SEGUNDA PARTE . Demonios

«[Él] era de una nueva generación de hackers, no provenía de la tercera generación, inspirada por un asombro inocente (…) sino de la cuarta, privada de derechos y movida por la rabia.»

JONATHAN LITTMAN, The Watchman.


Capítulo 0001010 / Diez

Un hombre de traje gris entraba en la Unidad de Crímenes Computarizados a la una de la tarde.

Lo acompañaba una mujer regordeta, vestida con un traje pantalón de color verde oscuro. Detrás llevaban dos policías uniformados. Con los hombros empapados por la lluvia y las caras largas.

Penetraron en silencio en la sala y marcharon hasta el cubículo de Stephen Miller.

– Steve -dijo el hombre alto.

Miller se puso en pie, peinándose el poco pelo que le quedaba.

– Capitán Bernstein -dijo.

– Tengo algo que decirte -añadió el capitán, en un tono que Gillette supo que aventuraba malos presagios. Miró también a Linda Sánchez y a Tony Mott, quienes se les unieron-. He querido venir en persona. Han encontrado el cuerpo de Andy Anderson en Milliken Park. Parece que el chico malo (el del asesinato de la Gibson) lo mató.

– ¡Oh! -se atoró Sánchez, llevándose una mano a la garganta. Comenzó a llorrar-. ¡No, Andy no…! ¡No!

A Mott se le ensombreció la cara. Musitó algo que Gillette no llegó a escuchar.

Patricia Nolan había pasado la última media hora sentada junto a un Gillette esposado, reflexionando sobre el tipo de software que podría haber usado el asesino para infiltrarse en el ordenador de Lara Gibson. Mientras charlaban, ella había abierto su bolso para extraer un frasco de esmalte, con el que incongruentemente comenzó a pintarse las uñas. Ahora el pequeño pincel se le había caído de las manos.

– ¡Dios mío!

Stephen Miller cerró los ojos un momento.

– ¿Qué ha pasado?

La puerta se abrió y entraron Frank Bishop y Bob Shelton.

– Acabamos de enterarnos -dijo Shelton-. Y hemos venido tan rápido como nos ha sido posible. ¿Es cierto?

Aunque la escena que tenía enfrente dejaba poco lugar a dudas.

– ¿Han hablado con su mujer? -dijo Sánchez, empapada en lágrimas-. Oh, y con Connie, su pequeña. Tiene tan sólo cinco o seis años.

– El comandante y un orientador psicológico se dirigen a su casa en este momento.

– ¿Qué ha pasado? -repitió Miller.

– Nos podemos hacer una idea -respondió el capitán Bernstein-, pues hay un testigo, una mujer que paseaba a su perro por el parque. Parece que Andy acababa de detener a un sujeto llamado Peter Fowler.

– Sí -dijo Shelton-, ése era el vendedor de armas que abastecía al asesino.

– Lo malo es que él pensó que Fowler era el asesino -continuó Bernstein-. Era rubio y vestía una cazadora vaquera -señaló la pizarra blanca-. ¿Recuerdan esas fibras de dril de algodón en la herida? Debían de haberse quedado adheridas al cuchillo que el asesino le compró a Fowler. En cualquier caso, mientras Andy esposaba a Fowler un hombre blanco se le acercó por detrás. Veintitantos años, pelo oscuro, traje azul marino y con un maletín en la mano. Dijo algo y cuando Andy se dio la vuelta lo apuñaló por la espalda. La testigo fue a pedir ayuda y eso es todo lo que vio. El asesino también mató a Fowler a cuchilladas.

– ¿Por qué no pidió refuerzos? -preguntó Mott.

– Bueno, eso sí que es raro: hemos comprobado su teléfono móvil y el último número que marcó era el de la Central. Una llamada de tres minutos enteros. Pero en la Central no consta que se haya realizado y ninguno de los operadores habló con él. Nadie puede imaginarse qué es lo que ocurrió.

– Muy fácil -dijo el hacker-. El asesino alteró el conmutador.

– Eres Gillette -dijo el capitán. No necesitaba una respuesta para verificar su identidad: le bastaba con ver las esposas del detenido-. ¿Qué significa eso de «alteró el conmutador»?

– Se metió en el ordenador de la compañía de telefonía móvil e hizo que le enviaran a su propio teléfono todas las llamadas que salieran del aparato de Andy. Lo más probable es que se hiciera pasar por un operador y le dijera que un coche iba en su ayuda. Y luego dejó el móvil de Andy sin cobertura para que no pudiera llamar a nadie más.

El capitán asentía lentamente:

– ¿Hizo eso? Pero ¿a qué diantres nos enfrentamos?

– Al mejor ingeniero social que he visto en la vida -contestó Gillette.

– ¡Tú! -gritó Shelton-. ¿Es que no puedes parar de usar esos putos clichés informáticos?

Frank Bishop le tocó el brazo a su compañero para que se calmara y luego le dijo al capitán:

– Es culpa mía, señor.

– ¿Culpa tuya? -el capitán miró al delgado detective-. ¿Qué es lo que quieres decir?

Sus ojos se movieron lentamente de Gillette hasta la pizarra blanca:

– Andy no estaba cualificado para realizar un arresto.

– En cualquier caso, era un detective entrenado -replicó el capitán.

– El entrenamiento no se parece en nada a lo que sucede en las calles -Bishop alzó la vista-. En mi opinión, señor.

La mujer que acompañaba al capitán se revolvió, nerviosa, en ese momento. El capitán la miró y dijo:

– Ésta es la detective Susan Wilkins de la sección de Homicidios de Oakland. Ella llevará el caso a partir de ahora. Dirige una brigada de agentes (hombres de fuerzas especiales y de Escena del Crimen) que van camino de la Central de San José. Tendrán todo el apoyo que necesiten.

– Frank, he dado el visto bueno a tu petición -añadió el capitán volviéndose hacia Bishop-. Bob y tú seréis trasferidos al caso MARINKILL. Un informe afirma que se ha avistado a los asesinos en una tienda de ultramarinos a treinta kilómetros al sur de Walnut Creek. Da la impresión de que vienen en esta dirección -miró a Miller-. Steve, tú te encargarás de lo que hacía Andy: del lado informático del asunto. Trabajarás con Susan.

– Claro, capitán, déjelo de mi cuenta.

El capitán se volvió hacia Patricia Nolan.

– Usted es la persona de la que nos habló el comandante, ¿no? La consultora de seguridad de ese entramado informático… ¿Horizon On-Line?

Ella asintió.

– Se preguntan si desea continuar.

– ¿Quiénes?

– Las autoridades de Sacramento.

– Claro, estaré encantada de colaborar.

Gillette no se mereció una alusión directa. El capitán habló a Miller:

– Estos agentes conducirán al detenido hasta San José.

– Mire -suplicó Gillette-. No puede llevarme de vuelta.

– ¿Qué?

– Me necesitan. Lo que está haciendo ese tipo no tiene precedentes. Tengo que…

El capitán lo despachó con un gesto y se volvió hacia Susan Wilkins, señalando la pizarra blanca y hablando sobre cuestiones relativas al caso.

– Capitán -reiteró Gillette-. No puede enviarme de vuelta.

– Necesitamos su ayuda -dijo Nolan, buscando con la vista a Bishop, quien no le hizo el menor caso.

El capitán miró a los dos agentes que le habían acompañado. Estos fueron hasta Gillette y se colocaron cada uno a un lado del detenido, como si él mismo fuera el asesino. Se encaminaron hacia la puerta.

– No -se quejó Gillette-. ¡No tiene ni idea de lo peligroso que es ese hombre!

Sólo precisaron otra mirada del capitán para escoltarlo hacia la salida. El empezó a decirle a Bishop que interviniera pero el detective estaba como ausente, seguramente reflexionando ya sobre el caso MARINKILL. Miraba al suelo, absorto en sus pensamientos.

– Vale -oyó Gillette que Susan Wilkins les decía a Miller, Sánchez y Mott-, lamento lo que le ha ocurrido a vuestro jefe pero ya he tenido que pasar por esto y estoy segura de que vosotros también, y la mejor manera de demostrar que Andy nos importaba es apresar al asesino y eso es justamente lo que vamos a hacer. Ahora bien, creo que todos estamos de acuerdo en lo concerniente a nuestra aproximación al caso. Pienso acelerar el procesamiento del informe de la escena del crimen y del expediente. El informe preliminar dice que el detective Anderson (al igual que ese Fowler) fue apuñalado. La causa de la muerte fue un paro cardiaco provocado por una herida de arma blanca. Ellos…

– ¡Espere! -gritó Gillette cuando casi salía ya por la puerta.

Wilkins se detuvo. Bernstein hizo una seña a los policías para que lo sacaran de allí. Pero Gillette dijo a toda prisa:

– ¿Y qué pasó con su primera víctima? ¿También fue acuchillada en el pecho?

– ¿Adonde quieres llegar? -preguntó Bernstein.

– ¿Lo fue? -reiteró su pregunta Gillette, enfático-. ¿Y las víctimas de los otros asesinatos, las de Portland y Virginia?

Por un instante nadie dijo nada. Por fin, Bob Shelton miró el informe del asesinato de Lara Gibson.

– Causa de la muerte, una herida de arma blanca en el…

– … en el corazón, ¿verdad? -dijo Gillette.

Shelton miró primero a su compañero y luego a Bernstein. Asintió. Tony Mott dijo:

– No sabemos qué pasó en Oregón ni en Virginia: borró los informes.

– Más de lo mismo -afirmó Gillette-. Os lo garantizo.

– ¿Cómo puedes saberlo? -le preguntó Shelton.

– Porque sé cuál es su móvil -respondió Gillette.

– ¿Y cuál es?-preguntó Bernstein.

– Acceso.

– ¿Qué quieres decir? -musitó Shelton con belicosidad.

Patricia Nolan asentía:

– Eso es lo que buscan todos los hackers. Acceso a información, a secretos, a datos…

– Cuando uno es un hacker -sentenció Gillette-, el acceso es Dios.

– ¿Y qué tiene eso que ver con los apuñalamientos?

– El asesino es un MUDhead.

– Claro -dijo Tony Mott-. Conozco a los MUD -parecía que Miller también los conocía. Estaba asintiendo.

– Es otra sigla -explicó Gillette-. Significa Dominio de Multiusuarios. Es un lugar de Internet donde la gente se conecta para practicar juegos de rol. Juegos de aventuras, de cruzadas, de ciencia ficción, de guerra. También contiene sociedades y civilizaciones virtuales. Como Sim-City. Los MUD son como un mundo fuera de éste, pero la gente que juega suele ser legal: ejecutivos, geeks, un montón de estudiantes y de profesores. Pero hace como tres o cuatro años hubo una gran controversia por un juego llamado Access, acceso.

– Me suena haber oído algo sobre ello -dijo Miller-. Muchos proveedores de Internet se negaron a mancharse las manos con eso.

Gillette asintió.

– Funcionaba como una ciudad virtual, poblada por personajes que llevaban una vida normal: iban a trabajar, salían con gente, criaban una familia, etcétera. Pero en el aniversario de una muerte famosa (como el asesinato de Kennedy, el día en que dispararon a Lennon o el Viernes Santo) un generador escogía un número al azar y con él designaba a uno de los habitantes para convertirlo en asesino. Era el único en saber que lo era. Y tenía sólo una semana para introducirse en la vida de la gente y matar a tantos como le fuera posible. El asesino podía elegir a cualquiera para convertirlo en su víctima -prosiguió Gillette- pero cuanta mayor dificultad planteara el asesinato, más puntos conseguía. Un político con escolta sumaba diez puntos. Un policía armado era quince puntos. La única limitación que tenía el asesino es que debía acercarse a sus víctimas lo bastante como para poder hundirles un cuchillo en el corazón: ésa era la forma definitiva de acceso.

– Dios mío, ése es nuestro asesino en pocas palabras -dijo Tony Mott-. El cuchillo, las heridas en el corazón, las fechas de aniversarios informáticos, buscar a gente que es difícil de asesinar, como Lara Gibson… Gente con guardaespaldas y mucha seguridad en su entorno. Lo hizo en Portland y en Washington D. C. Y se ha venido hasta aquí para jugar a su juego en Silicon Valley -el joven policía sonrió cínicamente-. Está en el nivel de expertos.

– ¿Nivel? -preguntó Bishop.

– En los juegos de ordenador -le explicó Gillette-, uno avanza superando dificultades que se acrecientan desde el nivel de principiantes hasta el más complejo: el nivel de expertos.

– ¿Así que todo esto no es sino un juego para él? -dijo Shelton-. No resulta fácil creérselo.

– No -dijo Patricia Nolan-. Me temo que resulta muy fácil de creer. El Departamento de Conducta del FBI en Quántico considera a los hackers ofensivos criminales compulsivos progresivos. Como los asesinos seriales impulsados por la lujuria. Necesitan cometer crímenes cada vez más intensos para satisfacer su ansia. Y diría que para él las máquinas son más importantes que la gente -prosiguió Nolan-. Una muerte no le supone ninguna pérdida: pero si se le rompe el disco duro es toda una tragedia.

– Eso es de ayuda -afirmó Bernstein-. Lo tendremos en cuenta -miró a Gillette-: Pero tú vuelves ahora mismo a la cárcel.

– ¡No! -gritó el hacker.

– Oye, ya nos hemos metido en un buen aprieto por dejar salir a un recluso federal con una orden firmada bajo el nombre de Juan Nadie. A Andy no le importaba correr el riesgo. A mí, sí. Eso es todo lo que tengo que decir al respecto.

Hizo una nueva seña a los agentes y éstos condujeron al detenido fuera del corral de dinosaurios. A Gillette le parecía que esta vez lo agarraban con más fuerza, como si sintieran su desesperación y sus ganas de escapar. Nolan suspiró moviendo la cabeza y ofreció a Gillette una triste sonrisa mientras lo sacaban de allí.

La detective Susan Wilkins retomó su monólogo pero su voz se fue desvaneciendo mientras Gillette se encaminaba al exterior del edificio. Caía una lluvia persistente. Uno de los agentes le dijo: «Lo lamento», pero Gillette no sabía si se refería a su intento frustrado de permanecer en la UCC o a que carecían de un paraguas bajo el que cobijarle de la lluvia.

El agente lo ayudó a agacharse para entrar en el coche patrulla y cerró la puerta.

Gillette cerró los ojos y apoyó la cabeza en la ventanilla. Se oía el tamborileo del agua sobre el techo del coche.

Sentía una pesadumbre inmensa por su derrota.

Dios, cuan cerca había estado de…

Pensó en todos esos meses en la cárcel. Pensó en todos los planes que tenía.

Todo perdido. Todo estaba…

La puerta del coche se abrió.

Frank Bishop se agachaba. El agua le corría por la cara, brillaba en sus patillas y empapaba su camisa pero su pelo, domado por el fijador, continuaba en su sitio, inmune a la fuerte lluvia.

– Tengo una pregunta que hacerle, señor.

¿Señor?

– ¿De qué se trata?

– Eso de los MUD. ¿Es morralla o no?

– No. Creo que el asesino está jugando su versión personal del juego: una versión real.

– ¿Hay alguien que lo siga jugando? En Internet, me refiero.

– Lo dudo. Oí que los verdaderos MUDheads se habían indignado con el asunto tanto que sabotearon los juegos e inundaron de correos basura a los que aún jugaban, hasta que dejaran de hacerlo.

El detective volvió la vista hacia la oxidada máquina de Pepsi tirada enfrente del edificio de la UCC. Y luego preguntó:

– Ese tipo de ahí dentro, Stephen Miller… Es un peso pluma, ¿no?

Gillette lo pensó y un segundo después respondió:

– Proviene de los viejos tiempos.

– ¿Qué?

La expresión se refería a las décadas de los años sesenta y setenta: aquella época revolucionaria en la historia de los ordenadores que finalizó con la aparición del PDP-10 de Digital Equipment Corporation, el ordenador que mudó el talante del Mundo de la Máquina para siempre. Pero sólo le dijo esto al detective:

– Supongo que era bueno, pero ha perdido el tren. Y sí, en términos de Silicon Valley eso significa que es un peso pluma.

– Ya veo -Bishop se irguió de nuevo y observó el tráfico que discurría por una autopista cercana. Y luego les dijo a los agentes-: Trasladen a este hombre otra vez dentro, por favor.

Ellos se miraron pero, cuando Bishop hizo un gesto enfático, sacaron a Gillette del coche patrulla.

Mientras retornaban a la oficina de la UCC, Gillette oyó cómo seguía canturreando la detective Susan Wilkins: «… y si es necesario actuaremos conjuntamente con los departamentos de seguridad de Mobile America y Pac Bell; ya he establecido líneas de comunicación con los equipos de fuerzas especiales. Otra cosa. A mi juicio, trabajar cerca de grandes recursos nos da un sesenta contra cuarenta más de eficacia, así que vamos a trasladar la Unidad de Crímenes Computarizados a la Central de San José. Según tengo entendido, aquí tienen algunos problemas administrativos relacionados con la ausencia de una recepcionista y podremos solucionar eso en la Central…».

Gillette dejó de prestar atención a la voz y se preguntó qué es lo que estaría tramando Bishop.

El policía dejó a Gillette esperando en el pasillo y se acercó a Bob Shelton, con quien estuvo charlando en susurros durante un rato. La conversación terminó cuando Bishop le preguntó a su compañero: «¿Me apoyarás?».

El policía corpulento observó despectivo a Gillette y musitó algo afirmativo a regañadientes.

El capitán Bernstein frunció el ceño y se acercó a Bishop y a Shelton, mientras Wilkins seguía hablando. Bishop le dijo:

– Señor, me gustaría llevar este caso, y pido que Gillette trabaje con nosotros.

– Querías colaborar en el caso MARINKILL.

– Quería, señor. En pasado. Pero he cambiado de opinión.

– Recuerdo lo que has dicho antes, Frank. Pero no eres responsable de la muerte de Andy. Él debería haber sabido sus limitaciones. Nadie lo obligó a perseguir a ese tipo en solitario.

– Si ha sido mi culpa o no ha sido mi culpa carece de importancia. No se trata de eso. Se trata de detener a un delincuente peligroso tan rápido como nos sea posible.

El capitán Bernstein entendió lo que quería decir y miró a Wilkins:

– Susan ya ha llevado casos como éste. Es buena.

– Sé que lo es, señor. Hemos trabajado juntos. Pero ella se licenció en Quántico y nunca ha trabajado en las trincheras, como yo. Sabe a lo que me refiero: Oakland, Haight, Salinas… Este delincuente es así de peligroso. Por eso prefiero llevar yo el caso. Pero el otro problema es que aquí no estamos jugando en nuestro terreno. Necesitamos a alguien que sea bien brillante -su tupé señaló a Gillette-. Y creo que él es tan bue- no como el asesino.

– Tal vez lo sea -susurró Bernstein-. Pero no es eso lo que me preocupa.

– Me hago cargo, señor. Si algo sale mal, asumiré la culpa de todo. Ninguno de los míos volverá a correr riesgos.

Patricia Nolan se les unió y dijo:

– Capitán, si quiere cerrar este caso va a necesitar algo más que tomar huellas e interrogar a testigos.

– Bienvenidos al puto nuevo milenio -suspiró Shelton.

– Bien, el caso es tuyo -le dijo Bernstein a Bishop, asintiendo-. Escoge a alguien de Homicidios de San José para que os eche una mano.

– Huerto Ramírez y Tim Morgan -replicó sin dudar Bishop-. Me gustaría que se presentaran aquí tan pronto como fuera posible si está en su mano, señor. Quiero poner a todo el mundo en antecedentes.

Bernstein le comunicó los cambios a Susan Wilkins, quien se marchó, más perpleja que enfadada por la pérdida de su nuevo caso. Y luego el capitán preguntó a Bishop:

– ¿Quieres trasladarlo todo a la Central?

– No, nos quedamos aquí, señor -dijo Bishop. Señaló una pantalla de ordenador-. Tengo la impresión de que éste será el lugar donde haremos la mayor parte del trabajo.

– Bueno, mucha suerte, Frank. Me ocuparé de que tanto Escena del Crimen como los hombres de fuerzas especiales estén a punto para echaros una mano.

– Pueden quitarle las esposas -dijo Bishop a los agentes que habían venido para escoltar a Gillette de vuelta a San Ho.

– ¿Y también la tobillera de detección? -preguntó uno de los agentes, apuntando al artefacto que el detenido lucía en una de sus piernas.

– No -dijo Bishop, mostrando una extraña sonrisa-. Creo que se la vamos a dejar puesta.


* * *

Algo más tarde, dos hombres se unían al equipo de la UCC: un latino ancho y moreno que era extremadamente musculoso (tan musculoso como el dibujo del Gold Gym) y un detective alto y rubio vestido con camisa oscura, corbata oscura y uno de esos trajes de cuatro botones. Bishop los presentó como Huerto Ramírez y Tim Morgan, los detectives de la Central que había solicitado.

– Ahora me gustaría decir un par de cosas -anunció Bishop, metiéndose la camisa rebelde por dentro del pantalón y colocándose en el centro del grupo. Los observó a todos y mantuvo la mirada un instante-. En cuanto al tipo que perseguimos: es alguien perfectamente dispuesto a matar a quien se interponga en su camino y eso incluye a defensores de la ley e inocentes. Es un experto en ingeniería social -echó una mirada a los recién llegados Ramírez y Morgan-. Que, en resumen, significa disfraz y estrategias de diversión. Así que es importante que cada cual recuerde continuamente lo que sabemos sobre él.

