Libro cuarto: Números

Chile, la breve Arcadia

94

Papá murió en el Callao en 1616. La carga de sufrimientos lo aplastó de golpe. En los últimos días sólo se desplazaba con ayuda. Era una luz fuerte en un pabilo achacoso.

Durante los años en que disfruté de su compañía me transmitió más medicina práctica que los empingorotados profesores de la Universidad. Releímos los clásicos y nos divertimos con las recetas indígenas que, a menudo, deparaban resultados excelentes. Me entusiasmó con los descubrimientos de un examen clínico atento y demostró la importancia de seguir la evolución de cada enfermo tomando apuntes. No olvidaré la analogía que desarrolló entre el cuerpo humano y un templo. Dijo que el profesional debe aproximarse al cuerpo con devoción. En sus apretadas dimensiones contiene tantos enigmas que no alcanzan los sabios del universo para descifrarlos. Esa máquina formada por huesos, nervios, músculos y humores es la sede visible de un espíritu con el que está misteriosamente entrelazado, Los desajustes de la máquina se proyectan en el espíritu y viceversa. Así como un templo está construido con materiales que se encuentran en todos los edificios, un cuerpo está formado por los elementos que dan vida a un animal o una planta. Pero contiene algo que no existe en el animal o la planta. Dañarlo es profanarlo. El cuerpo es y refleja al mismo tiempo un misterio insondable. No existen dos cuerpos idénticos así como no existen dos personas idénticas. Aunque los parecidos son infinitos, infinitas también son las diferencias. Un buen médico detecta las semejanzas para ver en uno lo aprendido en otro; pero no debe olvidar que cada ser humano tiene una cuota de singularidad que es necesario reconocer y respetar. Cada hombre es único en evocación del Señor, que es Único. Cuidar su integridad y alargar su vida es un cántico de gratitud. Torturado, tratarlo con negligencia, matarlo, es una blasfemia. Es entrar a saco en un templo, derribar el altar, ensuciar el piso, voltear las paredes y permitir que lo rapiñen las alimañas. Es mofarse de Dios.

Las pláticas sobre medicina concluían con frecuencia en los temas judíos. Me hizo conocer las opiniones de Filón de Alejandría y Maimónides sobre las normas dietéticas que tratan de respetar los judíos cuando no son objeto de persecución. Me enseñó el alfabeto hebreo sobre hojas de papel que luego quemaba. También me enseñó las festividades y su significación.

Desde el viernes a la tarde nos preparábamos para recibir el sábado: era un secreto que compartíamos en jubilosa complicidad porque para nosotros era la fiesta. En el arcón teníamos lista la ropa que arrugábamos para disimular por si irrumpía un delator y un mantel blanco con una vieja mancha. Preparábamos una comida diferente a base de codorniz, pato o gallina bien sazonados, guarniciones de habas, cebolla cocida, aceitunas y calabaza, y postres de frutas secas o un buen budín. La vivienda no era distinta en apariencia, pero se cargaba de dignidad. El sábado -repetía mi padre- es una reina que visita el hogar de cada judío: ingresa con sus tules, invisibles gemas del cielo, perfume de valles florecidos y sus melodías de arpa. El candelabro emite secreta energía al convertirse sus brazos en altas antorchas. Durante seis días es el hombre despreciado y calumniado que huye, se esconde o disfraza para sobrevivir. En el sábado se siente un príncipe. Descansa como Dios ha descansado, celebra como Dios ha celebrado.

Si un familiar de la Inquisición hubiera volteado la puerta, nada diferente habrían visto sus ojos: el padre y el hijo comían a la mesa con la vajilla habitual y tenían abiertos unos libros, como también era habitual. Esa apariencia cotidiana encubría la realidad: el padre y el hijo gozaban el sábado porque habían pronunciado la bendición (en voz baja, para que no la escuchasen las orejas incrustadas en los muros), comían con elegancia (como se hace en los banquetes), sentían sus corazones felices (porque honraban a Dios y sus mandamientos) y leían y comentaban la Sagrada Escritura que el Señor les confió al pie del Sinaí.

La noche del sábado era una gloria. Íntima, secreta, calma. Brillante. Antes de levantarnos solía recomendarme que no ignorase mi circunstancia. Éramos marranos, es decir, carne de verdugos. Al día siguiente deberíamos seguir escondidos bajo el disfraz. Tenía la obligación de cuidarme para que el templo que era mi cuerpo no fuese profanado. No debía arriesgarme ante quienes jamás comprenderían mis derechos.

En esas noches de apacible alegría analizamos el extraño privilegio -y las obligaciones- que entrañaba recibir directamente la Palabra infalible. Reflexionamos sobre la envidia y específicamente sobre el miedo enorme que producía la posesión de esa Palabra. Era como dominar el rayo. Esa Palabra fue enseñada a los judíos en forma sistemática desde los tiempos de Ezra, el escriba. Semanalmente se leía una porción, de tal suerte que a la vuelta del año se completaba su lectura. Pero no sólo la leía el sacerdote: los mismos fieles ascendían al tabernáculo, sacaban los rollos sagrados, los abrían, contemplaban la pareja letra en caracteres hebreos y pronunciaban las frases resonantes.

– Por eso creé la academia de los naranjos en Ibatín. El estudio es nuestra obsesión.

Nos divertíamos haciendo acrobacias con los versículos: uno decía de memoria algunos y el otro los ubicaba en el libro correspondiente. A mi padre le gustaba recitar los Salmos. Yo prefería los profetas. Son un catálogo de la condición humana. No falta ninguna de las virtudes ni de los vicios, las ilusiones o las desesperanzas.

– No repitas, Francisco, mi trayectoria atroz -insistía a menudo.

Las últimas semanas de vida guardó cama. Le dolían los pies y empeoró su afección pulmonar: nunca se había recuperado completamente del tormento del agua. Se extinguía lentamente. Una tarde su mano temblorosa acarició el estuche forrado en brocato y dijo:

– Esta llave simboliza la esperanza en el retorno… Tal vez simboliza algo más fuerte aún: la esperanza, simplemente.

Besó el estuche y me lo entregó. Después su índice recorrió vagamente los anaqueles en penumbra. Con sus ahorros había seguido comprando libros sin cesar. Había formado otra respetable biblioteca cuyas dimensiones no eran inferiores a la que expropiaron en Córdoba. Recuperó varios de sus autores queridos. Ahí estaban Hipócrates, Galeno, Horacio, Plinio, Vesalio, Cicerón. Incorporó además, el Tesoro de la verdadera cirugía, Antidotario general, Drogas y medicinas de las Indias Orientales, Diez privilegios para mujeres preñadas con un diccionario médico. Junto a ellos se alineaban tratados sobre leyes, propiedades de las piedras, historia, teología. Un largo tramo lo ocupaban obras de literatura, entre las cuales se destacaban las Comedias de Lope de Vega.

– Son tuyos -dijo.

Finalmente apuntó hacia el Scrutinio Scripturarum de Pablo de Santamaría.

– Lo compré para que te des el gusto de refutarlo. Pero hazlo mentalmente; no lo escribas. Eso podría llevarte a la hoguera.

Su respiración empeoró rápidamente. Le acomodé las almohadas y agregué las mías. No se aliviaba. Su piel se tornó lívida. Los labios y la lengua estaban secos. Le ofrecí cucharaditas de agua. Hasta sus conjuntivas se iban oscureciendo.

Se moría. Apretó mi mano: le desesperaba la asfixia. Quería decirme algo. Aproximé mi oreja a sus labios índigos. Mencionó a Diego, Felipa, Isabel; yo le prometí que me ocuparía de buscados. Mis hermanas seguían en el monasterio de Córdoba, seguramente estaban bien.

Fui a renovar las hierbas medicinales que hervían en el caldero. En realidad fui a secarme las lágrimas para que no viese mi quebranto.

Con el poco aire que le restaba, alcanzó a sonreír. Sonrisa extraña y profunda. Inspiró para cada palabra, que desgranó solemnemente:

– ¿Recuerdas?… Shemá Israel, Adonai… Elohenu… Adonai Ejad.

Se rindió tras el esfuerzo. Cerró los ojos. Le mojé los labios y la lengua. Lo apantallé. Su agonía era un suplicio.

Tanteó el borde de su lecho hasta encontrar mi mano y la acarició.

– Cuídate… hijo mío.

Fueron sus últimas palabras. Su cabeza estaba azul y sus párpados hinchados. La respiración acelerada cesó. La mirada quedó fija: parecía asombrada por el objeto que colgaba junto a la puerta: el infamante sambenito.

Cerré sus ojos y quité algunas almohadas. Su piel empezó a clarear; parecía dormir. Yo solté mi llanto. En absoluta intimidad, sin freno alguno, pude sacudirme, hipar, emitir quejidos y bañarme en lágrimas. Después, cuando el desahogo me alivió, susurré:

– Ahora te puedes distender, papá. Ya no te perseguirán espías ni verdugos. Dios sabe que fuiste bueno. Dios sabe que Diego Núñez da Silva ha sido un justo de Israel.

Me lavé la cara y di unas vueltas por la habitación. Papá había muerto como judío, pero debía simular lo contrario. Era preciso efectuar un velatorio y enterrado como exige el disfraz. Sería gravemente sospechoso que no se hubiera confesado antes de morir ni recibido el óleo de la extremaunción. Él había fallecido, pero no la farsa a que estaba condenado. Dejé su cabeza descubierta y arreglé las cobijas como si estuviese durmiendo. Salí en busca del sacerdote. Mi dolor no requería afeites: las lágrimas que se derraman por un padre muerto no se diferencian de las que fluyen por un padre agónico. El cura se impresionó por mi cara. Dije que él sufría un intenso dolor cardíaco y le imploré que se apurase. Lo hice correr por las calles. El sacerdote, agitado, me gritaba palabras de consuelo.

Cuando enfrentó el cadáver me miró desconcertado. Volví a llorar.

El resto de las ceremonias se cumplió en regla. La «apariencia» funcionó bien. Mi padre murió en la fe que animaba su espíritu y fue enterrado en la fe que exigía la sociedad. De lo primero sólo yo fui testigo. De lo segundo un par de barberos y el boticario del hospital, además el sacerdote, los sepultureros y escondidos espías.


El ayudante de sargento Jerónimo Espinosa tiene presente la orden que le impartieron en Concepción cuando le confiaron el prisionero: deberá introducirse en Santiago de Chile durante la noche cerrada para que la presencia del reo -hombre muy conocido en la ciudad- no genere tumulto.

Aguarda, pues, la densificación de las tinieblas. Entonces ordena reanudar la marcha. En una hora se habrá liberado de esta complicada misión.

Francisco Maldonado da Silva cabalga a su lado. Es un inusual prisionero. Su increíble apostura le produce malestar.

95

Mi padre apareció en mis sueños con su denigrante sambenito, marchando a los tumbos, arrastrando los pies de torturado. A menudo reaparecían las escenas de Ibatín y de Córdoba y otra vez el brutal arresto, la rapiña inquisitorial, fray Bartolomé escoltado por su felino y un notario, el castigo horrendo al negro Luis por preservar los instrumentos quirúrgicos.

El único ante quien podía confiarme en esos días de luto era Joaquín del Pilar. Me escuchaba con paciencia; unas semanas después propuso aliviar mi duelo visitando a gente que sufría en grado superlativo.

– Un buen médico debe mirados de cerca, tocarlos.

Relató entonces que su familia también había contado con una pareja de negros. Joaquín los quiso mucho porque se ocuparon de atenderlo, jugar con él y brindarle amparo cuando se murió precozmente su padre. Un día la negra se hizo un profundo corte en el dedo mientras cocinaba y no sintió dolor. Ese privilegio fue su condena: diagnosticaron que era leprosa. El Protomedicato mandó investigar y se descubrió que su marido ya había contraído la enfermedad, aunque había guardado secreto. Ambos fueron exiliados en seguida. No se los consideró portadores de una peste, sino que eran la peste, y fueron empujados a punta de las lanzas hacia el barrio infame. Los leprosos debían quedar aislados en un miserable sector de Lima hasta morir porque su enfermedad era incurable y contagiosa. Ni sus cadáveres saldrían de allí.

Me propuso ayudado con las amputaciones y las curaciones con hierbas medicinales, alcohol y nitrato de plata.

– Ahí vive Hipócrates -afirmó-. No en las aburridas lecturas.

Mi pesadumbre era tan agobiadora que no tenía ánimo para aceptar ni rechazar. Me dejé llevar.

Cruzamos el puente de piedra con sus orgullosos torreones. En lugar de encaminarnos hacia la fragante Alameda, torcimos hacia el reducto de leprosos establecido en el barrio de San Lázaro. Todos eran negros. Padecían la más antigua y espantosa de las enfermedades. Eran la muestra rotunda de la cólera divina.

– ¿Sabes por qué son ellos los castigados? -preguntó Joaquín.

– El obispo Trejo y Sanabria -dije- me explicó hace mucho que Noé condenó a los descendientes de su atrevido hijo Cam.

– El negro Cam… -musitó Joaquín-. «Que su simiente sirva a la de Sem y Jafet.» De ahí la esclavitud. Eso también lo escuché en varios sermones.

– Es la explicación que deja tranquilos a los traficantes y dueños de esclavos.

– ¿No la consideras válida, acaso?

– La Biblia está llena de maldiciones y bendiciones -titubeé-. A veces se contradicen.

– A veces se las acomoda a lo que conviene. Pero ¿no era suficiente plaga la esclavitud para, encima, descargarles la lepra? Te pregunto sin segundas intenciones. No tengo la respuesta.

– Yo tampoco, Joaquín. No sé. Dios es todopoderoso y omnisciente. Nuestro pequeño cerebro apenas puede registrar las experiencias de una corta vida.

– ¿Sientes el olor? -inspiró sonoramente.

– ¿Ahí es el barrio?

– Sí. Un pedazo del infierno. ¿Te animas a seguir?

– Me animo -dije con indiferencia-. Podríamos contagiarnos, además.

– Hace medio siglo que aparecieron los leprosos y se los amontona en esa cuadra. Hasta ahora ningún blanco contrajo la enfermedad.

– Alguna vez podría ocurrir.

– No ha ocurrido. En Lima es enfermedad de los negros. Es el único honor que se les ha concedido en exclusividad, generosamente.

El amontonamiento de chamizos apenas dejaba lugar para estrechas callejuelas por donde corrían acequias hediondas. Unos niños negros aparentemente sanos se precipitaron hacia nosotros. Éramos una visita infrecuente. De los huecos se asomaron hombres y mujeres envueltos en túnicas que alguna vez fueron blancas. Con ellas denunciaban, como exigía la ley, su condición de leprosos. Una negra corrió tras el niño que pretendía agarrar mi jubón, sacó su mano de la túnica y le atrapó el cuello: le faltaban dos dedos y tenía manchas calcáreas. Percibió mi mirada de asombro y desapareció en seguida. Después se nos cruzó un hombre sin nariz. De las paredes nacían figuras espectrales. Algunas columnas de humo delataban calderos y hornos de pan. Esa basura vivía como el resto de los humanos.

Seguimos avanzando hacia la capilla. Mi abatimiento empezó a ser perforado por la creciente consternación. Aparecían miembros reducidos a muñón, heridas infectadas con piojos, carne podrida que deja al aire los huesos. Empujé a Joaquín para evitar que lo golpease un enano sin piernas que se desplazaba velozmente sobre una tabla provista de rodillos. De un lado y otro veía asomarse entre tules seres en continuo proceso de pérdida: dedos, orejas, nariz, ojos, mentón, antebrazos eran objeto de amputaciones espontáneas implacables que hacían mofa a la presunta unidad del cuerpo.

Estos muñecos desarmables formaban familias y tenían hijos sanos (por un tiempo). Sus almas necesitaban alimento, como los demás. Los sacerdotes, empero, no encontraban forma de brindarles la debida dedicación. De tanto en tanto, protegidos con cruces y rosarios, se aventuraban hasta la capilla mientras unos monaguillos se encargaban de empujar con un largo bastón a los irresponsables que pretendían tocarles el hábito.

– También ha venido el hermano Martín de Porres -comentó Joaquín.

– Sé que lo han reprendido todas las veces. Le han dicho que puede llevar el contagio al hospital.

– Ha seguido viniendo de todos modos. Donde hay sufrimiento, aparece.

– Es un alma excepcional -dije.

Joaquín encontró al esclavo que alegró su niñez. Estaba sentado sobre una piedra junto a su chabola. Parecía anclado a la podredumbre. No tenía manos ni pies. Su cara exhibía un horrible agujero en el sitio de la nariz. Levantó los ojos al oír su nombre y se iluminó con una sonrisa desdentada. Tendió los muñones hacia Joaquín. Mi condiscípulo asió el izquierdo, que tenía una llaga verdosa.

– Se te ha vuelto a infectar -lamentó.

Alrededor de la llaga se extendía su piel dura y agrietada como madera forrada de ceniza. Abrió la petaca para empezar la curación. La gritería se acercaba. De súbito un torrente de leprosos, agitando sus túnicas mugrientas, se abalanzó por la callejuela: los perseguían oficiales montados. Rengos y ciegos se precipitaban como árboles desgajados. La polvareda apenas disimulaba los brazos de los oficiales que golpeaban sin escrúpulos mientras sus cabalgaduras empujaban y pisoteaban para abrirse paso.

Nos aplastamos contra la ondulada pared de la chabola los negros sin túnica saltaban por sobre los leprosos despavoridos. Era evidente que la policía trataba de alcanzarlos. Los ágiles fugitivos nos vieron e intercambiaron una mirada. Al instante sentí el aliento de uno de ellos sobre mi mejilla y un puñal en la garganta. Nos convirtieron en rehenes. Los jinetes se detuvieron a pocos metros, irritadísimos. Todos gritaban. Se mezclaban las órdenes insultantes de los oficiales con las amenazas de nuestros captores.

– Suelten las dagas, asesinos -exigió un soldado.

– ¡Váyanse, váyanse! -replicaron jadeantes los negros.

