombramiento de Cabarrús en París. Para colmo, a la negativa de España de nombrar a mi padre, se unió el hecho de que, en París, mis labores como intermediaria se interpretaron como «una intolerable injerencia de la amante de Barras en los asuntos de Estado», de modo que todas mis tentativas se vieron abocadas al fracaso.
Por si fueran pocas equivocaciones las que vengo de narrar, al ser contrariada en mis deseos, me dediqué a dar fiestas cada vez más sonadas tanto en el palacio de Luxemburgo como en La Chaumiére mientras el pueblo pasaba hambre. ¿Pero no era cierto–me decía yo–que apenas un par de años atrás, en Burdeos, la situación era mucho peor, con cientos de personas que morían cada día y sin embargo a nadie le parecía mal que me paseara semidesnuda para admiración de todos? ¿Y qué decir luego, en París, cuando una vez convertida en Nuestra Señora de Thermidor mis labores de buen socorro las realizaba disfrazada de Diana cazadora? Yo era rica y bella, era la amante oficial de los hombres más poderosos en cada momento, y la gente hasta ahora siempre me había perdonado mis excentricidades.
Sin embargo, los vientos de la Historia habían rolado de nuevo, y esta vez Teresa Cabarrús no supo intuir por dónde soplaban.
DOS MUJERES, DOS DESTINOS
Con los años, parece claro que la que sí comprendió a tiempo que los vientos rolaban y logró acertar con el rumbo adecuado fue Rose de Beauharnais. Vale la pena recordar que, viuda desde 1794, Rose tenía a su cargo dos hijos adolescentes, Eugéne y Hortense, y que, debido a que al salir de prisión su economía distaba mucho de ser boyante, siempre supo utilizar muy bien sus encantos para encontrar algún «patronazgo». Durante un tiempo éste se lo brindó Barras, como ya hemos visto, pero al consolidarse su relación conmigo, Josefina decidió que era hora de buscar apoyo en otra parte. Son muchos los que afirman que Barras empujó a Josefina en brazos de Napoleón, y que lo hizo no sólo para librarse de la siempre latosa presencia de una antigua amante, sino también para controlar a través de ella a Bonaparte. Yo, sin embargo, no creo que así fuera. Es cierto que una jugada de esta naturaleza encaja bien con la mentalidad sin escrúpulos de Barras, pero también es cierto que Josefina, a falta de una gran inteligencia, tenía dos admirables cualidades que mucho ayudan a triunfar en la vida: desconocía la envidia (y así lo atestigua su larga amistad conmigo) y contaba con eso que despectivamente llaman algunos «instinto femenino» y que no es otra cosa que una gran intuición y una no menos grande astucia. De ahí que supiera muy bien lo que estaba haciendo cuando escribió a Napoleón las siguientes líneas el 6 de Brumaire, o lo que es lo mismo, el 28 de octubre de 1795.
No venís ya más a ver a una amiga que os ama, la habéis completamente abandonado; os equivocáis muy de veras porque ella os tiene verdadero aprecio. Venid mañana sábado a almorzar conmigo. Necesito veros y hablar con vos sobre vuestros intereses.
Buenas noches, amigo mío, un beso,
VIUDA BEAUHARNAIS
A pesar de que se conservan multitud de cartas de Napoleón a Josefina, la que acabo de reproducir es una de las pocas que se conocen de ella a él. Como es bien sabido, la correspondencia de Bonaparte a Rose de Beauharnais se mantuvo hasta después de su divorcio y es un testimonio único para conocer el lado humano y a la vez más sorprendente de su autor. Y quien se entretenga en estudiarla descubrirá cómo en las cartas primeras, esto es, las que enviaba a su amada al comienzo de la relación, Napoleón no sólo está rendidamente enamorado de Josefina, sino que se muestra como el elemento débil de los dos, llegando incluso a disculpar que ella tuviera otros amantes. Para muestra de lo que digo valgan las líneas enviadas al poco tiempo de casados, cuando Napoleón estaba en Italia:
… tú tenías que partir el 5 de Prairial y, tonto de mí, yo te esperaba el 13. ¡Como si una mujer hermosa como tú pudiera abandonar sus costumbres, sus amigos, su madame Tallien y una cena con Barras y un estreno teatral! Tú amas a todos más que a tu marido, no sientes por él más que un poco de estima. Todos los días pensando en tus errores, tus faltas, me golpeo el costado para no amarte, pero he aquí que te amo más si cabe. En fin, mi incomparable pequeña, voy a decirte un secreto: ríete de mí, quédate en París, ten amantes, que todo el mundo sepa que no me escribes, y ¡bien! yo te amaré diez veces más por ello.
Sin embargo, en el momento en que nos encontramos ahora aún faltaban unos meses para que tal carta se escribiera. Josefina acababa de mandar la nota reproducida más arriba para invitar a Napoleón a visitarla en su casa y Cupido apenas afilaba sus flechas. Como ya he contado antes, Napoleón y Josefina se conocieron en mi casa gracias a Barras. El emperador, años más tarde y una vez que nuestras relaciones se torcieran, digamos, narró de otro modo muy distinto el encuentro con su futura mujer. Según él, se habían conocido en una escena más acorde con la estética de la época: una marcial y a la vez revolucionaria. Estamos ahora en otoño de 1795 y por aquel entonces, a raíz de la insurrección realista de Vendémiaire en París, que como ya sabemos fue aplastada sin contemplaciones por Barras con la ayuda de Napoleón, la Convención dio una orden tajante: que los habitantes de ciertas secciones de la ciudad entregaran todas las armas que tuvieran en su poder en el plazo de tres horas. Entre éstos se encontraba Josefina y por tanto tuvo que entregar un sable propiedad de su difunto marido. Dolido por la pérdida de un objeto tan querido, Eugéne, hijo de Josefina, se había presentado ante Bonaparte para suplicar que se lo devolviera. Entonces, según el propio Napoleón, ocurrió lo siguiente:
Eugéne rompió a llorar al ver la espada de su padre. E impresionado por la naturaleza de su petición y por su corta edad, accedí a complacerle. Al día siguiente, madame Beauharnais se vio en la obligación de agradecer mi amabilidad y yo me comprometí a devolverle la visita.
Como vemos por los términos de la carta de Josefina a Napoleón, en efecto se produjo esta visita, pero tuvo lugar cuando ellos ya se habían conocido en mi casa. Lo que sí es cierto, como también puede verse por los términos de la carta, es que el futuro emperador necesitó un empujoncito rubricado «con un beso» para repetir el encuentro.
Ya sea gracias a la versión que cuenta Napoleón, ya sea gracias a la mía, lo importante es que a partir de entonces Napoleón se hizo más asiduo a las reuniones de La Chaumiére, donde solía coincidir con su amada. Josefina y él compartían además ciertas aficiones, como la quiromancia, por ejemplo, y debido a esta curiosa circunstancia en nuestras largas veladas invernales ambos se turnaban para leer la buenaventura a nuestros invitados. No puedo decir que el tiempo confirmara las dotes adivinatorias de Josefina ni tampoco las de Bonaparte, pero recuerdo una predicción que causó cierto revuelo entre los presentes. Gabriel–Julien Ouvrard, otro de los habituels de aquellas reuniones y del que mucho tendremos que hablar más adelante, porque también fue uno de los hombres de mi vida, lo cuenta así:
Una noche, Bonaparte, adoptando el tono y las maneras de un vidente, tomó la mano de madame Tallien y le dijo mil locuras. Todos deseaban someter sus manos a examen, pero cuando le llegó el turno al general Hoche se produjo un súbito cambio de humor. Napoleón examinó atentamente los signos de la mano del héroe de Quiberon y con un tono solemne, en el que se adivinaba una intención poco benévola, dijo: «General, usted morirá en su cama». Gran cólera empañó en un momento la frente de Hoche, pero una ocurrencia de madame de Beauharnais disipó entonces los nubarrones e hizo renacer la gaieté (alegría) que el incidente había apagado.
Ésta es sin duda una de las escenas de la vida de Napoleón que más han explotado biógrafos y novelistas. Si tenemos en cuenta que morir en la cama era el peor desdoro para un militar y que la figura de Bonaparte era entonces sólo la de un muy ambicioso oportunista, la escena de él como quiromante resulta bastante pintoresca. No le faltan por lo demás sabor y esa atmósfera inquietante que anuncia que tal vez el destino esté anticipando una de sus muchas ironías. Hoche, en efecto, murió poco más tarde de neumonía, pero como todos sabemos la suerte quiso también que uno de los militares más geniales de todos los tiempos, Napoleón Bonaparte, muriera a su vez en la cama después de haber conquistado medio mundo. Una vez más los naipes y las profecías que rondaban la vida de Rose de Beauharnais hablaron, pero lo hicieron, como tantas veces ocurre, de modo torticero.
EL RIVAL DE BONAPARTE
La antes mencionada gaieté de Josefina (por este nombre y no por el de Rose prefería llamarla Napoleón y así la llamaremos nosotros también de ahora en adelante) conquistó muy pronto el corazón del futuro emperador. A partir de estas fechas comenzaron a hacerse muy frecuentes sus visitas a casa de la viuda de Beauharnais, sobre todo durante la noche. Ahí, el futuro amo del mundo tenía que compartir el lecho de la bella con la alargada sombra de Barras, que se jactaba de conservar en casa de Josefina peines y cepillos y otros implementos de aseo de esos que uno guarda en casa de las amantes eventuales. Sin embargo, como ya hemos visto por sus cartas, Napoleón, al menos en aquel momento de su relación, no era celoso, muy al contrario. Incluso se cuenta cómo, cuando Barras estaba a punto de conseguir que el Directorio nombrara a Bonaparte general al mando de las tropas francesas en Italia, ocurrió la siguiente escena narrada por un testigo presencial:
Barras quería que Napoleón, en quien adivinaba prodigiosas dotes militares, se pusiera al mando de las tropas en Italia, pero quien más interesada estaba en conseguir este ascenso era Josefina de Beauharnais. Un día la vimos entrar en compañía del general en la antesala del gabinete de Barras con gran ímpetu. Y, después de dejar a Napoleón afuera, abrió sin ser anunciada la puerta del gabinete del director. A saber qué secretas conferencias mantuvo la viuda de Beauharnais tras aquella puerta mientras Napoleón caminaba impaciente por la antesala a grandes zancadas. Pero lo cierto es que salió al cabo de un rato con su bello vestido arrugado y recomponiéndose precipitadamente el pelo. Bonaparte no pareció reparar en dichos desperfectos y si lo hizo nada comentó.