Bishop miró a los ojos a todos los del equipo mientras revisaba la lista:

– Creo que tenemos ya confirmado que es un sujeto de unos veintitantos años. De constitución mediana, quizá es rubio pero es probable que sea moreno, con la cara afeitada pero que a veces lleva postizos faciales y cuya arma asesina preferida es un cuchillo Ka-bar. Puede invadir las líneas telefónicas e interrumpir el servicio o hacer que se le transfieran las llamadas. Puede meterse en los ordenadores de la policía -ahora fue Gillette quien recibió una mirada-, perdón, puede «crackear» los ordenadores de la policía y destruir fichas policiales e informes. Le van los desafíos y matar es para él un juego. Ha pasado muchos años en la costa Este pero ahora está cerca, aunque desconocemos su localización real. Creemos que compró artículos para sus disfraces en una tienda de productos teatrales de El Camino Real en Mountain View. Es un sociópata insensible e incontinente que ha perdido contacto con la realidad y que piensa en lo que hace como si jugara a un gran juego de ordenador.

Gillette estaba asombrado. El detective daba la espalda a la pizarra blanca mientras recitaba todos estos datos. El hacker cayó en la cuenta de que había juzgado mal a aquel hombre. Cuando el detective parecía mirar absorto por la ventana o posar la vista en el suelo no hacía otra cosa que absorber todos esos datos.

Bishop bajó los ojos pero siguió enfocándolos a todos:

– No quiero perder a ningún otro miembro de este equipo. Así que vais a tener que guardaros las espaldas y desconfiar de todo bicho viviente: hasta de la gente que creéis conocer. Pensad en estos términos: nada es lo que parece.

Gillette se dio cuenta de que asentía sin querer a esas palabras.

– Y ahora, las víctimas. Sabemos que elige a gente inabordable, gente con guardaespaldas y buenos sistemas de seguridad. Cuanto más difícil sea acercarse a ellos, tanto mejor. Debemos tenerlo presente cuando pensemos en anticiparnos a sus acciones. Vamos a seguir el plan general de investigación. Huerto y Tim, quiero que llevéis la escena del crimen de Anderson en Palo Alto. Interrogad a todo aquel que encontréis en Milliken Park y alrededores. Bob y yo iremos a buscar a ese testigo que vio el coche del asesino en el aparcamiento del restaurante donde mató a la señorita Gibson. Y Wyatt, tú te encargas del lado informático de la investigación.

Gillette movió la cabeza: no estaba seguro de haber oído correctamente.

– ¿Perdón?

– Tú -repitió Bishop- te encargas del lado informático de la investigación -no hubo más explicaciones.

Stephen Miller no dijo nada, aunque miró al hacker con frialdad mientras continuaba ordenando inútilmente las pilas de disquetes y de papeles que abarrotaban su mesa.

Ramírez y el policía sacado del Vogue, Tim Morgan, se largaron para acercarse a Palo Alto. Una vez que se hubieron ido, Bishop preguntó a Gillette:

– ¿Le dijiste a Andy que podrías encontrar más cosas sobre cómo el asesino entró en el ordenador de la Gibson?

– Sí. Sea lo que sea lo que ha hecho este tipo, habrá tenido su repercusión en los rincones ocultos de la comunidad hacker. Por eso tengo que conectarme a la red y…

Bishop señaló un cubículo.

– Haz lo que tengas que hacer y danos un informe en media hora.

– ¿Así como así?

– En menos tiempo, a ser posible. Veinte minutos.

– Ejem -se hizo notar Stephen Miller.

– ¿Qué pasa? -le preguntó el detective.

Gillette esperaba algún comentario sobre la degradación que acababa de sufrir Miller. Pero no se trataba de nada de eso.

– Lo que pasa -protestó Miller- es que Andy dijo que éste no debía enchufarse a la red. Y además existe una orden del juzgado que afirma lo mismo. Formaba parte de la sentencia.

– Y es muy cierto -replicó Bishop, cuyos ojos rastreaban la pizarra blanca-. Pero Andy está muerto y el juzgado no lleva este caso. Lo llevo yo -miró a Gillette con cierta impaciencia educada-. Así que agradecería mucho que todos nos pusiéramos manos a la obra.

Capítulo 00001011 / Once

Wyatt Gillette se arrellanó en una silla barata de oficina. Se encontraba en un cubículo de la parte trasera de la UCC, en calma, lejos de los otros miembros del equipo.

Miraba fijamente el cursor parpadeante de la pantalla.

Acercó la silla y se secó las manos en el pantalón. Acto seguido, las callosas yemas de sus dedos machacaban furiosamente el teclado negro. No apartaba la vista de la pantalla. Gillette sabía dónde se encontraban las teclas de cada carácter y de cada símbolo y escribía ciento diez palabras por minuto, sin cometer fallos. Cuando comenzaba a programar y a entrar en sitios web ajenos se había dado cuenta de que ocho dedos no eran suficientes, y acuñó una nueva técnica de mecanografía en la que también usaba los pulgares para aporrear ciertas teclas, en vez de reservarlos únicamente para la barra de espacio.

Aunque el resto de su cuerpo era endeble, tenía los dedos y los antebrazos verdaderamente musculosos: en la cárcel, mientras el resto de los reclusos mataba el tiempo levantando pesas en el patio, Gillette había estado haciendo ejercicios para fortalecer sus dedos, para estar en forma cuando pudiera ejercitar su pasión.

Y ahora el teclado de plástico bailaba bajo sus envites, mientras él se disponía a desarrollar su búsqueda en la red.

La mayor parte de lo que hoy en día se encuentra en Internet es una combinación entre parque de atracciones, periódico sensacionalista, centro comercial y multicine. Tanto los browsers como los motores de búsqueda están decorados con personajes de dibujos animados e imágenes resultonas (por no hablar de un maldito montón de anuncios). Un crío de tres años no tiene el menor problema para dominar la tecnología necesaria para manejar un ratón y hacer clic sobre cualquier ventana. Y en cada nueva ventana nos esperan facilones menús de ayuda. Así es como se le presenta Internet al público, bajo la fachada reluciente de la comercializada World Wide Web.

Pero el Internet real (el del verdadero hacker, el que se esconde bajo la red) es un lugar salvaje y destemplado, donde los hackers usan comandos incomprensibles, utilidades de telnet y software de comunicaciones manipulado como un motor trucado que navega a través del mundo a la velocidad de la luz, literalmente.

Y esto es lo que se disponía a hacer Wyatt Gillette.

Pero había una cuestión preliminar antes de adentrarse en la búsqueda del asesino de Lara Gibson. Así como un mago mitológico no puede ponerse en camino sin sus varitas mágicas y sus libros de conjuros y sus pociones, así también un mago de los ordenadores (un wizard) tiene que empuñar sus defensas antes de lanzarse a la aventura.

Claro que lo primero que aprende un hacker es el arte de esconder el software. Ya que uno debe hacerse a la idea de que, en un momento determinado, un hacker rival (cuando no la policía o el FBI) puede apoderarse o destruir su ordenador, uno nunca deja la única copia que tiene de sus herramientas en su disco duro o en las copias de seguridad de sus disquetes que posee en su casa.

Uno los esconde en un ordenador distante, con el que no tiene ningún vínculo.

La mayoría de los hackers guarda su botín en ordenadores universitarios porque allí la seguridad brilla por su ausencia. Pero Gillette había pasado años trabajando en sus herramientas de software, en muchos casos escribiendo códigos de la nada, o modificando programas existentes para adaptarlos a sus necesidades. Perder todo ello le habría supuesto una desgracia: y un desastre para la mayor parte de los usuarios de ordenadores del mundo, pues los programas de Gillette podían ayudar incluso a un hacker mediocre a entrar en un sitio gubernamental o en los sistemas de casi cualquier corporación.

Ésa fue la razón de que, años atrás, se colara en un lugar algo más seguro que el Departamento de Procesamiento de Datos de Dartmouth o la Universidad de Tulsa para almacenar sus programas. Se volvió para cerciorarse de que nadie estaba «surfeando en su hombro» (o sea, que nadie a su espalda leía su pantalla), escribió un comando y contactó desde aquel ordenador de la UCC con otro que se encontraba algunos Estados más allá. En un instante aparecieron estas palabras en su pantalla:

Bienvenido a la Sección de Investigación de armas

nucleares de la base aérea de Los Riamos,

Estados Unidos

# ¿Usuario?

Como respuesta a esa pregunta tecleó: «Jarmstrong». El nombre del padre de Gillette era John Armstrong Gillette. Normalmente no era una buena idea que un hacker escogiera un nombre de pantalla o de usuario que tuviera algún tipo de conexión con su vida real, pero él se había permitido esta ligera concesión a su lado más humano.

El ordenador preguntaba ahora:

# ¿Contraseña?

Tecleó: «4%xTtfllk5$$60%4Q», que, a diferencia de la identificación de usuario, pertenecía al más puro estilo hacker, frío a más no poder. Memorizar esta serie de caracteres había sido penosísimo (parte de su gimnasia mental diaria en la cárcel consistía en rememorar dos docenas de contraseñas tan largas como ésta) pero nadie podría imaginársela y un superordenador necesitaría semanas para descubrirla, dado que tenía diecisiete caracteres. Un ordenador personal clónico de IBM tendría que trabajar sin pausa durante cientos de años antes de dar con una contraseña tan complicada como ésta.

El cursor parpadeó durante un instante y luego la pantalla cambió y él leyó lo siguiente:

Bienvenido, Capitán J. Armstrong

En tres minutos había descargado un buen número de ficheros de la cuenta del ficticio Capitán Armstrong. Su artillería incluía el famoso programa SATÁN (una herramienta administrativa de seguridad para analizar sistemas, que tanto los administradores de sistemas como los hackers utilizaban para considerar la hackabilidad de sistemas informáticos); varios programas para forzar y entrar en directorios raíz de ordenadores, terminales y sistemas; un browser (un buscador y ojeador de sitios web) y lector de noticias hecho a medida; un programa de camuflaje que ocultaba su presencia cuando entraba en un ordenador ajeno y destruía las huellas de sus actividades cuando se desconectaba; programas «fisgones» que fisgoneaban (encontraban) nombres de usuarios, contraseñas y demás información útil en la red o en el ordenador de alguien; un programa de comunicaciones para reenviarse todos esos datos, programas de codificación; listas de sitios web de hackers y «anonimatizadores» (servicios comerciales que de hecho «blanqueaban» los correos electrónicos y los mensajes para que el receptor no pudiera seguirle la pista a Gillette hasta la UCC).

La última herramienta que descargó fue algo que había creado unos años atrás. HyperTrace. Lo usaba para encontrar y seguir la pista a otros usuarios de la red.

Con todas estas herramientas guardadas en un disco Zip, Gillette salió de Los Álamos. Hizo una pausa, flexionó los dedos y se inclinó hacia delante. Gillette comenzó su tarea mientras golpeaba las teclas con la sutileza de un luchador de sumo. Comenzó su búsqueda en los dominios de Multiusuarios, dada la supuesta motivación del asesino: jugar una versión real del infame Access. No obstante, en esos dominios nadie había jugado a Access o sabía de alguien que lo hiciera: o al menos eso es lo que aseguraban. El juego se había prohibido cuatro años atrás. En cualquier caso, Gillette logró extraer algunos datos de todo ello.

De los MUD se fue a la World Wide Web, de la que todo el mundo sabe algo pero que nadie podría definir. Es, simplemente, una red internacional de ordenadores, a la que se tiene acceso por medio de protocolos informáticos especiales que son únicos, pues permiten a los usuarios ver gráficos y escuchar sonidos, o saltar a través de las páginas web, o a otras páginas, con el mero acto de hacer clic en unos lugares determinados de sus pantallas: los hipervínculos. Antes de que existiera la WWW, la mayor parte de la información estaba en forma de textos y saltar de un sitio a otro era extremadamente engorroso. La red aún se encuentra en su adolescencia, al haber nacido hace una década en el CERN, el Instituto de Física suizo.

Gillette buscó en los sitios underground de la red, los barrios bajos, espectrales, de la red. Para entrar en algunos de esos sitios había que responder a una pregunta esotérica sobre la piratería informática, buscar un punto microscópico de la pantalla y hacer clic sobre él o proporcionar una contraseña. Ninguna de esas barreras demoraron a Gillette más de uno o dos minutos.

De un sitio a otro, se perdió cada vez más en la Estancia Azul y escudriñó en ordenadores que acaso se encontraran en Moscú o en México D. F. O que quizá estaban a la vuelta de la esquina, en Cupertino o en Santa Clara.

Gillette corría a través de ese mundo tan aprisa que no deseaba levantar los dedos del teclado por miedo a aminorar la marcha. Así que en vez de tomar notas con lápiz y papel, como hacía la mayoría de los hackers, copiaba todo aquel material que consideraba de utilidad y lo pegaba en una ventana del procesador de textos que había abierto en la pantalla.

Salió de la WWW y encaminó su búsqueda en Usenet: una colección de sesenta mil foros de discusión en los que aquella gente interesada en un tema determinado podía colocar mensajes, fotos, programas, películas y muestras de sonido. Gillette hizo un barrido por los clásicos foros de discusión hackers, como alt.2600, alt.hack, alt.virus y alt.binaries.hacking.utilities, copiando y pegando todo lo que le parecía relevante. Encontró referencias a otros grupos que no existían cuando lo metieron en la cárcel. Saltó a esos grupos y encontró referencias de muchos más. Sus nombres le ofrecían alguna orientación geográfica: alt.hack.uk para el Reino Unido; alt.hacking.de en Alemania. Los nombres de algunos grupos estaban codificados: oscurecidos aposta para evitar el escrutinio de las autoridades. Por ejemplo, rec.engine.cb. Lo curioso es que éste hacía referencia a Charles Babbage, el matemático e ingeniero británico que diseñara lo que fue denominado como el primer ordenador, llamado el Motor de Diferencias, a mediados del siglo XIX.

Más grupos. Más cortar y pegar.

Oyó un chasquido proveniente del teclado y vio esto en la pantalla:

m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m m

Uno de sus vehementes golpes había roto el teclado. Era frecuente que eso le sucediera cuando estaba ejerciendo de hacker. Gillette lo desenchufó, lo tiró a un lado, enchufó otro nuevo y volvió a teclear.

De los foros de discusión fue hasta los Internet Relay Chat rooms. Los IRC o chats eran grupos de charla y discusión en tiempo real que no estaban regulados ni mostraban exclusiones en los que se reunía gente que tenía las mismas afinidades. Uno escribía una opinión, daba a Enter y sus palabras aparecían en las pantallas de todos aquellos que estuvieran conectados al chat en ese momento. Se adentró en el grupo #hack (los grupos se definían por un signo numérico seguido de una palabra explicativa). En ese grupo había pasado miles de horas como hacker, compartiendo información y discutiendo y bromeando con otros hackers de todo el mundo. No obstante, no reconoció ninguno de los nombres de usuario de quienes estaban conectados en ese momento.

De los IRC, Gillette se fue a buscar en los BBS, en los bulletin boards o carteles de anuncios que son como sitios web que carecen de imágenes y a los que se puede acceder por el coste de una llamada local: no se requiere ningún tipo de servicio proveedor de Internet. Muchos eran legítimos pero algunos (con nombres como DeathHack o Silent Spring) comprendían las zonas más oscuras del mundo on-line. Sin ningún tipo de regulación o vigilancia, eran los lugares adonde ir si uno buscaba bombas, gases venenosos o virus informáticos consuntivos que podían borrar los discos duros de la mitad de la población del mundo.

Rastreó las pistas: fue a más sitios web, a más foros de discusión, a más chats y a más archivos.

Estaba a la caza…

Esto es lo que hacen los abogados cuando husmean en viejas baldas polvorientas, buscando un caso que salve a su cliente de la ejecución; lo que hacen los deportistas cuando caminan con pesadez, a través de la hierba, hacia el lugar donde creyeron (sólo creyeron) oír el gruñido de un oso; lo que hacen los amantes cuando buscan el núcleo del deseo en el otro…

Aun cuando buscar en la Estancia Azul no es exactamente igual a buscar en estantes de biblioteca o campos de hierba alta o en la suave piel de tu amante: es como rastrear a través de todo el universo siempre en expansión, que no sólo contiene el mundo conocido y sus misterios no compartidos, sino también mundos pretéritos o que aún están por venir.

Es algo interminable.

Un chasquido…

Había roto otra tecla: la imprescindible e. Gillette arrojó el teclado muerto a una esquina del cubículo, donde se unió al cadáver de su amigo fallecido.

Enchufó un nuevo teclado y siguió.


* * *

A las dos y media de la tarde Gillette salió del cubículo. Le dolía la espalda de un modo verdaderamente brutal, por haber estado sentado tanto tiempo manteniendo la misma postura. Y aun así podía sentir el arrebato, proporcionado por ese breve rato que había pasado conectado a la red, y la renuencia a dejar el ordenador, que tiraba de él con fuerza. Experimentaba una falsa sensación de hambre: un ansia de comida en el alma a pesar de que el cuerpo sabe que está lleno.

Encontró a Bishop charlando con Shelton en la parte central de la UCC: los otros estaban al teléfono o rodeando la pizarra blanca de notas, repasando las pruebas. Bishop fue el primero en ver a Gillette y se calló.

– He encontrado algo -dijo el hacker, señalando sus notas.

– Cuéntanos.

– Dilo para tontos -le advirtió Shelton-. ¿Qué es lo principal?

– Lo principal -respondió Gillette- es que hay un tipo llamado Phate. Y que tenemos un problema muy serio.

Capítulo 00001100 / Doce

– ¿Fate? ¿Destino? -preguntó Frank Bishop.

– Ése es su nombre de usuario -dijo Gillette-, su nombre de pantalla. Sólo que él lo escribe P-H-A-T-E. Como Phishing, con ph, ¿recuerdas? Como hacen los hackers.

Todo reside en la ortografía…

– ¿Cuál es su nombre real? -preguntó Patricia Nolan.

– No lo sé. Nadie parece saber nada de él, pero quienes han oído hablar de él le temen como a un demonio. No suele andar con ninguna de las bandas, lo que es raro. Es una leyenda.

– ¿Es un wizard? -preguntó Stephen Miller.

– Es todo un wizard.

– ¿Por qué crees que él es nuestro asesino? -preguntó Bishop.

– Esto es lo que he encontrado. Phate y un amigo suyo, alguien cuyo nombre es Shawn, escribieron un software denominado Trapdoor. Ahora bien, en el mundo de los ordenadores «trapdoor» hace alusión a un agujero construido dentro del sistema de seguridad que permite a los diseñadores de software volver dentro para arreglar problemas sin necesidad de contraseña. Phate y Shawn utilizan el mismo nombre para designar algo que es bien distinto. Es un programa que, de alguna manera, los deja entrar en cualquier ordenador.

– Trapdoor -musitó Bishop-. Suena a patíbulo.

– Es como un patíbulo -repitió Gillette.

– ¿Y cómo funciona? -preguntó Nolan.

Gillette estuvo a punto de explicárselo en el lenguaje de los iniciados, pero entonces advirtió la presencia de Bishop y de Shelton.

Dilo para tontos.

El hacker se acercó a una de las pizarras blancas que no tenían nada escrito y dibujó un diagrama. Dijo:

– La forma en que viaja la información por la red no es como en un teléfono. Todo lo que uno recoge cuando está conectado (un correo electrónico, música que uno desea escuchar, una fotografía que se descarga, los gráficos de un sitio web) se descompone en fragmentos de información llamados packets, paquetes. Cuando uno envía algo desde su ordenador, estos paquetes se mandan a Internet con una dirección y algunas instrucciones para volver a juntarlos. En el punto de recogida esos paquetes se vuelven a ensamblar y así uno puede acceder a ellos desde su ordenador.

– ¿Y por qué los despedazan? -preguntó Shelton.

– Para que muchos paquetes diferentes -respondió Nolan- puedan enviarse por los mismos conductos a un mismo tiempo. Y para que, si algunos se pierden o se dañan, tu ordenador pueda reenviarlos -esto es, los dañados o perdidos- sin tener que reponer otra vez todos y con ello el mensaje completo.

Gillette señaló su diagrama.

– Los paquetes se envían a Internet por medio de estos routers, que no son sino enormes ordenadores diseminados por todo el país que guían a los paquetes hasta su destino final. Los routers poseen grandes dispositivos de seguridad pero Phate se las ha arreglado para entrar en algunos de ellos y colar dentro un paquete fisgón.

– Que, supongo -dijo Bishop-, busca unos paquetes concretos.

– Exacto -continuó Gillette-. Los identifica por el nombre de pantalla o por la dirección de la que proceden o hacia la que se dirigen. Y cuando el fisgón encuentra los paquetes que ha estado esperando los encamina hacia el ordenador de Phate. Y, una vez allí, Phate añade algo a esos paquetes -Gillette se dirigió ahora a Miller-: ¿Has oído hablar de la esteneanografía?

El policía negó con la cabeza. Tampoco Tony Mott ni Linda Sánchez conocían el término pero Patricia Nolan dijo:

– Son datos secretos y ocultos en, por poner un ejemplo, ficheros de sonido o de imagen, que uno envía por la red. Material de espías.

– Sí -confirmó Gillette-. Son datos encriptados, que viajan en el mismo entramado del fichero, y en el caso de que alguien intercepta tu correo y lo lea o mire la foto que envías, todo lo que verá será un inocente fichero y no los datos ocultos que contiene. Bueno, y eso es lo que hace el Trapdoor de Phate. Sólo que no esconde mensajes camuflados sino una aplicación.

– ¿Un programa en funcionamiento? -preguntó Nolan.

– Eso mismo. Y luego él se lo reenvía a su víctima.

Nolan movió la cabeza. Su rostro pálido y rechoncho demostraba tanto pasmo como admiración. Abstraída, tiró de un mechón de su pelo rizado para evitar que le cayera sobre la cara. Embelesada, bajó el tono de voz para decir:

– Nadie había hecho nada igual.

– ¿En qué consiste ese software que envía? -preguntó Bishop.

– Es un demon, un demonio -dijo Gillette, dibujando un segundo diagrama para explicar el funcionamiento de Traodoor.



– ¿Un demonio? -replicó Shelton.

