CAPÍTULO SEGUNDO

Si observáis muy lentamente

el dibujo del combate,

veréis un tipo sorprendente

en el paisaje que el viento bate.

Ese triste tipo es el profesor De Ambrósiis

pero no se me ocurre qué rimar con ósiis.


Venga, arriba, ¿no eres hechicero?

¿No cambias, si quieres, las piedras en huevos,

las plantas en piedras preciosas

y los cerdos en rosas?


¡Ay de mí! No están los tiempos

como cuando Berta hilaba

y una varita bastaba

para tener a todos contentos.


La varita del profesor

sirve dos veces y basta;

después para siempre se gasta

y su fuerza no tiene valor.


Inútil es la sangre del dragón

o el pico de cuervo asado,

dos veces y después todo se acabó

y el mago ya no es tal mago.


Pero De Ambrósiis tiene una obsesión;

piensa siempre en las enfermedades.

Sus dos únicas oportunidades

las reserva para su curación.


Podría ser rico, hacer

montones de dinero, comer

tres veces en un momento.

Pero todo le importa un pimiento.


Y ahora que os lo hemos presentado,

volvamos al relato comenzado.


Cuando el ejército del Gran Duque partió a la guerra con los osos, De Ambrósiis se había preguntado si no sería aquélla una buena ocasión para ganarse de nuevo el favor del tirano y hacerse readmitir en la Corte. Bastaba con que consumiese uno de sus dos encantamientos; los osos serían barridos de en medio y el Gran Duque le levantaría, sin más, un monumento. Por eso había rondado sin ser visto por los alrededores del campo de batalla, dispuesto a intervenir en el momento oportuno.

La derrota del Gran Duque había sido tan súbita y fulminante que sorprendió al mismo mago. Cuando sacó del bolsillo la varita mágica para salvar al Gran Duque, ya los osos irrumpían desde la montaña cantando victoria y el Gran Duque había puesto pies en polvorosa. Así que el mago se quedó con la varita levantada, atraído por un nuevo pensamiento: «¿Y por qué ayudar a aquel imbécil del Gran Duque, que me ha echado como a un perro? -meditaba el profesor-, ¿por qué no hacerme en cambio amigo de los osos, que deben de ser unos simplones?, ¿por qué no hacerme nombrar ministro suyo? Con los osos no hay necesidad de hacer encantamiento, bastará con algunas palabras difíciles y se quedarán con la boca abierta como unos babiecas. ¡Ésta sí que es una buena ocasión!»

Entonces guardó la varita y, por la noche, cuando los osos victoriosos estaban acampados en un bosque, banqueteándose con las provisiones abandonadas en su fuga por el Gran Duque, cuando entre los pinos apareció la luna iluminando dulcemente las praderas (porque en el valle no había nieve), cuando empezó a oírse en la soledad de la noche la melancólica llamada del búho, el profesor De Ambrósiis se armó de valor, se dirigió hacia los osos y se presentó al Rey Leoncio.

Oíd ahora cómo habla, cuánta sabiduría sale de su boca.

Explica que es mago, nigromante (que es más o menos lo mismo), adivino, profeta, hechicero. Dice que sabe hacer magia blanca y magia negra, leer en el curso de los astros; en suma, conoce una gran cantidad de cosas extraordinarias.

«Bien», responde el Rey Leoncio con mucha cordialidad. «Estoy contento de que hayas venido; porque ahora me encontrarás a mi hijito».

«¿Y dónde está ese hijito tuyo?», pregunta el mago, dándose cuenta de que el asunto no es tan simple como había imaginado.

«¡Hombre!», exclama Leoncio. «Si lo supiese, ¿qué necesidad tendría de preguntártelo a ti?»

«O sea, ¿tú querrías un encantamiento?», balbucea el profesor, confuso.

«¡Pues claro, exactamente eso, un encantamiento. ¿Y qué es eso para un sabiondo como tú? ¡No te estoy pidiendo la luna!»

«Majestad», suplica entonces De Ambrósiis, olvidando los aires que se había dado un momento antes. «Majestad, ¡me quieres arruinar! Yo sólo puedo hacer un encantamiento, uno solo en toda la vida!» (decía, mintiendo como un bellaco). «¡Tú quieres arruinarme realmente!»

