Con el correo de la mañana le llega al Rey la siguiente misiva, que transcribimos textualmente, con todas las faltas de ortografía (porque Jazmín ha sido siempre bastante burro en la escuela).
Buen Rey, tienes cerca una bíbora
que te ace cometer hinjusticias.
Un hinocente está encerrado en prisión
y el ladrón está por eso contentón.
Tú: «y si lo sabes, ¿por qué no lo dizes?»
Yo: «¡Porque no quiero piyarme las narizes!»
Pero una noche de estas
pasa por la calle de La Bruyère 40
y acuérdate del esmoquin ponerte,
o el elegante chaqué.
Antes de que la noche llegue a su fin
se lo agradecerás a
Jazmín
¿Qué nueva diablura era aquélla? ¿Un nuevo misterio? ¿No había ya bastantes? El Rey no se aclaraba. Sin embargo, Jazmín le había sido siempre simpático y quiso seguir su consejo.
En cuanto se hizo de noche, poniéndose por primera vez en su vida un traje de gala (porque odiaba las ropas de cualquier clase), se dirigió completamente solo al lugar indicado. Las calles estaban desiertas.
El número 40 de la calle de La Bruyère era un elegante chalet. El Rey llamó, se abrió la puerta, un mayordomo galoneado le acompañó hasta arriba por una escalerilla y al final de la escalera divisó, ¡oh, maravilla!, una gran sala, en la que Leoncio, paralizado de estupor, vio docenas de osos elegantísimos -y alguno hasta con un monóculo- que jugaban a juegos de azar. Voces confusas se entremezclaban. «¡Buen golpe! ¡Capote!», gritaba uno. «¡A mí diez mil, veinte mil». Y otro: «¡Desbancado, maldición! ¡Estoy arruinado! ¡Canallas!» Montones de oro pasaban, en el caprichoso juego de la fortuna, de unos a otros, con una rapidez extraordinaria. De aquí y allá surgían risas. ¡Qué depravación, qué vergüenza! Pero se le heló la sangre en las venas cuando su mirada se dirigió al fondo de la sala. ¿Sabéis quién estaba allí? Tonio, su hijo, que estaba dilapidando su sueldo de príncipe, del que sólo le quedaban ya unas monedas. Sentados a su mesa había tres osazos de aspecto patibulario. Uno de ellos decía: «Adelante, jovencito, me debes todavía 500 ducados». Y lo decía de tal modo que Tonio, espantado, a quien no le quedaba ya ni un real, se arrancó del cuello un precioso colgante de oro, regalo de su padre por su cumpleaños, y lo arrojó sobre el tapete verde.
«¡Desgraciado!», gritó en ese momento el Rey desde la entrada, y se precipitó a través de la sala, aferró por el cuello a su hijo, sin escuchar las protestas de los jugadores que no lo habían reconocido, lo arrastró a la salida y después afuera, sin decir una palabra, hasta el palacio. Tonio, avergonzado, sollozaba.
Y ahora, medidas enérgicas. Esa misma mañana, el innoble garito fue invadido por la policía, pero no se encontró más que al personal de servicio, y ninguno sabía quién era el patrón. La casa de juego tenía tres pisos:
En la planta baja: sala de ruleta, bar y guardarropa.
En el primer piso: gran salón para juegos de cartas y escondrijo en donde el misterioso tahúr amontonaba las ganancias.
En el segundo piso: cocina y sala de banquetes.
En el tercero y último: despensa, sala de descanso para la servidumbre con juego de bolos y saleta de castigo, donde a los jugadores sorprendidos haciendo trampas les azotaban primero y luego les obligaban a aprenderse de memoria poesías educativas, como «La cigarra y la hormiga» (y todo esto porque, con gran hipocresía, la dirección quería dar a entender que la casa sólo era frecuentada por osos de las mejores familias).