Uno de los oficiales era Lorenzo Valdés. Supe más tarde que venían persiguiéndolos desde el puente, donde acuchillaron a un gentilhombre. Pretendieron desaparecer entre los leprosos. Ambos eran fuertes. En su nerviosismo mi captor no advertía que la punta de su daga me cortaba la piel. Todo ocurría vertiginosamente, un silbido hirió mi oído y al instante sentí un golpe seco. El brazo del negro se aflojó. Me di vuelta y choqué con la lanza que lo perforó el cráneo. Se derrumbó lentamente. De su cabellera crespa fluía sangre con materia cerebral. El captor de Joaquín quedó paralizado de terror y le quitaron fácilmente el arma.

Lorenzo se apeó.

– ¿Estás bien? -pasó un dedo por mi cuello lastimado.

– Sí. Gracias.

El uniforme aumentaba su imponencia. Hasta la mancha vinosa de su cara parecía haber disminuido.

– ¿Qué hacías aquí?

– Ya soy médico, no te olvides -expliqué con una mueca.

Me palmeó con afecto.

– Estos asesinos pretendieron esconderse entre los leprosos -hizo una seña a los soldados para que apartaran el cadáver.

– No era mala idea.

– Creían que no nos atreveríamos a meternos…

– No te conocían.

Volvió a palmearme.

– Francisco -se arrimó a mi oreja-. Sé que partes a Santiago de Chile.

– No te faltan espías, ¿eh?

– Gracias a Dios… y a mis escrúpulos.

– ¿Te parece un buen sitio para mí?

Sonrió.

– Mientras no te arriesgues entre los indios araucanos. Los calchaquíes que asustaban a Ibatín son ángeles en comparación.

– Me refiero a la ciudad de Santiago.

– Dicen que es hermosa. Y que sus mujeres son hermosas.

– Gracias por el dato.

– Ahora en serio, Francisco -me puso la mano en el hombro-. Haces bien en partir. El nuevo virrey, que es un príncipe, se entiende a las maravillas con el Santo Oficio. Esto es novedoso aquí, en Lima. Así comentan en el cuartel. Y esa buena relación se traducirá en… bueno, ya sabes.

Montó. Su esbelto caballo caracoleó en la sucia callejuela y casi derrumbó la pared de una chabola.

– ¡Ten cuidado! -exclamó alejándose al trote.


Lo llevan directamente al convento de San Agustín. Ya le han reservado una celda provista de grilletes. Francisco no ofrece resistencia. Da la impresión de tener cierto apuro. Dice al monje que le instala los anillos de hierro en pies y manos que está listo para hablar, ante las autoridades.

Jerónimo Espinosa es recibido en la sala por fray Alonso Almeida, calificador [30] del Santo Oficio, en presencia de un notario que arrancaron del lecho y no cesa de bostezar. El calificador ordena al ayudante de sargento entregar los bienes confiscados. El notario rasga su pluma sobre los largos pliegos: el inventario no suscita objeción alguna. Ahí están 200 pesos, dos camisas, dos calzones, la almohada, el colchón, dos sábanas, el acerico, una frazada, un almofrez y el vestido frailesco sin ojales ni botones que el prisionero usará en las audiencias con el Tribunal.

Jerónimo Espinosa obtiene un recibo con sello y firma. Puede regresar a Concepción. Se siente aliviado. No ha contado, por supuesto, que estuvo a punto de perder al cautivo. En el viaje de retorno prohíbe que se hable de él.

96

Al día siguiente de mi arribo a Santiago de Chile fui a visitar el único hospital. Tenía doce camas, algunas sábanas y tan sólo cinco bacinas que los enfermos compartían para orinar y defecar. Su instrumental se reducía a tres jeringas. Hablé con el barbero cirujano Juan Flamenco Rodríguez, quien me estimuló a presentarme para el cargo vacante de cirujano mayor. Dijo que había mucho trabajo y hacía falta un profesional con títulos. Juan Flamenco Rodríguez me guió por los recovecos del edificio y protestó ante la botica vacía: «Ni siquiera tenemos un herbolario.»

Entrevisté a las autoridades, exhibí mis diplomas de la Universidad de San Marcos, informé sobre experiencias en los hospitales del Callao y Lima e incluso ofrecí utilizar mi caja de instrumentos hasta que el hospital consiguiera su propia dotación. Me recibieron con alegría, con alivio. No se cansaban de repetir cuán providencial había sido mi llegada. Desde que el gobernador fundó un hospital en esta ciudad y otro en la sureña Concepción, la prioridad que nunca pudo ser satisfecha fue la de un profesional universitario. Yo sería el primer médico legítimo del país. Esta afectuosa recepción me dio fuerzas para soportar los desalientos del trámite, que son moneda corriente en todo el Virreinato.

En efecto, a mediados de 1618 tuvo lugar una sesión del Cabildo en la que se fijó por escrito que el hospital de Santiago necesitaba perentoriamente un médico; y se encargó al procurador general que empezara a reunir los fondos para afrontar mi sueldo. Aunque yo preguntara y apurase, recién ocho meses después volvió a discutirse la «urgencia» y aprobaron que sirviese en el hospital junto al barbero Juan Flamenco Rodríguez. Este notable envión al trámite no significaba, empero, su cierre: tenía que esperar la firma del gobernador. y el gobernador se pasaba la mayor parte del tiempo combatiendo a los indios araucanos en el Sur.

Juan Flamenco Rodríguez encogió los hombros.

– Sólo cabe esperar.

Después me guiñó:

– Usted no puede atender los enfermos del hospital hasta que el decreto esté en forma, pero puede darme consejos para ciertos casos difíciles.

Comencé a brindar mis servicios a los habitantes de la ciudad. Me respaldaba un diploma coruscante de sellos y firmas, las comadres difundieron mis méritos. Tuve la prudencia de callar críticas a los curanderos, clisteros y ensalmistas que ofrecían remedios maravillosos: aprendí a ejercer el silencio como una técnica esencial que merece incorporarse a la bella oración de Maimónides. En todas las poblaciones del Virreinato medran los embaucadores de la salud y su irresponsabilidad es tan grande que no tendrían escrúpulos en inventar ríos de calumnias en contra de mí. Mi condición de marrano (de personalidad encubierta, dividida y mentirosa) me ayudó a callar aun cuando espumaba indignación. Los pacientes crónicos atribuían su desgracia a los malos tratamientos y deseaban convertirme en cómplice de sus denuncias.

En agosto de 1619 -había transcurrido más de un año- el gobernador Lope de Ulloa firmó mi designación. ¡Albricias! ¿Podía ya hacerme cargo del hospital? No: era preciso que el documento llegase a Santiago. Fue firmado en Concepción y tardaría alrededor de una semana. Transcurrido ese lapso, la minuciosa administración necesitaba labrar el acta de nombramiento. Para que esto se cumpliera el expediente circuló por varios escritorios durante cinco meses adicionales. Pensé que convenía olvidar el decreto, el hospital y mi crepuscular entusiasmo.

A mediados de diciembre me anunciaron que estaba organizándose el acto de mi juramento. ¿Un acto especial? Sí, especial. Un acto aparatoso. Un espectáculo, como diría mi condiscípulo Joaquín del Pilar. La tardanza de los últimos días tuvo más relación con los avatares del espectáculo que con los requerimientos de la salud pública. Para la ceremonia fueron convocados el Cabildo, la Justicia y el Regimiento con ropa de etiqueta; se distribuyeron los asientos de alto espaldar. Solemnemente, los funcionarios tomaron ubicación bajo los estandartes del Rey y la muy noble ciudad de Santiago de Chile. Se contemplaron unos a otros con orgullo, desprecio y envidia, según los sitios. Después un oficial leyó el largo decreto. El gobernador mandaba que el Cabildo, la Justicia y el Regimiento de la ciudad, así como sus demás personajes y moradores, reconocieran el digno cargo. Me sorprendió la importancia que le atribuía porque ordenaba, textualmente, que se me «guarden y hagan guardar todos los honores, gracias, mercedes, preeminencias y libertades, prerrogativas e inmunidades que por razón de dicho oficio debéis haber y gozar, sin que os falte cosa alguna».

Juan Flamenco Rodríguez se alisó los bigotes, sonrió con malicia y dijo que me había reservado algunos casos difíciles.


En la celda del convento agustino de Santiago, Francisco trata de darse fuerzas invocando los hermosos años que pasó en esta ciudad. Recuerda su llegada en 1617, tras la muerte de su padre y el clima persecutorio que se había desencadenado en Lima tras el ataque de los holandeses. Recuerda su primera visita al pequeño hospital, el largo trámite de su designación, el pomposo juramento y la camaradería con Juan Flamenco Rodríguez.

Le molestan los grillos. Desea que lo interroguen, que lo amonesten de una vez. Quiere enfrentarlos. Pero el Santo Oficio es paciente, metódico. Demoledor.

97

Los aldabonazos insistentes amenazaban voltear la puerta. Salté del lecho y avancé con las manos extendidas. La espesa noche desorientaba mis pasos. Abrí y una figura encapuchada, apenas visible, llenaba el vano.

– El obispo está grave -dijo jadeante, sin saludo previo.

– Ya voy -contesté.

Me vestí precipitadamente y recogí la petaca. Lo seguí a largos trancos. Las calles de Santiago de Chile estaban desiertas, débilmente plateadas por la luna. Antes de avistar la residencia episcopal vinieron a nuestro encuentro otros dos hombres.

– ¡Rápido! -exigieron.

Empezamos a correr. Un pequeño grupo que sostenía varias lámparas aguardaba ante el portal. Me condujeron directamente a la alcoba del prelado. Cada diez metros se hallaba apostado un fraile con un cirio encendido.

– Hágale una sangría, doctor. Es urgente. Se muere -suplicó su ayuda de cámara.

Me senté junto al enfermo. Pedí más luz. El temible obispo ciego de Santiago de Chile y ex inquisidor de Cartagena tenía la piel blanca como la funda de su almohada. Sus cabellos pobres y cenicientos estaban húmedos. Le tomé el pulso, que era débil y rápido. Toqué su frente fría. Tenía los ojos semiabiertos: en el lugar de las pupilas existía una mancha de cal. Este hombre indefenso fue la hélice que el último domingo arrojó llamaradas contra la feligresía encogida de miedo. Durante esa tempestad no hubiera podido imaginarlo en la cama, anémico, casi fulminado por sus propias amenazas.

– Ya ha sangrado mucho -expliqué tendiendo el mentón hacia la bacina.

– No es sangre de la vena -porfió.

– Es sangre. Sangre negra. Su pulso desaconseja otra extracción.

– ¿Qué hará, entonces?

– Le daremos leche. Y pondremos paños fríos en el abdomen -el ayudante de cámara no entendía; entonces añadí-: En cambio abrigaremos su pecho, brazos y piernas.

El ansioso ayudante gruñó, disconforme:

– Es un remedio demasiado cauteloso para un cuadro tan serio.

– Es verdad -contesté-; pero se hará como yo digo.

El hombre se inclinó ante la firmeza de mi voz y salió a transmitir mi orden. El viejo prelado empezó a buscar mi mano sobre la sábana.

– Bien, hijo -susurró con un esbozo de sonrisa-. Todavía saben obedecer.

– Están muy preocupados por su salud, Eminencia.

– También yo estoy harto de sangrías -apenas podía hablar.

– Ha tenido una hemorragia intestinal alta. No se justifica sacarle más sangre ahora.

– ¿CÓmo es una hemorragia intestinal? -preguntó con esfuerzo.

– Negra, muy negra.

– ¿Eliminé sangre negra, muy negra?

– Sí.

– Entonces me he purificado. Sangre negra, sangre mala -suspiró.

– Le aconsejo que no se fatigue, Eminencia.

– Más me fatigan… esos imbéciles -agregó con fastidio.

Su rostro era el de un hombre sometido a perpetuas pruebas. Irradiaba el carácter de una talla angulosa. Su frente estaba partida por un surco hondo en el que confluían cejas hirsutas. Tenía majestad. ¿Era éste el hombre que predicó con el rencor hirviendo? En la iglesia no había estado pálido como ahora, sino rojo de furia. Predicaba la humildad a los gritos y exigía más limosnas: cada uno de los fieles podía dar el triple, quíntuple. Amenazó con enfermedades, sequías y catástrofes por quedarse con las monedas que debían obrar con altruismo. Recordó que había mandado confeccionar una lista de los ricos para mencionarlos en sus oraciones, pero no los iba a mencionar para conseguirles una bendición, precisamente. Azotó a los cristianos de poca fe que maltratan a los indios y a los esclavos: son pecadores que no aman al prójimo y no entrarán en el reino de los cielos. El templo oscilaba como una nave en la tormenta.

Una chinche picó mi muñeca. La aplasté contra el piso. El prelado interpretó bien los ruidos.

– Acaba de matarme una amiga -susurró.

– Una chinche.

– Las únicas amigas santas.

– Si Su Eminencia no se ofendiera, le diría algo.

– Diga.

– Veo demasiadas chinches por abajo y por arriba de las sábanas. No le ayudarán en su convalecencia. Usted necesita reposo, distensión.

Parpadearon sus ojos opalescentes. Los labios delgados se movieron sin emitir sonido, buscando la respuesta adecuada.

– No permitiré que las saquen -afirmó con voz arenosa-. Muerden mi carne para limpiarme el alma. También son criaturas de Dios.

– No lo dejan descansar, Eminencia.

– Rompen mis sueños… ¿entiende? -agregó enojado.

No insistí. Le ayudé a beber la leche y mostré a su ayudante cómo aplicar los paños fríos en el abdomen mientras abrigaban el resto de su cuerpo.

No recidivó la hemorragia, felizmente. En mis sucesivas visitas fui registrando el progreso de su convalecencia. Apreciaba mi actitud como un gesto de autoridad profesional. De pronto una tarde preguntó a quemarropa si estaba dispuesto a casarme. Me sobresaltó: este hombre se ocupaba de todo. Tras mi sorpresa por lo intempestivo de su curiosidad, confesé que me gustaba la hija del gobernador interino.

– Aprecio su sinceridad, doctor; ya lo sabía -comentó seriamente.

– ¿Ha puesto a prueba mi sinceridad entonces? -sonreí.

– Siempre estamos ante el examen del Señor.

– Aún no tuve la respuesta de su padre, sin embargo.

– El gobernador no es su padre carnal, sino adoptivo

– Pero actúa como si fuera el verdadero padre.

– Sí. Infiero que no hará objeciones. Le agradará que usted se incorpore a su familia -levantó el índice-: una vez, claro, que se arreglen las negociaciones por la dote.

– No tengo mucho para ofrecer.

– ¡No sea avaro! -empezó a encenderse-. Es usted un buen médico y ganará mucho. Desde fin de mes comenzará a oblar su limosna, como todo el mundo -ordenó-. Quiero que su mano sea tan generosa con el dinero como es hábil con las enfermedades. La caridad iluminará su inteligencia.

– Trataré, Eminencia, trataré -me picó otra chinche. La aplasté con una sonora palmada.

– ¡No sea el asesino de una santa! -protestó con imperturbable seriedad.

– Son virulentas.

– Maravillosas. Rompen mis sueños.

– No le entiendo.

Torció la boca, muy extrañado. Y formuló una interpretación asombrosa.

– Rompen mis sueños… ¿No entiende? El sueño es como una cáscara en cuyo interior somos víctimas del demonio. Esto es sabido. Rodamos en su concavidad sin punto de apoyo. Nuestra voz no llega a nadie y nuestra fuerza es menor que el soplo del aliento. Dentro de la cáscara impermeable del sueño, el demonio hace con nosotros su capricho.

– No siempre el sueño es pesadilla.

– ¿Se refiere a los sueños placenteros?

– Por ejemplo.

– ¡Son los peores! -sus ojos blancos refulgieron como proyectiles de metal.

Guardé silencio.

– Son los peores. El demonio nos engaña. Y consigue hacernos incurrir en pecado mientras dormimos. Dentro de la cáscara nos convertimos en esclavos de la tentación… Intervienen, entonces, mis únicas amigas, las únicas que no saben de lujuria: las chinches. Pellizcan mi carne y quiebran la cáscara, rompen el sueño. Me devuelven a la vigilia armada.

– Pueden despertarlo en un momento en que no sueña -asombrado, me escuché porfiarle.

Movió sus labios en busca de respuesta.

– ¡Siempre se sueña! -exclamó-. El demonio aprovecha nuestro descanso. Cuando aflojamos los músculos y cambiamos las tensiones de defensa por el relajamiento horizontal, entonces nos encierra en esa cáscara impermeable y nos corrompe. Otra de sus perversiones es hacernos olvidar lo ocurrido para que no tengamos la posibilidad de expiar el pecado. ¿No tiene la sensación, al despertar, de que muchas imágenes que fueron intensas se fugaron como los vapores del amanecer? Ahí tiene, pues. Ahí tiene la prueba de su perversidad. A menudo no queda ni el vapor. Nada. Uno se ha revolcado en la concupiscencia durante la noche y luego se levanta para cumplir la jornada como si estuviese limpio.

– ¿Somos culpables de un pecado ajeno a nuestra voluntad?

Sus manos huesudas plegaron el borde de la sábana. El tajo vertical del entrecejo se pronunció.

– Somos culpables de permitir que sobreviva, en nuestro espíritu, la tentación. Y el demonio se aprovecha. Nuestra culpa reside en no combatirla con la debida constancia. Somos pecadores, hijo. La carne es débil-apretó mi mano-. Por eso usted debe casarse pronto.

– Gracias, Eminencia.

– Los sacerdotes, en cambio, tenemos que proseguir nuestra lucha. El voto de castidad no sólo se cumple con la abstinencia, sino impidiendo que la mujer invada nuestros sentidos.

– ¿Es posible?

– El Señor me ha bendecido con la ceguera: por lo menos no las veo más. Pero el demonio las lleva a mis sueños -se interrumpió; contrajo la cara, después tanteó mi mano-: Quiero levantarme, doctor. Ya me siento en condiciones.

Antes de que le pudiese responder, su pensamiento retornó al tema obsesivo.

– ¡Son peores que los judíos y los herejes! -chasqueó los labios y paró la oreja: quería percibir mi reacción.

