Lorenzo Valdés volvió a ser amigo de Francisco cuando murió Aldonza. Concurrió al velatorio y caminó tras suyo bajo la llovizna hasta el cementerio. A la semana siguiente fue a buscarlo al convento de Santo Domingo. Lorenzo atribuía a entrenamiento precoz su agilidad para montar caballos, trepar árboles y caminar sobre cuerdas.
– Hay que empezar por someter mulas para poder someter indios -sentenciaba su padre.
Se había acostumbrado a visitar periódicamente el fragoroso potrero para sobar dos o tres bestias y lucirse ante la peonada. Invitó a Francisco. Los potreros condensaban ensañamiento y valor. Eran una buena escuela para los hombres que debían enfrentar la adversidad de este continente salvaje. El capitán de lanceros celebraba la fiereza de su hijo. «Monte, pegue y domestique: así se hace un buen soldado.»
Lorenzo conocía mestizos y algunos caballeros españoles sin dinero que se dedicaban cotidianamente a amansar mulas chúcaras por una reducida paga. Pidió que le facilitasen un lazo y se introdujo temerariamente en el potrero. Los animales, provistos de extraordinaria sensibilidad, registraron la intrusión y empezaron a dar corcoveos. Una sísmica ondulación recorrió la masa gris. Algunos empezaron a correr, otros giraban en redondo y empujaba a los vecinos. Los cascos levantaban polvo mezclado con el estiércol. Lorenzo corrió tras los más briosos. Del oleaje se elevaban sus gritos y el lazo en continuo revoleo. Finalmente echó la cuerda y una mula humeante cayó de hocico. El animal tironeó convulsivamente, arrastró a Lorenzo. Varios peones acudieron en su ayuda y la abatieron. El furioso jumento pataleó, intentó morder. Le ataron las patas mientras otros le sujetaban la cabeza con un firme acial y le ponían el jaquimón. La bestia dio cabezazos contra el suelo lastimándose los ojos y los dientes. Le fijaron otro cabestro al pie y la dejaron en aparente libertad. Se incorporó con un bramido. De su cabeza goteaba sangre. Parecía decidida a tomarse venganza, pero como estaba atada por dos cabestros, los movimientos la trabaron. Aumentó su desesperación; giraba curvando el lomo y emitía trompetazos. Lorenzo saltó sobre la montura. La bestia se sintió ultrajada y removió locamente las vértebras. El jinete se inclinó sobre la nuca del animal y le agarró las orejas como si fuesen un manubrio. Sus piernas se adhirieron al sudado abdomen y no iba a disminuir la intensidad del abrazo por ninguna razón. La mula ofendida tronaba y giraba en redondo y lanzaba coces contra sus escurridizos enemigos. Su lucha estéril la decidió por la huida en línea recta. Esto ocurría siempre. Lorenzo estaba preparado, con las piernas ceñidas en torno a la panza y las manos a punto de arrancarle las orejas. El animal partió como un disparo, pero los peones que sujetaban el cabestro lo sabían y frenaron de golpe la intentona. El pique y la repentina oposición de la rienda quebró su pescuezo. Quedó aturdido. Entonces arremetió contra los peones como si fuese un toro. Lorenzo le clavó las espuelas con un grito salvaje. Una, dos, seis, diez veces seguidas. Con máxima ira, hasta que le hizo brotar sangre. La acémila perdió la orientación y se doblaba en arco para sacarse la máquina que lo lastimaba sin piedad. Lorenzo no se desprendió: gozaba esta guerra.
Francisco observaba con inquietud. Pegado a la cerca de troncos, acompañaba con sacudidas a su amigo en ese coito singular. Lorenzo era despedido al aire y volvía a clavarse sobre la mula que no cesaba en sus corcoveos. Le torcía las orejas y le vociferaba obscenidades. La mula, envuelta en una campana de polvo y sudor, iba a caer agotada, pero antes recibió más golpes aún.
Cuando parecía al borde del colapso le quitaron la venda de los ojos. El diestro jinete soltó las orejas -milagrosamente pegadas aún a su cráneo-. La acémila coposa de espuma, dio vueltas, borracha. Finalmente Lorenzo la condujo hasta el capataz para que comprobase si estaba sometida.
– Bien sobada -reconoció haciéndole una caricia sobre la húmeda crin. Era la primera caricia que este animal recibía en su vida.
El jinete hizo un gesto de triunfo y desmontó. Merecía descansar un rato antes de domar otra mula. Caminó hasta la cerca, trepó entre sus ranuras y se sentó junto a Francisco. Estaba agitado y respiraba por la boca como un perro al desprenderse de la hembra. Recogió las rodillas y se abrazó a las piernas. Francisco lo admiraba contradictoriamente: no le tentaba la doma.
– No te animas -rió Lorenzo-. Ya lo harás. Es fácil.
Mientras continuaba la faena. Era un placer viril que no parecía trabajo. Por eso no había indios. Ellos no participaban: eran considerados lentos y torpes. Cuando alguno conseguía una mula chúcara a bajo precio -flaca, de vasos débiles o enferma- la llevaba a su choza y amansaba con un método muy diferente al español. En lugar de domesticarla con una sangrienta paliza, la amarraba a un tronco en la parte más seca de su patio. Y allí la dejaba la durante veinticuatro horas sin darle de comer ni beber. Después le tocaba el lomo para verificar si estaba mansa. En caso de que aún evidenciara brío la dejaba otras veinticuatro horas en las mismas condiciones. Si le preguntaban por qué procedía de esta forma, contestaba:
– Quiere descansar.
A Francisco no le atraían las pasiones de Lorenzo, pero celebraba su arrojo. Hablar con él y verlo actuar le producía un bienestar inexplicable. Aumentó su pasión, en cambio, por algo más criticable que una doma: los libros. Lo desconcertaba que en el convento, donde le ofrecieron techo y comida, se los retacearan. Los representantes locales de la Inquisición no estaban tranquilos sobre la pureza de fe que imperaba en su corazón. Era posible que el hereje enjuiciado en Lima hubiera vertido veneno en el joven. Había que estar alertas.
Tras insistentes ruegos, Francisco pudo obtener permiso para leer el devocionario. Y en lugar de gozarlo morosamente y a razón de unas pocas páginas diarias, lo ingirió en medio mes. El reencuentro con la letra escrita le proporcionó horas de olvidada dicha. Podía abstraerse de su desvalimiento. Algunas frases le hacían sonreír, otras lagrimear. Cuando terminó fue a pedir otra obra, pero se la negaron. Empezó de nuevo el devocionario a partir de la primera página y tuvo tiempo de darle cinco repasos hasta que fray Santiago de la Cruz, algo más confiado por la buena siembra ya cumplida, le entregó una apologética biografía de Santo Domingo, el fundador de la orden a la que pertenecía ese convento. Domingo Guzmán nació en España -«como mis antepasados», enlazó Francisco- y la orden dominicana fue, desde el comienzo, perseguidora de la sucia herejía albigense y por eso la distinguieron como el brazo fuerte de la Inquisición. Domingo Guzmán recorrió muchos países y llegó hasta la lejana Dinamarca: fue un predicador subyugante. Ponía en práctica lo que decía. Desnudos los pies enfundado en una gastada túnica y comiendo mendrugos, abría los corazones con súplicas y cierta humillación. Murió a los cincuenta y un años, consumido por las fatigas de su ministerio.
Francisco transmitió al director espiritual algunos comentarios entusiastas sobre el santo. De la Cruz no se dejó impresionar (la educación también era una doma pero sutil).
– Léelo otra vez.
El muchacho acarició las tapas del volumen y volvió a sumergirse en esa historia ejemplar. Cada uno de los viajes y sermones de Santo Domingo tenían un fin concreto: convertir, santificar. Lo hizo para las gentes de su tiempo, pero también para los que vinieron después. Lo hizo para que él, Francisco Maldonado da Silva, aprendiera y reflexionara y se adhiriese con más fuerza a Nuestro Señor Jesucristo. «Para que yo, Francisco, tampoco me extraviase.» Por eso fundó esta orden que lleva su nombre y que se dedica a perseguir desviaciones.
El director espiritual consideró oportuno ofrecerle otra obra: la vida de San Agustín. Este legendario doctor de la Iglesia nació en África, en el año 430. El cristianismo recién emergía en medio de la multitud infiel. Su madre fue nada menos que Santa Mónica y su padre un pagano. Cabría decir, entonces, que este insigne Padre de la Iglesia fue un cristiano nuevo, pensó Francisco. En su juventud recorrió ávidamente todo el albañal de los pecados. «Yo trataba de satisfacer el ardor que sentía por las más groseras voluptuosidades», reconocía en sus Confesiones. Luego, tras muchas lecturas y búsquedas, se convirtió. Era ya un experto en filosofía. Lo designaron obispo de Hipona y al poco andar asombró por su inesperada virtud. Pero más asombró por sus escritos, que se convirtieron en un torrente. Produjo libros de religión, tratados de filosofía, obras de crítica, derecho e historia; escribió a reyes, pontífices y obispos; refutó las herejías con brillo inigualable. Finalmente completó esa joya de las Confesiones que Francisco hubiera deseado leer en su totalidad, no sólo en los escasos fragmentos que regalaba la biografía. Sintió ganas de emularlo, de escribir tratados y epístolas.
El director espiritual no le formuló más exigencias: había ganado su confianza, estaba «bien domado». Con cierta picardía le extendió otro libro: era una síntesis de la vida y obra de Santo Tomás de Aquino. Lo ponía en relación con un coloso. Francisco se ruborizó de emoción. Ni siquiera pudo expresar su agradecimiento. Santiago de la Cruz no actuaba con arbitrariedad: regulaba sabiamente su formación. Cuando Francisco le devolvió el volumen sobre Santo Tomás recitándole algunos de sus apotemas, el director espiritual abrió las manos.
– Ya no tengo más que ofrecerte.
– ¿Nada más?
– No tengo más libros -se disculpó con un velo de embarazo.
A Francisco se le ocurrió decirle algo, pero no se atrevía aún. Podía interpretarlo mal. Hacía meses que anhelaba conseguirlo. Era un premio que tal vez no merecía. Estaba en la capilla conventual. Pero no, «mejor me callo». Era mucho.
– En la capilla conventual -susurró sin reconocerse la voz.
– ¿Qué pasa allí?
– En la capilla… -empezó a transpirar.
– Habla de una vez.
– Hay una Biblia.
– Sí. En efecto. Y, ¿qué?
– Desearía leerla. Desearía…
– Es demasiado para ti -lo miró de soslayo.
– Un ratito por día -imploró Francisco-. Las partes que usted me indique.
– ¡Sólo las partes que yo te indique! -exclamó, pero arrepintiéndose en el acto.
– Prometo.
– Nada de espiar en el Cantar de los Cantares, ni en Ruth, ni en Sodoma y Gomorra.
– Las partes que usted me indique -enfatizó Francisco.
– Bien. Para hacerla fácil, leerás sólo el Nuevo Testamento.
– ¿Íntegro?
– Sí. Pero ni una página del Antiguo.
Horas más tarde se produjo un encuentro de amor. Francisco tomó posesión del enorme volumen que se conservaba en la capilla. Abrió cuidadosamente la robusta tapa y se extasió ante las hojas enjoyadas con viñetas. Ingresaba en un jardín familiar. Leía y contemplaba. Las letras formaban un paisaje con arroyos y collados, Saboreó los cuatro Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las Epístolas y el Apocalipsis. Su anhelo de saber se potenciaba con una incontenible necesidad de creer.
En sus plegarias rogaba a Nuestro Señor Jesucristo, a su Inmaculada Madre y a los santos cuyas vidas estudió y admiraba (Domingo, Agustín, Tomás), que le ayudaran a impregnarse de la verdadera fe. Pero, sobre todo, rogaba que le ayudasen a diluir las gotas de veneno que mencionaban algunos familiares de la Inquisición, por si era cierto que su padre se las hubiera vertido secretamente en el alma.
Cuando el director espiritual se habituó a encontrarlo sumergido en los versículos del Nuevo Testamento y tuvo suficientes pruebas de su obediencia, disminuyó la vigilancia. El joven lector no violó su compromiso. Aprendió de memoria la genealogía de Jesús según Mateo y según Lucas y muchas de las frases que pronunció Nuestro Señor en sus años de prédica. Era capaz de señalar los datos que figuraban en un Evangelio y no eran mencionados en otro, así como una docena de las imágenes terroríficas que describía el Apocalipsis. De las Epístolas escritas por San Pablo le impresionaba, y gustaba especialmente, la dirigida a los Romanos. La leyó varias veces, pero recién unos quince años más tarde podría entender la razón de ese entusiasmo.
No violó su compromiso por temor a la represalia.
Sería intolerable que lo privasen de la porción secreta. A medida que memorizaba el Nuevo Testamento y que su relectura se convertía en verificación de lo recordado, aumentaba su ansia por zambullirse en el voluminoso Antiguo Testamento, pero no lo haría sin autorización (que ya merecía). Se lo dijo a Santiago de la Cruz.
– Sólo para reforzar mi fe en el cumplimiento de la promesa divina -suplicó-. Déjeme leerlo.
– El Antiguo Testamento contiene la ley muerta de Moisés -le advirtió el director espiritual con mirada penetrante
– Y la promesa del Mesías -remarcó Francisco-. Jesús, hijo de David, es el Mesías ahí anunciado.
– Que no reconocen los infieles.
– Porque seguramente no saben leer.
De la Cruz sonrió.
– Leen con otros ojos.
– Sí, ojos de infieles.
Sonrió nuevamente. Palmeó a Francisco y levantó el índice.
– Acepto, pero con una condición.
– Dígame.
– Cada duda que aparezca, la conversarás conmigo.
– Es un privilegio -Francisco se ruborizó de alegría.
– Es un deber que te impongo.
El joven besó la mano del director espiritual y corrió a la capilla. El recoleto ámbito estaba más hermoso que nunca. Los cirios elevaban sus llamas quietas hacia las imágenes policromadas. Francisco besó el lomo repujado del grueso volumen. Acarició la primera hoja y, fascinado, leyó:
– «En el principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era soledad y caos…»
Santiago de la Cruz comprobó que la lectura del Antiguo Testamento no perturbaba las creencias de Francisco. Las dudas que planteaba ponían de manifiesto su inteligencia aguda, pero no quebrantos de la fe: la destemplanza de Moisés, por ejemplo, o el erotismo de Sansón, la locura de Saúl, los pecados de David, las transgresiones de Salomón, la poca eficacia de los sermones proféticos eran anuncios de los errores que cometerían los judíos en contra de Jesucristo. Asimilaba rápidamente los capítulos más áridos (incluso las aburridas genealogías y las interminables prescripciones del Levítico y el Deuteronomio) pero no señalaba versículo s que contradijeran los dogmas. Por el contrario, se alegraba al reconocer prefiguraciones de Cristo o profecías concretas sobre la llegada de su reino. El talento inusual de este joven lo animó a da un paso también inusual: presentarlo al obispo, que estaba pasando una temporada en Córdoba.
El obispo Fernando Trejo y Sanabria era un franciscano no obsesionado por el desarrollo de la enseñanza en esta ilimitada Gobernación. Pretendía crear un Colegio de Estudios Mayores cuya docencia estuviera a cargo de presbíteros jesuitas. Quería otorgar títulos de magisterio, bachillerato, licenciatura y hasta doctorado. Era un hombre tan perseverante como su turbulento antecesor, Francisco de Vitoria, pero de austeridad incorruptible. Uno y otro dejaron huellas indelebles, uno y otro lucharon contra resistencias seculares y eclesiásticas, uno y otro fueron calumniados y respetados al mismo tiempo. Pero Francisco de Vitoria había nacido en Europa y Fernando Trejo en América (primer obispo criollo). Vitoria procedía de judíos conversos (su hermano huyó a Roma y allí volvió abiertamente al judaísmo) y Fernando Trejo descendía de cristianos viejos. Vitoria fue pendenciero y Trejo apacible. Vitoria perteneció a la severa orden dominica y Trejo a la dulce de los franciscanos. Vitoria revolucionó su diócesis con iniciativas de genio y Trejo la organizó con tenacidad de pastor. Ambos protegieron a los indios y evangelizaron a conciencia. Vitoria creó la primer escuela y Trejo soñaba con el despropósito de erigir Universidad [16].
– ¿Sabes qué es una Universidad? -preguntó el obispo al joven lector, tras probado en latín e historia sagrada.
Francisco contempló arrobado a Su Ilustrísima. Había tenido la ilusión de encontrarse con un ser gigantesco, de atronadora voz y gestos amenazadores. Quizá imaginaba así al legendario Francisco de Vitoria por las descripciones exaltadas de Isidro. En cambio lo recibía un prelado de estatura mediana, cara seca y curtida por la intemperie, manos pequeñas y el raído hábito gris de su orden.
– He pasado mi infancia a orillas del río Paraguay -recordaba el obispo-. Mi madre enviudó y volvió a casarse. Su nuevo matrimonio me regaló un medio hermano que al principio rechacé: Hernando Arias de Saavedra, quien ha desarrollado un gran poder y al que las gentes apodan Hernandarias. Apenas pude, me fui de casa. Tenía una pecaminosa aversión por mi padrastro y busqué en el Padre del universo a mi padre ausente. Crucé las Indias del Este al Oeste y conseguí incorporarme al Colegio Franciscano de Lima. Amaba a los indios. Me consagré a su evangelización. Informes muy generosos determinaron que Felipe II me propusiera ante la Santa Sede para el vacante obispado del Tucumán en 1592.
– Yo nací en ese año -acotó Francisco.
– También en ese año, coincidentemente, moría en un convento de Madrid mi predecesor, Francisco de Vitoria -añadió Trejo.
Se cumplía el primer siglo del Descubrimiento de América, sin pomposa celebración.
»Recién dos años más tarde acepté el cargo -solía recordar el obispo-. Y aún pasaron otros tres hasta que me senté en la silla diocesana: las cédulas reales y las bulas del Papa iban y venían en lentos bajeles y se extraviaban en los territorios infinitos. Mi viaje de Lima a Santiago del Estero fue azoroso. Querían detenerme los abismos, la puna, el frío, las lluvias, el calor tórrido, las fieras. Comprobé la desconexión que existía entre los centros poblados, la orfandad de las parroquias, la burla a la ley y el olvido de la caridad. Yo era una insignificante piltrafa que rezaba a los gritos en medio del desierto.
»En 1957 convoqué al primer sínodo. Nada sería fecundo sin la conciliación de voluntades. Instruí a mis pocos colaboradores para que recorriesen los cuatro puntos cardinales con mi exaltada convocatoria. Ordené que viniesen los curas, los vicarios y los procuradores de las ciudades. Durante meses esos hombres rastrillaron las aldeas de la desorbitada Gobernación. Y antes de concluir el año, con temor, inauguré el acontecimiento en la catedral de Santiago. Expliqué su organización y mecánica. Nunca en estas tierras había ocurrido algo parecido: el previo desorden del mundo y del alma eran milagrosamente acotados. Los rudos sacerdotes y procuradores no reconocían que estaban despiertos. Mis disposiciones no dejaron espacios vacíos: fijaba el horario, lugares para las juntas comunes y las reuniones secretas, el nombre de los consultores y la distribución de los asientos eclesiásticos y civiles de acuerdo a una etiqueta rigurosa. La asamblea quedó formada por cincuenta y cuatro miembros que trabajaron intensamente hasta elaborar un cuerpo de resoluciones. Era letra sabia. Yo estaba contento. Podía mejorar la vida de toda la Gobernación.
»Las resoluciones eran potentes -se entusiasmaba-. Audaces. Proponían la creación de reducciones (los jesuitas conseguirían erigidas con esplendor) donde los indios fueran evangelizados y, al mismo tiempo, sustraídos de la voracidad de los encomenderos. Respecto de los usos y costumbres, el sínodo ordenó multar a los sacerdotes que empleasen servicios o viviesen con personas que pudieran dar lugar a sospechas; también les prohibía jugar a los naipes por dinero. La corrección debía ser drástica. Yo había conseguido incluir una disposición que castigaba con la excomunión a los bailes y cantares deshonestos (no los describía, lamentablemente, lo cual permitió que surgiesen trampas y dudas sobre los meneos lícitos y las palabras tolerables). También reconozco haber sido severo al arremeter contra los disolutos libros de caballería, las novelas y poesías eróticas, que recomendé quemar en la hoguera. En esta tierra analfabeta era preciso instaurar el imperio de la historia. Por eso ordené que los curas llevasen libros de bautismos, defunciones y casamientos, así los seres humanos dejaban de nacer, penar y desaparecer como las bestias. No aguardé la partida del último delegado y salí a recorrer mi desproporcionada diócesis. A pie, montado en mula, en carreta o sobre balsas marché hacia el Este. Mi medio hermano, ya gobernador del Paraguay, me había invitado al hogar de nuestra infancia donde aún moraba la anciana madre. Jaloné el trayecto con prédicas y confirmaciones masivas. Las penurias del camino fueron vicisitudes de la evangelización. Abracé a mi irreconocible medio hermano en Santa Fe y desde allí remontamos el río Paraná hasta la ciudad de Asunción. Ordené sacerdotes, fundé iglesias y prediqué. En la capital de la Gobernación paraguaya me recibieron con excesivas honras. En la multitud distinguí a una mujer arrugada como una nuez y los ojos anegados de lágrimas. Me arrodillé ante ella, abrumado por la catástrofe que le produjo el transcurso del tiempo. Apreté las manos que fueron suaves. Mi madre besó el anillo episcopal: estaba orgullosa de su hijo y me pidió que mantuviera la postura.
»Nueve años más tarde se realizó el segundo sínodo. Concurrieron pocos sacerdotes por mi expresa decisión: quería tratar sólo asuntos del culto y las urgentes cuestiones económicas que asfixiaban a la Iglesia. Pero al año siguiente ya se realizó el tercero y último de los sínodos con más delegados que en el primero y segundo juntos. Mi anhelo era conseguir que se ejecutasen las resoluciones de los anteriores. No bastaba con la sabiduría del texto: era imprescindible que el texto zamarrease la abulia.
