«[L]o único que abolirá la próxima oleada informática es el anonimato.»
Newyweek.
Él desmonta cosas.
Wyatt Gillette avanzaba al trote por una acera de Santa Clara bajo la fría llovizna vespertina, sin resuello, con el pecho a punto de estallar. Eran las 8.30 y ya casi había puesto tres kilómetros de por medio entre él y la sede de la UCC.
Conocía el barrio (de hecho, de niño había vivido en una de las casas de los alrededores) y por eso no le pilló por sorpresa ponerse a pensar en el tiempo en que su madre le dijo a un amigo, quien acababa de preguntar al joven Wyatt si prefería el baloncesto o el fútbol: «Bueno, no le gustan los deportes. Él desmonta cosas. Eso es todo lo que le gusta hacer».
Se acercó un coche patrulla y Gillette cambió el ritmo hasta adaptarlo a un paso rápido, mientras procuraba ocultar la cabeza bajo el paraguas que había encontrado en el laboratorio de análisis de la UCC.
El coche se alejó sin reducir su velocidad. Wyatt volvió a acelerar la suya. El sistema de rastreo estatal estaría dos horas cortado pero no podía permitirse perder el tiempo.
Él desmonta cosas…
La naturaleza había condenado a Wyatt Gillette a sufrir de una curiosidad galopante que parecía crecer exponencialmente cada año, pero ese don perverso se veía contrarrestado por la frecuente capacidad de satisfacer su obsesión a menudo.
Vivía para comprender cómo funcionaban las cosas y sólo había una forma de saberlo: desmontarlas.
En la casa de Gillette nada estaba a salvo del chaval y de su caja de herramientas.
Su madre llegaba a casa del trabajo y se encontraba al joven Gillette enfrente de su procesador de alimentos, feliz de poder examinar uno por uno sus cuarenta y ocho elementos.
– ¿Sabes cuánto cuesta? -le preguntaba indignada.
Ni lo sabía ni le importaba.
Pero diez minutos más tarde había vuelto a armar el aparato y éste funcionaba bien, ni mejor ni peor que como lo hacía antes de su desmembramiento.
Y a cirugía del Cuisinart había tenido lugar cuando él contaba sólo cinco años.
Poco tiempo después, ya había desmontado y vuelto a montar todos los aparatos mecánicos que había en casa. Entendía de poleas, ruedas, piñones y motores. Luego le tocó el turno a la electrónica y durante un año sus víctimas fueron los tocadiscos, estéreos y pletinas.
Los desmontaba y los volvía a montar.
No pasó mucho tiempo antes de que el chico desentrañara los misterios de los tubos de vacío y de las placas de circuitos, y entonces su curiosidad comenzó a acechar como un tigre con hambre renovada.
Y fue ahí cuando descubrió los ordenadores.
En ese momento pensó en su padre, un hombre alto y de pose perfecta, cuyo legado tras tantos años de servir en las fuerzas aéreas era un rapado corte de pelo. Él había llevado al muchacho un día a Radio Shack, cuando Wyatt contaba ocho años de edad, y le dijo que escogiera algo. «Puedes elegir lo que te dé la gana.»
– ¿Lo que quiera? -preguntó el chico, que veía cientos de cosas en las estanterías.
Lo que te dé la gana…
Escogió un ordenador.
Era la elección perfecta para un chaval que desmonta cosas: pues el pequeño ordenador Trash-80 suponía un portal para la Estancia Azul, que era infinitamente más profunda y compleja y estaba compuesta de capas y capas de pequeñas partículas tan diminutas como moléculas e inmensas como universos en expansión. Era el lugar donde su curiosidad podía vagar sin descanso.
Los colegios, no obstante, tienden a preferir a estudiantes cuya personalidad sea primero acomodaticia y después algo o nada curiosa, y a medida que el joven Wyatt Gillette pasaba de curso empezó a zozobrar más y más. (Por supuesto, era mucho mejor quedarse en casa satisfaciendo su curiosidad hackeando o escribiendo programas que pasarse el día en un aula calurosa donde se discutía algún libro que no servía para nada o se aprendía una lengua que nunca iba a utilizar.)
Sin embargo, antes de que tocara fondo, un orientador escolar avispado examinó su caso, lo sacó de ese berenjenal y lo envió al colegio Magnet Número Tres de Santa Clara.
Se suponía que el colegio era un «refugio para estudiantes dotados pero con problemas que residan en Silicon Valley», una expresión que, por supuesto, sólo podía traducirse de una única forma: un cielo hacker. Un día corriente para un estudiante corriente de Magnet significaba pasar de las clases de educación física y de lengua, tolerar las de historia, ser el adalid de las de matemáticas y física, y todo ello mientras uno se concentraba en la única materia que valía la pena: hablar sin parar sobre ordenadores con los compañeros.
Ahora, mientras caminaba por una acera mojada a pocos metros de aquel colegio, le venían muchos recuerdos de aquellos primeros días en la Estancia Azul.
Gillette recordaba con claridad cómo se sentaba en el patio del Magnet Número Tres, donde ensayaba su silbido hora tras hora. Si uno era capaz de silbar en un teléfono fortaleza con tono exacto, podía hacer creer a los conmutadores que él era otro conmutador y recibir como regalo el anillo de oro del acceso. (Todos sabían del Capitán Crunch, nombre de usuario del legendario hacker que descubrió que el silbido producido con ayuda del cereal del desayuno del mismo nombre generaba un tono de 2.600 megahercios, la frecuencia exacta que permitía entrar en las líneas de larga distancia de las compañías telefónicas y hacer llamadas gratuitas.)
Recordaba todas las horas pasadas en una cafetería que olía a masa de pan húmeda, o en aquella sala de estudio con pasillos azules, hablando sobre CPU, tarjetas de gráficos, carteles de anuncios, virus, discos virtuales, contraseñas, memorias RAM expandibles, y sobre la Biblia: la novela Neuromancer, de William Gibson, que popularizó el término «ciberpunk».
Se acordó de la primera vez que se metió en un ordenador del gobierno y de la primera vez que lo pillaron y lo arrestaron con diecisiete años, aún era menor de edad. (Aunque eso no impidió que cumpliera condena: el juez era severo con aquellos chicos que tomaban el directorio raíz de la empresa automovilística Ford en vez de estar jugando al béisbol, y aún más severo con quienes pretendían darle lecciones, señalando con arrogancia que el mundo andaría del revés si Thomas Alva Edison se hubiera dedicado más a los deportes que a sus inventos.)
Se acordaba de todos estos hechos con claridad. Pero el recuerdo más preeminente en su memoria era algo que tuvo lugar algunos años después de haberse graduado en el Departamento de Informática de Berkeley: su primera charla on-line con un joven hacker llamado CertainDeath, nombre de usuario de Jon Patrick Holloway, en el chat de #hack.
Gillette trabajaba como programador durante el día. Pero como otros muchos «mascadores de códigos», se aburría como un muerto y contaba las horas que faltaban para llegar al ordenador de su casa, explorar la Estancia Azul y conocer almas gemelas, una de las cuales era sin lugar a dudas Holloway. La primera conversación on-line que mantuvieron duró cuatro horas y media.
En un principio intercambiaban información de pirateos telefónicos. Luego pasaron de la teoría a la práctica y se lanzaron a realizar hacks que denominaban como «totalmente inciviles», y se infiltraron en los sistemas de conmutadores de AT &T, de British Telecom y de Pac Bell. Que ellos supieran, eran los únicos hackers de todos los Estados Unidos que hubieran llamado gratis desde una cabina del parque del Golden Gate hasta la plaza Roja de Moscú. Y de estos comienzos modestos pasaron a infiltrarse en máquinas de empresas y del gobierno.
Su reputación creció y pronto hubo otros hackers que los reclamaban y que hacían búsquedas finger en Unix para encontrarlos en la red por su nombre, y sentarse a sus pies (virtualmente hablando) para ver qué podían enseñarles estos gurús. Después de un año, más o menos, de quedar en la red con algunos asiduos, tanto Holloway como él se dieron cuenta de que se habían convertido en una banda cibernética: y en una verdaderamente legendaria, por añadidura. CertainDeath, líder y wizard bona fide. Valleyman, segundo de a bordo, filósofo meditabundo del grupo y casi tan buen programador como CertainDeath. Sauron y Clepto, que no eran tan listos pero estaban medio locos y se lanzaban a hacer lo que fuera. Y otros también: Mosk, Replicant, Grok, NeuRO, BYTEr…
Necesitaban un nombre y Gillette lo acuñó: Knights of Access, los caballeros del acceso, que se le ocurrió tras haber jugado a un juego MUD durante dieciséis horas seguidas.
Su reputación creció por todo el mundo, en su mayor parte porque escribían programas que conseguían que los ordenadores hicieran cosas asombrosas. Muchos hackers y ciberpunks no eran programadores: se les conocía peyorativamente como «ratón» y «clic». Pero los líderes del KOA eran competentes escritores de software, tan buenos a la hora de escribir programas que muchas veces no tenían que guardarlos ya que los redactaban de memoria desde los mismos códigos de origen, pues sabían cómo se desenvolvería el software creado a partir de ese punto. (Elana, la ex mujer de Gillette, que era profesora de piano, decía que tanto Holloway como él le recordaban a Beethoven, quien podía imaginar la música en su cabeza con tanta perfección que una vez escrita su ejecución resultaba anticlimática.)
Al recordar esto pensó en su ex mujer. Tampoco quedaba lejos el apartamento beige donde habían vivido durante varios años. Podía rememorar con viveza el tiempo pasado con ella: un millar de imágenes que brotaban desde lo más hondo de su memoria. Pero su relación con Elana, a diferencia de lo que le sucedía con el sistema operativo Unix o con un chip coprocesador de matemáticas, era algo que no podía comprender. No sabía cómo desmontarla y estudiar sus componentes uno a uno.
Y por tanto era algo que no sabía cómo arreglar.
Amaba muchísimo a esa mujer, la deseaba, quería que fuera la madre de sus hijos… pero Gillette no era ningún wizard cuando se trataba de afecto.
Dejó esos pensamientos y se refugió bajo el toldo de una cochambrosa tienda Goodwill cercana a la línea de Sunnyvale. Una vez que se hubo refugiado de la lluvia buscó en su bolsillo y sacó una pequeña placa de circuitos electrónicos, que había tenido con él durante todo el día. Había montado esa placa cuando había vuelto a la celda en San Ho para recoger los artículos y las revistas antes de su excursión a la UCC, extrayéndola de la radio y pegándosela al muslo, cerca de la pelvis.
Era esa placa, en la que llevaba trabajando durante seis meses, la que pretendía sacar en todo momento de la cárcel, y no la caja roja que había guardado en el bolsillo con la esperanza de que, una vez que el guardia la encontrara, no le pasarían el detector de metales por segunda vez.
Cuarenta minutos antes se la había despegado en el laboratorio de análisis de la UCC y la había probado, de forma satisfactoria.
Ahora la volvió a observar bajo la luz tenue de la tienda Goodwill y comprobó que había resistido a su trote desde la UCC.
La guardó de nuevo en el bolsillo y entró en la tienda, ofreciendo un saludo al encargado nocturno, quien dijo: «Vamos a cerrar dentro de poco».
Gillette sabía que cerraban a las diez en punto de la noche. Había mirado su horario con anterioridad. «No tardo nada», aseguró al hombre mientras se dedicaba a escoger un juego completo de ropa nueva que, siguiendo la mejor tradición de ingeniería social, se componía de prendas que él nunca habría pensado ponerse.
Pagó con dinero que había distraído de la chaqueta de alguien en la UCC y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo y volvió hacia donde se encontraba el encargado. «Perdone, por aquí hay una parada de autobús, ¿no?»
El viejo señaló fuera algo hacia la derecha:
– A quince metros. Es un lugar de trasbordo. Ahí puede tomar un autobús que le llevará a donde desee.
– ¿Se puede pedir algo más? -preguntó Gillette de buen humor, abriendo el paraguas antes de adentrarse en la noche lluviosa.
La Unidad de Crímenes Computarizados se había quedado muda por culpa de la traición.
Frank Bishop sentía sobre él la quemante presión del silencio que lo rodeaba. Bob Shelton coordinaba las acciones con la policía local. Tony Mott y Linda Sánchez también estaban al teléfono. Hablaban despacio, casi con un tono reverencial que sugería la intensidad con la que deseaban volver a apresar a su Judas.
Cuanto más te trato, menos te veo como el típico hacker.
Quien parecía más enfadada, después de Bishop, era Patricia Nolan, que se había tomado la escapada del joven como una afrenta personal. Bishop había percibido algún tipo de conexión entre los dos: o al menos parecía que ella sí se sentía atraída por el hacker. El detective se preguntó si esa atracción seguiría un patrón determinado: el de la mujer inteligente pero poco atractiva que se enamora rápida y arrolladoramente del renegado admirable que la atrae durante un rato y luego la echa de su vida. Por decimoquinta vez en el día, Bishop recordó a su esposa Jennie y se alegró de estar felizmente casado.
Hubo algunos informes pero ninguna pista. Nadie, de la gente que ocupaba los edificios colindantes, había visto escaparse a Gillette. No faltaba ningún coche del aparcamiento de la UCC pero la oficina pegaba con una ruta de autobús del condado y fácilmente podría haber escapado de esa manera. Ningún coche patrulla de la policía municipal -ni de la del condado- había visto a nadie a pie que respondiera a su aspecto, pero el condado de Santa Clara era enorme y muy poblado.
Ya que no había pistas que indicaran dónde había ido el hacker, Bishop decidió echar un vistazo al historial del joven: y tratar de contactar con su padre, el ingeniero que trabajaba en Arabia Saudí, por ejemplo, o con su hermano, que según recordó Bishop vivía en el Noroeste. Con sus amigos y antiguos compañeros de trabajo. Bishop buscó en la mesa de Andy Anderson los informes sobre Gillette y las actas de sus juicios pero no encontró nada. Cuando pidió a Central que le enviaran una copia de emergencia, los de Archivos le dijeron que no disponían de esa información.
– Alguien mandó un memorándum pidiendo que las pasaran por la trituradora de papel, ¿no? -preguntó Bishop.
– Lo cierto es que ha sido así. ¿Cómo lo ha adivinado?
– Lo he dicho por decir -respondió el detective antes de colgar.
Y entonces se le ocurrió una idea. Se acordó de que el hacker había sido sentenciado antes de ser mayor de edad.
Bishop llamó a un amigo que trabajaba en el turno de noche de los juzgados. El tipo hizo algunas averiguaciones y descubrió que sí, que tenían un expediente y una sentencia de Gillette cuando éste contaba diecisiete años de edad. Les mandarían una copia tan pronto como les fuera posible.
– Se le olvidó destruir ésas -le dijo Bishop a No-lan-. Al menos tenemos algo.
De pronto Tony Mott miró su pantalla y dio un brinco, gritando:
– ¡Mirad!
Corrió hacia su terminal y comenzó a teclear como un loco.
– ¿Qué pasa? -preguntó Bishop.
– Un programa de limpieza ha comenzado a borrar todo el espacio vacío del disco duro -contestó Mott mientras tecleaba sin parar. Dio a Enter y dijo-: Se ha parado.
Bishop vio que estaba alarmado pero no sabía qué estaba sucediendo.
– Es precisamente en el espacio vacío del disco duro -explicó Linda Sánchez- donde se almacenan casi todos los datos del ordenador, incluso lo que has borrado o lo que se pierde cuando lo apagas. Uno no encuentra esos datos como ficheros, pero los puede recuperar con facilidad. Así es como atrapamos a muchos tipos malos que piensan que han borrado sus ficheros incriminatorios. La única manera de destruir esa información por completo es iniciar un programa que «limpia» ese espacio vacío. Es como una trituradora de papel digital. Antes de escapar, Gillette ha debido de programarlo para que lo hiciera.
– Lo que significa -añadió Tony Mott- que no quiere que veamos lo que ha estado haciendo cuando se ha conectado a la red.
– Tengo un programa que encontrará cualquier información que haya estado ojeando -dijo Linda Sánchez.
Buscó en una caja que contenía disquetes e insertó uno en la máquina. Sus rollizos dedos bailaron sobre el teclado y la pantalla se llenó en un momento de símbolos crípticos. A Frank Bishop no le parecía que tuvieran ningún significado. Pero advirtió que habían tenido suerte pues Sánchez sonreía abiertamente y hacía señas para que sus colegas se aproximaran a la terminal.
– Esto es interesante -dijo Tony Mott.
Stephen Miller asintió y empezó a tomar notas.
Phate estaba sentado en el salón de su casa en Los Altos y escuchaba el CD de Muerte de un viajante, en su diskman.
Estaba encorvado encima de su portátil pero, no obstante, andaba distraído. Esa llamada urgente de la Academia St. Francis lo había dejado tenso. Recordaba estar allí, haberle pasado el brazo por los hombros al tembloroso Jamie Turner (mientras ambos observaban cómo se le acallaban las angustias al pobre Booty) y haberle dicho al chaval que se alejara de los ordenadores para siempre. Pero el aviso urgente de Shawn, quien le informaba de que la policía iba camino del internado, había dado al traste con su convincente monólogo.
