CAPÍTULO QUINTO

A las puertas de la capital estaba el enorme Castillo del Cormorán, la fortaleza de las fortalezas, la más fuerte de las fortalezas conocidas en aquel tiempo. El camino que llevaba a la ciudad pasaba a través de él. Pero si sus puertas, puertas de hierro macizo, estaban cerradas, nadie podía entrar. Ejércitos enteros lo habían intentado, durante largos meses habían acampado a las puertas de la capital disparando continuamente sus cañones para destrozar las murallas; pero como si nada. Cansados y decepcionados habían tenido que resignarse a emprender el camino de la retirada.

Así que el Gran Duque estaba al resguardo de la fortaleza, tranquilo como un canónigo. ¡Los osos! Que vinieran los osos a hacer la prueba, estaríamos encantados, montañas de proyectiles estaban preparadas contra sus pellejos. Y los centinelas paseaban arriba y abajo por el camino de ronda de las murallas, con la escopeta al hombro. «¡Alerta! ¡Alerta!», se gritaban unos a otros cada media hora, y todo marchaba divinamente.

Pero los osos seguían adelante por el camino del valle, cantando sus rudas canciones, y pensaban que ya se habían acabado las batallas. Las puertas de aquella gran ciudad (se imaginan) les serían abiertas, el pueblo les saldría al encuentro llevándoles tortas y jarros llenos de miel. ¡Animales valientes y buenos como ellos! ¿Por qué los hombres no iban a hacer enseguida amistad con los osos?

Y una tarde aparecen en el horizonte las torres y las cúpulas de la ciudad totalmente iluminadas, los blancos palacios, los maravillosos jardines. Pero delante de ellos, altísimos y espantosos como peñascos, los muros de la fortaleza. Desde una torreta de ángulo un centinela les divisa: «¿Quién vive?», gritó a toda voz. Y como los osos continuaban avanzando, disparó un tiro de fusil. Un osito de tres años fue herido en una pierna y se desplomó sobre el polvo. Entonces todo el ejército se detuvo, sorprendido y un poco atemorizado. Y los jefes se reunieron para tomar una decisión.

Valor, osos. Hay que superar aún este obstáculo y después todo habrá acabado. Detrás del castillo hay cosas para poder comer, beber y divertirse, y podría también suceder que en la ciudad se encuentre el hijo del Rey Leoncio, el osezno raptado por los cazadores en las montañas. Mañana será jornada de batalla. Mañana por la noche, victoria.

Pero el castillo tiene altos muros, cada uno de ellos de tanto espesor como veinte de los corrientes; centenares de guerreros armados hasta los dientes están en su puesto en lo alto de los bastiones; los cañones muestran sus negras bocas por las troneras y el Gran Duque, que suele ser muy avaro, ha hecho distribuir a los soldados, para animarles, toneles de vino, aguardiente y cazalla, cosa que ni los más viejos del lugar recordaban, ni siquiera en días de fiesta nacional.

A las seis de la mañana siguiente, las trompetas dieron la señal a una y otra parte. Los osos, cantando himnos patrióticos, se lanzaron al asalto. Pero, ¿cómo? ¿Cómo? ¿Con escopetas y sables contra murallas de piedra y portones de hierro? Desde arriba hubo un crepitar de disparos, llamas, humo y gritos; aquello parecía el fin del mundo. Y alguien arrojaba incluso pedruscos desde lo alto de la fortaleza.

«¡Adelante, mis valientes!», gritaba el Rey Leoncio, animando a la lucha.

Pero era gritar en balde. Uno a uno caían en torno suyo los mejores guerreros, exhalando el último suspiro. Los famosos osos de la montaña caían como moscas y Leoncio mismo no tenía ni idea de cómo se las iba a arreglar. Algunos, clavando las uñas en las grietas, intentaban escalar por las esquinas; subían diez o quince metros, después una bala les hacía caer.

Un completo desastre.

Y entonces, ¿por qué en el dibujo, que ciertamente corresponde a la verdad, se ve, por el contrario, a los osos alcanzar la cima de las murallas y algunos hasta los tejados de la fortaleza, por encima incluso de los soldados granducales? ¿Por qué en el dibujo parece que los osos están a punto de vencer? ¿Por qué, pues, esta guasa?

Porque mientras, han pasado siete días, ésta es la razón, y los osos, después de haberse batido en retirada de mala manera en el primer intento, se han preparado para un segundo asalto. Un viejo oso, llamado Frangipán, especialmente versado en artes mecánicas, fue hasta el Rey y le dijo:

«Majestad, las cosas se ponen mal. En la primera batalla nos han sacudido. En la segunda nos pasará igual, Majestad…»

«Lo sé, querido Frangipán», respondió Leoncio. «Mal, muy mal».

«Nos hemos ganado una tunda con toda la razón», repitió Frangipán, que no gastaba tantos cumplidos, «y nos ganaremos otra, a menos que…»

«A menos que… ¿qué cosa?»

«A menos que encontremos una cincuentena de osos que no padezcan vértigo. Ven a ver, Majestad. He fabricado una cosilla…» Y le llevó a verla.

En un rincón apartado, el ingenioso Frangipán, con trastos encontrados por aquí y por allá durante el viaje, había montado un taller y fabricado algunas extrañas máquinas. Había un mortero inmenso, por cuya boca podía entrar un ternero con todos sus cuernos, había una catapulta gigantesca, había larguísimas escalas y muchas otras diabluras.

«Con estas cosas», dijo Frangipán después de haber explicado su uso, «verás la que podremos organizar».


***


Y, en efecto, la organizaron. Cuando los osos volvieron al ataque, el Gran Duque ni se movió de sus habitaciones para ver qué pasaba, tan seguro estaba de que serían definitivamente derrotados; al contrario, se cambió de uniforme, poniéndose uno blanco con bordados plateados y violetas, porque aquella noche tenía la intención de ir al teatro. Se limitó a ordenar una nueva distribución de bebidas a los soldados con el fin de que avivaran su valor.

Vino y aguardiente, sin embargo, no fueron suficientes hasta la mañana. Porque vosotros mismos os daréis cuenta de lo que pasó:


Dispara el gran cañón

y fuera va un oso como una exhalación

montado sobre la bala

como si fuera en una cabalgata

(lo mismo que en otra época habrá de contarse

del famoso barón de Münchausen).

Mirad ahora la catapulta

cómo a un segundo oso impulsa

(¿no habrá pasado algo malo

en el cucharón preparado?)

Así, ¡sale proyectado

hacia la inmensidad de lo creado!

Vuelan como pájaros alados

por encima de los tejados.

¿Y las escalas? Sube por algunas

como cangrejos en salud.

Alguna se hace astillas

y los que caen se hacen tortilla.

(Veréis abajo, a la derecha

algunos grupos derrotados.

Hay un guerrero con un golpe en la cabeza

que se ha quedado algo atontado;

pero estará dentro de poco

lanzándose al ataque como un loco.)

Moraleja: el cerco

tendrá éxito cierto.

Mientras el mando del castillo hace consultas,

27 lanza la catapulta.

Otros 23 dispara el cañón

y suben por la escalera en proporción.

Los granducales, ebrios y alcohólicos,

no obedecen los mandatos diabólicos.

Con demasiado aguardiente en la barriga

han perdido la osadía.

Explicarlo mejor quisiera;

uno grita: «¡Sálvese quien pueda!»

Otro escapa, y desde el edificio

otro se lanza al precipicio.

Así, pues: de una parte vanagloria

y de la otra ¡victoria!

***


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