– ¿Las quiere excluir del mundo? -completé su idea con indisimulable malestar. Este hombre durísimo ¿me estaba sometiendo a una hábil investigación? ¿Sospechaba mi origen?, ¿había advertido mi judaísmo? Su abrupta pregunta sobre mi casamiento y su no menos intempestiva referencia a los judíos y herejes me preocupó.

98

Vi a Isabel Otañez en la misa del domingo. Estaba en primera fila, junto a sus padres adoptivos. La vi comulgar con devoción. Al finalizar el servicio me paré junto al pasillo central. Los dignatarios salían con paso lento y solemne, lucían sus mejores ropas y en sus rostros se combinaba el sacralizante aroma del incienso con el luciferino anhelo de exhibición. Ella pasó cerca y nuestros ojos se tocaron. Los suyos tenían el nostálgico color de la miel. La seguí sin darme cuenta de que estaba mezclándome con los funcionarios. La delicadeza de su figura me pareció extraordinaria. El codo de un regidor me sacó de la mayestática fila; entonces caminé hacia la nave lateral y traté de alcanzarla en la calle. Estaba rodeada por su familia y varios soberbios cortesanos. Me parecía la mujer más hermosa de Chile. Quería mirar otra vez sus ojos. Estaba enloquecido como una abeja en las cercanías del néctar. Arreglé mi camisa, capa y sombrero, alisé mi breve barbita y ordené los cabellos de mi nuca. Caminé hacia el colorido grupo. El sol se refractaba en los bordados y las pedrerías. Un alabardero me cerró el paso; su movimiento brusco hizo girar varias cabezas y ella me miró otra vez. Me alejé con esperanza.

Dos semanas más tarde apareció un mensajero en el hospital. Traía una esquela de don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, gobernador interino, que se había convertido en mi paciente. Me invitaba a su residencia para una tertulia. Hice girar el grueso papel entre mis dedos con cierta incredulidad. Mi nombre estaba bien escrito y el abultado sello identificaba a la más alta autoridad del país. Si bien yo lo había empezado a asistir por sus crónicas dolencias, esta invitación implicaba un acercamiento a Isabel.

El gobernador interino había asumido sus funciones pocos meses atrás. Era un hombre de carácter que deseaba acumular títulos, méritos y fortuna para convertirse en gobernador efectivo. Ya llevaba diez años de servicios en la magistratura y consideraba que aún no había acaparado el poder ni las riquezas que su talento y sacrificio merecían. Sus antepasados integraron las primeras y gloriosas legiones que conquistaron Nueva España. Había estudiado jurisprudencia civil y canónica en la Universidad de Salamanca, donde fue galardonado con el título de Doctor en ambos Derechos. Llegó al agitado reino de Chile en mayo de 1619 (yo aguardaba mi designación en el hospital de Santiago). Encontró que la Real Audiencia, donde debía asumir como oidor, había dejado de funcionar por muerte de casi todos los restantes miembros. Sin tardanza, acompañándose de algunos abogados, reinstaló el tribunal. Estaba decidido a hacerse notar: advirtió que estaba muy difundida la costumbre de hacer promesas y regalos a familiares o criados de los jueces para conseguir beneficios y, sin pensarlo mucho, mandó pregonar un bando en el que apercibía con multas e inhabilitaciones a quienes usaran esos métodos corruptos para conseguir sus pretensiones. El obispo lo felicitó públicamente por tan oportuno y saludable decreto.

Tanta aceleración conmocionaba el tradicional ritmo de los asuntos públicos. Podría decirse que este hombre fue un ataque por sorpresa a todo Chile. En efecto, por hallarse el entonces gobernador López de Ulloa ocupado en la guerra del Sur contra los indómitos araucanos, asumió intempestivamente el gobierno civil de Santiago y se dedicó a las construcciones y otras obras públicas que hicieran campanillar su nombre y le proveyesen (indirectamente, con hábiles garabatos contables) un importante ingreso extra. Pensaba que si era el autor de las iniciativas y quien se esforzaba por hacerlas realidad, era justo que una parte del gasto se convirtiera en su ganancia privada. Esto no agradó al obispo.

En diciembre de 1620 llegó a Santiago la noticia de que en la ciudad austral de Concepción había muerto López de Ulloa. El mensajero traía dos documentos en sus manos fatigadas: la certificación del deceso y ¡la designación de Cristóbal de la Cerda y Sotomayor como su sucesor en el mando! (el fallecido gobernador tuvo la grandeza de firmar el decreto antes de expirar). Era necesaria la confirmación del nuevo mandatario ante la Real Audiencia, pero Cristóbal de la Cerda no iba a permitir que esa oportunidad naufragase en los laberintos burocráticos que conocía muy bien. Como la Real Audiencia carecía de algunos miembros (murieron unos oidores y el fiscal se hallaba en Lima) decidió que era urgente el pronto despacho. Sin pérdida de un solo día, se adueñó del sello de la Audiencia, de la representación del Rey, y él mismo legalizó su propio nombramiento. Luego convocó al Cabildo de Santiago ante el cual, solemnemente, prestó el juramento de estilo. Para que no flotaran dudas sobre el poder que investía, uno de sus primeros actos fue anular otro, que era un nombramiento hecho por su predecesor: elocuente forma para demostrar que «a rey muerto, rey puesto»…

Quienes pensaban que la suya era sólo fogosidad de letras, números y trámites, se equivocaron. A su despacho de flamante gobernador interino llegó en seguida el reclamo de auxilio militar: los capitanes de los fuertes del Sur pedían socorro ante el incremento de las sublevaciones indígenas. Don Cristóbal no perdió tiempo. Aunque era ajeno al ejercicio de las armas, reunió una columna de ciento treinta hombres y se instaló a la cabeza de las tropas. En su decidido avance recibió más noticias desalentadoras: miles de indios cruzaban la frontera del ancho río Bío-Bío, robaban tropillas de caballos, mataban españoles e incendiaban las viviendas. Estas correrías demostraban que la guerra defensiva inventada por el jesuita Luis de Valdivia y respaldada por el Rey y el virrey fracasaba estrepitosamente. En Concepción reunió a muchos capitanes y les pidió su evaluación descarnada. Coincidieron en el repudio: la estrategia defensiva provocaba la despoblación creciente de los fuertes y la agresividad, también creciente, de los indios. En lugar de pacificar el reino, se lo estaba convirtiendo en una hoguera. El gobernador interino, fiel a su carácter, decidió escribirle al Rey una carta frontal. Suponía que estaba en condiciones de producir un cambio que elevaría su nombre a las nubes.

Mientras esperaba la respuesta del soberano y proseguían las acciones contra los indios rebeldes, retornó a su actividad administrativa. A pesar de los escasos recursos, llevó adelante obras públicas como edificios para el Cabildo y la Audiencia, una cárcel y un amplio tajamar de piedra sobre el río Mapocho. Esto, con ser controvertido, no produjo aún el escándalo que vendría con la ordenanza sobre la abolición del servicio personal de los indígenas. Sobre ello se polemizó en la tertulia.

Llegué a la residencia oficial a media tarde. En los portones hacían guardia soldados armados. Presenté la esquela y fui conducido al interior. Era la primera vez que entraba en un palacio como visita. Evoqué a mis lejanos ancestros, cuando ingresaron tímidamente en el castillo de un califa para después convertirse en príncipes poderosos. Los atenazaba el miedo por su ilegitimidad: eran plebeyos y eran judíos. Prestaron grandes servicios, tenían estudios y buenas intenciones. Pero algunos provocaron demasiada envidia y acabaron trágicamente.

Me guiaron a la sala de recepción en la que ya estaban reunidas varias personas. A medida que me acostumbré a la penumbra pude distinguir en un extremo a un grupo de mujeres.

El gobernador interino me recibió con exageradas muestras de afecto, pero no se movió de su mullida butaca como correspondía a su investidura o comodidad. Una pierna se apoyaba sobre un cojinete de raso y sus dedos acariciaban las puntas redondeadas de los apoyabrazos como si fuesen frutas. Estaba prolijamente afeitado en torno a un bigote fino y una barbita triangular. Los ojos pequeños pinchaban como agujas y no perdían detalle. Sentí que me había examinado de abajo hacia arriba: calculó mis bienes por la forma de vestir y mi temperamento por la de pararme; después puso atención en mis palabras. No eran falsas las versiones sobre su sagacidad.

Don Cristóbal me presentó a los otros invitados: un teólogo desdentado, un capitán, un matemático flaco bizco, un notario y un joven mercader cuyo rostro conocido me estremeció. En estas reuniones tomaba contacto con las personalidades de la ciudad -dijo- y alimentaba su espíritu. En el extremo del salón estaban su esposa, su hija y algunas damas que gustaban entretenerse escuchando las sustanciosas conversaciones. Abrí mis pupilas para capturar la imagen de Isabel y alcanzar a percibir la melodía de sus ojos, pero tuve que mantener mi compostura.

El gobernador pidió que contara sobre mis estudios en San Marcos. Agradecí su interés. Un criado me acercó la bandeja con una taza de chocolate y varios alfeñiques. Los seis hombres concentraron sus miradas en mi boca. Pensé que formaban un conjunto algo grotesco y sorbí el espeso chocolate.

– La Universidad de San Marcos jerarquiza a la reina de las ciencias -empecé con la necesaria solemnidad, dirigiéndome al esperpéntico teólogo-. Los conocimientos que provienen de otras vertientes deben conciliarse con el río central, que es el conocimiento de Dios. Durante todos los años de la carrera se amplían y profundizan estos estudios.

El teólogo movió su lengua dentro de la boca vacía: sus mejillas fláccidas se estiraron alternativamente. Pronunció unos conceptos en latín (con fallas en las declinaciones y pésima dicción) para demostrar que no lo sorprendía mi información; él también había estudiado en una Universidad.

Después me referí al curso de matemáticas que se nos impartió. El hombre flaco y bizco pareció animarse. Quiso saber si se acentuaba la atención en el álgebra o la trigonometría. Él había aprendido en Alcalá de Henares y después se perfeccionó solo. Tomó la palabra con entusiasmo.

– También nos dirá algo sobre el arte de los notarios. Aquí tenemos a una figura ilustre -señaló cortésmente al caballero rígido que, al sentirse mencionado por el gobernador, forzó una sonrisa y levantó la nariz.

– No tengo palabras para esa profesión.

Se produjo un incómodo silencio. El gobernador movió sus manos pidiendo auxilio: que aclarase. Del grupo de mujeres llegó una asordinada risita. El notario se movió en su silla y corrió la banqueta que tenía enfrente. Parecía acondicionarse para una reacción física.

– ¡Qué insinúa, doctor! -exclamó desafiante.

– Que mi carrera no incluyó asuntos de notariado, simplemente.

Volvió a producirse la oculta risita. Yo continué:

– Estudiamos teología, matemáticas, anatomía, astrología, química, gramática, lógica, herboristería. Pero nada de lo suyo, lamentablemente.

– ¡Ah! -suspiró aliviado como si mi explicación hubiera sido una disculpa. Su boca no aflojó la mueca de desdén.

– En Santiago tenemos pocos profesionales aún -dijo el gobernador-. Ni siquiera una biblioteca.

– Yo traje muchos libros -comenté.

Me miraron con sorpresa.

– ¿Aprobados por el Santo Oficio? -preguntó el teólogo en voz baja y haciendo pantalla.

– Por supuesto -respondí sonoramente-. Los compré en Lima -no dije que en su mayoría los heredé de mi padre.

– ¿Muchos? -el matemático aumentó su bizquera.

– Dos baúles, casi doscientos tomos.

– ¿Han sido debidamente registrados? -el notario levantó más su nariz.

– ¿Qué quiere decir? -repliqué; esa pregunta me inquietó.

– Me refiero a su paso por la aduana.

– Todos mis enseres y pertenencias han sido controlados por la aduana.

– ¡Por supuesto! -intervino el gobernador dándose una palmada en el muslo-. ¡Y celebro que esta ciudad se haya enriquecido con su primera biblioteca! Soy un hombre que ama y valora la cultura.

– Si Su Excelencia me permite -carraspeó el notario-, desearía señalar que no se trata de la primera biblioteca. Yo tengo varios libros. También los hay en el convento dominico, franciscano y jesuita.

– Tengo unos cuarenta -comentó el teólogo.

– Yo he llenado una repisa con veinticinco volúmenes -precisó el matemático pegando sus ojos en medio del entrecejo.

– ¡Qué bien! -aplaudió el gobernador-. En mi despacho he reunido sólo diez o quince. Pero son, ¿cómo decir?… colecciones. Una biblioteca, queridos amigos, es por lo menos dos baúles -me sonrió.

Su respaldo me inquietó más. Era demasiado elogio para alguien que recién conocía. Provocaba la envidia y yo no necesitaba competir en este rubro. Mis libros eran amigos íntimos, no una corte para exhibir.

El fornido capitán se llamaba Pedro de Valdivia.

– El mismo nombre del conquistador y fundador -dije maravillado.

– Soy su hijo.

Lo miré con simpatía. Lorenzo Valdés, con los años se le parecerá.

El mercader (¿quién era?) dijo que nos veríamos a menudo. (¿Dónde lo había encontrado antes?)

– ¿Por qué?

– Proveo la botica del hospital.

– Ah -exclamé-. Entonces deberá soportar mis reclamos: la botica es un desierto.

El gobernador aplaudió nuevamente.

– ¡Así me gusta! Que se ponga orden y virtud en este desquiciado reino.

No soy responsable de la botica… -el mercader llevó la mano a su pecho-: sólo el proveedor.

– Ya lo sé -dibujó un gesto tranquilizante-. Sólo quería elogiar la actitud del doctor Maldonado da Silva.

– Gracias, Excelencia -giré involuntariamente hacia el rincón de las mujeres: ¿mejoraban mis posibilidades con Isabel?-. No hice nada extraordinario -se imponía una frase de modestia.

– ¡Demostró energía, resolución! Eso nos hace falta.

– Su Excelencia es un hombre decidido y valiente -comentó el capitán Pedro de Valdivia-, por eso valora también la energía en los demás. Lo está demostrando a diario -miraba sonriente al gobernador-. Desde que usted se instaló entre nosotros pareciera habernos contagiado su fuerza.

– No todos piensan así, mi amigo.

– Son quienes piensan con mezquindad.

– Es cierto -intervino el teólogo; su dicción desdentada impedía entenderlo y, además, intercalaba cortas frases en latín-. Yo encomio la reciente ordenanza de Su Excelencia como justicia de Dios.

– Admiro a Su Excelencia -terció el notario-, pero su justicia no es de Dios: es secular.

– ¡De Dios! -gritó el viejo-. La ordenanza contra la servidumbre de los indios es como un jubileo.

– Explíquese -terció el matemático-. No relaciono la ordenanza con Dios ni me suena a jubileo. ¿Es correcto usar la palabra jubileo para entender esta ordenanza?

Un impulso irrefrenable puso en movimiento mi lengua:

– Recordemos qué es el jubileo -dije-: es el mandato divino de restablecer las condiciones originales del Universo. Dice el Levítico: «Contarás siete semanas de años, el tiempo equivalente a cuarenta y nueve años. Declararéis santo el año cincuenta y proclamaréis la liberación de todos los habitantes de la tierra. Será para vosotros el año jubilar. Cada uno recobrará su propiedad, cada uno se reintegrará a su clan.»

El teólogo se estremeció.

– ¡Poderosa memoria! -celebró don Cristóbal.

– ¡Es el jubileo de los indígenas! ¿Se dan cuenta? -se exaltó el teólogo-. Tengo razón.

Había hablado demasiado. La fama de tener la Biblia en mi cabeza no me brindaría paz ni seguridad. Un exceso de amor a la Biblia es un dato sospechoso: para ser buen católico alcanza con otras virtudes. Mi padre había insistido en que tuviera cuidado. Estas demostraciones vanas implicaban riesgo.

– La ordenanza contra la servidumbre de los indios no es exactamente un jubileo -aclaró el gobernador-. Tampoco es mía; yo sólo la he proclamado. Pretende abolir el servicio personal que ha sido tantas veces condenado por los reyes de España y por la Iglesia. Pero voy a serles sincero (no se asusten): intuyo que fracasará. He tenido que pregonarla solemnemente y he mandado que los corregidores la publiquen en otras ciudades porque así me lo ha solicitado el virrey.

Un rumor circuló en la sala.

– Soy hombre de leyes -añadió- y estoy contento con la estructura del vasto código en que se ha convertido la ordenanza. Pero, como hombre de leyes, reconozco que existe un abismo entre esa abundante letra y los hechos. Por lo tanto, ni es un jubileo para los indígenas ni se acatará. Es otro papel que engrosará el archivo de las buenas intenciones fracasadas.

– ¿Por qué no se lo va a obedecer?

– Porque en las Indias -exclamó- nos pasamos las leyes por el culo… con perdón de las señoras.

– Su Excelencia tiene escepticismo -el teólogo intentó amortiguar el exabrupto y citó (mal) un apotegma en contra de la filosofía escéptica y de Zenón, su descarriado fundador.

– La ordenanza recoge las ideas del jesuita Luis de Valdivia y otros defensores de indios -explicó don Cristóbal-. La servidumbre suena a esclavitud. Pero si los indios no son esclavos ni siervos, ¿qué son? Algo tienen que dar, naturalmente. ¿Qué pueden dar? Un tributo. Que los indios paguen tributo. Suena a locura. Pero la historia muestra que así se ha hecho desde la remota antigüedad con los pueblos que no convenía o no se podía esclavizar. Para que sea justa la tributación, la ordenanza ha dividido a los naturales de Chile en tres jerarquías para pagar ese tributo, según la abundancia de recursos que tienen donde viven. En la región más grande y próspera, que se extiende desde el Perú hasta el Bío-Bío (actual frontera de la guerra defensiva), deberán pagar cada año ocho pesos y medio, de los cuales seis serán para el encomendero, uno y medio para la Iglesia, medio para el corregidor del distrito y otro medio para el protector de indígenas. Se intenta satisfacer a todo el mundo… Los indios de la región de Cuyo pagarán algo menos, lógicamente, y los miserables habitantes de Chiloé y demás islas, sólo oblarán siete pesos. La ordenanza también ha reglamentado el trabajo pagado (escuchen, por favor: pagado) que será permitido exigir a los indios cuando no cumplan con su obligación.