– Hay toda una categoría de software llamada «bots» -explicó Gillette-. Una abreviatura de «robots». Y eso es lo que son: robots de software. Cuando se los activa, trabajan por su cuenta, sin necesidad de ninguna entrada de datos por parte de los humanos. Pueden viajar de una máquina a otra, pueden reproducirse, pueden esconderse, pueden comunicarse con otros ordenadores o con gente y pueden suicidarse. Los demonios son un tipo de «bots» -prosiguió Gillette-. Se asientan dentro de tu ordenador y hacen cosas como activar el reloj, recuperar archivos automáticamente o desfragmentar tu disco duro. Trabajo benéfico. Pero demonio Trapdoor ejecuta algo mucho más peligroso. Una vez que está dentro de tu ordenador modifica el sistema operativo y enlaza tu ordenador con el de Phate en cuanto te conectas a la red.

– Y toma tu directorio raíz -dijo Bishop.

– Exacto.

– Oh, esto sí que es malo -musitó Linda Sánchez-. Caray…

Nolan seguía enrollando en su dedo mechones de cabello rebelde. Sus ojos, pertrechados tras unas endebles gafas de diseño, denotaban una sensación de peligro, como si acabara de haber presenciado un accidente espantoso.

– Eso significa que si uno se conecta a la red, lee algo en un foro de discusión u hojea un correo electrónico, paga una factura, escucha música, descarga fotos o comprueba sus valores de Bolsa (o sea, hace cualquier cosa) Phate puede meterse en su ordenador.

– Sí. Cualquier cosa que obtengas vía Internet puede contener el demonio Trapdoor.

– Pero qué pasa con los cortafuegos -preguntó Miller-. ¿Por qué no lo frenan?

Los cortafuegos (firewalls, en inglés) son centinelas informáticos que sólo admiten la entrada en tu ordenador de aquellos ficheros o datos que previamente tú has solicitado. Gillette lo explicó:

– Es que eso es lo más genial de todo: que los demonios están escondidos en aquellos datos que tú has pedido, y que por tanto has exigido a los cortafuegos que no los detengan.

– ¡Genial! -musitó un sarcástico Bob Shelton.

Tony Mott, absorto, tamborileaba con los dedos contra el casco de su bici.

– Está infringiendo la regla número uno.

– ¿Cuál es? -preguntó Bishop.

– No te metas con los civiles -recitó Gillette.

– Los hackers creen que tanto el gobierno como las grandes empresas y los otros hackers son juego limpio -prosiguió Mott, asintiendo-. Pero uno nunca debería poner a civiles en su punto de mira.

– ¿Hay algún modo de saber si se ha metido en tu ordenador? -preguntó Sánchez.

– Sólo minucias: el teclado anda un poco lento, los gráficos parpadean más de lo normal, un juego no responde tan rápido como antes o tu disco duro se demora un segundo o dos cuando no debería hacerlo. Nada tan obvio como para que la mayoría de la gente caiga en la cuenta de ello.

– ¿Y cómo es que no encontraste esto de demonio en el ordenador de Lara Gibson? -le preguntó Bob Shelton.

– Lo encontré, de hecho, sólo que fue en forma de cadáver: era esa morralla. Phate insertó algún dispositivo autodestructivo en todo ello. Creo que el demonio advierte algo si uno trata de realizar algún tipo de análisis forense y se reescribe en forma de basura.

– ¿Y cómo has llegado a descubrirlo? -le preguntó Bishop.

Gillette se encogió de hombros.

– He ido atando cabos a partir de esto -le pasó un montón de copias impresas que contenían información hallada en la red a Bishop.

Bishop ojeó los papeles.


Para: Grupo

De: Triple-X

He oído que Titan233 ha pedido una copia del Trapdoor. No la hagas, tío. Olvida todo lo que te hayan comentado sobre el tema. Sé cosas sobre Phate y Shawn. Son PELIGROSOS. No bromeo.


– ¿Quién es? -preguntó Shelton-. ¿Triple-X? Me encantaría tener una pequeña charla con él.

– No sé cuál es su verdadero nombre ni dónde vive -dijo Gillette-. Quizá formó parte de alguna banda de cibernautas en compañía de Shawn y Phate.

Bishop echó una ojeada al resto de páginas impresas, y todas ofrecían algunos detalles o rumores acerca de Trapdoor. En varias, además, se citaba a Triple-X.

Nolan golpeó una de las hojas:

– ¿Crees que podríamos rastrear a Triple-X usando la información del encabezamiento de este mensaje?

– Los encabezamientos de los correos electrónicos y de los foros de discusión -les explicó Gillette a Bishop y a Shelton- encierran información técnica sobre el camino seguido por el mensaje desde el ordenador de quien lo envía hasta el receptor. En teoría, uno puede echar una ojeada al encabezamiento y localizar el ordenador del emisor. Pero ya lo he intentado -miró la página e hizo un gesto-. Son todos falsos. Los hackers más serios falsifican los encabezamientos para que nadie pueda encontrarlos.

– ¿Así que es un callejón sin salida? -musitó Shelton.

– Lo he leído todo, pero muy deprisa. Quizá deberíamos volver a mirarlo con detenimiento -dijo Gillette, con las páginas impresas en la mano-. Voy a escribir mi propio bot. Buscará cualquier mención a las palabras Phate, Shawn, Trapdoor o Triple-X.

– Una expedición de pesca -dijo Bishop-. Y con Ph: Phishing.

Todo reside en la ortografía…

– Llamemos al CERT -dijo Tony Mott-. Veamos si han oído algo sobre el tema.

Aunque la misma organización lo negara, todos los geeks del mundo sabían que el CERT era el Computer Emergency Response Team, el Equipo de Respuesta de Emergencia Informática. Ubicado en el campus Carne-gie-Mellon de Pittsburgh, el CERT era una cámara de compensación que ofrecía información sobre virus y otro tipo de amenazas informáticas. También daba avisos para administradores de sistemas previos a inminentes ataques de hackers.

Una vez que le explicaron en qué consistía esa organización, Bishop hizo una seña para que prosiguieran.

– Pero no digas nada de Wyatt -añadió Nolan-. El CERT está asociado al Departamento de Defensa.

Mott llamó y estuvo hablando con alguien que conocía en la organización. Tras cruzar algunas palabras, colgó.

– Nunca han oído hablar de Trapdoor ni de nada parecido. Quieren que los tengamos informados.

Linda Sánchez estaba mirando el diagrama que Gillette había dibujado en la pizarra blanca. Y, con un susurro atemorizado, comentó:

– Así que nadie que se conecte a la red está a salvo.

Gillette miró a la futura abuela a los ojos, grandes y marrones.

– Phate puede encontrar cualquier secreto que tengas, puede hacerse pasar por ti o leer tus informes médicos. O robarte el dinero del banco y realizar contribuciones políticas ilegales, o asignarte un amorío ficticio y enviar copias de tus cartas de amor a tu marido o a tu esposa. Puede conseguir que te echen del trabajo.

– O puede matarte -añadió Patricia Nolan.


* * *

– Señor Holloway, ¿dónde está usted? ¡Señor Holloway!

– ¿Eh?

– ¿Eh? ¿Eh? ¿Es ésa la respuesta que da un estudiante respetuoso? Le he hecho dos veces la pregunta y usted sigue mirando por la ventana. Si usted se niega a hacer los deberes me da que vamos a tener proble…

– ¿Cuál era la pregunta?

– Déjeme acabar, joven. Si usted se niega a hacer los deberes me da que vamos a tener problemas. ¿Tiene usted idea de cuántos estudiantes cualificados están en lista de espera para acceder a este colegio? Claro que ni lo sabe ni le interesa, ¿no? Dígame: ¿leyó sus deberes?

– No del todo.

– «No del todo», ya veo. Bueno, la pregunta es: defina el sistema numeral octal y déme el equivalente decimal de los números octales 05126 y 12438. Pero ¿por qué se empeña en contestar la pregunta si ni siquiera leyó los deberes? No va a saber responder…

– El sistema octal es un sistema con ocho dígitos, así como el decimal tiene diez y el binario sólo dos.

– Vale, así que recuerda algo de lo que ha visto en el Discovery Channel, señor Holloway…

– No, yo…

– Ya que sabe tanto, ¿por qué no se acerca a la pizarra y trata de convertir esas cifras para que le veamos? ¡A la pizarra he dicho!

– No necesito escribirlo. El número octal 05126 se convierte al decimal en 3030. Y ha cometido un fallo con el segundo número. 12438 no es un número octal: el sistema octal no tiene el dígito 8. Va de cero a siete.

– No he cometido ningún fallo. Era una pregunta con truco. Para ver que la clase no se duerme.

– Si usted lo dice…

– Señor Holloway, creo que es hora de que pase por el despacho del director.

Mientras estaba sentado en la sala de su casa de Palo Alto y escuchaba la voz de James Earl Jones en un CD de Ótelo, Phate echaba un vistazo a los ficheros de su nuevo personaje joven Jamie Turner, y planeaba una visita a St. Francis esa misma tarde.

Pero pensar en Jamie le había traído a la memoria su mismo historial académico: como ese mal trago en la clase de matemáticas de primer año de instituto. La Educación Primaria de Phate siguió un patrón muy predecible. Durante el primer semestre todo eran sobresalientes. Pero cuando llegaba la primavera esas notas se habían convertido en insuficientes y muy deficientes. Esto sucedía porque sólo podía aguantar el aburrimiento que le producían las clases durante los primeros tres o cuatro meses, pero luego hasta la comparecencia en clase le parecía tediosa e invariablemente no se presentaba a los exámenes de las siguientes evaluaciones.

Y entonces sus padres lo llevaban a otro colegio y sucedía lo mismo de nuevo.

Señor Holloway, ¿dónde está usted?

En resumen, ése había sido el problema de Phate. No, casi es mejor decir que nunca había estado con nadie, pues siempre andaba a años luz de ellos.

Los profesores y los orientadores escolares lo intentaban. Lo ponían en clases de estudiantes avanzados y luego en las de los más avanzados entre los avanzados pero no podían lograr que se interesara. Y cuando se aburría se volvía sádico y depravado. Y sus profesores (como el pobre señor Cummins, el de matemáticas de primero de instituto que le preguntó sobre los números del sistema octal) dejaron de hacerle preguntas, por miedo a que los pusiera en ridículo y cuestionara sus limitaciones.

Unos cuantos años después, sus padres (ambos científicos) tiraron la toalla. Tenían mucho que hacer (papá era un ingeniero eléctrico y mamá una química que trabajaba en una empresa de cosméticos) y ambos se contentaron con dejar al chaval al cuidado de una serie de tutores al salir de clase: y así conseguían un par de horas para ellos y sus respectivos trabajos. Solían sobornar al hermano de Phate, Richard, que era dos años mayor, para que lo tuviera entretenido: lo que solía significar dejarlo en los locales de videojuegos del paseo de Atlantic City o en centros comerciales cercanos con cien dólares en monedas de veinticinco centavos a las diez de la mañana, para pasar a recogerlo diez horas después.

En cuanto a sus condiscípulos, ni que decir tiene que lo aborrecían al instante de conocerlo. Él era Cerebrín, él era Jon Mucho Coco, él era el Mago Wizard. Los primeros días de clase lo evitaban y, a medida que pasaba el semestre, se burlaban de él y lo insultaban sin compasión. (Al menos, a nadie le dio por pegarle pues, como dijera un jugador de fútbol americano: «Una chica puede romperle la puta cara, yo no voy a perder el tiempo en hacerlo».)

Y así, para evitar que la presión le explotara en su vertiginoso cerebro, comenzó a pasar las horas en el único sitio que podía resultarle un desafío: el Mundo de la Máquina. Mamá y Papá estaban encantados de gastarse dinero en él siempre y cuando los dejara tranquilos y desde un principio siempre tuvo el mejor ordenador personal que hubiera en el mercado. («Ya tiene doce años y aún lleva chupete», le oyó decir a su padre Phate un día, haciendo referencia al IBM del chico.)

Para él, un día normal de instituto consistía en soportar las clases hasta las tres de la tarde para acto seguido correr a casa y desaparecer en su habitación, donde despegaba hacia los buletin boards, o se introducía en los sistemas de las compañías telefónicas o de la Fundación Nacional de Ciencias, de los Centros para el Control Sanitario, del Pentágono, de Harvard, o del instituto suizo de investigación CERN. Sus padres sopesaron la disyuntiva: podían elegir entre pagar una factura telefónica de ochocientos dólares o tener que faltar al trabajo para soportar infinitas reuniones con educadores y orientadores, y optaron con alegría por escribir un cheque a la New Jersey Bell.

Aunque no había duda de que el chaval caía en una espiral descendente cuando no estaba conectado: cada vez se recluía más y era más cruel y estaba de peor humor.

Pero antes de tocar fondo y, como pensaba entonces, «hacer el Sócrates» con alguna receta venenosa descargada de la red, sucedió algo.

El joven de dieciséis años aterrizó en un bulletin board donde estaban lidiando un juego MUD. En concreto, era un juego medieval: con caballeros que luchaban por conseguir una espada o un anillo mágico y cosas así. Los observó durante un rato y luego tecleó, con cierta timidez, estas palabras: «¿Puedo jugar?».

Uno de los jugadores más experimentados le dio una calurosa bienvenida y luego le preguntó: «¿Quién quieres ser?».

Y el joven Jon, que tenía dieciséis años, decidió ser un caballero medieval y jugó con su grupo de hermanos, y mató monstruos y dragones y tropas de enemigos durante ocho horas seguidas. Esa misma noche, le vino un pensamiento a la cabeza cuando estaba tumbado sobre el lecho, después de haber clausurado la conexión. Que no tema por qué ser Jon Mucho Coco ni Mago Wizard. Que durante todo el día él sería un caballero de la mítica tierra de Cirania y así sería feliz. Y que quizá en el Mundo Real podía ser también alguien diferente.

¿Quién quieres ser?

Al día siguiente hacía algo nuevo para él: se inscribía en una actividad extracurricular. Eligió el taller de teatro. En un principio estuvo tenso, le costó empezar. Pero pronto comprendió que tenía un don natural para las tablas. Ninguno de los otros aspectos de su vida en el instituto mejoró (había demasiada animadversión entre Jon y sus condiscípulos y sus profesores) pero ya le daba igual: tenía un plan. Al final del semestre preguntó a sus padres si podía cambiarse de instituto por enésima vez para el curso siguiente, su penúltimo. Y ellos cedieron porque el traspaso no les hacía perder tiempo y porque él podía desplazarse hasta allí en autobús.

Entre los animosos estudiantes que se matriculaban al semestre siguiente para tomar clases en el instituto para superdotados Thomas Jefferson de Saddlebrook, Nueva Jersey, se encontraba un joven particularmente animoso llamado Jon Patrick Holloway.

Los profesores y los orientadores estudiaron la documentación que les habían enviado por correo electrónico desde sus anteriores colegios: sus notas, que mostraban desde la guardería una media de notable alto en todas las asignaturas; los informes encendidos de los orientadores escolares, que lo calificaban de chico sociable y sin problemas de adaptación; su examen de ingreso en el centro, que era sobresaliente, y un montón de cartas de recomendación de antiguos profesores. La entrevista cara a cara con el educado joven (que poseía buena planta vestido con pantalones claros, camisa azul cielo y chaqueta azul marino) fue una mera formalidad y le brindaron una calurosa bienvenida en el centro.

Bueno, muy de cuando en cuando tenía algún problemilla con sus notas pero siempre hacía los deberes y se movía entre el notable alto y el sobresaliente: como casi todos los estudiantes que disfrutaban de sus años mozos en el Tom Jefferson. Hacía ejercicio con disciplina y practicaba distintos deportes. Se sentaba sobre la hierba en la colina que bordeaba el colegio, donde se reunían los chicos más «in», y fumaba a hurtadillas y se burlaba de los empollones y de los perdedores.

Salió con chicas, fue a bailes y ayudó en las preparaciones de las fiestas de principios de curso.

Como todo el mundo.

Se sentó en la cocina de Susan Coyne, donde sus manos bucearon por su blusa y su lengua saboreó su ortodoncia. Billy Pickford y él tomaron prestado el Corvette de exposición de su padre y lo pusieron a ciento cincuenta en la autopista y luego volvieron a casa, donde desmantelaron el cuentakilómetros y lo dejaron como estaba antes de su carrera.

Era en cierto modo feliz, en cierto modo era melancólico, en cierto modo era bullicioso.

Como todo el mundo.

A los diecisiete años, Jon Holloway utilizó la ingeniería social para convertirse en uno de los muchachos más normales y populares del colegio.

De hecho, era tan popular que el funeral de sus padres y de su hermano fue uno de los actos que más gente atrajo en toda la historia de ese pequeño pueblo de Nueva Jersey donde vivían. (Los amigos de la familia proclamaban que había sido un milagro que el pequeño Jon hubiera llevado su ordenador a reparar esa misma mañana de sábado, cuando esa terrible explosión de gas mató a toda su familia.)

Jon Holloway había meditado sobre su vida y llegó a la conclusión de que tanto Dios como sus padres lo habían puteado tanto que su única forma de sobrevivir era tomarse la existencia como un juego MUD.

Y ahora volvía a jugar.

¿Quién quieres ser?

En el sótano de su bella casa de las afueras, Phate limpiaba la sangre de su cuchillo Ka-bar y lo afilaba, disfrutando del siseo que hacía el filo al frotarse contra la barra de afilar que había comprado en Williams Sonoma.

Éste era el cuchillo que había usado para acceder al corazón de un personaje importante de su juego: Andy Anderson.

Siseo, siseo, siseo…

Pequeñas virutas de metal se pegaron a la hoja. El oscuro cuchillo militar (hierro forjado y no acero inoxidable) se había imantado. Phate se detuvo y miró el arma de cerca. Se le había ocurrido algo interesante: los disquetes de ordenador están bañados de una película imantada de partículas de hierro como éstas. Es gracias a la imantación como los discos de ordenador pueden almacenar y leer datos. Era como si el mismo principio de física informática hubiese causado la muerte a Andy Anderson: de la misma manera que un disquete entra en un ordenador y lo destruye con un virus, así el cuchillo había penetrado en su corazón y lo había destruido.

Acceso…

Mientras frotaba el cuchillo contra la piedra de afilar, la perfecta memoria de Phate rememoró un fragmento del artículo titulado «La vida en la Estancia Azul», que había copiado en uno de sus cuadernos de hacker:

«A diario se difumina un poco más la línea que separa el Mundo Real del Mundo de la Máquina. No es que nos estemos convirtiendo en autómatas o que vayamos a ser esclavos de las máquinas. No, sucede que estamos creciendo el uno al encuentro del otro. Estamos moldeando las máquinas para que se adapten a nuestros propósitos y a nuestra naturaleza: como hicimos anteriormente con la Naturaleza, el Medio Ambiente y las tecnologías del pasado. En la Estancia Azul, las máquinas absorben nuestras distintas personalidades y nuestra cultura: nuestro lenguaje, nuestros mitos y metáforas, nuestros corazones y nuestro ánimo.

Y, a su vez, el Mundo de la Máquina está transformando esas mismas personalidades y esa cultura.

Pienso en el solitario que volvía a casa después del trabajo y pasaba la noche comiendo comida basura y viendo la tele. Ahora enciende su ordenador y se da una vuelta por la Estancia Azul. Es un lugar donde interactúa: recibe estimulación táctil del teclado e intercambios verbales, se le desafía. Ya no puede volver a ser pasivo. Tiene que ofrecer información si quiere recibir una respuesta. Ha entrado en un nivel de existencia superior porque las máquinas han ido a su encuentro. Hablan su mismo lenguaje.

Para bien o para mal, ahora las máquinas reproducen las voces humanas, sus espíritus, sus corazones y sus ambiciones.

Para bien o para mal, reproducen la consciencia, y también la inconsciencia, de los humanos».

Phate terminó de afilar la hoja y la limpió. La volvió a dejar en su armario y volvió arriba, donde se encontró con que sus impuestos habían servido para algo: el superordenador del gobierno acababa de terminar de pasar el programa de Jamie y había descifrado la clave que abría las puertas de la Academia St. Francis. Esta noche iba poder jugar a su juego.

Para bien o para mal…


* * *

Después de haber revisado lo que Gillette había impreso tras su búsqueda, el equipo no encontró ninguna otra pista de utilidad. Él se sentó frente a un ordenador para terminar de escribir el bot que seguiría escudriñando la red en su ayuda.

Luego se detuvo y alzó la vista.

– Tenemos que hacer otra cosa. Tarde o temprano, Phate se dará cuenta de que un hacker anda en su busca y tratará de atacarnos. Deberíamos protegernos -se volvió hacia Stephen Miller-: ¿A cuántos sistemas externos tenéis acceso desde aquí?

– A dos: el primero es Internet, por medio de nuestro dominio, cspccu.gov, que es el que estás usando para conectarte a la red. Y también estamos en ISLEnet.

«Más siglas», pensó Gillette.

– Es el Integrated Statewide Law Enforcement Network -le explicó Sánchez-: El sistema interestatal integrado de agencias gubernamentales.

– ¿Está en cuarentena?

Un sistema está en cuarentena cuando está formado por máquinas interconectadas por medio de cables estructurados de tal forma que nadie puede entrar en él por medio de una conexión telefónica de Internet.

– No -dijo Miller-. Uno puede conectarse desde donde quiera, pero necesitará contraseñas y deberá superar un par de cortafuegos.

– ¿Y a qué sistemas podría acceder desde ISLEnet?

Sánchez se encogió de hombros.

– A cualquier sistema de policía estatal o federal del país: el FBI, el servicio secreto, ATF, NYPD… Hasta a Scotland Yard. A todos.

– Pues me temo que vamos a tener que cortar nuestra conexión -dijo Gillette.

– Hey, hey, backspace, backspace… -replicó Miller utilizando el término hacker para «Espera un poco», que se define en inglés aludiendo a la tecla de retroceso-. ¿Cortar la conexión con ISLEnet? No podemos hacerlo.

– Tenemos que hacerlo.

