CAPÍTULO CUARTO

El pequeño Tonio, hijo del Rey Leoncio, se encontraba, pues, «en el T…» Pero, ¿qué diablos de palabra podría ser ésa? ¿Qué quería decir el fantasma del viejo Teófilo? Leoncio trataba de adivinar… ¡Cuántas cosas empezaban por «T»! ¿Tablero de las fichas? ¿Tiro al blanco? ¿Teatro? ¿Trópico? ¿Tribunal? ¿Tarima? ¡Oh, era inútil empeñarse! Acaso Teófilo quería decir que Tonio estaba en el «término» de sus problemas, por ejemplo, o en el término de su vida (pero qué horrible idea). Hasta que uno dijo: «¿Y si el viejo quiso aludir al Tremontano, el castillo cercano a éste?»

El Rey Leoncio no lo había oído nombrar nunca, pero algunos osos, de esos que siempre lo saben todo, se le explicaron: el Tremontano era un castillo situado en el fondo de un estrecho valle de los montes Peloritanos, distante como máximo tres o cuatro leguas. El castillo estaba habitado por un ogro llamado Troll, que vivía solo.

¿Y si el ogro Troll había hecho prisionero al osezno? Había que ir a ver. Y el Rey Leoncio, con un batallón, organizó la marcha.

El ogro dormía. Era ya viejo y pasaba los días en la cama, levantándose solamente unos momentos para comer. En cuanto a la comida, se había organizado bien. Habéis de saber que hacía mucho tiempo había conseguido capturar al famoso Gato Macaco, que era casi tan grande como una casa de las nuestras. Encerrado en una inmensa jaula en el patio del castillo, el Gato Macaco se veía obligado a trabajar para el ogro.

¿Quién de vosotros no había oído hablar nunca del Gato Macaco? En una ocasión había recorrido de arriba abajo Europa devorando hombres y caballos. De vez en cuando corría la voz: «¡Llega el Macaco!» Entonces los aldeanos huían a las montañas o se encerraban en casa. Pero él corría como el viento y siempre había alguno al que no le daba tiempo a esconderse. Hasta que un día cayó por la garganta del Tremontano, y allí estaba el ogro al acecho, con una gran red hecha de cabellos de brujas. El Gato fue hecho prisionero y encerrado en el jaulón.

Y así estaban ahora las cosas.

A la entrada del valle el ogro había puesto falsos carteles indicadores, con letreros así: «A la posada de Jauja, comida y alojamiento gratis, a veinte minutos de camino». O bien: «¡Niños! ¡Distribución de preciosísimos juguetes!», y una flecha indicaba el camino. O también: «Caza prohibida», e inmediatamente los cazadores se dirigían a aquel sitio.

Caminantes, niños desobedientes que retozaban por los campos en lugar de estudiar, cazadores furtivos en busca de caza, llegaban de esa forma al Tremontano.

En ese momento, las cornejas de guardia se precipitaban en la habitación del ogro, le despertaban a picotazos, el ogro Troll abría un portillo de la jaula del Gato Macaco, el Gato Macaco sacaba una zarpa y trituraba al forastero. Después Troll escogía con cuidado las carnes más tiernas y sabrosas y el resto se lo echaba al Macaco.

El ogro, pues, dormía. Acababa de engullir a un apetitoso chiquillo llamado Beppino Malinverni, alumno de tercero de Primaria, que aquella mañana había hecho novillos.

Pero una corneja entró veloz por la ventana, voló hasta la cama del ogro y, con la mayor diligencia, se puso a picotearle la nariz.

«¿Qué haces, animalucho?», refunfuñó Troll sin abrir siquiera los ojos.

«Visitas, mi señor, visitas», graznó la corneja.

«¡Maldición! ¿Por qué no se podrá nunca dormir tranquilo?», renegó el ogro saltando del lecho.

¿Y qué ve acercarse al castillo por el camino cortado a pico en la roca? ¿Caminantes, niños, cazadores, algo apetitoso para comer? Ve al profesor De Ambrósiis, que subía todo apresurado.

«¡Eh, esqueleto andante!», gritó el ogro, que lo conocía desde hace años. «¿Qué casualidad te trae por aquí?»

«Despierta, Troll», dice el mago, poniéndose bajo las ventanas. «¡Llegan los osos!»

«Bien, bien», responde el ogro. «El oso: buenísima carne. Un poco durilla, si se quiere, pero llena de sabor. ¿Y cuántos son? ¿Un par de ellos?»