– La ordenanza es perfecta -opinó el matemático.

– Los encomenderos dicen otra cosa, ¡irreproducible! -exclamó el gobernador con fatiga-. Ya han venido a presentarme sus quejas.

– ¡Cuánto ambicionan, caramba! -criticó el teólogo.

– Se llevan tres cuartos del tributo -calculó el matemático-. Son los más favorecidos.

La servidumbre les resulta muchísimo más rentable que su dudosa contribución pecuniaria.

– «¿Dudosa?» -se asombró el capitán.

– Los indígenas apenas pueden ser evangelizados y apenas obedecen al látigo: ¿qué nos hace suponer que ahorrarán metódicamente el impuesto y lo harán efectivo cada año? Creo que… -se interrumpió.

Permanecimos en silencio. Don Cristóbal de la Cerda fruncía el ceño y movía nerviosamente las manos en las esferas de su butaca. El notario tosió en su puño, elegantemente, e introdujo una frase destrabadora.

– Es preciso esclarecer entre los vecinos las ventajas de esta sabia y muy previsora ordenanza.

El gobernador lo miró con ojos neutros.

– He oído -añadió el notario con su inevitable ascenso de nariz- que algunos encomenderos suponen que la abolición del servicio personal de los indígenas los exime de prestar su colaboración en los trabajos de guerra.

– Así es -se animó don Cristóbal-. Iba a decir, y lo digo ahora, que esta ordenanza es un adefesio. No servirá para ninguna de las partes.

– Es coherente con la estrategia general de la guerra defensiva -puntualizó el capitán Pedro de Valdivia.

– Y tan ingenua como ella -remató don Cristóbal.

– Su Excelencia la consideraba promisoria en un comienzo -deslizó tímidamente el teólogo.

– Es comienzo, sí, hasta que viajé al Sur y conocí de cerca la verdadera situación. Los araucanos son indomables. Son guerreros de alma. No se rendirán hasta caer destruidos. Negociar es perder el tiempo. Usan nuestros titubeos para reagruparse y atacar más fuerte. Sólo respetarán a un vencedor, no a un predicador. Esto se lo dice alguien que no es un soldado, sino un doctor en leyes.

En el penumbroso ángulo pude finalmente distinguir a la hermosa Isabel Otañez. Sostenía un costurero en las manos y su mirada también fluía hacia mí. Cuando nos levantamos el silencioso mercader se acercó y me comunicó su nombre. Miré su rostro joven y severo. Habían transcurrido casi veinte años. Me recorrió un estremecimiento.

– Soy Marcos Brizuela -dijo simplemente.


Está por dormirse con los grilletes pesando en las muñecas y tobillos, cuando lo sobresalta el repentino choque de hierros. Gira una llave, se alza la tranca exterior, cruje la puerta y se sienta en la cama revuelta. Aparece una figura encapuchada. Ingresa el conocido calificador Alonso de Almeida iluminándose con un blandón de tres hachas. Francisco conoce a este hombre. Es un fraile agustino que nació en San Lucas de Barrameda. Debe tener unos cuarenta años, es inteligente y enérgico: un robusto soldado del Santo Oficio.

Por fin se activará el combate.

99

Salimos a la espaciosa plaza. Enfrente se elevaba la catedral de tres naves. El cerro Santa Lucía tocaba las nubes de carbunclo. Un par de monjas cruzaron a la carrera: descendía el ocaso y debían encerrarse en su monasterio. Marcos Brizuela estaba hosco; casi nada restaba del niño tierno y expresivo que conocí en Córdoba. Hicimos una breve referencia a nuestro antiguo encuentro y preguntó sin interés, casi por decir algo, sobre el escondite que me había legado en el fondo de la casa. Evoqué su entrada invisible, su abrigada penumbra y las muchas horas de consuelo y fantasía que me deparó. Dije que nunca se lo agradecería bastante. No hizo más comentarios. La mayoría de los recuerdos dolían y rezumaban ponzoña. Él estaba manifiestamente resentido y me puso incómodo.

– Raro que no nos hayamos encontrado antes -lamenté-. Santiago es una ciudad pequeña.

– Yo sabía de tu llegada -replicó sorpresivamente-. Soy regidor del Cabildo.

– ¿Te designaron regidor?

Levantó el ala de su sombrero: me miró con frialdad.

– Compré el cargo.

– ¿Es mejor que una elección de los vecinos?

– Ni mejor ni peor. Si lo compras, tienes dinero. Si tienes dinero, eres respetable.

– ¿Qué comercias, Marcos?

– Todo.

– ¿…?

– Todo, sí: alimentos, muebles, animales, esclavos, arreos.

– ¿Te va bien?

– No me quejo.

Seguimos a lo largo de otra cuadra. No hablamos. Por un trecho coincidieron nuestras direcciones. Cuando niños habíamos congeniado en seguida; ahora nos separaban sospechas. No recordaba haberle infligido un perjuicio, sin embargo él se comportaba como si yo fuese culpable de algo. En la esquina le dije que debía hacer la última visita de la jornada a mis pacientes.

– Voté para que mejorasen la dotación de tu hospital -dijo. ¿Me pasaba una factura?

– Gracias. Hay muchas carencias. Es difícil trabajar sin los recursos mínimos.

– También hice sancionar al procurador general por causa de tu sueldo -agregó en el mismo tono, mitad informativo y mitad reproche.

– No sé qué quieres decir.

– El Cabildo le encargó que negocie con los vecinos sus aportes para tu sueldo. El pícaro hizo dos cuentas: una prolija para mostrar y otra paralela para ocultar. Lo sospeché porque amenazaba mucho. Pretendía quedarse con dos tercios de tu remuneración.

– ¿Qué dijo cuando lo desenmascaraste?

– ¿Qué dijo?… Me ofreció la mitad.

– ¡Ladrón!

– Funcionario, simplemente.

Llegamos al punto en que debíamos separarnos. A pocos metros estaba la rústica puerta del hospital; ya habían encendido la lámpara al costado de la jamba. Nuestros rostros se ocultaban tras la carbonilla del ángelus

– Desearía verte de nuevo -dije-. Tenemos que hablar sobre varias cosas.

Comprimió las mandíbulas.

– Yo recién me entero de que vives en Santiago -agregué.

– Confieso que preferiría evitarte.

Mi garganta iba a preguntarle la razón, aunque ya la sospechaba. Era horrible. Tragué saliva. Torcí hacia la izquierda y pasé de largo la puerta del hospital; necesitaba reacomodarme tras la sacudida que me produjo Marcos. Crucé la iglesia de Santo Domingo, luego La Merced y el colegio jesuita. El crepúsculo reconstruía el maravilloso escondite de Córdoba que me regaló Marcos apenas nos conocimos. Era una fortaleza donde había pasado momentos de calma en los días terribles. ¿Lo habitaría alguien, ahora? Juan José Brizuela, su padre y amigo de mi padre, nos vendió la casa porque se mudaba a Chile con toda su familia. Mi padre le pagaría el inmueble con el dinero que le iba a reportar la venta de su casa en Ibatín, pero la liquidación de ambas viviendas se perdió rápidamente en las arcas del Santo Oficio. ¿Se encontraron ellos en las cárceles secretas de Lima?, ¿compartieron las torturas?, ¿oyeron sus gritos y confesiones?, ¿participaron del mismo Auto de Fe? Papá no me había hablado de eso, sino de su peregrinaje, muchos años antes de nuestro nacimiento. Allí habían confraternizado Juan José Brizuela, Antonio Trelles, Gaspar Chávez, José Ignacio Sevilla.

Regresé al hospital media hora más tarde. Una languideciente llama alumbraba la puerta. Con Juan Flamenco Rodríguez controlamos a los veinticinco enfermos que ya llenaban la sala única, doce acostados en camas y el resto sobre esteras, en el piso enladrillado. Cuando terminamos me invitó a cenar.

100

Nos sentamos a la mesa. Su mujer hacía dormir a su segundo hijo de dos años. Una criada nos sirvió quesos, pan, rabanitos, aceitunas, vino y pasas de uva.

– ¿Así que te incorporó el gobernador a una tertulia? -Juan Flamenco Rodríguez probó con la uña el filo de su cuchillo-. Es un paciente agradecido -añadió-, pero ándate con cuidado.

– ¿Por qué?

– Es muy ambicioso y sagaz. No dudará en usar cualquier recurso que lo empuje para arriba.

– Ya está arriba.

– Sólo es el gobernador interino. Quiere ser gobernador a secas. Y después algo más, virrey, por ejemplo.

– Es un hombre culto. Le gusta reunirse con gente ilustrada. Y no ha sido parco -corté una feta de queso-. Diría que en todo caso lo redime de tu descalificación cierto exceso de franqueza.

– ¿Franqueza? ¿En qué? -vertió vino en las jarras.

– Habló sobre la ordenanza que suprime el servicio personal de los indígenas. Pronostica su fracaso, aunque tuvo que hacerla pregonar solemnemente. Me pareció sincero.

– No ha dicho algo diferente a lo sabido. Te aseguro que no se le escaparía, en cambio, una palabra sobre los asuntos que le reditúan beneficios.

– ¿Tan codicioso es?

– ¡Oh! Ni te imaginas. Sólo es pródigo con los bienes públicos: hace construir un enorme tajamar y edificios de los cuales saca tajadas. Pero de su bolsillo no sale un peso. El obispo no consigue arrancarle la limosna que estima correcta. Incluso ha insinuado su amenaza desde el púlpito contra «los pecadores que nos gobiernan». Lo dijo en forma ambigua, pero lo dijo.

– ¿Cómo reaccionó don Cristóbal?

– Como era de esperar: ni se dio por aludido. Pero empezó a llegar tarde a los oficios; siempre existen excusas para un gobernador, especialmente cuando se propone irritar. Al obispo, sin embargo, creo que no le molesta tanto la tacañería de don Cristóbal como su habilidad para conseguir regalos que, para colmo, nunca deriva la Iglesia.

– Esto me sorprende.

– Todo un arte. Desde que se desempeñaba como oidor de la Audiencia empezó a tejer una metodología según la cual, a cambio de su favor, desliza obsequioo a su faltriquera en forma disimulada.

– Pero si hizo pregonar durísimas sanciones contra quienes intenten sobornar a parientes o criados de las autoridades.

– Justamente. Es un genio. Pregona lo contrario de lo que hace. Oponiéndose a todo favor, ha conseguido que los vecinos empiecen a comprarle el favor.

– Hay que atreverse.

– La desesperación incendia la imaginación, mi amigo. Quien solloza a sus pies rogándole piedad, recibe una onda sutil que lo ilumina. Entonces deja de sollozar y empuja con gran disimulo hacia la distraída faltriquera de don Cristóbal petacas de filigrana, joyas o pesos -llenó su boca con pasas de uva-. Como soy chismoso, escucho y registro.

– ¿Qué más escuchaste?

– Que nunca don Cristóbal «se entera» del soborno: no lo ve, no lo huele, no lo escucha. Es algo que ocurre entre el peticionante lloroso y su faltriquera honda. Ni una palabra, ni un gesto que lo comprometa. ¿El obsequio fue generoso y operativo? El donante lo sabrá por el curso de su trámite.

– ¡Qué lástima! -exclamé.

– ¿Te decepciona? -volvió a escanciar el vino.

– Por supuesto.

– No exageres, Francisco. ¿Acaso en Lima no es peor?

– Quizá. Pero allí no tuve acceso al poder.

– Es el poder centralizador el que desemboca siempre en la corrupción. Aquí sobresale la figura del gobernador, allí la del virrey. Su rendición de cuentas es tan indirecta y tardía que se pueden permitir lo que quieran. Y el que no aprovecha estas ventajas no se considera honesto, sino imbécil. ¿Cómo no robar si te ofrecen la tentación en bandeja de oro y con garantías de impunidad prolongada?

– Pero las sanciones morales no esperan tanto.

– Francisco: en las Indias preocupan más las condenas de la sociedad que el peso de la conciencia.

Esas palabras me sacudieron. Ataba muchos cabos flotantes. Era un punto que me sacaba de quicio. Relacionaba mi vida, mi familia, las autoridades, la Inquisición, el aprendizaje, la conducta, mis reflejos. «El fallo de la conciencia…» El gran ausente. Juan tenía razón: no sólo en las Indias: posiblemente en todo el imperio español y más allá aún. Por eso el espectáculo y la hipocresía de los que hablé con Joaquín del Pilar y con mi padre. Aparentar, porque así se logra la única calificación que importa: la exterior, la social. Representar la justicia, la ética, la piedad. Los méritos son externos y ruidosos, para ganar fama (también externa) que incluso dure más allá de la muerte. De ahí tanto discurso floripóndico, títulos falsos y hazañas ficticias. Una costumbre consolidada perversa, perversa. Se critica el apego al dinero, pero se lo busca violentamente. Quien critica es un santo, pero quien lo gana es un héroe. Los santos no destrozan a los héroes ni éstos a los santos: formalizan una secreta alianza mediante la cual cada uno deja crecer al otro; ni el santo malogra la codicia (pese a sus sermones) ni el codicioso descalifica al santo (pese a sus actos). Don Cristóbal de la Cerda puede ser reprochado por el obispo, pero este mismo prelado lo apoya para que sea gobernador efectivo. Y lo deben apoyar muchos que dicen escandalizarse por sus transgresiones, porque las transgresiones del gobernador son las ventajas de los vecinos. Cuando esta mecánica funciona, se prefiere a un corrupto que se guarda las coimas y regala beneficios que al hombre honesto. En una sociedad viciada el hombre honesto no es conocido como el guardián de la virtud, sino como el asqueroso perro del hortelano que no come ni deja comer.

– ¿Has visto de nuevo a su hija? -Juan se frotó las manos en actitud cómplice.

– A medias…

– Deberías casarte. El matrimonio te hará sonreír con más frecuencia.

– Ya que eres tan chismoso y te sobra información, dime si ella me aceptaría como marido.

– ¡Claro que te aceptaría! -se cubrió un eructo con el puño-. Bueno; no sé si ella… Sí, su padre.

– ¿Por qué?

– Veamos -arrimó el candelabro-. En primer lugar, Isabel Otañez no es hija de don Cristóbal, sino su ahijada. Esto tiene puntos en favor y en contra. En favor: no hereda su codicia ni su fogosidad. En contra: no hereda su fortuna ni su incondicional protección. Te casarías con una mujer pobre.

– Eso no entra en mi evaluación.

– En segundo lugar, don Cristóbal te aceptaría. ¿Las razones? Son visibles: es tu paciente y valora tu cultura. La presencia de un buen médico en su familia le brindaría beneficios adicionales.

– No se me ocurren.

– Yo, por ejemplo, hubiera sido un yerno ideal -estiró los labios-: le hubiera provisto de todos los chismes de la ciudad, de toda la información soterránea. A través mío, él podría canalizar consejos a mis pacientes sobre qué obsequiarle para conseguir su favor. También yo le serviría para convencer a funcionarios reales y eclesiásticos de que conviene otorgarle el máximo poder.

– Exageras. Eso ya ni es falso: es grotesco.

– Te mezquinará la dote de su ahijada y hará que pongas más de lo que tienes.

– Para eso falta mucho. Primero deberé conseguir su mano.

– Puedes darla por concedida.


Fray Alonso de Almeida toma varios minutos para contemplar al prisionero. Le cuesta reconocer en este hombre sucio y cubierto por una desordenada melena al médico que honraron las autoridades y cuya atención profesional habían solicitado el gobernador y el obispo de Santiago. Se había elogiado incluso su cultura sacra y profana. Pero seguramente el exceso de lecturas profanas (y algunas heréticas) le trastornaron la razón. Es necesario, en consecuencia, arrancarle de sus sofismas y hacerle ver lo evidente.

Este calificador del Santo Oficio tiene experiencia: cuando se enfrenta a un pecador, nada es más efectivo que una amonestación severísima. Se dispone, pues, a descargarle un atronador discurso. Ordena cerrar la puerta de la celda, mira los ojos de Francisco y le lanza el primer reproche.

101

Después de que le efectué el examen clínico de rutina por dolores en el pecho, don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor me invitó a su despacho para catar el vino que le regaló un encomendero. Nos sentamos en butacones enfrentados; una negra depositó sobre la mesita de nogal dos copas de vidrio grueso y una botija de cerámica.

– Me han traicionado, doctor -dijo intempestivamente.

Lo miré sorprendido.

– ¿Me haría el favor de llenar las copas? -agregó-. Este golpe es la causa de mi recaída, lo sé.

Destapé la esbelta botija y se elevó el perfume del vino.

– El virrey, instigado por los jesuitas, ha designado gobernador a un ridículo viejo octagenario.

– Pero de aquí salieron fuertes apoyos para que usted continuara en el cargo.

– Sí -recibió la copa, miró el vino reluciente, inspiró su aroma-. Todos me apoyaron: los cabildos de Santiago, de Concepción, de Chillán, los jefes del ejército, el prior de los franciscanos, mercedarios, dominicos y agustinos, y hasta nuestro colérico obispo. Pero no sirvió de nada.

– No me explico, entonces.

– Fácil, mi amigo: más fuerza que dignas autoridades y que la razón, tienen Luis de Valdivia y su Compañía de Jesús.

Bebimos un sorbo. Era noble producto de excelente vid.

– Me hizo un buen regalo este encomendero -sonrió don Cristóbal-. Es un pícaro: ahora vendrá a pedirme favores en trueque.

Lo miré fijo, Volvió a su tema.

– ¿Sabe qué le importa al virrey? -se frotó la nariz-. Que continúe la guerra defensiva. ¿Por qué, si es desastrosa? Porque es barata… Yo he informado la verdad y éste fue mi error. No importa la verdad, sino los intereses. Falló mi percepción política. El virrey no quiere desviar fondos para llevar adelante una ofensiva que controle de una santa vez a los araucanos; a sus arcas fiscales les conviene esta situación fluctuante, de interminables negociaciones. El virrey sabe, además, que el jesuita Luis de Valdivia tiene muchos y ardorosos protectores en Madrid.

– ¿Y lo reemplazarán a usted por un octogenario?