»Casi la mitad de sus constituciones se refirieron otra vez al cuidado espiritual de los indígenas. Había que enseñarles lo elemental, empezando por la limpieza: lavarse la cara, peinarse, cortarse las uñas y usar camisolas limpias, aunque sean de tocuyo. Este sínodo aceptó mi antipática iniciativa de acusar a los encomenderos que separan maridos y mujeres para mandados a trabajar en lugares distintos. Algunos encomenderos alquilan indios como mulas. Los alquilan en tropillas de diez o veinte para viajes a Potosí o Chile. Los hacen marchar desnudos, los maltratan en el camino, los obligan a cruzar montañas y desiertos bajo cargas increíbles. Incluso los venden como si fueran muebles o paños.
»Tanto se viola (a la gente, a los sentimientos, a la familia, a la privacidad) que ya el primer sínodo mencionaba el pecado de abrir cartas sin consentimiento del dueño. En el tercer sínodo volvimos sobre el tema y propusimos que, si no se curaba el mal, se usara el cuchillo más agudo y penetrante que tiene la Iglesia: la excomunión mayor. Fui llenando el mapa casi blanco de mi diócesis con nombres de poblaciones indígenas esparcidas en los valles. Al reconocerles nombre, les infundí vida. Me sentía un nuevo Adán poniendo el nombre a cada objeto del mundo: cobraban entidad. Quiero que perduren con su denominación prístina: Nono, Pichana, Soto, Totoral, Quilino, Yacanto, Tilcara, Ischilín, Tulumba, Agingasta, Purmamarca, Olaen, Cafayate [17].
»El trabajo fue y sigue siendo duro, con hostilidad en varios frentes. Había que mantener el orden entre los blancos y beneficiar con ese orden a los indios. Unos y otros son hijos de Dios y súbditos del Rey. Este orden, sin embargo, segrega una maldición: los negros. Los negros me dan lástima porque son tratados como bestezuelas. Pero son negros… Por algo ese color. Aunque me resista, debo reconocer que están emparentados con las tinieblas. Descienden del bíblico Cam y fueron condenados a la esclavitud porque su padre cometió un pecado imperdonable. Debo compartir la opinión general. Una cosa son los indios, otra los negros. ¿No lo explicita la Sagrada Escritura? Recordemos. Después del Diluvio Noé plantó una viña, bebió de su vino y se embriagó. Quedó dormido y desnudo en su tienda. Uno de sus tres hijos, el oscuro Cam, descubrió la desnudez de su padre y corrió a denunciarla a sus hermanos Sem y Jafet, quienes, respetuosamente, actuaron de otra forma: recogieron un manto, caminaron hacia atrás para no ver a su padre tendido y lo cubrieron sin mirarle la desnudez. Cuando Noé despertó de su borrachera y se enteró de que su hijo menor había visto su impudicia y corrió alegremente a comentarla, ardió de cólera: «¡Maldito seas, Cam! -gritó-. ¡Sean tus hijos los siervos de Sem y de Jafet!» Pobres negros…
Francisco lo escuchó embelesado. El obispo Trejo y Sanabria era un cirio cuya llama ardía con fuerza, pero se consumía demasiado rápido. Le restaba poco tiempo entre los vivos: por eso le urgía brindar el sacramento de la confirmación a los habitantes de Córdoba.
Francisco retornó al convento dominico. Ansiaba purificarse y prepararse para una ocasión tan importante. Santiago de la Cruz lo ayudaría.
El director espiritual había decidida que el joven Francisco durmiera en un cuarto vecina a su celda. Tenía suficiente espacio para su estera de junco., una petaca de cuero donde guardaba sus pertenencias, la mesa y una silla. Santiago de la Cruz la quería próxima de día y de noche. Pretendía convertirlo en doctrinero. Dijo que su amor por la lectura debía canalizarse hacia resultados útiles.
Una tarde puso énfasis en el valor de los signos sensibles. Se sentó junto a Francisca cerca del aljibe. Un esclavo asperjaba el macizo de flores.
– Signo es aquello que nos recuerda algo -explicó-. Por ejemplo el olivo es signo de paz, el hábito que llevo puesto es signo de sacerdocio, una huella es signo de que alguien pisó ahí. Sensible quiere decir que se registra con los sentidos: la vista, el olfato, el oída, el gusta o el tacto.
Levantó su mano derecha y la acercó a la cara de Francisco. Francisco percibió que temblaba ligeramente. Le rozó la mejilla con la punta de los dedos.
– Tacto -murmuró-. Sientes que te toco.
A Francisco lo asaltó un estremecimiento desconocido y alejó la cara. Santiago esbozó una sonrisa.
– No sólo sientes -agregó-. Este contacto transmite algo, dice algo. Es una señal, un signo. Se refiere a nuestro vínculo.
La voz del director espiritual se puso más ronca y tensa. Miró con intensidad a su discípulo y se incorporó. Francisco se levantó también.
– Quédate -dijo.
El joven le observó alejarse hacia su celda. Cerró la puerta tras sí. Al rato oyó el silbido del látigo. Francisco contó los golpes: cuatro, seis, siete. Al silbido de la disciplina se agregaba una apagada exclamación. ¿Por qué fue a castigarse en ese momento? ¿Merecía esas golpes por haberse equivocado en la definición de las signos? ¿Acaso se había equivocado? Francisco sintió un vago temor. ¿Debía seguir aguardando en ese lugar? Reapareció el fraile. Estaba pálido, pero distendido.
Le indicó sentarse en el suelo, mientras él lo hacía sobre el banco: deseaba tenerlo de frente. O más distante.
– Cuando irrumpe un mal pensamiento -aclaró- estamos en pecado. Eso me ha ocurrido.
A Francisco le conmovió su sinceridad y modestia.
– También deberías flagelarte antes de la confirmación -le advirtió; su calma no lo hacía menos severo. Al contrario, parecía que después de la purificación le hubiese crecido la inflexibilidad.
Francisco se preguntó qué mal pensamiento habría tenido. Suponía estar involucrado. Algo hormigueaba en el fraile; quizá le preocupaba el hecho de brindar demasiada atención al hijo de un hereje; quizá -esto era lo peor- «se fue a castigar por mis pecados, por los malos pensamientos que yo tengo y que sólo él intuye».
– Me prepararé debidamente para la confirmación -prometió Francisco-. Ayunaré y me flagelaré.
– Son las buenas disposiciones del cuerpo. Correcto. Pero no olvides las del espíritu: oración, recogimiento y afirmación de la doctrina.
– Así lo haré.
– Debes prepararte para recibir la confirmación como se prepararon los apóstoles para recibir al Espíritu Santo. Por miedo a los judíos que mataron al Señor y querían matar a todos sus discípulos -enfatizó adrede Santiago de la Cruz-, los apóstoles se encerraron en Jerusalén. Rezaron y ayunaron. Sabían cuánto les enseñó Jesús, pero no eran aún sus valientes soldados. En Pentecostés, cuando descendió sobre ellos el Espíritu Santo, se transformaron en una milicia imbatible. Anunciaron con orgullo su condición de cristianos y se lanzaron a predicar con energía y resultados maravillosos.
Francisco sonrió ante palabras tan sonoras, pero en su cabeza retumbaba la frase «los judíos que mataron al Señor y querían matar a todos sus discípulos». Hubiera querido preguntarle con el giro que usó su padre ante Diego si él, Francisco, mató al Señor y quería matar a todos los cristianos. Pero mantuvo la sonrisa. Y siguió escuchando la lección.
Volvió a repetirse en otras oportunidades la desconcertante secuencia. El director espiritual se aproximaba al joven con trato afectuoso: lo miraba tiernamente, le tomaba una mano, le apretaba un hombro, le pasaba los dedos por sus cabellos cobrizos. Le enseñaba las verdades de la fe con voz cálida. Era el predicador subyugante que penetraba en el pecho como una lanza. Pero de repente lo sacudía un rayo invisible, se apartaba de Francisco para respirar hondo y meditar (a eso se limitó la vez siguiente) o se introducía en su celda para aplicarse los azotes. Regresaba con el aspecto mudado, limpio del pecado que había invadido su mente. Pecado misterioso. Al retomar la enseñanza, estaba más seco. Era indudable que el pecado se filtraba por una grieta de su actitud afectuosa. La flagelación o la meditación intensa conseguían cerrarla.
Francisco oraba, comía poco, casi no salía del convento. También ayudaba en la huerta, limpiaba la sacristía, descansaba a la sombra de la higuera central o permanecía tendido sobre su estera. Repasaba sus conocimientos por el sistema de preguntas y respuestas; se había propuesto tener asimilado el catecismo íntegro. Si lo lograba antes de la confirmación, Dios lo premiaría.
– ¿Qué son los sacramentos? -se preguntaba en la intimidad de su celda.
»Son signos sensibles y eficaces de la gracia instituidos por nuestro Señor Jesucristo para santificar nuestras almas -respondía.
»¿Cuántos son los sacramentos? -continuaba preguntándose.
»Siete, como los días de la semana.
»Nómbralos -se recomendaba a sí mismo-. Cada uno es importantísimo.
»Bautismo, confirmación, eucaristía, confesión, extremaunción, sacerdocio y matrimonio.
»¿De cuántos elementos consta cada sacramento?
»Dos.
»¿Cuáles?
»Materia y forma. Materia es la cosa sensible que se emplea: óleo, vino, agua. Forma son las palabras que se usan al aplicar la materia.
»¿Cuáles son las materias de cada sacramento?
»Del bautismo, el agua natural -enumeraba con los dedos-. De la confirmación, el santo crisma (mezcla de óleo y fragante bálsamo). De la eucaristía, el pan y el vino. De la confesión, los pecados y la penitencia. De la extremaunción, el óleo.
»¿Cuál es el efecto principal de los sacramentos? -se preguntó elevando la voz.
»La gracia divina que fluye hacia el creyente -respondió con aplomo.
Santiago de la Cruz penetró en la celda y quiso desconcertarlo con otra pregunta.
– ¿Sabes qué es la gracia santificante?
Francisco levantó las cejas. Antes de que pudiese responder, el clérigo reiteró su definición conocida:
– Es el don sobrenatural que nos hace amigos de Dios. Plegó la sotana sobre sus rodillas y se sentó junto al muchacho. Prosiguió con dulzura:
– Comúnmente decimos que estamos en amistad o en gracia con una persona cuando existe un vínculo de amor; damos y esperamos ayuda, confiamos. Entre tú y yo ahora existe amistad. En cambio, si hubiese odio, insultos, riña, diríamos que hay en-emistad o que uno cayó en des-gracia frente al otro. Bien, lo mismo acontece con el Señor. Cuando los mortales cumplimos con sus mandatos, estamos en amistad y en gracia con Él; si pecamos, entramos en des-gracia y en-emistad. Recuerda que Jesús dice en el evangelio de San Mateo: «No todo aquel que dijere "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hiciere la voluntad de mi Padre.»
Francisco sintió deseos de preguntarle por qué Jesús se refería constantemente al Padre y los cristianos ignoraban su ejemplo refiriéndose sólo a Jesús, excepto en la oración del Padrenuestro. A veces Francisco quería pensar en el Padre, pero le surgía el temor de estar cometiendo pecado, porque eso equivalía a rozar la ley muerta de Moisés -como le señaló enfáticamente fray Bartolomé incluso el mismo Santiago.
Con el rostro severo tras haberse infligido los habituales azotes, Santiago agregó una hora más tarde:
– No confundas la gracia santificante con las gracias actuales -su voz era metálica y sus ojos duros-. La gracia santificante es permanente, es un auxilio sobrenatural que ilumina nuestro espíritu y supone la amistad con Dios. La gracia actual, en cambio, es transitoria: es el auxilio para practicar una virtud o para vencer una tentación. Yo acabo de recibir una gracia actual con unos azotes para romper el pensamiento pecaminoso que vino a mi mente. Pero en ningún momento he perdido la gracia santificante que recibí en el bautismo.
– Sí -parpadeó Francisco. Santiago lo miró con un destello rabioso.
– Repasa ahora todo lo que te he enseñado sobre la confirmación. Estamos sobre la fecha. No quiero que defraudes a nuestro obispo.
– Bueno.
– Nada de «bueno» -lo apuró-, Dime ya mismo: ¿qué es el sacramento de la confirmación?
Francisco trató de no inmutarse ante la gratuita hostilidad.
– Es un sacramento que imprime en nuestra alma el carácter de soldados de Cristo.
– ¿Cuál es su materia?
– El santo crisma, una mezcla de óleo y bálsamo.
– ¿Por qué el óleo?
– Se difunde suavemente y penetra en el cuerpo dejando una marca duradera; vigoriza los miembros. Los antiguos luchadores se ungían para fortalecerse -agregó con la esperanza de apaciguar a Santiago.
– ¿Por qué el bálsamo?
– Es un líquido fragante que preserva de la corrupción. Los antiguos «embalsamaban» los cadáveres.
– ¿Cuál es la forma de este sacramento?
– Las palabras que pronuncia el obispo: «Yo te signo con la señal de la cruz y te confirmo con el crisma de la salud.»
Francisco cayó de rodillas y elevó sus ojos al techo. Rogó a Nuestro Señor Jesucristo que le ayudase a recibir este sacramento con devoción y reverencia para convertirse en su valeroso soldado. Y que le diera fuerzas para que nunca lo tentasen las malditas herejías.
Santiago de la Cruz movió afirmativamente la cabeza. Dijo «amén» y salió.
– ¡Se muere fray Bartolomé Delgado! ¡Se muere! -un negro atravesó el patio en busca de auxilio. La servidumbre brotó como ranas después de la lluvia. Eran negros y mulatos cruzándose sin rumbo. Los sacerdotes tampoco sabían qué hacer. Lo encontraron en el umbral de su celda, tendido boca arriba y respirando dificultosamente. Tenía la cara más roja e hinchada que de costumbre.
Santiago de la Cruz palmeó los mofletes caídos.
– ¡Padre Bartolomé!
Sólo obtuvo estertores. Le levantó el borde de la sotana y secó la espuma de su boca. Le puso la cabeza de lado y su respiración se alivió.
– Traigan al cirujano Paredes.
Varios negros partieron a la carrera.
Francisco se acuclilló junto al comisario. Su galo entristecido le lamía la sien. Francisco apreció la lealtad del felino, pero no sentía pena por este hombre.
Alrededor del globuloso cuerpo se alzaron las plegarias. Si no ayudaban las fuerzas divinas, pronto dejaría de vivir. Pero Santiago de la Cruz no se limitó a la oración; algo debía hacer mientras llegaba Tomás Paredes. Supuso que convenía levantarle la cabeza con unas almohadas y mantenerlo de costado para que la mandíbula caída no le obstruyese la respiración.
– ¿Qué hará el cirujano? -preguntó Francisco,
– Una sangría, seguramente; es lo primero que hacen en estos casos.
– No encontramos a Paredes -informó un negro con los pulmones en la boca.
– ¿Cómo?
– Partió hacia una hacienda -informó otro negro, también agitado y sudoroso.
Los clérigos se miraron vacilantes. Francisco pensó: «si estuviese papá». El gato lanzó un maullido: intuía catástrofe. Santiago observó la impotencia de sus hermanos y exclamó:
– Yo haré la sangría. Tráiganme un cuchillo de punta. Esta decisión interrumpió las letanías. Uno de los frailes gritó a un esclavo que trajera el cuchillo y el recipiente. Otro arremangó el gordo brazo de fray Bartolomé e instaló por debajo del codo la fuente de plata donde gotearía su sangre. Santiago de la Cruz arrimó una silla y se dispuso a abrirle la vena. El brazo de fray Bartolomé era elefantiásico. En el pliegue húmedo del codo se extendían líneas de suciedad. No había trazo de vena. El director espiritual calculó dónde encontraría el vaso y atravesó la piel. El enfermo se estremeció; su inconsciencia no era profunda; este signo generó optimismo. Pero la herida no fue acertada: brotó sangre insuficiente. Fray Santiago probó de nuevo. Ya tenía más coraje y clavó el acero con poca delicadeza. Buscó la vena huidiza por debajo de la piel, pero también falló. Transpiraba.
Ensayó por tercera vez. No sólo evidenciaba temeridad, sino cólera: el vaso sanguíneo debía ser gordo como el resto de ese cuerpo monumental y ofrecía demasiada resistencia. El cuchillo se introdujo por lo menos cinco centímetros tajeando a diestra y siniestra; cortó fibras musculares y tocó el hueso. Pero no consiguió perforar la vena. La sangre que brotaba de la herida era miserable. Santiago de la Cruz farfulló palabras que seguramente eran una oración, aunque sonaban a insultos. Agotado, devolvió el cuchillo.
– Imposible.
Francisco deseaba intervenir. Había observado sangrar a su madre, pero temía que Santiago se ofendiese y desplazara su irritación sobre él. El sucio codo tenía una incisión irregular bordeada por un manchón escarlata. El recipiente apenas había recibido unas pocas gotas. El enfermo inspiró hondo y expulsó un estertor alarmante.
– ¿Me deja probar?
Santiago de la Cruz lo miró con sorpresa. Después miró el rostro congestionado de fray Bartolomé e indicó que le pasaran el cuchillo. Francisco pidió agua y un corto lazo. Lavó el tobillo y ligó fuertemente unos centímetros por arriba. Así había procedido el cirujano cuando sangraba a la debilitada Aldonza. Acarició con sus pulpejos las diversas opciones y eligió la vena más ancha. Introdujo la punta del acero y le imprimió un giro. Un rotundo hilo de sangre oscura manó en seguida y cayó sonoramente en la palangana. Alrededor de Francisco estallaron como pompas los suspiros de alivio. El Señor había operado un milagro por intermedio de este huérfano. La sangre mala que estaba envenenando a fray Bartolomé salía en un chorro continuo. Su cabeza pronto se descongestionaría.
– ¡Tomás Paredes!
El cirujano ingresó al trote. Francisco se apartó cuidadosamente, sin soltar el pie bajo sangría. Paredes se acercó al enfermo.
– ¿Tú has hecho la incisión?
Examinó la herida desde un lado y desde el lado opuesto. Después miró el recipiente, lo movió un poco para estudiar la densidad de la sangre y el color de los bordes.
– ¡Mm…! ¿Quién te ha enseñado? ¿Tu padre?
– Lo he visto hacer.
– Muy bien -sonrió-. Muy bien, de veras.
Fray Bartolomé parpadeó: una mariposa le sacudía las pestañas. Sus mejillas parecían menos oscuras.
– Es suficiente -evaluó el cirujano.
Abolló un trozo de venda y la aplicó sobre la herida del gordo tobillo.
– Sosténganlo así. Volveré para controlar y hacerle el vendaje definitivo. Mire, ya está despertando. ¡A ver, padre! ¡Abra grande los ojos! ¡Abra grande, le digo!
Dirigiéndose a Santiago de la Cruz, impartió las instrucciones adicionales:
– Preparen caldo de verduras con un sapo hervido. La piel del sapo tiene muchas sustancias benéficas. Que beba diez cucharadas ahora y otras tantas a la noche.
Una hora más tarde Francisco estaba nuevamente atornillado a su banco y repetía las preguntas y respuestas que debía saber de memoria un creyente próximo a recibir el sacramento de la confirmación.
El director espiritual le entregó una cuerda con nudos prolijamente enrolladas. Le prestaba su látigo personal como prueba de un paternal aprecio. La cuerda de color excremento tenía manchas oscuras: restos de la sangre que testimoniaban el brío de los azotes. Francisco debía aplicarse una severa disciplina esa noche para ingresar puro en la iglesia al día siguiente. Toda Córdoba se agitaba con la inminencia de la confirmación masiva.
Ya estaban llegando caravanas de los poblados circunvecinos, En los accesos de la ciudad y también en la plaza mayor acampaban indios, mestizos, mulatos, negros y zambos, tanto mujeres como varones, traídos por caciques, curas y doctrineros. Reinaba un clima de feria. Circulaban estandartes de órdenes religiosas que reeditaban el fervor de las procesiones. Los catequistas convocaban a su gente para contarla, vigilarla y reiterarle la enseñanza. Pese a su heterogeneidad, eran una réplica de los apóstoles antes de pentecostés: temerosos, ingenuos, miserables.
Francisco también esperaba en esa noche de vísperas. Las dudas que a menudo estremecían su pecho serían borradas cuando la materia del santo crisma y las palabras del obispo lo llenasen de gracia. Se aisló en su celda y encendió el pabilo. Empujó hacia un lado la mesa y la silla, enrolló la estera. Necesitaba espacio para hacerse saltar las impurezas. Se desnudó el torso. Tomó el látigo y, mientras lo desenrollaba, rezó un padrenuestro. Pensó en sus pecados, deseos, imprudencias, destemplanzas. Acudió a su mente el rostro de su padre, la llave de hierro y la biblioteca perdida. Ahí estaba Satanás con sus tentadores disfraces. Aferró la empuñadura y se aplicó un azote en la espalda. Se encorvó. «¡Aguántala, demonio! -exclamó sonriente. Para darse fuerzas rezó otro padrenuestro y desafió a Satanás-. ¡Preséntate de nuevo con tus trampas!», vio la enigmática grabación de la llave española. «¡Aguántate ésta!» Se descerrajó otro golpe. Su piel agredida abrió los poros. Le faltaba aire y palabras duras. Esas imágenes queridas le debilitaban el impulso. Tenía que humillarse, merecer el castigo. «¡Pecador! ¡Miserable!» Se dio el tercer golpe pero más blando que los anteriores. Caminó en el rectángulo de su celda con los ojos y el látigo caídos. Se reconocía indigno, cobarde, viciosos. Repetía «vicioso, vicioso». No era suficiente, no se enardecía bastante. «Cobarde.» Tampoco. «Indigno, hijo de hereje, eso, hijo de hereje, marrano inmundo, eso, marrano inmundo.» «¡Judío de mierda!» Y se aplicó un fuerte latigazo. Y otro. Y otro más. Consiguió desatar la locura y la íntima ferocidad. Silbaba la cuerda y su boca escupía injurias. Los hombros y la espalda se cruzaron de rayas.