– ¿Por qué? -preguntó Bishop.

– Porque estoy utilizando vuestros ordenadores para buscar a Phate. Y si entra en ellos con el demonio Trapdoor puede saltar a ISLEnet sin problemas. Y en ese caso, tendrá acceso a cada sistema policial al que este sistema esté conectado. Pensad en el daño que podría hacer.

– Pero usamos ISLEnet una docena de veces al día -se quejó Shelton-. Para consultar las bases de datos de identificación automática de huellas, las órdenes, los expedientes de los sospechosos, los informes de los casos, las investigaciones…

– Wyatt tiene razón -afirmó Patricia Nolan-. Recordad que ese tipo ya ha entrado en el VICAP y en las bases de datos de la policía de dos Estados. No podemos arriesgarnos y permitirle que se infiltre en más sistemas.

– Si queréis usar ISLEnet -dijo Gillette-, tendréis que ir a otro sitio: la Central o donde sea.

– Pero eso es ridículo -replicó Miller-. No vamos a conducir ocho kilómetros para conectarnos a una base de datos. Las investigaciones se demorarían muchísimo.

– Ya es bastante con que vayamos contra corriente -dijo Shelton-. Ese tipo nos lleva kilómetros de ventaja. No necesita que, para colmo, le echemos un cable -miró a Bishop como si estuviera implorando su ayuda.

El delgado detective observó que un faldón de su camisa sobresalía por fuera del pantalón y se lo metió.

– Adelante -decía un segundo después-. Haced lo que dice. Cortad la conexión.

Sánchez suspiró.

Gillette se sentó en una terminal y tecleó con presteza, cercenando los vínculos exteriores, mientras Stephen Miller y Tony Mott lo observaban vacilantes. Cuando terminó, alzó la vista y los miró.

– Y una cosa más… A partir de ahora nadie se conecta a la red salvo yo.

– ¿Por qué? -preguntó Shelton.

– Porque yo puedo percibir si el demonio Trapdoor se ha infiltrado en nuestro sistema.

– ¿Cómo? -le preguntó agriamente el policía con pinta de duro-. ¿Llamando al número del Zodiaco?

– Por la forma en que responde el teclado -contestó Gillette irritado-, por la demora en la respuesta del sistema, los sonidos del disco duro: todo lo que os he comentado antes.

Shelton sacudió la cabeza.

– No vas a ceder, ¿verdad? -le preguntó a Bishop-. Primero, a pesar de que se suponía que no debíamos dejarle conectarse a la red, se dedica a pasearse por todo el puto mundo on-line. Y ahora nos dice que él va a ser el único que puede conectarse y que nosotros no. Algo está al revés aquí, Frank. Aquí pasa algo raro.

– Lo que pasa -replicó Gillette- es que yo sé lo que hago. Un hacker siente esas cosas.

– De acuerdo -dijo Bishop.

Shelton alzó los brazos con impotencia. Stephen Miller tampoco parecía muy feliz. Tony Mott acariciaba la culata de su pistola como si cada vez pensara menos en las máquinas y más en lo mucho que ansiaba que el asesino se le pusiera a tiro.

Sonó el teléfono de Bishop y éste contestó la llamada. Estuvo un rato a la escucha y, si bien no sonreía, su rostro pareció animarse. Tomó un bolígrafo y papel y comenzó a apuntar cosas. Después de anotar datos durante cinco minutos colgó y miró a su equipo.

– Ya no tendremos que llamarlo Phate nunca más. Sabemos su nombre.

Capítulo 00001101 / Trece

– Jon Patrick Holloway.

– ¿Holloway? ¿Es Holloway? -la voz de Patricia Nolan parecía sorprendida.

– ¿Lo conoces? -preguntó Bishop.

– Claro que sí. Y también la mayoría de los que se ocupan de la seguridad informática. Pero no se sabía nada de él desde hace años. Pensé que lo habría dejado o que estaba muerto.

– Lo hemos encontrado gracias a ti -le dijo Bishop a Gillette-, por esa sugerencia acerca de la versión de Unix de la costa Este. La policía de Massachusetts ha encontrado que las huellas concordaban -Bishop leyó sus notas-. Me han facilitado un breve resumen biográfico. Tiene veintisiete años. Nació en Nueva Jersey. Tanto los padres como su único hermano están muertos. Estudió en Rutgers y en Princeton: sacaba buenas notas y era un programador excelente. Muy popular en el campus, metido en un sinfín de actividades. Cuando se licenció vino a esta costa y consiguió un empleo en Sun Microsystems, donde trabajaba en inteligencia artificial y superordenadores. Lo dejó y se fue a NEC, esa gran empresa japonesa de informática que está al final de la calle. Y luego se fue a trabajar a Apple, en Cupertino. Un año después estaba de vuelta en la costa Este, diseñando conmutadores telefónicos avanzados en Western Electric, allá en Nueva Jersey. Luego consiguió un trabajo en el laboratorio de informática de Harvard. Parece que el tipo es un empleado modelo: le gusta trabajar en equipo, era capitán de la campaña United Way, cosas así.

– El típico informático de clase media-alta de Silicon Valley -resumió Mott.

Bishop asintió a esas palabras.

– Aunque había un problema. Mientras que durante el día se dedicaba a ir por la vida de ciudadano honrado, por las noches ejercía de hacker y capitaneaba bandas de cibernautas. La más famosa fue la de Knights of Access, los Caballeros del Acceso. La fundó con otro hacker, alguien llamado Valleyman. No existe constancia de su verdadero nombre.

– ¿Los KOA? -dijo Miller, apesadumbrado-. Menudos eran. Se enfrentaron a los Masters of Evil, la banda de Austin. Y a los Deceptors de Nueva York. Entraron en los servidores de ambas bandas y enviaron sus ficheros a la oficina del FBI en Manhattan. Hicieron que arrestasen a la mitad de ellos.

– Y se supone que los Knights fueron los culpables de interrumpir el servicio telefónico de urgencias durante dos días seguidos en Oakland -Bishop miró sus notas y dijo-: Murieron algunas personas, de urgencias médicas de las que no podían dar parte. Pero el fiscal nunca pudo llegar a acusarlos de eso.

– ¡Qué hijos de puta! -exclamó Shelton.

– Holloway no había adoptado aún el nombre de Phate, por aquel entonces. Su nombre de usuario era CertainDeath -preguntó a Gillette-: ¿Te suena?

– No personalmente, pero he oído hablar de él. Está en la cumbre del escalafón de wizards.

Bishop volvió a sus notas.

– Y resulta que hizo cosas peores que andar con bandas. Alguien lo delató mientras trabajaba en Harvard y la policía de Massachusetts le hizo una visita. Toda su historia era mentira. Se dedicaba a robar software y partes de superordenadores de Harvard y los vendía por su cuenta. Entonces la policía investigó Western Electric, Sun, NEC y las otras para las que había trabajado y comprobó que había hecho lo mismo en todas. Se saltó la provisional en Massachusetts y nadie ha vuelto a oír hablar de él.

– Vamos a pedir su expediente a la policía de Mass -dijo Mott-. Seguro que encierra unos cuantos datos médico-legales que podemos utilizar.

– Ha desaparecido -respondió Bishop.

– También destruyó esas pruebas -comentó con desagrado Linda Sánchez.

– ¿Y qué más? -dijo Bishop con sarcasmo y luego miró a Gillette-: ¿Puedes alterar ese bot que has programado, ese instrumento de búsqueda? Añade estos nombres: Holloway y Valleyman.

– En un segundo -dijo Gillette, y comenzó a modificar su bot para que buscara también nuevos nombres.

Bishop llamó a Huerto Ramírez y habló con él un rato. Luego colgó:

– Huerto dice que no hay pruebas en la escena del crimen. Va a dar parte del nombre «Jon Patrick Holloway» al VICAP y a los sistemas estatales.

– Más rápido sería utilizar aquí el ISLEnet -dijo Stephen Miller.

Bishop hizo caso omiso del comentario y continuó:

– Y luego va a agenciarse una copia de la foto de cuando ficharon a Holloway en Massachusetts. Tim Morgan y él van a repartir algunas fotos por los alrededores de Mountain View, cerca de la tienda de artículos teatrales, por si resulta que Phate sale de compras. Y luego van a llamar a todos los antiguos contratantes de Phate para ver si encuentran algunos expedientes internos sobre sus actos criminales.

– En el caso de que no hayan sido destruidos -apuntaló Sánchez con sarcasmo.

Bishop miró la hora. Eran casi las cuatro en punto de la tarde. Sacudió la cabeza.

– Tenemos que darnos prisa. Si su objetivo es asesinar a tanta gente como le sea posible en el plazo de una semana, es más que probable que ya haya elegido a su siguiente víctima -agarró un rotulador y comenzó a transcribir las conclusiones de sus notas en la pizarra blanca.

Patricia Nolan señaló la pizarra blanca donde la palabra «Trapdoor» se veía escrita en grandes caracteres negros.

– Ese es el crimen del nuevo siglo. La profanación.

– ¿La profanación?

– El crimen del siglo XIX fue la inmoralidad sexual. El del XX ha sido robar el dinero ajeno. Y ahora te robarán tu privacidad, tus secretos y tus fantasías.

El acceso es Dios…

– Pero al mismo tiempo -replicó Gillette- uno debe admitir que el Trapdoor es espléndido. Es un programa realmente contundente.

– ¿Contundente? -sonó una voz a su espalda-. ¿Qué significa eso? -a Gillette no le sorprendió que esa voz fuera la del detective Bob Shelton.

– Significa simple y poderoso.

– ¡Dios mío! -contestó Shelton-. Suena como si deseases haber inventado tú mismo la puta mierda esa.

– Es un programa sobrecogedor -dijo Gillette, ecuánime-. No entiendo cómo funciona y me encantaría saberlo. Eso es todo. Siento curiosidad.

– ¿Curiosidad? Me parece que te olvidas de que se sirve de él para asesinar gente.

– Yo…

– Estúpido… Te parece un juego, ¿no? Como a él -se dispuso a marcharse de la UCC llamando a Bishop-: Salgamos de este maldito agujero y vamos a ver si encontramos a ese testigo. Así es como vamos a atrapar a ese cabrón. No con esta mierda de ordenadores -salió de la oficina.

Durante un instante, nadie movió un pelo. Posaron la mirada sobre la pizarra blanca o sobre las pantallas de ordenador. Bishop hizo una seña a Gillette para que lo siguiera a la cocina, donde el detective se sirvió un café en un vaso de plástico.

– Jennie, mi mujer, me lo raciona -comentó Bishop, contemplando el líquido oscuro-. Me encanta, pero tengo problemas de estómago. El doctor dice que ando de preúlcera. Vaya manera de ponerlo, ¿no? Suena a que estoy en un programa de entrenamiento o algo parecido.

– Yo tengo reflujo -dijo Gillette, tocándose el pecho-. Como muchos hackers. De tanto café y tanta cafeína.

– Mira, respecto a Bob Shelton… Le pasó algo hace unos años -el detective bebió un sorbo de café y vio que se le había salido la camisa. Se la metió por dentro-. Leí esas cartas incluidas en el acta de tu juicio: los correos electrónicos que envió tu padre al juez como parte de la vista oral. Parece que os lleváis muy bien.

– Sí, muy bien -asintió Gillette-. Sobre todo desde la muerte de mi madre.

– Bueno, entonces supongo que entenderás esto. Bob tenía un hijo.

¿Tenía?

– Quería muchísimo al chaval, tanto como te quiere tu padre a ti, por lo que parece. Lo que pasa es que el chico murió hace unos años en un accidente de tráfico. Sé que quizá sea mucho pedir, pero procura no tomarte a mal sus salidas, ¿vale?

– Gracias por la aclaración.

Volvieron a la sala principal. Gillette regresó a su cubículo. Bishop se encaminó hacia el aparcamiento.

– Nos pasaremos por el Vesta's Grill.

– Detective -dijo Tony Mott-. ¿Le parece que les acompañe?

– ¿Por qué? -replicó Bishop, extrañado.

– He pensado que podría ser de ayuda. Aquí ya se encargan del lado informático del asunto: están Wyatt, Patricia y Stephen. Así que quizá les podría ayudar a sonsacar algo a algún testigo…

– ¿Lo has hecho alguna vez? ¿Has interrogado a testigos?

– Claro -contestó Mott. Unos segundos más tarde admitía-: Bueno, no exactamente, no en una escena después de un crimen en la calle. Pero he entrevistado a muchísima gente on-line.

– Bueno, quizá en otro momento, Tony. Creo que Bob y yo nos encargaremos esta vez -dejó la oficina.

El joven policía dio media vuelta hacia su cubículo, claramente defraudado. Gillette se preguntó si estaba enfadado por tener que quedarse aquí teniendo que dar explicaciones a un civil o si era porque ansiaba tener una oportunidad para usar esa pistola que portaba, y cuya culata no dejaba de causar graves desperfectos en los muebles de la oficina.

Gillette se olvidó del policía y terminó de escribir los códigos de su bot.

– Ya está listo -comentó. Se conectó a la red y escribió los comandos necesarios para enviar su creación a la Estancia Azul.

Nolan se inclinó ante la pantalla.

– Buena suerte -susurró-. Buena velocidad -tal como diría una buena esposa de capitán al despedirse de su marido, cuando el barco de éste sale del puerto para adentrarse en un viaje traicionero por aguas desconocidas.


* * *

La máquina soltó otro pitido.

Phate levantó la vista de los planos que se había descargado de la red (planos de la Academia St. Francis y de sus alrededores) y vio que Shawn le había enviado otro mensaje.

Abrió el correo y lo leyó. Eran más noticias malas. La policía sabía su verdadero nombre. ¿Cómo? No podía encontrar ninguna explicación.

Bueno, tampoco era para tanto: Jon Patrick Holloway estaba oculto tras tantas y tantas capas de personas y direcciones falsas que no existían lazos que lo unieran con quien era en la actualidad. Pero, en cualquier caso, podían conseguir alguna foto suya (hay partes de nuestro pasado que no podemos borrar por mucho que accionemos el comando Delete) y en ese caso las distribuirían sin duda por toda la zona. Iba a necesitar más disfraces.

Pero ¿con qué objeto se juega a un juego MUD si no es para tener mayores desafíos?

Miró la hora de su ordenador: 4.15. Hora de partir hacia la Academia St. Francis para la partida de esta noche. Iba con dos horas de ventaja pero debía echar una ojeada al internado para cerciorarse de que las rondas de los guardias de seguridad no habían cambiado. Además, sabía que el pequeño Jamie andaría ansioso y con ganas de salir antes de tiempo para dar una vuelta a la manzana.

Phate fue al sótano y sacó del armario lo que iba a necesitar: su cuchillo, una pistola y cinta de embalar. Luego se encaminó al baño de la planta baja, donde extrajo un botellín de plástico con pitorro oculto bajo el lavabo. Contenía unos líquidos que había mezclado con anterioridad. Aún podía distinguir el acre aroma de los productos químicos de la mezcla.

Cuando tuvo sus herramientas preparadas, volvió una vez más al salón de su casa para echar otra ojeada al ordenador, por si había más advertencias de Shawn. Si las hubiera habido, habría tenido que pensar dos veces si realizaba el ataque de esta noche. Pero no tenía nuevos mensajes. Se desconectó de la red y dejó la estancia tras haber apagado la lámpara del techo del salón.

Mientras lo hacía saltó el salvapantallas y su brillo iluminó un poco la sombría pieza. En él se podía leer:

El acceso es Dios…

Capítulo 00001110 / Catorce

– Toma, te he traído esto.

Gillette se volvió. Patricia Nolan le ofrecía una taza de café:

– ¿Con leche y azúcar?

– Sí, gracias -asintió él.

– Me he fijado en que te gusta mucho -dijo ella.

Él estuvo a punto de contarle que los reclusos de San Ho trapicheaban con cigarrillos para agenciarse paquetes de café de verdad, que preparaban con agua caliente del grifo. Pero había decidido que no estaba dispuesto a recordarle a nadie (ni siquiera a sí mismo) que era un convicto, por muy interesante que este tipo de cuestiones pudiera resultar.

Ella se sentó a su lado tirando de su vestido desgarbado. Sacó el frasco de pintaúñas de su bolso Louis Vuitton y lo abrió. Gillette la miró con curiosidad.

– Perdona -dijo-. Tengo este problema, soy muy curioso. Es algo superior a mí. No sé, ¿puedo preguntarte por qué siempre te estás pintando las uñas?

– No me las pinto. Las endurezco. Acaban hechas un asco de tanto darle al teclado -ella le miró a los ojos y luego bajó la vista. Se examinó las puntas de los dedos. Y dijo-: Podría dejármelas cortas pero eso no forma parte de mi plan -pronunció con cierto énfasis la palabra «plan». Como si hubiera decidido compartir con él algo íntimo: aunque, de hecho, él no estaba muy seguro de que quisiera oírlo-. Me desperté una mañana más temprano de lo normal a principios de año (de hecho era el día de Año Nuevo), después de haber pasado las vacaciones aislada, metida en un avión -dijo ella-. Y me di cuenta de que soy una geek soltera de treinta y cuatro años que vive sola con un gato y semiconductores por valor de veinte mil dólares en mi habitación. Decidí que iba a cambiar de vida. No soy una modelo que digamos, pero sí puedo modificar algunas de las cosas que pueden enmendarse: las uñas, el pelo, el peso. Odio hacer ejercicio pero cada mañana me presento en el gimnasio a las cinco en punto. Soy la reina del step aeróbico.

– Bueno, es cierto que tienes unas uñas preciosas -dijo Gillette.

– Gracias. Y también poseo una buena musculatura en las piernas -respondió ella desviando los ojos. (Él intuyó que el plan de ella requería seguramente un poco de coqueteo: y que para ello necesitaba practicar.)

– ¿Estás casado? -le preguntó ella.

– Divorciado.

– En una ocasión, estuve a punto de… -había comenzado a decir ella, aunque prefirió dejarlo ahí, sin añadir nada más.

«Señorita, no pierda su tiempo conmigo», pensó él. «Soy un caso perdido.»

Pero el tema romántico y los pensamientos sobre la vida de soltero le llevaron a acordarse de Elana, su ex mujer, y eso lo deprimió. Se mantuvo en silencio y asentía mientras Patricia le contaba cómo le iba la vida en Horizon On-Line, que era más interesante de lo que uno podía pensar (aunque nada de lo que ella dijo sustentó esa afirmación), o le hablaba de la vida en Seattle con sus amigos y su gato atigrado y sus citas atroces con gente del sector de la informática.

Absorbió todos esos datos por educación durante diez minutos, en los que su mente se mantuvo ausente de la conversación. Y luego su ordenador emitió un pitido agudo y él miró la pantalla.

Resultados de la búsqueda:

Buscar: Phate

Localización: alt.pictures.true.crime.

Status: referencia de neuusgroup

– Mi bot ha atrapado un pez -afirmó-. Hay una referencia a Phate en los foros de discusión.

Los foros de discusión (listas de mensajes de interés especial sobre cualquier tema posible) se guardan en una subdivisión de Internet denominada Usenet, que proviene de la expresión inglesa Unix User Network. Creada en 1979 como forma de conectar la Universidad de Carolina del Norte con la Universidad Duke, Usenet fue en un principio un vehículo estrictamente científico que mostraba severas prohibiciones a temas como las drogas, el sexo o los intereses de los hackers. No obstante, en la década de los ochenta hubo muchos usuarios que pensaron que esas limitaciones apestaban a censura, y entonces promovieron la «Gran Rebelión», que condujo a la creación de una categoría «alternativa» de foros de discusión. Desde entonces, Usenet era como una ciudad fronteriza. Ahora, uno encuentra mensajes sobre cualquier tema posible, desde porno duro hasta crítica literaria, desde manifiestos pronazis hasta teología católica o hasta cachondeos basados en iconos de la cultura de masas (y uno de ellos era el favorito de Gillette: alt.barney.the.dinosaur.must.die).

El bot de Gillette, como un enviado medieval o un correo del salvaje Oeste, se había percatado de que alguien había colocado un mensaje que incluía el nombre de Phate en uno de esos foros de discusión alternativos llamado alt.pictures.true.crime, y lo había remitido a su dueño.

Gillette cargó su lector de foros de discusión en el ordenador y se conectó a la red. Encontró el grupo y observó el monitor con fijeza. Alguien cuyo nombre de pantalla era Vlast453 había colocado un mensaje en el que se mencionaba a Phate. También había adjuntado una fotografía.

Mott, Miller y Nolan se congregaron alrededor de la pantalla.

Gillette hizo clic en el mensaje. Observó el encabezamiento:


De: «Vlast» ‹vlast@euranet.net›

Newsgroups: alt.pictures.true.crime

Asunto: Un viejo amigo de Phate ¿Alguien tiene más?

Fecha: 1 abril 23:54:08 + 0100

Líneas: 1323

Message-ID: ‹8hj3lJ5d6f7$1@neujsg3.svr.pdd.co.uk›

References: ‹2000060616U,328.26619.00002274@ng-fm1.hcf. com›

NNTP-Pasting-Host: modem-76.flunase.dialup.pDl.co.uk

X-Trace:neuusg3.svr.pdd.ca.uk 9603323M5 1175162.136.95.76

X-Neuusreader: Microsoft Outlook Express 5.00.2014.211

X-MimeOLE: Produced by Microsoft MimeOLE

V5.00.201LI.211


Path: neuüs.RIliance-neujs.comltraffic.RIlianceneuus.com

lBudapest.usenetserver.comlNews-

out.usenetserver.comldiablo.theWorld.netinews.

theWorld.netinewspo5t.theUJarld.netl


Y luego leyó el mensaje que Vlast había enviado.


El grupo:

Reciví esto de nuestro amigo Phate fue ace seis meses, no estoy oyendo cosa dél desde después. Puede alguien poner más de esto. -Vlast

– ¡Fijaos en la gramática y en la ortografía! -comentó Tony Mott-. Este tipo es extranjero.