A este testimonio más bien malintencionado apostillo yo que la conducta de Napoleón nada tenía de extraordinaria. En aquellos tiempos del Directorio tan dados a fiestas, galanteos y frivolidades la moral tenía un significado muy… elástico, digamos.
Aun así, y según testimonio del propio Napoleón, existía otra incómoda sombra en el lecho de Josefina que importunaba grandemente al general. Era ésta menos voluminosa que la de Barras (o que la de otros amantes eventuales), pero de mucho más peso en los afectos de la bella. Dicho personaje respondía al nombre de Fortuné y Bonaparte habla de él en los siguientes términos:
Es mi rival. Él estaba en posesión del lecho de madame cuando yo la conocí. Quise hacerle salir, pretensión inútil; se me dijo que yo debía elegir entre dormir en otra cama o consentir y compartir. Esto me contrarió mucho, pero era un «o lo tomas o lo dejas». Me resigné por tanto. Sin embargo, el favorito fue menos acomodaticio que yo: en mi pierna llevo aún la prueba.
A continuación Bonaparte describe a su rival:
Ni guapo ni bueno ni amable. Era bajo, de patas cortas, menos leonado que rojizo, este chucho, con nariz de comadreja, no recordaba a su raza más que por su máscara negra y su cola en tirabuzón.
Así era Fortuné, destinado junto a Bucéfalo o Babieca y otro escaso número de criaturas a ser de los animales más famosos de la Historia. En su caso, las crónicas lo recuerdan por compartir lecho (a regañadientes y durante mucho tiempo) con Napoleón Bonaparte.
A pesar de sus varios rivales en el lecho de Josefina (y ahora no me refiero precisamente a los de cuatro patas), la historia de amor entre ella y el futuro emperador se fue consolidando cada vez más. Él la adoraba, ella se dejaba adorar. Yo, por mi parte, me congratulo de haber sido una de las valedoras de tan romántica historia. No tanto porque adivinara el brillante futuro que esperaba al general, precisamente (me temo que como bruja a lo Marie Celeste tampoco yo hubiese hecho carrera), sino por otra razón de índole práctica. Josefina tenía por aquel entonces casi la edad de Cristo, ésa en la que la belleza femenina comienza a declinar. Es cierto que ella podía presumir de un charme especial, así como de un bello cuerpo que paliaba en parte otros defectos, como su mala dentadura, pero el tiempo no pasa en balde para nadie y suele ser especialmente inmisericorde con las mujeres, sobre todo con las que carecen de medios económicos.
— Piénsalo, Rose–le dije un día en el que, como tantos otros, nos reuníamos a hablar de nuestras cosas-, él daría lo que fuera por casarse contigo, te adora.
— Y a ti también te adora–replicó Rose sin el menor atisbo de malicia-, no hay más que ver la carta que te ha escrito hace poco[8]: «Conocerla a usted es no poderla olvidar jamás…», «estando lejos de su amable persona lo que uno desea vivamente es volver a acercarse», «en el transcurso de noviembre a febrero podemos hablar sin cesar»; y luego se despide «con mi estima, mi consideración, iba a decirle mi respeto, pero sé que a las mujeres hermosas no les gusta esa palabra».
Me sorprendió sobremanera que Rose recordara tan bien los términos de una carta que yo le había enseñado sólo muy brevemente.
— Vamos, querida–dije restándole importancia-, bien sabes que lo que los hombres escriben, sobre todo cuando están en el frente como nuestro general, no tiene más importancia que las palabras de un bonito cumplido. Es contigo con quien sueña, no lo dudes. Y tú harías muy bien en tenerlo en cuenta.
— Supongo que ahora dirás que tengo que pensar en mi futuro y que no me estoy haciendo ni un día más joven–interrumpió ella mientras alisaba los pliegues de su nuevo vestido blanco de un modo encantador. Rose, como ya sabemos, gastaba mucho más de lo que debía en ropa, en afeites, en todo lo que estuviera de moda, por eso no me pareció desatinado recordarle dicha circunstancia.
— Además están los muchos gastos de alguien como tú, a quien le gustan siempre las cosas bellas y caras.
— Querida, no seas tediosa, pareces mi anciana tía que me escribe desde la Martinica sólo para recordarme que soy una pobre viuda sin recursos. Si se trata de hacer un matrimonio por conveniencia, él tampoco tiene dinero.
— Pero tiene futuro. Barras dice que es un genio militar como no ha visto jamás.
— Genio y pobre–porfió ella-. Y además es mucho menor que yo, Teresa. Son nada menos que seis años de diferencia, se cansará de mí tarde o temprano. Además, yo no le amo, es tierno, cariñoso, sí, pero…
— Pero te adora, Rose–insistí yo-, he ahí una base muy sólida para un matrimonio.
— ¿Como el tuyo con Tallien?
Rose no era de esas personas, a menudo mujeres, a las que les gusta decir cosas desagradables. No había malicia en su pregunta, pero aun así, sus palabras me hirieron en lo más hondo. Tenía razón. Tallien me amaba tan rendidamente como el pequeño corso la amaba a ella, y sin embargo, el nuestro era un matrimonio que sólo se mantenía porque él había decidido callar y consentir. Tallien procuraba hacer como si no se diera cuenta de lo que sucedía entre Barras y yo, y yo se lo agradecía.
— No, querida–le respondí a Rose-. Nuestro matrimonio es un cadáver, un muerto en vida desde hace mucho tiempo. Algo muy distinto de tu amistad con Napoleón. Tallien es un hombre acabado; en cambio, este joven general está en plena ascensión.
Le recordé entonces las predicciones de la vieja Marie Celeste, las mismas que tanto la habían ayudado a mantener la esperanza cuando estábamos a un paso de la guillotina.
— Tú siempre has confiado en la buenaventura, Rose. ¿Por qué no hacerlo ahora? Piénsalo bien.
Yo no sé qué fue lo que por fin la decidió a aceptar la propuesta de matrimonio del petit gringalet, si aquella vieja profecía supersticiosa de su infancia o, por el contrario, un muy actual y pragmático cálculo que le decía que más convenía ser la esposa de un pequeño general de aspecto algo ridículo que la segunda querida de un hombre como Barras o la amante circunstancial de tantos otros. Pero, sea por la razón que fuere, una vez nombrado Napoleón general de las tropas en Italia, un día soleado de Ventôse del año IV, Josefina y él se casaron. Algunos historiadores se han detenido en señalar como paradoja el hecho de que nada en aquella ceremonia nupcial era lo que parecía ser. Tallien y yo, felices amigos de la pareja que actuamos como testigos, no éramos ni felices ni pareja. Tampoco la principal de las joyas que lucía Josefina era auténtica, sino una bella reproducción. Las fechas de nacimiento de los contrayentes estaban trucadas para que no se notara tanto la diferencia de edad (Josefina se quitó cinco años y Napoleón se añadió uno). Y por fin, a diferencia de lo que ocurre en todos los enlaces, fue el novio quien llegó tarde a la ceremonia, nada menos que dos horas después de la prevista.
En realidad, tan largo retraso estaba más que justificado. Bonaparte debía salir para Italia un par de días más tarde y aún le quedaban otros muchos asuntos que atender. Sin embargo, esta circunstancia hizo que la boda de Napoleón tuviera también otra particularidad. A pesar del gran amor que existía (al menos por parte de uno de los contrayentes), la cortísima luna de miel no fue todo lo romántica que cabría esperar. El novio pasó gran parte de ella inclinado sobre sus cartas militares trazando posibles rutas y estrategias. Visto todo lo que antecede, no puede decirse que en esta ocasión se cumpliera ese refrán español que sostiene que lo que mal empieza, mal acaba; todo lo contrario. Tan accidentado comienzo fue el prólogo de una de las historias de amor más largas e intensas que registra la Historia.
UNA VEZ MÁS, DANZANDO AL BORDE DEL PRECIPICIO
Aun siendo cierto que aquel marzo de 1796 comenzó un largo y feliz matrimonio, no puede decirse que Josefina se sintiera demasiado apenada al ver marchar a su joven y flamante marido. En aquellos tiempos, ser una mujer casada y con un esposo en el frente no era impedimento para que una dama se divirtiera y saliese con sus amigos, al contrario. Así, cada vez era más frecuente ver a Barras en sitios públicos del brazo de las que él llamaba «sus diosas»: Josefina y servidora de todos ustedes. En cuanto a lo que estaba pasando en el país en ese momento, es necesario explicar que, tal como ocurre con frecuencia, una vez más podía comprobarse el inveterado gusto de la Historia por los juegos de espejos, también por los ritornellos. Lo que quiero decir es que aquellos días del Directorio empezaban a parecerse inquietantemente a los últimos del Ancien Régime, con una minoría frívola e imprudente que derrochaba dinero a manos llenas mientras el resto de la población pasaba incontables penurias. Como yo en ese momento participaba de la ceguera de los que viven en su particular mundo dorado, no veía–o no quería ver–cómo la situación económica del país se volvía cada vez más desesperada y los pobres pasaban hambre. Acostumbrada a que mis frivolidades siempre me fueran perdonadas, segura además de poder compaginar mis dos papeles teatrales favoritos, el de Nuestra Señora del Buen Socorro y el de frívola diosa de la Revolución y ahora del Directorio, no me di cuenta de que una vez más estaba bailando demasiado cerca del precipicio. ¿Qué puedo decir en mi descargo? Muy poco, realmente, sólo que era víctima de cierta enfermedad común a la que yo, después de la desaparición de mi querido Jean–Alex Laborde, me creía por completo inmune; me refiero a ese perturbador desvarío, a esa abrasadora fiebre a la que llaman enamoramiento. «El amor tiene a veces tan mal gusto, querida; ni te imaginas. Ojalá nunca te ocurra, pero a veces Cupido nos maldice haciendo que nos enamoremos de quien menos lo merece, de un tonto por ejemplo, o de un miserable, o incluso de un perfecto canalla o un monstruo de egoísmo». Esto me dijo un día madame de Staël hablando sobre sí misma de ciertos amores suyos muy inconvenientes, y yo me reí porque no lograba entender que tal cosa fuera posible. Cierto es que, años atrás, había llegado a sentir por Tallien una gran attirance passionnelle, como eufemísticamente llaman los franceses a una inclinación que anida más abajo de la cintura, pero no puedo decir que haya estado nunca enamorada de él. Además, aun a pesar de los muchos crímenes que en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad había llegado a cometer, sería injusto describir a Tallien como un canalla, menos aún como un monstruo de egoísmo. En cambio, esta segunda definición encaja perfectamente con la personalidad de aquel que compartía mi cama en esos momentos. Hasta ahora, siempre que he hablado de Barras he procurado hacerlo con eso que ingleses y franceses llaman nonchalance y que puede traducirse por desenfado o despreocupación. Que yo recuerde, sólo una vez he recurrido a palabras realmente negativas, y fue cuando dije que había crecido a mi alrededor como la mala hiedra hasta ocupar todo mi espacio. Me gustaría ahora retomar esa metáfora para explicar cómo poco a poco se introdujo en mis afectos, hasta entonces inaccesibles, este hombre que tanto marcaría mi vida.