De súbito chirrió la puerta e ingresó Santiago de la Cruz. Encontró a su discípulo desencajado, con el pelo revuelto; chorreaba sudor; de su diestra colgaba el látigo tembloroso. Esa figura que irrumpía en su celda podía ser Cristo o Satanás. Su flagelación convocaba a cualquiera de los dos. Uno para aprobar el sacrificio, el otro para interrumpirlo. En ambos casos correspondía proseguir: más grande la ofrenda al Señor, más grande la desobediencia al demonio. «¡Judío de mierda!» y se dobló con un latigazo formidable. «¡Marrano apóstata!» Otro golpe.
Santiago de la Cruz crispó sus puños. Se le cortaron los frenos. Abrió su boca, los ojos, los brazos, se quitó la sotana y se abalanzó sobre el muchacho semidesnudo, profusamente mojado y doliente. Lo abrazó con fuerza.
– Basta -dijo-. Basta ya.
Francisco dejó hacer. Sus pulmones gemían, desgarrados. Miraba alucinadamente hacia el techo como si desde allí le gorjearan los pájaros.
– Mi querido ángel-susurró el director espiritual acariciándole los brazos y el cuello. Adhirió su torso desnudo al del joven. Aproximó sus labios a la boca agitada y la besó.
Francisco se estremeció. ¿Era Cristo que lo amaba, lo besaba, le frotaba el cuerpo? Un hachazo le partió la cabeza. Agarró con ambas manos los pelos del director espiritual y lo apartó violentamente. Una hoguera estalló en sus órbitas. Juntó las últimas fuerzas y lo golpeó aullando. La espalda del fraile se hundió en el muro y extendió las manos. Rogó con palabras disfónicas e incomprensibles. Francisco alzó el látigo y se dispuso a abrirle la cara. Pero demoró un instante, el instante suficiente para percibir el desquicio de la situación. Frente suyo, abochornado por la lascivia y la impotencia, no estaba el diablo, sino su director espiritual. También respiraba agitadamente, también evidenciaba horror. Clavaba las uñas al adobe. Quería desaparecer. La explosión pecaminosa le había deshecho el juicio. De pronto arrancó el látigo a Francisco y se aplicó un golpe sobre la espalda. En seguida otro. Por encima de su cabeza, contra el hombro izquierdo, contra el hombro derecho, alrededor de la cintura, frenéticamente, con odio, murmurando insultos contra sí mismo. Era una tormenta de golpes rudos que no parecía disciplina, sino masacre. Lloraba, quebrado de dolor, y proseguía. Ansiaba destruirse, romper su cuerpo en fragmentos inservibles, convertirse en el polvo primigenio. Francisco contemplaba estupefacto. Su flagelación había sido una caricia en relación con esta otra.
Al fraile se le doblaron las rodillas. Estaba borracho, rebotaba contra las paredes. Y seguía propinándose fatigados latigazos y murmurando injurias. Inspiró hondo, hizo un esfuerzo y se dio el golpe de gracia. Entonces se derrumbó.
Francisco permaneció adosado a su rincón. Estaba perplejo y asqueado. El cuerpo de quien pronunciaba hermosos sermones y era respetado director espiritual yacía tendido como un cadáver mordido por las fieras. Sus heridas eran boquetes boquetes por donde salieron las pestilencias de su alma. Necesitó arrancarse lonjas de piel para que, con la sangre sucia, escaparan los impulsos abyectos. Su respiración era rápida y superficial porque su tórax macerado de cortes no podía expandirse. Con voz cavernosa susurró a Francisco:
– Ve a mi celda y trae la salmuera y el vinagre.
Francisco supuso que deliraba. El director espiritual repitió sus frágiles palabras y, ante la indecisión del joven, agregó en tono lóbrego: «Es una orden.»
Cuando regresó con un frasco en cada mano, encontró al fraile de pie, sosteniéndose trabajosamente sobre el borde de la mesa, el torso chorreando sangre.
– Pon salmuera y vinagre sobre mis heridas -pidió con voz agotada-. Haz lo que te pido aunque caiga desmayado.
Francisco frunció el entrecejo.
– Necesito más castigo -una puntada le cortó la inspiración; se llevó una mano a las costillas-. Ayúdame.
Francisco procuró sostenerlo.
– No: ayúdame a sufrir más, a purificarme… Primero la salmuera, después el vinagre -se inclinó para exhibir el rayado bermellón de su espalda.
La salmuera desencadenó un incendio. Crujieron sus dientes para ahogar el aullido. Trepidó. Se pellizcó los brazos.
– ¡Más! ¡Más! -imploraba.
Francisco vació los frascos. Santiago de la Cruz sacudió la cabeza, fuera de sí.
Columnas de hombres y mujeres descalzos, vestidos con sayales burdos o mantas de colores, ingresaron en la iglesia profusamente iluminada. Entre los grupos penetraron también niños mayores de siete años. Curas, doctrineros, encomenderos y notables oficiarían de padrinos. Circulaban lentamente los estandartes para orientar la ubicación de las columnas según la procedencia. A la izquierda de la nave se aglomeraban las mujeres y a la derecha los varones.
Estaban encendidas todas las luces: los cirios del altar, las velas de la araña pendiente de una soga de esparto, las antorchas del coro, los faroles y candiles de los muros. El olor a cebo derretido se mezclaba con las humaredas del incienso.
El recinto se llenó de gente, olores y calor como si se hubiesen amontonado animales en lugar de personas. Más que un cenáculo, la iglesia parecía el arca de Noé. Hedían a pasto y estiércol, a chancho ya buey, a mula y a chivo, a orina y a mierda de perro. Revoloteaban piojos, chinches y pulgas. Algunos adolescentes chorreaban mocos y lagrimeaban pus. Era un establo que seguramente agradaba al Señor.
Apareció el obispo. Su figura impresionó a los fieles. Llevaba los ornamentos pontificiales: roquete, estola y capa pluvial. Su cabeza estaba coronada por la nevada mitra. En su mano derecha aferraba el báculo, señal de su autoridad. Los hombres y mujeres se empujaron para ver esa presencia deslumbrante, parecida a los santos de las hornacinas. Trejo y Sanabria explicó brevemente el rito que iba a celebrar. Su voz consolidaba las enseñanzas que venían impartiendo los curas y los doctrineros. Extendió sus manos y todos sabían que eso significaba la invocación al Espíritu Santo para que vertiera los siete dones. Luego se acercó a los confirmandos dispuestos en hileras irregulares. Sostenía en una mano el recipiente de plata con el santo crisma. Introducía el dedo pulgar en el líquido y dibujaba en la frente de cada uno la cruz mientras pronunciaba las palabras sacramentales.
Francisco sintió el contacto del dedo y la imposición de la marca. Le rozó la capa pluvial y le produjo un estremecimiento como si fuese la sagrada túnica de Cristo. En su cabeza había sido instalada la materia del sacramento (óleo y bálsamo) y el obispo pronunció las palabras de la forma. Ambos elementos se juntaban para operar su transformación: le fluía la gracia divina y quedaba investido como soldado de la Santa Iglesia. En sus oídos resonaba la fórmula que le aseguraba la concurrencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El obispo, el padrino y el confirmando anudaban una trinidad de hombres al servicio de la Santísima Trinidad que creó el universo. El obispo aplicó entonces al joven una bofetada en la mejilla: era el símbolo de la disposición que debía tener para soportar las afrentas dirigidas al Señor. Lo miró a los ojos, le sonrió y saludó como Jesús a sus discípulos: «La paz sea contigo.» El confirmando bajó la cabeza y se concentró en su deseada emoción.
Al cabo de casi una hora, tras haber confirmado a todos los presentes, el prelado regresó al altar y rezó en nombre de la feligresía. Por último se dirigió a la multitud que llenaba la iglesia. Estaba pálido, a punto de caer.
– El Señor os bendiga desde Sión, para que veáis los bienes de Jerusalén por todos los días de vuestra vida y poseáis la vida eterna. Amén.
Invitó a rezar conjuntamente el Credo, el Padrenuestro y el Avemaría. Del coro se levantó la llamarada de un motete. Las voces acompañadas por arpa y guitarra dibujaron una melodía que pronto fue acompañada por la misma melodía en otro tono. Se entretejió el contrapunto como un torrente. Las cabezas giraron para descubrir el origen de esa música que retumbaba en las bóvedas. Francisco juntó las manos y se arrodilló en el oloroso bosque piernas y sandalias. Rogó que los dones del Espíritu Santo lo colmaran de fortaleza para no desviarse del camino recto. Que no se avergonzara de su catolicismo y sí de las herejías cometidas por su padre y su hermano. Recordó las palabras de Jesús en el evangelio de Lucas: «El que se avergonzare de mí y de mis palabras, también me avergonzaré yo de él el día del juicio.» Que perdiera el miedo a caer en la tentación, así como los apóstoles perdieron el miedo a los judíos después de Pentecostés.
Lorenzo confesó que tenía deseos de viajar. Estaba harto de vivir rodeado de tierra, montes y salinas monótonas. Deseaba conocer el mar con sus montañas de espuma y los combates de abordaje. Deseaba luchar contra las cimitarras de los turcos y los sables de los holandeses. Tenía demasiada agilidad y brío para seguir masticando aburrimiento entre los indios de Córdoba. «Son insoportables: obedientes y lerdos de inteligencia, han olvidado el arte de la guerra; son como las mulas después de la doma: sólo sirven para llevar una carga.» Prefería los temibles nómadas del Chaco o los calchaquíes: contra ellos podía ejercitar el puñal y el arcabuz. También le gustaría conocer la feria de mulas en Salta.
– Es la asamblea más grande del mundo, me aseguró papá. En el valle se reúnen medio millón de animales. Ni que fueran hormigas.
Lorenzo desbordaba entusiasmo. En vez de llenarse con los pensamientos de los libros o los frailes, coleccionaba la información de los viajeros. Sabía que en la puna, junto a los cerros nevados, circulaba un canal del infierno por donde corría el agua calentada en el centro de la tierra. Cerca de allí reluce la maravillosa Potosí, construida de plata maciza. Y luego la capital del Virreinato: Lima. En Lima los nobles y sus hermosas mujeres se pasean en carruajes de oro. En seguida el Callao, su puerto. ¡El mar! En el muelle cabecean galeones, fragatas, carabelas y chalupas. «Embarcaré rumbo al istmo de Panamá y luego seguiré hacia España. ¡Y a tierra de infieles! Mataré moros con la técnica de matar indios.»
Lorenzo Valdés se exaltaba con sus proyectos belicistas.
– Me tienes que acompañar, Francisco.
Isabel y Felipa continuaban en la residencia de doña Leonor. Pronto sería realidad el monasterio de monjas bajo el santo nombre de Catalina de Siena. Francisco les iba a comunicar su propósito. Equivalía a dejadas más solas aún.
Las actividades seguían el modelo de los conventos españoles. Se ajustaban al horario romano, que tiene resonancia mística. Comenzaban sus actividades al amanecer con los rezos de la prima. Después oían misa. A las ocho tomaban el desayuno. Seguían los rezos de la tercia, al cabo de los cuales empezaban los trabajos en la sala de labor. Cosían, bordaban, hilaban y tejían. También aquí era preciso frenar las palabras y asordinar la voz, aunque se cruzaban guiñas y ahogadas risitas por cualquier incidente. A las doce se pronunciaban los rezos de la sexta y pasaban a almorzar. Mientras sonaban las cucharas y cuchillos, las orejas debían absorber la lectura que se les hacía de un texto sagrado. A las tres había que rezar nuevamente: era la nona. Hacían la siesta y luego recibían el catecismo hasta el final de la tarde. A las siete rezaban las vísperas. Luego consumían la frugal cena, pronunciaban los rezos de la noche y, ¡a dormir! Los viernes eran distintos porque se examinaban las faltas cometidas y se dictaban las penitencias: las pupilas debían humillarse y denunciar públicamente sus deseos mórbidos e insolencias. También debían enumerar las faltas menores, como distracción en la catequesis o fastidio en la costura.
Santiago de la Cruz arregló la visita. Francisco las sintió crecidas y distantes. Isabel se parecía cada vez más a su padre: la nariz le había crecido, así como la estatura; trasuntaba una ajena seriedad. Eran dos mujeres que infundían respeto. Francisco les contó que se proponía viajar a Lima para estudiar medicina en la Universidad de San Marcos. Dejó pasar unos segundos y añadió que posiblemente no las volvería a ver en años. Las muchachas miraron a su hermano con esforzada neutralidad y lo invitaron a sentarse en un poyo de la galería. Entre los sucesivos bloques de silencio intercalaron comentarios sobre la vida en este futuro monasterio. Los tres evitaban acercarse a los temas penosos: su soledad, su resentimiento, su humillación. Ellas desgranaban las cuentas del rosario y él se pasaba los dedos por su cobriza cabellera. Cuando se agotó el tiempo de visita se pusieron de pie. Francisco quería sorber sus imágenes. Sabía que dentro de poco extrañaría este momento. Ellas bajaron los párpados con el pudor que exigía su nueva condición. Felipa había perdido casi toda su graciosa impertinencia. No obstante, manifestó un irritante pensamiento.
– Harás lo mismo que papá -reprochó.
No se dijeron más. Se les congestionaron los ojos y la garganta. Francisco las abrazó y partió sin volver la cabeza. Cuando llegó a su celda untó la pluma y escribió en un billete: «Apenas consiga dinero, las traeré conmigo.»
También se despidió de fray Bartolomé. El obeso comisario se había recuperado de la apoplejía. Estaba sometido a una alimentación restringida y asquerosa que aseguraba la desintoxicación de su colosal organismo. El fraile tragaba apretándose la nariz. Pidió a Francisco que le contase sobre su proyecto, cuándo se le ocurrió, quién le hizo sugerencias, cómo lo llevaría a cabo. Usaba un tono amistoso y quería ayudarlo, de veras, pero no podía evitar su estilo persecutorio. Francisco, a su vez, lograba responder con certeza aunque su anhelo tenía contornos brumosos. Usó con buen arte el cuchillo de punta para efectuar una sangría y le gustaba ayudar a los enfermos. Suponía que quien prefiere el cuchillo, tiene vocación el soldado; quien prefiere ayudar a los enfermos, vocación de sacerdote; pero quien une ambas tendencias, vocación de médico. Por eso quería estudiar en la Ciudad de los Reyes [18].
Fray Bartolomé frunció los gruesos labios porque no le convencía el razonamiento. De todas formas -concedió-, «te inspira un propósito útil. Lo que importa -agregó con repentina solemnidad- es la salud de tu espíritu. No quiero más herejes en tu familia».
Francisco bajó la cabeza, agraviado.
– Cuando llegues a Lima irás al convento dominico. Preguntarás por fray Manuel Montes. Te brindará ayuda cuando le digas quién eres y quién te envía. Él te llevará a la Universidad para que estudies medicina.
Francisco seguía cabizbajo.
– ¿Lo harás? -preguntó el comisario.
– Sí, por supuesto.
Le asió una mano. La piel del fraile, aunque gorda, estaba fría. El gato emitió un agudísimo maullido como eco. Fray Bartolomé levantó la diestra y cruzó el aire.
– Te bendigo en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
El fraile se distendió en su sillón. Había procedido correctamente. Con calidad y firmeza paternal. El joven, empero, no se marchaba. Siguió de pie, en silencio, con la mirada fija en un punto invisible. Algo quedaba pendiente.
– ¿Qué ocurre? -se incomodó el sacerdote.
– Necesitoo su autorización.
– Ya la tienes.
– No es para mi viaje.
Fray Bartolomé frunció de nuevo la boca: ¿para qué, entonces?
– Para despedirme de fray Isidro.
Se le nubló el entrecejo. Su cara se transformó en un pozo. Tamborileó sobre el apoyabrazos y negó con la cabeza.
Francisco presentía esa contestación. Isidro Miranda había sido recluido en el convento de La Merced desde que un espíritu maligno le invadió el cerebro. Mantenía largas conversaciones con el difunto obispo Francisco de Vitoria y acusaba de judíos a casi todo el clero de la Gobernación. Lo encerraron en su celda y sólo lo visitaba el superior de la orden.
– No -afirmó fray Bartolomé-. No puedes verlo.
Francisco dio media vuelta y se alejó lentamente. Aún esperaba algo.
– Francisco.
Se le aceleró el corazón.
– Ven -dijo el comisario.
Francisco retornó junto al convaleciente y escuchó su pronóstico:
– Encontrarás lo que buscas.
– No entiendo.
– Encontrarás a tu padre.
Fue como una mano abierta pegándole en el rostro. La mirada fosforescente del gato permanecía inmóvil. La mirada seria del comisario también. El pecho de Francisco, en cambio, era un tambor.
– Yo…
– Está confinado en el puerto del Callao. Allí lo encontrarás.
– ¿Cómo lo sabe?
– Ahora puedes partir. Que el Señor te bendiga -cerró los ojos, cerró el diálogo.
En vísperas del viaje llenó la petaca de cuero con sus bártulos. Ató en el costado izquierdo de su cinto la honda que le había fabricado Luis con una vejiga y en el derecho una bolsita con las monedas que había ahorrado en esos años de trabajo conventual. Usó una camisa de brin para envolver el grueso libro que Santiago de la Cruz decidió regalarle a último momento, tras una meditación penosa. Francisco no pudo creer en sus ojos: se trataba de una Biblia. Menos bella y casi desprovista de viñetas artísticas pero una Biblia completa que empezaba en el Génesis y concluía en el Apocalipsis, que contenía el Cantar de los Cantares y las Epístolas de San Pablo, todos los profetas y todos los evangelios, la historia de los patriarcas y Los Hechos de los apóstoles.
Se tendió sobre la estera por unas horas. Se preguntó si llegaría sano y salvo a Lima. La primera parte del trayecto le era conocida: recorrerá en sentido inverso al territorio que desenrolló nueve años atrás con su familia entera. Pero un crujido interrumpió sus divagaciones: las ratas se aprovechaban de la sombra. El siguiente crujido ya no fue habitual. Francisco abrió los ojos y descubrió una silueta en el vano. Se incorporó de golpe y buscó la yesca.
– ¿Quién es?
– ¡Shttt!… -la silueta se aproximó despacio. Su torpe movimiento lateral era elocuente.
– ¡Luis!
El negro se acuclilló. Sin hacer ruido descolgó de su hombro una pesada talega.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí?
– No tenía otra forma de verlo -cuchicheó-. Salté la tapia. Es peligroso, lo sé.
– Me alegro que hayas venido. ¿Sabes que parto hacia Lima?
– Por eso estoy aquí.
Francisco le apretó el antebrazo:
– Gracias.
Se miraron en la oscuridad. El negro tenía olor a tierra.
– ¿Te tratan bien, Luis?
– Soy un esclavo, niño.
– ¿Me extrañabas?
– Sí. Por eso estoy aquí -repitió.
– Gracias de nuevo.
– Y también porque tengo esto para el licenciado.
– ¿Mi padre?
– ¿No dice que viaja a Lima?
– Sí. Pero… ¿encontraré acaso a mi padre?
– Lo encontrará.
– Ojalá -se corrió para dejarle más espacio-. ¿Cómo lo sabes tú?
– Soy hijo de brujo.
– Eras muy pequeño cuando te cazaron.
– Como usted era de pequeño cuando cazaron al licenciado.
– No lo cazaron: lo arrestaron. Y lo llevaron al Tribunal de Lima.
– ¿Hay diferencia?
Intercambiaron un resplandor. En esa gruta arropada de silencio los dos cuerpos se oyeron los latidos. Unos treinta años atrás el padre del negro Luis, hechicero de su tribu, había sido fulminado por un rayo misterioso y cayó de espaldas. La máscara estridente que le cubría quedó mirando el cielo y no respondió a las sacudidas desesperadas de su hijo. Los cazadores ataron al pequeño y lo golpearon hasta fundir su resistencia, Después le pusieron una pesada coyunda de madera que lo unió a otros negros. Lo hicieron caminar en una larga hilera de la que era imposible fugar. Llovían los azotes. No les daban alimento ni les permitían aliviarse las llagas de los pies. Prendían fuego a las aldeas africanas vaciadas de pobladores. Cuando un negro intentaba huir, lo tumbaban y con un cuchillo largo le cortaban la cabeza. Al tierno Luis lo encerraron en un barrancón junto al puerto donde esperaban a los navíos negreros. Le pusieron grilletes en los tobillos. Algunos cautivos murieron. Cada tres días lo sacaban a tomar aire y comer harina; los obligaban a sentarse en círculo bajo el silbido perpetuo del látigo. Luego, en travesía, las carnes de Luis se ulceraron por efecto de los grillos. En la hediondez de las bodegas despertó con un cadáver sobre su hombro. Los prisioneros permanecían agarrotados, sentados, con el mentón pegado a las rodillas. El cargamento llegaba reducido. Luis dejó de pensar y sentir. Lo hicieron caminar nuevamente por tierra. Prosiguieron las coyundas, los grilletes, el atroz silbido del látigo y Luis decidió morir. Como otros cautivos, se negó a ingerir el agua sucia y la harina. Entonces le quemaron los labios con carbones encendidos. Y lo amenazaron con hacerle comer esos carbones si no tragaba la harina. En Potosí, tras cierta recuperación, logró escapar; pero estaba tan débil que en seguida lo alcanzaron; con una espada le cortaron profundamente un muslo. No lo decapitaron porque su cuerpo joven tenía valor. Lo cosieron y retuvieron hasta que alguien se decidiese pagar algo por esa mercadería fallada. Lo compró el licenciado Diego Núñez da Silva junto con una negra tuerta y también débil, los hizo bautizar con el nombre de Luis y Catalina, los transformó en marido y mujer y los consagró a su modesta servidumbre.