Phate se había largado corriendo de St. Francis y se había alejado justo a tiempo, mientras los coches patrulla se aproximaban desde tres direcciones distintas.
¿Cómo diantres lo habían adivinado?
Bueno, sí, eso lo había dejado temblando. Pero, como el experto jugador del Dominio de Multiusuarios que era, sabía que sólo cabe una cosa cuando el enemigo se ha apuntado un tanto cercano.
Atacar de nuevo.
Necesitaba una nueva víctima. Echó un vistazo al directorio de su ordenador y abrió una carpeta titulada Uni-vac Week, que contenía información sobre Lara Gibson, la Academia St. Francis y otras posibles víctimas de Silicon Valley. Comenzó a leer artículos de periódicos web locales: contenían historias sobre gente como las paranoicas estrellas del rap que viajaban con cortejos armados; sobre politicos que apoyaban causas impopulares o sobre médicos que practicaban abortos que vivían en fortalezas virtuales.
¿A quién escoger? ¿Quién ofrecería un desafío mayor que Lara Gibson o Boethe?
Entonces echó el ojo a un artículo que Shawn le había enviado hacía cosa de un mes. Trataba sobre una familia que vivía en una zona rica de Palo Alto.
«ALTA SEGURIDAD EN EL MUNDO DE LA ALTA TECNOLOGÍA
Donald W. es un hombre que ha estado en el abismo. Y no le gustó.
Donald, de 47 años, quien accedió a ser entrevistado siempre y cuando no desvelaramos su apellido, es el director ejecutivo de una de las más exitosas empresas comerciales de Silicon Valley. Y mientras otros hombres se afanarían en jactarse de este logro, Donald trata desesperadamente de mantener su éxito y los demás factores de su vida en el más riguroso anonimato.
Tiene una buena razón: lo secuestraron pistola en mano mientras se encontraba en Argentina cerrando un trato con unos inversores hace seis años, y su secuestro duró dos semanas. Su empresa pagó una cantidad exorbitante por su rescate.
Poco tiempo después lo encontraron sano y salvo en Buenos Aires, pero afirma que desde entonces su vida no es la misma.
"Uno mira a la vida a los ojos y se dice que ha dado muchas cosas por descontadas. Creemos vivir en un mundo civilizado pero no es el caso."
Donald forma parte de un número cada vez mayor de ricos ejecutivos de Silicon Valley que se toman la seguridad cada vez más en serio…
Donald y su mujer han tenido en cuenta la seguridad hasta para escoger el colegio de su hijo Samuel, de ocho años.»
Phate pensó que era perfecto y se conectó on-line.
Por supuesto, el anonimato de dichos personajes era un mero inconveniente sin importancia, y en diez minutos se había adentrado en el sistema informático editorial del periódico y estaba ojeando las notas tomadas por el reportero que había escrito el artículo. Pronto tenía todos los detalles que necesitaba sobre Donald Wingate, 32983 Hesperia Way, Palo Alto; casado con Joyce, de cuarenta y dos años, de soltera Shearer; ambos padres de Samuel, de ocho años, estudiante de tercer curso del colegio Junípero Serra, en el 2346 de Río Del Vista, también en Palo Alto. Además supo de Irving, hermano de Wingate, y de Kathy, la esposa de Irving, y de los dos guardaespaldas que tenían contratados.
Había algunos jugadores de MUD que consideraban que atacar dos veces seguidas (en este caso a un colegio privado) era una mala estrategia. Por el contrario, para Phate tenía sentido, pues opinaba que sorprendería a los policías con la guardia baja.
¿Quién quieres ser?
– No vais a hacerle daño, ¿verdad? -dijo Patricia Nolan-. No es peligroso. Lo sabéis.
Frank Bishop le aseguró que no dispararían a Gillette por la espalda pero también añadió que a partir de ahí no podían garantizar nada. Su repuesta no había sido precisamente cívica, pero su objetivo era el de encontrar al fugitivo cuanto antes, y no el de reconfortar a las consultoras que se habían sentido atraídas por él.
Sonó la línea telefónica de la UCC.
Tony Mott atendió la llamada, escuchó gesticulando afirmativamente con los ojos más abiertos de lo que acostumbraba. Bishop fruncía el ceño pensando quién estaría al otro lado de la línea. Con educada voz de policía, Mott dijo: «Por favor, espere un momento». Y entonces el joven policía le pasó el teléfono al detective como si se tratara de una bomba.
– Es para ti -susurró el policía, vacilante-. Perdona.
– ¿Perdona?
– Washington, Frank. Es del Pentágono.
Esto significa problemas…
– ¿Hola? -contestó.
– ¿Detective Bishop?
– Sí, señor.
– David Chambers al habla. Dirijo la División de Investigaciones Criminales del Departamento de Defensa.
Bishop se cambió de lado el auricular, como si las noticias que le esperaban fueran a doler menos en la oreja izquierda.
– Ha llegado a mi conocimiento desde varias fuentes la noticia de que se ha cursado una orden de excarcelación temporal a nombre de un Juan Nadie en el distrito del Norte de California. Y que quizá tenga que ver con un individuo que nos interesa particularmente -Chambers añadió enseguida-: Y no mencione el nombre de dicho individuo por teléfono.
– Así es -respondió Bishop.
– ¿Dónde se encuentra?
En Brasil, en Cleveland, en París o hackeando la Bolsa de Nueva York para causar un frenazo en las finanzas internacionales.
– Bajo mi custodia -dijo Bishop.
– Usted es un agente de la policía del Estado de California, ¿es así?
– Lo soy, señor.
– ¿Y cómo demonios ha dejado suelto a un prisionero federal? Y, más importante aún, ¿cómo lo deja salir con una orden firmada bajo el nombre de Juan Nadie? Ni siquiera el alcaide de San José sabe nada, o afirma que no lo sabe.
– Soy buen amigo del abogado del Estado. Juntos cerramos el caso de los asesinatos de los González hace un par de años y desde entonces hemos estado trabajando juntos.
– ¿El caso en el que trabaja es de algún asesinato?
– Sí, señor. Un hacker se está infiltrando en los ordenadores de sus víctimas y utiliza la información que extrae de ahí para acercarse a ellas.
Bishop miró a un preocupado Bob Shelton e hizo señal de rebanarse el cuello con los dedos. Shelton puso cara de susto.
Lo siento…
– Sabe por qué andamos detrás de este individuo, ¿no? -preguntó Chambers.
– Algo acerca de que él era capaz de escribir un software que leía el suyo -respondió tratando de ofrecer una respuesta tan vaga como le fuera posible. Se imaginó que en Washington se daban dos conversaciones a la vez: la que se decía en voz alta y la que se sobreentendía.
– Lo que, por de pronto, es ilegal y, además, si una copia de lo que esa persona ha escrito saliera del país, sería alta traición.
– Lo entiendo -dijo Bishop, quien llenó el consiguiente silencio con esta pregunta-: Y usted quiere que vuelva a prisión, ¿no es así?
– Así es.
– Tenemos una orden de excarcelación por tres días -dijo Bishop con firmeza.
Se oyó una risa al otro lado del teléfono.
– Si quiere hago una llamada y podrá utilizar esa orden como papel higiénico.
– Supongo que puede hacerla, señor.
Hubo una pausa.
– ¿Su nombre es Frank? -preguntó entonces Chambers.
– Sí, señor.
– Vale, Frank. De policía a policía. ¿Ha resultado este individuo de ayuda para el caso?
Exceptuando un pequeño imprevisto…
– De mucha ayuda -respondió Bishop-. Mire, nuestro asesino es un experto informático. Nosotros no podríamos competir con él si no fuera por esta persona de la que hablamos.
Hubo otra pausa. Chambers dijo:
– Personalmente, no pienso que sea la encarnación del demonio que ha venido a darse una vuelta por aquí. No hubo pruebas concluyentes de que se infiltrara en nuestro sistema. Pero hay mucha gente aquí en Washington que piensa que lo hizo y esto se ha convertido en una caza de brujas en el Departamento. Si hizo algo ilegal que vaya a la cárcel, pero soy de la opinión de que es inocente hasta que no se demuestre lo contrario.
– Sí, señor -respondió Bishop, quien añadió con delicadeza-. Claro que si un crío puede leer su código quizá deberían pensar en escribir uno mejor.
El detective pensó: «Vale, ese comentario me ha ganado la expulsión del cuerpo».
Pero Chambers se rió. Dijo:
– Ése es el problema. No estoy seguro de que el Standard 12 sea tan seguro como debería. Pero hay mucha gente que se dedica a los temas de codificación que no quiere ni oír hablar de ello. No quieren quedar en evidencia y odian quedar en evidencia en los medios de comunicación. Y hay un tal Peter Kenyon, ayudante del subsecretario, que quiere a ese chico en la cárcel y que gente como yo deje de hacer preguntas sobre lo bien que funciona el Standard 12. Era el que estuvo al mando del grupo de trabajo que encargó el nuevo programa de codificación.
– Ya veo.
– Kenyon no sabe que el chico está fuera pero ha oído rumores y si se entera, eso será malo para mí y para mucha gente -dejó que Bishop se imaginara las rencillas políticas entre agencias. Luego Chambers añadió-: Antes de meterme en burocracias fui policía.
– ¿Dónde, señor?
– Fui policía militar en la marina. Pasé la mayor parte del tiempo en San Diego.
– Evitó algunas peleas, ¿no? -preguntó Bishop.
– Sólo si la infantería iba ganando. Escucha, Frank, si ese chaval os ayuda a atrapar al malo, de acuerdo, adelante. Podéis tenerlo hasta que expire la orden.
– Gracias, señor.
– Pero no es preciso que te diga que tú eres el que será colgado hasta quedar hecho mojama si se cuela en la web de alguien. O si se os escapa.
– Lo entiendo, señor.
– Mantenme informado, Frank.
El teléfono quedó muerto.
Bishop colgó, y sacudió la cabeza.
Lo siento…
– ¿A qué venía eso? -preguntó Shelton.
Pero la explicación del detective quedó interrumpida cuando oyeron un grito triunfante proveniente de Miller.
– ¡Tengo algo! -dijo excitado.
Linda Sánchez asentía moviendo su fatigada cabeza.
– Hemos recuperado la lista de páginas web que Gillette ha visitado antes de escapar.
Le pasó unas copias impresas a Bishop. Mostraban mucha basura, multitud de signos y fragmentos de datos y de textos que para él no tenían ni pies ni cabeza. Pero entre dichos fragmentos había referencias a un gran número de aerolíneas e información sobre destinos a otros países desde el Aeropuerto Internacional de San Francisco.
Miller le pasó otra página.
– También se ha descargado esto: el horario de autobuses desde Santa Clara al aeropuerto.
El policía sonreía con gusto: como si se hubiera resarcido de su anterior fracaso.
– Pero ¿cómo va a pagar su billete? -se preguntó Shelton en voz alta.
– ¿Dinero? ¿Lo dices en broma? -le preguntó a Tony Mott con una risa agria-. Seguro que ahora está en un cajero vaciando tu cuenta corriente.
Bishop tuvo una intuición. Fue al teléfono del laboratorio de análisis y dio a «Rellamada».
El detective habló con alguien durante un breve instante. Luego colgó.
Bishop volvió para comunicar sus averiguaciones.
– El último número al que llamó Gillette era el de una tienda Goodwill de Santa Clara, a unos kilómetros de aquí. Acabo de hablar con el encargado. Dice que hace veinte minutos alguien que respondía a la descripción de Gillette ha entrado en su tienda. Ha comprado un chubasquero negro, un par de vaqueros de color blanco, una gorra de béisbol del equipo de Oakland y una bolsa de deporte. Lo recordaba porque no había dejado de mirar a un lado y a otro y estaba muy nervioso. Gillette también le preguntó dónde estaba la parada de autobús. Y el autobús del aeropuerto para allí cerca.
– El autobús tarda tres cuartos de hora en llegar al aeropuerto -dijo Mott, comprobando su pistola mientras se levantaba.
– No, Mott -dijo Bishop-. Ya lo hemos hablado antes.
– ¡Venga! -dijo el joven-. Estoy en mejor forma que el noventa por ciento del cuerpo. Me hago ciento cincuenta kilómetros a la semana en bici y corro dos maratones al año.
– Pero no te pagamos para que corras tras Gillette -replicó Bishop-. Te quedas. O, aún mejor, vete a casa y descansa. Y tú también, Linda. Pase lo que pase con Gillette aún tenemos que trabajar a toda prisa para capturar al asesino.
Mott sacudió la cabeza, infeliz por la orden que le había dado el detective. Pero la aceptó.
– Podemos estar en el aeropuerto en veinte minutos -dijo Bob Shelton-. Voy a retransmitir su descripción a la policía de la autoridad portuaria. Ellos cubrirán todas las paradas del autobús. Pero te aviso de que voy a estar en persona en la zona de salidas internacionales. No me quiero perder la cara que pone cuando le diga «hola».
Y el detective rollizo lanzó la primera sonrisa que Bishop le había visto en días.
Wyatt Gillette descendió del autobús y observó cómo doblaba la esquina. Alzó la vista hacia la noche: por el cielo se deslizaban espectros de nubes y gotas de fría lluvia se derramaban sobre el suelo. La humedad hacía aflorar los olores de Silicon Valley: el humo de los tubos de escape y el aroma medicinal de los eucaliptos.
El autobús (que no iba precisamente al aeropuerto sino que seguía la ronda del condado de Santa Clara) lo había dejado en una calle oscura y vacía de un barrio a las afueras de Sunnyvale. Se encontraba a unos quince kilómetros del aeropuerto de San Francisco, donde Bishop, Shelton y un buen puñado de policías frenéticos estarían buscando a un tipo vestido con vaqueros blancos, chubasquero negro y una gorra de fan de los A´s de Oakland.
Tan pronto como dejó la tienda Goodwill se desembarazó de esas prendas y robó del escaparate de la misma tienda las ropas que vestía: una chaqueta marrón y unos vaqueros. La única compra que permanecía con él era la bolsa de deporte, que en un costado lucía la leyenda «¡Vamos, A’s», escrita en letras raras.
Gillette abrió su paraguas y comenzó a avanzar por la calle poco iluminada: inhaló profundamente el aire agrio de la noche para calmar sus nervios. No le preocupaba que le echaran el guante de nuevo (había ocultado bien sus huellas desde la UCC, al haberse conectado a las páginas web de varias aerolíneas en busca de información sobre vuelos internacionales antes de iniciar el programa EmptyShred de borrado) pues había captado la atención del equipo y los había lanzado hacia pistas falsas.
No, Gillette estaba tan nervioso por encaminarse en la dirección hacia la que se dirigía.
Habían pasado las diez y media de la noche y muchas casas de este barrio trabajador estaban a oscuras, ya que sus dueños ya se habían ido a dormir: los días comienzan pronto en Silicon Valley.
Caminó hacia el norte, lejos de El Camino Real, y pronto se fue diluyendo el ruido del tráfico de aquella ajetreada calle comercial.
Diez minutos después divisaba la casa y disminuía la marcha.
«No», se recordó a sí mismo. «Sigue… No actúes de forma sospechosa.» Se puso a caminar de nuevo, los ojos fijos en la acera, evitando las miradas de la gente que estaba en la calle: una mujer que paseaba a su perro y que vestía un estúpido gorro para la lluvia, dos hombres encorvados junto a un capó abierto. Uno de ellos sostenía un paraguas y una linterna mientras el otro luchaba con una llave inglesa.
En cualquier caso, a medida que avanzaba hacia la casa, Gillette veía cómo sus pasos se iban haciendo cada vez más lentos, hasta que por fin se detuvieron. Tuvo la sensación de que la placa de circuitos que estaba en la bolsa de deporte, aunque pesaba no más de unos gramos, estaba hecha de plomo macizo.
«Vamos», se dijo a sí mismo. «Tienes que hacerlo. Vamos.»
Respiró hondo. Cerró los ojos, ladeó el paraguas y miró hacia delante. Dejó que la lluvia le cayera en la cara.
Se preguntó si lo que estaba a punto de hacer era genial o completamente estúpido. ¿Qué era lo que estaba en juego?
«Todo», se dijo.
Y luego decidió que eso tampoco tenía importancia: no había otra alternativa.
Y tres segundos después lo pillaron.
La que paseaba al perro se volvió y corrió hacia él: el perro, un pastor alemán, le enseñó los colmillos con fiereza. La mujer empuñaba una pistola cuando gritó:
– ¡Quieto ahí, Gillette! ¡Quieto!
Los dos hombres que aparentaban estar arreglando el coche también sacaron sus armas y se le acercaron, cegándolo con sus linternas.
Deslumbrado, Gillette dejó caer el paraguas y la bolsa. Alzó las manos y se volvió poco a poco. Sintió que alguien lo agarraba del hombro: Frank Bishop lo había alcanzado por detrás. Bob Shelton también estaba allí apuntándolo a la altura del pecho con una gran pistola negra.