– Tal cual. No es otra cosa que un viejo cascarrabias que vive en Lima desde hace medio siglo y a quien el marqués de Montesclaros descalificó a menudo. Pero como está de acuerdo con la guerra defensiva, el nuevo virrey le ha confiado nada menos que la conducción de este empelotado reino: una locura.

– ¿Qué será de usted, don Cristóbal?

– Seguiré en mi cargo de oidor; la Audiencia tiene mucho para hacer. Además, quiero reírme del nuevo gobernador. Veremos cuánto le dura el entusiasmo por la guerra defensiva. Le aconsejaré darse una vueltita por el Sur, recorrer los fuertes desvastados y conversar con los vecinos de Concepción, Valdivia, Imperial, Villarrica. Se meará de contento… Nadie, excepto Luis de Valdivia, que es un obcecado, se engaña más. Los araucanos sólo se inclinarán bajo el yugo de una derrota. Los jesuitas, por más que les prediquen en su lengua, no los convencerán de armar reducciones como en el Paraguay.

– El enfoque de los jesuitas, sin embargo, no me parece incorrecto -opiné.

El gobernador interino elevó las cejas.

– Los indígenas han sido objeto de abusos inenarrables, cualquiera sabe que están resentidos y furiosos -añadí-. Una evangelización que no les quite sus tierras ni los reduzca a servidumbre puede cambiar el concepto que ellos tienen de los españoles.

– Me extraña que piense de esa forma.

– ¿Por qué?

– Usted es un hombre ilustrado. No sea ingenuo, pues. Los indígenas son salvajes, no nos quieren ni como ángeles. Sencillamente, no nos quieren. Somos intrusos. Prefieren seguir revolcándose en su promiscuidad y su mierda.

– No se sienten promiscuos ni ven su realidad como mierda, don Cristóbal. Ésa es nuestra opinión.

– ¿También la suya?

– En todo caso, no la de ellos. Son puntos

– Pero hay una sola verdad. ¿O no?

– Tal vez haya más de una… -en el acto me arrepentí de lo dicho y quise arreglar mi peligrosa afirmación-. Ellos no reconocen nuestro punto de vista como verdadero.

– ¡Ah! -se rascó la rubicunda papada-. Entonces necesitan aprender.

– Por eso decía que los jesuitas, predicándoles en su idioma, suprimiendo la servidumbre forzada, impidiendo las ofensivas militares, tal vez consigan hacerles cambiar de postura. Si se les demuestra que el rey de España quiere la paz, ellos terminarán aceptándola. También les conviene. Pero hasta ahora los indios sólo han recibido desprecio y explotación.

– Habla usted como el padre Valdivia. Suena convincente, pero es falso. Hace una década que empezó esta infantil estrategia. Hubo parlamentos, devolución de prisioneros, pactos, desmantelamiento de nuestras posiciones de avanzada. ¿Qué pasó? Entraron a saco en nuestras ciudades e incendiaron varios fuertes. ¡Son unos ladinos! Son más astutos que nosotros y aprovechan nuestros desacuerdos estratégicos para quebrarnos el espinazo.

– Pero ¿qué pretenden?, ¿la guerra eterna?

– Expulsarnos de Chile, hacernos desaparecer. Nada más que eso.

(Pensé que lo mismo deseaba la Inquisición de los judíos.)

– ¿No hay un punto de encuentro, de armonía?

– Si usted se refiere a un punto equidistante, le digo que no. O triunfamos nosotros o seguiremos padeciendo el conflicto.

– Ellos no pueden vencernos ni hacernos desaparecer -dije.

– Por supuesto. Entonces optan por desangrarnos. Confían que, a la larga, nos harán desaparecer. Para que eso no ocurra hace falta derrotarlos y someterlos como a los animales chúcaros en la doma. De lo contrario no habrá evangelización. Primero aplastarlos, después enseñarles.

– ¿No se puede evangelizar sin humillar?

– ¿Humillar? Sólo someter -se arrellanó-. Vea, Francisco, los hombres sensibles como usted tienden a confundir. Cuanto antes se los aplaste, mejor será para todos -me arrimó la copa vacía para que le escanciara vino-. Un potro domado recibe menos azotes que uno en proceso de doma. Cuando un araucano aún salvaje es conchavado en servicio, ¿sabe qué hacen algunos encomenderos para evitar que se escape y luego regrese armado, dispuesto a vengarse? Lo sujetan entre muchos, le ponen un cepo al tobillo y de un hachazo le rebanan todos los dedos del pie.

– Es atroz. Ya me he enterado.

– Corno usted sabe -prosiguió-, la hemorragia se detiene con un buen hierro al rojo, lo cual es un golpe de gracia adicional. En un mes este indio pierde las ganas de fugar, olvida su espíritu rebelde y está en óptimas condiciones para recibir los consuelos de la santa religión. Estas prevenciones no serían necesarias si todo el pueblo araucano fuera debidamente vencido;

– La guerra defensiva lleva una década de fracasos, pero el maltrato de los indios lleva una centuria. La estrategia inmisericorde también falla -dije.

– No estoy de acuerdo.

– En el Perú aún escuchan relatos sobre la remota expedición de Almagro [31]. Dicen que devastaba los campos y todo indígena que aparecía era forzado a enrolarse en sus huestes. Los amarraban por el cuello, como los negreros a los esclavos. Cargaban los bultos y llevaban sobre sus espaldas angarillas en las que viajaban sentados los conquistadores. Iban casi desnudos, no les daban de comer sino maíz, y cuando uno de ellos caía muerto, no perdían tiempo en desatarle las amarras: le cortaban la cabeza.

Don Cristóbal sonrió con indulgencia.

– Los indios que murieron con Almagro -dijo- son del Norte. Los araucanos son del Sur.

– También han sido objeto de atrocidades.

– ¿Los del Sur?, ¡vamos! No hay comparación con su ferocidad; todo lo que se les haga parece una caricia. Pregúntele al capitán Pedro de Valdivia cómo el cacique Lautaro mató a su padre. Pregúntele.

– ¿Y la represalia? ¿Cree que los araucanos olvidan cómo mataron a su cacique Caupolicán? -repliqué con indebida vehemencia [32].

– Está bien, doctor -palmeó mi rodilla-. Por suerte usted no es militar ni pretende llegar a gobernador de Chile: sería un desastre. Pero admiro su sensibilidad de médico.

– No sólo de médico -persistía mi énfasis.

– De buen cristiano, entonces -sonrió.

Bajé los párpados.

– Cuando llegue el viejo octogenario -dijo-, podrá congraciarse con él asegurándole que es el único vecino del reino que aún apoya la guerra defensiva. Le caerá muy bien. Pero después de unos meses, le aseguro, ni querrá mencionar esas palabras. Convénzase: los indios deben ser primero derrotados, luego evangelizados. En ese orden.

– En el Perú han sido derrotados militarmente hace tiempo.

– Así es. Por eso hay paz. Y se los puede evangelizar.

– Pero el éxito no es satisfactorio.

– ¿Por qué dice eso?

– Muchos retornan a la idolatría.

– ¡Bah! Casos aislados. Algunos brujos ignorantes. Eso es por mala catequesis.

Don Cristóbal se paró:

– Gracias por alargar su visita. Nuestra charla distrajo mi pesadumbre… Tendré que ir acostumbrándome a no ser la máxima autoridad. Algo más, doctor -se acarició la puntiaguda barbita-. Tengo la impresión de que en algunas oportunidades ha querido entablar diálogo con mi ahijada Isabel… -sonrió permisivamente, casi alentadoramente.

Me turbó. Su develamiento frontal no dejaba espacio para una respuesta esquiva.

– Sí, Excelencia -tomé distancia-. Es una persona con la que me agradaría conversar.

– Pues bien, quería decirle que cuenta con mi autorización. Al fin de cuentas, usted es mi médico, ¿no?


Francisco lo escucha boquiabierto. El calificador inquisitorial Alonso de Almeida es enfático. Lo castiga como a un niño que ha desobedecido las generosas enseñanzas; le dice que Francisco devuelve escoria por oro, que produce decepción y luto. Dios, la Virgen, los Santos y la Iglesia le derramaron bendiciones y él, tras disfrutarlas, se ha convertido en un traidor miserable. Le exige que reflexione, que se doblegue y se arrepienta; le exige que baje la cabeza, que llore, que tiemble, que se achicharre.

102

Paseé con Isabel Otañez a plena luz de la tarde, como merecía una ahijada de familia decente. Nos seguían dos sirvientas negras como garantía formal de nuestro recato. Bordeamos -a prudente distancia- una porción del cerro Santa Lucía. Por los caminos que abrían las cabras se podían alcanzar sus alcobas silvestres, de las cuales no se hablaba en las conversaciones honorables porque cobijaban los abrazos adúlteros de la severa Santiago de Chile. El entramado verde de las laderas ocultaba nombres y cuerpos. Los púlpitos denunciaban los pecados que florecían en los laberintos del cerro, pero nadie concretaba su destrucción.

Ella había nacido en Sevilla. Quedó huérfana a los siete años y fue adoptada por don Cristóbal y doña Sebastiana, por los que sentía mucha gratitud. Después se ensombreció. Con pena contó el asalto de los bucaneros en el mar Caribe. El relato la estremecía. Pero hasta su conmoción la hacía fascinante.

Yo le narré mi infancia en Ibatín, mi adolescencia en Córdoba, mi juventud en Lima. Nuestros recorridos parecían torrentes que se buscaban. El suyo nació en España y el mío en las Indias. El mío, a su vez, también había nacido en España (generaciones antes), se encaminó a Portugal y luego a Brasil. Serpentearon por naturalezas encrespadas. Hicimos muchos kilómetros para coincidir.

Las conversaciones a plena luz solían llevarnos hasta los márgenes del río Mapocho cuyas aguas provenían de las nieves que blanquean la cercana cordillera. Los reparos de madera en la época de deshielo no fueron siempre eficaces, de ahí el costoso tajamar que mandó construir don Cristóbal cuando era gobernador. De sus márgenes salían canales que regaban las chacras de los alrededores. A veces alejábamos hasta la apacible vega donde los franciscanos edificaron su amplio convento. Pasábamos junto a huertas pobladas de frutales donde alternaban los cipreses y los limoneros. Por los campos se extendían lirios, azucenas y grandes frutillares. Si no se hacía demasiado tarde. Isabel me invitaba a beber chocolate en el salón de su residencia, acompañada por su madre adoptiva y, a veces también, por don Cristóbal. Mis encuentros con Isabel se tornaron una deliciosa rutina.

103

Un criado entró en el hospital y me entregó la esquela. Estaba escrita con apuro y la firmaba Marcos Brizuela. Pedía que fuera en seguida a su casa porque su madre había perdido la conciencia.

Me recibieron dos negras que parecían hacer guardia y señalaron mi camino. Apareció una mujer con un niño en los brazos que podía ser su esposa. Estaba asustada. Saludó con un tímido movimiento y apuntó con su índice hacia la tercera habitación. En la penumbra distinguí la cama. El hombre sentado a su vera vino a mi encuentro.

– Mi madre está mal -dijo Marcos roncamente-. Tal vez puedas hacer algo.

Alcé un blandón y lo apoyé junto a la cabecera. Se iluminó el cuerpo cadavérico de una anciana. Tenía los párpados cerrados y la piel lustrosa; respiraba entrecortadamente. Le tomé el pulso, examiné sus pupilas. El cuadro parecía terminal. Su brazo derecho estaba contraído. Reconocí la secuela de una hemiplejía antigua. Con dulzura procuré extender el rígido y atrofiado miembro. El aire que expulsaba de la boca le levantaba la mejilla derecha. Esta mujer repetía su ataque sobre un terreno gravemente afectado ya.

– ¿Qué ha pasado? -empecé mi anamnesis.

Marcos se paró tras de mí. Enfrente se instaló su esposa.

– Hace mucho que quedó paralítica y casi muda -contó Marcos con esfuerzo.

– ¿Cuántos años?

Oí que se hinchaba su tórax. Empezó a caminar lentamente por la alcoba.

– Dieciocho -respondió su mujer.

¿Tanto tiempo? Hice el cálculo. Ocurrió a poco de instalarme en Chile. Lo dije.

Marcos se detuvo, desdibujado por las sombras. Volvió a hinchar su tórax.

– Fue un poco después.

Traté de abrir la mano deformada. Luego continué con otros gestos médicos mientras pensaba. Froté sus sienes, palpé las arterias carótidas, le moví suavemente la cabeza, calculaba la temperatura.

El lento paseo de Marcos se parecía al de un tigre encerrado en una jaula. Se me ocurrió que saltaría sobre mi nuca. La enfermedad de la madre no sólo le producía pesadumbre, sino resentimiento. ¿Por qué me llamó? Podía haberse dirigido a Juan Flamenco Rodríguez. O a los médicos sin título. Su voz hostil se abrió camino entre espinas.

– Quería que la vieras -musitó.

Giré en mi silla. Estaba parado detrás de mí nuevamente. Apoyó sus manos con fuerza sobre mis hombros. Descargó su peso. El salto del puma, me azoré. Sus dedos comprimieron mi carne.

– Así quedó cuando arrestaron a mi padre.

Intenté ponerme de pie. Su fuerza era superior a la mía. Le crecía el furor, pretendía dañarme.

– Así quedó -volvió a decir con las mandíbulas crispadas.

– Fue una apoplejía -con mi derecha palmeé su brazo izquierdo convertido en la garra que mordía mi hombro.

– Fue consecuencia de la denuncia que hizo el cabrón de tu padre, Francisco -me soltó de golpe y se alejó unos pasos.

– Marcos… -exclamó su esposa.

Mi cabeza trepidó ante la increíble imputación. Me di vuelta para mirarlo. «No puede ser», me decía.

– Tras el espantoso arresto tuvo un ataque -siguió hablando-. Apoplejía. O ataque cerebral. O golpe de presión. Como gustan decir ustedes, los médicos… Palabras, palabras -movía las manos para espantadas como si fueran moscas-. Estuvo inconsciente una semana. Le hicieron varias sangrías. Pero quedó inválida. Hemipléjica y muda. Dieciocho años. Consiguió, sí, moverse con ayuda, hablar como un bebé… Mi padre arrestado en Lima y nosotros con mamá destruida, aquí -se le anudó la garganta y cesó de hablar.

Su mujer se acercó para tranquilizado, pero él la mantuvo separada con un gesto.

– Siento de veras lo que dices, Marcos -murmuré con la boca seca, confundido, avergonzado-. Mi madre también fue destruida por el arresto. No tuvo un ataque de presión: tuvo una tristeza que la llevó a la muerte en sólo tres años.

Marcos levantó el blandón e iluminó nuestras caras. Sus ojos estaban llenos de sangre. El resplandor sacudía brochazos negros y dorados sobre su piel tensa.

– ¡Te he maldecido, Francisco! -asomaron sus dientes-. A ti y a tu padre delator. Nosotros los recibimos en Córdoba con los brazos abiertos, les dejamos nuestra casa… Pero tu padre, tu miserable padre…

– ¡Marcos! -le apreté las muñecas-. ¡Ambos fueron víctimas!

– Él lo denunció.

– Nunca me lo dijo -sacudí sus muñecas; yo estaba al borde del llanto.

– ¿Te iba a confesar semejante crimen? Los hechos son bastante elocuentes: poco después que arrestaron al delator de tu padre, firmaron la orden de arrestar al mío. ¿Quién, si no él, proporcionó su nombre?

– Mi padre ha muerto ya -me dolía la garganta-. Las torturas lo dejaron baldado. No puedes aferrarte a una presunción, por Dios.

– Suéltame -liberó sus manos y se fue al extremo de la alcoba-. A ver si haces algo por mamá

Pedí a su mujer que me ayudara a cambiada de posición. El decúbito lateral mejora la respiración de los enfermos inconscientes. Con un trapo húmedo le limpié la boca. Ya sentía un malestar espeso, demoledor.

Marcos llamó al esclavo que me buscó en el hospital. Le tendió un papel enrollado.

– Entrégalo al visitador Ureta. Recuerda: fray Juan Bautista Ureta. En el convento de La Merced. Dile que venga en seguida para darle la extremaunción a mi madre.

Abrí una vena del pie y dejé salir unos centímetros cúbicos de sangre oscura. Luego comprimí la incisión con un apósito. Lavé el bisturí y la cánula. Cerré mi petaca. Volví a limpiarle la boca; su respiración se había regularizado.

Marcos recibió en el patio al visitador Ureta. Le agradeció la deferencia de llegar tan pronto. Era un sacerdote con ojeras profundas. También ingresaron a la alcoba unos vecinos. El sacerdote depositó un pequeño maletín y acercó su rostro a la enferma. Luego miró sucesivamente a Marcos, a su esposa y a mí. Su mirada tenebrosa se demoró en mí.

– Soy el médico -aclaré.

– ¿Está consciente? -preguntó a mi oreja.

Marcos y su mujer bajaron los párpados. La asordinada crítica del sacerdote resultaba abrumadora. Se había cometido una terrible negligencia: el alma de esta anciana no podía descargarse en una confesión, no podía comulgar, no podía recibir la preparación adecuada para el viaje eterno. Partiría desamparada. Yo debía denunciar que la encontré desvanecida y que han pedido tarde el auxilio de la religión. Pero decidí mentir para proteger a Marcos.

– Perdió el conocimiento mientras la sangraba. Cuando mandaron por usted, padre, aún hablaba con lucidez.

– ¿ Hablaba?

Advertí mi grosero error.

– Balbuceaba sonidos, padre, como en los últimos años -agregué-. Estaba consciente.

Extrajo los artículos sagrados y los acomodó sobre una silla, junto a la cama. Calzó la estola en su nuca abrió el devocionario y empezó a rezar. Los vecinos lo imitaron. En los muros resonó la plegaria.

– Te absuelvo de tus pecados -untó el pulgar en el óleo y trazó una cruz sobre la frente pálida-. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

– Amén -repetimos.

Recogió sus elementos, cerró el maletín y volvió a mirarme. Había una mezcla de curiosidad y desafío.

– ¿No es usted el doctor Francisco Maldonado da Silva?

– Sí, padre.

Su rostro se ablandó algo.

– ¿Me conoce? -pregunté.

– Ahora personalmente. Antes lo conocía por referencias.