La lengua que la gente usaba para comunicarse en la red revelaba muchas cosas sobre ellos. En general, la más utilizada era el inglés, pero cualquier hacker serio dominaba unas cuantas más (en especial el alemán, el holandés y el francés) para ser capaz de intercambiar información con el mayor número de hackers posible.

Gillette descargó la foto que acompañaba al mensaje de Vlast. Era una foto de escena del crimen y mostraba el cadáver de una chica a quien habían acuchillado una docena de veces.

Linda Sánchez, que sin duda tenía en mente a su propia hija y a su futuro nieto, miró la imagen y desvió la vista.

– Es asqueroso -murmuró.

Gillette estuvo de acuerdo en que lo era. Pero se esforzó en pensar en algo sin que la foto lo afectase.

– Veamos si podemos seguirle el rastro a este sujeto -sugirió-. Si podemos acceder a él quizá nos lleve hasta Phate.

Existen dos formas de rastrear a alguien en Internet. Si tienes el encabezamiento real de un correo electrónico o el aviso que se envió a un foro de discusión, puedes examinar la anotación del «path», o recorrido que revelará el sistema por el que el emisor del mensaje entró en Internet, y la ruta que ese mensaje ha seguido hasta llegar al ordenador del que Gillette lo había descargado. Si existe una orden judicial, el sysadmin (o administrador de sistemas, la expresión proviene del inglés system administrator) de ese sistema inicial se verá obligado a facilitar el nombre y la dirección del usuario que envió el mensaje.

En cualquier caso, lo normal es que los hackers usen encabezamientos falsos para que nadie los pueda localizar. Gillette no tardó un segundo en saber que el de Vlast era falso (las verdaderas rutas de Internet se escriben sólo con minúsculas y ésta contenía letras mayúsculas y minúsculas). Vlast la había falsificado, y si el equipo del UCC se decidía a seguirla no llegaría a ninguna parte.

Eso les dijo, aunque no obstante añadió que intentaría encontrar a Vlast con un segundo tipo de rastreo: a través de su dirección de Internet: Vlast453@euro-net.net. Gillette cargó el programa HyperTrace. Escribió la dirección de Vlast y el programa se puso en marcha. En la pantalla se dibujó un mapamundi del que salía una línea de puntos a la altura de San José (donde se encontraba el ordenador de la UCC) que cruzaba el Pacífico. Cada vez que encontraba un nuevo router de Internet y alteraba su rumbo, la máquina emitía un tono electrónico llamado ping, que recibía su nombre del pitido del sonar de los submarinos.

– ¿Es tuyo el programa? -preguntó Nolan.

– Sí.

– Es genial.

– Sí, me lo pasé muy bien escribiéndolo -y luego forzó los ojos para leer la información de la pantalla.

La línea que representaba la ruta desde la UCC hasta el ordenador de Vlast fue hacia el oeste y se detuvo en Europa central, para acabar posándose sobre una caja que contenía una interrogación. Gillette miró el gráfico y dio unos golpecitos a la pantalla.

– Vale, ahora mismo Vlast no está conectado a la red, o tal vez ha camuflado la localización de su ordenador: eso es lo que quiere decir el signo de interrogación donde acaba la línea -puso el cursor en la línea junto a la caja y dio doble clic al ratón. La caja se abrió y Gillette leyó la información que contenía:

– Euronet.bulg.net. No tengo su dirección concreta pero se ha conectado a través del servidor búlgaro de Euronet. Lo tendría que haber adivinado.

Nolan y Miller estuvieron de acuerdo. Es probable que Bulgaria sea el país del mundo con más hackers per cápita. Tras la caída del Muro de Berlín y del fallecimiento del comunismo, en Europa central, el gobierno búlgaro trató de hacer de su nación el Silicon Valley del antiguo bloque del Este, y para ello importó miles de programadores y de informáticos. Pero, para su consternación, IBM, Apple, Microsoft y las demás empresas americanas prefirieron moverse a mercados globales. Las empresas extranjeras de tecnología cayeron en picado y a los jóvenes geeks no les quedó otra cosa que hacer que reunirse en los cafés y piratear. Bulgaria creaba más virus electrónicos al año que cualquier otro país del mundo.

– ¿No cooperan las autoridades búlgaras? -le preguntó Nolan a Miller.

– Nunca. El gobierno ni siquiera nos responde cuando les pedimos información -y dicho esto, Miller añadió-: ¿Y por qué no le enviamos un e-mail directamente a Vlast?

– No -respondió Gillette-. Eso podría poner a Phate sobre aviso. Creo que hemos llegado a un punto muerto.

Pero entonces el ordenador volvió a emitir un pitido y el bot de Gillette señaló otra nueva presa.

Resultadas de la búsqueda:

Buscar: «Triple-X»

Localización: IRC, #hack

Status: Conectado

Era Triple-X, el hacker que Gillette había localizado ya antes y que parecía saber muchas cosas sobre Phate y su Trapdoor.

– Está en el chat de hackers del Internet Relay Chat -dijo Gillette-. No sé si le dirá a un extraño algo sobre Phate, pero vamos a intentar rastrearlo -y le preguntó a Miller-: Voy a necesitar un anonimatizador antes de conectarme a la red. ¿Tienes alguno por ahí?

Un anonimatizador, o cloak, capota, es un programa de software que bloquea cualquier intento de rastrearte cuando estás conectado, pues te presenta como alguien distinto y que se encuentra en un lugar diferente al tuyo.

– Claro, lo cierto es que escribí uno el otro día.

Miller cargó el programa en un cubículo contiguo al de Gillette.

– Si Triple-X trata de seguirte la pista, verá que te has conectado en una terminal de acceso público de Austin. Es una zona de alta tecnología y allí muchos universitarios de Texas suelen dedicarse a piratear con ganas.

– Genial -Gillette se acercó al teclado, echó una breve ojeada al programa de Miller y luego escribió un falso nombre de usuario para él, Renegade334, en el anonimatizador. Tecleó unos cuantos comandos y luego miró a su equipo-: Vamos a darnos un baño con los tiburones -dijo. Y pulsó Enter.


* * *

– Ahí estaba -dijo el guardia de seguridad-. Aparcó aquí mismo, el coche era un sedán de color claro. Estuvo como una hora, justo cuando raptaron a la chica. Y estoy casi seguro de que había alguien en el asiento delantero.

El guardia señaló una hilera de plazas vacías de aparcamiento detrás de un edificio de tres plantas ocupado por la Internet Marketing Solutions Unlimited, Inc. Desde esas plazas se divisaba el parking trasero del Vesta's de Cupertino donde Jon Holloway, alias Phate, había practicado la ingeniería social con Lara Gibson hasta matarla. Cualquiera que hubiese estado en ese misterioso sedán podría haber tenido una vista inmejorable del coche de Phate, aunque no hubiese presenciado el secuestro en sí.

Pero Bishop, Shelton y la directora del Departamento de Recursos Humanos de Internet Marketing habían entrevistado a las treinta y dos personas que trabajan en el edificio y no habían podido identificar el sedán.

Ahora, los dos policías estaban entrevistando al guardia para ver si se había fijado en algo que los ayudara a descubrir el coche.

– ¿Y está seguro de que, por fuerza, tenía que ser de alguien que trabaje en la empresa? -le preguntó Bob Shelton.

– Sí, tenía que ser así, por fuerza -les confirmó el guardia larguirucho-. Hay que mostrar el pase de empleado para entrar por esa puerta y llegar hasta el parking trasero.

– ¿Y los visitantes? -preguntó Bishop.

– No, aparcan enfrente del edificio.

Bishop y Shelton se miraron el uno al otro, preocupados. Ninguna pista los llevaba a buen puerto. Salieron de la UCC hacia la Central de la policía en San José para llevarse la foto de la ficha de Holloway que les habían enviado desde la policía de Massachusetts. La foto mostraba a un joven delgado de pelo oscuro y rasgos comunes, sin nada distintivo en ellos: podía servir para cien mil otros muchachos de Silicon Valley y, por tanto, no era de gran ayuda. Ramírez y Tim Morgan se la habían mostrado al único tendero presente en la tienda de artículos teatrales Ollie, de Mountain View, pero éste no había reconocido a Phate.

El equipo de la UCC había hallado una sola pista: por teléfono, Linda Sánchez le había dicho a Bishop que el bot de Wyatt Gillette había localizado una referencia a Phate. Pero eso también los había conducido a un callejón sin salida.

«Bulgaria», pensó Bishop cínicamente. ¿Qué clase de caso era ése?

– Déjeme hacerle una pregunta, señor -le decía el detective al guardia de seguridad-. ¿Cómo es que se fijó en el coche?

– ¿Cómo dice?

– Es un aparcamiento. Lo natural es que los coches estén aquí. ¿Por qué se fijó en el sedán?

– Bueno, lo cierto es que no es natural que los coches aparquen ahí detrás. Es el único que he visto en algún tiempo -miró a su alrededor y, una vez se hubo cerciorado de que no había nadie más, añadió-: Oigan, la compañía no marcha muy bien que digamos, la plantilla se ha quedado en cuarenta personas. Hace un año aquí había casi doscientas. Así que todos pueden aparcar delante, y lo prefieren. De hecho, el presidente los invita a hacerlo para que no parezca que la empresa está en las últimas -bajó la voz-. Si quieren la verdad, esta mierda del punto-com de Internet no es la gallina de los huevos de oro que dicen. Yo mismo ando buscándome otro trabajo, en Costco: en el sector minorista, allí sí que hay trabajos con futuro.

«Vale», se dijo a sí mismo Frank Bishop, mientras miraba el Vesta's Grill. «Piensa en esto: un coche estaba aquí cuando no había necesidad de aparcar en este lado. Haz algo con eso.»

Tuvo un asomo de pensamiento pero lo desechó.

Le dieron las gracias al guardia y volvieron hacia el coche por un sendero de gravilla que desembocaba en un parque que rodeaba el edificio.

– Una pérdida de tiempo -dijo Shelton.

Pero no hacía otra cosa que afirmar una gran verdad, pues la mayor parte de cualquier investigación no es sino una pérdida de tiempo, y no parecía desencantado por ello.

«Piensa», se repetía Bishop en silencio.

Haz algo con eso.

Era la hora de la retirada y se encontraron con algunos empleados que transitaban por ese mismo atajo hasta el aparcamiento delantero. Bishop vio que delante de ellos caminaba un ejecutivo de unos treinta años junto a una joven vestida con un traje recto. Iban riéndose y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron tras unos arbustos de lilas. Entre las sombras se abrazaron y se besaron con pasión.

Esa relación le trajo a la mente a su propia familia y Bishop se preguntó cuánto tiempo vería a su esposa y a su hijo la semana próxima. Sabía que no sería mucho.

Y, como suele suceder a veces, en su mente emergieron dos pensamientos que dieron lugar a un tercero.

Haz algo…

Se paró de pronto.

… con eso.

– Vamos -dijo Bishop y comenzó a correr de vuelta por donde habían venido. Estaba mucho más delgado que Shelton pero no en mejor forma, y resopló mientras regresaba al edificio de oficinas, y entretanto la camisa se le salía de nuevo con entusiasmo.

– ¿A qué viene tanta prisa? -jadeó su compañero.

Pero el detective no respondió. Corrió por el vestíbulo de Internet Marketing de vuelta al Departamento de Recursos Humanos. Hizo caso omiso de la secretaria, quien se había levantado sobresaltada por su irrupción turbulenta, y abrió la puerta del despacho de la directora de Recursos Humanos, donde ella hablaba con un joven, quizá concretando una entrevista fuera de horas de trabajo.

– Detective -dijo la sorprendida mujer, viendo la alarma en los ojos del policía-, dígame qué pasa.

Bishop hizo un esfuerzo por recuperar el aliento.

– Tengo que hacerle un par de preguntas sobre sus empleados -miró al joven-. Y mejor que sea en privado.

– ¿Podría perdonarnos, por favor? -le dijo ella al joven que tenía enfrente, quien se largó de la oficina con timidez.

Shelton se encargó de cerrar la puerta.

– ¿Qué quiere saber? ¿Algo sobre el personal?

– Dejémoslo en algo personal.

Capítulo 00001111 / Quince

Ésta es tierra de logros, ésta es tierra de plenitud.

Esta es la tierra del rey Midas, donde nace el oro, aunque no gracias a los astutos trucos de Wall Street o a la musculosa industria del Medio Oeste, sino gracias a la más pura imaginación.

Esta es la tierra donde hay secretarias y conserjes millonarios gracias a las stock options, y donde otros pasan la noche subidos en el autobús de la línea 22 (entre San José y Menlo Park): ellos, como un tercio de los «sin techo» de la zona, tienen trabajos de jornada completa, pero no pueden permitirse pagar un millón de dólares por un pequeño búngalo ni trescientos mil dólares al mes por un apartamento.

El condado de Santa Clara, ese verde valle con unas dimensiones de cuarenta kilómetros por dieciséis, era conocido como «El valle del gozo en el corazón», aunque la dicha a la que hacía referencia este sobrenombre acuñado años atrás era culinaria y no tecnológica. Los albaricoques, las ciruelas, las nueces y las cerezas crecían en abundancia en esa tierra fértil situada a ochenta kilómetros al sur de San Francisco. El valle habría seguido unido a la agricultura, como otras partes de California (como Castroville y sus alcachofas o Gilroy y sus ajos), de no haber sido por la decisión de un hombre impulsivo llamado David Starr Jordán, presidente de la Universidad de Stanford, que estaba alojada en el corazón del valle de Santa Clara. Jordán decidió arriesgarse a invertir un poco de dinero en un invento casi desconocido de Lee De Forrest.

El tubo de audion del inventor no era como el fonógrafo ni como el motor de combustión interna. Era una innovación de esas que la gente normal no entiende y, de hecho, al público no le importó un comino cuando salió a la luz. Pero Jordán y otros ingenieros de Stanford creyeron que el invento tendría varias aplicaciones prácticas y en poco tiempo se vio que habían dado totalmente en el clavo: el audion fue el primer tubo electrónico de vacío y en última instancia hizo posible la aparición de la radio, de la televisión, del radar, los monitores médicos, los sistemas de navegación y por fin de los mismos ordenadores.

Una vez que se descubrió el potencial del pequeño audion, nada volvió a ser lo mismo en este valle fértil y plácido.

La Universidad de Stanford se convirtió en caldo de cultivo de ingenieros electrónicos, muchos de los cuales permanecieron en la zona tras graduarse: por ejemplo, David Packard y William Hewlett. También Russell Varían y Philo Farnsworth, cuya investigación nos dio la primera televisión, el radar y las tecnologías microondas. Los primeros ordenadores como el ENAC o el Univac fueron inventos de la costa Este, pero sus limitaciones (el tamaño inmenso y el intenso calor provocado por los tubos de vacío) hicieron que aquellos innovadores se mudaran a California, donde las empresas estaban realizando muchos avances en torno a un pequeño dispositivo conocido como el semiconductor, mucho menor y más frío y eficaz que los tubos. Desde ese mismo instante el Mundo de la Máquina dio un acelerón como el de una nave espacial: desde IBM hasta el PARC de Xerox, hasta el Instituto de Investigación de Stanford, hasta Intel, hasta Apple, hasta el millar de empresas punto-com repartidas hoy en día por este exuberante paisaje.

Silicon Valley…

Y ahora Phate conducía por el corazón mismo de esta tierra prometida (esta vez lo hacía en la hora punta vespertina), por el sureste de la autopista 280, en dirección a la Academia St. Francis para su cita con Jamie Turnen.

En el reproductor del Jaguar sonaba otra grabación de una obra de teatro: esta vez se trataba de Hamlet, en versión de Lawrence Olivier.

Mientras recitaba las frases al unísono con el actor, Phate dejó la autopista en la salida de San José y cinco minutos después pasaba frente al imponente edificio colonial español que albergaba la Academia St. Francis. Eran las 5.15 y tenía más de una hora para echarle un vistazo a la estructura.

Aparcó en una polvorienta calle comercial, cerca de la puerta norte, desde la que Jamie pensaba escapar. Desplegó un plano del edificio de la Comisión de Planificación y Zonificación y un mapa del Catastro Municipal, y durante diez minutos Phate estudió esos documentos. Luego salió del coche, y con calma dio vueltas alrededor del edificio, estudiando las entradas y las salidas. Volvió al Jaguar.

Subió el volumen del aparato, reclinó el asiento y escuchó las palabras que recitaba el actor mientras observaba a la gente que paseaba o andaba en bici por la acera mojada. Los observó fascinado. Para él no eran más (o menos) reales que el atormentado príncipe danés del drama de Shakespeare y durante un momento Phate no supo si se encontraba en el Mundo de la Máquina o en el Mundo Real.

Oyó cómo una voz (¿la suya?, ¿otra?) recitaba una versión algo distinta de la obra. «Qué gran cosa es la máquina. Cuan noble en discernimiento. Cuan infinita en aptitudes. Sus formas, sus movimientos, cuan expresivos y admirables resultan. Sus acciones, cuan angelicales. Sus accesos, cuan divinos.»

Comprobó el cuchillo y el botellín con pitorro que contenía la mezcla de líquidos cáusticos, todo ello cuidadosamente repartido en los bolsillos de su mono gris, en cuya espalda había bordado con cuidado las palabras: «AAA, Compañía de Limpieza y Mantenimiento».

Sólo le quedaban veinte minutos para saber si ganaría o perdería este asalto.

Phate frotó su pulgar contra el filo cortante de su cuchillo.

Sus acciones, cuan angelicales.

Sus accesos, cuan divinos.


* * *

Convertido ahora en Renegade334, Gillette había estado acechando (observando sin decir palabra) en el chat de #hack.

Estaba estudiando a su presa, Triple-X. Antes de ejercitar la ingeniería social sobre alguien, uno debe aprender tantas cosas sobre su objetivo como le sea posible para que su estafa resulte creíble. Fue realizando observaciones y Patricia Nolan anotaba todo lo que Gillette deducía sobre Triple-X. La mujer se había sentado muy cerca de él. Olía muy bien a perfume y él se preguntó si este aroma en particular formaba parte del plan de cambio de imagen.

Lo que habían llegado a averiguar sobre Triple-X era lo siguiente:

Se encontraba en la zona horaria del Pacífico (había hecho una referencia a la happy hour de un bar de copas cercano, y eran casi las 5.45 p.m. en la costa Oeste).

Probablemente, estaba en el norte de California (se había quejado de la lluvia y, según el Weather Channel -la fuente de más alta tecnología con que contaba la UCC para los pronósticos meteorológicos-, la mayor parte de la lluvia caída se concentraba en la zona de la bahía de San Francisco y alrededores).

Era americano, mayor y seguramente había tenido educación universitaria (su gramática y su puntuación eran muy buenas para un hacker -demasiado buenas para un ciberpunk-, y su uso de expresiones de jerga era correcto, lo que indicaba que no era un Eurotrash-hacker, pues a menudo éstos tratan de impresionar a los otros hackers utilizando expresiones que despedazan sin saberlo).

Era factible que estuviera en un centro comercial y que se hubiera conectado al chat desde un puesto de acceso a Internet, que seguramente sería un cibercafé (se había referido a un par de chicas que acababa de ver cuando se metían en una tienda de lencería; el comentario acerca del bar de copas sugería algo parecido).

Era un hacker serio y potencialmente peligroso (de ahí lo del centro comercial: la mayor parte de la gente que lleva a cabo actos de piratería informática tiende a evitar conectarse a la red desde el ordenador de su casa y usa terminales públicas por medio de módem).

Tenía un gran ego y se otorgaba a sí mismo el título de wizard y se consideraba el hermano mayor de los hackers más jóvenes del grupo (explicaba cuestiones esotéricas relativas a la disciplina de los hackers a los menos versados en esos asuntos pero no tenía paciencia con los sabihondos).

Ahora Gillette estaba casi a punto para rastrear a Triple-X.

En la Estancia Azul es fácil encontrar a alguien a quien no le importa que lo localicen. Pero si está resuelto a no dejarse descubrir, la tarea de rastrearlo es ardua y a menudo improductiva.

Por lo general, para rastrear una conexión a Internet y llegar hasta el ordenador de un individuo se necesita una herramienta de rastreo por Internet (como el HyperTrace de Gillette) pero puede que también sea necesario contar con un rastreo de la compañía telefónica.

Si el ordenador de Triple-X estaba conectado a Internet a través de un proveedor de servicios de Internet (como, por ejemplo, Horizon On-Line o America Online) por medio de fibra óptica o una conexión por cable de alta velocidad, en vez de vía conexión telefónica, HyperTrace les daría la latitud y longitud exactas del centro comercial en el que en ese momento estaba el hacker.

Si, por el contrario, el ordenador de Triple-X estaba conectado a la red por una línea telefónica estándar por medio de un módem (como la inmensa mayoría de los ordenadores de las casas), el HyperTrace de Gillette rastrearía la llamada sólo hasta el proveedor de Internet de Triple-X y allí se detendría. Y luego la gente de seguridad de la compañía telefónica tendría que ponerse a ello y rastrear la llamada desde el proveedor hasta el mismo ordenador de Triple-X. Ya se había enviado por fax una orden de rastreo telefónico al Departamento de Citaciones y Autos Judiciales de la compañía telefónica.

Mott chasqueó los dedos, alzó la vista desde su teléfono y anunció:

– Vale, la Pac Bell hará el rastreo.

– Allá vamos -dijo Gillette. Tecleó un mensaje y dio a Enter. En las pantallas de todos los concurrentes al chat #hack apareció el siguiente mensaje:

Renegade334: Hey Triple como vamos.

Gillette estaba ahora «haciendo el diablillo»: haciéndose pasar por alguien que no era. En esta ocasión había decidido convertirse en un hacker de diecisiete años de Austin, Texas, con una educación insuficiente pero sobrado de chulería adolescente: el tipo de chaval que haría que Triple-X se sintiera tranquilo.