Francisco le tocó el hombro.
– ¿Qué has traído para mi padre?
El negro giró la cabeza hacia los lados con innecesaria precaución. Susurró bajito:
– Sus instrumentos de brujo.
– ¿Sus instrumentos? ¿No los había llevado a Lima?
– No. Yo los escondí para que no los robasen. A un brujo no se le debe robar el poder: ni la máscara, ni los cascabeles, ni las pieles de lagarto, ni las pinturas, ni la lanza.
Arrimó la talega y le hizo palpar sobre la tela de yute Francisco reconoció pinzas, lancetas, tubos, tijeras, sierras, cánulas. Desató el nudo del cuello e introdujo la mano. Tocó y acarició las herramientas de plata.
– ¡Increíble, Luis!
– ¡Shttt!… que pueden oír los frailes.
– Casi te arrancaban el secreto -sonrió
– ¿Cuando me golpeó el capitán?
– Casi te hacían confesar.
– Pero no confesé.
– Eres un valiente, un digno hijo de brujo. Mi padre estará orgulloso de ti.
– Gracias, niño. Pero… toque mejor los instrumentos. Toque.
Francisco palpó con atención.
– ¡El estuche!
– ¡Ahá!
– El estuche con la llave española. También la guardaste. Luis: eres una maravilla, un ángel. Estoy impresionado.
El negro acarició la rústica talega. Al rato murmuró:
– Quiero viajar con usted.
Francisco se conmovió:
– Me gustaría que me acompañases, pero temo que no sea posible. No tolerarán tu huida. Te buscarán y castigarán. Yo no puedo comprarte ni mantenerte. Luis: nos harían retornar a los dos. Y también se quedarían con los instrumentos.
El negro cambió de posición; apoyó la espalda contra la pared y recogió las piernas como en un ominoso viaje marino. Se rascó vigorosamente la nuca. Transpiró cólera.
– Quiero volar como un ave, pero no puedo. Quiero trabajar de brujo con el licenciado.
Francisco le apretó nuevamente el antebrazo. La noche fue cruzada por el grito de una lechuza. Para los indios la lechuza traía bendición. A Francisco se le ocurrió una idea.
– Escucha, Luis. Fui a despedirme de mis hermanas. ¿Sabes qué he decidido?
El negro forzó sus ojos en la oscuridad.
– He decidido que apenas consiga dinero, las reuniré conmigo.
– ¿En Lima?
– Sí, Volveré a unificar la familia.
– ¿Están contentas, ellas?
– No conocen mi plan. No me atreví a decido. Tú lo sabes.
El esclavo asintió. Volvió a rascarse, estiró las piernas. Y también entérate de esto.
Luis levantó la cabeza.
– Te compraré. A ti y a Catalina. Y vendrás con mis hermanas. Nos reuniremos todos.
El negro permaneció inmóvil. Después se arrojó hacia adelante y abrazó torpemente al hijo de su antiguo amo. Francisco le acarició la grasienta cabellera como a un animalito necesitado de protección. Al cabo de unos minutos se incorporaron y se apretaron las manos hasta hacerse doler. El joven abrió su arca e introdujo la talega de yute con el tesoro que devolvería a su padre.
Salió del convento que lo había hospedado durante tantos años. Atravesó el rústico portón y caminó por la calle solitaria con su petaca al hombro. El aire fresco y picante anunciaba la proximidad del nuevo día. Llegó a la explanada. Una veintena de carretas se encolumnaba mientras las tropillas de mulas eran arriadas hacia el camino. Los peones ocupaban su lugar en la parte delantera de los vehículos bajo la luz que colgaba de la picana. Los bueyes se movían lentamente, obedeciendo órdenes y puntadas. Los esclavos descalzos introducían las cargas por la abertura posterior de las carretas en tanto los capataces, con grandes faroles en la mano, recorrían el laberinto de gente y animales supervisando cajas. También controlaban los pértigos, la lubricación de las mazas y la ubicación de los pasajeros.
Francisco reconoció al oficial que últimamente aparecía tras los pasos de Lorenzo. Se desplazaba por la excitada multitud tratando de pescar al hijo de su superior: iba a recordarle que no tenía permiso de viaje. Francisco pagó, subió a una carreta y esperó que arrancase.
Al cabo de una media hora se vocearon las órdenes de partida. La torre sobre ruedas recibió un enérgico tirón y empezó a bambolearse. El convoy enfiló hacia el Norte. Los postillones cabalgaron adelante, indicando el camino que sus ojos adivinaban en la oscuridad. En la carreta de Francisco viajaba un matrimonio proveniente de Buenos Aires con dos pequeñas hijas; iban a la ciudad del Cuzco; el hombre parecía padre de la mujer. De su amigo Lorenzo Valdés, ni señas.
El oficial permaneció en la explanada hasta que salió la última tropilla. Después fue a su casa, bebió un tazón grande de chocolate y se dirigió a la residencia del capitán. Caminó a paso tranquilo, le agradaba el fresco del amanecer y estaba satisfecho de su labor: su tenaz presencia desalentaba al díscolo muchacho. Golpeó la aldaba de hierro. Una luminosidad nacarada se elevaba del horizonte. El sirviente le hizo pasar al salón.
Al rato ingresó el capitán de lanceros, ante quien se puso de pie.
– Sin novedades, mi capitán.
– ¡Ahá!
Toribio Valdés lo invitó a sentarse. Ordenó al criado que sirviese chocolate para ambos. El oficial no se atrevió a decirle que acababa de beber en su casa.
– Así que… ¡todo en orden! -dijo Valdés.
– En efecto. Controlé la partida del convoy semanal. Su señor hijo no estaba.
– ¡Ahá!
– No partió.
– ¡Ahá! ¿Está usted seguro?
– Sí, mi capitán.
– Usted lo viene controlando desde hace un mes.
– En efecto.
– Sírvase el chocolate.
– Sí, gracias, mi capitán.
– Bebe sin ganas ¿No le gusta?
– Me gusta, mi capitán -ingirió un sorbo largo y ruidoso; a la obediencia también había que mostrarla.
– Así que no partió.
– En efecto.
– ¡Ahá!… Pero no es así. Mi hijo partió.
– ¿Cómo dice, mi capitán?
– Que partió. Delante de sus narices.
– He supervisado carreta por carreta, palpé los bultos, miré las tropillas.
– ¡Ahá!
– No estaba su señor hijo, mi capitán.
– Tampoco está aquí.
– Habrá huido a caballo. ¡Corro a alcanzarlo con mis hombres.
– Termine su chocolate -lo detuvo con un gesto-. No hace falta.
– ¡Se ha burlado de nosotros!
– De usted.
– De… de…
– Usted le seguía los pasos y él se las, arregló para convencerlo de que viajaría en esta caravana. Fue un buen anzuelo la partida de Francisco Maldonado da Silva. Lo engañó a usted con arte. Quiero decirle que se fue hace rato, no sé cómo, pero se fue. Tuvo la amabilidad de dejarme una respetuosa esquela. Es un muchacho hábil.
– Sí. Me ha confundido. Es hábil.
– Y usted no lo es.
El oficial tosió y unas gotas de chocolate cayeron sobre las botas del capitán de lanceros.
Toribio Valdés lo miró con sorna. Estaba orgulloso de su hijo. Pero debía preocuparlo la ineficacia de sus oficiales.
Los jóvenes amigos se reunieron varios kilómetros al norte de Córdoba. El capataz aceptó que Lorenzo se incorporase a la carreta donde viajaba Francisco y también que atase las riendas de su caballo al vehículo.
Se presentó a los otros pasajeros. Las niñas se llamaban Juana y Mónica. Su madre, de unos veinticinco años se llamaba María Elena Santillán. El maduro padre, José Ignacio Sevilla.
– Sevilla no es un apellido portugués -dijo Lorenzo tras escucharlo hablar.
– Mis lejanos antepasados fueron españoles -reconoció el hombre y pidió a Francisco que le alcanzara una cesta con naranjas, más interesado en cambiar de tema que en comerlas.
Mónica abrazó el cuello de su madre y le preguntó oído por qué «ese mozo» tenía una mancha vinosa entre la mejilla y la nariz.
– ¡Porque mi mamá quería comer ciruelas cuando me tenía en la panza! -contestó el mismo Lorenzo amenazando con hacerle cosquillas en el ombligo.
– ¿Hasta dónde viajan? -preguntó la mujer.
– Yo, al Cuzco, o a Guamanga -respondió Lorenzo. Ha empezado una gran rebelión indígena en forma de epidemia. La llaman «enfermedad del canto». Es un retorno a la idolatría: los indios rompen cruces, sacan los cadáveres de los cementerios, asesinan a los curas, se cambian los nombres. Hay que reprimirlos. Y yo voy a integrar las milicias de exterminio.
– ¡Pero eso ocurrió hace mucho! -exclamó Sevilla.
– ¿Hace mucho?
– Claro. Unos predicadores indios anunciaron el regreso de los huacas, los antiguos dioses de la naturaleza, y azuzaron a levantarse contra las autoridades. Pero fueron sofocados. ¿Quién te dio una información tan atrasada?
– Unos corregidores.
– Habrás entendido mal. Eso ha concluido.
– ¿No se sublevan los indios?
– Sí, se sublevan. También son idólatras en muchos casos. Pero no se trata ahora de una rebelión masiva. Lamento defraudarte. No tendrás contra quién hacer la guerra.
– Después iré a Portobello -se exaltó el hijo del capitán-, después navegaré hacia España y seguiré las tropas que marchan a Flandes, como hizo mi padre, o lucharé contra los turcos en el Mediterráneo o contra los moros en África.
– ¿Tienes con qué pagarte esos trayectos?
– ¿Pagar? ¡Me pagarán a mí! Y si no, mendigaré un poco y robaré a los infieles. ¿Cómo hace un buen guerrero?
Sevilla reprodujo su expresión resignada.
– ¿Tú, Francisco?
– Voy a Lima. Quiero ser médico.
– Ah. Estudiarás allí. Es otro tipo de aventuras, entonces.
– Sí.
Hacen falta médicos en todas partes. Los pocos que circulan por el Virreinato provienen de España o Portugal.
– Su padre ha sido médico -aclaró Lorenzo.
– ¿Sí? ¿Cómo se llamaba?
– Se llama -corrigió Francisco-. Diego Núñez da Silva.
– ¿Diego Núñez da Silva?
– ¿Lo conoce?
Se frotó violentamente la aleta derecha de la nariz. Un súbito ardor frenaba su respuesta.
– ¿Lo conoce? -insistió.
– Nos encontramos hace años. Y alguien que viaja en esta caravana se alegrará mucho de conversar contigo.
Después de atravesar las salinas se esforzaron por alcanzar un paraje relativamente acogedor: árboles calvos ofrecían un simulacro de frescura. Se construyó el rodeo habitual, se encerraron las tropillas en un corral de espinos, los esclavos pusieron a asar las reses.
María Elena condujo a sus hijitas hacia el matorral donde se juntaban las mujeres, Lorenzo tenía ganas de trepar los árboles y Sevilla aprovechó para asir el brazo de Francisco y llevado donde su amigo portugués.
Estaba cerca del fogón. Era un hombre de mediana estatura. Vestía una flotante camisa gris y amplios pantalones de brin; un cinto reluciente sostenía la escarcela de cuero y un cuchillo envainado. Le colgaba de la nuca una cruz de plata. Su rostro era vivaz: las cejas espesas amortiguaban el impacto de sus ojos redondos y penetrantes. La nariz arremangada, empero, le confería un toque amistoso a su cabeza rotunda.
– Aquí está -dijo Sevilla.
– Me alegra conocerte -saludó el hombre; y se volvió hacia el peón que asaba su trozo de carne-. Te he dicho que le saques esos bubones.
El negro agarró con la mano el borde de la res por sobre las brasas, casi quemándose, y recortó cuidadosamente las tumefacciones y los ganglios.
– No se dan cuenta que sin esa porquería tiene mejor sabor.
Se alejó de la gente que venía a reservar sus porciones. Sevilla y Francisco lo siguieron. Cuando se cercioró de que no había extraños escuchando, empezó a hablar.
– ¿Así que eres el hijo menor de Diego Núñez da Silva?
– Sí. Y usted, ¿quién es?
– ¿Quién soy? -se asomaron los dientes en la amarga sonrisa-. Soy Diego López. Y como provengo de Lisboa, me dicen Diego López de Lisboa.
– Mi padre también nació en Lisboa.
– Así es.
– ¿Lo conoce?
– Más de lo que supondrías -terció José Ignacio.
Francisco le dirigió una mirada interrogante.
– ¿Quieres saber? -preguntó Diego López mientras recogía una vara seca.
Asintió.
– Tu padre y yo -lo miró fijo, dudó un instante- nos conocimos allá, en Lisboa.
– ¿En Lisboa?
Removió la hojarasca con su vara como si prefiriese remover hojas secas a recuerdos vivos.
– Entonces… -titubeó Francisco.
José Ignacio Sevilla meneó la cabeza:
– Es inútil -suspiró-. Mi amigo prefiere olvidar.
– ¿Prefiero? -se encrespó López-. ¿Crees que «prefiero»? ¿O «debo»?
– Ya lo hemos discutido mucho.
– Pero aún no te has convencido.
– La memoria no se borra con la voluntad.
– Pero hay que poner voluntad para borrarla.
– ¿Lo has logrado?
López quebró la vara y miró hacia el cielo.
– ¡Vágame Dios!
– Ya ves… -José Ignacio endulzó el tono-. Por ese camino no llegarás al puerto.
– Es, sin embargo, el mejor. Ojalá los alquimistas descubran el filtro del olvido. Entonces uno podría optar.
– Vuelvo a mi tesis: «prefieres» olvidar pero no olvidas, porque entonces dejarías de ser el mismo.
Francisco los escuchaba. Procuraba descifrar el sentido oculto del raro debate. Percibía que tras los vocablos había dolor y miedo.
– Opino tan diferente -añadió José Ignacio Sevilla-, que antes de partir acabé mi décima crónica.
– Felicitaciones -exclamó López irónicamente-. Espero que esas crónicas no te aporten tragedia.
– Todo lo que nos ocurre merece perdurar -se dirigió a Francisco-. Escribiendo crónicas aprendí historia. La historia es una de las ciencias más antiguas. Los griegos le inventaron una musa especial. La historia insufla significado y valor. La amo.
– La historia es un lastre inútil. Peor: un lastre mortífero -gruñó López.
Retornaron al fogón. Desenvainaron sus cuchillos y recogieron buenos trozos de carne. Eligieron una hogaza de pan, la bota de vino y se apartaron doscientos metros hacia la sombrilla de un tala.
Francisco fue conducido al túnel del tiempo, a un trayecto ahíto de perplejidad. Tenía dieciocho años, pero se sintió viejísimo. Recordó que en el ya borroso patio de los naranjos le contaron de un libro árabe que se llamaba Las mil y una noches y consistía en una sucesión de relatos que una mujer narraba al califa a lo largo de mil noches. José Ignacio Sevilla y Diego López Lisboa hicieron algo parecido: a lo largo de quince siestas evocaron y discutieron delante suyo, como si fuese el privilegiado califa, otra sucesión de relatos que eran sus heridas, su secreta dignidad y su terror. Integraban una fláccida red de individuos en permanente fuga. Estaban formados por sangre abyecta y debían esmerarse para conseguir el aprecio de los hombres. No bastaba parecer cristianos: debían borrar las impurezas de su origen.
¿Cuál era ese origen tan execrable?
José Ignacio Sevilla y Diego López lo conocían bien.
– Nuestro origen no es sólo español. Es español y judío. El término judío es la cifra del mal -acotó López.
Francisco sintió el vértigo que también enloquecía a esos hombres. Una mezcla de odio, amor, culpa. Los judíos españoles -de donde él mismo provenía- eran un desaguisado. Abrió orejas de poseso para beber la más triste de las historias: la de los judíos en España. Su historia. José Ignacio Sevilla, pese a todo, la amaba. Diego López de Lisboa la aborrecía.
Quizá los judíos llegaron a España en los bajeles del rey Salomón y bautizaron Sefarad al nuevo país, que en hebreo significa «tierras del fin» o «tierra de conejos». Plantaron bíblicos retoños: viña, olivo, higuera y granado. España les ofrecía una réplica de la tierra que llevaban en el espíritu: los ríos evocaban al Jordán, las altas montañas al Hermón nevado, los páramos al desierto de los profetas. Vivieron en paz con los nativos y cuando se estableció el cristianismo no hubo enfrentamientos: las semillas se regocijaban por igual con una bendición en hebreo o en latín. Los siglos de buenaventuranza recién fueron lastimados por el Tercer Concilio de Toledo que lanzó una ofensiva general antijudía: prohibió los casamientos mixtos y, si estas uniones se llegaban a producir, sus frutos debían ser llevados forzosamente a la pila bautismal. Los judíos no podían ejercer funciones públicas. Tampoco enterrar sus muertos entonando salmos que escuchasen los vecinos.
Sin embargo, estas medidas no fueron acatadas: predominó la disposición tolerante del pueblo sobre la severidad de los sacerdotes. Los reyes visigodos bascularon arbitrariamente: algunos honraban y otros perseguían. Uno de ellos, por ejemplo, declaró que los judíos de España eran esclavos a perpetuidad…
En el año 711 una pequeña hueste árabe cruzó exitosamente el estrecho de Gibraltar y en pocos años casi toda la península pasó a depender del flamante califato de Córdoba. La ciudad capital se tornó magnificiente: su corte atrajo a filósofos, poetas, médicos y matemáticos; nacieron parques con estanques apacibles y palacios llenos de fuentes. Durante tres siglos imperó un clima de fraternidad. En esa atmósfera aparecieron los príncipes judíos en España.
– ¿Príncipes judíos? -tartajeó Francisco.
El primer príncipe judío de España se llamó Hasdai. Muchas familias pretenden derivar de su linaje, también los de apellido Silva. Los Silva provenían de Córdoba, y seguramente de Hasdai (Francisco evocó la oxidada llave de hierro). El brillante Hasdai vivió poco antes del primer milenio. Dominaba árabe, hebreo y latín, era médico y diplomático. El emperador de Bizancio, por otra parte, le envió valiosos regalos, entre los que figuraba el libro de Discórides, a quien Plinio citaba, y que era la base de la farmacología. Hasdai lo vertió al árabe. Y en todo el califato empezaron a florecer los estudios sobre el poder curativo de las hierbas. A esto había que agregar el portentoso descubrimiento que se realizó gracias al vínculo de Hasdai con la corte bizantina: en Oriente se había constituido un reino judío, el primer reino judío independiente desde la catástrofe provocada por las legiones de Roma. Su sola existencia probaba que no existía una maldición eterna contra Israel. Hasdai envió varias misiones, algunas de las cuales consiguieron entablar el anhelado vínculo.
Francisco pidió que repitiesen el relato. No lo podía creer.
Más adelante, cuando el califato se fragmentó en un mosaico de pequeños reinos, surgió otro Hasdai: Samuel Hanaguid. Hanaguid significa «el príncipe». También nació en Córdoba y también varias familias -los Silva incluidos- provienen de su linaje. Dominaba matemáticas y filosofía; hablaba y escribía siete idiomas. El vizir de Granada solicitó sus servicios, lo convirtió en su secretario y años después, en su lecho de muerte, recomendó que ocupara su lugar. Era la primera vez que un judío escalaba tan alto en el palacio de la Alhambra. Gobernó durante treinta años. Formó una vasta biblioteca, y se dio tiempo para enseñar en un colegio propio. Francisco reconoció las obsesiones de estos príncipes: eran las de su familia, de su padre, de él mismo. Samuel Hanaguid escribió poemas, tratados y se inmortalizó en la piedra como el autor del Patio de los Leones que hasta hoy ilumina el corazón de la Alhambra.
En Córdoba, de donde provenían los Silva, nació también un príncipe que ya no sólo pertenecía a un Estado, sino a la humanidad: Maimónides. Fue el más grande los filósofos de su tiempo ante quien se inclinaron los doctores de la Iglesia.
– ¡Un judío ante quien se inclinaron los doctores de la Iglesia! -retumbó en el aire.
Lo apodaron Aquila magna, Doctor fidelis y Gloria orientis et lux occidentis. Sin él no hubiera sido posible Santo Tomás de Aquino ni su Summa Theologica. Fue el médico personal de Saladino y el médico que solicitó el cruzado Ricardo Corazón de León. Eran tiempos de maravilla. Lamentablemente, crecieron las rencillas entre los reinos musulmanes e irrumpieron hordas de fanáticos. Un predicador afirmó que los judíos habían prometido a Mahoma que si al final del quinto siglo después de la Hégira no llegaba el Mesías, se convertirían al Islam. El delirante se dirigió a las comunidades judías para exigir que cumplieran con el juramento de sus antepasados. Tampoco los musulmanes podían tolerar la supervivencia de los judíos, pese a los frutos de su convivencia anterior.
– ¿Qué ocurría, mientras tanto, en los reinos cristianos del Norte de España?
– Cuando empezaron las persecuciones islámicas, los judíos se desplazaron a los reinos cristianos del Norte, por lógica, así como antes habían huido de ellos. Ningún refugio es definitivo en la tierra -suspiró Diego López; y sus ojos redondos esparcieron tristeza-. Los refugios son transitorios. Peor: son ilusorios. La solución es abandonar los refugios.
Sevilla y Francisco presintieron lúgubres palabras.
– Abandonar los refugios… -carraspeó-. La solución, entonces, si existe, es dejar de ser judíos. Definitivamente.