– ¿Cómo es que…? -comenzó a decir Gillette.
Pero Shelton le lanzó un puñetazo que lo alcanzó de lleno en toda la mandíbula. Su cabeza acusó el golpe y, conmocionado, cayó sobre la acera.
Frank Bishop le pasó un kleenex y señaló su mandíbula:
– Aún te queda un poco. No, a la derecha.
Gillette se limpió la sangre.
El puñetazo de Shelton no había sido tan fuerte pero sus nudillos le habían levantado la piel y la lluvia le había hecho correr la sangre, lo que hacía que la herida le escociera.
Bishop no mostró otra reacción ante el puñetazo de su compañero que ofrecerle un kleenex, si bien tampoco pareció sentirse complacido por el porrazo que se había llevado Gillette. Bishop no tenía paraguas pero parecía impermeable a la lluvia. Su fijador de pelo debía de ser también impermeable.
Se agachó y abrió la bolsa de deporte. Sacó la placa de circuitos. Le dio vueltas y vueltas con las manos.
– ¿De qué se trata? ¿De una bomba? -preguntó, con cierto letargo que denunciaba que él mismo no pensaba que pudiera tratarse de ningún explosivo.
– Sólo es algo que he hecho -respondió Gillette, llevándose la mano al puente de la nariz-. Y que preferiría que no se mojara.
Bishop se puso recto y se metió la placa en el bolsillo. Shelton, con la cara picada enrojecida y mojada, no le quitaba ojo de encima. Gillette se tensó un poco sin saber si el policía volvería a perder los estribos y a golpearlo de nuevo.
– ¿Cómo? -preguntó Gillette.
– Ya corríamos camino del aeropuerto cuando me puse a pensar -respondió Bishop-. Si de verdad hubieras ido on-line y hubieras deseado que no nos enterásemos, habrías destruido el disco duro cuando te marchaste. Nada de iniciar un programa de borrado media hora más tarde. Que, por otra parte, no hacía otra cosa que lanzarnos hacia las huellas que habías dejado para seguirte al aeropuerto. Justo como habías planeado, ¿no?
Gillette asintió.
– ¿Y para qué ibas a largarte a Europa? -continuó el policía-. Te habrían detenido en la aduana.
– No tenía mucho tiempo para planearlo todo… -murmuró Gillette.
El detective miró la calle.
– Quieres que te diga cómo supimos que vendrías aquí, ¿no?
Pues lo había sabido. Llamó a la compañía telefónica y le dijeron el número que se había marcado desde el laboratorio de análisis antes de que llamara a Goodwill.
Y luego Bishop había llamado a Pac Bell para conseguir la dirección y había mandado vigilar las proximidades, una vez supuesto que se pasaría por allí.
Si la manera de reaccionar de Bishop ante su huida hubiera sido software, Gillette habría dicho que se trataba de un kludge fuera de serie.
– Tendría que haber entrado en el conmutador de Pac Bell y alterar los registros de las llamadas locales. Lo habría hecho de haber tenido tiempo…
A medida que disminuía la impresión causada por el arresto le nacía una sensación de impotencia: sobre todo al observar la silueta de su creación electrónica marcándose en el bolsillo de la gabardina de Bishop. ¡Había estado tan cerca de cumplir el objetivo que lo llevaba obsesionando desde hacía meses! Miró la casa a la que se había encaminado. Tenía algunas luces tenues, que lo llamaban por señas como los ojos de una amante.
– Eres Shawn, ¿verdad? -le preguntó Shelton.
– No. No lo soy. Y no sé quién es.
– Pero tú eras Valleyman, ¿no?
– Sí, y formé parte de los Knights of Access.
– ¿Y conocías a Holloway?
– Sí, lo conocí. En pasado.
– ¡Dios mío! -exclamó el detective rechoncho-. ¡Claro que eres Shawn! Todos vosotros sois unos imbéciles con media docena de nombres distintos: tú eres él. Y ahora mismo vamos a buscar a Phate.
Agarró al hacker por el cuello de su chaqueta de empollón.
Esta vez intervino Bishop y tocó el hombro de Shelton. El policía grande soltó al hacker, pero siguió hablando con su voz grave y amenazadora, mientras señalaba la casa:
– Phate se esconde bajo la identidad de Donald Papandolos. A él es a quien llamaste: y ya antes lo habías telefoneado desde la UCC. Para advertirle sobre nosotros. Hemos visto los putos registros de las llamadas.
Gillette negó con la cabeza.
– No, yo…
– Tenemos tropas tácticas rodeando la casa -prosiguió Shelton-. Y nos vas a ayudar a sacarlo de ahí.
– No tengo ni idea del paradero de Phate. Pero te garantizo que aquí no está.
– ¿Y de quién se trata, entonces? -preguntó Bishop.
– De mi esposa. Ésta es la casa de su padre.
– A quien llamé fue a Ellie -explicó Gillette. Se volvió hacia Shelton-. Y llevabas razón. Es cierto que me conecté a la red nada más entrar en la UCC. Mentí. Me metí en el Departamento de Facturas de la compañía telefónica para ver si ella seguía viviendo con su padre. Y la he llamado esta noche para asegurarme de que estaba aquí.
– Pensaba que estabas divorciado -dijo Bishop.
– Y lo estoy -replicó Gillette-. Pero aún pienso en ella como mi esposa.
– Elana -dijo Bishop-. ¿Se apellida Gillette?
– No. Recuperó su apellido de soltera. Papandolos.
– Busca el nombre -le dijo Bishop a Shelton.
El policía hizo una llamada y momentos después asentía con la cabeza.
– Es su nombre. Vive en esta dirección.
Bishop se colocó un micro con auriculares. Dijo:
– ¿Alonso? Bishop al habla. Estamos seguros de que dentro de la casa sólo hay inocentes. Echa una ojeada y dime lo que ves… -pasaron unos minutos. Luego escuchó la voz que le hablaba por los auriculares. Miró a Gillette.
– Hay una mujer de unos sesenta años, pelo cano.
– Es su madre, Irene.
– Un hombre de unos veinte años.
– ¿Con pelo moreno y rizado?
Bishop repitió la pregunta, escuchó lo que le decía y asintió.
– Ése es su hermano, Christian.
– Y una rubia de unos treinta y tantos. Les está leyendo a dos niños.
– Elana es morena. Lo más seguro es que se trate de su hermana Camilla. Antes era pelirroja pero cambia de color de pelo cada pocos meses. Los niños son suyos. Tiene cuatro hijos.
Bishop habló al micrófono:
– Vale, suena legal. Diles a todos que se queden quietos. Voy a desmontar la operación -el detective se dirigió a Gillette-: ¿De qué va todo esto? Se supone que ibas a investigar el ordenador de St. Francis y en vez de eso te escapas.
– Pero es cierto que exploré el ordenador. No había nada que pudiera ayudarnos a cazarlo. Tan pronto como lo inicié, el demonio percibió algo (que habíamos desconectado el módem, lo más probable) y se suicidó. Si hubiera encontrado algo de valor os habría dejado una nota.
– ¿Dejarnos una nota? -se revolvió Shelton-. Te has cargado la puta tutela y hablas de ello como si te hubieras ido al 7-Eleven por tabaco.
– No me he escapado -señaló la tobillera-. Comprobad el sistema de rastreo. Lo programé para que volviera a funcionar en una hora. Os iba a llamar desde su casa para que viniera alguien a llevarme de vuelta a la UCC. Sólo necesitaba tiempo para ver a Ellie y sabía que no me dejaríais marchar.
Bishop miró al hacker a los ojos y preguntó:
– ¿Ella quiere verte?
Gillette tardó en responder.
– Probablemente no. No sabe que he venido.
– Pero tú has admitido que la has llamado por teléfono -señaló Shelton.
– Y he colgado en cuanto se ha puesto al aparato. Sólo quería cerciorarme de que esta noche se quedaría en casa.
– ¿Por qué vive con sus padres?
– Es por mi culpa. Ella no tiene dinero. Lo gastó todo en fianzas y abogados… -hizo un gesto señalando el bolsillo de Bishop-. Por eso he estado trabajando en eso, en lo que saqué de la cárcel.
– Lo tenías oculto bajo esa caja de teléfono que guardabas en el bolsillo, ¿verdad?
Gillette asintió.
– Tendría que haber ordenado que te pasaran el detector dos veces. Me estoy haciendo descuidado. ¿Y qué tiene que ver esa cosa con tu esposa?
– Se lo iba a dar a Ellie. Ella lo puede patentar y conseguir la licencia con una empresa de hardware. Y ganar algo de dinero. Es un nuevo tipo de módem inalámbrico que se puede aplicar a los ordenadores portátiles. Uno puede conectarse a la red cuando viaja sin necesidad de usar el teléfono móvil. Se sirve del posicionamiento global para decirle a un conmutador celular dónde te encuentras y así conectarte automáticamente a la mejor señal para transmisión de datos. Y es…
Bishop hizo un gesto para señalar que ya bastaba de lenguaje técnico.
– ¿Lo has hecho tú? ¿Con cosas que encontraste en la cárcel?
– Que encontré o que compré.
– O que robaste -dijo Shelton.
– Que encontré o que compré -repitió Gillette.
– ¿Por qué no nos dijiste que eras Valleyman? -preguntó Bishop-. ¿Y que habías estado con Phate en Knights of Access?
– Porque me habríais mandado de vuelta a la cárcel. Y entonces no habría podido ayudaros a cazarlo -hizo una pausa-. Y no habría tenido ocasión de ver a Ellie… Mirad, si hubiera sabido algo sobre Phate que os hubiera ayudado a echarle el guante os lo habría dicho. Claro que estuvimos juntos en KOA, pero eso fue hace años. En las bandas cibernéticas nunca ves a la gente con la que te mueves: ni siquiera sabía qué aspecto tenía. Todo lo que sabía era su nombre real y que provenía de Massachusetts. Pero eso ya lo habíais descubierto al mismo tiempo que yo.
– ¿Tú eras uno de esos cabrones que lo acompañaban -preguntó Shelton con furia-, uno de esos que enviaban virus e instrucciones para construir bombas y que desactivaban los teléfonos de urgencias?
– No -respondió Gillette con convicción. Les explicó que durante el primer año los Knights of Access habían sido una de las bandas de cibernautas más potentes pero que nunca hicieron nada que perjudicara a civiles. Mantenían peleas con otras ciberbandas y se infiltraban en los típicos sistemas de empresas o del gobierno-. Lo peor que hicimos fue escribir nuestro propio free-ware, que hacía lo mismo que cierto software comercial, y distribuimos algunas copias. Así que media docena de grandes empresas perdieron unos cuantos dólares de beneficios. Eso es todo.
Pero entonces, prosiguió, se dio cuenta de que dentro de CertainDeath (el nombre de pantalla de Phate, por aquel entonces) había otra persona. Alguien más peligroso y vengativo que cada vez buscaba un tipo de acceso más y más peculiar: el que te permite hacer daño a la gente. «Cada vez discernía peor quién era real y quién un personaje de los juegos de ordenador a los que jugaba.»
Desde los instant messages, Gillette invirtió largas horas tratando de convencer a Holloway de que se alejara de sus pirateos vengativos y de sus planes de «dar una lección» a quienes veía como enemigos.
Por fin se infiltró en la máquina de Holloway y, para su pasmo, descubrió que éste había escrito virus letales: programas como el que cerró el sistema del teléfono de urgencias de Oakland, o que bloqueaban las transmisiones entre los controladores aéreos y los pilotos. Descargó los virus, escribió antídotos y los colgó en la red. Gillette también encontró software robado de Harvard en el ordenador de Holloway. Envió una copia a la universidad y a la policía del Estado de Massachusetts junto a la dirección de e-mail de CertainDeath y éste fue arrestado.
Gillette jubiló a Valleyman como nombre de usuario y (siendo perfectamente consciente de la naturaleza vengativa de Holloway) adoptó otra serie de identidades y siguió hackeando.
– No me sorprendió oír que era el asesino -dijo el hacker a Bishop con franqueza-. Pero juro que antes de saberlo no tenía ni idea. Durante un par de años hubo rumores que apuntaban a que andaba en mi busca pero eso es todo lo que había escuchado sobre él.
No podía saber si Bishop lo creía, pero parecía claro que Shelton no: el fornido detective dijo:
– Devolvamos a este saco de mierda a San Ho. Ya hemos perdido demasiado tiempo con él.
– ¡No! ¡Por favor, no!
Bishop lo estudió asombrado.
– ¿Quieres seguir trabajando con nosotros?
– Tengo que hacerlo. Ya habéis visto que es muy bueno. Necesitáis a alguien tan bueno como él para pararle los pies.
– ¡Vaya! -dijo Shelton-. Hay que joderse.
– Sé que eres bueno, Wyatt -dijo Bishop-. Pero también que has escapado de mi custodia y que eso me podría haber costado el puesto. Y creerte a partir de ahora se va a hacer muy cuesta arriba, ¿no? Será mejor que intentemos con otro.
– Cuando se trata de Phate no puedes «intentarlo» con otro. A Stephen Miller le queda grande. Patricia Nolan es de seguridad; y por muy buenos que sean los de seguridad siempre andan por detrás de los hackers. Necesitas a alguien que haya estado en las trincheras.
– Trincheras -repitió con suavidad Bishop, como si el comentario le hubiera divertido. Se lo pensó y dijo-: Creo que te voy a dar otra oportunidad.
Los ojos de Shelton delataron un oscuro resentimiento.
– Craso error.
Bishop hizo un gesto de aprobación, como si aceptara que lo que decía su compañero bien pudiera ser verdad. Y luego le dijo a Shelton:
– Que todos cenen algo y descansen. Yo llevo a Wyatt a San Ho para que pase la noche allí.
Shelton movió la cabeza desalentado por los planes de Bishop, pero fue a hacer lo que se le había pedido que hiciera.
Bishop despojó a Gillette de las esposas. Éste se frotó las muñecas y dijo:
– Dame diez minutos con ella.
– ¿Con quién?
– Con mi mujer.
– Lo dices en serio, ¿no?
– Sólo pido diez minutos.
– Hace menos de una hora me ha llamado un tal David Chambers, del Departamento de Defensa, y estaba a un pelo de rescindir la orden de excarcelación.
– ¿Lo saben?
– Sí. Así que, hijo, deja que te diga que este aire puro que respiras y esas manos libres son agua pasada. Por derecho, ahora mismo tendrías que estar durmiendo en tu colchón de la cárcel -el detective le agarró la muñeca. Pero antes de que el metal se cerrara sobre ella, Gillette preguntó:
– ¿Estás casado, Bishop?
– Sí, lo estoy.
– ¿Y amas a tu esposa?
El policía no dijo nada durante un rato. Luego alejó las esposas.
– Diez minutos.
Lo primero que vio fue su silueta, iluminada desde atrás.
Pero no cabía duda de que era Ellie. Su figura sensual, esa masa de pelo negro que se volvía más retorcido y salvaje cuanto más se acercaba al final de su espalda. Su cara redonda.
La única prueba de que se hallaba en tensión se observaba en la forma en la que había aferrado la jamba de la puerta desde el otro lado de la cortina metálica. Sus dedos de pianista estaban rojos por la presión feroz que estaba ejerciendo.
– Wyatt -susurró-. ¿Te han…?
– ¿Soltado? -negó con la cabeza.
Él vio un destello en sus ojos cuando miró por encima de su hombro y advirtió la presencia en la acera del vigilante Frank Bishop.
– Sólo estaré fuera unos días -continuó Gillette-. Es una especie de libertad condicional transitoria. Les estoy ayudando a encontrar a alguien: a Jon Holloway.
– Tu amigo de la banda -murmuró ella.
– Hace ya mucho tiempo. Y no somos amigos.
Ella se encogió de hombros como queriendo indicar que la aclaración carecía de importancia.
– ¿Has oído algo sobre él?
– ¿Yo? No. ¿Por qué tendría que haber oído algo de él? No he vuelto a ver a ninguno de tus «amigos» -miró a sus sobrinos y salió afuera, cerrando la puerta a su paso, como si quisiera separar con firmeza a Gillette (y al pasado) de su vida actual.
– ¿Qué has estado haciendo? ¿Cómo sabías que yo…? Espera. Esos telefonazos en los que no contestaba nadie. Y la señal de «Número bloqueado» en el identificador de llamadas… Eras tú.
– Quería cerciorarme de que te encontraría en casa -asintió él.
– ¿Por qué? -preguntó ella con acritud.
El odió el tono de voz que ella estaba empleando. Lo recordaba del juicio. Recordaba esa misma pregunta: «¿Por qué?». Se la había repetido sin descanso en los días previos a ingresar en prisión.
«¿Por qué no dejaste tus malditas máquinas? Si lo hubieras hecho ahora no irías a la cárcel, no me estarías perdiendo. ¿Por qué?»
– Quería hablar contigo -dijo él.