— ¿Por qué amas a Barras? — me preguntó un día Josefina, a la que, por supuesto, nunca había confesado mis sentimientos.
Detengo por unos segundos este diálogo para explicar que soy de esas personas en apariencia muy abiertas, pero que nunca hablan de sí mismas. Sí, aunque suene contradictorio, se puede ser expansiva y reservada a la vez. Por lo general, a las personas les gusta tanto hablar de sí mismas que rara vez reparan en que sus confidencias no son retribuidas por otras. De ahí que, a pesar de nuestra gran amistad, en mi relación con Josefina era ella quien desnudaba sus sentimientos, nunca yo.
— Creo que ni tú misma te das cuenta de lo que te pasa–continuó diciendo ella sin esperar mi respuesta-. Pero deberías tener cuidado.
— No sé a qué te refieres–respondí fríamente y Josefina alargó hacia mí una mano amiga-. Tú siempre has sido más hábil con los hombres que yo, Teresa, y todos ellos, o casi todos, sería más propio decir, te adoran. Pero deja que esta vez sea yo quien te dé un consejo. Frente a los Barras de este mundo lo que hay que hacer es comportarse no como una mujer, sino como un hombre. Tomar lo que se pueda de la relación y no involucrar en ello ni el más mínimo sentimiento. ¿Comprendes, tesoro?
***
Yo no dije ni sí ni no y procuré cambiar de tema, pero sus palabras estuvieron rondándome muchos días. Tal como ya he dicho, Rose, o mejor dicho Josefina, no era dueña de una inteligencia preclara, ni podía considerársela una estudiosa del comportamiento humano como madame de Staël, pero poseía eso tan escaso que llaman sentido común. Por eso, ella nunca se enamoró de Barras. De un tipo fatuo que vestía de un modo ostentoso que a veces resultaba patético. De un hombre casado que nunca dejaría a una esposa que vivía juiciosamente en el campo lejos de él y de sus pompas. De un tipo venal que había hecho una fortuna aprovechándose de su situación privilegiada y a costa de la penuria del pueblo. De un hombre, al fin, cuyo único amor tenía un nombre: Paul Barras, jefe del Directorio de la República. Y de tal individuo me enamoré yo, Teresita Cabarrús, la que con catorce años había jurado no hacerlo jamás. La que todos consideraban la reina de este París revolucionario que había acabado con los excesos de la monarquía únicamente para volver a ellos con redoblado énfasis, sólo que esta vez en nombre de la igualdad y de la fraternidad. Y no contenta con ambos errores, del brazo de aquel hombre me dedicaba ahora a pasear medio desnuda y cubierta de joyas mientras crecía el descontento popular. Hay quien considera que el amor es eximente de todo. «Se enamoró», dicen, «perdió la cabeza», «se trastornó», y parece que tal extravío hace sus actos menos egoístas o al menos más excusables. Yo no soy de esa opinión. Pienso que el amor, aun si tiene como objeto a la persona más inadecuada, no puede servir de excusa para los errores que uno comete. Por eso, he aquí mis equivocaciones, las cuento tal como sucedieron. En 1796, Francia vivía, como ya hemos visto, un momento sumamente difícil, pero déjenme que les dé algunos datos más al respecto. Así retrató la situación Jacques Mallet du Pan, cronista de la época famoso por sus escritos:
Las dos pasiones universales del momento son la codicia y la prodigalidad. La rapiña, la rapiña y luego una vez más la rapiña; he ahí el eje, la meta y el único objetivo de ahora. Se roba, tima, usurpa por cualquier medio, ya sea vil, rastrero o incluso ridículo. El robo adquiere cualquier forma, utiliza cualquier vileza. Nada se rebela contra él ni lo intimida; su descaro es superior a todo.
De este modo se expresaba Mallet du Pan a propósito de los hombres del poder. De nosotras, las mujeres, no hablaba mucho mejor que digamos:
Ellas son igualmente viles en sus costumbres y principios. Exhiben su inmoralidad en carruajes suntuosos en los que no les importa pasearse cubiertas de joyas y descubiertas de ropa. La mujer de Barras recibe la adoración de una reina, y madame de Staël expone su propia inmoralidad y petulancia.
A pesar de que la situación era altamente inflamable, a pesar de que los periódicos denunciaban estas conductas y que incluso se representaban multitud de obras teatrales en las que se satirizaban los modos provocadores e insostenibles de los actuales responsables políticos, Barras tenía razones para estar contento consigo mismo. El Directorio, bajo su poder, había adquirido un aire grandioso, bizarro. Tan barroco y extravagante como el de su jefe máximo, que últimamente se había hecho confeccionar el siguiente atuendo, que muchos consideraban digno de una ópera bufa: pantalones de satén, capa tipo Francisco I, profusión de encajes, sombrero con enormes plumas y dos espadas, una como emblema de la justicia y la otra un fino estoque que colgaba de su banda. Claro que este atuendo no desentonaba en absoluto con lo que era la moda masculina del momento y que tenía como máximos exponentes a esa juventud dorada de la que ya hemos hablado, que, como ya sabemos, les llamaban los incontables.
En cuanto a los modos, otra característica de aquella época consistía en hablar con un acento que imitaba la pronunciación de los ingleses, que a todos nos parecía de lo más elegante, con esa languidez suya afectada y deliciosa. Para hacerlo bastaba con prescindir de la «r» (letra denostada además por ser la inicial de «Revolución») en todo aquello que se decía. Así, no era difícil, por ejemplo, oír a un incroyable decir de una merveilleuse:
— Quelle femme cha'mante, elle est a fai'e mou'i d'amou'.
Sí, en tan estúpido fanal lleno de frivolidades vivíamos Barras, yo y todos nuestros amigos. Y mientras tanto, allá fuera, en el mundo real, se desvalorizaba la moneda, crecía el número de agiotistas o especuladores sin escrúpulos, reinaban los fantasmas del hambre y del desempleo. Una vez más e igual que antes de la Revolución, los pobres podían ver cómo los ricos se divertían nadando en el lujo mientras ellos pasaban estrecheces y calamidades. Y la máxima representación de tan obsceno lujo era yo, Teresa Cabarrús, Nuestra Señora de Thermidor; pero, si hasta hace muy poco el hombre de la calle se embobaba mirándome porque sabía las muchas vidas que había ayudado a salvar de la guillotina, ahora lo único que veía era una tonta atolondrada a la que le gustaba demasiado exhibirse desnuda. Yo, por mi parte, no me daba cuenta de nada de esto; tan cerca estaba de Barras y tan lejos de la realidad.
Mientras todo esto ocurría, Napoleón triunfaba en Italia. A los éxitos de Millesimo y Castiglione le siguieron los de Arcole, Rivoli y Mantua. He aquí los nombres de victorias cada vez más sonadas y también geniales que a todos asombraban. Noticias de sus triunfos llegaban a París y eran, por cierto, la única fuente de regocijo para un pueblo que sufría. Sin embargo, a pesar de sus fulgurantes éxitos, no puede decirse que el futuro emperador fuera feliz. Si en la esfera de lo público se estaba convirtiendo en un héroe, en la de lo privado no era más que un marido incapaz siquiera de lograr que su mujer fuera a visitarle unos días al frente. Cartas iban y venían; ella primero se hacía de rogar; luego comenzó a poner excusas; más tarde inventó un falso embarazo que, según dijo, imposibilitaba su viaje… Por fin, al cabo de muchos meses y después de incontables ruegos, Josefina accedió a reunirse con su marido, pero lo hizo… escoltada por uno de sus amantes, el bello capitán Hippolyte, uno de los visitantes más asiduos de la casa del matrimonio en ausencia del héroe.
Todo esto no escapaba ni mucho menos a la gran inteligencia de Napoleón, pero aun entonces su amor era mayor que sus celos. He aquí una de las muchas cartas que le escribe por esas fechas:
Napoleón a la ciudadana Bonaparte:
Me aseguran que tú conoces desde hace tiempo a este señor que pretendes recomendarme para una empresa. Si esto es verdad, serías un monstruo. ¿Qué haces ahora? Duermes, ¿verdad? Y yo no estoy ahí para respirar tu aliento, contemplar tu gracia y llenarte de caricias…
Pero si Napoleón era un hombre tan enamorado como infeliz en lo personal, como estratega militar era extraordinario y muy astuto. Sabedor de que sus éxitos constituían la mayor fuente de satisfacción del pueblo, decidió hacer algo que estaba seguro sería muy bien recibido: enviar a su fiel Junot a París. La misión de este último consistía en llevar a la capital las banderas arrebatadas a los austríacos en el campo de batalla para entregarlas al Directorio como representante del pueblo. Pero he aquí sin duda un regalito envenenado. Si bien el Directorio no tenía más remedio que mostrarse satisfecho con aquella señal de victoria, se dio cuenta perfectamente del efecto que dicho gesto podía tener sobre la población hastiada. Porque el triunfo y la popularidad de un militar resultan siempre inquietantes en tiempos políticamente precarios. Más aún si, como en el caso de Napoleón, dichos triunfos vienen acompañados–además de banderas enemigas–de un considerable botín de guerra y de una gran cantidad de dinero que él obliga a los países conquistados a entregar a las arcas de Francia.
Sin embargo, aunque se daban perfecta cuenta de la jugada de Bonaparte, Barras y el resto del Directorio no tenían más remedio que preparar un gran recibimiento para Junot. La fiesta para celebrar su llegada tuvo lugar en el palacio de Luxemburgo con toda la pompa y, al mismo tiempo, el recelo de quien no tiene más opción que agasajar a un huésped incómodo. Por eso se procuró no dar demasiados detalles de cuándo iba a tener lugar la recepción para evitar en lo posible los vítores callejeros, pero a pesar de los esfuerzos la noticia trascendió y muchos fueron los que se agolparon a las puertas de Luxemburgo para aclamarle a su salida.