Triple-X: Bien, renegade. Te he visto fisgando.

En los chats uno puede ver a todos los que están conectados aunque no participen en la conversación. Triple-X le estaba recordando a Gillette que estaba al tanto o, por ponerlo de forma concisa: «No intentes joderme».

Renegade334: Estoy en una terminal pública y la gente esta montando mucho barullo. Me toca los guevos.

Triple-X: ¿Dónde estás?

Gillette echó una ojeada al canal meteorológico.


Renegade334: Austin, tío el calor da asco. Conoces esto?

Triple-X: Sólo Dallas.

Renegade334: Dallas apesta. Austin mola!!!


– ¿Estamos listos? -preguntó Gillette-. Voy a intentar dejarlo sólo conmigo.

Le brindaron respuestas afirmativas. Sintió cómo Patricia Nolan frotaba su pierna contra la suya. A su lado estaba sentado Stephen Miller. Gillette tecleó una frase y dio a Enter.

Renegade334: Triple, que tal si hacemos IM.

Hacer IM o instant messaging conectaría sus ordenadores por separado y nadie más podría ver la conversación. Una petición de IM sugería que Renegade quería compartir con Triple-X algo ilegal o furtivo: una tentación muy difícil de vencer para un hacker.

Triple-X: ¿Por qué?

Renegade334: no puedo ablar aki.

Un segundo después se abría una pequeña ventana en la pantalla de Gillette.

Triple-X: Buena, ¿qué pasa, tío?

– Ponló en marcha -dijo Gillette a Stephen Miller, quien inició HyperTrace. En el monitor apareció una pequeña ventana con el mapa del norte de California. En el mapa aparecieron líneas azules acompañadas del ping de sonar que le era tan familiar al hacker, y que saltaban por toda la costa Oeste a medida que el programa rehacía la ruta desde la UCC hasta el ordenador de Triple-X.

– Está rastreando -dijo Miller-. La señal va de aquí a Oakland, y a Reno y a Seattle…

Renegade 334: tío gracias por el IM. Pasa que tengo un problema y tengo miedo. Un tipo me tiene pillao y dicen que eres un wizard alucinante y he oido que quiza sabes algo.

Gillette sabía que no es posible alabar demasiado el ego de un hacker.

Triple-X: ¿Qué pasa, tío?

Renegade334: su nombres Phate.

No hubo respuesta.

– Venga, venga -suplicó Gillette en susurros-. No te esfumes. Soy un chaval que tiene miedo. Tú eres un wizard. Ayúdame…

Triple-X: ¿Qué pasa cno él. Perdón, con él.

Gillette echó una ojeada a la ventana abierta en su ordenador que informaba de que HyperTrace había localizado con éxito los ordenadores de ruta. La señal de Triple-X saltaba por todo el oeste de los EE.UU. Finalmente, terminaba en el último destino, los servicios Bay Área On-Li-ne, ubicados en Walnut Creek, al norte de Oakland.

– Tenemos su proveedor de Internet -dijo Stephen Miller-. Es un servicio de conexión por medio de módem.

– Mierda -murmuró Patricia Nolan. Esto significaba que era necesario un rastreo por parte de la compañía telefónica para ubicar la conexión final desde el servidor de Walnut Creek hasta el café del centro comercial donde estaba sentado Triple-X.

– Podemos hacerlo -dijo Linda Sánchez con entusiasmo, como una animadora-. Sólo tienes que mantenerlo conectado, Wyatt.

Tony Mott llamó a Bay Área On-Line y le explicó lo que pasaba al jefe del Departamento de Seguridad. A su vez el jefe de seguridad llamó a sus técnicos para que se pusieran en contacto con Pacific Bell y rastrearan la conexión desde Bay Área hasta el emplazamiento de Triple-X.

Mott estuvo un rato a la escucha y luego dijo:

– Pac Bell está rastreando. Es una zona de mucho servicio. Quizá lleve unos diez o quince minutos.

– Es demasiado, es demasiado -se quejó Gillette-. Diles que aceleren.

Pero Gillette sabía desde sus tiempos de phreak, cuando se infiltraba él mismo en los servicios de Pac Bell, que para poder rastrear la llamada hasta su fuente los técnicos tenían que revisar en persona los conmutadores (que no son sino grandes salas atestadas de relevadores eléctricos) y encontrar las conexiones visualmente.

Renegade334: Di sobre un hack superfuerte, pero que muy muy fuerte y le vi on-line y le pregunte sobre eso y el no me hizo caso. Después de eso me han pasado cosas raras y entonces oi algo sobre ese código que escribió llamado Trapdoor y ahora estoy superparanoico.

Una pausa y luego:

Triple-X: Vale. ¿Y cuál es tu pregunta?

– Tiene miedo -dijo Gillette-. Puedo sentirlo.

Renegade334: Esto del Trapdoor, ¿es cierto que el puede meterse en tu ordenador y ver toda tu mierda? Vamos, que lo ve TODO y tu ni te enteras.

Triple-X: No creo que exista en realidad. Es una leyenda urbana.

Renegade334: No se tio, creo que es real, he visto como abría mis ficheros y yo no estaba haciendo nada de nada.

– Tenemos una entrada -anunció Miller-. Él nos está rastreando a nosotros.

Tal como Gillette había predicho, Triple-X estaba usando su propia versión del HyperTrace para rastrear a Renegade334. Sin embargo, el programa anonimatizador que había escrito Stephen Miller haría que el ordenador de Triple-X pensara que Renegade estaba en Austin. El hacker debió de recibir ese informe y de creérselo, pues siguió conectado.

Triple-X: ¿Por qué te preocupas por eso? Estás en una terminal pública. Alli no puede infiltrarse en tus ficheros personales.

Renegade334: Estoy aki porque mis padres mean quitado hoy el Dell durante una semana por las notas. En casa estaba on-line y el teclado andaba jodido y se empezaran a abrir los ficheros ellos solos. Muy muy fuerte.

Otra larga pausa. Y por fin el hacker respondió:

Triple-X: Deberias tener miedo. Conozco a Phate.

Renegade334: ¿Si? ¿Como?

Triple-X: Empezamos a hablar en un chat. Me ayudó a depurar erraros de un programa. E intercambiamos warez.

– Este chico es una mina de oro -susurró Tony Mott.

– Quizá conozca la dirección de Phate -dijo Nolan-. Pregúntaselo.

– No -replicó Gillette-. Tenemos que ir poco a poco.

Durante un tiempo no hubo respuesta y luego:

Triple-X: BRB

Los asiduos a los chats han desarrollado una taquigrafía de iniciales que representan expresiones, para ahorrar tiempo y energías para teclear. «BRB» significa en inglés Be right back, ahora vuelvo.

– ¿Se ha pirado? -preguntó Sánchez.

– La conexión sigue abierta -contestó Gillette-. Quizá tenía que mear o cualquier otra cosa. Que Pac Bell siga rastreando.

Se reclinó en la silla, que crujió con fuerza. Pasó un rato. La pantalla seguía igual.

BRB.

Gillette miró a Patricia Nolan. Ella abrió su bolso, tan abultado como su suéter, y extrajo el esmalte endurecedor de uñas y comenzó a aplicárselo, abstraída.

El cursor siguió parpadeando. La pantalla se mantuvo vacía.


* * *

Habían vuelto los fantasmas y esta vez había montones de ellos.

Jamie Turner podía oírlos a medida que avanzaba por el pasillo de la Academia St. Francis.

Bueno, lo más seguro es que el ruido proviniera de Booty o de alguno de sus maestros, que se cercioraban de que tanto puertas como ventanas quedaban cerradas. O tal vez eran estudiantes que buscaban un sitio donde fumarse un cigarrillo o jugar con su Game Boy.

Pero antes él había estado pensando en los fantasmas y ahora seguía pensando en los fantasmas: en los indios torturados hasta morir y en el profesor y el alumno asesinados por el loco ese que entró un par de años atrás. Jamie pensó que ése también había pasado a formar parte de los fantasmas desde el momento en que la policía lo mató de un disparo en la cabeza en el viejo refectorio.

Jamie Turner era a todas luces un producto del Mundo de la Máquina (un hacker y un científico) y sabía que tanto los fantasmas como los espíritus o las criaturas míticas no existen. ¿Por qué estaba tan asustado entonces?

Y en ese momento se le ocurrió una idea extraña. Se preguntó si podía suceder que, gracias a los ordenadores, nuestra vida hubiera retornado a una época más mágica y nigromántica. Los ordenadores hacían que el mundo pareciera como algo salido de los libros del siglo XIX, de los relatos de Washington Irving o de Edgar Allan Poe. Como Sleepy Hollow o El escarabajo de oro y todo ese rollo extraño. Antes de los ordenadores, en la década de los sesenta y de los setenta, la vida era algo que estaba a la vista de todos, que era comprensible. Ahora, sin embargo, era algo oculto. Estaban la red y los bots y los códigos y los electrones y todas esas cosas que uno no puede ver: eran como fantasmas. Ellos podían flotar a tu alrededor, aparecer de pronto de la nada y también podían hacer cosas.

Estos pensamientos le metieron el miedo en el cuerpo pero los olvidó y siguió adentrándose por los pasillos de la Academia St. Francis, donde olía a escayola rancia y se escuchaban las conversaciones apagadas y las músicas que salían de los cuartos de los estudiantes difuminándose a medida que dejaba atrás la zona de viviendas y pasaba por el gimnasio y por los oscuros recovecos del lugar.

Fantasmas…

«¡No! ¡No pienses en eso!», se dijo a sí mismo.

«Piensa en Santana, piensa en salir con tu hermano, piensa en toda la diversión de esta noche.»

«Piensa en los pases de backstage

Luego llegó a la puerta de incendios, la que conducía al jardín.

Miró a su alrededor. No había ni rastro de Booty, ni de los otros profesores que de cuando en cuando vagaban por los pasillos como los guardas de las películas sobre prisioneros de guerra.

Jamie Turner, arrodillándose, observó la barra de la puerta con la fijeza con la que un luchador mide a su oponente.

«ATENCIÓN: LA ALARMA SUENA CUANDO SE ABRE LA PUERTA.»

Si no podía desmontar la alarma, si ésta saltaba cuando estaba tratando de abrir la puerta, entonces se encenderían las luces brillantes de los pasillos y la policía y los bomberos estarían allí en cuestión de minutos. Él tendría que volver a su cuarto corriendo y sus planes para la noche quedarían en agua de borrajas. Desenrolló un pequeño pedazo de papel, que contenía un esquema del cableado de la alarma que el jefe de servicios de la compañía proveedora le había amablemente proporcionado (bueno, en realidad al técnico de Oakland).

Encendió una pequeña linterna y estudió el diagrama una vez más. Luego tocó el metal de la barra de la puerta para observar cómo se activaba el artefacto, dónde estaban los tornillos, cómo habían ocultado el suministro de energía. En su ágil mente, lo que vio cuadraba con el esquema que se había agenciado en la red.

Tomó aire.

Pensó en su hermano.

Jamie Turner se colocó bien las gafas para proteger sus valiosos ojos y sacó del bolsillo una funda de plástico que contenía sus herramientas, de la que escogió un destornillador de cabeza Phillips. Se dijo que tenía tiempo por delante. Que no había necesidad de darse prisa.

Listo para el rock and roll…

Capítulo 00010000 / Dieciséis

Frank Bishop aparcó el Ford azul marino de paisano frente a una modesta casa colonial construida en una bellísima parcela: estimó que no serían más de tres mil metros cuadrados, y que en esa zona costaría como un millón de dólares.

Bishop advirtió la presencia de un sedán de color claro en la vía de entrada a la casa.

Caminaron hacia el umbral y llamaron a la puerta. Abrió una apresurada mujer de unos cuarenta años vestida con vaqueros y una blusa de flores algo desteñida. De la casa salía un aroma inconfundible a carne asada y cebollas. Eran las seis de la tarde (la hora de la cena para la familia Bishop) y al detective lo invadió un ataque de hambre. Cayó en la cuenta de que no había comido nada desde la mañana.

– ¿Sí? -preguntó la mujer.

– ¿La señora Cargill?

– La misma. ¿En qué puedo servirles? -dijo ahora con cautela.

– ¿Está su marido en casa? -preguntó Bishop mostrando su placa.

– Humm. Yo…

– ¿Quién es, Kathy? -en el vestíbulo apareció un hombre rechoncho que llevaba unos Chinos y una camisa de vestir de color rosa. Tenía un escocés en la mano. Cuando vio las placas que mostraban los dos agentes lo puso fuera de su vista, sobre una bandeja de la entrada.

– Por favor, ¿podríamos hablar un segundo, señor? -dijo Bishop.

– ¿De qué se trata?

– ¿Qué está pasando, Jim?

Él la miró irritado.

– No lo sé. Si lo supiera no les habría preguntado, ¿no crees?

Ella dio un paso atrás con el rostro ceñudo.

– Sólo será un momento -dijo Bishop. Shelton y él caminaron unos metros para alejarse a una distancia discreta de la casa y allí permanecieron a la espera.

Cargill fue en busca de los detectives. Cuando ya no se les podía oír desde dentro, Bishop le preguntó:

– Usted trabaja para Internet Marketing, en Cupertino, ¿no?

– Soy el director regional de ventas. ¿Qué es esto de…?

– Tenemos motivos para creer que usted puede haber visto un vehículo que estamos tratando de localizar como parte de la investigación de un asesinato. Ayer, como a las siete de la tarde, ese coche estaba aparcado en el parking trasero del Vesta's Grill, al otro lado de la calle donde se encuentra su empresa. Y creemos que es posible que usted pudiera echarle una buena ojeada al coche.

Él negó con la cabeza.

– Nuestra directora de Recursos Humanos me preguntó al respecto. Pero no vi nada, se lo dije. Y ella ¿no se lo dijo a ustedes?

– Lo hizo, señor -dijo Bishop con rudeza-. Pero tengo motivos para pensar que no me está diciendo la verdad.

– Oiga, quién se…

– A esa hora usted había estacionado su Lexus en el aparcamiento trasero de su empresa y estaba involucrado en una actividad sexual con Sally Jacobs, del Deparmmento de Contabilidad de su empresa.

– Eso es mentira -el miedo y la impagable sorpresa en sus ojos convencieron a Bishop de que había dado en el blanco pero que Cargill decía lo que tenía que decir. Y tras haber buscado algún dato que probara su credibilidad, añadió-: Quienquiera que fuera el que dijo eso está mintiendo. Llevo diecisiete años casado. Y, vamos, con Sally Jacobs… Es la chica más fea de la planta decimosexta.

Bishop sabía que andaban contrarreloj. Recordó la descripción que le diera Wyatt Gillette del juego Access: que aquel a quien se le designaba como asesino tenía que matar a tanta gente como le fuera posible en el curso de una semana. Phate podía hallarse cerca de su próxima víctima. El detective dijo con parquedad:

– Señor, su vida privada no me preocupa. Lo que me preocupa es que ayer usted vio un coche estacionado en el aparcamiento trasero del Vesta's. Pertenece a un sospechoso de asesinato y necesito saber qué tipo de coche es.

– ¿No le he dicho que yo no estaba allí? -se obstinó Cargill, mientras miraba hacia la casa. En una ventana, se podía ver la silueta de su mujer que los espiaba camuflada tras una cortina de encaje.

– Sí que estaba -replicó un tranquilo Bishop-. Déjeme explicarle por qué lo sé.

El hombre rió con cinismo.

– Un sedán de color claro y último modelo, como su Lexus -dijo el detective-, estaba ayer en el aparcamiento trasero de Internet Marketing a la misma hora más o menos en que la víctima fue secuestrada en Vesta's. Ahora bien, sé que el presidente de su empresa anima a sus empleados a que aparquen en la parte delantera del edificio para que los clientes no se den cuenta de que la empresa ha reducido su plantilla a la mitad. Así que la única razón lógica para aparcar detrás es la de hacer algo ilícito, como consumir sustancias ilegales y/o mantener relaciones sexuales.

A Cargill se le borró la sonrisa de la boca.

– Y como es un parking de acceso restringido -prosiguió Bishop-, cualquiera que esté ahí detrás tiene que ser un empleado, y no un visitante. Le pregunté a la directora de personal cuál de sus empleados que posea un sedán de color claro tiene un problema de drogas o una aventura. Dijo que usted se veía con Sally Jacobs. Y, por cierto, todo el mundo en la empresa lo sabe.

– Son putos rumores de oficina -contestó el hombre, bajando tanto la voz que Bishop tuvo que inclinarse para poder oír lo que decía-. Eso es lo que son.

Después de veintidós años de servicio como detective, Bishop era un detector de mentiras andante. Prosiguió:

– Bueno, y si un hombre está en el aparcamiento con su querida…

– ¡Ella no es mi querida!

– … va a echar el ojo a cada coche que ande cerca para cerciorarse de que no es el de su mujer o el de un vecino. Por lo tanto, señor, usted vio el coche del asesino. ¿Qué modelo era?

– Ojalá pudiera ser de ayuda…

– No tenemos tiempo para más chorradas, Cargill -ahora le había tocado el turno a Bob Shelton, quien se dirigió a Bishop-: Vamos por Sally y la traemos aquí. A ver si los dos juntos se aclaran un poco.

Los detectives ya habían hablado previamente con Sally Jacobs (quien no era ni con mucho la chica más fea de la decimosexta planta, ni de cualquier otra planta de la empresa) y ella había confirmado su aventura con Cargill. Pero ella era soltera y además, por alguna razón indescifrable, se había enamorado de ese cretino, por lo que no estaba tan paranoica y no se había molestado en otear los alrededores del parking. Creía recordar que había un coche aparcado pero no sabía el modelo. Bishop la había creído.

– ¿Traerla aquí? -preguntó Cargill con lentitud-. ¿A Sally?

Bishop le hizo una seña a Shelton y ambos comenzaron a andar. De espaldas, dijo:

– Ahora volvemos.

– No, no lo hagan -suplicó Cargill.

Ellos se detuvieron.

La congoja inundó el rostro de Cargill: los más culpables siempre son los que parecen las mayores víctimas.

– Era un Jaguar descapotable. Ultimo modelo. Gris perla o metalizado. Con la capota negra.

– ¿Y el número de la matrícula?

– Era de California. No vi el número.

– ¿Le sonaba el coche?

– No, no lo había visto nunca.

Gillette hizo un gesto de asentimiento y los detectives se volvieron para irse de allí.

Entonces Cargill esbozó una sonrisa cómplice y se encogió de hombros, señalando su casa:

– Dígame, oficial, de hombre a hombre, sabe cómo son estas cosas… Podemos mantener esto en secreto, ¿no? -y miró su casa, sugiriendo a su esposa.

– Eso no es problema, señor -dijo Bishop, quien conservaba un velo de educación en el rostro.

– Gracias -respondió el ejecutivo, ahora inmensamente aliviado.

– Si no fuera por el atestado final -añadió el detective-. Que hará referencia a su relación con Sally Jacobs, señor.

– ¿Atestado? -preguntó Cargill, sobresaltado.

– Que nuestro Departamento de Pruebas le enviará por correo.

– ¿Por correo? ¿A casa? -preguntó él sin resuello.

– Es una ley del Estado -dijo Shelton-. Tenemos que dar a todos nuestros testigos una copia impresa del atestado de su declaración.

– No pueden hacerme eso.

– Tenemos que hacerlo, señor -añadió Bishop, quien no era proclive a sonreír y menos en semejantes circunstancias-. Tal como ha dicho mi compañero, es una ley del Estado.

– Me pasaré por su oficina y la recogeré yo mismo.

– Vendrá por correo: la envían de Sacramento. La recibirá en los próximos meses.

– ¿Tardará meses? ¿No me lo puede decir con exactitud?

– Ni nosotros mismos lo sabemos, señor. Podría tardar una semana, o podría llegar en agosto. Buenas tardes. Y gracias por su cooperación, señor.

Se apresuraron en volver al Crown Victoria azul marino, habiendo dejado al ejecutivo haciendo planes para interceptar el correo durante los próximos dos o tres meses para que su mujer no viera el informe.

– ¿Atestado final? ¿Departamento de Pruebas? -preguntó Shelton alzando una ceja.

– Me sonaba bien -respondió Bishop, encogiéndose de hombros. Ambos hombres se rieron.

Bishop llamó a la operadora de la Central y solicitó un LVE (un localizador de vehículos de emergencia) para el coche de Phate. Esta petición pondría sobre la mesa todos los expedientes de descapotables Jaguar gris perla o metalizados de último modelo del Departamento de Vehículos Motorizados. Bishop era consciente de que si Phate había utilizado el coche en sus crímenes se debía a que el aparato debía de ser robado o registrado bajo un nombre y una dirección falsos, lo que significaba que no era probable que el expediente del Departamento de Vehículos Motorizados fuera de ayuda. Pero el LVE también pondría sobre aviso a todas las policías del norte de California y éstas informarían de inmediato si avistaban un coche de esas características.

Hizo un gesto a Shelton (el más raudo y agresivo de los dos al volante) para que condujera él.

– Volvamos a la UCC -dijo.

– Hombre, así que conduce un Jaguar -musitó Shelton-. Éste no es un hacker normal y corriente.

Pero, como dijo Bishop, eso ya lo sabían.


* * *

Volvió Triple-X.

Triple-X: Lo siento, chaval. Un tipo no ha parado de preguntarme chorradas sobre cómo saltarse las contraseñas de los salvapantallas. Era un lelo.

Gillette, dentro de su personaje de quinceañero tejano enajenado, invirtió los minutos siguientes en contarle a Triple-X cómo había vencido a la contraseña de salvapantallas de Windows y permitió que el hacker le diera algunos consejos sobre maneras mejores de hacerlo.

Gillette estaba practicando genuflexiones digitales ante su gurú cuando se abrió la puerta de la UCC y vio que Shelton y Bishop habían vuelto.

– Estamos a un pelo de encontrar a Triple-X -dijo una excitada Nolan-. Está en un cibercafé en algún centro comercial cercano. Dice conocer a Phate.