– No tenemos nada de qué hablar, Wyatt. Tuvimos años para hablar, pero tú estabas muy ocupado con tus asuntos.
– Por favor -dijo él, intuyendo que ella estaba a punto de volver dentro. Gillette advertía que su voz sonaba desesperada pero se había despojado de su orgullo.
Lo único que sabía era que se encontraba en presencia de la mujer que amaba, y que ansiaba tener una oportunidad para abrigarla entre sus brazos, sentir su piel y saborear el aroma de su pelo… A pesar de que en la presente situación todos esos deseos estuvieran fuera de su alcance.
– Han crecido las plantas -dijo, señalando unos arbustos de boj. Elana los miró y por un segundo la expresión de su rostro se suavizó. Nueve años atrás, habían hecho el amor junto a esos mismos arbustos en una fragante noche de noviembre, mientras los padres de ella veían los resultados de las elecciones en televisión.
Los pensamientos de Gillette se vieron inundados de recuerdos de su vida en común: el restaurante vegetariano de Palo Alto donde cenaban todos los viernes, las escapadas nocturnas para comprar Pop-Tarts y pizza, los paseos en bicicleta por el campus de Stanford. Durante un rato, Wyatt Gillette se vio aturdido por todos esos recuerdos.
Y entonces la expresión del rostro de Elana se endureció de nuevo. Echó otra ojeada dentro, por la ventana con cortinas de encaje. Los niños ya se habían puesto sus pijamas y trotaban fuera de su ángulo de visión. Se volvió y miró el tatuaje con la gaviota y la palmera que él tenía en el brazo. Años atrás, él le había dicho que tenía ganas de quitárselo y le pareció que era una buena idea, pero no lo había llevado a cabo. Y sintió que la había decepcionado.
– ¿Cómo están Camilla y los crios?
– Bien.
– ¿Y tus padres?
Exasperada, Elana le preguntó:
– ¿Qué es lo que quieres, Wyatt?
– Te he traído esto.
Le pasó la placa de circuitos y le explicó lo que era.
– ¿Y por qué me lo das?
– Vale un montón de pasta -le pasó una hoja de explicaciones técnicas que había escrito en el autobús de camino de la tienda Goodwill-. Búscate un abogado de Sand Hill Road y obtén la licencia con una de las grandes empresas: Compaq, Apple, Sun… Lo querrán vender bajo licencia y eso está bien, pero que antes te paguen una buena suma como anticipo. No restituible. Y no como royalties solamente. El abogado tiene que saber todo eso.
– No lo quiero.
– No es un regalo. Sólo te estoy devolviendo algo. Perdiste tu casa y tus ahorros por mi culpa. Con esto deberías recuperarlo.
Ella miró la placa en la mano que él le ofrecía pero no la guardó.
– Tengo que irme.
– Espera -le dijo él. Tenía muchas, muchas más cosas que decirle. Había estado ensayando su discurso en la cárcel durante horas, había intentado buscar la mejor manera de explicarse.
Los dedos de ella, pintados con esmalte morado, asían ahora el húmedo pasamanos del porche. Miraba hacia el patio mojado.
Él la observaba: sus manos, su pelo, su barbilla, sus pies.
«No se lo digas», se ordenó. «Díselo. No. Dilo. Di.»
Pero se lo dijo.
– Te quiero.
– No -contestó ella con severidad, alzando una mano como para borrar sus palabras.
– Quiero intentarlo de nuevo.
– Es demasiado tarde, Wyatt.
– Me equivoqué. No volveré a hacerlo.
– Demasiado tarde -repitió ella.
– Me dejé llevar. No supe estar a tu lado. Pero lo estaré. Te lo prometo. Tú querías tener hijos. Podemos tenerlos.
– Ya tienes tus máquinas. ¿Para qué quieres hijos?
– He cambiado.
– Has estado en la cárcel. No has tenido ninguna oportunidad para demostrar a nadie (ni siquiera a ti mismo) que puedes cambiar.
– Quiero que formemos una familia.
Ella caminó hacia la puerta, abrió la mampara de malla.
– Yo también quería todo eso. Y mira qué pasó.
– No te mudes a Nueva York -barbotó él.
Elana se paró en seco. Se volvió.
– ¿Nueva York?
– Te vas a mudar a Nueva York. Con tu amigo Ed.
– ¿Y qué sabes tú sobre Ed?
Él estaba fuera de sí y preguntó:
– ¿Piensas casarte con él?
– ¿Y qué sabes tú sobre Ed? -repitió ella-. ¿Cómo te has enterado de lo de Nueva York?
– Elana, no lo hagas. Quédate. Dame una…
– ¿Cómo? -saltó ella.
Gillette bajó la vista, miró la pintura gris del suelo del porche.
– Me metí en tu servidor de correo y leí tus e-mails.
– ¿Que hiciste qué? -ella cerró la mampara de malla a su paso y lo miró. El exuberante genio griego inundaba su bello rostro.
Ahora no había manera de echarse atrás.
– ¿Amas a ese Ed? ¿Vas a casarte con él? -balbuceó Gillette.
– Dios mío, ¡no lo puedo creer! ¿Desde la cárcel? ¿Te metiste en mi correo desde la cárcel?
– ¿Lo amas?
– Eso no es de tu incumbencia. Tuviste todas las oportunidades del mundo para formar una familia conmigo y decidiste no hacerlo. ¡Y ahora no tienes ningún maldito derecho a inmiscuirte en mi vida privada!
– Por favor…
– ¡No! Bien, Ed y yo nos vamos a Nueva York. Y salimos dentro de tres días. Y no hay una puñetera cosa que puedas hacer para impedirlo. Adiós, Wyatt. No vuelvas a molestarme.
– Te quie…
– Tú no quieres a nadie -le interrumpió-. Sólo les aplicas tu ingeniería social.
Ella entró en la casa, cerrando la puerta con cuidado.
Él bajo los escalones para reunirse con Bishop.
– ¿Cuál es el número de teléfono de la UCC? -preguntó Gillette.
Bishop se lo dio y el hacker le pidió prestado un bolígrafo. Escribió el número en la hoja de instrucciones de la placa y añadió: «Por favor, llámame». Envolvió la placa en la hoja y la dejó en el buzón.
Bishop lo acompañó hasta la acera húmeda y arenosa. No mostraba ninguna reacción ante lo que acababa de presenciar en el porche.
Mientras los dos se acercaban al Crown Victoria, el uno caminando perfectamente erguido y el otro totalmente desgarbado, entre las sombras apareció un hombre del otro lado de la calle de la casa de Elana.
Tendría unos treinta y tantos años y llevaba el pelo muy corto y bigote. La primera impresión de Gillette fue que el tipo era gay. Vestía gabardina pero no llevaba paraguas. Gillette advirtió que al detective la mano se le iba a la pistola mientras el otro se aproximaba.
El extraño se detuvo y con cuidado sacó la cartera, en la que se veía una placa y un carné.
– Soy Charlie Pittman. Del Departamento del sheriff de Santa Clara.
Bishop leyó atentamente el carné y quedó satisfecho con las credenciales de Pittman.
– ¿Es de la policía del Estado? -preguntó Pittman.
– Frank Bishop.
Pittman miró a Gillette.
– ¿Y usted es…?
Antes de que Gillette tuviera ocasión de responder, Bishop preguntó:
– ¿Qué podemos hacer por ti, Charlie?
– Estoy investigando el caso Peter Fowler.
Gillette recordó que se trataba del vendedor de armas que Phate había asesinado ese mismo día cuando mató a Andy Anderson en el Otero de los Hackers.
– Hemos oído que esta noche ha habido aquí una operación que guardaba relación con el caso -explicó Pittman.
– Falsa alarma -replicó Bishop negando con la cabeza-. Nada que pueda serte de ayuda. Buenas noches -comenzó a andar mientras le hacía un gesto a Gillette para que lo siguiera cuando Pittman dijo:
– Frank, aquí estamos yendo contra corriente. Cualquier cosa que nos diga nos será de ayuda. La gente de Stanford anda atemorizada porque alguien se dedicaba a vender armas en su campus. Y nos echan la culpa a nosotros.
– Nosotros no tocamos el lado de la investigación relacionado con las armas. Nosotros vamos tras el tipo que asesinó a Fowler; si quieres alguna información tendrás que dirigirte a la Central de San José. Conoces el procedimiento.
– ¿Está trabajando usted con ellos?
Bishop debía de conocer la política entre departamentos de policía tan bien como las salvajes calles de Oakland. Resultó convenientemente evasivo cuando dijo:
– Es con ellos con quienes tienes que hablar. El capitán Bernstein te echará una mano.
Los profundos ojos de Pittman estudiaban a Gillette de arriba abajo. Luego miró el cielo encapotado.
– Vaya noche de perros.
– Así es.
Volvió la vista hacia Bishop.
– Sabes, Frank, a nosotros, los del campo, nos toca el trabajo sucio. Siempre acabamos perdidos entre tanto barullo, teniendo que hacer lo que otros ya han hecho antes. A veces es un poco aburrido.
– Bernstein habla claro. Si puede te echará un cable.
Pittman volvió a observar a Gillette: probablemente se preguntaba qué pintaba allí un tipo con una cazadora marrón, que a la vista estaba que no era policía.
– Que tengas suerte -dijo Bishop.
– Gracias, detective -respondió Pittman, y se perdió en la noche.
– No quiero volver a San Ho -dijo Gillette cuando entraron en el coche del policía.
– Bueno, yo ahora regreso a la UCC para echar una ojeada a las pruebas y dar una cabezada. Y allí no he visto nada parecido a un calabozo.
– No voy a volverme a escapar -afirmó Gillette.
Bishop no respondió.
– No quiero volver a la cárcel, de verdad -el detective seguía en silencio y el hacker añadió-: Espósame a una silla si no me crees.
– Ponte el cinturón -respondió Bishop.
El colegio Junípero Serra parecía un lugar idílico con la bruma del alba.
Era un colegio privado muy exclusivo que se extendía por unos 32.000 metros cuadrados y que estaba ubicado entre el Centro de Investigación de Xerox de Palo Alto y las dependencias de Hewlett-Packard cercanas a la Universidad de Stanford. Disfrutaba de una magnífica reputación, pues prácticamente lanzaba a todos los alumnos para que consiguieran acceder a los colegios avanzados en los que (ellos o, mejor dicho, sus padres) deseaban inscribirse. El emplazamiento era precioso y pagaban muy bien al profesorado.
Sin embargo, la mujer que hacía las veces de recepcionista desde hacía años no parecía estar gozando de los beneficios de su entorno profesional en ese mismo momento: tenía los ojos llenos de lágrimas y procuraba acallar las convulsiones que se delataban en su voz.
– Por Dios, por Dios -susurraba-. Joyce lo ha traído hace apenas media hora. La he visto. Ella estaba bien. Vamos, hace sólo media hora de esto.
Enfrente de ella se encontraba un hombre joven de cabello pelirrojo y bigote, que vestía un caro traje de ejecutivo. Tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado, y cerraba las manos de un modo que revelaba que se encontraba muy enfadado.
– Don y ella viajaban camino de Napa. Iban a las bodegas, debían encontrarse con unos inversores de Don para almorzar con ellos.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó la mujer, sin aliento.
– Ha sido culpa de uno de esos autobuses llenos de trabajadores inmigrantes: ha virado justo enfrente de ellos.
– Dios mío -musitó ella de nuevo. Otra mujer pasó por delante de ellos y la recepcionista dijo-: Ven, Amy.
La mujer, que llevaba un vestido rojo chillón y portaba una hoja de papel donde se leía «Plan de estudios», se acercó al escritorio.
– Don y Joyce Wingate han sufrido un accidente -le susurró la recepcionista.
– ¡No!
– No tiene buena pinta -dijo la recepcionista haciendo un gesto-. Éste es Irv, el hermano de Don.
Se saludaron y Amy preguntó:
– ¿Cómo se encuentran?
– Vivirán. Al menos es lo que dice el doctor, por ahora. Pero ambos continúan inconscientes. Mi hermano tiene la espalda rota.
Rompió a llorar. La recepcionista se secaba las lágrimas.
– Joyce era tan activa en el PTO. Todo el mundo la quiere. ¿Qué podemos hacer?
– Todavía no lo sé -respondió Irving, moviendo la cabeza-. No puedo pensar con claridad.
– No, no, claro que no.
– Pero aquí estamos -dijo Amy-. Cuenta con todos nosotros para lo que sea -Amy llamó entonces a una mujer rechoncha de unos cincuenta años-: ¡Oh, señora Nagler!
La mujer, que vestía un traje gris, se acercó y echó una ojeada a Irv, quien la saludó con la cabeza:
– Señora Nagler -dijo-. Usted es la directora, ¿verdad?
– Así es.
– Soy Irv Wingate, el tío de Sammy. Nos conocimos en el festival de primavera del año pasado.
Ella asintió y estrechó su mano.
Wingate resumió la historia del accidente.
– No, por Dios, no -susurró la señora Nagler-. Lo siento muchísimo.
– Mi mujer, Kathy -dijo Irv-, está allí ahora. Yo he venido a recoger a Sammy.
– Por supuesto.
Pero la señora Nagler, por muy comprensiva que fuera, llevaba su trabajo de forma muy estricta y no estaba dispuesta a desviarse de las reglas, por muchas tragedias que les sucedieran a los padres de sus alumnos. Se acercó al teclado de un ordenador y golpeó las teclas con las uñas bien cortadas y sin esmalte. Leyó la pantalla y dijo: «Se encuentra en la lista de familiares autorizados para recoger a Sammy». Golpeó otra tecla y esta vez apareció en la pantalla la fotografía de la licencia de conducir de Irving Wingate que habían escaneado meses atrás. Ella lo observó. Era él, no cabía duda. Y luego dijo:
– ¿Me permite su licencia de conducir, por favor?
– Claro -él sacó la licencia. Se correspondía tanto con su rostro como con la fotografía del ordenador.
– Una cosa más, perdone. Su hermano era muy concienzudo con la seguridad, como sabe.
– Oh, claro -dijo Wingate-. La contraseña. Es S-H-E-P -la señora Nagler asintió corroborándola. Irv miró por la ventana cómo la líquida luz del sol caía sobre los setos de boj-: Shep, ése era el nombre del primer airedalo de Donald. Lo trajeron a casa cuando él tenía quince años. Era un buen perro. Todavía los cría, ¿sabe?
– Lo sé -dijo la señora Nagler con tristeza-. De vez en cuando nos enviábamos fotos de nuestros respectivos perros vía e-mail. Yo tengo dos weimaraners.
Sus palabras acabaron en un hilo de voz y ella borró de su mente ese triste pensamiento. Marcó un número de teléfono y habló con alguien que debía de ser la profesora del chaval para solicitar que lo trajeran a recepción.
– No le digan nada a Sammy, por favor -pidió Irv-. Ya le pondré al corriente cuando nos hayamos puesto en camino.
– Por supuesto.
– Pararemos para desayunar. Le encantan los Egg McMuffins.
– Eso es lo que comió en el viaje que hizo a Yosemite… -dijo la mujer del vestido carmesí, sollozando al oír ese dato. Se tapó los ojos y lloró un rato en silencio.
Una mujer asiática, seguramente la profesora del niño, condujo al delgado chaval a la oficina. La señora Nagler sonrió y dijo:
– Tu tío Irving está aquí.
– Irv -le corrigió-. Él me llama tío Irv. Hola, Sammy.
– ¡Vaya, el bigote te ha crecido superdeprisa!
– Tu tía Kathy dice que me hace parecer más distinguido -rió Wingate. Se agachó-. Mira, tu mamá y tu papá han pensado que podrías tomarte el día libre. Vamos a pasarlo con ellos.
– ¿En Napa? ¿Han ido a los viñedos?
– Eso mismo.
– Papá dijo que no irían hasta la semana que viene. Por los pintores.
– Han cambiado de idea. Y tú vas a venir conmigo.
– ¡Mola!
– Ve por tu cartera -dijo la profesora-. ¿Vale?
El chaval salió corriendo y la señora Nagler le dijo a la profesora lo que había sucedido. «¡Oh, no!», susurró la mujer. Unos minutos más tarde reaparecía Samuel con la pesada cartera colgándole del hombro. Tío Irv y él salieron por la puerta.
– ¡Gracias a Dios que el chico está en buenas manos! -dijo la recepcionista.
Y tío Irv debió de oírlo pues se volvió e hizo un gesto de asentimiento. En todo caso, a la recepcionista le quedó un pequeño asomo de duda: esa sonrisa que vio en el rostro del tío le pareció algo forzada, como si escondiera un extraño regodeo. Pero acto seguido la mujer pensó que se había equivocado y que la mirada provenía del terrible estrés al que estaba siendo sometido el pobre hombre.
– ¡Levanta! -dijo una voz irascible.
Gillette abrió los ojos y vio a un Frank Bishop duchado y afeitado, que de forma absorta se metía el faldón de su rebelde camisa.
– Son las ocho y media -dijo Bishop-. ¿Es que en la cárcel os dejaban dormir hasta tarde?