Ocurrió entonces que Junot, sabedor de la expectación que había creado, decidió hacer uno de esos mutis teatrales que tan del gusto eran de la sensibilidad de entonces y salir del palacio esperando ser aclamado por la muchedumbre que se apiñaba fuera. Lo protocolario hubiera sido que, en un momento así, llevase a su lado a un chambelán, a un maestro de ceremonias o, mejor aún, a Barras. Pero ni éste ni ninguno de los representantes de la Convención deseaba exponerse a tan peligroso honor. ¿Y si la gente comenzaba vitoreando a Junot y terminaba abucheando a su acompañante? ¿Y si alguien soltaba una inconveniencia, como una alusión a los que ellos llamaban los «vientres podridos»? No, la situación lo desaconsejaba; era preferible alentar que Junot saliera del brazo de alguna de las damas. Y puesto que estábamos en la época de las divinas merveilleuses, las diosas paganas, ¿qué mejor–se dijo el jefe del Directorio–que llevar en su brazo derecho a la esposa de su general en jefe, la ciudadana Josefina Bonaparte? De su brazo izquierdo, por expreso deseo no de Barras, a quien estos despliegues escénicos (o mejor dicho, éste en concreto) no satisfacían en absoluto, sino de la ciudadana Bonaparte, iba yo, Teresa Cabarrús.
Cuando Josefina me propuso acompañarles, acepté de inmediato. Al fin y al cabo, volver a casa en compañía de uno de los héroes del momento era la ocasión perfecta para recuperar el afecto del pueblo. Por eso, una vez organizada la comitiva y al salir del palacio, decidí prescindir del abrigo con ánimo de que la gente pudiera admirar bien mi vestuario. En aquella ocasión éste se componía de una túnica romana corta, abierta con un tajo lateral que permitía lucir, además de mis muslos, unas sandalias doradas cuyas tiras me subían hasta la rodilla. Los brazos iban igualmente desnudos y cuajados de pulseras de oro y en la cabeza lucía una gran peluca negra a lo Ceres.
Aún me parece que estoy viviendo la escena. Una gran multitud se ha dado cita a las puertas del palacio. Son las mismas buenas gentes de París que hasta entonces siempre habían sonreído a mi paso gritando, primero, Vive Notre–Dame du Bon Secours!, y más tarde: Vive Notre–Dame de Thermidor! También ahora sonreían y vitoreaban, aunque yo no alcanzaba a entender sus palabras. Estábamos acercándonos a la reja del palacio, de modo que agucé el oído. Por fin alcancé a oír lo que decían: Vive Notre–Dame des Victoires! ¡Viva nuestra benefactora! Eso gritaban; sin embargo, ni siquiera miraban en mi dirección, sino hacia el otro flanco de Junot, hacia donde estaba Josefina. Era a ella a quien aclamaban, a la esposa de Napoleón, no a madame Thermidor, la esposa de Tallien o, lo que es peor, la amante de Barras. Intentando mantener inalterable mi mejor sonrisa procuré mirar por detrás de Junot para espiar el rostro de Josefina. Ella saludaba a la multitud con ese aire suyo tan encantador como despistado. Sentí entonces cómo se me helaba el gesto y no precisamente por lo bajo de la temperatura ni por mi falta de ropa. «Dios mío», pensé con una punzada de envidia, algo que hasta entonces jamás había conocido, pero inmediatamente logré sobreponerme. «Vamos, Teresita–dije para mis adentros procurando reírme de mí misma-. No hay que intentar acaparar siempre la atención. Estás demasiado acostumbrada, ma belle, a ser el centro de todas las miradas. Esta vez es más que comprensible que la gente aplauda a la mujer de un héroe y no a ti».
«Un poco de humildad, querida», añadí, y gracias a este último pensamiento logré recomponer la sonrisa. Sin embargo, fue entonces, mientras miraba confiada una vez más hacia la muchedumbre, cuando llegó un golpe que no esperaba en absoluto. Entre las muchas voces que aclamaban a Nuestra Señora de la Victoria se destacó una que comenzó a entonar otro grito que logró elevarse sobre los demás y llegar hasta mí:
— Vive Notre–Dame du Septembre!
Por unos segundos no me di cuenta de la ironía que entrañaba dicho calificativo, pero cuando lo hice, palidecí mortalmente. ¡Nuestra Señora de Septiembre! Para todos los que vivimos aquellos atribulados tiempos, septiembre era sinónimo de sangre, puesto que se relacionaba con las masacres en las cárceles de París, uno de los episodios más terribles de toda la Revolución, y aquel grito cruel significaba que alguien me identificaba con ellas.
Como un rayo, la frase hizo diana en mi cerebro y éste empezó a escenificar uno a uno todos los desmanes cometidos en aquel infausto mes de 1792. Los asesinatos indiscriminados, los falsos tribunales que iban de prisión en prisión. Y luego, la cabeza ensartada en una pica de la princesa de Lamballe a la sombra de la que se recortaba la figura de Tallien, mi amante, mi marido.
Después de que esa única voz me llamara por tan desdichado apelativo se hizo un corto silencio, aunque no duró mucho la tregua. Cuando ya ganamos la calle, pude oír una vez más cómo esa misma voz surgía de entre las otras por segunda vez:
— ¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!
Fue entonces cuando cobré conciencia de mi desnudez y de aquel ridículo disfraz de diosa pagana que apenas cubría mi cuerpo. Comprendí también mi error al haberme apartado de la gente sencilla a la que en otro tiempo ayudé a paliar su sufrimiento y a la que ya no escuchaba. Y sobre todo, fui consciente de cómo una vez más mi destino, al igual que el de todos nosotros en aquellos tiempos inciertos, pendía de un finísimo hilo que en cualquier momento podía romperse y arrastrarme al abismo. Fueron los peores instantes de toda mi vida. Durante unos segundos pensé que iba a desmayarme, pero, por fortuna, mi largo aprendizaje en el mundo de las mentiras y de las representaciones me mantuvo en pie. Logré sonreír una vez más e incluso dedicar un alegre y burlón saludo a aquella voz anónima que me había increpado con sarcasmo tan cruel.
DE CÓMO LA CABEZA DE LA PRINCESA DE LAMBALLE VOLVIÓ PARA ATORMENTARME
Así acabó aquella escena, pero si bien en el momento logré salir más o menos airosa, no conseguí borrarla de mi cabeza y durante muchas semanas me visitó en sueños. En ellos podía verme bajando las escaleras de palacio del brazo del Junot, riendo y completamente desnuda mientras el pueblo se burlaba de mí. En otras pesadillas, no era Junot sino Tallien quien me escoltaba y entonces la gente nos gritaba: «¡Muera el asesino!», mientras yo pugnaba sin éxito por cubrir mi desnudez con la raída capa de mi marido. «Marido», qué odiosa palabra. En mi caso, dicho término servía para describir, primero a un indeseable como Fontenay, y ahora, a un pobre hombre como Tallien.
Como cuando estaba casada con Fontenay, Tallien y yo ocupábamos habitaciones separadas. Pero, así como en el caso de Fontenay nuestros dormitorios estaban comunicados por una puerta por la que, una noche de infausto recuerdo, Jean había entrado para violarme, en La Chaumiére era imposible que se realizase tan indeseable visita. Primero, porque yo me había asegurado, incluso antes de que se enfriaran nuestras relaciones, de que no existiera tal puerta. Y segundo, porque Tallien jamás se habría atrevido a algo así. Sea como fuere, esa noche soñé que cierta invisible puerta que nos separaba se abría y entraba mi marido. Lo hacía con ese aire de perdedor irredento que arrastraba desde hacía tiempo. Tallien el torpe, el vencido; Tallien el consentidor, que miraba hacia otro lado cuando se cruzaba con Barras camino de mis habitaciones privadas. Sin embargo, él era, además de todo lo dicho, otras muchas cosas. Era Tallien el asesino de Burdeos, el despojacadáveres, el hombre responsable de aquellas terribles Masacres de Septiembre por las que ahora me habían colgado tan cruel epíteto. Y de nada había servido, por lo visto, que yo con mi conducta posterior hubiera ganado los amables títulos de Nuestra Señora del Buen Socorro y de heroína de Thermidor; aquello estaba ya olvidado porque la suerte de una mujer siempre estará irremediablemente unida a la de su hombre, y mucho ha de cambiar el mundo para que deje de ser así, cavilaba yo en mis sueños. Por eso, ahora, a todos los efectos, yo no era nada más que madame Tallien, la esposa de un héroe fallido, de un muerto en vida.
***
En el sueño que tuve esa noche, Tallien entraba en mi habitación, descorría las cortinas de mi cama y luego intentaba abrazarme. Yo podía sentir su peso y, peor aún, su aliento fétido, mezcla de alcohol y podredumbre, inundando mi boca. «Thérésia, ámame, Thérésia, no me abandones», suplicaba mientras su lengua pastosa y gruesa se entreveraba con la mía inundándome de un olor nauseabundo de cadáver. Después fueron sus manos, sus dedos, su sexo los que buscaron abrirse camino entre mi carne mientras ésta se desgarraba de dolor y de miedo. Y, por encima de nuestras cabezas, como un exponente más de hedor y podredumbre, velaba la desdichada calavera de la princesa de Lamballe, con sus rizos perfectos, su carne tumefacta y las cuencas de sus ojos brillantes, vivos, oh Dios mío, gracias al bullir de innumerables gusanos que celebraban en ellos un inacabable festín. «Eres mía, Thérésia–decía entonces Tallien-, mía como lo fuiste en Burdeos cuando sellamos nuestro amor a la sombra de la guillotina. Ella nos unió», añadía mientras su sexo se hundía en mí una y otra vez.
***
Me desperté con el corazón desbocado y me costó comprender que todo era un sueño. Que la cabeza de la princesa de Lamballe no estaba allí y que, gracias a Dios, tampoco se había repetido la violación de la que había sido víctima cuando era poco más que una niña. No había nadie más en la habitación, estaba sola con mis fantasmas. Aun así, desde ese día ya no fui capaz de dispensar a Tallien ni siquiera las migajas de un afecto que antes solía ofrecerle. La indiferencia que por él sentía se convirtió primero en desdén, más tarde en repugnancia. Por fortuna, no hubo necesidad de que intercambiáramos palabra para que él se diera cuenta del cambio. Si antes apenas hablábamos, ahora éramos dos sombras que intentaban evitarse cuando se encontraban, por ejemplo, en un pasillo o camino de la habitación de alguno de mis hijos, la del siempre silencioso Théodore o la de la pequeña Rose Thermidor.