Prosiguieron la marcha hacia el Norte, hacia Santiago del Estero. Luego irían a la hermosa Ibatín. Francisco efectuaba el viaje de retorno por la misma ruta que había transitado años atrás en compañía de su familia entera. Por aquel entonces había sido un niño protegido y dichoso. Contempló a las hijitas de Sevilla, adormiladas junto a su joven madre, y las consideró tan protegidas y dichosas como él lo había sido. Es decir, precariamente protegidas. Ignoraban que su padre era un judío secreto, un hombre que podía ser arrestado y quemado vivo. En ese caso no contarían más con su protección ni con recursos para seguir viviendo porque la Inquisición les confiscaría el patrimonio íntegro.
Inspiró hondo para deshacer el malestar que se le amontonaba. ¿Era justo retacear la verdad a la propia familia? Su padre no dijo a su madre que era judaizante. Claro, si lo hubiera dicho, quizá Aldonza no habría accedido a casarse con él. Entonces él hubiera estado condenado a permanecer solo, a sufrir con más intensidad su condición de hombre maldito.
El matrimonio de su padre y el de Sevilla eran, paradójicamente, matrimonios mixtos… Entre cristianos. Cristianos nuevos que se casaban con cristianos viejos. Por lo general era hombre el cristiano nuevo y mujer la cristiana vieja. Contraían esponsales que sólo una parte conocía cabalmente (la otra permanecía engañada). El consentimiento mutuo resultaba imposible: en realidad se casaban dos hombres con una mujer. Los dos hombres estaban fundidos como la máscara y el rostro: la máscara mostraba un cristiano y el rostro ocultaba un judío.
¿No existía solución? Diego López de Lisboa, harto de padecer, encontró la única y terrible: «dejar de ser judíos. Definitivamente». Francisco pensó que si su padre hubiera optado por ese lógico camino cuando desembarcó en América, no habría tenido que transmitir sus creencias a Diego y entonces no habrían sido arrestados. Él, Francisco, gozaría de toda su familia. Quizá su madre no hubiera muerto tan precozmente. No habrían perdido sus bienes ni habrían tenido que ponerse bajo la denigrante tutela de fray Bartolomé. Él, Francisco, no estaría ahora viajando a Lima.
Su padre había insistido, desde que fundó su excéntrica academia, en que el conocimiento era poder. Tenía muchos conocimientos y había leído más libros que muchos sabihondos del Virreinato. No obstante, en el momento decisivo, no sirvieron sus conocimientos. Nadie siquiera advirtió que tenía poder. Se dibujó ante Francisco el rostro de Jesús contraído por el sufrimiento. Aflojó su espalda contra las estacas laterales de la carreta y murmuró porciones del catecismo. Una idea quería emerger, pero la aplastaba con otras, hasta que se abrió. ¡Hacía un paralelo entre Jesús y su padre! Reapareció la imagen con moretones y rayas de latigazos. Jesús era Dios. Tenía todo el poder. Los soldados de Roma se burlaban desafiándole a que lo demostrase. Pero Cristo permaneció callado, como su padre. Lo golpearon, empujaron, ofendieron. ¿Dónde se ocultaba su dignidad, dónde sus rayos y su fuerza? Si, era capaz de destruir y reconstruir el Templo en tres días, ¿por qué no expulsaba de un soplo a sus verdugos? ¿Tenía todo el poder y no lo usaba? Era un hombre débil. Y los malvados aprovechaban para pegarle y divertirse a su costa. No advertían los brutos que tras su debilidad se escondía: una fuerza infinita. No advertían que el dolor, precisamente, lo hacía grato a los ojos del Padre.
Francisco se tapó la cara. Necesitaba aislarse dentro de la carreta. ¡Qué confusión! ¿No será el dolor tan profundo de los judíos a lo largo del tiempo la misteriosa virtud que los torna inmortales? ¿No será el judaísmo una forma de imitar y actualizar la pasión de Cristo? Meneó la cabeza horrorizado. Esto era herejía.
El indio José Yaru que José Ignacio Sevilla contrató en el Cuzco se comportaba como los demás indios cargadores, pero su rostro y ciertas actitudes evidenciaban una sutil diferencia. Igual que los otros era obediente y silencioso y se movía como un fantasma. Podía instalarse a las espaldas de alguien y seguirlo por un trecho largo sin ser advertido, pero desaparecía de a ratos. En una ocasión la caravana partió sin él; reapareció en la siguiente posta. Cuando se le hacían preguntas, sus contestaciones eran tan parcas y evasivas que quitaban los deseos de seguir hablándole. Sus facciones denotaban tensión, una profunda tensión que disimulaba con su aparente indolencia y estupidez.
Los indios cargadores no eran esclavos, aunque lo parecían. José Yaru era un indio cargador. Su trabajo estaba mal remunerado y era duro. Como los otros, seguía a las caravanas de a pie; dormía a la intemperie; se mantenía a prudencial distancia de los españoles y los negros. No le molestaban los gritos o reproches: era la forma natural de recibir indicaciones, era el trato que le correspondía. ¿Estaba resignado a perpetuidad? Provenía de las alturas del Cuzco. Allí, tocando las nubes, habían reinado los incas. El Cuzco fue la capital de un vasto imperio, el nudo magnético hacia el que afluían los territorios que después formaron el Virreinato del Perú. El gran Inca fue hijo del sol; como al astro, no lo podían mirar de frente. Su reinado fue corto e intenso. Los indios vibraban al oír sus referencias. José, sin embargo, cuando le preguntaban qué pensaba sobre el imperio incaico, sobre el pueblo incaico y sobre las costumbres de los incas, respondían invariablemente: «no pienso».
Sevilla supo que uno de sus hermanos se convirtió en talentoso pintor de iglesias. Reproducía los castigos que infligieron los judíos al Señor Jesucristo; los judíos usaban ropas de españoles; en varias ocasiones llegó a pintarles una cruz de oro en el pecho. También supo Sevilla de una tía que juzgaron por hechicera: en su chamizo ocultaba huacas y canopas [19] a las que alimentaba con chicha y harina de maíz.
José Ignacio Sevilla conoció a José Yaru en el Cuzco, precisamente. Lo contrató para que trasladase sus fardos de una tienda a otra en el callejón de los mercaderes. Era cumplidor y eficiente. Cuando le canceló el contrato porque regresaba a Buenos Aires, el indio bajó la dura cabeza, juntó las manos sobre el vientre y le espetó a quemarropa que lo llevase consigo.
– ¿Por qué? -se asombró Sevilla.
– Porque tengo guerra familiar.
– ¿Quieres huir?
– Tengo guerra familiar.
Sevilla no pudo sonsacarle más información. ¿Qué significaba «guerra familiar»? ¿Lo perseguía su suegro?, ¿lo quería matar un cuñado?, ¿cometió bigamia?, ¿lo repudiaban sus parientes? Necesitaba escapar. Sevilla tuvo lástima de él y también calculó que a cambio de este favor ganaba un buen ayudante. Se hacía cargo de un fugitivo, ciertamente; pero que no huía por causa de la religión, que era lo grave, sino por robo, asesinato o adulterio. Quizá nunca lo supiera. No lo vinculó con su tía hechicera, que era un expediente cerrado ya. A su hermano lo consideraban propiedad de la Iglesia. Trató de perforarle la empecinada cabeza: no descubrió inconvenientes serios y dijo que sí.
José Yaru nunca se quitó las pulseras de cuero. De vez en cuando entonaba un canto fúnebre. Su melodía era como una cinta que ondulaba hacia alguna montaña. Tengo nostalgias de altura -explicaba con razón. Los demás indios solían escucharlo en silencio. Durante las pausas se formaban rondas de cargadores. Aunque José era igual a los otros, parecía convertirse en el centro del grupo como si portara una dignidad que sólo sus hermanos reconocían.
Diego de Lisboa viajaba en otra carreta. No lo acompañaban miembros de su familia esta vez. Tenía cuatro hijos brillantes, de los cuales uno, Antonio, despuntaba como polígrafo [20].
«No puedo reprender a Antonio -cavilaba-. Lleva más lejos que nadie mi decisión de desarraigo: no acepta llamarse López y menos Lisboa. Quiere dejar de ser judío. Repudia mi herencia y, paradójicamente, la recibe porque lo principal de mi herencia (o mandato) es acabar con la carga del judaísmo. Tan lejos corre que se inventó una historia de su nacimiento: asegura que vio la luz en Valladolid, aunque allí no estuvo jamás. ¿Por qué vaya reprocharle? Tendrá más libertad y seguridad que yo, porque yo, lamentablemente, estoy infectado por un núcleo judío que sólo morirá cuando repose bajo tierra. Lo mismo pasa con Diego Núñez da Silva: su núcleo judío fue detectado por los imanes de la Inquisición y ahora purga en Lima la condena. Nos conocimos en Lisboa. Éramos jóvenes y podíamos correr más rápido que nuestros perseguidores. Compartimos el horror. Después aprendimos a compartir la incertidumbre que producía la cambiante conducta de los monarcas; por momentos las autoridades se tornaban benévolas y generaban expectativas de convivencia, por momentos las arrasaba una tempestad de odio.
»Cuando los reyes de España firmaron el Edicto de Expulsión en 1492 -recordaba Diego López-, cien mil judíos emigraron hacia Portugal. Casi todos soñaban regresar a sus hogares españoles. Pero los sueños no se cumplieron. Vencidos los plazos de permanencia, muchos debieron embarcarse y sufrir nuevas desventuras; algunos fueron vendidos como esclavos. Cuando la Inquisición logró instalarse también en Portugal, se hizo evidente que ya no volvería la paz. Millares de individuos intentaron huir del país que por momentos parecía tenderles algún afecto. Acordé con Diego Núñez da Silva fugar al Brasil después que mis padres fueron quemados en un Auto de Fe. No podíamos seguir en esa ciudad. Me ayudó a soportar días y noches de fiebre, de locura. Intenté clavarme una daga porque no me podía sacar la visión de los cuerpos carbonizándose. Dejé de comer y beber hasta perder el sentido. Al cabo de unos meses, insomnes de terror, proyectamos viajar al Nuevo Continente. Allí se radicaban muchos perseguidos: la distancia del poder central facilitaba la erección de comunidades libres y podríamos olvidar. Y renacer. Pero nuestra información no era completa: esa libertad ya había provocado visitas inquisitoriales y se empezó la represión también aquí. No encontramos un Brasil apacible. No. Diego Núñez da Silva, tras evaluar las opciones, eligió arriesgarse hacia el Oeste, hacia la legendaria Potosí. Yo, en cambio, consideré más segura la recientemente fundada Buenos Aires porque estaba más alejada que ninguna otra población de los implacables centros del poder inquisitorial.
»Era paradójico: Diego Núñez da Silva, médico y sin ambiciones económicas, fue hacia el más febril centro de enriquecimiento que funcionaba en el Nuevo Mundo. Yo, un comerciante que reconocía el valor del dinero, fui hacia la chata aldea que vegetaba sobre un río ancho y aburrido. Diego llegó a Potosí y luego se fue a ejercer medicina en San Miguel de Tucumán. Yo desembarqué en Buenos Aires e hice incursiones a Córdoba para iniciar el comercio con frutos del país. En Córdoba, hacia el año 1600, apareció mi viejo amigo con su familia. Estaba mal: huía de la Inquisición. Huía inútilmente: le venía pisando los talones la orden de arresto, que implementó el comisario local.
»Yo, en cambio, estaba bastante bien. Había comprado una pequeña embarcación que bauticé San Benito exportaba harina a San Salvador de Bahía y allí la cargaba con aceitunas, papel y vino. La secreta comunidad judía de San Salvador era una confiable contraparte. Hice dinero. Y para evitar el zarpazo de la Inquisición empecé a buscar quien me vendiese un certificado de limpieza de sangre. En Córdoba proliferan los títulos apócrifos; hay verdaderos artistas de la falsificación y un gran respeto por su obra. Contra el escepticismo que a veces me asaltaba pude conseguir un certificado tan bello que parecía una reliquia. A pesar del escudo que significaba ese pergamino recargado con el lacre de los sellos y la firma de notables, había considerado riesgoso mantener mi principal domicilio en Buenos Aires: la joven ciudad se estaba llenando de judíos provenientes del Brasil. Me trasladé pues a Córdoba, donde rápidamente, gracias a mi locuacidad, dinero e iniciativas, fui designado regidor del Cabildo. Arribé entonces a la dolorosa conclusión de que lo tenía sentido mantener en secreto mi condición judía: no resucitaré a mis padres ni daré felicidad a mis hijos. Externamente soy católico, de mi nuca cuelga una cadena de plata con una maciza cruz, asisto a los oficios religiosos y me confieso, Debo corregir mi interior, no el exterior. Mi imagen es la adecuada, no las nostalgias. Estoy cansado de huir. Si pudiese, estudiaría teología y me haría sacerdote como Pablo de Santamaría, que fue rabino y se convirtió en uno de los más ardientes abogados de la Iglesia. El martirologio judío ya no tiene sentido: no interesa a los hombres ni conmueve a Dios. ¿Para qué continuarlo?»
Los ásperos reinos cristianos del Norte de España -se enteró Francisco, emocionado- decidieron favorecer a los judíos cuando los Estados musulmanes del Sur empezaron a perseguidos. La acogida, empero, no condujo a la formación de un vínculo cordial entre la Iglesia y la sinagoga. La Iglesia necesitaba aún consolidarse y la presencia de quienes fueron el pueblo elegido cuestionaba la solidez de algunas tradiciones. Empezó a difundirse entonces el gusto por una especie muy peligrosa de torneos: las controversias teológicas. A los cristianos no les interesaba, en el fondo, convencer judíos (podían convertirlos a la fuerza y masivamente): eran ellos mismos quienes necesitaban convencerse. Se convocaba a teólogos de ambas religiones para discusiones públicas que ayudarían a clarificar la verdad. En la práctica, si los cristianos no vencían en la argumentación, se desencadenaba una borrasca que incluía asaltos a las juderías.
Uno de esos afamados polemistas del bando judío provenía del Sur. Decía descender del legendario príncipe Hasdai, el magnífico Samuel Hanaguid y de otras familias cordobesas pletóricas de sabios y artistas. Se llamaba Elías Haséfer, que quiere decir Elías «El Libro». El libro, obviamente, era la Sagrada Escritura. (Posiblemente Séfer se convirtió en Silva, como gustan afirmar los judíos de este apellido.) El torneo se desarrolló en Castilla con gran pompa. Acudieron príncipes, nobles y caballeros. Por parte de la Iglesia asistieron el obispo, superiores de las órdenes religiosas, doctores en teología y eruditos. Elías Haséfer tenía derecho a consultar una gruesa Biblia que pusieron a su disposición, pero asombró a la audiencia vertiendo de memoria largas parrafadas de versículos. Las razones de la Iglesia y las de la sinagoga chocaron como espadas relucientes. Cada parte hacía estallar relumbrones y la primera sesión acabó en un empate. La segunda y la tercera dieron ventaja a los teólogos cristianos, quienes apabullaron a Elías con inesperados argumentos. Los caballeros casi empezaron a golpear sus escudos en señal de alegría, pero la solemnidad del recinto les frenó el entusiasmo. En la cuarta sesión Elías Haséfer, aparentemente debilitado, remontó cada uno de los argumentos con una especie de catapulta y convirtió a sus adversarios en pasmarotes ridículos. Los caballeros ya no querían golpear sus escudos, sino desenvainar las espadas. En la quinta sesión hubo un empate poco claro y en la sexta Elías Haséfer volvió a triunfar. En voz baja consultó el rey al obispo. Se convocó a una séptima sesión, pero el monarca no autorizó el debate. La sesión estaba destinada a premiar el desempeño de los adversarios. Aclaró que se trataba de una diversión, no de un juicio: la verdad de la Iglesia no era objeto de dudas, ni requería la derrota de un sofista judío. El rey entregó regalos a todos los participantes. Cuando tendió la primorosa arqueta a Elías Haséfer, exclamó: «¡Lástima que nos seas abogado de Cristo!» Esta expresión era, obviamente, otro regalo, quizá más valioso que el material. Al día siguiente los judíos de Castilla velaron a Elías Haséfer, asesinado por una puñalada a pocos metros de su casa.
Estas tragedias no impidieron que de las aljamas [21] surgieran astrónomos, traductores, matemáticos, poetas y médicos tan brillantes como los que antaño produjeron los Estados del Islam -contó José Ignacio Sevilla-. Varios ascensos luminosos, no obstante, acabaron en atroces caídas. Un ejemplo fue el de Samuel Abulafia, que llegó a ser un príncipe tan grande como Hasdai. Fue ministro de Pedro el Cruel, rey de Castilla. Su vida excepcional es un modelo que exalta y aterroriza, por eso los judíos siguen recordándolo con ambivalencia. Hubieran preferido olvidarlo. Más aún, que nunca hubiese existido. Abulafia resolvió la asfixia financiera del reino y se ganó el poder de los poderosos. Construyó la famosa sinagoga de El Tránsito, en Toledo, con hermosas inscripciones hebreas en torno del Arca. Su residencia fue conocida como El Palacio del judío. Las intrigas políticas lo debilitaron. Su lealtad al rey no sólo produjo admiración, sino odio. Sus rivales se desquitaron con ataques al barrio judío. En una de esas furiosas agresiones cayeron muertas cerca de mil doscientas personas con niños incluidos. Finalmente consiguieron desgastar la confianza del monarca. Pedro el Cruel sucumbió a las calumnias y ordenó encarcelar y torturar a quien fuera su querido ministro. Los verdugos se regodearon con el cuerpo del magnífico príncipe, quien murió durante los tormentos.
En la patética historia, tampoco este hecho fue definitorio. Igual que en la lejana época de los visigodos, el pueblo tenía más vocación para la tolerancia que para el desdén. Los españoles tardaron más que el resto de Europa en incorporar su odio. Tan era así que las aljamas gozaron de autonomía y los manuscritos de esa época reflejaban cierto optimismo. El pensamiento filosófico y moral produjo obras notables: en el siglo XIII vio la luz en la España cristiana, precisamente, uno de los libros que más desconcierto genera en los hombres, llamado Zohar o Libro del esplendor. Es el núcleo de la Cábala.
– ¿Has oído hablar de los cabalistas, Francisco?
A Francisco no le resultó desconocida esa palabra: la escuchó por primera vez cuando Diego estaba tendido en su lecho con una herida en el tobillo y su padre le efectuaba la abismal revelación. En la empuñadura de la vieja llave de hierro había una grabación. No eran tres pétalos ni tres llamitas: era la letra inicial de la palabra Shem, que significa Nombre. Los cabalistas atribuyen al Nombre un infinito poder, manipulan letras y acceden a la profundidad de los misterios.
Recién en el siglo XIV -es decir, hace muy poco en relación con la extendida historia de los judíos españoles-, se impuso, claramente, la intolerancia. Ganaron terreno los fanáticos y su crueldad. Cuando se producían epidemias se acusaba a los judíos. A veces ni era necesario formular la acusación: el populacho corría directamente hacia las aljamas para matar y robar. Surgieron frailes que urgían exterminar a los infieles de adentro; se ponían a la cabeza de turbas excitadas, entraban a saco en las sinagogas, profanaban el altar y entronizaban una imagen. La conversión era vivida por los judíos como una ofensa adicional. Pero algunos conversos, por obra del terror, se muta ron en extremistas del cristianismo para borrar las marcas de origen. Un caso notable fue Pablo de Santamaría, ex rabino cuyo nombre escandalosamente hebraico había sido Salomón Halevi (Diego López de Lisboa lo admiraba). Los Levi descendían de la bíblica tribu consagrada al sacerdocio. El converso se zambulló en los estudios teológicos y consiguió que lo nombrasen archidiácono y canónigo de la catedral de Sevilla. No conforme, ascendió a obispo de Cartagena y arzobispo de Burgos. En esta ciudad compuso una obra incendiaria: Scrutinio Scripturarum. Lo empezaron a llamar el Burguense y su manual es utilizado hasta ahora en las controversias para pulverizar los argumentos judíos.
– Hay copias del Scrutinio en Buenos Aires, en Córdoba, en Santiago. Y por supuesto que hay varias copias en Potosí, el Cuzco y Lima -señaló López-. Para los familiares y comisarios equivale a una espada -carraspeó, como lo hacía cada vez que le asaltaba la tristeza-. Y, ciertamente, es una filosa espada.
En ese año de conversiones masivas el populacho invadió la aljama de Sevilla y mató cuatro mil hombres, mujeres y niños; las sinagogas fueron derribadas o transformadas en iglesias. Meses después se prendió fuego al barrio judío de Córdoba; en sus calles quedaron tendidos unos mil cadáveres. En seguida se propagaron los asesinatos a la bella Toledo y de allí a setenta localidades de Castilla. Luego aparecieron múltiples crímenes en Valencia, Barcelona, Gaona, Lérida.
Francisco escuchaba, absorbía, trepidaba.
Desde cierta altura los viajeros pudieron apreciar la bonita Salta erigida sobre terreno cenagoso y rodeada por aguas, como si se tratase de un chato castillo. Hernando de Lerma la fundó sobreagua como los aztecas a México. Soñaba levantar una urbe tan grandiosa como aquélla. Rodeando a la ciudad se extendían los potreros que reunían más mulas que en ninguna otra parte del mundo.
La caravana llegó al final de su viaje. Las carretas no podían seguir hacia el Norte: eran dinosaurios que sólo recorrían caminos llanos: desde la pampeana Buenos Aires junto al Río de la Plata -el río más ancho del planeta- hasta la remota Salta, en el pórtico del Altiplano.
Diego López de Lisboa permanecería en Salta, en lo de un proveedor amigo, para ampliar sus transacciones comerciales. Luego regresaría a Córdoba. Llamó a Francisco.
– Quiero despedirme -su nariz respingada se había sonrosado-. Quizá llegues a conocer a mi hijo Antonio, si vuelves a Córdoba.
– O si él va a Lima.
– ¿Te quedarás en Lima?
– Estudiaré medicina. Después… Dios proveerá.
– Presiento que Antonio también irá a Lima -se sentó sobre unos fardos.
– Cuando abraces a tu padre -recomendó mientras pasaba el pañuelo por su nuca y su frente- le contarás que hemos hablado mucho y que yo estoy de acuerdo con él.