– Estuve despierto hasta las cuatro -gruñó el hacker-. No encontraba la postura. Pero seguro que eso no te sorprende, ¿no? -señaló el banco al que lo había esposado Frank Bishop.
– Lo de la silla y las esposas fue idea tuya.
– No pensé que te lo ibas a tomar de forma tan literal.
– ¿Qué hay de literal en ello? -preguntó Bishop-. O esposas a alguien a una silla o no lo haces.
El detective le quitó las esposas y Gillette se levantó agarrotado, frotándose las muñecas. Fue a la cocina y se sirvió café y un donut del día anterior.
– ¿No tendréis Pop-Tarts por casualidad? -pidió Gillette, volviendo a la sala central de la UCC.
– No lo sé -respondió Bishop-. No es mi oficina. En cualquier caso, no me gustan demasiado los dulces. La gente debería desayunar huevos con beicon. Ya sabes, comida saludable -sorbió su café-. Te he estado mirando mientras dormías.
Gillette no supo a qué se refería en concreto. Alzó una ceja.
– Estabas mecanografiando.
– Hoy en día se dice «teclear», no «mecanografiar».
– ¿Estabas al corriente de que haces eso?
– Ellie me lo solía decir -asintió el hacker-. Y a veces sueño en código.
– ¿Que haces qué…?
– Veo script en sueños, ya sabes: líneas de códigos de origen de software. En Basic, C++ o en Java -miró a su alrededor-. ¿Dónde está la gente?
– Linda y Tony están de camino. Y Miller. Linda todavía no es abuela. Patricia Nolan ha pasado la noche en su hotel -miró a Gillette a los ojos-: Llamó para preguntar si estabas bien.
– ¿Hizo eso?
El detective asintió sonriendo.
– Me llamó de todo por esposarte a una silla. Dijo que podrías haber pasado la noche en el sofá de su habitación de hotel. Tómate esto último como te venga en gana.
– ¿Y Shelton?
– Está en casa con su mujer -dijo Bishop-. Le he llamado pero nadie responde. A veces tiene que desaparecer para pasar tiempo con ella por el problema del que te hablé, lo de su hijo muerto.
En una terminal cercana sonó un «bip». Gillette se levantó y fue a mirar la pantalla. Su bot incansable había estado trabajando toda la noche recorriendo el globo y ahora, para exhibir los esfuerzos realizados, mostraba el nuevo pez que había pescado.
Gillette se sentó ante el ordenador.
– ¿Vamos a aplicarle un poco de ingeniería social de nuevo?
– No. Tengo otra idea.
– ¿Cuál es?
– Voy a decir la verdad.
Tony Mott corría hacia el este sobre la cara bicicleta Fisher, por el bulevar Stevens Creek, pasando entre un gran número de coches y camiones y lanzándose hacia el aparcamiento de la Unidad de Crímenes Computarizados.
Siempre recorría los diez kilómetros que había entre su casa de Santa Clara y la UCC a buena velocidad: el policía delgado y musculoso pedaleaba con tanta rapidez como la que usaba al practicar otros deportes, ya fuera esquiar los toboganes de A-basin en Colorado, practicar el heli-sky en Europa, hacer descenso de cañones o rapel descendiendo de las montañas escarpadas que previamente había ascendido.
Pero hoy estaba pedaleando especialmente deprisa, mientras pensaba que antes o después convencería a Frank Bishop y podría vestir el chaleco antibalas y hacer un poco de trabajo serio de poli. Había trabajado muy duro en la academia y, aunque era un buen policía, su tarea en la UCC no resultaba más excitante que estudiar para su tesis doctoral. Es como si lo hubieran discriminado por haber sacado sólo un 3,97 en las pruebas del Tecnológico de Massachusetts.
Mientras colocaba el viejo y maltrecho candado Kriptonite al marco de su bici, vio cómo se le acercaba un tipo delgado y bigotudo que vestía una gabardina y que avanzaba a grandes zancadas.
– Hola -dijo el hombre, sonriendo.
– Hola.
– Soy Charlie Pittman, del Departamento del sheriff de Santa Clara.
Mott estrechó la mano del hombre. Conocía a varios detectives del condado y no había reconocido a este tipo pero le echó una rauda ojeada a la placa y la licencia que colgaba de su cuello y la foto concordaba.
– Tú debes de ser Tony Mott.
– Sí.
– He oído que pedaleas como un cabrón -dijo el detective, admirando la bicicleta Fisher.
– Sólo cuando voy cuesta abajo -contestó Mott, sonriendo con modestia, aunque sabía que sí, que pedaleaba como un cabrón tanto si era cuesta abajo, cuesta arriba o en llano.
Pittman se rió.
– No hago todo el ejercicio que debiera. Sobre todo cuando tengo que andar detrás de un tipo como el chico este de los ordenadores.
Era raro: Mott no había oído que nadie de la oficina del condado estuviera trabajando en el caso.
– ¿Vienes dentro? -preguntó Mott, agarrando su casco.
– Acabo de salir. Frank me ha estado poniendo al día. Éste es un caso para locos.
– Eso he oído -asintió Mott, mientras metía los guantes de tiro que se hacían guantes de bicicleta en la pretina de sus shorts de fibra elástica.
– ¿Y ese tipo que Frank usa como consultor? ¿El joven?
– ¿Te refieres a Gillette?
– Sí, ése es su nombre. Sabe mucho, ¿no?
– El tipo es un wizard -dijo Mott.
– ¿Cuánto tiempo va a andar echándoos una mano?
– Hasta que atrapemos al cabrón ese, supongo.
– Tengo que irme -dijo entonces Pittman, tras haber consultado su reloj-. Luego nos vemos.
Tony Mott saludó a Pittman mientras éste se iba caminando y sacaba su móvil para hacer una llamada. El policía del condado fue hasta el final del aparcamiento y de ahí pasó al aparcamiento contiguo. Mott advirtió este hecho y le pareció raro que hubiera aparcado tan lejos habiendo tantas plazas libres justo enfrente de la UCC. Pero luego fue hacia la oficina y pensó únicamente en el caso y en cómo iba a agenciarse, de una forma u otra, un lugar en el equipo de acceso dinámico, en cuanto echaran abajo la puerta para arrestar a Jon Patrick Holloway.
– Ani, Ani, Animorphs -dijo el niño.
– ¿Qué? -preguntó Phate, abstraído. Estaba en un Acura Legend que había robado recientemente y registrado a nombre de una de sus identidades, e iban camino del sótano de su casa de Los Altos.
– Ani, Ani, Animorphs. Hey, tío Irv, ¿te gustan los Animorphs? -preguntó Sammy Wingate.
«No, ni una puta mierda», pensó Phate. Pero tío Irv dijo:
– ¡Claro que me gustan!
– ¿Por qué estaba triste la señorita Gitting? -preguntó Sammy Wingate.
– ¿Quién?
– La señorita de recepción.
– No lo sé.
– Y, dime, ¿mamá y papá están ya en Napa?
– Eso mismo.
Phate no tenía ni idea del paradero de los padres. Pero sabía que, dondequiera que se encontraran, estaban disfrutando de los últimos momentos de paz antes de que una tormenta de terror descendiera sobre ellos. Era cuestión de segundos que alguien del colegio Junípero Serra empezara a llamar a amigos y familiares de los Wingate, quienes acabarían por enterarse de que no había habido ningún accidente.
Phate se preguntaba quién sufriría los mayores niveles de pánico: los padres del niño desaparecido o la directora y los profesores que habían puesto al niño en manos de un asesino.
– Ani, Ani, Animorphs. ¿Cuál es tu favorito?
– ¿Mi favorito qué?
– ¿Tú qué crees? -preguntó el pequeño Sammy con cierta falta de respeto, como pensaron tanto Phate como el tío Irv.
– Tu Animorph favorito -aclaró el niño-. Creo que el mío es Rachel. Se convierte en un león. Me inventé esta historia sobre ella. Y molaba mogollón. Lo que pasaba era que…
Phate escuchó la inane historia mientras el crío continuaba relatándola como si se tratara de un chatterbot. El cabroncete siguió con la cháchara sin el mínimo asomo de estímulo por parte del tío Irv, cuyo único consuelo en ese momento se encontraba en el cuchillo Kabar que llevaba en el bolsillo y en el adelanto de la reacción de Donald Wingate cuando descifrara lo que se ocultaba en la bolsa de plástico que Phate le iba a enviar dentro de poco. De acuerdo con el sistema de puntuación de los juegos MUD de acceso, Phate conseguiría 25 puntos (el máximo que se podía lograr con un asesinato) si era él mismo quien encarnaba al mensajero de UPS que dejaba el paquete y conseguía la firma en el recibo de D. Wingate.
Recordó su labor de ingeniería social en el colegio. Ésa sí que había sido una buena faena. Provocadora y limpia a un tiempo (a pesar de que el tío Irv hubiese decidido afeitarse el bigote poco después de haberse sacado la última foto para su licencia de conducir).
– ¿Crees que podremos montar el pony que compró papá? Tío, eso sí que es genial. Billy Tomkins no paraba de hablar de su nuevo perro pero, vamos, ¿quién no tiene un perro? Todo el mundo tiene un perro. Pero YO tengo un pony.
Phate le echó una ojeada al chaval. A su peinado perfecto. A la cara correa de piel del reloj que el niño había afeado al pintarle dibujos indescifrables en tinta. A los zapatos que alguien se había ocupado en limpiar. Todo en él apestaba a hortera.
Phate decidió que este niño no era como Jamie Turner, a quien no se había decidido a matar porque le recordaba mucho a sí mismo. No, este niño era como los cretinos que habían convertido la vida escolar de Jon Patrick Holloway en un puro infierno.
Qué inmensa fuente de satisfacción iba a ser sacar unas cuantas fotos al pequeño Samuel antes (y después) en el sótano.
– ¿Quieres montar a Charizard, tío Irv?
– ¿A quién? -preguntó Phate.
– Toma, a mi pony. El que papá me compró por mi cumpleaños. Tú estabas allí.
– Sí, lo había olvidado.
– Papá y yo solemos ir a montar. Charizard es genial. Sabe volver solo al establo. O, ya sé, podrías pedirle el caballo a papá y vamos juntos a dar la vuelta al lago. Si puedes seguirme.
Phate se preguntó si lograría aguantar hasta que llegasen al sótano de su casa de Los Altos. Deseaba callar la boca al chaval en ese mismo instante.
De pronto, en el coche sonó un pitido y, mientras el crío seguía parloteando sobre héroes que se convertían en perros o en leones, Phate sacó el busca del cinturón y leyó la pantalla.
Su reacción fue un jadeo bien audible.
El mensaje de Shawn era bien largo, pero se resumía diciendo que Wyatt Gillette estaba en las dependencias de la UCC.
Phate experimentó un arrebato similar al producido si hubiera tocado un cable eléctrico y tuvo que parar en el arcén.
Por Dios Santo… ¡Gillette (Valleyman) estaba ayudando a la policía! ¡Por eso habían sabido tanto sobre él y le seguían la pista tan de cerca!
De inmediato le vinieron a la mente cientos de recuerdos de sus días en los Knights of Access. Los increíbles pirateos. Las horas y horas de loca conversación, tecleando tan rápido como les era posible por miedo a que la idea se les escapara de la cabeza. La paranoia. Los riesgos. La euforia de haber llegado donde nadie más podía llegar.
Y pensar que ayer mismo había estado pensando en ese artículo que había escrito Gillette… Lo había copiado casi entero en un cuaderno. Se acordaba de la última frase: «Cuando alguien ha pasado por la Estancia Azul, no puede volver del todo al Mundo Real».
Valleyman: cuya curiosidad infantil y naturaleza obstinada no le dejaban descansar hasta haber entendido todo lo que había que entender sobre algo que fuera nuevo para él.
Valleyman: cuya brillantez a la hora de programar se acercaba a la suya y en ocasiones la superaba.
Valleyman: cuya alta traición le había destrozado la vida a Phate y había hecho pedazos la Gran Ingeniería Social. Y quien seguía vivo sólo porque Phate no se había propuesto asesinarlo.
– Oye, tío Irv, ¿cómo es que nos hemos parado aquí? ¿Es que le pasa algo al coche?
Miró al chaval, sintió el cuchillo en su pantalón. Echó un vistazo a la carretera desierta.
– Bueno, Sammy, ¿sabes qué?, creo que sí le pasa algo. ¿Por qué no le echas una ojeada?
– ¿Yo?
– Sí.
– Pero no sé qué hacer.
– Mira si tenemos una rueda baja -sugirió un educado tío Irv.
– Vale. ¿Qué rueda?
– La derecha trasera.
El crío miró hacia la izquierda. Phate señaló hacia el otro lado.
– Oye, vale, ésa. ¿Y qué busco?
– Bueno, ¿qué buscarían los Animorphs?
– No sé. Si tiene un clavo o algo así.
– Eso está bien. ¿Por qué no vas a mirar si tiene un clavo?
– Vale.
Phate le quitó el cinturón al niño.
Se inclinó sobre Sammy para abrirle la puerta.
– Lo puedo hacer yo solo -dijo el niño, desafiante-. Tú no tienes que hacerlo.
– Vale -dijo Phate. Y encendió el motor, revolucionándolo. La puerta se cerró de golpe y las ruedas rociaron a Sammy con polvo y gravilla. Empezó a gritar: «Espera, tío Irv…».
Phate aceleró y salió derrapando por la autovía a gran velocidad.
El lloriqueante niño corrió tras él, pero quedó oscurecido por la gran nube de humo que habían levantado las ruedas. Por su parte, Phate había dejado de pensar en Sammy desde el mismo momento en que la puerta se había cerrado.
Renegade334: Triple-X, soy yo otra vez. Quiero hablar Contigo. NBS.
– Las siglas están en inglés y significan No bullshit, sin tonterías -le explicó Patricia Nolan a Frank Bishop mientras observaban la pantalla de ordenador que quedaba enfrente de Wyatt Gillette.
Nolan había llegado hacía unos minutos desde su hotel, mientras Gillette había salido lanzado hacia la terminal. Lo había rondado como si pensara darle un abrazo de buenos días. Pero había advertido que él se hallaba totalmente concentrado y había preferido no hacerlo. Así que había acercado una silla y se había sentado cerca de la pantalla. Tony Mott también estaba cerca. Bob Shelton había llamado a Frank Bishop para decirle que su mujer estaba enferma y que llegaría tarde.
Gillette tecleó otro mensaje y dio a Return.
Renegade334: ¿Estás ahí? Quiero hablar.
– ¡Venga! -se dio ánimos Gillette-. Venga, hombre, habla conmigo.
Triple-X: Hoy tecleas muy bien. Por no hablar de la gramática y de la ortografía. BTW [3], he despegado desde una plataforma anónima en Europa. No puedes rastrearme.
Renegade334: Ni siquiera lo intentamos. Siento lo de ayer. Lo de engañarte. Andábamos desesperados. Te estay pidiendo ayuda.
Triple-X: ¿Quién eres?
Renegade334: ¿Has oído hablar de los Knights of Access?
Triple-X: TODO EL MUNDO ha oído hablar de los KOR. ¿Quieres decir que estabas en la banda?
Renegade334: Soy Valleyman.
Triple-X: ¿Tú Valleyman? NFUU.
– No fucking way, y una puta mierda -tradujo esta vez Tony Mott a Bishop.
Se abrió la puerta de la UCC y entraron Stephen Miller y Linda Sánchez. Bishop les explicó lo que sucedía.
Renegade334: Lo soy. De verdad.
Triple-X: Si lo eres podrás decirme en qué sistema entraste hace seis años: y me refiero al grande, ya sabes a qué me refiero.
– Me está poniendo a prueba -dijo Gillette-. Seguro que ha oído hablar a Phate de los hackeos de los KOA y quiere ver si sé lo que ocurrió.
Renegade334: Fort Meade.
Fort Meade, en Maryland, era la sede de la Agencia Nacional de Seguridad (la NSA) y tenía en un solo emplazamiento más superordenadores de los que había en cualquier lugar del mundo. Y también contaba con la más férrea seguridad de todas las instalaciones gubernamentales del país.
– ¡Dios mío! -susurró Tony Mott-. ¿Entraste en Meade?
Gillette se encogió de hombros:
– Sólo en la conexión a Internet, no en las cajas negras.
Triple-X: ¿Cómo lograste pasar los firewalls?
Renegade334: Oímos que la NSR estaba instalando un nuevo sistema. Lo hicimos por la falla del sendmail de Unix. Una vez que habían instalado la máquina, teníamos tres minutos antes de que cargaran el patch para arreglar el programa, así es como entramos.
La famosa falla del sendmail era un error en la primera versión de Unix que más tarde arreglaron, y que permitía enviar cierto tipo de correo electrónico al usuario raíz (el administrador del sistema) que en ocasiones capacitaba al emisor del correo para tomar el control del directorio del ordenador.
Triple-X: Tío, eres todo un wizard. Todo el mundo ha oído hablar sobre ti. Pensaba que estabas en la cárcel.