«Sí, sí, un par», se carcajeó el mago. «Alguno más».

«¿Diez, quieres decir? ¡Mi Gato tendrá para hartarse!»

«Sí, sí, diez», y De Ambrósiis, cosa rara, se retorcía de risa. «¡Verás qué hermosa compañía!»

«¿Quieres hablar, brujo del infierno?», gritó el ogro con una voz como para hacer temblar las montañas. «Rápido, ¿cuántos son?»

«Un batallón, si lo quieres saber. Serán doscientos o trescientos. Y vienen a hacerte una pequeña visita».

«¡Por el diablo!», exclamó Troll, impresionado al fin. «Y entonces, ¿qué hacemos?»

«¡Tú libera al Gato! ¡Ábrele la jaula! Ya sabrá él arreglar las cosas».

¿Liberar al Gato Macaco? ¿Y si después se iba a sus asuntos? La idea, no obstante, era excelente.

Y había poco tiempo que perder. Allá por el fondo del valle, donde el camino empezaba a trepar por la ladera de la montaña, se veía avanzar ya una larga fila de puntitos negros, una fila que no acababa nunca.

Troll salió al patio y abrió la jaula.

Hacía un día estupendo. Jadeando un poco, los osos subían a buen paso. Cuando, de pronto, los rayos del sol se apagaron como por un temporal repentino.

Los osos levantaron la vista.

¡Dios mío! Aquello no eran tinieblas ni temporal, sino la sombra del Gato Macaco, que se precipitaba ya desde las peñas.


Garzas, tábanos,

puercos, grillos,

grullas, nematóceros,

perros y vampiros,

arañas, tarántulas,

pulgas y armadillos,

¡todo es buen bocado

para el Gato Macaco!


Jesuses, Antonios, Pedros, Evaristos,

fregonas, marqueses y niños muy listos,

Bernardos, Carlos, Césares, Macarios,

condes, jueces, notarios,

¡todo es buen bocado

para el Gato Macaco!


Sangre y carnicería,

aullidos y gritería,

temblores, ruina, caídas enormes,

masacres y hecatombes,

¡todo es buen trabajo

para el Gato Macaco!


Los osos no habían visto nunca nada igual.

Hay quien, entonces, pide ayuda; quien huye; quien intenta hacerse pequeño y esconderse en las grietas de las rocas; quien dispara en una defensa inútil; quien directamente se arroja al abismo, no queriendo ser pasto del legendario monstruo.

Sólo uno pierde la cabeza. Es un oso de familia humilde denominado Esmeril, considerado hasta ahora por la mayoría como algo tonto, quizá porque es un poco duro de oído. Pero en esta ocasión no es necesario oír. Cuando ve que el Gato Macaco hace estragos entre sus compañeros, Esmeril extrae de un saco una hermosa bomba de las que cogieron al Gran Duque y, llevándola bien apretada entre las garras, corre hacia las fauces del monstruo.


***

«¡Esmeril, estás loco! ¿Qué haces?», le grita alguno. Pero él, derecho hacia la muerte.

El Gato no tiene ni siquiera necesidad de agarrarlo. Se lo encuentra justo bajo la boca y se lo traga vorazmente, con piel y todo. Cae dando vueltas en el estómago del monstruo. Cuando llega al fondo, prende fuego a la mecha.

Un relámpago cegador, un nubarrón negro, un maullido que hiela la sangre. Durante un instante no se entiende nada. Después el viento hace desaparecer el humo y como locos los osos se ponen a bailar y a entonar alegres canciones.

En el fondo del barranco yace el Gato con la panza reventada, muerto. Y un poco más allá, todo chamuscado y molido, el bravo oso Esmeril, que se ha sacrificado por sus compañeros. La explosión lo ha lanzado fuera del vientre del Macaco y, por suerte, ha ido a caer en una gran poza de agua, que ha amortiguado la caída y apagado el pelo, que ya le ardía. Se levanta por sí solo, consigue aún caminar, ¡viva!

No obstante, se oye a alguien que llama: «¡Tonio, Tonio mío! ¿Dónde estás?» Es el Rey Leoncio, que se lanza hacia el castillo con la esperanza de encontrar a su hijo. Entra en el patio, vaga de sala en sala. No se ve alma viviente. No hay rastros del osezno. Por doquier, vacío y silencio.

¡Ay!, cuántas fatigas por nada, cuántos osos muertos inútilmente; hubiera sido mejor no hacerse ilusiones.

***


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