La cara de Francisco se convirtió en pregunta.
– Sí, de acuerdo con él -aclaró-. Él ha renunciado al judaísmo. Definitivamente. Hizo lo correcto.
– ¿Está seguro?
– La Inquisición le impuso una condena leve. Procede así, únicamente, con los arrepentidos de verdad -suspiró-. Tanto sufrimiento para nada. Ya ni es historia, sólo carnicería.
– ¿Se puede interrumpir la historia?, ¿ponerle fin?
– Los teólogos demuestran que el pueblo judío existió, y fue elegido, para anunciar y preparar la venida de Cristo. Una vez cumplida esa misión, terminó su historia. Su sobrevivencia agravia el plan divino.
– Pero la realidad…
– La realidad debe someterse a la teología, que es la verdad -volvió a pasarse el pañuelo por el rostro y lo metió en su bolsillo-. No justifico la obstinación de José Ignacio, por ejemplo, que prefiere un camino imposible.
– No es obstinación -José Ignacio Sevilla apareció junto a ellos y los miró con lástima-. No es obstinación, querido Diego: es convicción.
– ¿Estabas escuchando? -se irritó López.
– Sólo la última parte, no te preocupes. Además, creo que no has dicho algo nuevo. Sólo que, me parece, lo has dicho con más énfasis.
– Porque ya no dudo.
– Lamento desengañarte: sigues dudando; por eso necesitas del énfasis.
Diego López de Lisboa volvió a frotarse con el pañuelo.
– Los nuestros son tiempos de prueba -lo consoló Sevilla.
Francisco advirtió que en Salta algunas personas rodeaban sus cuellos con pañuelos y creyó que era una coquetería local. El desengaño lo contrarió. Lorenzo, en cambio, se puso a reír porque el bocio endémico de esa gente le parecía cómico: una bola instalada delante de la garganta. A Francisco le disgustó que se burlase de una enfermedad. Lorenzo no pensaba en enfermedades: esa gente era así, monstruosa, y algunos monstruos existen para divertir a quienes no lo son; ¿para qué Dios creó los acondroplásicos y otros bufones? De todos modos no le interesaban los portadores de bocio sino las mujeres salteñas cuya hermosura lo excitó. Usaban el pelo suelto y boscoso, otras lo ataban en relucientes trenzas; su tez era delicada y miraban con desparpajo.
Buscó y encontró el prostíbulo donde pudo meter sus dedos entre las espesas cabelleras y regodearse con la bella tez. Así lo contó. Pero en realidad se acostó con una mestiza regenteada por una vieja maligna que casi le robó la escarcela mientras se revolcaba en el sucio jergón. Satisfecha la urgencia, Lorenzo volvió a concentrarse en su objetivo más próximo: conseguir mulas, y gratis. «Los botines de guerra sólo cuestan sudor y coraje, no dinero.» Dijo a Francisco que sólo necesitaba una noche para proveerse de una media docena. A la mañana siguiente ya podrían emprender el viaje hacia Jujuy. Si Francisco no tenía ganas de arriesgarse, que lo esperase en el camino.
– Estuviste demasiado tiempo con los frailes para animarte a robar -le dio un cariñoso golpe de puño en el brazo.
Por el amplio valle de Lerma se sucedían los potreros llenos de animales listos para la subasta. Eran corrales construidos con troncos y ramazones de los bosquecillos circundantes. Algunas mulas díscolas hacían excavaciones para burlar el cerco y debían ser trasladadas a potreros reforzados; otras eran mañosas y agitaban a las vecinas. Montado en su caballo rubio, Lorenzo parecía un rico mercader dispuesto a efectuar transacciones honestas. Recorrió los límites de varios potreros, se detuvo a escuchar las negociaciones de los comerciantes e hizo preguntas a los arrieros despistados, se mezcló con otros jinetes, examinó atajos y esperó que la noche encapotada borrase los contrastes. Una fina garúa -anunciadora de las próximas lluvias de temporada- contribuyó a facilitarle la tarea.
La familia Sevilla partió al alborecer. Pretendía llegar a Jujuy esa misma tarde. Convenía segmentar el trayecto con cierta precisión para no quedar a la intemperie: se avecinaba mal tiempo. Francisco siguió al grupo. Don José Ignacio había contratado una recua de mulas con varios cargadores y José Yaru continuaba de ayudante. Llovió durante media hora a poco de abandonar Salta. Los equipajes fueron cubiertos con lonas y los viajeros se subieron los ponchos a la cabeza. Los indios descalzos tironeaban el cabestro de los animales. Era preciso avanzar de todos modos. Estos chaparrones serán en adelante una vista frecuente. Al cesar la lluvia el camino quedó salpicado de vidrios y una fragancia intensa se elevó hasta las nubes por entre cuyos escarmenados vellones se presentaba nuevamente el cielo azul.
Cuando Salta quedó atrás, oculta por lomas, divisaron a Lorenzo. Descendía trabajosamente de un monte a arrastrando tres mulas. No había logrado un pingüe botín.
Abundaba tanto la piedra suelta que las mulas y el caballo de Lorenzo ya no podían trotar. La Puna producía dolor en el estómago, mareos y fatiga. A cada rato bebían agua o sorbían un poco de caldo con ají. De a ratos caminaban junto a las cabalgaduras para que no se empacasen. Sólo el indio José Yaru tenía aspecto saludable a pesar de su permanente hosquedad; estas tierras eran su patria y esta atmósfera le sentaba bien. Marchaba al encuentro de sí mismo; una progresiva armonía acomodaba su relación con el mundo. Su bienestar se asociaba a hechos terribles -pero también grandiosos- que no podía comunicar a nadie.
Francisco miraba con atención el paisaje espectral. Estaban más cerca del cielo y quizá de Dios. Por aquí había venido su padre cuando era joven, escapando de Portugal y del Brasil. Lo imaginaba viniendo del Este, a través de selvas feroces, y encontrándose de súbito en esta meseta elevadísima y árida rumbo a la legendaria Potosí cuyos cerros manaban la plata. Ya entonces se decía que en diez años ordeñaron a estos cerros más metales preciosos que los indios en dos mil. Decenas de millares de hombres fueron empujados a las minas por el sistema de la mita [22]. El trabajo compulsivo se fue haciendo cruel e insalubre a medida que se agotaban los filones y debían perseguidos en las entrañas del suelo. Francisco penetró en las calles bulliciosas de Potosí. Los muros no eran de plata ni las tejas de oro. Pero circulaban carruajes fastuosos, los hombres y las mujeres usaban ropas coloridas. Los ricos destinaban algo de sus ganancias a la vanagloria y el grueso a los arcones. Predominaban dos entretenimientos: los prostíbulos y los titiriteros. A los primeros los condenaba la Iglesia y a los segundos la Inquisición.
Sermón de por medio era destinado a condenar el pecado de la carne. Insistían que en los lenocinios se regodeaba Satanás atrapando almas. Los sacerdotes acusaban y amenazaban en su lucha desigual. Desde el púlpito miraban con reproche a los varones irresponsables y a las mujeres desvergonzadas -porque todos concurrían a los servicios, incluidas las administradoras de burdel-, pero no conseguían enderezar sus conductas. La Inquisición, en cambio, concentraba sus ataques contra los titiriteros. Sostenía que era arte maligno hacer hablar a muñecos. Las mentes débiles confundían la materia inerte con el espíritu y podían creer en el poder de una imagen profana. Hacía poco toda la región había sido conmovida por una plaga: la enfermedad del canto. Miles de indios se habían entregado a canciones y danzas esotéricas porque se les inculcó el regreso de las huacas, ridículos dioses de la naturaleza: lagos, montañas, piedras, árboles. Peor aún, se les inculcó que los dioses ya no permanecían en los objetos, sino saltaban a la boca de los indios y se introducían en sus entrañas, cabeza, piernas y brazos. Los hacían danzar frenéticamente durante días y noches. Sus inmundos predicadores decían que retornaban para combatir a Cristo. La enfermedad del canto -Taki Onkoy- convulsionó la montaña. Hubo que mandar expediciones para reprimida. Se descubrió un gran número de hechiceros, hechiceras y curacas [23] comprometidos en la nefasta rebelión idolátrica. Hubo que castigar y matar hasta restablecer el orden.
Pero la Inquisición no se ocupaba únicamente de la idolatría. Los titiriteros eran, sobre todo, unos insolentes que pretendían hacer reír y ganar dinero a costa de los dignatarios. En forma oblicua se referían a los pecadillos de un corregidor, los sobornos de un juez, las desventuras de un alguacil o las tentaciones de un sacerdote. Espantoso. Los títeres mostraban cómo hombres de fortuna solían caer en las trampas de un pícaro, así como un obispo podía entregarse a los brazos de una hermosa mujer. Estas historias arrancaban carcajadas pero debilitaban la fe. Los atentados contra la fe, por cualquier procedimiento que fuese, eran merecedores del más severo castigo. En consecuencia, la Inquisición prohibió los títeres.
Lorenzo Valdés no se iba a perder tanto jolgorio. Un buen guerrero necesita saber divertirse, afirmaba. Sus virtudes empiezan con un beso a la cruz y una reverencia a la espada, pero el buen ánimo requiere culos, tetas y vino. Así lo decía su padre ante la redonda jeta de fray Bartolomé. Nadie lo iba a desmentir. El soldado tiene un duro oficio y merece una rotunda paga. La paga se la cobra en las tabernas y los burdeles cuando reina la paz, en el pillaje y las violaciones cuando arde la guerra. Es simple, conocido. Y está consagrado por la costumbre.
Arrastró a Francisco. El lupanar no se distinguía de las casas vecinas, aunque parecía más bajo y oscuro. Estaba en un extremo de la agitada ciudad. La puerta de color verde tenía por aldaba la cabecita de un monstruo que sacaba la lengua. Fueron conducidos al salón por una mestiza e invitados a sentarse. Encontraron varios hombres ocupados en recibir las atenciones de unas mujeres. Reían bajito mientras intercambiaban caricias. Una mulata ofrecía vasos de pisco.
Francisco y Lorenzo empezaron a beber. En seguida se les acercaron dos mujeres. La de tez perlada depositó suavemente su mano sobre la de Francisco. Era tierna y embriagadora. Francisco fue recorrido por una corriente de hormigas. Tras las pestañas oscuras le miraban ojos húmedos. Sus mejillas avivadas por el carmín eran tersas como un prado. La boca pintada balbuceaba turbulencias. Liberó la mano para beber medio vaso. La mujer sonrió; también se apartó un poco. Reconoció al novato, un ejemplar poco frecuente. La divertía seducirlo.
Lorenzo Valdés, en cambio, se incorporó, rodeó la cintura de su compañera y le preguntó dónde podían estar solos. Ella lo guió hacia el patio que conducía a los aposentos con jergones. Se acercó a Francisco otra mujer, muy gorda y desdentada. La envolvía una nube de lavanda. El muchacho temió que viniera a reemplazar a la joven que le había tocado la mano. La vieja sonrió y su fruncida boca se convirtió en un espantoso círculo negro. Francisco se echó hacia atrás. Ella le masajeó la nuca.
– Hijito -lo tranquilizó-: vengo a cobrarte. Quiero que lo pases bien. ¿Te gusta nuestra hermosa Babel?
Francisco miró a la joven y asintió. La gorda extendió su mano cargada de anillos y pulseras. El muchacho hurgó en su escarcela mientras la prostituta y la vieja administradora lo observaban con atención. Unas fuertes carcajadas estallaron en el extremo opuesto de la sala y un hombre enfundado en jubón de seda azul corrió tras dos mujeres que huían hacia el patio.
– ¿Me quieres correr? -susurró la muchacha.
– ¿Cómo es eso?
– Me corres y… cuando me agarras… ¡me agarras!
– ¿Te agarro?
– Sí -entrecerró los párpados violetas con gesto de vencida-. Haces conmigo lo que quieres. Lo que te gustaría hacerme.
Francisco encogió levemente los hombros y estiró las comisuras labiales.
– ¿Qué te gustaría? Vamos, dime -acercó su mejilla ardiente. Te gustaría… ¿tocarme la cara? ¿Te gustaría tocarme el cuello? Mira -levantó su cabeza y estiró su garganta de nieve.
Él estaba contraído. Un temblor le recorría el abdomen. Tenía los pies fríos y las manos transpiradas.
– ¿Te gustaría meter los dedos por debajo de mi falda? Si me atrapas, soy tuya. Es el trato.
– No quiero correrte -le salió una voz áspera.
– ¿Acariciarme?
Francisco la miró con desconfianza, temor, excitación y rabia. Rabia contra sí mismo. Ella volvió a tocarle la mano. Sus dedos dibujaron suaves espirales sobre el dorso y luego se aventuraron hacia la palma. Le hizo cosquillas. Francisco rió apenas y ella aprovechó para trasladar la mano dolorosa a su cuello desnudo.
– Toca -invitó.
Los pulpejos anhelantes de Francisco se extraviaron en la cálida lisura de pétalo y, dirigidos por la gentil Babel, recorrieron su nuca, sus hombros y resbalaron cautelosamente hacia la maravilla de los senos. La cabeza de Francisco se inflamó. Necesitaba poseer, comprimir, besar, derramar. Abrazó con torpeza a Babel y le mordió los labios de ciruela caliente. Ella introdujo sus manos bajo la camisa de Francisco y hurgó bajo las calzas. Comprobó que había eyaculado.
Se soltaron lentamente. Francisco estaba perplejo. La marea que lo ahogaba se descomprimió rápido. Ella insinuó incorporarse, pero él la retuvo.
– ¿Qué quieres ahora? -se arregló el cabello-. ¿Qué quieres? ¿Otra vez? Tendrás que pagar de nuevo a doña Úrsula.
Como si doña Úrsula hubiese estado presenciando el episodio, apareció con su voluminosa mano estirada. Francisco no hesitó. Ya estaba más tranquilo y pudo imitar a Lorenzo.
– Vamos a un sitio donde estemos solos -ordenó.
La turgente Babel lo condujo hacia un pequeño cuarto. Allí, iluminado por bujías, tuvo acceso en plenitud al vibrante cuerpo de una mujer.
Tendidos sobre el jergón de lana, ella le preguntó si era virgen.
– ¿Te da orgullo haberme quitado la virginidad?
– ¡Yo no te quité nada! -rió-. Tú la perdiste, en todo caso.
– ¿Por qué te bautizaron Babel?
– No es mi nombre, sino mi apodo.
– ¿Y a qué se debe tan raro apodo?
– Conozco palabras de muchas lenguas. Las aprendo en seguida: quechua, tonocoté, kakán -empezó a vestirse.
José Yaru pidió permiso para destinar una de las dos jornadas que permanecerían en Potosí a visitar unos parientes que desde hacía años vinieron del Cuzco. Muchos indios habían sido traídos mediante la persuasión o la fuerza para servir en las minas de plata con el sistema de la mita, que parecía razonable. A medida que transcurrió el tiempo y los filones se escabulleron hacia el fondo de la tierra, los indios empezaron a escasear (por mortalidad creciente y fugas también crecientes), los capataces los obligaron a permanecer más tiempo del reglamentario olvidando que todos esos trabajadores gratuitos debían retornar a sus tierras. Los indios dejaron de dormir porque los obligaron a trabajar también durante la noche. Los rebeldes fueron trasquilados, azotados y sometidos a rigurosa prisión no sólo para devolverlos amansados a las galerías subterráneas, sino para mantener activo el terror de los demás.
La fuerza de trabajo que devoraba las minas pidió más indios a las encomiendas y comunidades próximas. Debían empacar sus rústicas pilchas, recoger su única vicuña, despedirse de los vecinos en una borrachera triste, y emprender el camino de la esclavitud. Eran recibidos como ganado al que se examinaba y redistribuía. Los hombres -y niños vigorosos- eran empujados hacia la ruta de los socavones y el resto hacia un barrio marginal formado por cabañas diminutas, apenas agujeros en el terraplén: reserva que de vez en cuando visitaban los doctrineros para enseñarles a ser buenos católicos.
José Yaru conocía el sitio. Sus pies descalzos tocaban el pedregullo familiar que los conquistadores habían convertido en infierno. Ni un árbol, ni una planta. Tan sólo algunos cardones se erguían como candelabros. No se veían varones sino los domingos, cuando todos debían escuchar misa. Las mujeres se deslizaban como almas en pena: cuidaban los escasos y angostos corrales, golpeaban rítmicamente con el mortero y destilaban la chicha. No levantaron la cabeza cuando José Yaru pasó junto a ellas por la callejuela serpenteante. Nada ocurría ni podía ocurrir que cambiase su destino. Esperaban el regreso fugaz de sus hombres, una alegría breve como el paso de un cometa. Los niños crecían en contra de su voluntad: cuando desarrollasen los músculos reemplazarían a sus padres y formarían las nuevas legiones de mitayos que lo consumiría el monstruo de las minas.
Las puertas de los chamizos eran tan bajas que se las debía atravesar gateando. No tenían más protección que una cortina de totora. José apartó las fibras y miró hacia el interior. El olor rancio se extendió por su cuerpo como una promesa y se acuclilló contra la pared. El breve espacio que tenía frente a sí, hasta la pared de la choza vecina, estaba punteado por las negras bolitas excrementicias de las cabras. Al rato se asomó la cabeza de una vieja. Se arrastró fuera de la chata cabaña y se sentó junto al indio. No hablaron. Al cabo de varios minutos ella se frotó la cara oscura y arrugada como una pasa uva. José continuaba estático; esperaba. Ella entonces introdujo su mano seca en los pliegues de su falda y extrajo un bulto blanco. Era un pañolón que desató lentamente sobre las rodillas, dejando al descubierto unos vellones de lana negra. Murmuró unas palabras y separó los vellones hasta que apareció una piedra ovalada y cristalina.
José torció su mirada hacia la piedra con embeleso. La hechicera hizo girar el pequeño objeto como si fuese una sacerdotisa manipulando la hostia consagrada. Después estiró su mano izquierda hacia atrás y empuñó una bota llena de chicha. Cerró un ojo para no errar y vertió líquido sobre la piedra,
– Ya le he dado de comer -fue lo primero que dijo-. Ahora necesita chicha. Mira cómo la bebe, cómo le gusta.
José asintió con respetuosa gravedad.
– La encontré para ti. Me la pediste -rodeó con los vellones a la piedra y después envolvió el conjunto con el pañuelo blanco-. Yo no olvido los pedidos. La alimenté bien. Me ha hablado.
Permanecieron en silencio. Silbaba el aire en ese laberinto miserable. Unos niños chorreando mocos cruzaron como sombras.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó José, al rato.
– Que ha llegado la mita de las huacas. Las huacas resucitan de a miles. Vencerán a los cristianos y nos devolverán la libertad.
Volvieron a pasar los niños. Esta vez se detuvieron un instante, contemplaron las figuras inmóviles, apoyadas contra la pared, y el bulto blanco que la vieja sostenía con ambas manos.
– ¿Le preguntaste por qué no han triunfado todavía? -insistió José.
Ella giró la cabeza con aire de reproche.
– Porque no acabaron de instalarse en el cuerpo de todos nosotros -dijo-. Cuando cada uno de nosotros tenga una huaca adentro, seremos invencibles.
– ¿Qué debo hacer? -estiró el mentón hacia la piedra envuelta.
– Alimentarla con maíz y chicha -le entregó el precioso bulto-. Servirla. En el Cuzco la entregarás al curaca Mateo Poma. Es una huaca poderosa y quiere meterse en el cuerpo de Poma. La huaca te agradecerá el servicio.
José apretó cariñosamente la deidad y la deslizó bajo sus ropas. Era el vehículo de una fuerza inconmensurable. Las huacas retornaban para enderezar el mundo. José y la hechicera permanecieron quietos hasta que el atardecer desplegó su poncho sobre las colinas. Allí dormían muchas huacas, del otro lado había más lomas y picos y alucinantes quebradas. Había arroyos y ríos; había lágrimas. Cada una era una huaca. Todas mantenían vínculos de parentesco con alguna de las dos grandes: Titicaca o Pachacámac. Todas las huacas habían estado vivas y hablaban. Hasta que varios siglos atrás se impusieron los incas, establecieron el culto único del Sol y abolieron la adoración de las huacas. En aquel tiempo remoto, ¿fueron vencidas o se dejaron vencer? Dicen los hechiceros que se dejaron vencer para no perjudicar a los hombres. Decidieron entregarse a un sueño más profundo que el de los lagartos. Parecían muertas pero no lo estaban porque cada huaca es un dios inmortal. Los incas fracasaron cuando los abandonó el Sol: llegaron hombres blancos montados en caballos y subieron al palacio. Mataron al Inca y derribaron los altares; impusieron su dominio y exigieron que todos obedecieran a Jesucristo. Ordenaron perder la memoria: que los indios cambiasen sus nombres tradicionales por los feos nombres españoles, que enterrasen sus muertos junto a las iglesias en vez de guardarlos con semillas de maíz en confortables tinajas de barro y que se arrodillasen ante un muñeco clavado en un palo. Los conquistadores pusieron el mundo al revés, trajeron enfermedades, mataron gente, ofendieron y violaron. Mandaron millones a las minas e impusieron el régimen de las encomiendas. Los azotes y las espadas doblegaron al pueblo como el viento a los maizales. Tanto dolor penetró en el sueño de las huacas y empezaron a despertar. La desolación les produjo ira. Cada una se ocupó de resucitar a la siguiente. Volvían en auxilio de su pueblo tiranizado: pero no sólo hablarían desde las piedras y los lagos, sino desde las gargantas de los mismos hombres.