Renegade334: Y lo estoy. Tengo la condicional. Pero no te buscan a ti.
– Por favor, por favor… -susurraba Mott-. No huyas.
Triple-X: ¿Qué es lo que quieres?
Renegade334: Estamos tratando de encontrar a Phate – Jon Holloway.
Triple-X: ¿Para qué lo quieres?
Gillette miró a Bishop, quien le hizo una seña de que siguiera adelante.
Renegade334: Está matando gente.
Otra pausa. Gillette estuvo tecleando mensajes invisibles en el aire durante treinta segundos antes de recibir respuesta.
Triple-X: Había oído rumores. Está usando ese programa suyo, Trapdoor, para perseguir a la gente, ¿no?
Renegade334: Eso mismo.
Triple-X: SABIA que lo usaría para hacer daño. Ese tío es un puto loco Kbrón.
Gillette pensó que para esas últimas siglas no hacía falta ninguna traducción.
Triple-X: ¿Qué quieres que haga?
Renegade334: Que nos ayudes a encontrarlo.
Triple-X: IDTS.
– Seguro que significa I don't think so: no lo creo.
– Así es, jefe -dijo Patricia Nolan-. Ya estás aprendiendo la jerga -Gillette se dio cuenta de que Bishop ya había recibido el trato que antes correspondía a Anderson, el de «jefe».
Renegade334: Necesitamos ayuda.
Triple-X: No tienes ni idea de lo peligroso que es este hijo de puta. Es un psicópata. Vendrá por mí.
Renegade334: Cambia tu nombre de usuario y la identificación de tu sistema.
Triple-X: LTW.
– Éste se traduce así: «Como si eso fuera a servir de algo» -dijo Nolan a Bishop.
Triple-X: Me encontraría en diez minutos.
Renegade334: Pues no te conectes a la red hasta que lo hayamos atrapado.
Triple-X: ¿Cuando hacías hacking hubo un solo día en que no te conectaras a la red?
Ahí Gillette se detuvo. Y luego escribió:
Renegade334: No.
Triple-X: ¿Y quieres que yo arriesgue mi vida y no pueda conectarme porque no podéis encontrar a ese imbécil?
Renegade334: Está ASESINANDO a civiles.
Triple-X: Podría estar observándonos ahora mismo. Podría tener Trapdoor en tu ordenador. O en el mío. Podría estar viendo todo lo que escribimos.
Renegade334: No, no es así. Si estuviera aquí yo lo sentiría. Y tú también podrías sentirlo. Tienes ese don, ¿no?
Triple-X: Cierto.
Renegade334: Sabemos que le gustan las cuestiones de snuff y las fotos de escena del crimen. ¿Tienes algo que él te haya enviado?
Triple-X: No, la borré toda. No quería tener nada que me uniera a él.
Renegade334: ¿Conoces a Shawn?
Triple-X: Sólo sé que anda con Phate. Corre el rumor de que Phate no habría sido capaz de escribir el Trapdoor sin la ayuda de Shawn.
Renegade334: ¿También es un wizard?
Triple-X: Es lo que he oído. Y también que da MIEDO.
Renegade334: ¿Dónde está Shawn?
Triple-X: Creo que anda por la zona de la bahía. Pero eso es todo lo que sé.
Renegade334: ¿Estás seguro de que es un hombre?
Triple-X: No, pero ¿cuántas hackers con faldas conoces?
Renegade334: ¿Nos ayudarás? Necesitamos la verdadera dirección de e-mail de Phate, la dirección de Internet, las páginas web que visita, los archivos que se sube en HTP, cosas así.
– Triple-X no quiere contactarnos on-line. Es demasiado peligroso. Ni tampoco aquí -se volvió hacia Bishop y dijo-: Dame el número de tu móvil.
Bishop se lo dio y Gillette se lo transmitió a su interlocutor, quien no pareció haberlo visto, y sólo escribió:
Triple-X: Voy a desconectar. Hemos hablado demasiado. Pensaré en eso.
Renegade334: Necesitamos tu ayuda. Por favor…
Triple-X: Eso es extraño.
Renegade334: ¿Qué?
Triple-X: Es la primera vez que veo que un hacker escribe «por favor».
La conexión acabó aquí.
Una vez que Phate había descubierto que Gillette estaba ayudando a la policía a encontrarlo y había dejado al pequeño Animorph llorando en un arcén de la carretera, salió disparado hacia el almacén que tenía alquilado cerca de San José. Llegó a las once en punto de la mañana y el tiempo era frío y desapacible.
Cuando jugaba su versión del juego Access en el Mundo Real solía viajar a una ciudad distinta y allí montar una casa durante un tiempo, pero este almacén era, más o menos, su residencia permanente, donde guardaba todo lo que tenía alguna importancia para él.
Sí, mil años más tarde, los arqueólogos se decidieran a cavar entre capas y capas de tierra y arcilla y acabaran hallando este lugar polvoriento y lleno de telarañas, creerían haber descubierto un templo dedicado a la primitiva era de la informática, un hallazgo tan significativo como la exhumación de la tumba del faraón Tutankamón por parte del explorador Howard Carter.
Aquí, en esta estancia fría, vacua (se trataba de un corral de dinosaurios abandonado) estaban todos los tesoros de Phate. Un ordenador analógico completo EAITR-20 de los años sesenta, un equipo informático Heath de 1956, un Altair 8800 y un 680b, un portátil IBM 510 de hace veinticinco años, un Commodore KIM-1, el famoso TRS-80, un portátil Kaypro, un COSMAC VIP, unos cuantos Apples y Macs, tubos provenientes del primer Univac y engranajes de latón y un disco numerado de un prototipo del nunca finalizado Motor de Diferencias de Charles Babbage con notas tomadas por Ada Byron (hija de Lord Byron y compañera de Babbage), quien escribió instrucciones para sus máquinas y que, por tanto, es considerada la primera programadora informática de la historia. También guardaba docenas de otros artículos.
En las baldas descansaban todos los Libros Arco Iris (los manuales técnicos que tratan de todos y cada uno de los aspectos de los sistemas informáticos y de seguridad), con las cubiertas expuestas a la penumbra presentando sus tonos naranjas, rojos, amarillos, añiles, lavandas y verde cerceta.
Es probable que el póster enmarcado de letras de la empresa Traf-O-Data (el antiguo nombre que Bill Gates le diera a Microsoft) fuera el souvenir favorito de Phate.
Pero ese almacén no hacía sólo las funciones de museo. También servía para algo. Contenía hileras y más hileras de cajas de disquetes, una docena de ordenadores en buen estado y como unos dos millones de dólares en componentes informáticos especializados, en su mayor parte para la construcción y reparación de superordenadores. Phate obtenía cuantiosos ingresos comprando y vendiendo dichos productos.
También aquí tenía su escenario: éste era el lugar donde planeaba sus ataques y donde alteraba su aspecto y personalidad. Aquí se encontraban la mayoría de sus disfraces y vestimentas. En una esquina tenía un ID 4000 (una máquina para hacer credenciales y pases de identificación de seguridad) al que se sumaba un quemador de bandas magnéticas. Con estas máquinas (y una pequeña ayuda de los archivos informáticos del Departamento de Vehículos Motorizados, de varias universidades y del Departamento de Registros Vitales) podía convertirse en quien quisiera y crear la documentación necesaria para probarlo. Hasta podía hacerse un pasaporte.
Comprobó sus equipos. Tomó, de una estantería que tenía sobre el escritorio, un teléfono móvil y unos cuantos portátiles Toshiba, en uno de los cuales cargó un jpeg: una imagen fotográfica comprimida. También buscó una gran caja de almacenamiento de discos que le sería de mucha ayuda, y comenzó a colocar con sumo cuidado los disquetes sobre las baldas.
El susto y la impresión de haber sabido que Valleyman se encontraba entre sus adversarios ya habían amainado, y se habían convertido en una especie de excitación nerviosa. A Phate le encantaba que su juego hubiera sufrido un giro dramático imprevisto, algo que era conocido por todos aquellos que hubieran jugado alguna vez a Access o a otros juegos MUD: ese instante en el que la trama da un giro de ciento ochenta grados y el cazador se convierte en la presa.
Mientras buceaba como un delfín por la Estancia Azul, ya fuera en calas de la costa, en mar abierto, surcando la superficie o entre la oscura vegetación que puebla los impracticables fondos marinos, el incansable bot de Wyatt Gillette encontró algo y envió un mensaje urgente a su señor.
El ordenador de la sede de la UCC soltó un pitido.
– ¿Qué tenemos? -preguntó Patricia Nolan.
Gillette señaló la pantalla.
Resultados de la Búsqueda:
Buscar: «Phate»
Locarían: Newsgroup: alt.pictures.true.crime
Status: Posted message
El rostro de Gillette resplandecía de entusiasmo. Llamó a Bishop:
– Phate ha colgado algo en la red.
El detective caminó hacia el ordenador, mientras Gillette se conectaba on-line y se metía en Usenet. Allí encontró el grupo de noticias e hizo doble clic en el mensaje.
Message I-D: ‹100042345410815.NPI6015@k2rdka›
X-Neuusposter: newgroupspost-1.2
Newsgroups: alt.pictures.true.crime
De: phate@isenet.com
Para: Grupo
Asunto: Un personaje reciente
Encoding:.jpg
Líneas: 1276
NNTP-Posting-Date: 2 abril
Fecha: 2 Apr 11.12 a.m.
Path: news.newspost.coml southwest.coml news-com.mesh.ad.jpl.counterculturesystems.coml lari-vegauche.fr.net! frankfrt.de.net! suwlip.net! newusser-ve.deluxe.interpost.net! lnternet.gateway.net! roma. internet.it! globalsystems.uk!
Recordatorio: El mundo entero es un MUD, y la gente que lo puebla son meros personajes.
Nadie pudo imaginarse qué significaba ese intento de paráfrasis de Shakespeare que había hecho Phate.
Hasta que Gillette descargó la foto que venía adjunta con el mensaje.
Poco a poco apareció en la pantalla.
– Dios mío, qué hijo de perra -murmuró Linda Sánchez, con los ojos fijos en la terrible fotografía.
En la pantalla se veía una foto de Lara Gibson. Estaba medio desnuda, tirada sobre un suelo de baldosas: parecía estar en un sótano. Su cuerpo estaba lleno de cortes y cubierto de sangre. Sus ojos apagados miraban desesperadamente la cámara. Gillette se sintió mareado al contemplar la imagen, y supuso que ésta había sido tomada cuando a la víctima le quedaban pocos minutos de vida. Él, al igual que Linda Sánchez, tuvo que desviar la mirada.
– ¿Y esa dirección? -preguntó Frank Bishop-. ¿Phate@isenet.com? ¿Hay alguna posibilidad de que sea real?
Gillette puso en marcha el HyperTrace y comprobó la dirección.
– Es falsa -dijo, y nadie se sorprendió.
– ¿Y la foto? -sugirió Miller-. Sabemos que Phate está en la zona. ¿Y si enviamos a unos cuantos agentes a que echen un vistazo por los sitios de revelado en una hora? Quizá lo reconozcan.
Antes de que Gillette pudiera hablar, una impaciente Patricia Nolan respondía:
– No se habrá arriesgado a llevar la foto a revelar a ningún lado. Habrá usado una cámara digital.
Hasta Frank Bishop, poco adepto a la tecnología, se había imaginado que así era.
– Así que esto no nos es de ayuda -dijo el detective, señalando la pantalla.
– Bueno, quizá lo sea -dijo Gillette. Se aproximó más al monitor y señaló la línea que rezaba «path».
Recordó a Bishop que el recorrido que identificaba los sistemas utilizados por Phate para acceder al servidor que descargaría la foto quedaban identificados en el encabezamiento del mensaje.
– Son como direcciones de calles. ¿Aquel hacker de Bulgaria, Vlast? Sus listados de encabezamientos eran todos falsos cuando puso la foto del asesinato en la red, pero quizá éste sea real o al menos contenga algunos sistemas que Phate ha utilizado de verdad a la hora de subir la foto de Gibson.
Gillette comenzó a comprobar todos los sistemas señalados en la línea «path» con su HyperTrace.
Todos los sistemas hasta llegar al newsserve.deluxe.interpost.net eran reales. Pero los tres últimos no.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Bishop.
– Que ése era el sistema que en verdad estaba usando Phate: newsserve.deluxe.interpost.net.
Gillette ordenó a HyperTrace que buscara más información sobre la empresa. En un instante surgía esto en la pantalla:
Nombre del Dominio: lnterpost.net
Registrado a nombre de Interpost Europe SA
23443 Grand Palais
Brujas. Bélgica
Servicios: Proveedor de servicios de Internet, Web hosting, lecturas y reenvíos anónimos.
– Es un chainer -dijo Gillette, moviendo la cabeza-. No me sorprende.
Nolan le explicó a Bishop por qué no era un buen augurio:
– Un chainer es un servicio que oculta tu identidad cuando envías e-mails o cuelgas mensajes en la red.
– Phate envió la imagen a Interpost -prosiguió Gillette- y sus ordenadores la despojaron de su dirección real, le colocaron otra falsa y la enviaron desde allí.
– ¿Y no podemos rastrearla? -preguntó Bishop.
– No -dijo Nolan-. Es un callejón sin salida. Ésa es la razón por la cual Phate no se ha molestado en escribir un encabezamiento falso, como hizo Vlast.
– Bueno -señaló el policía-, Interpost conoce la procedencia del mensaje. Encontremos su número de teléfono, llamémosles y lo descubriremos.
El hacker sacudió la cabeza.
– Los chainers mantienen su trabajo porque garantizan que nadie, absolutamente nadie, ni siquiera la policía, podrá saber quién es el emisor del mensaje.
– Así que no hay nada que podamos hacer, ¿no? -dijo Bishop.
– No necesariamente -replicó Wyatt Gillette-. Creo que tenemos que seguir pescando.
Mientras el ordenador de la UCC de la policía del Estado, por medio del mecanismo de búsqueda de Wyatt Gillette, enviaba una petición de información sobre Interpost en Bélgica, Phate estaba sentado en el motel Bay View, una posada decrépita ubicada en una franja arenosa de la zona comercial de Freemont, California, al norte de San José.
Sirviéndose de un ordenador portátil Toshiba, se había infiltrado en un cercano router que manejaba todo el tráfico de Internet de la zona y había visto la petición de Gillette corriendo por la red.
Por supuesto, Phate sabía que un chainer extranjero como Interpost no se molestaría ni en contestar la petición de identidad de ningún cliente a ningún policía de los Estados Unidos. También había previsto que Gillette usaría un mecanismo de búsqueda para indagar información general sobre Interpost, con la esperanza de encontrar algo que ayudara a los policías para suplicar o sobornar la cooperación del servicio belga de Internet.
En cuestión de segundos, la búsqueda de Gillette había localizado docenas de sitios en los que se mencionaba a Interpost y estaba a punto de reenviar sus nombres y direcciones al ordenador de la UCC. Pero los paquetes de datos que contenían esa información tomaron un desvío: fueron encaminados al portátil de Phate. Trapdoor modificó los paquetes para insertar su laborioso demonio y los mandó de vuelta a la UCC. Entonces Phate recibió este mensaje:
Trapdoor
Enlace completado
¿Quiere Introducirse en el ordenador del sujeto? Sí/No
Phate tecleó «Sí», dio a Enter y en un instante estaba curioseando el sistema de la UCC.
Tecleó más comandos y comenzó a echar una ojeada a algunos ficheros que aludían a que Phate, como cualquier otro baboso asesino en serie, había colgado en la red la foto de la moribunda Gibson para amenazarlos o para consumar algún extraño tipo de fantasía sado-sexual. Pero no era así: la había colgado para que le sirviera de anzuelo para encontrar la dirección de Internet de la máquina de la UCC. Una vez que hubo colgado la fotografía, había dado instrucciones a su ordenador para que le diera las direcciones de todos aquellos que la descargaban en su ordenador. Y uno de ellos había sido un ordenador gubernamental del Estado de California, situado en la zona oeste de San José, que tenía que ser la oficina de la UCC.
Entonces Phate recorrió los ficheros del ordenador de la policía, copiando todo aquello que pensó que podría serle de ayuda, y luego se fue directo a un fichero titulado «Expedientes de personal. Unidad de Crímenes Computarizados».
Su contenido estaba encriptado, no era de extrañar. Phate abrió una ventana en Trapdoor e hizo clic en «Decodificar». El programa comenzó a trabajar para agenciarse el código.
Mientras gemía el disco duro, Phate se levantó y abrió una Mountain View de una nevera portátil que estaba en el suelo de la habitación del motel. Introdujo una pajita y, sorbiendo el dulce líquido, fue hasta la ventana: columnas de luz solar rompían los nubarrones en ese instante. La cascada irritante de luz lo molestó y con presteza cerró las cortinas y corrió hacia los mudos colores electrónicos de la pantalla de ordenador, que para él poseían más belleza que cualquier combinación salida de la paleta divina.