Me recorrió un estremecimiento: ¿referencia?, ¿qué decían las referencias? Marcos lo acompañó hasta la puerta de calle con un par de vecinos. Después regresó a la alcoba y me dijo:

– Gracias.

– Está bien, Marcos. He pasado por situaciones parecidas: es muy doloroso.

– Dime cuánto son tus honorarios.

– No hablemos de eso ahora.

– Como quieras -se sentó cerca del lecho-. ¿Qué más podemos hacer? -la miró mordiéndose los labios.

Meneé la cabeza.

– Acompañarla.

– Entiendo. Gracias de nuevo -se tapó el rostro con las manos-. ¡Cuánto ha sufrido! ¡Pobre madre mía!

Me acerqué, le puse la mano en el hombro. Permaneció duro. Después se apartó.

– Puedes irte, Francisco. Ya has cumplido.

Fui en busca de otra silla y me senté a su lado. Le asombró, pero no dijo nada. Los sirvientes renovaron las candelas. Algunos vecinos se iban, otros entraban, siempre silenciosos. Al anochecer nos trajeron cazuelas con guisado caliente. Sólo cruzamos palabras que se referían a la enferma: cambiarla de posición, limpiarle la flema de la boca, renovar los paños fríos en su frente. Nos fuimos dormitando. Me sobresaltó un ronco estertor. La alcoba estaba más oscura, habían pasado varias horas. La paciente fue desplazándose en el lecho hacia la posición boca arriba y se ahogaba. Hizo un paro respiratorio. Acomodé su cabeza de lado y comprimí su tórax hasta restablecer el ritmo. Después volví a ponerla de decúbito lateral. Los sirvientes renovaron nuevamente las candelas. Dormí sentado un tiempo impreciso hasta que me sacudieron el brazo. Entre globos de agua vi a Marcos. Me conecté. Fui hasta ella. Otra vez boca arriba, pero inmóvil y silenciosa. Palpé su pulso y miré sus pupilas. Se había acabado. Extendí respetuosamente su brazo izquierdo. Enfrente, confuso, estaba Marcos. Se movieron nuestros dedos y nuestros labios en forma automática y nos abrazamos.

Recién entonces pudo llorar.


Le dice, finalmente, que el Santo Oficio de la Inquisición es benigno. Que debe solicitar su misericordia porque se la va a conceder.

Fray Alonso de Almeida se seca la espuma de la boca detiene la torrentada, pero sin sacar los ojos del prisionero que sigue inmóvil, sentado en su estrecha cama y apoyado contra la pared. Las aceradas frases tienen que haberle perforado el corazón.

Francisco traga saliva, parpadea. Es su turno.

104

La revelación de Marcos me conmovió profundamente. Había tenido la mortificante sospecha de que mi padre fue más quebrado por las torturas de lo que él mismo se atrevió a reconocer. Era inevitable que le arrancasen nombres: había nacido y estudiado en Lisboa, conocía a muchos connacionales y los inquisidores no iban a ser tan ingenuos de aceptar que no tenía información sobre sus prácticas judías. Me dolió que, entre esos nombres, hubiera proporcionado el de su amigo Juan José Brizuela, aunque haya silenciado heroicamente los de Gaspar Chávez, Diego López de Lisboa, Juan José Sevilla y tantos otros. Tuve que asumir lo que ya sabía: papá fue un hombre noble, no un santo. Y este nivel un poco más bajo de admiración no empañaba mi estima por sus enseñanzas. Mi respeto por el sábado, por ejemplo, implicaba también un homenaje a su memoria y sacrificio.

En el Callao y en Lima me las arreglaba para esquivar trabajos y vestir ropas limpias en esa jornada, sin ser advertido. Era un delito tan grave que cualquiera estaba obligado a efectuar la denuncia en seguida; se lo considera un atentado contra la religión verdadera. Por consiguiente, la ropa limpia debe disimularse con arrugas y el descanso con ausencias. No me era posible faltar al hospital, porque se notaba demasiado. Pero podía evitar que en ese día se efectuasen intervenciones quirúrgicas mayores. De todas formas, el mandamiento que ordena guardar el sábado tiene la necesaria sabiduría para permitir que se transgreda el reposo para atender a los enfermos.

Amo la fiesta del sábado. Con ella Dios consolidó la impresionante creación del tiempo. Asentó su obra en una de las dos dimensiones cardinales. La otra es el espacio, a la que dedicó seis días. El sábado nos recuerda la segmentación del devenir. Papá me explicó que en hebreo los días de la semana se nombran con números: el domingo es el día uno, el lunes el dos, y así sucesivamente; después del día seis llega la culminación: el ámbito cualitativamente distinto del Shabat. El misterio de que Dios mismo descansó expresa, tal vez, su alegría por el sistema binario de la tensión y la relajación, el agonismo y el antagonismo. La vida se desarrolla así: inspiración y expiración, sístole y diástole.

Para vivenciar algo distinto a los demás días y regodearme con el contraste, solía hacer largas caminatas por los alrededores de Santiago. Me extraviaba entre viñedos y olivares. Llevaba siempre la petaca de urgencias, aunque sin los instrumentos pesados: los reemplazaba por el ejemplar de la Biblia que me regaló en Córdoba fray Santiago de la Cruz. Si me descubría algún familiar o clérigo o simple vecino y sospechaba mi modesta celebración, podía mostrarle que llevaba herramientas de trabajo. Un marrano como yo no debía hesitar en demoler una sospecha: había que hacerlo en seguida y sin tapujos. Que varias personas testimoniasen haberme visto holgazanear un sábado podía conducirme raudamente a las cárceles de la Inquisición. Por eso también debía modificar mis itinerarios. A veces marchaba hacia el Este murmurando los Salmos que exaltan las maravillas de la Creación: tenía delante el murallón azul de la cordillera y la capa de armiño que se extiende por sus cumbres. Otras veces marchaba hacia el Norte, cruzaba las frías aguas del Mapocho, me internaba en bosquecillos de nogales; escogía un tronco caído y me ponía a leer la Sagrada Palabra. En ocasiones elegía la ruta del Oeste, que lleva hacia el mar. También marchaba hacia el inquietante Sur donde los araucanos cuestionaban los derechos de la conquista: era una buena ocasión para leer y meditar sobre la las numerosas guerras de Israel contra tantos pueblos que no aceptaban su derecho a la singularidad.

Dos sábados evité esas caminatas: podía llamar la atención que cada siete días me fuese tan lejos. Decidí explorar el cerro de Santa Lucía. Era un sitio que la antigua cultura griega hubiese exaltado: allí correteaban ninfas perseguidas por faunos, el dios Pan tocaba su flauta y Zeus practicaba travesuras. En los meandros de la floresta navegaban besos, caricias y promesas llenas de falsedad. Reinaba una alegría prohibida, invisible e inextirpable. La ventaja de ser allí descubierto consistía en que no se podía acusar sin reconocerse culpable.

Trepé la cuesta. Nadie aparecía entre los arbustos descansaba bajo los árboles. Podía creerse que el sitio estaba encantado y sus eróticos habitantes se transformaban en follaje ante intrusos como yo. Ascendí por los vericuetos que recorría una dispersa manada y llegué a la cumbre. Ante mis ojos se extendió la ciudad de Santiago y sus cultivadas tierras. El aire limpio me llenó de bienestar. Reconocí la cuadrada y espaciosa plaza central con el vistoso Ayuntamiento y la catedral de piedra. Ubiqué iglesias, conventos, monasterios, el colegio jesuita, el hospital donde debía estar trabajando, la casa de Marcos Brizuela, la del capitán Pedro de Valdivia y la residencia de Isabel. Era una buena atalaya. Permanecí en ambas ocasiones varias horas. Pensaba con optimismo y agradecía a Dios que allanase mi vida.

Progresaba mi vínculo con Isabel; yo la quería y ella empezaba a dar muestras de un sentimiento recíproco. También había conseguido restablecer el contacto con mis hermanas en Córdoba: me habían respondido por fin. Las penurias de su orfandad les habían instilado tanto miedo que se avergonzaron de mis cartas y se sintieron obligadas a mostradas al confesor. Felipa, que se parecía físicamente a papá, que fue rebelde y osada, se convirtió en beata de la Compañía de Jesús. Isabel, parecida a mamá, en cambio, se casó con el capitán Fabián del Espino, un hombre mayor que ella, encomendero y regidor del Cabildo; tuvo una hija llamada Ana. Pero acababa de enviudar. Esta fúnebre noticia vino acompañada de culpas: afirmaba que no supo atender a su marido como había necesitado su frágil salud. Al releer la carta me formulé una pregunta dolorosa: ¿había sido la muerte de este encomendero y su renovado desamparo lo que las decidió a escribirme? Estaban solas y bajo perpetuo sobresalto. No se me escapó el detalle de que ambas firmaban con el exclusivo apellido «Maldonado», que suena cristiano viejo. «Silva» quedaba excluido: se asociaba a mi padre, a su linaje judío, al mítico polemista Ha-Séfer. Era evidente que las pobres no se podían recuperar del estigma; nuestras desgracias familiares las quebraron para siempre. En mi última carta las invité a reunirse conmigo en Santiago. Les revelé que ése era un sueño que empecé a hilvanar la misma noche de nuestra despedida, hacía casi una década. También pregunté por los negros Luis y Catalina; les rogaba que averiguasen a quién pertenecían y por cuánto dinero los podía comprar.

Inspiré el polen sabático y desanduve el camino rumbo a casa. Todavía podía disfrutar un rato de lectura. Antes de aparecer en una de las pecaminosas entradas del cerro tuve la precaución de mirar en varias direcciones. Sólo había unos negros empujando un carro. Fui en línea recta hacia ellos; disimularía mejor. Pero antes de de alcanzarlos sentí la presencia de una figura corpulenta. Reconocí sus órbitas de carbón.

– Buenas tardes, fray Ureta -saludé con apariencia despreocupada.

El visitador se permitió reflexionar unos segundos antes de contestar.

Si me vio salir del cerro -pensé-, no podrá conciliar la santificación del sábado con el pecado de la fornicación. Supondrá, obviamente, que me estuve revolcando con alguna mujerzuela. Era preferible esto a que sospechase mi judaísmo. Pero me equivoqué: el desengaño se patentizó al día siguiente.

105

Al salir de misa, entre los corrillos que se formaban en el atrio de la iglesia catedral, descubrí la imponente figura del visitador Juan Bautista Ureta. Hubiera sido exagerado pensar que venía a buscarme. Sin embargo, para mi asombro, el fraile zigzagueó lentamente y acabó instalándose frente a mí.

– Necesito hablarle -dijo.

Endurecí mi espalda: ante la perspectiva de un embate conviene encimar equilibradamente los huesos.

– Cuando usted quiera.

– ¿Podría ser ahora?

– Con mucho gusto.

– Salgamos entonces a caminar -giró la cabeza hacia la familia de Isabel-. ¿Necesita saludar previamente a alguien?

– Sí. Vaya despedirme de don Cristóbal de la Cerda -un exceso de obsecuente docilidad de mi parte hubiera agrandado sus sospechas-. Aguárdeme, por favor.

Presenté mis respetos a doña Sebastiana, su marido y la encantadora Isabel. Me excusé de partir en seguida porque el visitador Ureta me necesitaba. Doña Sebastiana me invitó a pasar por su residencia durante la tarde para probar los dulces que había preparado con frutos del Sur.

Juan Bautista Ureta conocía el proceso sufrido por mi padre y mi buena conducta en los conventos dominicos de Córdoba y Lima.

– Su padre fue admitido a reconciliación por el Santo Oficio -escupió de entrada-. Fue un hombre afortunado: la vestimenta que le impusieron fue un sambenito con medias aspas [33] que usó obedientemente el resto de su vida. Lo sabemos.

Este abrupto introito me produjo contracción de nuca.

– Su padre abandonó las desviaciones judaizantes -agregó poniendo en mi cara sus órbitas fuliginosas; para un observador como él tanto valían mis palabras como mis reacciones.

Sus pasos nos guiaban hacia el cerro de Santa Lucía.

– Todo hace pensar que su finado padre y usted se han comportado devotamente.

– Gracias.

– Sin embargo -forzó una tos-, cuando usted asistió a la madre de Marcos Brizuela… ¿lo tiene presente?

Ladeé la cabeza.

– ¿Qué cosa?

– Cuando usted sangró a la madre de Brizuela -acentuó la palabra sangró-, olvidó que era más urgente salvar su alma.

– ¿Por qué me achaca algo tan injusto?

– Le hizo perder el conocimiento. La privó de la última confesión.

Estuve por replicar con la verdad, que hubiera sido un suicidio. Casi le decía que abrí su vena para intentar devolverle el conocimiento. Pero hubiera quedado en evidencia de que mentí y ponía entonces en un aprieto muy grave a Marcos y su mujer, quienes optaron por convocar a un médico antes que al sacerdote.

– No sospechaba que mi intervención iba a producir tan lamentable efecto -reforcé la mentira.

– ¡Qué sabia es nuestra Santa Madre Iglesia! -exclamó-. Ecclesia abhorret a sanguine. En sucesivos concilios prohibió que los sacerdotes ejerzamos la medicina. Y nos ha preservado de cometer torpezas como la suya.

– Es una penosa profesión. Cada falta nos llena de culpa, padre. No nos descalifique. Trabajamos con un objeto tan complicado y sensible como el cuerpo humano.

– ¡El cuerpo! ¡Ustedes viven obsesionados por el cuerpo! Hasta manosean cadáveres para develar sus arcanos. Es una profesión vil, por algo la aman tanto los moros y los judíos. Descuidan el alma y olvidan que las enfermedades con consecuencia del pecado. Alguna vez pretenderán hacernos creer que las enfermedades son producto de una alteración exclusivamente corporal, como si fuésemos máquinas.

– Yo no simplifico tanto -consideré imperativo ponerle algún freno.

– Usted es culpable de que la madre de Brizuela muriese sin confesión -espetó sin misericordia-. ¿Reconoce su falta?

– No fue intencional.

– Pero justifica mi sospecha -se detuvo y giró su corpachón hacia mí; tomó el borde de la capa y le hizo varios dobleces. Me los mostró-. ¿Cuántos son? -preguntó con seriedad.

¿A dónde me llevaba esa elipsis infantil?

– Tres.

– Agarre los dobleces y extiéndalos.

– ¿Qué ve ahora?

– Ningún doblez, sólo la capa.

– ¿Qué opina, entonces?

– No lo entiendo, padre.

– ¿No? -me invitó a proseguir la marcha-. Hace pocos años, en la ciudad de Concepción, fue arrestado el alférez Juan de Balmaceda. ¿Tampoco oyó hablar de él? Entonces le cuento. Hallándose una noche en presencia de otros soldados con algunas copas de más, aseguró que Dios no tenía Hijo. Los soldados le advirtieron que eso era herejía. Y para demostrárselo, uno de ellos plegó su capa, hizo tres dobleces y pretendió ilustrado. Los tres dobleces son las tres personas de la Santísima Trinidad: un solo Dios, la capa, y tres personas. Pero el alférez tironeó, deshizo los dobleces y replicó a carcajadas: «¿No ven que los dobleces son una ilusión? Sólo existe la capa, así como Dios es una sola e indivisible persona.»

Caminé a su lado buscando el comentario agudo que desbaratase el laberinto donde quería perderme. Pero no me dio tiempo. Pasó en seguida a otro tema. Me desestabilizaba.

– Usted desea en matrimonio a Isabel Otañez -la frontalidad de sus palabras era una estrategia insólita. Parecía golpes de maza.

– Todavía no he pedido su mano. «Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir -contesté oblicuamente con el apoyo del Eclesiastés-; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado.»

Sonrió apenas.

– «Un tiempo para callar, y un tiempo para hablar», -agregó-. Conoce usted la Escritura como un teólogo -era un encubierto reproche.

– Gracias.

– ¿Volvemos al tema de su matrimonio?

– Es apresurado calificado así. Antes debo hablar con don Cristóbal.

– Y negociar la dote -agregó.

Callé.

– Negociar la dote -insistió-. Además, claro, obtener su consentimiento. Bien, doctor, quisiera que usted sepa, por si no lo sabe, que me une a don Cristóbal una vieja amistad desde cuando éramos estudiantes en Salamanca. Esa amistad se ha fortificado merced a las entusiastas gestiones que realicé ante los superiores de las órdenes religiosas para que apoyaran su continuidad en el cargo. No es un secreto y, además, él mismo se lo contó.

– No me contó sobre la gestión de usted.

– Un elogio a su discreción, entonces, ¡excelente! -bajó el tono de voz para agregar un secreto-: Nos une nuestra crítica a la guerra defensiva.

– Es un asunto delicado.

– Es una obsesión del padre Valdivia. Con ella no está de acuerdo el obispo, ni las órdenes, ni los capitanes.

– Sí la Compañía de Jesús.

– Sólo la Compañía. Hasta el comisario del Santo Oficio ha dejado oír sus reproches. El nuevo y octogenario gobernador ya reconoce que es una estrategia inútil. Don Cristóbal será reivindicado.

– Ojalá.

– Lo merece. Es un gran hombre. Ha realizado admirables tareas, pero ¿sabe usted cuál es la más trascendente de todas?

Parpadeé. Hice un repaso de sus construcciones, campañas y decretos. No pude decidirme.

– Su lucha contra la corrupción.

Lo miré asombrado. ¿A dónde me llevaba este hombre?

– ¿No opina lo mismo? -gruñó.

– S… sí. Puede ser… -¿ironizaba?, ¿me tendía un cepo.

– Apenas llegó hizo proclamar con atabales que penaría todo intento de sobornar a sus criados y parientes. Nadie fue rápido y audaz como él.

Sentí un profundo incordio. Fray Ureta hacía temblar mis ideas como el viento caprichoso a una giralda.

– Circulan versiones calumniosas sobre don Cristóbal -añadió-. ¿Sabe usted quiénes las alimentan? Los miserables que escamotean el pago de sus impuestos. A las exigencias legales responden con ridículas inventivas. Las Indias están plagadas de hombres que se enriquecen y mezquinan sus contribuciones y limosnas. ¿No lo denuncia semanalmente nuestro obispo?