Todo esto desconcertó al Rey Leoncio. Así que la detención del mago no había bastado para acabar con todo lo corrompido. ¿Quién era realmente el propietario de la casa de juego? ¿Y por qué Jazmín no había tenido valor de explicarse mejor? Cuanto más pensaba el Rey más le confundían las ideas. Pero siempre tenía que llegar a la misma conclusión: alguien, que no era el profesor De Ambrósiis, estaba sembrando entre los osos la corrupción y el delito. Debía de ser una persona rica, poderosa y muy astuta, que trabajaba en la sombra, preocupada de no hacerse descubrir. Si no se la desenmascaraba cuanto antes, ¡adiós paz y tranquilidad!
Entonces el Rey Leoncio, para pedir consejo y tantear el terreno, convocó una asamblea general. Osos y hombres, dejando diversiones y negocios, se reunieron en la plaza. Allí se desarrolló el siguiente diálogo:
***
El Rey, con voz trágica:
«¿Quién ha robado la varita mágica?»
Los hombres, a coro:
«Nosotros no, nosotros no».
Los osos, a coro:
«Nosotros no, nosotros no».
El Rey:
«Salitre, ¿tú sospecharías
quién está organizando las orgías?»
Salitre:
«Me maravilla, Majestad, que tengas estos pensamientos
cuando deberíamos ocuparnos de asuntos más serios».
El Rey:
«Y bien, Salitre, ¿crees que han usado encantamientos
para robar en la Banca hasta el último céntimo?»
Salitre:
«¡Basta, basta, Majestad, de todas estas cuitas!
He venido a traerte una buena noticia».
El Rey:
«¡Oh, no! Déjame concluir con mi investigación:
¿quién creéis que será del garito el patrón?»
Los hombres, a coro:
«Rey, es mejor olvidar.
¿Para qué te quieres amargar?»
Salitre (mostrándole un papel):
«Mejor contempla, Majestad, este monumento.
¡Espero que estarás contento!»
Era el dibujo de una estatua inmensa que representaba justamente a él, al Rey Leoncio. Y como también los osos están hechos de carne y vanidad, todas las preocupaciones del Rey desvaneciéronse de un golpe. «¡Oh, mi buen Salitre!», exclamó conmovido. «Sólo ahora comprendo cuánto me quieres. ¡Pensar que por un momento he dudado de ti!» E inmediatamente olvidó todos los problemas.
***
Esta vez -nos disgusta admitirlo, pero es así-, el Rey Leoncio se comportó como un simplón. La idea del monumento le hizo perder literalmente la cabeza. Las demás preocupaciones desaparecieron como por encanto. ¡Qué importaban De Ambrósiis, o los delitos, o la timba! Leoncio envió inmediatamente un batallón de osos a las montañas para buscar el mármol, contrató ingenieros, albañiles y picapedreros, e hizo dar comienzo a los trabajos.
En breve, la inmensa estatua empezó a surgir piedra a piedra, en la cima de una colina que dominaba la ciudad. Se la podría ver a decenas de kilómetros de distancia. Centenares de osos trabajaban día y noche y cada poco tiempo el Rey visitaba las obras, donde el chambelán le daba toda clase de explicaciones. Muy pronto, piedra a piedra, se llegó a la cabeza. El hocico del gigantesco oso comenzaba a perfilarse contra el azul del cielo. A bordo de globos aerostáticos y pequeños dirigibles los ingenieros volaban sobre la ciudad para juzgar el efecto.
«Pero, ¿por qué un hocico tan largo?», pensaba Leoncio. «Yo no tengo de ninguna manera un hocico tan largo. Se diría más bien que se va pareciendo a Salitre, vista desde lejos».
No obstante, no tenía valor para decirlo abiertamente, para no disgustar a nadie. Y la estatua dominaba ya majestuosamente la ciudad, el golfo y el mar lejano; dentro de pocos días se podría hacer la inauguración.
Pero como está escrito que en la vida no se puede nunca estar tranquilo, un pequeño grupo de pescadores irrumpió en la plaza, presos de terror:
«¡Socorro, socorro!», gritaban. «¡Es el fin del mundo!»
Ha aparecido una inmensa serpiente de mar, cuentan, que, sacando fuera de las olas su desmesurado cuello hasta la ribera, se ha tragado ya tres casas y una iglesia, incluidos el párroco y el sacristán.
***