– Lo tenemos -anunció Gillette al equipo-, Phate está dentro de nuestra máquina. Comencemos el rastreo.
– ¡Muy bien! -exclamó Tony Mott, quien dio un silbido victorioso ensordecedor.
Gillette arrancó HyperTrace y la ruta que mediaba entre el ordenador de la UCC y el de Phate apareció en la pantalla en forma de una línea de puntos amarillos, acompañados de la emisión sonora de lánguidos pings.
– Nuestro chico es bueno, ¿eh, jefe? -dijo Linda Sánchez mirando admirativa a Gillette.
– Parece que todo marcha -respondió Bishop.
Diez minutos antes, mientras estaban ojeando el recorrido del mensaje de Phate y habían comprobado que Interpost era un chainer, Gillette había tenido una corazonada: que todo eso era una estratagema.
Gillette intuyó que el asesino, como cualquier experto en los juegos MUD, les había hecho una encerrona y que no había colgado las fotos para burlarse de ellos o amenazarlos sino para conseguir la dirección de la UCC y así poder introducirse en su ordenador.
Gillette se lo explicó al equipo y añadió:
– Y vamos a dejar que lo haga.
– Para poder rastrearlo nosotros a él -intuyó Bishop.
– Eso mismo -confirmó Gillette.
– Pero no podemos permitir que se infiltre en nuestro sistema -protestó Stephen Miller, señalando las máquinas de la UCC.
– Claro que no -repuso Gillette-. Voy a transferir todos los datos reales a unas cuantas copias de seguridad y los reemplazaré por archivos encriptados. Y mientras esté tratando de decodificarlos lo ubicaremos.
Bishop estuvo de acuerdo y Gillette transfirió toda la información reservada, como los archivos referentes al personal, a cintas y las reemplazó con ficheros codificados.
Acto seguido Gillette inició la búsqueda de Interpost y, cuando llegaron los resultados, vinieron acompañados del demonio Trapdoor.
– Es como un violador -dijo Linda Sánchez al ver cómo las carpetas del sistema se abrían y cerraban.
La profanación será el crimen del nuevo siglo.
– ¡Venga, venga! -daba ánimos Gillette a su programa HyperTrace, que soltaba un lánguido ping de sonar cada vez que identificaba un nuevo enlace en la cadena de conexión.
– ¿Y qué pasa si está usando un anonimatizador? -preguntó Bishop.
– Dudo que lo esté haciendo. Si estuviera en su pellejo andaría deprisa, y me conectaría lo más seguro desde un teléfono público o desde una habitación de hotel. Y usaría una máquina caliente.
– ¿Qué es eso? ¿Qué es una máquina caliente?
– Un ordenador que se usa una vez y luego se abandona -le explicó Nolan-. Y que no contiene nada que pueda servir para localizarte.
– Así que podría salir corriendo en cualquier momento.
– Podría, pero no creo que se huela que andamos tras él. Él no nos envía pings. Si nos movemos con rapidez quizá seamos capaces de dar con él.
Gillette se inclinó hacia delante, mirando con fijeza la pantalla del ordenador mientras las líneas del Hyper-Trace iban desde la UCC hacia Phate. Por fin se detuvieron en un enclave situado al nordeste de donde se encontraban.
– ¡Tengo su proveedor de servicios! -gritó, leyendo la información que aparecía en su pantalla-. Está conectado a ContraCosta On-Line en Oakland -se volvió hacia Stephen Miller-: Llama ahora mismo a Pac Bell.
La compañía telefónica completaría el rastreo desde ContraCosta On-Line hasta la misma máquina de Phate. Miller habló con el servicio de seguridad de Pac Bell con urgencia.
– Sólo unos pocos minutos -dijo Patricia Nolan con un matiz de tensión en su voz-: Sigue conectado, sigue conectado… Por favor.
Y entonces Stephen Miller, que estaba al teléfono, se puso rígido de repente y esbozó una sonrisa. Dijo:
– Pac Bell lo ha pillado. Está en el motel Bay View, en Freemont.
Bishop sacó el móvil. Llamó a la operadora de la Central y pidió que alertaran al equipo táctico.
– Quiero una operación silenciosa -ordenó-. Que los agentes se presenten allí en cinco minutos. Lo más seguro es que esté sentado frente a la ventana, sospechando el ataque, y tenga el coche en marcha en el aparcamiento. Dígaselo a los chicos del SWAT.
Luego llamó a Huerto Ramírez y a Tim Morgan y les dijo que se dirigieran también al motel.
Tony Mott veía todo esto como una nueva oportunidad de hacer de poli de verdad. No obstante, esta vez Bishop lo sorprendió:
– Vale, agente. Ahora se viene con nosotros. Pero se mantendrá en segundo plano.
– Sí, señor -dijo el joven con gravedad y sacó del armario una nueva caja de munición.
– Creo que con esos dos cargadores que lleva colgando -le comentó Bishop, aludiendo a su cinturón- será más que suficiente, agente.
– Claro. Vale -aunque esperó a que Bishop mirara en otra dirección para introducir un puñado de balas en el bolsillo de su impermeable.
– Tú te vienes conmigo -dijo Bishop a Gillette-. Antes pasaremos a recoger a Bob Shelton. Nos pilla de camino. Y ahora vamos a cazar a un asesino.
El detective Bob Shelton vivía en un barrio modesto cercano a la autovía de San José.
Los patios de las casas estaban llenos de juguetes de plástico de los más jóvenes, y las aceras de coches baratos: Toyotas, Fords, Chevys…
Frank Bishop condujo hasta la casa. No salió de inmediato sino que parecía que se lo estaba pensando. Por fin, habló:
– Quiero decirte una cosa sobre la mujer de Bob… ¿Recuerdas que su hijo murió en un accidente de coche? Ella nunca lo ha superado. Bebe demasiado. Bob dice que ella está enferma. Pero ésa no es la cuestión.
– Entiendo.
Caminaron rápidamente hasta la casa. Bishop llamó al timbre. No se oyó el sonido dentro, pero podían percibir voces lejanas. Voces enfadadas.
Y luego un grito.
Bishop miró a Gillette, dudó un instante y luego comprobó la puerta. No tenía echada la llave. La abrió, con la pistola en la mano. Gillette entró después de él.
La casa estaba hecha un asco. Llena de platos sucios, revistas y ropas amontonadas en la sala. Dentro olía a algo agrio: a una mezcla de ropa sucia y alcohol. Sobre la mesa había una comida que nadie había tocado: dos sandwiches de queso. Era la hora del almuerzo, las doce y media, pero Gillette no supo si los habían preparado para hoy o eran sobras de algún día anterior. No vieron a nadie pero en una habitación contigua oyeron que algo se rompía y luego unos pasos.
Tanto a uno como a otro los sacudió un grito, una voz pastosa de mujer que clamaba:
– ¡Estoy de puta madre! Crees que puedes controlarme. No sé por qué diantres piensas eso: tú tienes la culpa de que yo no esté bien.
– Yo no… -dijo la voz de Bob Shelton. Pero sus palabras fueron apagadas por otro estallido de algo que se había caído, o que tal vez le había arrojado su esposa-. Señor -murmuró él-. Mira lo que has hecho.
Desamparados, el hacker y el detective estaban de pie en la sala, sin saber qué hacer una vez que se habían metido en aquel berenjenal doméstico.
– Ya lo limpio yo -murmuró la esposa de Shelton.
– No, ya lo…
– Déjame en paz. No te enteras de nada. Nunca lo has hecho. No puedes entenderlo.
Gillette se fijó en el hueco que abría una puerta a medio volver en una habitación más allá del pasillo. Miró con atención. La habitación era oscura y de allí le llegaba un olor lúgubre. Sin embargo, lo que había llamado su atención no era el olor sino lo que había cerca de la puerta. Una caja de metal cuadrada.
– Mira eso.
– ¿Qué es? -preguntó Bishop.
Gillette se agachó y lo examinó. Dejó escapar una carcajada.
– Es una vieja CPU Winchester. Una grande. Ahora nadie las usa pero hace unos años eran lo mejor de lo mejor. La mayor parte de la gente las usaba para mantener tablones de anuncios en las primeras websites. Creía que Bob no sabía nada de ordenadores.
Bishop se encogió de hombros y no pareció pensar más en la caja cuadrada. La respuesta a la pregunta de por qué Bob Shelton tenía un disco de servidor nunca se disipó, pues en ese mismo momento el detective caminó por el pasillo y puso cara de susto cuando advirtió la presencia de Bishop y de Gillette.
– Hemos tocado el timbre -dijo Bishop.
Shelton se quedó helado, como si estuviera planteándose cuánto habían llegado a escuchar los dos intrusos.
– ¿Emma está bien? -preguntó Bishop.
– Sí -respondió con cautela.
– Pues no sonaba muy… -empezó a decir Bishop.
– Tiene gripe -respondió el otro con rapidez. Miró a Gillette con cara de pocos amigos.
– ¿Qué es lo que hace éste aquí?
– Hemos venido a recogerte, Bob. Tenemos una pista sobre Phate en Freemont. Tenemos que darnos prisa.
– ¿Una pista?
Bishop le explicó la operación táctica para atrapar a Phate que se estaba preparando con un asalto al motel Bay View.
– Vale -dijo el policía, después de contemplar a su mujer, que ahora lloraba en silencio-. Salgo en un minuto. ¿Puedes esperar en el coche? -luego miró a Gillette-: No lo quiero en mi casa, ¿está claro?
– Por supuesto, Bob.
Esperó a que Bishop y Gillette salieran por la puerta para volver al dormitorio. Vaciló, como si estuviera reuniendo coraje, y luego entró.
Todo se reduce a esto…
Uno de sus mentores en la policía del Estado había compartido los siguientes conocimientos con un principiante Frank Bishop años atrás, cuando iban camino de patear la puerta de un apartamento en la dársena de Oakland. Dentro había unos cinco o seis kilos de algo de lo que los inquilinos no querían desprenderse y unas cuantas armas automáticas que no tenían problema en utilizar.
– Todo se reduce a esto -había dicho el veterano policía-. Olvídate de los refuerzos, de los helicópteros, de los reporteros, de los de Asuntos Públicos, de los jefazos de Sacramento y de las radios y de los ordenadores. Lo único que cuenta eres tú contra el chico malo. Tiras una puerta abajo, persigues a alguien por un callejón oscuro, avanzas hasta el conductor de un coche y el tipo del volante está mirando al frente, y tal vez se trata de un ciudadano modelo, tal vez sostiene su cartera con la licencia o tal vez se agarra el rabo o empuña una pistola Browning 380 con el seguro quitado. ¿Ves adonde quiero llegar?
Traspasar esa puerta era de lo que se trataba cuando uno es policía.
Frank Bishop pensaba en todo lo que aquel hombre le había dicho años atrás, mientras conducían a toda velocidad por la autovía en dirección Freemont, donde Phate seguía asaltando el ordenador de la UCC.
También pensaba en algo que había descubierto en su visita a San Ho, algo que estaba en el historial de Wyatt Gillette: el artículo que el hacker había escrito, donde denominaba al mundo de los ordenadores como la Estancia Azul. En su opinión, era una expresión que se podía aplicar perfectamente a la policía.
«Azul» por el uniforme.
«Estancia» porque el lugar al que uno se dirigía, derribando puertas o corriendo por callejones oscuros o en el asiento del conductor de un coche aparcado, era algo tan indeterminado que resultaba distinto a cualquier otro lugar de este mundo de Dios.
Todo se reduce a esto…
Bob Shelton, aún taciturno por el incidente de su casa, era quien se encontraba al volante. Gillette estaba sentado en el asiento del copiloto. (Shelton no quería ni oír hablar de un recluso sentado detrás de dos agentes.)
– Phate aún está conectado en el chat, tratando de asaltar los archivos de la UCC -dijo Gillette. El hacker estudiaba la pantalla de un portátil, conectado a la red por medio de un teléfono móvil.
Llegaron al motel Bay View. Bob Shelton frenó con fuerza y se adentraron en un aparcamiento donde un policía uniformado daba instrucciones.
En el aparcamiento había una docena de coches de la policía del Estado y de los patrulleros, y un grupo de policías de uniforme, en ropa de calle y que vestía chalecos antibalas, hacía corro allí mismo. Este aparcamiento era contiguo al motel Bay View pero no se veía desde sus ventanas.
En otro Crown Victoria venían Linda Sánchez y el aspirante a policía TonyMott, parapetado (a pesar de la niebla y del cielo encapotado) tras sus gafas de sol Oakley y vistiendo guantes de tiro de caucho. Frank Bishop se preguntó cómo lograría que Mott no se hiciera daño ni pusiera a nadie en peligro durante la operación.
El elegante Tim Morgan, que hoy vestía un traje con chaleco color verde bosque de corte impecable (de no ser por el chaleco antibalas), advirtió la presencia de Bishop y de Shelton, corrió hacia el coche y se inclinó frente a la ventanilla.
– Hace dos horas -dijo, tras recuperar el resuello-, un tipo que concuerda con la descripción de Holloway se registró con el nombre de Fred Lawson. Pagó en metálico. Rellenó la información sobre su coche en la tarjeta de registro del motel, pero no hay ninguno que coincida. Lo que ha escrito en la tarjeta se lo ha inventado. Está en la habitación dieciocho. Tiene las cortinas corridas pero aún está al teléfono.
– ¿Todavía sigue on-line? -preguntó Bishop a Gillette.
– Sí -respondió el hacker tras haber consultado su portátil.
Bishop, Shelton y Gillette salieron del coche. Se les unieron Sánchez y Mott.
– Al -llamó Bishop a un agente negro muy fuerte. Alonso Johnson era el jefe del equipo de fuerzas especiales de la policía del Estado en San José. A Bishop le gustaba, pues era tan calmado y metódico como peligroso y entusiasta podía ser un policía inexperto como, digamos, Tony Mott-. ¿Cuál es la situación?
El de fuerzas especiales abrió un plano del motel.
– Hemos apostado agentes aquí, aquí y aquí -señaló varios puntos en el plano-. No tenemos mucha libertad de acción. Será la típica detención de motel. Primero aseguramos las habitaciones de los lados y la de arriba. Luego echamos la puerta abajo: tenemos una llave maestra y un cortafríos. Entramos y lo agarramos. Si trata de escapar por el patio se las verá con un segundo equipo esperándolo fuera. Y hemos puesto algunos tiradores, por si está armado.
Bishop alzó la vista y observó que Tony Mott se colocaba un chaleco antibalas y asía un pequeño rifle automático y lo estudiaba con deleite. Con los maillots de ciclista y las gafas de sol parecía un personaje de película de ciencia ficción mala. Bishop lo alejó del grupo y le preguntó, señalando la automática:
– ¿Qué haces con eso?
– He pensado que necesitaríamos una buena potencia de tiro.
– ¿Ha disparado un arma así antes, oficial?
– Cualquiera puede…
– ¿Alguna vez ha disparado un rifle? -repitió Bishop, pacientemente.
– ¡Claro!
– ¿Desde los entrenamientos de tiro de la academia?
– No exactamente. Pero…
– Déjela donde la ha encontrado -dijo Bishop.
– Y, agente… -murmuró Alonso Johnson-: Pierda las gafas -le hizo un gesto a Bishop.
Mott salió del grupo y fue a devolverle el arma a uno de los de operaciones especiales.
Linda Sánchez, quien estaba hablando por teléfono móvil (con su extremadamente embarazada hija, sin duda alguna) se colocó al final del grupo. Ella no necesitaba que nadie le recordara que las operaciones tácticas no eran su especialidad.
Entonces Johnson movió la cabeza: acababa de recibir una transmisión. Hizo varios leves gestos de asentimiento y luego alzó la vista:
– Estamos listos.
– Adelante -dijo Bishop de manera despreocupada, como si estuviera cediendo el paso en un ascensor.
El comandante de los SWAT asintió y habló por el pequeño micrófono. Luego dirigió a media docena de agentes que lo siguieron corriendo entre un grupo de arbustos, en dirección al motel. Tony Mott fue detrás, guardando las distancias tal y como le habían ordenado.
Bishop fue al coche y con la radio captó la frecuencia de los de operaciones especiales.
Todo se reduce a esto…
Escuchó, en sus auriculares, la voz de Johnson que decía: «¡Vamos, vamos, vamos!».
Bishop se tensó y se inclinó hacia delante. Se preguntaba si Phate estaría esperándolos. ¿Podrían sorprenderlo? ¿Qué sucedería?
Pero la respuesta fue: nada.
Se oyó una transmisión ruidosa en su radio. Alonso Johnson hablaba:
– Frank, la habitación está vacía. No se encuentra aquí.
– ¿Que no está allí? -preguntó Bishop, sin creérselo. Se preguntó si se habrían equivocado de número de habitación.
Johnson volvió a hablar por la radio, mientras se desprendía del casco y de los guantes
– Se ha ido.
Bishop se volvió hacia Wyatt Gillette, quien ojeaba la pantalla de su ordenador en el asiento trasero del Crown Victoria. Phate continuaba conectado al chat y Trapdoor seguía tratando de descifrar la carpeta de ficheros de personal. Gillette señaló la pantalla y se encogió de hombros.