Tallien se refugió entonces en esta última. La niña tenía apenas año y medio, pero se parecía tanto a mí… Él pasaba todo su tiempo libre, que era mucho, en el cuarto de juegos; cubría a su hija de besos, de caricias desesperadas, pero ni siquiera estas escenas, de un patético dramatismo que él intentaba redoblar cuando yo estaba presente, lograban conmoverme. Tallien se había convertido en un espectro y no sólo para mí. En realidad, ya nadie en la casa reparaba en su presencia, ni siquiera Frenelle, que lo conoció en sus mejores años, y menos aún el resto de los criados, que sólo lo habían tratado cuando ya era un don nadie.
«No soy más que una escoba que los políticos de este país han utilizado para barrer la basura y a la que ahora pretenden olvidar detrás de la puerta. Un día, también tú harás lo mismo, amor mío… ». Eso había dicho él un año antes al darse cuenta de cuál había sido su verdadero papel en los acontecimientos históricos por los que, hasta el día de hoy, se le recuerda. «Júrame, Thérésia, que no me dejarás nunca. Júrame al menos que cuando te canses de mí permitirás que me quede cerca, en el último rincón de tu casa, como un trasto inútil, como un perro, pero cerca de ti …». También esto me había dicho él al comienzo de su caída, y ahora estas palabras adquirían toda la fuerza de una profecía.
TALLIEN INTENTA RESUCITAR POR TERCERA VEZ
Así como existen en la Historia vidas paralelas, las hay también que son como líneas divergentes y otras que cuando una crece, la otra mengua. Este pensamiento parece propio de madame de Staël o del señor Moratín, pero es mío. Nada sé de matemáticas, ni mucho menos de física, por lo que la metáfora puede ser errónea, pero lo que quiero decir es que hay vidas que parecen un juego de opuestos, como la de Jean–Lambert Tallien y la de Napoleón Bonaparte. Porque si este último era un pobre diablo con las botas remendadas cuando a Tallien lo aclamaban como el héroe de Thermidor, ahora Napoleón cosechaba cada día éxitos más resonantes mientras que el mayor triunfo al que podía aspirar Tallien era obtener una sonrisa de la pequeña Rose Thermidor. Nos encontrábamos ya a finales de 1797. Tras sus triunfos en Italia, Napoleón Bonaparte (hace tiempo ya que había desaparecido esa «u» italiana de su verdadero apellido, Buonaparte) regresó a Francia. ¡Y qué gran júbilo para el pueblo supuso la noticia de su retorno! El triunfo de nuestros ejércitos era la única alegría y también el único motivo de unión en una sociedad cada vez más dividida. Así, mientras París esperaba la llegada del héroe, todo eran alabanzas, parabienes, preparativos. Se decidió, por ejemplo, que la calle en la que tenía fijada su residencia Napoleón cambiara inmediatamente de nombre y pasara a llamarse calle de la Victoria y toda la ciudad se preparaba para las fiestas que habrían de celebrarse en cuanto hiciera su triunfal entrada en la capital.
Sin embargo, y a pesar de tantos preparativos, la llegada no tuvo nada de triunfal. Napoleón llegó a París sin avisar, fue directo a su casa y se encerró allí declinando toda invitación de los poderosos. «¿Qué pretenderá le petit gringalet? — recuerdo que dijo Barras, más perplejo que contrariado, más receloso que desairado-. No me fío en absoluto de sus artimañas. ¿Cuál será ahora la estrategia de ese que dice ser el mayor estratega de todos los tiempos?».
Sea cual fuere ésta, lo cierto es que hicieron falta muchos ruegos para que Napoleón consintiera al fin en asistir a tan sólo dos de las muchas fiestas que se habían organizado en su honor. Una sería la de los directores, con Barras a la cabeza; la otra, por cierto, la que pensaba organizar un viejo amigo de todos ustedes: me refiero al ci–devant obispo de Autun y ci–devant revolucionario Talleyrand, ahora reconvertido en la tercera de sus muchas reencarnaciones, nada menos que en flamante ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Ambas fiestas fueron sonadas y creo que merece la pena detenerse unos minutos en describirlas, puesto que darán al lector una certera recreación de lo que ocurría por aquel entonces en Francia. Como ya sabemos, un general vencedor y tan popular como Napoleón suponía un serio peligro para el Directorio. Y no sólo porque, cara al hombre de la calle, su presencia alentara una nada recomendable comparación entre dichos directores y el héroe del día, sino porque, además, permitía a las diversas facciones políticas entregarse a las actividades que les eran más propias, es decir, la intriga y la conspiración. «Ya veremos quién gana al final», me dijo Barras la víspera de la primera fiesta, y se dispuso a organizarlo todo en el estilo de entonces, es decir, del modo más teatral posible. «No se imagina aún ese pequeño corso con quién tiene que vérselas. Ya sabré demostrarle quién manda en París».
Como si el cielo hubiera querido unirse también a nuestras celebraciones, el tardío otoño de aquel año nos regaló un 10 de diciembre celestialmente claro, con una leve brisa y temperatura benigna. En el palacio de Luxemburgo se había hecho levantar un altar patrio adornado por varios trofeos de guerra traídos por Napoleón de los campos de batalla, así como por las banderas arrebatadas al enemigo. Allí, bajo una gran carpa tricolor y a cada lado del altar, los directores se dispusieron a esperar al héroe ataviados con sus trajes de ceremonia. Los cinco lucían mantos bordados o de armiño, profusión de puntillas, sombrero con grandes plumas, borlones, oros. También a los ministros, con Talleyrand a la cabeza, se les veía espléndidos en sus trajes de terciopelo, mientras los diputados dejaban ondear al viento togas escarlata con abundancia de bordados en azabache. Una vez que estuvieron todos en sus puestos, comenzó a sonar una orquesta sinfónica. Ésta interpretó diversas piezas clásicas, pero cada vez que la algarabía de los ciudadanos que fuera del palacio esperaban la llegada de Napoleón aumentaba, la orquesta se detenía y luego atacaba piezas patrióticas imaginando la inminente llegada del invitado de honor. Tres veces se repitió esta situación sin que nada sucediera; Bonaparte se hacía esperar. Tanto, que ya empezaban a impacientarse los directores, los diputados y hasta Talleyrand bajo su más que impresionante sombrero de plumas. Por fin, casi con una hora de retraso, un redoble de tambores y los gritos enfebrecidos del pueblo de París, anunciaron su llegada. «¡Ya viene! — decían todos-. ¡Napoleón se acerca!», y yo, que me encontraba junto a Germaine de Staël, me incliné para preguntarle al oído: «¿Por qué habrá tardado tanto? ¿Tú crees que prepara una entrada marcial y espectacular para fastidiar a los directores?». Germaine, que se había puesto un vestido especialmente décolleté, se había quedado helada con la larga espera. Y es que, por muy benigna que fuera la mañana, estábamos en pleno diciembre. Parecía molesta. «¿Entrada marcial? Ya lo veremos. Espero que al menos se haya cepillado el barro de sus botas y de la casaca que tú le procuraste», respondió ella despectivamente, recordando los tiempos en que Bonaparte no tenía dinero ni para renovar su uniforme y tuve que intervenir yo. No alcancé a responder a Germaine, porque en ese preciso momento un redoble de tambores anunció la entrada de Bonaparte en el recinto ante el estupor de todos. Estupor, sí, porque el héroe del día apareció vestido casi tan modestamente como en aquella lejana ocasión en la que le conseguí una nueva casaca. Bueno, tal vez exagere, pero lo cierto es que lo hizo con un simple uniforme de general desprovisto de todo adorno, casi un atuendo de campaña. Comenzó a caminar hacia nosotros, y como único ornamento llevaba suelto su largo pelo, que enmarcaba una cara pálida, marfileña, una nariz afilada y un mentón largo y fuerte. Tenía un aire de gran juventud, pero de juventud circunspecta, y sus ojos miraban hacia la tribuna de directores de un modo que nos obligó también a nosotros a dirigir allí nuestra mirada. Entonces no pude por menos que sentir un escalofrío, y la misma sensación debió atenazar al resto de los presentes, puesto que se hizo un silencio. Ahora el único sonido era el murmullo de la muchedumbre, que seguía aclamando a su héroe desde fuera del recinto del palacio. Y qué extraña sensación era ésa mientras Napoleón avanzaba hacia el lugar en el que se encontraban Barras y los demás directores. Miré a mi amante, pero él, envuelto en su manto bordado, cubierto de puntillas y plumas, no parecía darse cuenta de lo que estaba aconteciendo a su alrededor. Me refiero a cómo cambiaban las caras de todos los presentes al notar el contraste entre los directores emperifollados como pavos reales y aquel joven general en uniforme de campaña que los miraba con desprecio.
A medida que avanzaba, el silencio se fue haciendo más pronunciado. Por fin, Napoleón llegó al altar cívico que presidía la ceremonia. Ahora estaba de espaldas a nosotros y se detuvo unos segundos antes de girarse. «Un silencio religioso», así lo describió uno de los cronistas que han dejado sus impresiones para el recuerdo. Uno altamente inquietante, añadiría yo, y duró pocos segundos, puesto que, en cuanto Napoleón se volvió para saludar a los presentes, todos nosotros estallamos en el más enfebrecido de los aplausos.
— ¡Viva nuestro general! ¡Viva la República!
Una vez acabado el acto, preferí no comentar con Barras mis impresiones, no me pareció oportuno; bastaba con ver su cara para comprobar que estaba furioso. En cambio, sí se lo comenté a Germaine de Staël y ella quitó importancia al «silencio religioso» y al evidente contraste entre el general y los directores. Incluso se atrevió a hacer un pronóstico: «Ya verás–dijo-, conozco bien ese aire de virtud revolucionaria; la tienen todos los jóvenes cuando escalan posiciones con demasiada rapidez. Pero bastarán, te lo aseguro, unos días, apenas unas horas en París con sus pompas y sus obras, para que nuestro querido gringalet pierda esos fríos y poco favorecedores aires de héroe espartano. Ya veremos qué pasa esta noche en casa de Talleyrand; el ex obispo de Autun es un experto en agasajos, también en sutilezas, y siempre ríe mejor quien ríe el último, querida… ».