– Pero no nos ha dicho nada concreto acerca de él -añadió Gillette-. Sabe algo pero tiene miedo. Andamos cerca de rastrear su posición.

– Pac Bell y Bay Área On-Line dicen que lo tendrán en cinco minutos -dijo Tony Mott-. Están estrechando el cerco. Parece que se encuentra en Atherton, o en Menlo Park o en Redwood City.

– ¿Cuántos centros comerciales puede haber en esas zonas? -preguntó Bishop-. Que envíen a unas patrullas tácticas a peinar la zona.

Bob Shelton hizo la correspondiente llamada y luego anunció:

– Van de camino. Llegarán en cinco minutos.

– Vamos, vamos -decía Mott a la pantalla del ordenador, mientras acariciaba la culata cuadrada de su pistola plateada.

– Vuelve a hablarle de Phate -dijo Bishop leyendo la pantalla-. A ver si consigues que te diga algo concreto.

Renegade334: Tio, sobre este Phate, ¿no hay nada que pueda hacer para pararle los pies? Me gustaría joderle.

Triple-X: Oye, chaval. Nadie jode a Phate, sino ÉL A TI.

Renegade334: ¿Eso piensas?

Triple-X: Phate lleva a la muerte del brazo, chaval. Y lo mismo pasa con su amigo Shawn. No te acerques a ellos. Si Phate te pasa el Trapdoor, quema tu disco duro y vuelve a empezar. Y cambia tu nombre de pantalla.

Renegade334: ¿Crees que puede llegar hasta aqui, hasta Texas? ¿Donde se mueve?

– Muy bueno -dijo Bishop. Pero Triple-X no contestó al segundo. Y un momento después aparecía este mensaje en la pantalla:

Triple-X: No creo que llegue a Austin. Pero tengo algo que decirte, chaval…

Renegade334: ¿Qué es?

Triple-X: Que tu espalda no está más segura al norte de California, que es donde estás sentado en este preciso momento, ¡¡¡puto mentiroso!!!

– ¡Mierda, nos ha pillado! -gritó Gillette. ¿Cómo había sido posible tal cosa?

Renegade334: Oye, tio, estoy en Texas.

Triple-X: No es cierto. Comprueba los tiempos de respuesta de tu anonimatizador. ¡ESRD!

Triple-X se desconectó.

– ¡Mierda! -dijo Nolan.

– Se ha largado -dijo Gillette a Bishop y, cabreado, pegó un golpe sobre el escritorio con la palma de la mano.

El detective echó una ojeada al último mensaje escrito en la pantalla. Lo señaló:

– ¿Qué es eso de los tiempos de respuesta?

Gillette no contestó al momento. Tecleó algunos comandos y examinó el anonimatizador que había escrito Stephen Miller.

– Maldición -musitó cuando vio lo que había pasado. Se explicó: Triple-X había estado rastreando el ordenador de la UCC por medio del envío de los mismos pings electrónicos que Gillette estaba mandando para rastrearle a él. El anonimatizador le había dicho a Triple-X que Renegade se encontraba en Austin, pero el hacker había hecho otra confirmación, que le advirtió que el tiempo de respuesta de los pings que iban y venían de un ordenador a otro era definitivamente demasiado breve para que los electrones pudieran desplazarse hasta Austin y volver.

Éste era un fallo muy serio para un hacker: no se habría necesitado sino un simple kludge que creara un pequeño retraso de unos milisegundos en el anonimatizador para que hubiera dado la impresión de que Renegade se encontraba a miles de kilómetros de distancia. A Gillette no le cabía en la cabeza cómo Miller se había olvidado de eso.

– Oh, no -dijo Miller sacudiendo la cabeza cuando cayó en la cuenta de su error-. Es por mi culpa. Lo siento… No lo pensé.

Gillette se dijo que estaba clarísimo que no lo había pensado.

Habían estado tan cerca…

Bishop dijo, con voz suave y desalentada:

– Que avisen a los SWAT.

Bob Shelton sacó el móvil e hizo la llamada.

– Esa otra cosa que ha escrito Triple-X -preguntó Bishop-. «ESAD». ¿Qué significa?

– Es una despedida amigable -respondió agriamente Gillette-. Significa Eat shit and die, come mierda y muere.

– Un tipo educado -observó Bishop.

Luego sonó un teléfono (era su propio móvil) y el detective atendió la llamada.

– ¿Sí? -y luego preguntó con sequedad-: ¿Dónde? -tomó algunas notas y dijo-: Que todas las unidades disponibles vayan para allá ahora mismo. De inmediato. Y llamad también a la policía metropolitana de San José. Moveos ya, y cuando digo ya, quiero decir ahora.

Colgó y miró a su equipo.

– Tenemos algo. Nuestro localizador de emergencia de vehículos ha tenido respuesta. Un policía de tráfico de San José ha visto un Jaguar gris descapotable último modelo en una barriada del oeste hará media hora. Es una zona vieja de la ciudad donde no se ven coches como ése a menudo -fue hasta el mapa y dibujó una cruz en el lugar donde se había avistado el coche.

– Conozco un poco la zona -dijo Shelton-. Allí cerca hay muchos bloques de apartamentos. Algunos colmados y un par de licorerías. Es un barrio de renta muy baja.

Pero entonces Bishop golpeó con el dedo un pequeño rectángulo del mapa. Gillette se fijó en que tenía una etiqueta: «Academia St. Francis».

– ¿Te acuerdas de los asesinatos de hace unos años? -le preguntó el detective a Shelton.

– Sí.

– Un loco entró en el internado y mató a un par de estudiantes o de profesores. El rector lo llenó todo de altas medidas de seguridad. Salió en los periódicos -señaló la pizarra blanca-: A Phate le gustan los desafíos, ¿verdad que sí?

– Dios mío -musitó Shelton, enojado-. ¿Es que ahora ataca a chavales?

Bishop llamó a la operadora de la Central para mandar un código que informara de que se estaba llevando a cabo una agresión en ese momento.

Nadie se atrevió a decir en voz alta lo que todos pensaban: que el informe del LEV había sido efectuado hacía media hora. Lo que le habría dejado a Phate treinta minutos para llevar a cabo su macabro juego.


* * *

Jamie Turner pensó que había sido algo real como la vida misma.

El indicador encendido de la puerta de incendios se había apagado sin jarana ni zumbidos ni los satisfactorios efectos de las películas: ni siquiera había sonado un apagado clic.

En el Mundo Real no hay efectos de sonido. Uno hace lo que se ha propuesto hacer y nada lo celebra, salvo una pequeña luz que se extingue lentamente.

Se irguió y escuchó con atención. A través de las paredes se oía música lejana, y algunos gritos, risas, y discusiones en torno a un programa de radio.

Y él dejaba atrás todo eso, camino de una noche perfecta en compañía de su hermano.

Para su alivio, la puerta se abrió.

Silencio: ni alarmas ni gritos de Booty.

El olor a hierba de la fresca noche aromatizada le entró por la nariz. Le recordaba a aquellas largas horas nocturnas de sobremesa veraniega en la casa que sus padres tenían en Mili Valley: cuando su hermano Mark trabajaba en Sacramento y no podía aguantar hacer una visita a sus viejos. Esas noches eternas… Con su madre dándole postres y aperitivos para quitárselo de encima y su padre que le decía «Sal afuera a jugar», mientras ellos y sus amigos contaban historias anodinas que se volvían cada vez más ofuscadas a medida que iban catando los vinos locales.

Sal afuera a jugar…

¡Como si estuviera en la puta guardería!

Bueno, aquella noche Jamie no había salido. Había entrado en la red para piratear como un loco.

Eso es lo que le evocaba el aire fresco de la primavera. Pero en ese momento era inmune a esos recuerdos. Estaba emocionado por haberlo conseguido y por poder pasar la noche con su hermano.

Manipuló el picaporte de la puerta para poder entrar de nuevo al internado cuando estuviera de vuelta.

Jamie se volvió, se detuvo y escuchó. No se oían pisadas, ni había ningún Booty ni fantasmas. Dio un paso adelante.

Era su primer paso hacia la libertad.

De pronto apareció una mano de hombre que le sujetó la boca con fuerza.

Señor, Señor, Señor…

Jamie trató de escabullirse pero su atacante, que vestía un uniforme de hombre de mantenimiento, era más fuerte y lo inmovilizó en el suelo. El hombre le arrancó las gruesas gafas de seguridad de la nariz.

– Mira qué es lo que tenemos aquí -dijo, arrojando las gafas al suelo y acariciando los párpados del chico.

– ¡No, no! -gritó Jamie, amordazado por una mano musculosa mientras procuraba alzar los brazos para proteger sus preciados ojos-. ¿Qué está haciendo?

El hombre sacó algo de un bolsillo del mono que llevaba puesto. Parecía un spray. Lo acercó al rostro de Jamie. ¿Qué era?…

El pitorro escupió un chorro de líquido lechoso sobre sus ojos.

En un segundo le ardían terriblemente y el chico empezó a llorar y a revolverse movido por el pánico. Su peor pesadilla se había hecho realidad.

Jamie Turner sacudió la cabeza con fuerza para tratar de alejar el dolor, pero éste sólo empeoró. Estaba gritando «No, no, no», pero la fuerte presión de la mano del hombre sobre su boca amortiguaba sus palabras.

El hombre se agachó y comenzó a susurrar palabras en su oreja, pero el chico no tenía ni idea de lo que le decía; el miedo (y el horror en aumento) lo consumía como el fuego que abrasa matojos secos.

Capítulo 00010001 / Diecisiete

Frank Bishop y Wyatt Gillette penetraron bajo los arcos de la entrada de la Academia St. Francis, y sus pasos resonaban sobre el camino de guijarros como rasguños arenosos.

Bishop hizo una seña a Huerto Ramírez a modo de saludo, cuya enorme figura llenaba prácticamente la mitad de la bóveda, y dijo:

– ¿Es cierto?

– Sí, Frank. Perdona, se nos escapó.

Ramírez y Tim Morgan, que ahora se encontraba sonsacando a los testigos de las calles que rodeaban el internado, habían estado entre los primeros en personarse en la escena del crimen.

Ramírez se volvió y condujo a Bishop y a Gillette, y también a Patricia Nolan y a Bob Shelton, que iban algo rezagados, hasta el interior del colegio. Linda Sánchez los seguía llevando un maletón con ruedas.

Fuera había dos ambulancias y una docena de coches patrulla, con las luces girando en silencio. Un gran grupo de curiosos formaba un semicírculo esparcido por la acera de enfrente.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Shelton.

– Por ahora sabemos que el Jaguar estaba pasando esta puerta de ahí -señalaba un patio con un muro alto que lo separaba de la calle-. Todos marchábamos procurando no hacer ningún ruido, pero parece ser que ha oído que veníamos y ha echado a correr fuera del colegio y se ha largado. Hemos puesto controles a ocho y dieciséis manzanas de aquí pero no ha habido suerte.

Nolan se puso a la altura de Gillette mientras recorrían aquellos pasillos pobremente iluminados. Parecía que iba a decir algo pero cambió de idea y siguió en silencio.

Gillette no vio estudiantes mientras avanzaban por los pasillos: tal vez los profesores los mantenían en sus habitaciones hasta que llegaran padres y orientadores.

– ¿Los de Escena del Crimen han hallado algo? -preguntó Bishop a Ramírez.

– Nada que, ya sabes, lleve escrita la dirección del asesino.

Torcieron y al final del nuevo pasillo vieron una puerta abierta. Fuera había docenas de oficiales de policía y algunos técnicos médicos. Ramírez miró a Bishop y le susurró algo. Bishop le hizo una seña de asentimiento y le habló a Gillette:

– Lo de ahí dentro no tiene buena pinta. El asesino ha vuelto a usar el cuchillo en el corazón: como con Andy Anderson y Lara Gibson. Pero parece ser que morir le llevó un buen rato. Está todo bastante asqueroso. ¿Por qué no esperas fuera? Cuando te necesitemos para ojear el ordenador te lo haré saber.

– Puedo soportarlo.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– ¿Cuántos años? -le preguntó Bishop a Ramírez.

– ¿Te refieres al chico? Quince.

Bishop levantó una ceja mirando a Patricia Nolan y le preguntó si ella también era capaz de presenciar la carnicería.

– Está bien -contestó ella.

Entraron en el aula.

A pesar de lo mesurado de su respuesta a Bishop, Gillette quedó aturdido. Había sangre por todas partes. Una cantidad increíble de sangre: en el suelo y en las paredes, en las sillas y en los marcos, en la pizarra y en el atril. El color variaba dependiendo del material que la sangre cubriera, e iba desde un rosa brillante hasta casi el negro.

En mitad de la estancia, sobre el suelo, yacía el cadáver cubierto por una manta verde. Gillette miró a Nolan, a quien esperaba ver también horrorizada. Pero, tras haber echado una ojeada a las salpicaduras, las manchas y los charcos que había en la habitación, ella parecía estar escudriñando el aula, quizá en busca del ordenador que había que analizar.

– ¿Cómo se llama el chico? -preguntó Bishop.

– Jamie Turner -dijo una oficial del Departamento de San José.

Linda Sánchez entró en el aula y tomó aire con fuerza cuando vio el cadáver. Parecía estar decidiendo si desmayarse o no. Volvió a salir.

Frank Bishop susurraba algo a un hombre de mediana edad que vestía un jersey Cardigan y que, al parecer, era uno de los profesores, y luego fue al aula contigua a la del crimen, donde estaba sentado un quinceañero con los brazos pegados al torso y que se columpiaba adelante y atrás sobre la silla. Gillette se unió al policía.

– ¿Jamie? -preguntó Bishop-. ¿Jamie Turner?

El chico no respondió. Gillette observó que tenía los ojos muy rojos y que la piel que los rodeaba parecía inflamada.

Bishop miró a otro hombre que también se encontraba en la habitación. Era delgado y de unos veintitantos años. Estaba a un lado de Jamie y había posado una mano sobre el hombro del chico. El hombre dijo:

– Sí, éste es Jamie. Yo soy su hermano, Mark Turner.

– Booty ha muerto -susurró un dolorido Jamie que se aplicaba un paño húmedo en los ojos.

– ¿Booty?

Otro hombre (de unos treinta años y que vestía Chinos y una camisa Izod) se identificó como el administrador del colegio.

– Era el mote que el chaval le había colgado -añadió, observando la bolsa donde descansaba el cadáver-: Ya saben, al rector.

Bishop se agachó.

– ¿Cómo te encuentras, joven?

– Lo ha asesinado. Tenía un cuchillo. Lo acuchilló y el señor Boethe no paraba de gritar y de correr de un lado para otro, para escaparse. Yo… -su voz se convirtió en una cascada de sollozos. Su hermano le agarró los hombros con fuerza.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Bishop a una paramédica, una mujer cuya chaqueta lucía un estetoscopio y unas pinzas hemostáticas.

– Se pondrá bien -dijo ella-. Parece que el asesino le ha rociado los ojos con agua que contenía un poco de Tabasco y amoniaco. Lo justo para que le picara pero no tanto como para causarle daño.

– ¿Por qué? -preguntó Bishop.

– Me ha pillado -respondió ella, encogiéndose de hombros.

Bishop agarró una silla y se sentó.

– Lamento muchísimo lo ocurrido, Jamie. Pero es de vital importancia que nos digas lo que sabes.

Unos minutos después el chico se calmaba y les explicaba que se había escapado del colegio para ir a ver un concierto con su hermano. Pero, nada más salir por la puerta, lo agarró un hombre vestido con un uniforme como el de un operario y le roció esa cosa en los ojos. Le dijo a Jamie que era ácido y que si le conducía hasta el señor Boethe le daría un bote que contenía un antídoto. Pero que, si se negaba, el ácido le comería los ojos.

Le empezaron a temblar las manos y se echó a llorar.

– Ése es su mayor temor -dijo su hermano Mark con indignación-, quedarse ciego. El asesino lo sabía.

Bishop asintió.

– Su objetivo era el rector. Es un internado muy grande: y Phate necesitaba a Jamie para encontrar a su víctima rápidamente.

– Me dolía tanto, de verdad… Yo dije que no le iba a ayudar. No quería, no quería, lo intenté pero no pude evitarlo. Yo… -en ese momento calló.

Gillette sentía que Jamie quería trasmitir algo más pero que no se atrevía a decirlo.

Bishop asió el hombro del chico.

– Has hecho lo correcto. No te preocupes por eso. Has hecho lo que hubiera hecho yo. Dime, Jamie, ¿mandaste algún correo electrónico en el que le dijeras a alguien lo de tus planes para esta noche? Tenemos que saberlo.

El chico tragó saliva y miró al suelo.

– No te va a pasar nada, Jamie. Pierde cuidado. Sólo queremos encontrar a ese tipo.

– Supongo que a mi hermano. Y luego…

– Adelante, sigue.

– Bueno, es que creo que me conecté a la red para encontrar unas claves de acceso y alguna otra cosa. Este tipo lo habrá visto y es así como se metió en el patio.

– ¿Y cómo sabía que tienes miedo a quedarte ciego? -preguntó Bishop-. ¿Pudo leer acerca de eso en la red?

Jamie asintió de nuevo.

– Es como si hubiera forzado a Jamie para que se convirtiera en su propio Trapdoor para conseguir entrar dentro -dijo Gillette.

– Has sido muy valiente, Jamie -afirmó Bishop.

Pero nada de lo que dijeran podía consolar al chico.

Los técnicos médico-forenses se llevaron el cadáver del rector y los policías se reunieron en el pasillo, en compañía de Gillette.

Shelton comentó lo que había averiguado de los técnicos forenses:

– Los de Escena del Crimen están a dos velas. Unas cuantas docenas de huellas obvias, que piensan investigar pero que no nos sirven porque ya sabemos que se trata de Holloway. Sus zapatos no dejan una huella reconocible. Y en el aula debe de haber al menos un millón de fibras: lo bastante como para tener ocupados a los chicos del FBI por todo un año. Vaya, y han encontrado esto.

Dio un pedazo arrugado de papel a Bishop, quien se encogió de hombros y se lo pasó a Gillette. Parecían las notas del chaval, referentes a descifrar contraseñas y a desactivar la alarma de la puerta.

– Nadie sabe con certeza dónde estaba aparcado el Jaguar -les comentó Huerto Ramírez-. Y, en cualquier caso, la lluvia ha borrado las huellas de los neumáticos. Como sucede con las fibras, tenemos un millón de cosas en la carretera para analizar pero ¿quién sabe si fue el asesino quien las dejó allí o no?

– Es un hacker -dijo Nolan-. Eso significa que es un delincuente organizado. No va a andar tirando correos basura por ahí mientras anda al acecho de una nueva víctima.

– Estamos interrogando a la gente -prosiguió Ramírez-. Tim sigue pateando la acera con dos o tres agentes de la Central pero nadie parece haber visto nada.

– Vale, tomad el ordenador del chico y nos largamos -les dijo Bishop a Nolan, Sánchez y Gillette.

– ¿Dónde está? -preguntó Sánchez.

El administrador dijo que los acompañaría hasta el departamento informático del internado. Gillette volvió al aula donde se encontraba Jamie Turner y le preguntó qué ordenador había utilizado.

– El número tres -respondió el chico, y siguió aplicándose el paño húmedo sobre los ojos.

El equipo vagó por el pasillo en penumbra. Mientras caminaban, Linda Sánchez hizo una llamada desde su teléfono móvil. Así supo (según intuyó Gillette de lo que oía) que su hija aún no estaba de parto. Colgó diciendo: «Dios…».

Una vez en la sala de ordenadores del sótano, un sitio gélido y deprimente, Gillette, Nolan y Sánchez se desplazaron hasta la máquina número tres. Sánchez le ofreció un disco de inicio al hacker, pero éste negó con la cabeza.

– Eso no evitará que el demonio Trapdoor se autodestruya. Estoy seguro de que Phate lo ha programado para que se suicide si hacemos algo fuera de lo normal.

– Bueno, ¿qué vas a hacer entonces?

– Darle un poco al teclado como si fuera otro usuario. Quiero experimentar un poco para ver dónde vive el demonio Trapdoor.

– Como un ladrón de cajas fuertes que siente las ruedas antes de probar una combinación -dijo Nolan brindándole una débil sonrisa.

Gillette asintió. Inició la máquina y examinó el menú principal. Cargó unas cuantas funciones: un procesador de textos, una hoja de cálculo, un programa de fax, antivirus, varios programas de almacenamiento en disco, algunos juegos, un par de browsers de Internet…

Mientras tecleaba espiaba la pantalla para ver cómo aparecían en ella las letras luminosas correspondientes a los caracteres que había escrito. Escuchó el rotar del disco duro para comprobar si hacía ruidos que no estuvieran sincronizados con la tarea que debía estar realizando en ese preciso momento.

Patricia Nolan se sentó a su lado y también miraba la pantalla.

– Puedo sentir el demonio -susurró Gillette-, pero hay algo raro: parece como si se estuviera moviendo de un lado a otro. Salta de programa en programa. Cada vez que abro uno se cuela dentro: quizá para saber si lo busco. Y cuando decide que no lo busco se va… Vive dentro, en algún lado. Tiene que tener una casa.

– ¿Dónde? -preguntó Bishop.

– Veamos si puedo encontrarla -Gillette abrió y cerró una docena de programas, y luego otra, mientras tecleaba con furia-. Vale, vale… Este es el directorio más torpe -miró una lista de ficheros y luego dijo con risa floja-: ¿Sabéis dónde se esconde?

– ¿Dónde?

– En el programa del Solitario.

– ¿Qué?

– En el juego de cartas.

– Pero ese juego viene con cada ordenador que se vende en América -dijo Sánchez.

– Es probable que ésa sea la razón por la cual Phate escribió su código de esa manera -dijo Nolan.

Bishop sacudió la cabeza.

– ¿Así que cualquiera que posea un juego del Solitario en su ordenador puede tener el Trapdoor?