Nos estábamos acercando al cerro de Santa Lucía. Ya se insinuaban algunas de sus entradas. La gente se desplazaba a una distancia prudencial como si fuese una montaña infecta.

– Intuyo que usted tendrá dificultades en la negociación de la dote -volvió a hundirse en mi intimidad.

Sonreí con esfuerzo.

– Don Cristóbal -agregó- ha perdido casi todo su patrimonio a manos de los piratas ingleses. No puede contribuir de la forma que hubiera deseado. Ama a su ahijada y, por consiguiente, le dirá que no está en condiciones de acceder a su matrimonio porque usted, doctor, es una persona que tampoco tiene suficientes medios para mantener un hogar.

– No es exacto, padre. Gano un sueldo y cobro honorarios por mis servicios a domicilio.

– ¿Ah, sí? -exclamó.

– ¿Duda de mis palabras?

– No. Sólo que sus palabras se contradicen con el monto de sus limosnas.

– Soy ecuánime.

– Subjetivamente. La objetividad que yo tengo, en cambio, no opina lo mismo. Don Cristóbal no evaluará la seguridad económica de su ahijada sólo por lo que usted diga, si no muestra.

– Las muestras pueden ser falsas.

– Yo, como visitador, necesito que usted me preste ahora dinero, por ejemplo -descerrajó a quemarropa-. Mi orden no puede distraer fondos y tampoco el episcopado. Fíjese que no le pido la sagrada limosna, sino un préstamo.

Mordí mis labios.

– También quisiera reflexionar sobre esto.

– De acuerdo.

Retornamos al centro. No hizo referencias al cerro de Santa Lucía ni me acusó de andar fornicando con mujerzuelas, pero ¿a qué se debía ese itinerario?, ¿por qué me llevó hasta el mismo sitio donde me encontró ayer? Mientras nos acercábamos a la iglesia de los mercedarios me hizo hablar sobre otros temas: el obispo Trejo y Sanabria y Francisco Solano, la Universidad de Lima. Graduaba los efectos. De pronto se acarició las mejillas y, dirigiéndose a las nubes, preguntó con afectada inocencia:

– Ayer fue sábado, ¿no?


Francisco sabe que pedir misericordia no significa absolución. En todo caso es una expresión indirecta y eficaz de sometimiento. No ha llegado a este punto para retroceder: él es en gran parte autor de su destino: ha hablado con suficiente ligereza para que lo denuncien y se ha desplazado con poca velocidad para que lo detengan.

El calificador Alonso de Almeida es probablemente sincero; los azotes de sus palabras están embebidas de angustia; quiere salvarlo, pero ¿salvarlo de qué? Ese buen hombre está seguro de haberlo impresionado y de poder enderezar las principales torceduras de su espíritu.

106

En el calendario de festividades que me enseñó papá, tiene relevancia el ayuno de septiembre. En ese mes se renueva el año hebreo y luego acontece el Día del Perdón (Iom Kipur). La contrición del ayuno desintoxica el cuerpo y alma. Mediante esa privación fortificamos nuestra voluntad y demostramos a Dios ya nosotros mismos que tenemos energías en reserva. También el ayuno es penitencia: los marranos necesitamos de ella para aliviar nuestro corazón de esa falta horrible y perpetua a la que nos vemos forzados: mentir al prójimo y negar a Dios. El profeta Jeremías, ante la catástrofe que se abatió sobre Jerusalén, predicó «¡Inclinad vuestras cabezas, pero vivid!» Coincide con el instinto animal: cualquier estratagema que permita seguir respirando, vale. Pero desgarra los principios éticos: cada minuto de vida está contaminado de deslealtad. Por eso el cilicio del ayuno contribuye a equilibrarnos. Joaquín del Pilar me mostró que para Iom Kipur, en Lima algunos marranos suelen pasearse por la Alameda después del almuerzo con un escarbadientes en la boca. En realidad ayunan, pero deben alejar las sospechas porque los fanáticos saben que el ayuno en determinada época es un dato irrefutable.

Elegí adrede Iom Kipur para visitar a Marcos Brizuela. Aún no abrimos nuestra intimidad: un judío debe andarse con extremo cuidado porque su interlocutor, aunque converso, puede haber decidido repudiar definitivamente el pasado. Más aún: puede haber avanzado hacia una conversión con poca fe y mucho miedo que, para sostenerse, necesita demostrar que no sólo renuncia a su antigua religión, sino que odia a sus ex correligionarios. Su padre y el mío fueron juzgados por el Santo Oficio, reconciliados y obligados a vestir el sambenito infame. Oficialmente retornaron al seno de la Iglesia. Ambos murieron en Lima. Marcos permaneció en Santiago de Chile y prosperó en el comercio. Se casó con Dolores Segovia, madre de sus dos hijos, y compró una silla de regidor en el Cabildo local. ¿Le quedaban motivaciones para considerarse judío?, ¿ganas de afirmar esa despreciada identidad con estudio, plegaria, cultivo de ciertas tradiciones? Traté de reconocer alguna práctica judía en el tratamiento que se suministró al cadáver de su madre porque la higiene que exige la Sagrada Escritura -vista por la Inquisición como «rito inmundo»- se extiende al muerto: los judíos lo lavan con agua tibia y lo envuelven, de ser posible, con una mortaja de lino puro. Después del sepelio hay que lavarse las manos y comer huevos duros sin sal (el huevo es un símbolo de la vida: por su forma nos recuerda que el devenir no es lineal y tampoco perfectamente redondo). El duelo dignifica al fallecido y a sus parientes: ayuda a digerir la pérdida para que aumente el amor y disminuya el lastre. Los parientes más cercanos se sientan en el suelo durante siete días y rezan, conversan, comen pescado, huevos y vegetales. Pero en casa de Marcos no advertí nada de esto. Que yo no lo haya visto, sin embargo, podía ser el éxito de su simulación, no la prueba de su apostasía.

Lo visité, pues, en el Día del Perdón, sin noticias ciertas sobre sus sentimientos profundos. Que estuviese en su casa sin trabajar, tampoco valía como dato: sus tareas eran irregulares y dependían de las mercaderías que llegaban o debía despachar.

– El trabajo es una maldición, Francisco -se excusó Marcos-, una de las primeras condenas. Lo dice categóricamente el Génesis.

– ¿Sabes de dónde proviene la palabra «trabajar»? -recordé un descubrimiento lingüístico-. Del latín tripaliere. Significa torturar.

– Clarísimo, entonces.

– Pero pertenecemos a la clase de los labradores, Marcos.

– No soy agricultor.

– Labradores en sentido de trabajadores -aclaré-: tú comerciante, yo médico. Aunque nos disguste, estamos más cerca de los menestrales, orfebres, artesanos y carpinteros que de los oradores y defensores [34].

– No dependía de nosotros la elección.

– Podíamos, de haberlo querido, ser oradores. El sacerdote, que es el orador por excelencia, tiene poder sacramental como intermediario entre Cristo y el hombre -lo miré al fondo de los ojos.

– Yo no tuve la necesaria formación para convertirme en sacerdote. Tú, en cambio, viviste en conventos -insinuó.

– No depende tanto de la formación como de la vocación, Marcos. En todo caso, no tienes la vocación de sacerdote.

– ¡Aunque sí de intermediario! -rió.

– Tu intermediación no es tan apreciada como la del sacerdote -lo pellizqué.

– Porque no comercio entre Cristo y los hombres, sino sólo entre los hombres -mantuvo la sonrisa-. Y cobro por ello.

– Todos cobran -avancé más.

– Los sacerdotes no cobran: reciben limosna.

– ¿Y los diezmos? -corregí-. Cuando la limosna parece un pago insuficiente, reclaman y amenazan.

– ¿Cómo los comerciantes?

– ¡Shtt!… -crucé el índice sobre mis labios-. No blasfemes.

Marcos arrimó su butaca a la mía.

– Quisiera tener la elocuencia del obispo -susurró-: cobraría mejor a mis clientes morosos.

– No blasfemes -advertí de nuevo.

– Peor se han portado los capitulares que enviaron cartas al virrey y al arzobispo de Lima solicitando la creación de un juzgado de apelaciones en el fuero eclesiástico para defenderse de los dictámenes que lanza con violencia nuestro obispo.

– Es un hombre fogoso.

– A él le cabe la expresión «ciego de furia».

– No te mofes de su enfermedad -contuve la sonrisa-. Además, ¿te puedo confesar una sospecha? Dudo de su ceguera: creo que la usa para despistar y elegir: sólo ve aquello que le interesa.

Se puso serio al escuchar pasos.

La criada negra me ofreció una bandeja con dulces, un trozo de torta y una jarra de bronce con chocolate líquido.

– Gracias -rechacé la atención.

La criada intentó dejar la bandeja a mi lado, como le enseñaron que debía proceder ante las visitas. Yo insistí en que la retirara.

Marcos me observó con atención. Me ponía a prueba ese día era Iom Kipur. Cuando la esclava se marchó, rogué a Marcos con un guiño que no se molestara por mi negativa. Asociaba ese momento, agregué, con el hermoso Salmo 4.

– ¿Lo recuerdas? -preguntó.

– «Tú has llenado mi corazón de mayor júbilo que cuando abunda el trigo y vino nuevo» -recité.

La casa de Marcos se llenó de luz.

– Falta -señaló-: «Me acuesto en paz, y en seguida me duermo; porque sólo tú, oh Dios, me das paz y reposo.»

Nos miramos.

– Salmo 4 -reiteré-. Es la oración del justo rodeado de impíos.

– ¿Quieres decir que somos dos justos rodeados de impíos?

Nuestros ojos brillaron. Teníamos conciencia de que habíamos recitado un Salmo omitiendo las palabras Gloria patri que todo católico pronuncia al final. Esa ausencia era una prueba de una presencia conmovedora. Nos habíamos revelado la intimidad.


– Usted me acaba de decir -responde Francisco- que debemos tenerle miedo al demonio y a sus trampas porque llevan a la perdición. Que debemos tenerles miedo a los herejes y a los inmundos ritos judíos. Lo ha dicho con profunda y conmovedora certeza. Sin embargo, fray Alonso, créame que por obra de usted y muchos hombres parecidos a usted, los judíos ahora tenemos miedo a algo más próxima y evidente que el demonio: los cristianos.

107

– «¡Bésame con los ósculos de tu boca!… Más dulces que el vino son tus amores; suave es el olor de tus perfumes; tu nombre es ungüento derramado.»

– Francisco. Eres tan cortés, tan poeta.

Cantar de los cantares, de Salomón, querida.

– ¡Qué hermoso! -exclamó Isabel-. Recítalo otra vez.

– «Bellas son tus mejillas entre los pendientes y tu cuello entre los collares» -la acaricié.

– No sé cómo retribuirte -se estremecía.

– Di: «Bolsita de mirra es mi amado, que reposa entre mis pechos.»

– Francisco.

– ¿No te gustó? Te obsequio otro versículo, es para ti: «Como el lirio entre cardos, así es mi amada entre las doncellas.»

– Dime un versículo menos audaz, que yo pueda repetir.

– «Como un manzano entre árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes.»

– Me gusta. «Como manzano entre árboles silvestres, así es Francisco, mi amado -sonrió Isabel-, entre los jóvenes.

– Agrega esto: «Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me estrecha en abrazo.»

– Te amo.

– Di: «Francisco, esposo mío.»

– Francisco, esposo mío.

– «¡Qué bella eres amada mía, qué bella eres! Tus ojos son de paloma, a través del velo. Tu melena, cual rebaño de cabras que ondula por las pendientes de Galaad. Como cinta de escarlata tus labios. Tus mejillas, mitades de granada. Como la torre de David es tu cuello, edificada como fortaleza.»

– ¡Cómo te exaltas! Tiemblo toda.

– «Tus pechos son dos crías mellizas de gacela pacen entre lirios.»

– Oh, querido.

– «¡Qué bella eres, qué encantadora, oh amor, en tus delicias! Tu talle semeja la palmera, tus pechos racimos.»

Isabel acarició mi frente, mi mentón, mi cuello. Permanecimos abrazados. Una rama de laurel florecido se movía tras el muro, saludando nuestras noches de amor.

Mejoré mi vivienda antes del casamiento. Agrandé la sala de recibo, encalé las paredes del dormitorio y construí dependencias para la servidumbre. Compré sillas, dos alfombras y una ancha alacena. Colgué una araña en el comedor y agregué blandones. En el patio del fondo aún quedaba medio millar de adobes y carradas de piedra para una futura ampliación.

El pedido de mano a don Cristóbal no resultó engorroso porque él separó francamente las aguas. Dijo que me apreciaba como persona, pero que necesitaba asegurarse de que su querida ahijada Isabel no sufriría privaciones después del casamiento. Por lo tanto, no objetaba la unión si yo podía garantizarle que mi patrimonio actual y futuros ingresos serían suficientes. Entendí que debía recorrer este eslabón en más de una entrevista. También entendí que la sombra del visitador eclesiástico Juan Bautista Ureta revoloteaba como un buitre. Aunque don Cristóbal conocía mi sueldo de 150 pesos, que era un monto respetable, y el ingreso de honorarios extras, demoraba su consentimiento. Durante el proceso yo temí que mi condición de cristiano nuevo fuese un obstáculo difícil de remover. Esta desventaja debía compensarse con dinero. Finalmente llegamos al punto en que se confeccionaría la capitulación. Convocó al notario Corvalán para redactarla. Hacían falta dos testigos: acordamos invitar al capitán Pedro de Valdivia, el visitador Juan Bautista Ureta y el capitán Juan Avendaño. Este último era pariente de doña Sebastiana.

El notario escribió el largo documento, lo leyó en voz alta, hubo asentimiento de miradas y lo firmamos con la misma pluma que nos ofrecía con mano segura y nariz arrogante. Empezaba el texto con la fórmula de que «yo, doctor Francisco Maldonado da Silva, residente en esta ciudad de Santiago de Chile, mediante la gracia y bendición de Dios Nuestro Señor y su bendita y gloriosa Madre, estoy concertado de casarme con doña Isabel Otañez». Seguía: «para ayudar de la dote, me ha prometido el señor doctor don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, oidor de esta Real Audiencia, la suma de quinientos sesenta y seis pesos de a ocho reales». De ella, sólo doscientos cincuenta pesos fueron entregados en dinero efectivo y el saldo en ropa, géneros y algunos objetos menores de los cuales el notario Corvalán hizo un morboso detalle: «una ropa de embutido de mujer, valuada en cuarenta y cinco pesos», «seis camisas de mujer con sus pechos labrados, valuadas en cuarenta y cinco pesos», «enaguas de ruan labradas, de ocho pesos», «cuatro sábanas nuevas de ruan, de veinticuatro pesos», «un faldellín de tamanete usado, de ocho pesos», «cuatro paños de mano, de un peso» y así sucesivamente. Don Cristóbal había vencido en la negociación. En el mismo documento se estipulaba que yo hacía una contrapartida de trescientos pesos y me comprometía a incrementar esa suma con otros mil ochocientos para que en caso de que el matrimonio fuera disuelto por muerte u otra razón ese dinero quedara en manos de Isabel. Se añadía que «doy dicha donación por aceptada y legítimamente manifestada» y lo hacía con todos los requisitos necesarios en favor de mi esposa.

Contemplé el perfil de Isabel en la penumbra. Se había dormido y un mechón de cabellos se elevaba rítmicamente con su respiración. Su cuerpo tierno y real me estimulaba. Su sola presencia iluminaba mi vida. Pensando en ella, en nosotros, amplié la casa, compré muebles y repasé los libros de Ruth, Judith, Esther y el Cantar de los Cantares. «Construiré con ella la familia que, andando el tiempo, reparará la que perdí -me decía-. Tendré hijos y gozaré de un entorno incondicional.»

La ceremonia del casamiento se realizó con la austeridad que imponían las circunstancias. Isabel era una cristiana devota y yo respeté debidamente sus sentimientos. Ella ignoraba mi judaísmo y era necesario que jamás se enterase: no cabía el más remoto propósito de hacerla cargar con las definiciones de mi identidad secreta. Esta asimetría era éticamente objetable. Pero -como decía Marcos- aún no encontré la alternativa. Para mantener cierto grado de libertad -¡qué irónico!- tenía que ponerle cadenas a mi libertad: ser concesivo con don Cristóbal, tener cuidado con fray Ureta y ocultamente de por vida ante mi esposa.

Seguía los pasos de mi padre, pero estaba determinado a no ser derrotado como él.

108

Felipa e Isabel volvieron a escribirme. Habían analizado mi propuesta de venir a Chile, recabaron consejo y aceptaban viajar. Se permitieron filtrar una palabra estremecedora: me extrañaban. Expresaron su enhorabuena por mi casamiento y enviaban sus cariños a mi flamante esposa.

Habían empezado a organizar su partida. Isabel debía cobrar deudas y vender algunos bienes de su difunto marido; su hijita Ana saltó de alegría al comunicársele que atravesaría las montañas más altas de la tierra y conocería a su tío Francisco.

Hacia el final de la carta anotaron que habían comprado a la negra Catalina: aún veía bien con su ojo sano, dejaba muy blanca la ropa y guisaba como en su juventud; vendría a Chile con ellas. Luis, en cambio, falleció. En cuatro renglones me informaron que fue detenido cuando intentó otra fuga, acusado de hechicería y condenado a doscientos azotes. Murió antes de cumplirse el número de golpes.

Dejé la carta sobre la mesa y hundí mi rostro entre las manos: ese negro noble no se había resignado a la esclavitud. Evoqué su marcha cómica, sus risotadas de marfil, su coraje, sus sufrimientos. Lo habían matado como a un perro sarnoso. Los verdugos aparecían como guardianes de la ley y la víctima como un despreciable violador. El orden imperante era un desorden que bramaba. La muerte de Luis, contada por mis hermanas como un hecho anodino, me hizo temblar. Pero ¿contra qué?, ¿contra quién?

Pronuncié Kadish [35] por su alma. Las sonoras cadencias podían simbolizar el viento boscoso de su infancia. No fue un cristiano devoto, tampoco fue judío. Creía en dioses absurdos que no se irritarían por mi Kadish. Fue leal a sus raíces. Por eso solamente dios lo iba a premiar o con su misericordia.