Su primera manifestación se produjo en la región de Ayacucho, cerca de las criminales minas de Huancavélica. Sus predicadores irrumpieron en los obispados del Cuzco y de Lima, e informaron sobre los rituales que debían realizar ante la inminencia del cambio. Decían la verdad porque no hablaban ellos, sino las huacas. Instruían que «no creyesen en el Dios de los cristianos ni en sus mandamientos, que no adorasen las cruces ni las imágenes, que no entraran en las iglesias y no se confesaran con los clérigos». Debían estar fuertes para el gran combate. Decían los predicadores que «el Dios de los cristianos era poderoso por haber hecho a Castilla y a los españoles, y haber apoyado al marqués Pizarra cuando entró en Cajamarca y sujetó este reino, pero las huacas eran también poderosas por haber hecho esta tierra y a los indios y a las cosas que aquí se criaban y porque tuvieron la paciencia de esperar dormidas hasta este momento en que darán batalla y vencerán». Un predicador potente fue Juan Chocne. Prometió en nombre de las huacas «que les iría bien, tendrían salud sus hijos y sus sementeras». Pero quienes permanecieran dudosos y sometidos «se morirán y andarán sus cabezas por el suelo y los pies arriba. Otros se tornarán guanacos, venados y vicuñas y se despeñarán de las montañas.» Muchas huacas empezaron a manifestarse en hombres y mujeres que de súbito emitían sonidos en falsete o gruñían mientras otros se entregaban a danzas interminables. Centenares de bocas entonaban cánticos que no eran de este tiempo ni el de los incas, sino que provenían del tiempo en que las huacas sostenían la armonía del universo. Era el Taki Onkoy, la enfermedad del canto.
Los hombres blancos se encolerizaron. Lo que parecía otra idiota costumbre de los aborígenes implicaba una revuelta de magnitud y pronunciaron la palabra terrible: «¡idolatría!». Para ellos la resurrección de las huacas se reducía a un culto asqueroso. No quisieron ni enterarse de las hondas emociones que activaban. Sólo sabían qué hacer: ¡extirpar! La enfermedad del canto era una plaga. Los indios no sólo renegaban de la fe verdadera, sino que pretendían recuperar sus raíces preincaicas. Estaban alterados por una ilusión tan ridícula que sólo podía alimentar Satanás. Empezó entonces una persecución despiadada. El visitador eclesiástico Cristóbal de Albornoz emprendió una guerra sin misericordia: volteó hechiceros, curacas y predicadores. Juan Chocne, junto a otros insignes acusados, fue remitido al Cuzco donde le aplicaron el tormento del potro y azotainas. Las huacas se alejaron de sus cuerpos debilitados. Los predicadores dejaron de hablar con verdad: pidieron perdón y dijeron que habían mentido. Muchos fueron condenados a trabajar de por vida en la construcción de iglesias. Los castigos incluían ofensas: eran emplumados, trasquilados y abucheados en público. La represión hizo escarmentar a miles de indígenas y quedó prohibido cualquier rito que evocase el culto de las huacas.
El Dios de los cristianos restableció su orden injusto. Pero no para siempre. José Yaru estaba seguro de que las huacas no habían sido derrotadas: protagonizaron apenas una escaramuza de advertencia. La renovada crueldad de los tiranos será doblemente castigada. En el Virreinato cada indio siguió «conversando» en secreto con la realidad invisible. Dentro de su apariencia baladí, las huacas escondían una fuerza maravillosa. En los valles y las montañas, en la costa y en la Puna se preparaba la gran batalla. José había tenido que huir de las redadas que tendían los extirpadores de idolatrías. Su viaje al Sur resultó providencial. Su guerra familiar era la guerra de la familia indígena de esta porción del mundo contra la familia usurpadora que llegó de ultramar.
El sueño de Francisco fue agitado por el deambular de frailes en el convento dominico de Córdoba. Santiago de Cruz le ofrecía una cadena para azotarse, pero al tender la mano advirtió que era una lanceta. Le abrió la vena al apoplético fray Bartolomé y a continuación los gritos de su entorno le informaron que ya estaba muerto. Sintió miedo y dijo «yo no lo maté». El monstruoso gato lo miraba fijo sus ojos amarillos; refunfuñó, expuso sus dientes, le iba a saltar encima cuando la regordeta mano de doña Úrsula le masajeó la nuca. Dio un violento giro y despertó. A su alrededor dormían otros hombres. La alcoba colectiva del mesón resonaba sibilancias y toses; el aire frío de las alturas apenas morigeraba las flatulencias. Por una claraboya penetraba la claridad del amanecer. Aún tenía pegados los fragmentos del sueño y las imágenes se abrieron al terso rostro de Babel. Se frotó los ojos: iría de nuevo a tocada y poseerla. No podía ordenar su mente. Acomodó su miembro erecto y se incorporó.
– Debo confesarme -se arregló la camisa, avergonzado, y abrochó su cinto-; debo confesarme.
Empujó la crujiente puerta. Lorenzo Valdés despegó un ojo.
– ¿Adónde vas?
– Vuelvo en un rato.
Se lavó en el fuentón que recogía agua de lluvia y salió a las calles pletóricas de urgencia y codicia. Potosí era Sodoma, Gomorra y Babilonia juntas. Los sirvientes negros ya habían iniciado su faena. Algunos carruajes iban en busca de un funcionario o un encomendero. La aurora quitaba el hollín de los edificios y el viento áspero, frío, hacía rodar guijarros.
Ingresó en la primera iglesia. Ya la habían barrido. Lo reconfortó la fragancia del incienso. La abrigada casa de Dios producía una instantánea armonía de espíritu. Se arrodilló y persignó en el extremo de la crujía. Al frente se elevaba el altar mayor con la resplandeciente custodia del Santísimo Sacramento. Un retablo laminado en oro y plata era seguido por una sillería de caoba que culminaba en voluminosos ambones. El templo era más imponente y lujoso de lo que parecía desde el exterior. Su techo estaba colorido por un artesonado cuyas piezas ensamblaban sin clavo alguno como las carretas que se fabricaban en Ibatín.
Rezó un padrenuestro. Después buscó el confesionario. Una mujer sollozaba de rodillas mientras el clérigo, oculto en la discreta cabina, absorbía los yerros humanos y la perdonaba en nombre de la Santísima Trinidad. Aguardó que ella terminase y cuando la vio hacer la señal de la cruz, fue a su lugar. Estaba ensimismado. Necesitaba la voz del sacerdote y su absolución. Avanzó cabizbajo, se dispuso a caer de rodillas.
– ¡Francisco Maldonado da Silva! -oyó su nombre.
Era una voz rotunda. Le impactó como un puma sobre la espalada. La voz no venía del confesionario. En la medialuz reconoció al pequeño sacerdote.
– ¡Fray Antonio Luque!
El superior de los mercedarios de Ibatín y temido familiar de la Inquisición lo miró con ojos glaciales.
– Me reconoció… -dijo Francisco al cabo de unos segundos, con forzada sonrisa, tras balbucear otros sonidos que no se combinaron en palabras.
– Eres igual a tu padre.
– Sin tanta barba -se la tocó haciendo un mohín. El encuentro le produjo una emoción ambivalente.
– ¿Qué haces aquí? -espetó a quemarropa.
– Vengo a confesarme.
– Ya me di cuenta. Pregunto qué haces en Potosí.
– Estoy de paso.
– Viajas a Lima, ¿no?
– Sí.
– ¿Buscas a tu padre?
– Sí.
El duro sacerdote escondió sus manos en las anchas mangas del hábito. Su cara no era gentil. Recorrió varias veces el cuerpo de Francisco desde su cobriza cabellera hasta sus gastadas botas. Con estos brochazos oculares conseguía inhibir a sus interlocutores, especialmente si eran más altos que él. No le habló ni facilitó que dijese otra frase. Al rato, con voz tan asordinada que el joven debió inclinarse para escuchar, le volcó su hiel.
– Estoy enterado de tu viaje. En Lima encontrarás a tu padre y al tribunal de la Inquisición.
Hizo otra pausa. A pesar del frío que reinaba en Potosí, el sudor corría por la nuca de Francisco.
– Hubieras debido permanecer en el convento de Córdoba.
– Quiero estudiar medicina -explicó en falsete.
Fray Antonio Luque contrajo las cejas.
– Como tu padre.
– No es el único médico -se aclaró la garganta.
– Médico como tu padre -frunció las cejas-. Y posiblemente serás otras cosas más como él… ¿Judaízas, ya?
La intempestiva acusación le golpeó en la boca del estómago. Movió la cabeza. No sabía qué contestar a un religioso cuando se permitía arremeter tan injustamente.
– He… venido a confesarme. Soy buen cristiano. ¿Por qué me ofende?
– No puedes confesarte.
– ¿Cómo dice?
– No puedes confesarte. Estás impuro.
Francisco supuso que el amargo fraile lo vio entrar en el lenocinio.
– He venido a purificarme. Por eso quiero la absolución del sacramento -imploró.
– Estás impuro: ¡tu sangre es impura!
El joven sintió otro golpe en la boca del estómago.
– ¿Entiendes lo que te digo? -prosiguió impertérrito-. Eres hijo de cristiano nuevo. Estás sucio de judaísmo.
– ¡Mi madre era cristiana vieja! -protestó.
– Era… Está muerta -continuó en tono bajo, monocorde, humillante-. No te quedaste cerca de su tumba: viajas hacia tu padre, el reo de la Inquisición.
– Soy cristiano. Estoy bautizado. Recibí la confirmación. Creo en nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre y todos los Santos de la Iglesia. ¡Quiero salvar mi alma! No me cierre el camino de la salvación. Soy cristiano y quiero seguir cristiano -dijo atropelladamente.
– Los que tienen la sangre impura como tú, tu padre y tu hermano, deben hacer más penitencia y actos de virtud que los de sangre pura. Además, al alejarte del convento has revelado tu escasa disposición al sacrificio por la fe. Tengo motivos, entonces, para desconfiar. Y para exigirte que antes de beneficiarte con el sacramento de la confesión, me digas toda la verdad sobre tus propósitos. Yo quiero tu bien.
Francisco retorció sus dedos contra la espalda. Antonio Luque se excedía en las atribuciones de su investidura. No tenía derecho a vedarle la divina absolución, pero tenía poder. Tenía el poder de alterar sus planes, retenerlo en Potosí, calumniarlo. Y mandarlo de regreso a Ibatín o Córdoba. No había más alternativa que inclinar la cerviz.
Francisco pudo finalmente arrodillarse ante el confesionario de esa iglesia en Potosí y descargar su pecado de fornicación. Fue absuelto en el nombre del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. La penitencia de oraciones que le impuso el cura no fue para él gravosa, sino gratificante. Resonaba en sus oídos la frase: «Anda, y no vuelvas a pecar.»
Pero quedó en su alma fray Antonio Luque. En sus ojos de acero había relampagueado un desdén inconmovible por su padre, su hermano y seguramente su descendencia. Francisco se preguntaba qué podría hacer para que Dios y sus ministros lo quisieran. Con qué sacrificios lograría que no le volvieran a recordar su abyecto origen. ¿Lo perseguiría Antonio Luque por toda la tierra recordándole su condición abominable? Así como había venido a encontrarlo en esta iglesia de Potosí, ¿podría aparecer en Lima? ¿Volvería a mirarlo con desprecio y exigirle más degradación que a cualquier otro mortal?
Le contó a José Ignacio Sevilla, quien le explicó tranquilamente que no se sentía agobiado por el desprecio de Antonio Luque y muchos que procedían igual: eran fanáticos que vivían y actuaban como las bestias: pura agresión e irracionalidad. Su esposa María Elena -bello nombre como ella misma lo era- sabía de estas convicciones. Francisco se enteraría de que esta hermosa mujer judaizaba cuando se despidieron en el Cuzco. También era cristiana nueva y aceptó casarse con este hombre mayor para conservar su fe secreta. Las dos hijas aún no tenían edad suficiente para enterarse de la riesgosa dualidad.
Al alejarse de Potosí, Lorenzo Valdés cabalgó entre las mulas de don José Ignacio y su amigo Francisco: parecía un hidalgo custodiado por sendos escuderos. No le afectaban problemas de identidad o de pureza. Todo era simple para él. Además de su caballo y su dinero traídos de Córdoba, ya se había enriquecido con tres mulas. Este viaje armaba su espíritu para las grandes aventuras que vendrían. En Potosí visitó tres burdeles y esperaba divertirse a lo grande en los baños termales de Chuquisaca.
Los indios lules caminaban descalzos junto a las mulas y corrían a buen ritmo cuando éstas podían trotar; observaban el paisaje extraño e invocaban en silencio a sus dioses cuando el Dios cristiano les retaceaba el aire. Mantenían abiertas las orejas para escuchar órdenes: la obediencia les garantizaba su precario bienestar. Marchaba entre ellos José Yaru, que no les hablaba porque casi nunca afluían palabras a su boca; y porque le indignaba que fueran tan sometidos. Bajo su miserable túnica transportaba la huaca que entregará en el Cuzco al curaca Mateo Poma. La piedra cristalina envuelta en lana, firmemente adherida a su piel, le transmitía una fuerza sobrenatural. José Yaru podía comprobar cuán cierta era la resurrección de las antiguas y queridas deidades: dormía mejor, se cansaba menos, tenía apetito, le sobraba vigor para cargar bultos, empujar mulas y correr kilómetros sin una pausa entre los cerros almenados como castillos que algún día le volverían a pertenecer.
Tras veinticinco leguas de marcha llegaron a la pequeña ciudad de Chuquisaca. A instancias de Lorenzo se alojaron en su famosa casa de baños termales. Allí había corrales, paja y cuartos provistos de catres y buena lumbre.
Las aguas del infierno tenían paradójicas virtudes. Aliviaban el reumatismo, la gota, el asma, la obesidad, la colitis y el acné. Continuamente afluían hombres y mujeres necesitados del generoso tratamiento. Potosí proveía una clientela permanente. También venían de la ciudad de La Plata, de Oruro y La Paz. Las caravanas de mercaderes, soldados y holgazanes que recorrían el Altiplano entre Cuzco y Lima hacían aquí posta obligada.
Los baños eran amplios cuartos de piedra iluminados por antorchas languidecentes. Vestidos con ropa basta y descartable, los huéspedes descendían a los piletones por una ancha escala. El agua sulfurosa provocaba una entusiasta sensación. El vapor enmascaraba los rostros. Los enfermos y los sanos que se sumergían lanzaban gemidos de placer. Los minerales salutíferos entraban en la respiración y en los poros. Los cuerpos gozaban estremecidos.
Los varones y las mujeres mantenían una prudente distancia con sus túnicas mojadas y adheridas al cuerpo, pero casi todas las vergas se ponían duras. Estaba permitido el ingreso simultáneo de indias, mulatas y mestizas. Entre los copos de vapor y pizarra se producían acercamientos lascivos. Los cuerpos lubricados se soliviantaban por un hambre repentino. Las exclamaciones, los llamados y las obscenidades rebotaban en las paredes cómplices. La promiscuidad era un atractivo inconfesable e irresistible. Hasta clérigos solían enfermarse para justificar una temporada de cura en esta sentina. Lorenzo celebró cuatro coitos en una tarde. Pero todos se cuidaban de ocultar el pecado para que el furor inquisitorial no cerrara los baños, aunque ya habían caído en la mira de algún familiar.
En las mesas del enorme comedero los visitantes escribían su nombre con la punta del cuchillo. Algunos no lo hacían por frívolos, sino para dejar noticias de su paso a un pariente extraviado con el que no se podían encontrar.
Sevilla y Francisco prefirieron continuar el viaje a la madrugada siguiente. Les esperaba una jornada difícil: atravesar el río Pilcomayo.
Bajaron el caudaloso torrente por una cuesta. A los lados se extendía una apolillada alfombra de rancheríos con sementeras de cebada. Un baquiano tuerto, contra el óbolo de rutina, los guió hacia el vado. Anunció que, de todas formas, era peligroso atravesar y aconsejó proveerse de más ayuda. Unos mestizos permanecían acuclillados en las márgenes a la espera de la demanda que formulasen los viajeros. Sevilla se acercó a la oreja de Francisco.
– Ellos mismos se ocupan de hacer pozos en el vado para que se hundan las mulas. Así tienen ganancia asegurada. Ya los conozco.
– ¿Hará lo que propone el baquiano?
– ¿Pedir más ayuda? Por supuesto. Dependemos de ellos. Una mula arrastrada por el río costará más que arrojarles un puñado de monedas a cinco o seis de esos gandules.
Francisco palpó su equipaje, reconoció las piezas del instrumental y tiró del freno para que la mula entrase en el río.
La hermosa ciudad de La Plata [24] hizo honor a nombre. Los recibió como un castillo erizado de banderas. Sus grandes residencias tenían la magnificencia de palacios. La casa del presidente de la Real Audiencia era un edificio rematado por tejas y un almenar argentado. El exhibicionismo de esta ciudad hacía un fuerte contraste con la mentirosa modestia de Potosí. En La Plata los edificios eran grandes y suntuosos como correspondía a gente con poder; en Potosí eran provisorias como correspondía a gente de paso. En La Plata se acumulaban las fortunas y se las mostraba; en Potosí se acumulaban y escondían. La Plata era ostentosa y franca; Potosí cruel e hipócrita. Francisco pensó que fray Antonio Luque debía sentirse a gusto en Potosí.
El clima se tornó benigno. Por las calles limpias paseaban hermosas mujeres escoltadas por sirvientas negras. Los entogados miembros de la Real Audiencia se distinguían por sus capas lujosas y la lisonjera veneración que les brindaban a su paso. En La Plata, además, había muchos hombres eruditos.
– Diego López de Lisboa -contó José Ignacio Sevilla- tiene ganas de venir aquí para cursar estudios teológicos.
– ¿Eso dijo?
– Quiere consolidar su fe cristiana. Borrar sus raíces.
– Si pudiera… -suspiró Francisco.
– No lo conseguirá. Es una marca indeleble.
– ¿Una maldición?
– Ni Job ni Jeremías llamaron maldición a las pruebas del Altísimo -se encrespó José Ignacio.
La catedral relucía con sus espejos interiores. Anchas cantoneras de plata rodeaban al altar mayor. Candeleros altísimos iluminaban a día la espaciosa nave. Francisco rogó al Señor que abreviara su viaje: ya soñaba el ingreso a la soñada Lima.
Siguieron hacia Oruro, donde se fundían las barras de plata. Lorenzo trató de seducir a varias mujeres coquetas. No tuvo éxito, aunque le aseguraron que eran ligeras para ocultarse con un hombre y más rápidas aún para atarlo en matrimonio.
Ascendieron a La Paz. En el camino unas indias envueltas en sus ponchos de colores les vendieron huevos helados. Los indígenas no supieron antes de la conquista española que los huevos eran comestibles. Aún se resistían a ingerirlos. También vieron grupos de mujeres examinando coladores en los arroyos: buscaban pepitas de oro que luego entregaban a sus amos. La cosecha era insignificante. La Paz, sin embargo, lucía como una población rica, cuyas viviendas sobrecargaban la decoración. Circulaba mucho terciopelo y rutilantes alhajas.
La reducida caravana avanzó otro tramo. Los viajeros se internaron en la pampa de Pacages. Allí se reunían columnas de mitayos antes de marchar hacia las minas de Potosí. Era una feria triste, multitudinaria y variopinta. Cada indio conducía a su mujer y sus hijos. Los condenados formaban grupos identificados por un pabellón: era la bandera que debían seguir, el emblema de su ceniciento destino. Cargaban bultos en sus espaldas y llevaban unos pocos carneros y vicuñas.
José Ignacio Sevilla ordenó detener la marcha: atrás, a casi un kilómetro de distancia, se quedó el indio José Yaru convertido en estatua. Miraba a esa muchedumbre prisionera y resignada con profunda desazón. No podía acercarse ni huir; el espectáculo era un tormento. Sevilla fue en su busca. Francisco miró al indio con pena, con inefable solidaridad.
Llegaron al Titicaca. Estaban en el techo del mundo. Tupidos cañaverales marcaban el límite de las aguas. El lago era vasto como un mar. Único. A su espejante superficie la surcaban balsitas de totora que construían los indios desde tiempos inmemoriales. Hacia la orilla se comprimían largos festones de limo, como algodón mojada.
José Yaru venía teniendo actitudes bizarras. Una noche se levantó sigilosamente y fue a un claro; se sentó sobre las rodillas y quedó mirando la luna; el frío le endurecía las crenchas. Con una mano acariciaba un bulto atado al pecho. Lorenzo comentó la excentricidad a Francisco.
– ¿Lo hace todas las noches? ¿Adora la luna?
José demoraba el acatamiento de las órdenes. Se mantenía separado de todos, incluso de los indios lules.
Francisco lo vio alejarse hacia el cañaveral que rodeaba al lago. José miraba con demasiada preocupación en torno suyo. ¿Robó? ¿Pretendía ocultar algo? Lo siguió en puntillas y fue testigo de una escena alarmante. José Yaru se acuclilló, introdujo la mano bajo su manchada túnica y extrajo un lío blanco. Lo desató, abrió un vellón oscuro y tomó delicadamente, con tres dedos, la piedra cristalina. Después la frotó con harina de maíz y le vertió chicha. Murmuró unas palabras. Extendió el pañuelo blanco sobre la hierba mojada, deshizo el vellón y encima colocó la piedra. La contempló un largo rato, tan quieto como si él mismo fuese otra piedra inmóvil. Entonces el mineral le habló en falsete. Palabras en quechua lo hicieron sacudirse como si operaran resortes. Temblaron su cabeza, los hombros, las piernas. Después retornó el sosiego. José Yaru envolvió la piedra, la ató a su pecho y disimuló con la túnica.
Este acto de hechicería estremeció a Francisco. Vio algo abominable y comprometedor. Era preferible partir, ignorar el episodio. Pero ya fue tarde. José Yaru saltó como un felino y lo derribó. El indio estaba transfigurado. Tenía la ferocidad de un calchaquí: los hombros inmensos, la cabeza ingurgitada.
– Es idolatría… -balbuceó Francisco mientras trataba de romper su abrazo bestial-. Es peligroso… Te quemarán vivo.