***
La segunda fiesta organizada en honor de Napoleón tuvo lugar en el hôtel Galliffet y desde luego no se pareció en absoluto a la de los directores. Si una estuvo adornada de la estética patriótica y teatral, la otra lo estaría, simplemente, del buen gusto. Desde su regreso a Francia tras el exilio, Talleyrand había tenido varios éxitos y un solo fracaso: no haber logrado que lo nombraran director pese a sus intrigas. Aun así, había sabido volver a la primera fila de la política convirtiéndose en ministro de Asuntos Exteriores y ahora arrastraba su pierna tullida por los salones más distinguidos de París. «Él sí que sabe hacer bien las cosas», me dijo Germaine mientras subíamos las escaleras de la casa de Talleyrand, y si había un deje de ironía en el acento que había puesto en pronunciar aquel pronombre, alguna velada comparación entre el ex obispo y Barras, yo decidí ignorarlo. Me entretuve, en cambio, calibrando lo que veía a mi alrededor. Cada uno de los grandes salones de la mansión estaba perfumado con ámbar, la fragancia preferida de Talleyrand. Había también diversos árboles aromáticos de pequeño tamaño que crecían en ornamentales cache–pots chinos dentro de la casa, lo que, junto con las velas y las antorchas, confería al recinto un aire entre misterioso y sofisticado. En honor a su invitado principal, Talleyrand había hecho decorar las paredes de todo el palacio con obras de arte traídas por Napoleón desde Italia: cuadros de maestros renacentistas, bustos romanos y hasta una gran columna cercenada de uno de los más importante templos clásicos de la ciudad de Roma. Germaine y yo atravesamos todos esos bellos decorados haciendo los comentarios pertinentes hasta llegar a la gran sala de baile, que estaba presidida por una madonna de Rafael. Bajo ésta, y con un aspecto tan recatado como la mismísima Virgen María, se recortaba la inconfundible figura de Josefina Bonaparte.
Desde la llegada de Napoleón a la ciudad yo no había tenido oportunidad de hablar con ella, pero solíamos escribirnos casi a diario. De hecho, esa misma tarde me había enviado la nota que reproduzco a continuación:
Mi querida, supongo que te veré esta noche en la fiesta. No tengo que preguntar si estarás allí, la velada no sería un éxito sin ti. Te escribo para preguntarte si vas a ponerte ese dessous color melocotón que tanto me gusta. Yo pensaba ponerme uno similar.
Te abraza, tu amiga.
Como es lógico, asentí con gusto, y Josefina llevaba por tanto las enaguas melocotón que tanto le agradaban, pero debo decir que no se veía demasiado favorecida con ellas. Había completado el atuendo con un vestido de manga larga y escote redondo que la hacía parecer exactamente de su edad, ni un día menos. En su mirada había además un brillo algo contrariado, parecido al que yo recordaba de los primeros meses de su matrimonio, cuando Napoleón le escribía encendidísimas cartas de amor importunándola para que fuera a visitarle al frente mientras ella inventaba mil excusas para no hacerlo. Sin embargo, ahora–qué infalible Cupido es el éxito-, Josefina estaba mucho más enamorada de él. Se notaba en todo: en su forma de vestir, también en el modo en que miraba a su marido, que estaba un poco más allá, y sobre todo se delataba en el modo en que observaba de reojo a otras mujeres. «Vaya, vaya, ésta no es mi Rose», me dije, pero inmediatamente mi atención se desvió hacia un tumulto de damas que revoloteaban como mariposas multicolores (y bastante desnudas) alrededor de Napoleón. Curiosa escena, porque la mayoría de ellas, con sus coturnos y pelucas, eran mucho más altas que el héroe y éste apenas resultaba visible entre tanto lepidóptero. Yo nunca he sido partidaria de sumarme a estos tumultos por muy deseada que sea la pieza, pero madame de Staël sí, y antes de unirse al resto de las damas me guiñó un ojo como quien dice: «Recuerda nuestra apuesta», y allá que se fue a atacar al vencedor de Castiglione. Cinco o seis codazos más tarde ya había logrado abrirse un hueco y entonces, desde donde estaba, pude oír la conversación que mantuvieron.
— General–le dijo sin más preámbulo que una más que intencionada media vuelta, para que Napoleón pudiera apreciar su bien torneado derriére (Germaine estaba muy orgullosa de su retaguardia)-. General, decidme, ¿qué tipo de mujeres preferís?
— Prefiero a mi esposa–respondió Napoleón cortante.
— Ah, pero ¿cuál es vuestro ideal de mujer?
— ¡Aquella que dé a luz más hijos, ciudadana!
— ¿Sólo eso? — continuó indesmayable Germaine, presta a comenzar un nuevo ataque con su artillería pesada, es decir, con el filo de su lengua y con la más que probada rapidez de su inteligencia. Pero Napoleón no la dejó ni disparar la primera salva.
— No, no sólo eso. También me gustan las mujeres que son las mejores amas de casa–añadió, y dicho esto se dio media vuelta dejándola sola con su derriére al aire, digamos.
***
Esa noche, todos reímos para nuestros adentros aquella estruendosa derrota de la futura autora de Corinne, incluida yo. Pero aun así no pude evitar un cierto desasosiego. Era más que evidente que le petit gringalet quería marcar distancias con todos nosotros, demostrar que él era distinto. Tal vez por eso una decisión que Bonaparte hizo pública apenas unos días más tarde fue motivo de alegría para muchos. Para Talleyrand, que no había logrado ablandar el corazón del general con su elegante y sofisticada fiesta; para Josefina, que a pesar de su recientemente descubierto amor conyugal seguía prefiriendo ser la esposa de un héroe… lejano; por supuesto para el pueblo de París, que adoraba a su ídolo y apoyaba cualquier idea suya. Pero sobre todo lo fue para los directores, que ya empezaban a estar más temerosos que cansados de su presencia en París. La noticia era que Napoleón deseaba llevar a cabo un viejo sueño: el de emular a Alejandro Magno e ir hacia Oriente. En realidad, tras esta idea se escondía otra mucho más pragmática, la de retar las posiciones inglesas en el Mediterráneo, por lo que decidió viajar a Egipto. El Directorio inmediatamente apoyó la idea: una expansión hacia otros y muy distantes territorios, qué magnífica iniciativa. Además, ahora que la República empezaba a recibir buenos dineros de sus conquistas, Francia bien podía permitirse otro viejo anhelo: mostrarle las uñas a su insufrible enemiga ancestral, la Gran Bretaña, que tanto había hecho por neutralizar nuestra gloriosa Revolución.
Otro de los que se alegraron y mucho con esta iniciativa de Napoleón fue Tallien; para él resultó casi una bendición del cielo. Y es que dada su cada vez más difícil situación tanto personal como profesional, la idea de poderse sumar a la expedición de Bonaparte y alejarse por un tiempo de París se le antojaba una ocasión única de recuperar algo de prestigio, más aún si lo hacía entre las filas de amigo tan antiguo como querido. Tallien pensaba en Napoleón casi como en un camarada, puesto que fuimos nosotros los primeros en abrirle las puertas de nuestra casa cuando era un don nadie y la amistad se consolidó aún más al ser testigos de su boda. Sin embargo, lo que parecía no comprender Tallien era que dicha amistad poco tenía que ver con él. De hecho, Bonaparte ni siquiera le tenía simpatía. Y si antes de sus éxitos militares aguantaba la charla de Tallien en La Chaumiére con la condescendencia que uno otorga a un anfitrión pelmazo, ahora, tras sus triunfos, no tenía ni tiempo ni humor para disimular. Consideraba a Tallien, y así lo dijo en público, méchant et corrupteur, de ahí que al principio todas sus tentativas para que lo incluyera en su expedición a Egipto parecieran abocadas al fracaso.
— Si tú pudieras hablar con él… — me dijo un día en el que, como tantos otros, coincidíamos en las habitaciones de los niños-. Bonaparte te adora y no puede negarte nada.
— Si eso es lo que deseas–le respondí sin mucha convicción-, ¿pero en calidad de qué debo decirle que quieres ir a Egipto?
— No sé, dile que como observador, o incluso como modesto escriba. Dile que podría colaborar en el inventario de todos esos maravillosos tesoros que, según cuentan, duermen enterrados en aquella lejana tierra. O mejor aún, no le digas nada de todo esto. Tú sabes bien cómo convencer a un hombre sin tener que dar explicaciones fastidiosas, vida mía.
Sonreí. Tallien era apenas la sombra del hombre que había sido. Estaba muy delgado últimamente y sus ropas parecían flotarle alrededor del cuerpo. Me entretuve en ver cómo subía y bajaba su nuez bailoteando en ese cuello que poco tiempo atrás había sido fuerte y también bello. Apenas tenía treinta y un años, pero había perdido ya parte del pelo y casi todos los dientes.
— ¿Verdad que te alegras de que tenga esta nueva posibilidad de reconducir las cosas?, ¿verdad que me ayudarás a conseguirlo, amor mío?
Prometí hacerlo y aproveché una visita que tenía que hacer al Palais Royal para desviar mi ruta y pasar brevemente por casa de los Bonaparte en la Rue de la Victoire. Hacía días que no había intercambiado con Josefina nuestras habituales notas intrascendentes y al llegar allí me dijeron que estaba ausente. No me sorprendió que así fuera, raras eran las mañanas que ella no aprovechaba para ir de compras, sobre todo ahora que, gracias a los éxitos de su marido, su situación económica había mejorado considerablemente.
— No, no es a la ciudadana Bonaparte, sino al general, a quien deseo ver–dije a la persona que me abrió la puerta. Se trataba de un muchacho muy joven vestido de militar, apenas debía de tener unos dieciocho años, y ya me disponía a dirigirme hacia la biblioteca sin más preámbulos cuando me detuvo.
— ¿Os espera el general, ciudadana?
En vano intenté explicar a aquel lampiño muchachito (que mucho me recordaba, dicho sea de paso, a Marc–Antoine Jullien por su aspecto y su insolencia) que yo nunca había necesitado ser anunciada en esa casa, que era amiga de la ciudadana Bonaparte, una más de la familia.
— Los tiempos han cambiado–dijo haciendo oídos sordos a mis protestas-. Esperad aquí, ciudadana.