Empezaron, por tanto, a discutir; Leoncio, decidido a que le dijeran dónde había ido a parar su hijito, el mago obstinado en no soltar prenda. Los osos, cansados y satisfechos, se durmieron, y ellos dos discutían aún.

La luna alcanzó la cúspide del cielo y empezó a descender por el otro lado, y ellos dos discutían.

La noche se consumió pedacito a pedacito, y la discusión no acababa todavía.

El alba despuntó, mientras el mago y el Rey seguían aún disputando.

Pero como las cosas en esta vida suceden cuando menos se las espera, así, con los primeros rayos del sol, de una colina cercana se levantó un nubarrón negro y amenazante, como un ejército que avanzase.

«¡Los jabalíes!», gritó un centinela apostado en el límite del bosque.

«¿Los jabalíes?», preguntó Leoncio sorprendido.

«¡Exactamente, los jabalíes, Majestad!», respondió el oso centinela, entendido como todos los buenos centinelas.

Eran realmente los jabalíes del señor de Molfetta, primo del Gran Duque, que buscaban la revancha. En lugar de soldados, este importante príncipe había adiestrado para la guerra un ejército de grandes puercos salvajes, que eran fieros y muy valientes además de famosos en todo el mundo. Agitaba el látigo el señor de Molfetta desde lo alto de la colina (en donde permanecía apartado para evitarse disgustos), ¡y los terribles cerdos al galope! ¡Los colmillos silbaban al viento!

¡Ay de mí, los osos dormían aún! Dispersos aquí y allá por el bosque, en torno a los apagados fuegos del vivac, estaban soñando los dulces sueños de la mañana, que siempre son los más bonitos. También dormía el corneta, y no podía dar la alarma. En su trompeta, abandonada sobre la hierba, el fresco viento de la floresta soplaba gentilmente, ejecutando débiles melodías con un sonido suave que no llegaba a despertar a los animales.

Con Leoncio vigilaba solamente un escaso pelotón de osos fusileros; eran los centinelas de servicio, armados con las escopetas arrebatadas al Gran Duque; y nadie más.

Los jabalíes, con la cabeza baja, se precipitaban al asalto.

«¿Y ahora», balbuceó el profesor De Ambrósiis.

«¿No lo ves?», contestó con cierta amargura el Rey Leoncio. «Nos hemos quedado solos. Y ahora nos toca morir. ¡Intentemos, al menos, morir decentemente!» Desenvainó la espada. «¡Moriremos como valientes soldados!»

«¿Y yo?», suplicaba el astrólogo. «¿Y yo?»

¿Morir también él, De Ambrósiis? ¿Y por una cuestión tan estúpida? No tenía, ciertamente, ningún deseo. Pero los jabalíes estaban ya a poco más de cien metros, parecían una avalancha.

Y entonces el mago rebuscó en sus bolsillos, sacó la varita, pronunció en voz baja algunas extrañas palabras, trazó unos signos en el aire. ¡Qué fácil era hacer un encantamiento con tanto miedo en el cuerpo!

Y he aquí un jabalí, el primero, el más gordo de todos, que se separa de repente de la tierra, inflándose e inflándose, transformándose en un verdadero y auténtico globo: un hermosísimo globo aerostático que volaba hacia el cielo. Después un segundo, después un tercero y después un cuarto.

A medida que iban llegando, los fatales cochinos quedaban misteriosamente embrujados, se hinchaban como vejigas.

¡Eh!, cómo despegan; van con los céfiros y los pajaritos, acunados dulcemente por la brisa.

Así lo había querido el destino. Había habido que gastar el primero de los dos encantamientos y a De Ambrósiis no le quedaba más que uno: otro golpe de varita mágica y se convertiría en un hombre como cualquier otro, viejo y feo por añadidura. ¿Para qué había servido entonces tanta avaricia?

Pero entretanto el encantamiento había salvado a los osos. Se veía desaparecer el último de los jabalíes, ya no era más que un puntito negro en lo alto de la bóveda celeste.


De ahí los conocidos relatos ya lejanos

de los jabalíes voladores molfetanos.


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