– Podemos verlo trasmitiendo desde el motel. Tiene que estar ahí -radió el detective a Johnson.
– Negativo, Frank -fue la respuesta del SWAT-. La habitación está vacía, salvo por un ordenador conectado a la línea telefónica. Y un par de latas de Mountain View. Media docena de cajas de disquetes. Eso es todo. Ni maletas ni ropas.
– Vale, Al -respondió Bishop-. Vamos a entrar todos a echar un vistazo.
Dentro de la cerrada y calurosa habitación del motel había media docena de agentes abriendo cajones y buscando en los armarios. Tony Mott se quedó en una esquina, buscando pruebas con tanta diligencia como los demás. El casco de soldado Kevlar le sentaba mucho peor que el de ciclista.
Bishop empujó a Gillette hacia el ordenador, colocado sobre un escritorio barato. Vio el programa de decodificación en la pantalla. Tecleó algunos comandos y luego frunció el entrecejo.
– Vaya, es falso. Este software descripta el mismo párrafo una y otra vez.
– Así que nos ha engañado para que creyéramos que se encontraba aquí -resumió Bishop-. ¿Con qué motivo?
Lo discutieron durante algunos minutos, pero nadie parecía extraer una conclusión sólida. Hasta que Wyatt Gillette abrió la tapa de lo que parecía una gran caja de almacenamiento de disquetes y echó una ojeada dentro. Vio una caja de metal pintada de verde oliva, con las siguientes letras escritas con plantilla:
CARGA ANTIPERSONAL
*EJÉRCITO U.S.A.*
ESTE LADO CONTRA EL ENEMIGO.
Estaba conectada a lo que parecía un receptor de radio, en el que palpitaba rápidamente una única lucecilla roja.
Resulta que Phate sí se hallaba en un motel en ese momento. Y que el motel también estaba en Freemont, California. Asimismo, él se encontraba enfrente de un ordenador portátil.
Pero el motel era un Ramada Inn a unos tres kilómetros del Bay View, donde Gillette (ese Judas traicionero), en compañía de otros policías de la UCC y de docenas de agentes de los cuerpos especiales, estaba sin lugar a dudas dejando la habitación a toda prisa para escapar de la bomba antipersonal que podía explotar en cualquier segundo.
Aunque eso no sucedería: la caja estaba llena de arena y de lo único que ese dispositivo era capaz era de atemorizar a cualquiera que estuviera lo bastante cerca como para ver la luz intermitente (en realidad creada para la televisión) del supuesto detonador.
Por supuesto, a Phate no le interesaba matar a sus adversarios de esa manera, ni en ese instante. Ésa hubiera sido una táctica demasiado patosa para alguien como Phate, cuyo objetivo, como el de cualquier jugador del Access de los MUD, era acercase a las víctimas lo bastante como para sentir los latidos desgarrados de su corazón antes de clavarles un cuchillo en él. Por otra parte, asesinar a una docena de policías habría llamado la atención de los federales y él se habría visto forzado a dejar su juego aquí, en Silicon Valley. No, le bastaba con hacer que Gillette y los policías de la UCC anduvieran ocupados durante una hora en Bay View mientras los artificieros inspeccionaban el supuesto artefacto explosivo: eso le daba una oportunidad para hacer lo planeado: servirse de la máquina de la Unidad de Crímenes Computarizados para entrar en ISLEnet.
Phate había jugado en infinidad de ocasiones con Valleyman y sabía que éste predeciría que Phate intentaría introducirse en la máquina de la UCC, y que Gillette lo intentaría rastrear cuando lo hiciera.
Por eso, una vez que Trapdoor se hubo infiltrado en el ordenador de la UCC, Phate arrancó el chatterbot en su máquina caliente para hacer creer a los policías que se encontraba en Bay View. Había dejado que su bot conversara con los chavales del #hack y se había desplazado hasta este sitio, donde tenía un segundo portátil encendido, listo para usar, conectado a la red por medio de una conexión de móvil imposible de rastrear a través de un proveedor de Internet de Carolina del Sur, que a su vez lo enlazaba con una plataforma de lanzamiento anónima de Praga.
En ese momento, Phate estudiaba algunos ficheros que había copiado cuando entró por primera vez en el sistema de la UCC. Estos ficheros habían sido borrados pero no destruidos (es decir, no habían sido desintegrados para siempre) y ahora los recomponía fácilmente, con ayuda de Restore8, un potente programa antiborrado. Encontró el número de identificación del ordenador de la UCC y, un segundo después, estos datos:
Sistema: ISLEnet
Login: RobertSShelton
Contraseña: BlueFord
Base de Datos: Archivos de Actividades Criminales de la Policía del Estado de California.
Objeto de búsqueda: (Wyatt Gillette o Gillette, Wyatt o Knights of Access o, Gillette, W) Y (compute* o hack*).
Entonces alteró la identidad de su mismo ordenador portátil y el número de identificación, equiparándolos a los de la máquina de la UCC, para ordenar al módem que marcara el número telefónico de acceso a ISLEnet. Escuchó los silbidos y los zumbidos del apretón de manos electrónico. En ese instante el cortafuegos que protegía ISLEnet podría haber rechazado la petición del extraño para acceder al sistema pero, al aparecer el ordenador de Phate como si fuera de la UCC, ISLEnet lo reconoció como un «sistema de confianza» y dio la bienvenida a Phate. Entonces el sistema le preguntó:
¿Nombre de Usuario?
Phate escribió: RobertSShelton
¿Contraseña?
Tecleó: Blueford
En ese momento la pantalla se quedó en blanco y aparecieron unos gráficos muy aburridos, seguidos de:
Sistema Integrado de las Agencias de Cumplimiento de la Ley de California.
Menú principal
Departamento de Vehículos Motorizadas
Policía del Estado
Departamento de Archivos Vitales
Servicios Forenses
Agencias Locales
Los Angeles
Sacramento
San Francisco
San Diego
Condado de Monterrey
Condado Orange
Condado de Santa Bárbara
Otro
Oficina del Fiscal del Estado
Agencias Federales
FBI
AFT
Tesoro
U.S. Marshals
Hacienda
Correos
Otro
Policía Federal Mexicana, Tijuana
Relaciones Legislativas
Administración de Sistemas
Como un león que ha atrapado a una gacela por el cuello, Phate fue directo al fichero de administración de sistemas. Descifró la contraseña y tomó control del directorio raíz, lo que le daba acceso total a ISLEnet y a todos los sistemas a los que ISLEnet estaba conectada.
Entonces volvió al menú principal:
Policía del Estada
División de patrulleros
Recursos Humanos
Contabilidad
Crímenes Computarizados
Crímenes Violentos
Delitos Juveniles
Archivo de Actividades Criminales
Procesamiento de Datos
Funciones Administrativas
Fuerzas Especiales
Crímenes Mayores
Departamento Legal
Gestión de Sedes
Órdenes de Capturas Sobresalientes
Phate no necesitó perder ni un segundo para tomar una decisión. Sabía exactamente dónde quería ir.
Los artificieros habían sacado la caja gris fuera del motel Bay View y la habían desmantelado, para toparse con que estaba llena de arena.
– ¿Cuál puede ser su propósito? -saltó Shelton-. ¿Forma parte de sus putos juegos? ¿Quiere liarnos?
Bishop se encogió de hombros.
Los artificieros también habían pasado detectores de nitrógeno al ordenador de Phate y declararon que no contenía explosivos. Entonces, Gillette le echó un rápido vistazo. La máquina contenía cientos de ficheros: abrió algunos de forma aleatoria.
– Son morralla.
– ¿Están codificados? -preguntó Bishop.
– No: tan sólo son trozos de libros, páginas web, gráficos. Todo relleno -Gillette miró al techo, guiñando los ojos y tecleando en el aire-. ¿Qué significa todo esto? ¿Para qué la falsa bomba, el chatterbot, los ficheros morralla?
– Phate ha montado todo esto para sacarnos de la oficina -dijo Tony Mott, quien se había desprendido del casco y del chaleco antibalas-, para tenernos ocupados. ¿Por qué?…
– Dios santo -cayó en la cuenta Gillette-: ¡Sé la razón!
También lo sabía Frank Bishop. Miró al hacker y dijo con rapidez:
– ¡Trata de meterse en ISLEnet!
– ¡Sí! -confirmó Gillette. Agarró un teléfono y llamó a la UCC.
– Crímenes Computarizados. Sargento Miller al habla.
– Soy Wyatt. Escucha…
– ¿Lo habéis encontrado?
– No. Escúchame. Llama al administrador de sistemas de ISLEnet y dile que suspenda todo el sistema. Ahora mismo.
Una pausa.
– No lo harán -dijo Miller-. Es…
– ¡Tienen que hacerlo! ¡Ahora! Phate trata de meterse en él. Es probable que esté dentro. Que no lo cierre: que lo suspenda. Eso me dará una oportunidad para evaluar los daños.
– Pero todo el Estado lo utiliza…
– ¡Tienes que hacerlo ahora mismo!
– ¡Es una orden, Miller! ¡Ahora! -dijo Bishop, que le había arrancado el teléfono de las manos a Gillette.
– Vale, vale. Llamaré. No les va a gustar nada, pero les llamaré.
Gillette colgó.
– No hemos pensado con detenimiento. Todo esto era una encerrona: desde colgar la foto en la red, hasta traernos aquí, pasando por meterse en el ordenador de la UCC. Mierda, pensaba que le llevábamos la delantera.
Linda Sánchez registró todas las pruebas, a las que adhirió tarjetas de custodia policial, y cargó los discos y el ordenador en las cajas de cartón plegables que, como si se tratara del servicio de mudanzas del Mayflower, se había traído consigo. Guardaron todas sus herramientas y salieron de la habitación.
Cuando Frank Bishop y Gillette caminaban hacia su coche, el primero de ellos divisó la figura de un hombre delgado con bigote que los estaba observando desde un extremo del aparcamiento.
Le sonaba de algo y en un segundo recordó quién era: Charles Pittman, detective del condado de Santa Clara.
– No puedo permitir que meta la nariz en nuestras operaciones -dijo Bishop-. La mitad de esos tipos del condado creen que hacer vigilancia equivale a irse de fiesta -caminó hacia Pittman pero el agente ya se había metido en su coche de paisano. Arrancó y se fue.
Bishop sacó el móvil y marcó el teléfono de la oficina del sheriff del condado. Le pasaron con el contestador de Pittman y dejó un mensaje pidiéndole que lo llamara sin falta. Dejó su número de móvil.
Bob Shelton recibió una llamada, escuchó y luego colgó.
– Era Stephen Miller. El administrador de sistemas está que rabia pero ha suspendido ISLEnet -el policía gritó a Gillette-: ¡Dijiste que ibas a cerciorarte de que él no pudiera tener acceso a ISLEnet!
– Y me cercioré -respondió Gillette con calma-. Saqué el sistema de la red y borré cualquier referencia a nombres de usuario o contraseñas. Lo más seguro es que haya conseguido entrar en ISLEnet porque tú volviste a conectarte desde la UCC para investigarme. Habrá encontrado el número de identificación de la máquina para pasar por el cortafuegos y luego se habrá infiltrado con tu nombre de usuario y tu contraseña.
– Imposible. Los borré.
– ¿Borraste todo el espacio vacío del disco? ¿Sobreescribiste los ficheros temp y slack? ¿Codificaste las anotaciones de actividades y las sobreescribiste?
Shelton estaba sin habla. Dejó de mirar a Gillette y observó los rápidos jirones de nube que iban en dirección de la bahía de San Francisco.
– No, no lo hiciste -dijo Gillette-. Así es como ha podido conectarse. Arrancó un programa antiborrado y obtuvo todo lo que necesitaba para introducirse en ISLEnet. Así que no me eches tu mierda a mí.
– Bueno, si no hubieras mentido sobre Valleyman y no te hubieras callado que conocías a Phate, no me habría conectado -respondió Shelton, a la defensiva.
Gillette se dio la vuelta enfadado y prosiguió su camino hacia el Crown Victoria. Bishop estaba a su lado, ausente.
– ¿A qué tendría acceso Phate, de estar en ISLEnet? -le preguntó Gillette al detective.
– A todo -dijo Bishop-. Tendría acceso a todo.
Gillette salió del coche antes de que Bishop lo detuviera del todo en el aparcamiento de la UCC. Entró corriendo.
– ¿Informe de daños? -preguntó. Tanto Miller como Patricia Nolan estaban en sendas terminales, pero él había dirigido su pregunta a Patricia Nolan.
– El administrador de sistemas ha cambiado las claves y la dirección y ha añadido nuevos cortafuegos -respondió ella-. Siguen desconectados de la red, pero uno de sus ayudantes ha traído un disco log de anotación de actividades. Lo estoy examinando ahora mismo.
Los ficheros log retienen información sobre el número de usuarios que se han conectado a un sistema, por cuánto tiempo lo han hecho y si han accedido a otro sistema mientras estaban conectados.
Gillette se puso manos a la obra y comenzó a teclear con furia. Abstraído, asió la taza de café de la mañana, dio un sorbo y sintió un escalofrío provocado por el líquido amargo y frío. Dejó la taza y volvió a mirar la pantalla, golpeando las teclas mientras se adentraba en los ficheros log de ISLEnet.
Un instante más tarde se dio cuenta de que Patricia Nolan se había sentado a su lado. Ella le acercó una taza de café recién hecho. Él la miró:
– Gracias.
Ella le brindó una sonrisa y le devolvió la mirada, que mantuvo más de lo normal. Al tenerla sentada tan cerca, Gillette pudo advertir que ella tenía tensa la piel de la cara, y supuso que quizá se había tomado tan en serio lo de su plan por mejorar de aspecto que se había realizado una intervención de cirugía plástica. Intuyó que si ella se aplicara menos maquillaje, comprara ropas mejores y dejara de echarse el pelo hacia la cara cada pocos minutos podría resultar atractiva. No sería ni bella ni fina, pero sí guapa.
Volvió a la pantalla y siguió tecleando. Sus dedos percutían con enfado. No dejaba de pensar en Bob Shelton. ¿Cómo alguien que sabía de ordenadores lo bastante como para tener un disco servidor Winchester podía ser tan descuidado?
Por fin, se dejó caer sobre el respaldo de su silla y anunció:
– No es tan grave como creíamos. Se metió en ISLEnet, pero sólo cuarenta segundos antes de que Stephen Miller hiciera suspender el sistema.
– Cuarenta segundos -dijo Bishop-. ¿Eso es tiempo suficiente como para conseguir algo útil?
– Ni hablar -respondió el hacker-. Habrá echado una ojeada a los menús principales y conseguido un par de ficheros, pero en todo eso no hay nada que temer. Para entrar en los ficheros clasificados tendría que haberse agenciado contraseñas, y para ello habría necesitado arrancar un programa de cracking. Y eso no lleva menos de media hora.
En el mundo de fuera eran las cinco de la tarde, volvía a llover y la renuente hora punta venía de camino. Pero ni las mañanas, ni las tardes ni las noches existen para los hackers. Todo se divide entre el tiempo que uno pasa en la Estancia Azul y el tiempo que no lo hace.
Phate estaba desconectado, por el momento.
Aunque por supuesto se encontraba frente a su ordenador en ese remedo de hogar que tenía en Los Altos. Estudiaba páginas y páginas de datos que había descargado de ISLEnet.
La Unidad de Crímenes Computarizados creía que Phate no había estado más de cuarenta segundos conectado a ISLEnet. No obstante, no sabían que, tan pronto como se infiltró en el sistema, uno de los inteligentes demonios de Trapdoor había tomado el control del reloj interno y reescrito todas las conexiones y logs de descarga. En realidad, Phate había pasado cincuenta y dos deliciosos minutos dentro de ISLEnet, descargando gigas y gigas de información.
Gran parte de esta información era común, pero otra parte era tan secreta que sólo había un puñado de agentes del Estado o federales a quienes se les permitía cotejarla: números de acceso y contraseñas para ordenadores gubernamentales de alto secreto, códigos de asalto de operaciones especiales, ficheros encriptados sobre operaciones en curso, procedimientos de vigilancia, reglas de confrontación, información clasificada sobre la policía del Estado, el FBI, el Departamento de Bebidas Alcohólicas, Tabaco y Armas de Fuego, el Servicio Secreto y la mayor parte de las agencias que velan por el cumplimiento de la ley.
Ahora, mientras la lluvia serpenteaba por las ventanas de su casa, Phate estaba observando uno de esos ficheros clasificados: el de Recursos Humanos de la policía estatal. A diferencia de los ficheros de personal falsos que Gillette había utilizado como cebo, éstos eran reales y contenían información sobre cada empleado de la policía estatal de California: tanto de los administrativos como de los agentes o del personal de apoyo. Había un montón de subcarpetas, pero en ese instante a Phate sólo le interesaba la que estaba revisando. Estaba etiquetada como «División de detectives».