– ¿Qué pasa si uno cancela el Solitario o lo borra?

Lo discutieron un poco. Gillette sentía mucha curiosidad por la forma en que trabajaba Trapdoor y le hubiera encantado extraer el programa y examinarlo. Si borraban el juego el demonio se suicidaría, pero el mismo conocimiento de ese hecho les podría brindar un arma: cualquiera que sospechase que su ordenador contenía un demonio podría borrar el juego y ya estaba todo arreglado.

Decidieron copiar el disco duro del ordenador que había usado Jamie Turner y, una vez hecho eso, Gillette borraría el Solitario y saldrían de dudas.

Cuando Sánchez acabó de copiar el disco duro, Gillette borró el programa. Pero advirtió un retraso apenas perceptible en la operación. Y cuando volvió a probar varios programas se dio cuenta de que el que ahora andaba renqueante era el antivirus.

– Aún está ahí -dijo Gillette, riendo con amargura-. Ha saltado a un nuevo programa y anda vivito y coleando. ¿Cómo lo hace? -el demonio Trapdoor había presentido que iban a echar abajo su casa y había demorado la actuación del programa de eliminación para que le diera tiempo a escapar desde el software del Solitario hasta un nuevo programa.

Se levantó y sacudió la cabeza.

– No hay nada que pueda hacer aquí. Llevemos la máquina a la UCC y…

Percibió una imagen velada en movimiento y acto seguido la puerta de la sala de ordenadores se abría en un estallido y volaban cristales por todas partes. Se oyó un grito de rabia que inundó la sala y Gillette tuvo que echarse a un lado para evitar una figura que cargaba contra el ordenador. Nolan cayó de rodillas, exhalando un breve grito de desmayo.

Bishop también tuvo que echarse a un lado.

Linda Sánchez hizo el gesto de sacar la pistola.

Gillette se agachó para evitar la silla que le pasó por encima y que se estrelló contra la pantalla del ordenador en el que había estado sentado.

– ¡Jamie! -gritó el administrador con rudeza-. ¡No!

Pero el chico volvió a tomar impulso mientras aferraba la silla y la empotró de nuevo contra el monitor, que implosionó con un gran estallido y esparció pedazos de cristal por todos lados. Comenzó a salir humo de la carcasa.

El administrador le quitó la silla a Jamie de las manos, antes de echarla a un lado y arrojarlo al suelo.

– ¿Qué se cree que está haciendo, jovencito?

El chaval pataleó, llorando, e intentó atacar el ordenador otra vez. Pero tanto Bishop como el administrador lo sujetaron.

– ¡Lo voy a destrozar! ¡Lo mató! ¡Mató al señor Boethe!

– ¡Quiero que se tranquilice de inmediato, señor! -dijo el administrador-. No permitiré semejante comportamiento en ninguno de mis estudiantes.

– ¡Quítame las putas manos de encima! -replicó el chaval.

– ¡Muy bien, joven voy a dar parte de esto! Voy a…

– ¡Lo mató y yo voy a matarlo a él! -el chico se estremecía por la congoja.

– ¡Señor Turner, compórtese ahora mismo! No se lo volveré a repetir.

Mark, el hermano de Jamie Turner, entró en la sala de ordenadores. Le echó un brazo por los hombros a su hermano, quien se dejó caer encima de él, llorando.

– Los estudiantes tienen que comportarse correctamente -dijo el administrador, ante las caras largas de los del equipo de la UCC-. Así es como hacemos las cosas aquí.

Bishop miró a Sánchez, quien estaba evaluando los daños.

– La CPU está bien -dijo ella-. El monitor ha quedado para el arrastre.

Wyatt Gillette llevó un par de sillas hasta un rincón y le indicó a Jamie que lo acompañara. El chico miró a su hermano, quien le hizo un gesto de asentimiento, y se unió al hacker.

– Creo que si haces eso te quedas sin la puta garantía -dijo Gillette, que se reía mientras ojeaba el monitor.

El profesor se puso recto, probablemente irritado ante el lenguaje de Gillette, pero éste no le hizo caso.

El chico hizo una leve mueca intentando sonreír que se evaporó al instante.

– Booty murió por mi culpa -dijo el chaval, un rato después. Lo miró-: Yo conseguí la clave para la puerta, yo descargué el plano de las alarmas de la puerta. ¡Ojalá estuviera muerto! -se secó la cara en su propia manga.

Gillette advirtió que de nuevo el chaval tenía algo más en mente.

– Vamos, dime de qué se trata -lo invitó a sincerarse, con suavidad.

El chico humilló la cabeza y por fin explicó:

– Ese hombre, el que ha matado a Booty, dijo que si yo no hubiera estado hackeando, Booty aún estaría con vida. Que yo había sido el que lo había matado. Y que no debo volver a tocar un ordenador porque puedo matar a más gente y tendré que cargar con eso durante el resto de mis días.

– No, no, no, Jamie -sacudió la cabeza Gillette-. El tipo que ha hecho esto es un puto psicópata. Se le metió en la cabeza que se iba a cargar a tu rector y que nada se interpondría en su camino. Si no se hubiera servido de ti, se habría servido de otra persona. Y me parece que dijo eso porque te tiene miedo.

Jamie guardó silencio.

– No puedes romper todas las máquinas del mundo -afirmó Gillette, mirando hacia el monitor humeante.

– ¡Pero puedo joder ésa! -respondió el chaval con rabia.

– Es sólo una herramienta -explicó Gillette, con suavidad-. Hay gente que usa destornilladores para entrar en casas ajenas. Y no vas a destruir todos los destornilladores.

Jamie se apoyó sobre un montón de libros, gimoteando. Gillette le pasó un brazo por los hombros.

– No volveré a tocar un puto ordenador. ¡Los odio!

– Bueno, eso sí que va a ser un problema.

El chaval se secó las lágrimas.

– ¿Un problema?

– Mira, necesitamos que nos eches una mano -dijo Gillette.

– ¿… que os ayude?

El hacker sostenía en la mano una página de papel con los apuntes del chico.

– ¿Has escrito tú este programa? ¿Crack-er?

El chico asintió.

– ¿Y también te introdujiste en el sistema de la compañía de alarmas?

El chaval sollozó.

– Fue muy fácil. Sus cortafuegos eran de primera generación. Y no habían instalado software de doble identificación.

– Eres bueno, Jamie. Eres muy bueno. Hay administradores de sistemas que no podrían llevar a cabo los actos de pirateo que tú haces. Y nosotros necesitamos que alguien bueno nos ayude. Vamos a llevarnos la máquina para analizarla en la Central. Pero voy a dejar aquí las otras y estaba pensando que quizá puedas echar una ojeada y mirar si puedes encontrar algo que nos ayude a pillar a ese cabrón.

– ¿Qué es lo que quieres que haga?

– ¿Sabes lo que es un hacker white hat?

– Sí -dijo el muchacho, dejando de llorar-. Un hacker bueno que ayuda a encontrar a los hackers malos.

– ¿Quieres ser nuestro white hat? No contamos con suficiente personal en comisaría. Quizá tú encuentres algo que nosotros hemos pasado por alto.

Ahora el rostro del chico mostraba que estaba avergonzado de haber llorado. Se secó la cara con enfado.

– No sé. No sé si quiero.

– Nos vendría muy bien un poco de ayuda.

– Vale, ya va siendo hora de que Jamie vuelva a su habitación -dijo el administrador.

– No, esta noche no se va a quedar aquí -replicó su hermano-. Vamos a ir al concierto y luego se vendrá a dormir conmigo.

– No -dijo el profesor con firmeza-. Necesita un permiso firmado por tus padres, y no hemos podido ponernos en contacto con ellos. Aquí tenemos ciertas reglas y, después de esto -hizo el gesto de lavarse las manos-, no nos las vamos a saltar a la torera.

– Dios mío, tranquilícese, ¿quiere? -susurró Mark Turner, inclinándose hacia delante-. El chaval ha pasado el peor día de su vida y usted…

– No tiene ningún derecho a juzgar cómo tutelamos a nuestros estudiantes.

– Pero yo sí -dijo Bishop-. Y Jamie no va a hacer ninguna de las dos cosas: ni quedarse aquí, ni asistir a ningún concierto. Se viene a comisaría a firmar una declaración escrita. Y luego lo llevarán a casa de sus padres.

– No quiero ir allí -dijo el chico, angustiado-. No quiero ir con mis padres.

– Me temo que no tengo elección, Jamie -respondió el detective.

El chico emitió un gemido y pareció que iba a volver a echarse a llorar.

Bishop miró al administrador y dijo:

– A partir de ahora, me hago cargo de todo. Y usted ya va a tener demasiado trabajo con los otros chicos.

El hombre miró al detective (y la puerta rota) con cara de pocos amigos y se largó de la sala de ordenadores.

Una vez que se hubo ido, Frank Bishop sonrió y dijo al muchacho:

– Bueno, jovencito, tú y tu hermano salid de aquí ahora. Quizá no lleguéis a los teloneros pero si os dais prisa podréis ver el concierto.

– Pero ¿y mis padres? Usted dijo que…

– Olvida lo que he dicho. Llamaré a tus padres y les diré que vas a dormir donde tu hermano -miró a Mark-. Asegúrate de que mañana llega a tiempo para sus clases.

El chico era incapaz de sonreír, sobre todo después de haber pasado por algo así, pero les ofreció una mueca. Dijo «Gracias», y fue hacia la puerta.

Mark Turner estrechó la mano del detective.

– Jamie -llamó Gillette.

El chico se volvió.

– Recuerda lo que te he dicho sobre ayudarnos.

Jamie miró un segundo el monitor humeante. Se dio la vuelta y se fue sin formular respuesta.

– ¿Crees que puede encontrar algo? -preguntó Bishop a Gillette.

– No tengo ni idea. Pero no se lo he pedido por eso. Me he imaginado que después de una cosa así el chaval necesita retomar las riendas -Gillette señaló las notas de Jamie-. Es muy, muy bueno. Sería un crimen que se asustase y dejara la informática.

– Wyatt, eso ha sido muy noble por tu parte -el detective parecía emocionado por esa confesión-. Cuanto más te trato, menos te veo como el típico hacker.

– Quién sabe, quizá no lo sea.

Luego Gillette ayudó a Linda Sánchez a proceder en el ritual de desconectar el ordenador que había actuado como conspirador en el asesinato del pobre Willem Boethe. Ella lo envolvió en una manta y lo ató al carrito con ruedas con mucho cuidado, como si tuviera miedo de que un empujón o un golpe dislocaran o destruyeran pruebas relativas al paradero de su adversario.

No encontraron nuevas pruebas en la Unidad de Crímenes Computarizados.

La alarma informática que avisaría de la presencia de Shawn o Phate en la red no había saltado, y Triple-X tampoco se había vuelto a conectar.

Tony Mott, que aún parecía desilusionado porque le hubieran negado una oportunidad de jugar a «policías de verdad», estudiaba a regañadientes hojas y más hojas en las que Miller y él habían tomado numerosas notas mientras el resto de la unidad se desplazaba a la Academia St. Francis.

– Ni en el VICAP ni en las bases de datos estatales hay nada que lleve el nombre de Holloway -les dijo-. Muchos de los expedientes han sido destruidos y los que permanecen no poseen nada de interés.

– TMS -recitó Linda Sánchez, pronunciando en inglés la serie de letras-. IDK.

Gillette y Nolan rieron.

Mott tradujo a Bishop y a Shelton estas siglas de la Estancia Azul:

– Significa Tell me something I don't know, cuéntame algo que no sepa. Pero, sorpresa, todos los informes que borraron eran de los departamentos de cuentas y de los de personal.

– Entiendo que pueda adentrarse en los archivos y borrar ficheros de ordenador -dijo Linda Sánchez-, pero ¿cómo consigue deshacerse del material de árbol muerto?

– ¿De qué?

– De los ficheros en soporte de papel -explicó Gillette-. Es muy fácil: se mete en el ordenador del Departamento de Registros y escribe un memorándum para que alguien se dedique a destruir los informes.

Mott añadió que muchos de los jefes de seguridad de los antiguos empleadores de Phate creían que se había ganado (y seguía ganándose la vida) haciendo de corredor de piezas robadas de superordenadores, de las que había una inmensa demanda, en especial en Europa y en países del Tercer Mundo.

Se les subió el ánimo durante un instante cuando oyeron que llamaba Ramírez para informar de su charla con el dueño de la tienda de artículos teatrales Ollie. El hombre había observado la foto de la detención del joven Jon Holloway y había confirmado que había ido por la tienda en repetidas ocasiones durante el pasado mes. El dueño no podía recordar con exactitud lo que había comprado, pero se acordaba de que las adquisiciones habían sido cuantiosas y de que siempre pagaba en metálico. El dueño no sabía dónde vivía Holloway, pero recordaba una breve conversación que había mantenido con él. Le había preguntado a Holloway si era un actor y si, de ser ésa su circunstancia, le costaba encontrar trabajo.

– Recuerdo que respondió esto: «No, no me cuesta en absoluto. Actúo a diario».


* * *

Media hora más tarde, a las nueve y media, Frank Bishop se estiraba y paseaba su vista por el corral de dinosaurios.

Los miembros de la UCC andaban a medio gas. Linda Sánchez hablaba por teléfono con su hija, quien aún no había roto aguas. Stephen Miller estaba sentado a solas, y repasaba malhumorado notas y apuntes, quizá arrepentido por el error que había cometido con el anonimatizador, y que había supuesto que Triple-X escapara. Gillette estaba en el laboratorio de análisis, repasando lo que había en el ordenador de Jamie Turner. Patricia Nolan estaba en un cubículo contiguo haciendo llamadas de teléfono. Frank Bishop no estaba seguro del paradero de Bob Shelton.

Sonó el teléfono de Bishop y atendió la llamada. Era un patrullero.

Le informaba de que había encontrado el Jaguar de Phate en Oakland.

No había pruebas determinantes que señalaran que el coche era el del hacker pero tenía que serlo, pues la única razón existente para rociar un coche de veinte mil dólares con gasolina y prenderle fuego es la ocultación de pruebas.

Algo de lo que el fuego se había encargado con extraordinaria eficacia, según lo señalado por la unidad de Escena del Crimen: no había pruebas que pudieran interesar al equipo.

Bishop siguió ojeando el informe preliminar de la escena del crimen de la Academia St. Francis. Huerto Ramírez lo había reunido en un tiempo récord pero no había nada que fuera de mucha ayuda. El arma homicida había vuelto a ser un cuchillo Kabar. La cinta adhesiva utilizada para amordazar a Jamie Turner era tan común como el agua del grifo y el Tabasco y el amoniaco usados para cegar sus ojos se podían encontrar en cualquier tienda. Habían hallado muchas huellas pertenecientes a Holloway, pero no les servían de mucho habida cuenta que ya conocían su identidad.

Bishop fue hasta la pizarra blanca e hizo un gesto a Miller pidiéndole el rotulador, y éste se lo pasó. El detective comenzó a escribir estos detalles en la pizarra pero cuando empezó a garabatear «huellas» se detuvo.

Las huellas de Phate…

El Jaguar ardiendo…

Esos hechos le causaban resquemor por algún motivo. Se preguntó el porqué, mientras se frotaba los nudillos en las patillas.

Haz algo con eso…

Chasqueó los dedos.

– ¿Qué? -preguntó Linda Sánchez. Mott, Miller y Nolan lo miraron.

– Esta vez Phate no ha usado guantes.

Phate había anudado una servilleta a su botellín en el Vesta's de Cupertino para ocultar sus huellas. Y en St. Francis no se había molestado en hacerlo.

– Eso significa que sabe que conocemos su verdadera identidad -y luego añadió-: Y está su coche. La única razón que tenía para destruirlo era que supiera que sabíamos que conducía un Jaguar. ¿Cómo lo habrá adivinado?

La prensa no había publicado ni su nombre ni el hecho de que el asesino condujera un Jaguar. Esos datos tampoco habían aparecido en Internet. Todo se había dicho de forma verbal: por el teléfono. ¿Cómo se había adueñado Phate de semejante información?

– ¿Crees que hay un espía entre nosotros? -preguntó Linda Sánchez.

Los ojos de Bishop volvieron a la pizarra, donde advirtieron la referencia a Shawn, el misterioso compañero de Phate. Dio un golpecito sobre el nombre y preguntó:

– ¿Cuál es el propósito de su juego? Encontrar una forma oculta de obtener acceso a la vida de sus víctimas. Así es como piensa Phate: así es como juega una partida.

– ¿Estás pensando que Shawn es un infiltrado, un espía?

Tony Mott se encogió de hombros.

– ¿Será un operador de la Central? ¿Un agente?

– ¿O alguien en el Departamento de Datos del Estado de California? -sugirió Stephen Miller.

– O quizá -anunció una voz de hombre-, Gillette es Shawn.

Bishop se dio la vuelta y vio a Bob Shelton frente al cubículo del fondo de la sala.

– ¿De qué hablas? -preguntó Patricia Nolan.

– Venid -dijo, señalando al interior del cubículo.

Dentro, un texto brillaba en la pantalla de ordenador. Shelton se sentó y comenzó a teclear mientras los miembros del equipo se posicionaban a su alrededor.

Linda Sánchez miró la pantalla. Dijo, con cierta preocupación:

– Estás en ISLEnet. Gillette dijo que no nos conectáramos desde aquí.

– Por supuesto que sí -replicó Shelton con mal humor-. ¿Sabes por qué? Porque tenía miedo de que diéramos con esto -tecleó un poco más y señaló la pantalla-. Es un viejo informe que he encontrado en el Departamento de Justicia en los archivos del condado de Contra Costa de Oakland. Phate borró la copia que había en Washington pero se olvidó de ésta -Shelton dio un golpecito a la pantalla-. Gillette era Valleyman. Holloway y él comandaban la banda de los Knights of Access. Ellos la fundaron.

– Mierda -murmuró Miller.

– No -dijo Bishop-. No puede ser.

– También nos ha aplicado a nosotros la puta ingeniería social -les espetó Shelton.

Bishop cerró los ojos, sentía un intenso estremecimiento por la traición.

– Gillette y Holloway se conocen desde hace muchos años -prosiguió Shelton-. Shawn puede ser uno de los nombres de pantalla de Gillette. Recuerda que el alcaide nos dijo que lo pillaron enchufado a la red. Lo más seguro es que estuviera poniéndose en contacto con Phate. Quizá todo esto no ha sido sino un plan para sacar a Gillette de la cárcel. Qué puto hijo de perra.

– Pero Gillette también programó su bot para que buscara a Valleyman -apuntó Nolan.

– Falso -Shelton pasó un impreso a Bishop-. Esto es lo que programó.

Búsqueda: IRC. Undernet, Dalnet, WAIS, gopher, Usenet, BBSs, WWW, FTP, ARCHIVES

Buscar: (Phate o Holloway o «Jon Patrick Holloway» o «Jon Holloway» o Trapdoor) PERO NO Valleyman NI Gillette.

Bishop sacudió la cabeza.

– No lo entiendo.

– Escribió esa petición -aclaró Nolan- de tal forma que su bot recobraría cualquier referencia a Phate, a Holloway o a Trapdoor siempre y cuando no aludiera también a Gillette o a Valleyman. En ese caso ignoraría dichas referencias.

– Él ha sido quien ha estado informando a Phate -continuó Shelton-. Así es como tuvo tiempo de escapar de St. Francis. Y luego Gillette le dijo que sabíamos qué tipo de coche conducía y lo quemó.

– Y recordad que estaba desesperado por permanecer entre nosotros y quedarse -añadió Miller.

– Claro que lo estaba -dijo Shelton-. De otro modo, habría perdido su oportunidad para…

Los dos detectives se miraron.

– … escapar -susurró Bishop.

Corrieron por el pasillo que conducía hacia el laboratorio de análisis. Bishop vio que Shelton había sacado el arma.

La puerta del laboratorio estaba cerrada con llave. Bishop la golpeó pero no obtuvo respuesta.

– ¡Llaves! -gritó a Miller.

– ¡A la mierda las llaves! -gruñó Shelton y pegó una patada a la puerta, adentrándose en la sala con el arma levantada.

El laboratorio estaba vacío.

Bishop siguió por el pasillo y entró en un almacén en la parte trasera del edificio.

Vio la puerta de incendios que conducía al aparcamiento. Estaba abierta de par en par. La alarma de humos de la barra de la puerta había sido desmantelada tal y como había hecho Jamie Turner para escapar de St. Francis.

Bishop cerró los ojos y se apoyó en la pared húmeda. Sentía la traición dentro de su corazón, tan aguda como el horrible cuchillo de Phate.

Cuanto más te trato, menos te veo como el típico hacker.

Quién sabe, quizá no lo sea…

Luego el detective dio media vuelta y se apresuró a regresar a la parte central de la UCC. Llamó a la oficina de Coordinación de Detenciones y Rectificaciones del edificio del condado de Santa Clara. El detective se identificó y dijo:

– Tenemos un fugado que viste una tobillera de localización. Solicitamos una búsqueda de emergencia. Voy a darle el número de su unidad -consultó su cuadernillo-. Es el…

– Teniente, ¿podría llamar más tarde? -le dijo una voz cansina.

– ¿Más tarde? Señor, me temo que no lo entiende. Hemos tenido una fuga. En los últimos treinta minutos. Y necesitamos rastrearlo.

– Bueno, no vamos a poder efectuar ningún rastreo. Todo el sistema se ha venido abajo. Como el Hindenberg. Nuestros técnicos no se pueden explicar las causas.

Bishop sintió un estremecimiento recorriéndole el cuerpo.

– Dígales que ha sido un hacker. Ésa es la causa.

La voz al otro lado del teléfono se rió, condescendiente.

– Señor, me temo que ha visto demasiadas películas. Nadie puede entrar en nuestros sistemas. Llame otra vez pasadas tres o cuatro horas. Nuestra gente dice que para entonces ya podremos volver a operar.

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