José le apretó la garganta con ambas manos. Comprimía para ahorcado. Sus dedos encallecidos se hundieron hasta los huesos. Quería matar. De repente, lo soltó. Retrocedió unos pasos. Tenía súbito miedo. Miedo a que le arrebatasen el lío atado a su pecho. Retrocedió más.
– Va… a denunciarme -extendió su índice tembloroso.
– Es idolatría, José -insistió Francisco mientras giraba la cabeza y se masajeaba el cuello-. Pero no te voy a denunciar.
José lo miró con desconfianza.
– No te voy a denunciar -repitió-. Pero no vuelvas a cometer este pecado.
La nueva etapa incluía la cordillera de Vilcanota. José Ignacio Sevilla previno que su travesía iba a resultar difícil. En efecto, desde que ingresaron en sus abisales vericuetos la lluvia alternó con el granizo. Una nevada nocturna cubrió de leche todo el paisaje. Pudieron orientarse por los contornos almenados de las montañas. Los arroyos arrastraban trozos de hielo. El viento lastimaba la piel. Se refugiaron en una cabaña. El fuego y la sopa caliente los reconfortó. Los puesteros sabían cuánto valía en ese paraje un caldero hirviendo habas, coles y carne de oveja. María Elena y sus hijas usaban tanto abrigo que parecían fardos.
Los ascensos y descensos del camino los introdujeron finalmente en un clima tibio. Hicieron escala en un par de postas y llegaron al pueblo de Combapeta, que era famoso por sus habitantes longevos y un fantasmagórico color añil. Muchos tenían más de cien años. Reían con todos los dientes y caminaban sin bastón. Esta maravilla anunciaba la siguiente: el Cuzco, capital del otrora fabuloso imperio incaico.
El sol quebraba sus rayos contra las torres de la antigua capital del imperio. El paisaje era mágico. Los arroyos habían sido transformados en acequias. Los sembradíos se extendían en geométricas terrazas sostenidas por alineamientos de pircas. Breves hileras de indios confluían desde los alrededores aportando alimentos sobre el lomo de las llamas. Desde lejos se advertía que era una ciudad vieja, con personalidad e historia.
Avanzaron por el zigzagueante camino hasta penetrar en las callejuelas que en otros tiempos se habían estremecido con el paso del Inca y sus cortejos majestuosos. Cruzaron varias plazuelas enmarcadas por viviendas de frentes calizos y techos sonrosados de tejas. Entre las casas alternaban establos con corderos, llamas, cerdos y gallinas. Llegaron a la plaza mayor y su hermosa catedral. Decenas de mestizos construían un tablado delante de su pórtico para la gran Fiesta de Dios.
Sevilla había propuesto que Francisco y Lorenzo se alojaran también en la espaciosa residencia de su amigo Gaspar Chávez, quien era el propietario del obraje que proveía telas a numerosos comerciantes de la región. Chávez no tendría inconveniente en hospedados por unos días. También los indios lules y José Yaru encontrarían suficiente lugar para dormir y comer en sus galpones. José Yaru estaba más tenso que nunca: debía transferir la huaca.
Chávez usaba un sombrero de fieltro azul que no se quitaba para comer ni dormir. Se lo encasquetó al empezar su calvicie, decía riéndose de sí mismo: hasta aprendió a bañarse con el sombrero puesto. Le faltaban dos incisivos inferiores y al hablar se le escapaba la lengua por la ranura. Este desagradable rasgo se compensaba con su ruidosa amabilidad. Recibió a los Sevilla con exclamaciones de júbilo que se oyeron en muchos metros a la redonda. Besó a las niñas y dijo que, por supuesto, los dos jóvenes podían vivir en su casa todo el tiempo que desearan permanecer en el Cuzco.
– Supongo que están interesados en la Fiesta de Dios -asomó su lengua entre los dientes.
– Sí -respondió Lorenzo.
– ¡Es magnífica! Una fiesta de Dios, de la Iglesia y los buenos cristianos -enfatizó Chávez con movimientos linguales que parecían obscenos.
– ¿Hace mucho que lo conoce? -preguntó después Francisco, en un aparte, a José Ignacio Sevilla.
– ¿A Gaspar? A ver… -calculó-. ¿Cuántos años tiene tu hermano Diego? ¿Cerca de veintiocho, ya?
– Sí.
– Entonces, hace unos treinta que conocí por primera vez a Gaspar Chávez. Un buen manojo de tiempo, ¿verdad?
– ¿Aquí, en el Cuzco?
– Cerca de aquí, en la montaña. Tu padre fue testigo de nuestro encuentro,
– Cuénteme.
Sevilla sonrió.
– ¿Quieres más historias? -hizo un guiño cómplice-. Fíjate -le puso las manos en los hombros-; el apellido Chávez tiene un origen particular. Su sonido y ortografía lo disimulaban, pero no demasiado. Proviene de la palabra Shabat, «sábado»,
– ¿Es judío?
– ¡Shtt! Es un buen cristiano. ¿No acaba de elogiar la Fiesta de Dios?
Francisco lo miró de sesgo.
– Va a misa -enumeró-, se confiesa, carga las andas en las procesiones, aporta sustanciosos óbolos a las órdenes religiosas. ¿Qué más puedes pedirle?
El obraje de Gaspar Chávez se había extendido a las casas vecinas. Eran colmenas enhebradas por patios y traspatios llenos de corredores cubiertos, de tal forma que la lluvia no molestase el trabajo de los indios y mestizos conchavados, ni se arruinasen los centenares de telares en permanente acción. Entre los telares ardían fogoncillos para calentar el ambiente durante los inviernos. Pero el trabajo no sólo era por contrato o compulsión: también para cumplir penas. Francisco se enteró de que las autoridades convinieron con los obrajes de la zona que éstos incorporasen ladrones y otros delincuentes: de esta forma se ganaban el sustento y reducían los gastos de vigilancia. Les ataban los tobillos con argollas de hierro; si observaban buena conducta, recibían mejor ración y podían ascender a trabajador voluntario. El fuerte olor de la lana y los orines eran amortiguados por los esclavos que circulaban entre los telares con escobas, ceniza y cubos de agua. Pero ni el agua, ni la ceniza, ni las escobas podían eliminar un olor más intenso: el de la sorda cólera que se transmitía a los carretes, a las agujas, a las tinturas y a los géneros, cólera que recorrería el Virreinato.
La Fiesta de Dios, mientras, venía preparándose desde semanas antes con oficios en las iglesias y procesiones. Los indios recibían mayor dosis de catequesis, las campanas repicaban ansiosas, los sacerdotes llevaban a los fieles a los cementerios. En el barrio de los artesanos se apuraban nuevas cruces, oriflamas y pendones mientras en los barrios marginales se fermentaba chicha y pintaban máscaras.
La impaciencia se dilataba en el pecho de José Yaru: debía encontrar al curaca Mateo Poma y le informaron que había partido hacia Guamanga. También le dijeron que retornaría para la Fiesta de Dios. Le sonó de mal augurio.
Las multitudes empezaron a concentrarse en la plaza mayor del Cuzco. Las columnas de fieles presididitas por pabellones se enroscaban como enormes culebras. Sonaron de nuevo las campanas con desusada insistencia y muchos cayeron de rodillas. Empezaba el desfile de las órdenes religiosas: primero los dominicos, después los mercedarios, los franciscanos, los jesuitas, los agustinos, las monjas; cada una con sus insignias. A corta distancia avanzaron el comisario y los familiares del Santo Oficio de la Inquisición con los cirios llameantes. Tras los eclesiásticos se encolumnaron el Cabildo secular y la nobleza con sus vistosos trajes. Los hidalgos caminaban detrás, con arrogancia, cerrando la procesión. Estallaba la Fiesta.
Un rumor se extendió por la plaza colmada: el redoble de campanas consiguió desgarrar las nubes y una cascada de sol bañó el pórtico de la catedral. En ese milagroso instante apareció el obispo engrandecido por la mitra y la casulla con la sagrada custodia en sus brazos. Lo cubría un palio sostenido por los eclesiásticos y seculares más dignos de la ciudad. Entre ellos marchaba Gaspar Chávez con rostro serio y la calva reluciente (no cierto que jamás se quitaba el sombrero; lo hacía ante el Señor Jesucristo). Los monaguillos incensaban a ritmo entre las filas mientras desde los balcones arrojaban flores y asperjaban con aguas aromáticas. De a trechos el obispo se detenía para que se arrodillasen en torno a la sagrada custodia y la adoraran. Sobre el oleaje de devotos flotaban las letanías.
Esta primera parte ocultaba los contrastes de la siguiente. La secuencia exigía varias horas de contención antes de soltar las amarras. El obispo retornó a la catedral con mayestática lentitud. Fue guardada la custodia, enrollado el palio y puestas a buen cubierto las cruces.
José Yaru fatigaba sus ojos para descubrir al curaca Mateo Poma: su huaca volvió a hablarle: sobrevendría una catástrofe si no pasaba al cuerpo del curaca; incluso provocó dolores en las piernas de José como advertencia de huesos que se romperían.
José Ignacio Sevilla había presenciado esta Fiesta de Dios en otra de sus visitas al Cuzco. Dijo a Francisco que se preparase para un espectáculo pagano.
– Y tolerado por la Iglesia -susurró con fastidio-. Son incomprensibles concesiones para «salvar el alma» de los indígenas. Llaman Fiesta de Dios a un rito local, que es el carozo. La procesión que vimos y otros detalles superficiales son un envoltorio, apenas. Ya verás.
El ulular de nuevas columnas que confluían desde los alrededores sobre la plaza mayor anunció el inminente desenfreno. Entre los hidalgos, los nobles y los clérigos se introdujeron indios saltarines empaquetados de adornos. Los cubrían lienzos coloridos, láminas relucientes y abalorios. La gente les abría paso: anunciaban el incontenible regocijo.
– ¿Qué los pone tan contentos? -preguntó Francisco.
– No Dios, precisamente -José Ignacio Sevilla se rascó una oreja-, sino dioses. Sus dioses.
– ¿Idolatría?
– Representarán la lucha del Bien contra el Mal. Esto lo vienen haciendo desde antes que naciera Cristóbal Colón. Pero ahora no tienen más alternativa que representar al Bien con el arcángel Gabriel y al Mal con el Diablo. Es tan indígena esta fiesta que incluyen una mujer del Diablo porque en su culto primitivo no hay poder sobrenatural sin el concurso de lo femenino. La llaman Chinasupay.
Una tromba de monstruos rodó hacia el centro de la plaza. Estallaron gritos cuando se manifestó entre los disfraces una máscara enorme con cuernos ondulantes, ojos saltones y boca entreabierta por el tamaño de los dientes. De su frente salían víboras bicéfalas y lagartos. Estaba envuelto por una lujosa capa bordada. Era el Diablo, al que la población festejó alborozada, especialmente cuando se divertía amenazando con atrapar a quienes tenía cerca. A su lado daba saltitos la Chinasupay, vestida de india montañesa con un tridente en la mano.
El griterío aumentó en el instante que una gorda serpiente de bailarines disfrazados con estridencia penetró hasta el centro. Con giros sincronizados despejaron el frente del palco donde se habían instalado las autoridades civiles y religiosas del Cuzco. La multitud cedió un amplio semicírculo y los actores formaron ronda para el saludo inicial. Acompañándose por cajas, erkes, quenas y sikus [25] dieron rítmicos pasos hasta formar una espiral en cuyo centro vibraba el Infierno. Rodeados por este ovillo retozaban el Diablo, la Chinasupay y los dioses del placer. Sus contorsiones eran temerarias. Los indios y mestizos que inundaban la plaza los imitaban con un alborozo cercano al trance.
Del palco se desprendió el arcángel Gabriel envuelto en túnicas blancas y arremetió contra el cerco que protegía a los demonios. Pero los danzarines no lo dejaron avanzar y el arcángel, bruscamente frenado, pasó a ser víctima de tentaciones. Uno tras otro, se le presentaron los ruidosos pecados capitales con ademanes, contorsiones, gritos, expectativa. El arcángel los fue derrotando en sucesivas luchas danzadas. Finalmente rompió el muro y espantó al Diablo y sus secuaces. Los danzarines levantaron en hombros al arcángel y formaron una estrella de cinco puntas. Instrumentos y voces se anudaron para acompañar la danza del triunfo final. Los ponchos ondularon como las alas del cóndor. El Diablo retornó para atacar por la espalda al arcángel y éste lo volteó con su espada. El Diablo rodó acrobáticamente y se quitó la máscara: aceptaba su fracaso y recibió una ovación.
El Diablo era el curaca Mateo Puma. José Yaru lo había reconocido por una cicatriz blanca que le cruzaba el cuello. Se abrió paso entre la multitud y lo abrazó.
Esa noche, mientras se desarrollaba la tradicional borrachera en torno a los fogones, el curaca Mateo Poma recibió a José Yaru ante la puerta de su choza. A su lado yacían los conejos que le habían traído sus fieles como tributo. Los habían condimentado con pasta de maíz y sebo de llama -tal como prescribían los viejos hechiceros- y fueron regados con chicha. José extrajo el lío y lo abrió ante el curaca. La piedra cristalina pasó solemnemente a la mano de Mateo Poma, quien le frotó harina le vertió chicha.
– ¿Qué te dijo? -preguntó a José.
– Que debía encontrarte en seguida y anunciarte que las huacas vienen en gran número para quebrar los huesos de los cristianos.
Las llamas del fogón daban bruscas pinceladas sobre los reconcentrados rostros de los indios. Mateo Poma se acarició la cicatriz de su cuello. También presentía la inminencia del terremoto.
Esa noche los visitadores eclesiásticos y sus ayudantes armados completaron la redada. Entre los reos atrapados que serían sometidos a interrogatorio, tortura y condena por prácticas de idolatría figuraban el curaca Mateo Poma y el indio José Yaru. Algunos, sometidos al potro, terminarían con los huesos quebrados.
Mientras, la Fiesta de Dios llegaba al cielo: los fuegos artificiales desparramaban fugaces víboras de color e iluminaban los ojos extasiados de los fieles.
– En siete días más llegarás a Lima -aseguró don José Ignacio.
– Ya quisiera estar allí -confesó Francisco-. El viaje se me ha hecho largo.
– Te comprendo. Pero ahora la ruta no ofrece dificultades serias. Hasta Guamanga continuará el trajín de ganado. Encontrarás cuestas, quebradas y algunos cañaverales barrosos, pero, como te dije, no son obstáculos importantes. Atravesarás el hermoso puente de Abancay, de un solo arco, que construyeron los primeros conquistadores para facilitar el tránsito con el Cuzco. Ah, después verás algo divertido.
– ¿Qué?
– Divertido y loco. Un cerro aislado donde se construye una iglesia a la Virgen. ¿Te das cuenta? Una iglesia solitaria en medio del desierto. Sin fieles. Por lo general se instala primero una población y después se levanta el templo. O ambos a la vez, pero no a la inversa. Ahí se procede a la inversa. ¿La razón de esta extravagancia? Dicen que el peregrino fue allí con la sagrada imagen y su peso aumentó de golpe. Supuso que se trataba de un milagro: que la imagen deseaba quedarse. Y empezaron a construir una iglesia en el yermo.
Francisco meneó la cabeza.
– Y bien. De Guamanga a Lima ya no tendrás otras paradas curiosas. Eso sí: te crecerá la impaciencia.
– Ya ha crecido bastante.
Apretó las manos ásperas de José Ignacio Sevilla y contempló largamente su rostro de viejo sabio. Por un instante creyó ver el océano en sus pupilas. Después fue a despedirse de María Elena y sus hijas.
Las pequeñas cambiaron bromas sobre las peripecias del viaje. Mónica recordó las salinas y Juana quiso hablar sobre la impresionante mezcla de mulas que los arrieros tramposos efectuaron antes de llegar a Salta. Mónica se burló de su hermana porque confundió pavos con cuervos. Y Juana se desquitó recordándole su miedo a quemarse en los baños de Chuquisaca. Mónica dijo que ya no la molestaba la mancha facial de Lorenzo y Juana se atrevió a tocar el brazo de Francisco y confesarle que lo extrañaría. La súbita ternura fue como un relámpago. Francisco se inclinó hacia las pequeñas y las besó: sus mejillas eran las de Felipa e Isabel.
La esposa de Sevilla lo guió hacia un aparte.
– Me dijo José Ignacio que estás impaciente por llegar a Lima. Quiero transmitirte esperanzas -sonreía como tantos años atrás lo hizo Aldonza-. Encontrarás a tu padre. Y juntos podrán orar al Señor.
– Muchas gracias, de veras.
– Cuando estén juntos, recuérdanos.
– Lo haré. Seguro que lo haré.
– Somos hermanos, sabes.
Francisco esbozó un gesto de sorpresa.
– Hermanos en la historia y en la fe -aclaró ella mirándolo con intensidad.
– Usted… ¿También usted?
Elena contrajo la frente y recitó:
– Shemá Israel… Recuerda eso, Francisco. Es la clave. Nuestra clave.
La súbita frontalidad de esta mujer lo azoró.
– «Escucha Israel-añadió ella en tono de plegaria-: el Señor, nuestro Dios, el Señor es único.»
– Lo dijo mi padre hace muchos años, cuando terminó de curarle una herida a mi hermano. Pronunciadas es judaizar. Es muy peligroso.
– Esas palabras son la fortaleza que nos dignifica. Nos sostienen, Francisco. Nos sostienen como los elefantes portentosos que míticamente sostenían el mundo.
Durante el trayecto final Lorenzo Valdés y Francisco Maldonado da Silva evocaron al indio José Yaru. Lorenzo cabalgaba en su corcel rubio y Francisco en una mula; las acémilas restantes llevaban el equipaje. Atravesaban una planicie cercada por el muro lila de los cerros.
– Lo descuartizarán -pronosticó Lorenzo sin inmutarse-. A menos que tenga la lucidez de arrepentirse e implorar perdón de rodillas y con lágrimas sinceras.
– Han arrestado a mucha gente, no matarán a todos.
– José es un indio pertinaz, tiene arraigada la idolatría. A él lo castigarán fuerte.
– ¿Cómo lo sabes? -Francisco se sintió molesto.
– No se levantaba de noche a mirar la luna?
– ¿Eso es idolatría?
– ¡Qué, si no! Le hablaba, yo lo vi.
– Hablaba a una piedra.
– ¿Sí? ¡Peor, entonces?
– ¿Cómo peor?
– La luna, por lo menos, tiene encanto, misterio. Una piedra… -Lorenzo torció la boca con repugnancia.
– O una madera, o un lago. El universo.
– Sí, ellos creen que son dioses. Creen en cualquier cosa. Son brutos. Ignorantes. Y no quieren aprender.
– O les enseñan mal.
– También -reconoció Lorenzo-. Los clérigos juntan a los indios y les hacen repetir la doctrina. ¡Bah! Repiten sin entender. Imagínate: ni yo entiendo toda la doctrina, ¿qué esperan de estos pasmarotes? Cuando uno de sus lenguaraces les explica, ¡vaya a saber qué les dice! Los clérigos se tranquilizan oyéndolos repetir palabras o viéndolos persignarse: quieren suponer que ya están evangelizados. Quieren suponer, es más cómodo. Porque no saben ser tan idiotas para tragarse el cuento.
– ¿Qué cuento?
– Que ya están evangelizados. Los indios fueron idólatras y siguen idólatras. Lo único que extirpar su idolatría, lo único, escúchame bien, es el potro, la horca y los azotes.
– Hace años que empezó la extirpación de idolatría con todo eso -Francisco tenía un rechazo visceral a ese método.
– Sí.
– Y no las extirparon.
– No del todo. Pero hay menos que antes.
– No estoy seguro -replicó Francisco.
Lorenzo aflojó sus manos sobre el pomo de la montura.
– ¿No?
– Creo, Lorenzo, que esta idolatría obstinada y que la famosa plaga del Taki Onkoy tienen una razón más profunda que la ignorancia de los indios.
– El Diablo.
– No se trata de la maldad, solamente.
– ¿Qué, entonces?
– No lo sé, o no puedo explicado.
– La idolatría no tiene profundidad, Francisco. Hace creer en lo superficial, en lo que reciben los ojos o el oído. Es un engaño del demonio.
– ¿Sabes? Aunque siento asco por la idolatría, esta idolatría de los indios no me subleva. Diría que… me conmueve.
– ¿Estás loco? ¿Qué hace mejor a la idolatría de los indios?
– No es mejor. Expresa algo.
– Que son unos brutos.
– Fíjate. La abandonaron por el dios Sol que impusieron los incas. Luego abandonaron el dios Sol por Nuestro Señor Jesucristo que impusimos los cristianos. Ahora abandonan al Dios de los cristianos para retornar al principio -discurría con esfuerzo, eligiendo cada palabra, inseguro.
– ¿A dónde quieres llegar?
– No lo sé bien -Francisco encogió los hombros-. Quizá a que esos dioses realzan su identidad, su raíz. Son los dioses de ellos, no los impuestos por otros.
– ¿Una piedra realza la identidad? -rió Lorenzo.
– Muchas piedras y montañas y árboles. Toda la tierra que conocen y sus antepasados y sus padecimientos. Todo eso necesita expresarse a través de una religión propia. La creencia en esos dioses absurdos les insufla algo así como el reconocimiento de su importancia. Son dioses que protegen los respetan a ellos. Nuestro Señor Jesucristo, en cambio, respeta y beneficia a los cristianos solamente. ¿Por qué lo van a querer, entonces?
– Tus ideas son ridículas. Confunden y molestan.
– No las tengo del todo claras aún.
– Mejor que las olvides -Lorenzo estiró el rebenque y lo hundió en las costillas de Francisco-. ¡Eh, proyecto de fraile! Mejor que las olvides, en serio. Piensa en otra cosa. Piensa en las mujeres. Ahora que nos acercamos a Lima, ni se te ocurra hilvanar estas herejías en voz alta.
Desde una loma pudieron ver la recta banda azul del océano Pacífico. Ambos sabían que empezaba su aventura mayor.