No tuve más remedio que hacerle caso y me entretuve–ya que su figura tanto me había recordado a mi primer fracaso en lo que a seducciones se refiere–cavilando qué habría sido de aquel otro insolente muchacho, Jullien, el protegido de Robespierre. No soy persona rencorosa y nadie puede decir que haya utilizado mi influencia para vengarme, pero debo reconocer que en lo que a Marc–Antoine se refiere hice una pequeña excepción. Una vez muerto el Incorruptible, todos sus colaboradores acabaron guillotinados o en prisión, y yo me ocupé personalmente de ordenar que aquel espía que Robespierre había mandado a vigilarme durante la ausencia de Tallien en Burdeos no escapara al castigo.
En estos pensamientos tan poco caritativos estaba cuando se abrió de nuevo la puerta y entró Bonaparte. Aquellos eran tiempos vertiginosos, todo y todos cambiábamos con suma rapidez. Naturalmente, yo había tenido ocasión más que sobrada de observar a Napoleón esos días atrás en las fiestas dadas en su honor, pero aun así, ahora, lejos de las candilejas y a la siempre inmisericorde luz matinal, me sorprendió ver cuán distinto parecía. Su cara era tan juvenil como siempre, pero había profusas líneas alrededor de sus ojos y un brillo nuevo en ellos muy frío. Me extrañó que así fuera, pero no le di importancia; yo siempre me he considerado experta en caldear miradas, maestra en disolver recelos.
— Querido general, qué bien os veo y qué suerte poder tener estos minutos a solas los dos como antes.
El hechizo funcionó. Una tenue sonrisa iluminó el rostro de Bonaparte y entonces aproveché para explayarme sobre el motivo de mi visita.
— Y por todo ello–concluí una vez expuesta la situación actual de Tallien con toda la diplomacia y el eufemismo que el caso requería–os estaré eternamente agradecida si pudierais incluirle en vuestra expedición a Egipto. Es un hombre que ha vivido muy distintas situaciones y sabe adaptarse a todo. Además, vuestra posición y la suya son tan distintas en este momento que seguramente apenas lo veréis en todo el viaje, salvo si deseáis hacerlo.
Él me observaba en silencio, de modo que continué hablando. Entonces me pareció notar cómo la mirada del general se detenía más de lo que la cortesía requiere en el bonito escote de mi vestido y al instante adopté una posición que le permitiera observarlo mejor mientras le decía:
— En realidad, si lo aceptáis, será uno más en una expedición de miles de hombres. Para él, en cambio, acompañar al más glorioso de los generales es una posibilidad única de regenerar su prestigio ante los demás y, sobre todo, ante sí mismo.
Fue en ese momento, cuando ya del ceño del general había desaparecido por completo toda expresión severa y volvía a establecerse entre nosotros la corriente de simpatía (o algo más) que hubo siempre, cuando hizo su entrada Fortuné. El perrito apareció por la puerta abierta del vestíbulo haciendo sonar un pequeño cascabel que colgaba de su collar rojo y, muy decidido, vino hacia mí. Yo lo tomé en mis brazos sin dejar de mirar al general.
— Es un favor especial que os pido–dije-, una ayuda para un hombre cubierto de deudas que no tiene ni para comprarse unas botas nuevas como quien dice. — Al pronunciar estas palabras noté como si algo cambiara entre nosotros. Tal vez fue la irrupción de aquel perrillo, que no era desde luego santo de la devoción de Bonaparte. O tal vez fuera la mención a ese viejo favor sin importancia que un día le hice al entonces taciturno y muy necesitado general Buonaparte, pero lo cierto es que Napoleón se puso en pie. En su rostro podía verse una vez más aquella mirada fría del principio de nuestra entrevista.
— Descuidad, me ocuparé de que Tallien sea incluido en la expedición–dijo al tiempo que me besaba, no en la mejilla como era natural entre nosotros, sino en la mano-. Vuestro marido–añadió poniendo más énfasis del necesario en esta última palabra–no es precisamente santo de mi devoción, pero (y lo que viene ahora lo dijo adoptando de pronto un acento italiano en su habitualmente impecable francés) un corso nunca olvida.
Si las palabras pudieran separarse del tono con el que son pronunciadas y si yo no hubiera visto en su rostro la sombra de aquel gesto frío que disolvió lo que antes era una expresión risueña, habría salido de aquella entrevista con la mejor de las impresiones. Bonaparte me acompañó con toda amabilidad hasta la puerta y, esta vez sí, depositó en mi mejilla un beso que bien podía calificarse de cálido. Yo, agradeciéndole su generosa ayuda, le devolví entonces otro todavía más caluroso, pero aun así, al agacharme con deliberada coquetería para despedirme de Fortuné, segura de que con dicha actitud componía una bella estampa, tuve la nítida impresión de que había ganado una pequeña batalla, pero tal vez perdido una contienda. «Un corso nunca olvida». ¿Qué habría querido decir el general con esas palabras? Tal vez de ahora en adelante, reflexioné, tendré que dedicar redoblado interés a ese petit gringalet convertido en héroe.
***
Tallien, por su parte, se mostró feliz con el resultado de mi gestión. Iba y venía por la casa preparándolo todo, dando órdenes a los criados, parecía un hombre nuevo. Tan contento estaba que me enterneció verlo así. «Quién sabe–dijo llegado el momento de las despedidas-, tal vez la suerte me esté dando una nueva oportunidad; la tercera, en este caso. Y a la tercera va la vencida, ¿no crees, vida mía?».
Su viaje comenzó con grandes esperanzas, pero, al llegar a Alejandría, le aguardaba un primer motivo de desencanto, pues nada más desembarcar se encontró cara a cara nada menos que con Marc–Antoine Jullien, el espía que Robespierre mandara a Burdeos para lograr pruebas que nos llevaran a ambos a la guillotina. Es curioso cómo ocurren las cosas en la vida. Podría decirse que hay ciertos fantasmas que anuncian sus apariciones. Días antes, yo había creído verle en casa de Bonaparte y ahora el auténtico Jullien reaparecía en la vida de mi marido. « ¿Qué hace aquí este traidor a la patria? — se preguntaba Tallien amargamente en una de sus cartas-. ¿Es que he de tener la desgracia de toparme siempre con lo peor de mi pasado?».
No le faltaba razón. El destino quería que una vez más tuviera que vérselas con otra muestra de su falta de autoridad. Porque era evidente que, a pesar de que él había explícitamente ordenado prisión para Jullien tras la caída del Incorruptible, éste no sólo estaba libre, sino que era ahora oficial destacado del ejército de Napoleón. El descubrimiento fue todo un golpe para el antiguo héroe de Thermidor. Él era ahora un paria y Jullien un triunfador. Él se había convertido de perseguidor en perseguido; de héroe, en comparsa; de estrella, en fracaso; todo lo contrario de ese tipo que ahora lo miraba con una sonrisa que no hacía más que subrayar abiertamente su desprecio.
MENOSPRECIO Y DESCORTESÍA
Con la marcha de Tallien a Egipto cesaron también aquellas pesadillas que antes me atormentaban. Me refiero a las que de vez en cuando me visitaban para revivir el día en que, del brazo de Junot y junto a Josefina, alguien en la calle me había increpado gritando: «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!». Cierto es que ya la gente no me distinguía al pasar con los amables epítetos de antes, sino con un forzado silencio. Pero como el ser humano posee un indudable talento para olvidar lo malo y buscar signos positivos que le reafirmen en sus convicciones, yo me tranquilizaba pensando que aquella cruel acusación había sido sólo un incidente aislado, apenas una voz discordante entre una multitud que me adoraba. Así parecían confirmarlo además otros muchos signos positivos, como el hecho de que continuara siendo el centro de la moda en una sociedad, la parisina, para la que dicha palabra era casi religión. Pagana, sin duda, pero religión al fin y al cabo. Cierto es que ahora tenía que compartir mi particular Olimpo con otra diosa cada vez más popular: la ciudadana Bonaparte, pero ¿acaso no era ésta mi mejor amiga? A ella la nueva ausencia de su marido la colocaba, dicho sea de paso, en la muy envidiable situación de ser la esposa del hombre más popular del momento y, al mismo tiempo, una dama sola que podía pasear con diversos amigos y divertirse a su antojo.
Y es que divertirse seguía siendo la consigna general, sobre todo en ciertos círculos, más aún ahora que Francia era ya una gran potencia militar. Sin embargo, aunque las arcas comenzaban a llenarse con el botín de guerra, también eran muchos los caudales que se quedaban por el camino, de modo que cada vez eran más frecuentes las voces que se alzaban para denunciar la escandalosa corrupción. Como la del viejo Mallet du Pan, por ejemplo, a quien tanto le gustaba vocear: «¡Cada día es más afrentosa la diferencia entre los vientres vacíos del pueblo y los malditos vientres podridos del gobierno!», «¡Sodoma y Gomorra, amigos míos!». Y a continuación se dedicaba a poner de relieve ciertos datos relacionados con la moral que, según él, hablaban por sí mismos. Como el elevado número de divorcios que se producía en París, sobre todo después de que la Convención tirara por la borda el último lazo que constreñía la libertad personal permitiendo, de un solo golpe, que seis mil maridos y esposas «incompatibles» se divorciaran en tan sólo doce meses. O los cuatro mil niños abandonados que aparecían anualmente en las calles de París. O los cuarenta y cuatro mil bastardos de otros departamentos. Tout le monde s'aime, tout le monde se divorce. Todo el mundo se ama, todo el mundo se divorcia, se decía entonces. Un ciudadano parisino, por ejemplo, llegó a casarse con cuatro hermanas, una detrás de la otra, y un segundo solicitó autorización para contraer nupcias con la madre de sus dos anteriores esposas.
En cuanto al dinero que comenzaba a llegar del exterior y el uso que de él se hacía, éste era tan escandaloso como las costumbres imperantes. Al gran número de agiotistas, especuladores y acaparadores de todo tipo de mercancías se unían ahora los financieros que se dedicaban a enriquecerse con los suministros al ejército. «¡Botas de suelas tan finas como hojas de papel y ropas de abrigo confeccionadas de paño podrido!», así describe aquellas mercancías el tronante Mallet du Pan, pero tal vez exagerase un tanto, porque hay que tener en cuenta que Mallet du Pan era un agente secreto de los realistas que deseaba a cualquier precio acabar con el Directorio y con todos sus corruptos amigos.
