CAPÍTULO OCTAVO

¡Ay, así es la vida! ¡Nos imaginamos

tener tanto tiempo…! Así descuidados

pasamos los días; pero, en un suspiro,

más de trece años van transcurridos.


Nos volvemos a encontrar, como si no hubiese pasado nada, trece años después de la última vez que nos vimos, y el Rey Leoncio reina aún tranquilo en Sicilia porque nadie ha tenido nunca el valor de desafiarle. Hombres y osos están perfectamente de acuerdo y los días pasan plácidos; se diría que la serenidad habita el corazón de todos y que podría ser eterna. Como, además, estudiando y trabajando se hacen progresos, son edificados muchos y nuevos hermosos palacios en la capital y se construyen máquinas cada vez más complicadas, así como magníficas carrozas y extraordinarias cometas de colores. Y hasta se dice que el profesor De Ambrósiis, aunque sea más viejo que las campanas de la catedral, ha empezado desde el principio sus elucubraciones y se ha construido (a su edad, ¿os dais cuenta?) una nueva varita mágica, menos poderosa que la que ya gastó en los osos, pero así y todo bastante buena; el astrólogo espera arrancarle por lo menos un pequeño encantamiento para curarse en el caso de que agarrase una enfermedad, si no gravísima, regular por lo menos.

No obstante, mirad al Rey a los ojos y os daréis cuenta de que no es feliz. Demasiadas veces sus miradas, a través de los ventanales de su palacio, se dirigen tristemente a las lejanas montañas que se elevan más allá de las más altas torres de la ciudad. ¿No eran quizá más bellos -se pregunta en secreto- los tiempos transcurridos allá arriba, en la solemne soledad de las peñas?


Entonces, tenían suficiente

para comer, con bayas; dormían sobre ramas

y bebían tranquilos de bruces en la fuente.

Hoy beben en copas de cristal

no les basta con el más fino fuá-gras

y duermen en sus lujosas camas.

¡Oh! Qué mal vivían allí arriba

y en cambio ahora todos viven contentos.

Pero qué lástima que, como en otros tiempos,

ya no soporten vientos, piedras y espinas,

hielos o tormentas bajo el cielo negro

con el corazón ligero.


Y además a Leoncio le desagradaba ver a los osos cambiar a ojos vista. En otros tiempos, modestos, sencillos, pacientes, bonachones; ahora soberbios, ambiciosos, llenos de envidia y de caprichos. No por nada han vivido trece años en medio de los hombres.

Especialmente le desagradaba al Rey que, en lugar de contentarse como en otros tiempos con su hermosa piel, ahora la mayor parte de sus animales se pusieran trajes, uniformes y abrigos copiados de los hombres, creyendo ser elegantes; y no vacilaban en cubrirse de ridículo. A costa de reventar de calor, se les veía de paseo hasta con gruesos abrigos de piel, como para hacer saber al mundo entero que el dinero no les faltaba.

Y si fuese sólo por eso. Pero discutían por la menor tontería, decían palabrotas, se levantaban tarde por la mañana, fumaban cigarros y pipas, echaban barriga y se ponían de día en día más feos. No obstante, el Rey se aguantaba; se limitaba a alguna regañina de vez en cuando y prefería, en general, cerrar los ojos. A fin de cuentas, unas migajas no eran delito. Pero, ¿cuánto tiempo se podía seguir así? ¿Dónde irían a parar a este paso? El Rey Leoncio estaba inquieto, tenía la oscura impresión de que algo se preparaba.

Y comenzaron, en efecto, algunos hechos extraños:

El primer hecho misterioso fue


el hurto de la nueva varita mágica

del profesor De Ambrósiis.


El nigromante había acabado ya de prepararla con todas las brujerías necesarias; estaba justo dándole los últimos toques cuando le fue robada de improviso. Busca por aquí, busca por allá: nada. Investigaciones de la policía: nada. Entonces, el mago acudió al Rey Leoncio para contarle lo ocurrido.

Leoncio se inquietó. Un hurto tan grave no había sucedido desde que él reinaba.

Leoncio consultó con el gran chambelán Salitre (oso muy inteligente que tenía, sin embargo, la debilidad de creerse guapísimo y llevaba una larga pluma en el sombrero), y decidieron convocar a la población de los hombres, a los cuales el Rey, desde el balcón, dirigió un hermoso discursito:

«Señoras y señores», les dijo, «al profesor De Ambrósiis, que es tan bueno, algún malintencionado le ha quitado una varita mágica de reciente construcción. ¡Ciudadanos!», continuó, «¡esto es un desorden! ¡Quien la haya robado que levante la mano!»


***

Pero nadie levantó la mano.

«Pues bien», dijo Leoncio, «puede ser que el culpable no esté presente. Yo, entonces, os voy a decir una cosa: si dentro de diez días el ladrón, de un modo u otro, no se descubre, os haré responsables a todos y pagaréis al astrólogo un doblón por cabeza».

«¡Uuuuuuhhh!», murmuró espantada la multitud. Y hasta hubo alguno que quiso insultar al soberano.

«¿Ah, sí?», replicó Leoncio, sintiendo que se le subía la sangre a la cabeza. «Entonces serán dos doblones por cabeza. ¡Y estaréis arreglados!»

Dicho esto, se retiró a sus apartamentos, mientras hombres y mujeres se alejaban entre comentarios diversos.

Pero el astrólogo fue al palacio y le dijo:

«Majestad, has convocado a los hombres y te lo agradezco. Pero, ¿por qué no has hablado también a los osos?»

«¿A los osos? ¿Qué les habría de decir?»

«Habría que decir que mi varita pudo ser robada por un hombre, pero también por un oso».

«¿Por un oso?», exclamó Leoncio sorprendido. «¿Desde cuándo los animales hacen cosas así?»

«Sí, señor, por un oso», replicó el astrólogo resentido. «¿Quizá es que tú crees a los osos mejores que a los hombres?»

«¡Pues claro que lo creo! Los osos no saben ni siquiera qué significa la palabra "robar"».

«¡Ja, ja!», se burló el mago.

«¿Te burlas, profesor?»

«Me burlo, sí señor», respondió De Ambrósiis. «Buenas te las podría contar, si quisiera, sobre tus inocentes animalitos».


Y aquí oiréis, niños y niñas,

el misterio del parque de globigerinas.

***


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