Entre estos suministradores del ejército había por cierto un caballero que hacía tiempo se había convertido en asiduo a nuestras reuniones. Se llamaba Gabriel–Julien Ouvrard y su aspecto físico distaba mucho del tipo que la caricatura ha fijado para los hombres de su profesión. No era ostentoso en sus maneras ni burdo en su trato; tampoco era viejo ni gordo, sino muy joven, apenas veintiocho años, y tenía un físico más que agradable, así como una prudencia que bien podía confundirse con elegancia. Todo lo contrario, dicho sea de paso, que Barras, quien por esas mismas fechas se encontraba redecorando de arriba abajo una de sus carísimas propiedades en las afueras de París, la llamada Grosbois, que había pertenecido a Monsieur, es decir, al hermano del guillotinado Luis XVI. Durante meses, un batallón de carpinteros, albañiles, tapiceros, broncistas, pintores, jardineros y operarios de todo tipo trabajaron sin descanso para entregar al ciudadano Barras, que antaño votara la muerte de Luis XVI, un palacio digno de un rey. En realidad, podría decirse que todo lo que había en aquella magnífica residencia parecía desmentir la reciente historia de Francia. La opulencia y la ostentación eran tan similares a las del Antiguo Régimen que resultaba difícil creer que entre aquel lujo desmedido y éste casi obsceno hubiera tanta sangre, tanto sufrimiento y tantos cadáveres. Grosbois se convirtió muy pronto en el centro de reunión de todos los hombres relevantes del momento. Por allí podía verse a los diversos integrantes de la sociedad de entonces: los convencionales, los militares brillantes (salvo Napoleón, que seguía a la sombra de las pirámides), también los émigrés, que habían vuelto a Francia y ahora ocupaban de nuevo un lugar destacado en sociedad. Entre ellos estaba, como ya hemos visto, el ciudadano Talleyrand, reconvertido ahora en ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Porque, igual que las aves retornan cuando comienza a caldear el sol tras el crudo invierno, también este avispado pájaro estaba de regreso y con él sus suaves modales. Así, un día de los primeros en que todos nos encontrábamos disfrutando de uno de los nuevos y más bellos salones de Grosbois, recuerdo que se acercó a mí con estas palabras:
— Querida, hace tiempo que quería deciros que estáis tan bella como la última vez que nos vimos antes del diluvio. ¡Pero si incluso se diría que os encontráis en la misma deliciosa situación de entonces! Ved si no: estáis aquí, de pie, junto a una mesa de juego mirando el ir y venir de los naipes mientras vuestro hombre despluma a los incautos. Realmente, ma chére, hay que reconocer que plus ça change, plus c'est la même chose [9].
Aun suponiendo que su comentario no tuvieran intención de herirme y sólo se tratara de un pequeño chiste de esos que tanto gustan a los personajes mundanos, lo cierto es que sus palabras fueron una bofetada en pleno rostro. Sin duda, el encuentro «antes del diluvio» del que hablaba había tenido lugar en Fontenay–aux–Roses cuando yo estaba casada con mi primer marido. Fontenay era entonces consejero del Rey, empedernido jugador de cartas y un mujeriego que jamás me había amado. ¿Y cuál era mi situación actual? Yo no era ni siquiera la esposa, sino la amante del hombre fuerte del régimen actual. Barras, al igual que Fontenay, era jugador, pero no sólo con los naipes y con los corazones femeninos como aquél, sino con todo tipo de turbios negocios Y por último, al igual que ocurría con Fontenay, Barras nunca me había amado.
Yo, por mi parte, no me había hecho ilusiones respecto de sus sentimientos. Otros muchos errores he podido cometer en mi vida, pero desde luego no el de engañarme acerca de lo que sienten los hombres por mí. Siempre supe que Barras sólo tenía un amor, y era ese que se le aparecía cada mañana en el espejo mientras su criado lo rasuraba. Yo era para él otra cosa que nada tenía que ver con los sentimientos. Un adorno, una anfitriona brillante para sus muchas fiestas, el complemento perfecto para su éxito; en otras palabras, poco más que una bella pluma en el su ya de por sí ostentoso sombrero de héroe de la República.
Como en tantas ocasiones en mi vida cuando ésta se volvía amarga, sonreí. Más aún, reí a carcajadas ante la ocurrencia de Talleyrand. No podía dejar que ninguna de aquellas personas para las que el éxito era su único dios, adivinaran que la valiente madame Thermidor, la compasiva Señora del Buen Socorro–y, sobre todo, la que ellos más admiraban-, la muy bella Teresa Cabarrús, sufría.
— Tenéis razón–le dije al ex obispo, ex revolucionario y ahora ministro de Francia-, qué frase tan acertada la vuestra, amigo mío, prometedme que seguiremos con esta conversación más tarde. Ahora debo asegurarme de que todo está listo para que podamos pasar al comedor a su hora. ¿Os gusta el faisán, Talleyrand?
***
Mientras me dirigía hacia la puerta del comedor con tan tonta excusa me volví para observar aquel mundo que yo había elegido como mío. Allí estaban todos los actores principales de la actual comedia francesa: madame Récamier, vestida de rosa pastel representando su sempiterno papel de virgen intacta con la repetitiva estrategia de excitar y luego desdeñar a los hombres; Paul Barras, apostando en una mano de whist lo que un hombre honrado tardaba un año en ganar, pero que representaba tan sólo una ínfima cantidad de lo que él había acumulado impostando el inverosímil papel de político honesto en la Convención; Germaine de Staël, con su turbante a la criolla que de ningún modo lograba suavizar sus rasgos equinos y filosofando con un émigré sobre la miseria humana mientras bebían champagne; y por fin Rose, la actual Josefina Bonaparte. Podía verla allí, junto a la ventana, rodeada de un sinfín de aduladores. Era el centro de atención, en especial de los que intuían que, muy pronto, los vientos comenzarían de nuevo a rolar. Ella, por su parte, los escuchaba muy atenta y muy solícita, dedicándoles por turnos esa sonrisa de enigmática Gioconda que yo misma le había enseñado a perfeccionar y que no escondía misterio alguno salvo una muy mala dentadura.
Sí, ése era mi mundo, el que había surgido a la sombra de la guillotina después de que tantos miles de personas la hubieran regado con su sangre. Uno en el que yo brillaba no por mis buenas obras, pues todo se olvida con suma rapidez, sino por mi belleza y sobre todo por estar cerca del poder. No cabía duda de que tenía razón Talleyrand y la cínica frase plus ça change, plus c'est la même chose: cuanto más cambian las cosas, más continúan siendo lo que eran antes.
— ¿Estáis bien, madame? Tened, se os acaba de caer el abanico. Un rostro tan bello debería tener siempre a mano tan útil implemento no sólo para no deslumbrar demasiado a quienes lo miran, sino también para ocultarse cuando sus pensamientos requieren un momento de privacidad.
Era Gabriel Ouvrard quien así se dirigía a mí tendiéndome el abanico de nácar que se me había caído. Agradecí su gesto, pero fui incapaz de contestar. En París, ahora como antes del diluvio, se estilaban las respuestas ingeniosas o, en su defecto, las boutades u ocurrencias, pero ni una cosa ni otra me venía a la cabeza. A falta de palabras sonreí mientras me detenía unos segundos en estudiar el rostro de aquel hombre. Lo que me acababa de decir podía interpretarse como un atrevimiento o como una gentileza; elegí tomarlo como lo segundo, pues me pareció más acorde con la sonrisa franca y admirativa que me dedicaba. Él siempre había sido extremadamente atento y generoso conmigo.
— Mil gracias–dije, y añadí-: Hacía tiempo que no os veía, Ouvrard. Imagino que ahora que nuestros gloriosos soldados ganan todas las batallas vuestra tarea como suministrador del ejército se habrá multiplicado. Decidme, ¿os gustaría que diéramos un paseo? Dadme vuestro brazo, hace una tarde espléndida.
***
Aquella noche volví a soñar. En mi pesadilla, la voz que gritaba «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!» era ahora la de Barras, que reía a carcajadas mientras una muchedumbre entusiasta admiraba mi atuendo de merveilleuse, mi pelo entretejido de diminutas perlas, las joyas que cubrían mi pecho y los dedos de mis pies llenos de sortijas. Poco a poco se fue dispersando la multitud hasta que quedamos él y yo, solos, frente a frente. Entonces, tomando mi cara entre sus manos, cuajadas también de anillos, pude ver cómo Barras bajaba la voz para decir, casi en un susurro: «Lo siento, querida, voy a tener que prescindir de ti. Te has convertido en un lujo demasiado caro, trop cher, ma belle, vraiment trop cher». Y luego reía con esa risa suya que yo, oh Dios mío, aún tanto amaba. Pero el sueño no acababa ahí. A continuación pude reparar en cómo Barras se volvía hacia otra figura que estaba junto a él para decirle: «Una mujer como ella os convendría mucho a vos, Ouvrard. Ahora que sois tan indecentemente rico gracias a mi amistad, a la patria y a los soldados de Francia, os irá de maravilla un adorno como Teresa Cabarrús. Tened, os la regalo. ¿O preferís tal vez que nos la juguemos al whist? Claro que si no aceptáis mi generoso ofrecimiento, lamentándolo mucho, la concesión que tenéis para suministrar bienes al ejército podría caducar… ».
Me desperté con esa inexplicable sensación de peligro que más responde a un instinto animal que a una verdadera amenaza. El corazón me latía con fuerza y por mucho que intenté calmarme diciéndome que aquello no era más que otra de mis pesadillas, cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el rostro de Barras pronunciando aquellas crueles palabras: «Trop cher, ma belle, trop cher». Salté de la cama, apenas eran las siete de la mañana. Por aquel entonces yo, al igual que todas mis amigas, tenía la costumbre de levantarme tarde, rara vez antes del mediodía y en ocasiones bien entrada la tarde. Por eso debió de ser una sorpresa para Frenelle que la llamara tan temprano y así pareció traslucirse en su pregunta:
— ¿Estáis bien, madame?
— Sólo es otra de mis pesadillas–le dije, pero me cuidé mucho de confesarle que ésta no era como las anteriores, sino que tenía como protagonista a mi amante. Y es que si no lo he dicho antes lo diré ahora: Frenelle siempre odió a Barras. Desde el comienzo de nuestra relación, y sobre todo ahora que ella y yo pernoctábamos con más frecuencia en casa de Barras que en la mía, Frenelle se limitaba a desempeñar estrictamente sus labores domésticas y a tratarme con una lejana deferencia que al principio me impacientó y que más tarde procuré ignorar. Lejos quedaban ya los tiempos en que éramos cómplices y amigas o, más aún, compañeras de aventuras. Ya no era para ella «Teresa», sólo «madame».