¡Mida sus palabras! -se horroriza Alonso de Almeida-. Está hablándole a un calificador del Santo Oficio. ¡Por Dios y la Virgen! Tengo la obligación de reproducir todo lo que usted dice, letra por letra. ¡Salga de su trance diabólico! ¡Apártese de la locura, por su bien!

– No estoy loco.

– Escúcheme -enternece la voz-: el Santo Oficio está esperando que usted se arrepienta y pida misericordia; le otorgará su clemencia. Se la otorgará, le aseguro, porque está en el lugar de Dios.

– ¿De Dios? -Francisco apoya su cabeza contra la pared-. Hay un solo Dios y es clemente, por cierto. Pero no me consta que haya delegado su espacio ni su poder. No consta en ninguna parte. ¡Eso sí es locura!

109

Marcos Brizuela apareció en el hospital. Se interesó por un platero que fracturaron en una riña. Era un mestizo de gran habilidad que le había confeccionado hermosas piezas. Sería una pena que sufriese invalidez porque la ciudad quedaría privada de un gran artista. Conduje a Marcos junto al enfermo, quien se emocionó hasta las lágrimas: su visita implicaba un gran honor. Marcos le entregó una escarcela abultada.

– Que no falten remedios ni comida -dijo.

– Gracias, señor, gracias.

Después caminamos hasta la puerta.

– La sutura evoluciona bien, por ahora -comenté-. No hay signos de infección.

– Me tranquiliza escucharte. Es un alma buena y un talento excepcional.

– Me gustaría conocer las maravillas que te ha fabricado.

Me alejó de la puerta y miró en derredor.

– Te las mostraré pasado mañana a la noche -dijo en voz baja-. He venido a invitarte, precisamente.

– ¿Pasado mañana?

– Vendrás solo, Francisco. Y entrarás con el mayor disimulo.

– Para ver platería…

– Para algo más importante.

Lo miré fijo.

– Para celebrar Pésaj [36] -sonrió.

Le apreté las manos. Mi estremecimiento pasó a su cuerpo. Nos unía una fraterna emoción.

Pésaj -murmuré.

Esa noche abrí el libro del Éxodo y lo leí de cabo a rabo. No era primavera, como en el hemisferio boreal, sino otoño. El aire apacible contenía la fragancia de los frutos maduros. Una cautelosa frescura rodaba de la puerta a la ventana.

A la noche siguiente me puse ropa limpia sin la precaución de arrugada porque no era sábado y saqué del arcón mi ancha capa negra. Anuncié a Isabel que mis obligaciones me iban a demorar. Besé su boca y sus mejillas tenuemente avivadas con carmín.

En la calle mis zapatos crujieron sobre las hojas caídas. Me arrebujé en la capa e hice el imprescindible rodeo. Me aproximé a la residencia de Marcos por la vereda de enfrente. Cuando me cercioré de que nadie me veía crucé la calzada y pasé de largo. No debía golpear la aldaba, sino rozar mis nudillos sobre la madera. La hoja se abrió un poco. Reconocí al esclavo que hacía de mensajero.

– «Saltear» -pronuncié la contraseña.

La puerta giró lo necesario para que me deslizara al interior. El negro restableció la tranca y me guió hasta la sala de recibo. El patio estaba oscuro, apenas alumbrado por un farol colgado en la galería. La sala también permanecía en penumbras: un candelabro de tres velas permitía reconocer la disposición de los muebles. Daba la sensación de una casa donde sus habitantes se habían ido a dormir. El esclavo me ofreció una silla y desapareció, dejándome solo. Del patio llegaba música de chicharras. Esperé. Las incrustaciones de nácar sobre las decenas de cajoncitos de un bargueño emitían un brillo tenue. Junto a mi silla de roble distinguí un atril con un libro abierto, seguramente traído de un monasterio español. Estiré mis piernas sobre el piso embaldosado con cerámica.

Al rato se abrió la puerta del comedor: la cabeza de Marcos flotaba sobre los conos encendidos del candelabro y pidió que lo siguiera. Entramos en un recinto solitario y oscuro, apenas se recortaban las altas sillas en torno a una mesa. Cruzamos otra puerta de dos hojas; ¿era el dormitorio de su difunta madre? Estaba desorientado. Ni señales de gente. Iluminó el suelo y con la punta del zapato levantó el ángulo de una alfombra de lana negra; tenía cosido en el lado inferior un cordón que penetraba las maderas del piso. Apareció una argolla de hierro. Marcos me entregó el blandón, traccionó con fuerza la argolla y apareció una angosta escalera que bajaba a las profundidades. Me invitó a descender, él lo hizo tras de mí, cerró la tapa y tironeó del cordón que extendía la alfombra. Los pabilos del candelabro esmaltaron las botellas y tinajas de la angosta bodega. El lugar era fresco y acogedor; embriagaba el perfume del vino. Volvió a pasarme el blandón. Apoyó sus manos sobre un estante e hizo presión hasta que se produjo un crujido; después empujó con la mano izquierda y un bloque de botellas empezó a girar. Me golpeó la luz del recinto oculto. Quedé estupefacto.

Sobre la mesa cubierta con mantel ardía un voluminoso candelabro de bronce. A su alrededor permanecían de pie varias personas entre las cuales estaba Dolores Segovia, la esposa de Marcos. De un vistazo capté a todos. Mi corazón se aceleró. A un metro de ella, el matemático bizco que conocí en la tertulia de don Cristóbal hablaba con un hombre de barba cenicienta vestido con una túnica blanca, cinturón gris y un alto báculo; tenía el aspecto de un eremita; nunca lo había visto antes. El último miembro de esta reunión clandestina me obligó a restregarme los ojos. Me observaba desde su hierática corpulencia con blanda y amistosa sonrisa: era el visitador eclesiástico Juan Bautista Ureta. Mi cerebro estalló: ¡también él es judío!

Marcos cerró el acceso. El eremita extendió su brazo en círculo: se ubicó en la cabecera y nos invitó a tomar asiento. Las sillas estaban provistas de abultados almohadones. Marcos depositó a la vista de todos un mazo de naipes.

– Podemos empezar -dijo.

– Los naipes permanecerán ahí toda la noche -, aclaró el forastero-. Es preferible que nos acusen por jugar ilegalmente que por festejar la Pascua de los Panes Ázimos.

– No nos descubrirán -tranquilizó Ureta-. Este sitio es inexpugnable.

Dolores hurgó bajo la mesa y extrajo una fuente de plata. Era pesada por el metal y también por los elementos cuidadosamente distribuidos en su superficie. Contenía planchas de pan ázimo, un trozo de cordero asado que asomaba un hueso, conjuntos de hierbas, un huevo duro y un diminuto perol con papilla de color canela.

Marcos extrajo cazuelas y tazones de barro que distribuyó a cada uno.

– Me los entregaron ayer -notificó-. Son nuevitos como corresponde.

– Y estarán debidamente rotos para la próxima Pascua -rió Dolores.

– Así debe ser -murmuró el extraño mientras acomodaba las láminas de pan cenceño.

Marcos apoyó sus manos sobre el borde de la mesa y se dirigió a cada uno de los presentes con gravedad.

– Hermanos: nos reúne esta noche el Séder de Pésaj [37]. Hemos sido esclavos en Egipto y el Señor, con su mano fuerte, nos condujo a la libertad. Los siglos de despotismo fueron compensados con la renovación del Pacto, el obsequio de la Ley y el ingreso a la Tierra Prometida. Hoy -hizo una pausa, ensombreció su tono- somos esclavos del Santo Oficio y el faraón se ha encarnado en los inquisidores. Nos agobia algo peor que la construcción de las pirámides: nos agobia su desprecio y su odio. Nuestros antepasados sufrían abusos y castigos, pero podían mostrarse tal como eran. En cambio nosotros debemos ocultar hasta nuestros sentimientos.

Tendió las manos hacia el forastero.

– Alegra nuestra celebración el rabí Gonzalo de Rivas. Es un erudito que ha peregrinado a Tierra Santa y visita las porciones dispersas de Israel. Bienvenido a nuestra casa y a nuestra ciudad, rabí. Usted nos honra y enaltece.

Contemplé a Juan Bautista Ureta con obsesión: resultaba inverosímil tenerlo ahí, con su hábito de mercedario, participando de una ceremonia judía.

El forastero acarició los rizos de su barba y paseó sus ojos húmedos por nuestros rostros.

– Toda fiesta necesita un tiempo de preparación -dijo-. Marcos se ha encargado de la vajilla de barro nueva y Dolores ha horneado las matzot [38], ha encendido y bendecido las velas. Cada uno de ustedes ha arreglado sus asuntos para poder concurrir y yo he conseguido ajustar mi itinerario para que las dos semanas de mi permanencia en Santiago coincidieran con el Séder.

Abrió la botija de vino y vertió sobre los tazones.

– Creo que ahora está todo listo para empezar -levantó su mirada tierna y pareció advertir que necesitábamos más esclarecimiento; repitió la caricia de su barba-. Hermanos: ésta es la festividad viviente más antigua de la humanidad. Muchas otras fiestas han desaparecido, muchas nacieron después. La celebración de Pésaj y el desarrollo de este Séder tienen tres mil años. Es notable que un acontecimiento tan lejano se centre en una aspiración tan anhelada como difícil: la libertad. Difícil y anhelada. Porque hoy, en 1626, no decimos que hace milenios unos antepasados que no conocemos y cuyos restos ya son menos que polvo padecieron la esclavitud en un remoto país: decimos nosotros fuimos esclavos y nosotros experimentamos el paso turbulento de la opresión a la libertad. La experiencia no ha terminado: se renueva, porque ahora, bajo otras vestiduras, prosigue la esclavitud y con renovada esperanza debemos soñar con nuestra libertad. Aquel extraordinario suceso nos vigoriza y muestra que en las situaciones más desesperadas siempre late la perspectiva de una solución.

Miró la bandeja.

– Aquí se exponen varios símbolos: las matzot recuerdan el pan de la miseria que prepararon nuestros antepasados sobre las calcinantes piedras del desierto. El trozo de cordero al animal que se sacrificó para la última y decisiva plaga, y cuya sangre preservó la vida de nuestros primogénitos. Las hierbas amargas nos hacen sentir el sabor que impregna la vida de los oprimidos. La papilla de manzanas, vino, nueces y canela evoca la arcilla que amasaron en Egipto nuestros abuelos -extendió el índice-. Por último, el huevo duro: simboliza el rodar de la vida y la resistencia del pueblo judío (mientras más se lo cuece, más se endurece); pero también es un elemento de luto: comemos huevos después de enterrar a un ser querido y ahora lo hacemos por los egipcios que murieron ahogados en el mar Rojo; indirectamente, han sido protagonistas de nuestra epopeya. Los judíos, de esta forma, recordamos que no se debe odiar ni a nuestros enemigos: todos los hombres son resplandores de Dios.

Señaló el tazón central, un cáliz lleno de vino hasta el borde.

– De esa copa beberá el profeta Elías, que es nuestro simbólico invitado. Un carro de fuego lo trasladó al cielo, y ahora, en carro de bruma, se desplaza hasta las cuevas y sótanos donde los judíos celebramos el Séder.

Se acomodó en los almohadones de la silla.

– Nos sentamos como príncipes: en esta noche especial somos hombres libres -sonrió-. La mesa está pronta, blanca y luminosa como un altar. Beberemos vino y compartiremos el pan cenceño. Luego disfrutaremos la comida que nos preparó Dolores.

El rabí Gonzalo de Rivas se puso de pie y nosotros lo imitamos respetuosamente. Levantó su tazón de vino y lo bendijo. Bebió un sorbo y nos ofreció el tazón. Cada uno lo recibió con ambas manos. Después recogió un puñado de legumbres, lo sazonó en un plato hondo con agua salada y lo distribuyó. Partió en dos una plancha de matzá, devolvió una mitad a la bandeja y puso entre sus almohadones la otra.

– Evoca la angustia del oprimido, que debe privarse de la comida y guardar para más tarde. Es también la sublime enseñanza de que debemos partir el pan y compartido.

Introdujo las manos bajo la rutilante bandeja cargada de matzot y demás símbolos: la levantó hasta la altura de sus ojos. Dijo con voz sonora:

– He aquí el pan de la miseria que comieron nuestros antepasados en Egipto. El que tiene hambre que venga y coma, quienquiera que necesite, que venga a festejar Pésaj. Ahora estamos aquí, que el año próximo estemos en la tierra de Israel. Ahora somos esclavos, que el año próximo seamos hombres libres.

Depositó la bandeja y se dirigió a Dolores y Marcos, que lo miraban embelesados.

– Sé que los niños no pueden participar. Es peligroso. En Roma y Amsterdam, donde las comunidades judías gozan de algunos derechos, los niños son los principales protagonistas. La ceremonia comienza con la formulación de cuatro preguntas, a cargo del más pequeño. Ellos dan pie a la lectura de la Hagadá [39]. Las cuatro preguntas, en esta ocasión, podrían ser dichas por Dolores… La invito, hija, a pronunciarlas.

Dolores se ruborizó y leyó temblorosamente.

– «¿Por qué esta noche es distinta de las otras noches? Uno: todas las noches comemos pan fermentado o ázimo, pero esta noche solamente el ázimo. Dos: todas las noches comemos diversas verduras, pero esta noche solamente hierbas amargas. Tres: todas las noches no sazonamos la comida ni una sola vez y esta noche dos veces. Cuatro: todas las noches comemos sentados o reclinados, pero esta noche comemos todos reclinados.»

– Estas ingenuas preguntas -sonrió el rabí-, basadas en la novedad que percibía un niño, nos invitan a responder con sinceridad. Se podría decir que ejercitamos la memoria para que el suceso grandioso que marca el nacimiento de nuestro pueblo tenga fuerza de actualidad: fuimos y somos esclavos, ganamos y ganaremos la libertad. Desde hace tres mil años, en esta noche, se narra y asume la formidable epopeya.

Abrió la Biblia.

– No tenemos Hagadá. La supliremos leyendo partes del Éxodo.

Su voz se abovedó y, trazando emotivas inflexiones, presentificó los días heroicos. La conocida secuencia adquirió carnadura y nos estremeció volver a oír sobre la dureza del faraón, las temibles plagas, el sacrificio del cordero y, finalmente, la multitudinaria partida.

Bebió vino e hizo circular el tazón nuevamente. Después levantó otra plancha de pan ázimo, la quebró y distribuyó. Terminaba la parte solemne.

– Hemos compartido el pan y el vino -explicó-. Así lo hacían ya nuestros antepasados en la tierra de Israel, así lo hacen todas las comunidades judías del mundo en esta noche. Así lo hicieron Jesús y sus discípulos cuando celebraban el Séder como nosotros ahora. La Última Cena fue un íntimo Séder, como el nuestro. Jesús presidía la mesa convertida en altar, como lo hago yo. Igual que yo, dio a beber vino y comer el pan ázimo. Pero esto no puede ni siquiera insinuarse ante los nuevos faraones… Ahora los invito a ponernos de pie. Saborearemos el cordero de la misma forma que nuestros abuelos en el desierto: parados.

– Alguna vez se sentaban -bromeó Juan Bautista Ureta.

– y alguna vez también consiguieron levadura para el pan -replicó-. Pero evocamos simbólicamente ciertos instantes significativos.

– Discúlpeme, rabí -se excusó Ureta.

– El judaísmo acepta bromas, no se preocupe la insolencia es parte de nuestra dinámica.

El clima respondía a la descripción que papá me hizo. La evocación no era excesivamente ceremoniosa. No había ornamentos, no se aturdían los sentidos con el espectáculo de colores, sonidos y aromas. Predominaba la calidez de hogar, el contacto humano, la conversación y los manjares. El conductor del oficio no era un pontífice temible que relampaguea en las alturas, sino un padre afectuoso o apenas un hermano mayor, alguien cuyo saber lo transforma en generosa fuente, no en autoridad represora. El encanto de esta celebración residía en su potente sencillez.

– Nunca hubiera sospechado que usted es judío – dije a Juan Bautista Ureta mientras masticaba la carne asada.

– Siendo fraile me oculto mejor. Además, puedo gozar la lectura de la Biblia sin generar presunciones.

– Es difícil ser fraile y ser judío.

Sus grandes órbitas de azabache se aclararon.

– Mi condición de fraile no implica peso, y sí ventajas.

– Pero… ser ministro de una religión en la que no se cree.

– No soy el único: la simulación la padece usted como yo. Algunos judíos consiguieron incorporarse a la orden de Santo Domingo, que es como incorporarse a una sucursal de la Inquisición. Y llegaron a obispos.

– Francisco de Vitoria.

– Por ejemplo.

Marcos cruzó su mano sobre mi hombro, incorporándose a nuestra charla.

– Te debo una disculpa por la sorpresa -dijo.

– ¡Y qué sorpresa!

– ¿Sabes? Nunca son suficientes las precauciones. Cuando atendiste a mi madre, yo no sabía si eras el católico que aparentabas o el judío que tengo ahora delante de mí. Llamé a Juan Bautista, un visitador eclesiástico para que mi tardanza en solicitar la extremaunción no generara sospechas. Y para que los vecinos viesen que no la privaba de los óleos. Más tarde Juan Bautista te sometió a presión para cerciorarse de tu integridad; incluso, creo -sonrió-, se le fue la mano. Después me visitaste en fecha de ayuno judío y no comiste; recitamos un salmo y no lo rubricaste con el Gloria patri. Esos elementos hubieran sido suficientes para que te invitara a participar de las sesiones de estudio que realizamos de cuando en cuando en este sótano (con el mazo de naipes a la vista por si nos asalta una inspección). Pero hemos aprendido a ser cautelosos. La Inquisición no sólo trabaja con funcionarios visibles: cualquiera puede deslizar una denuncia. Decidí que corriesen otros meses y recién ahora, con franca alegría, te incorporamos a nuestra minúscula comunidad.

– Un visitador eclesiástico como Juan Bautista sirve de filtro -ironicé-. Pero, por favor, ¡no exagere!

– Como fraile mercedario -dijo Juan Bautista Ureta-, tengo experiencia. Mi orden se ha ocupado de arrancarle a los moros (por las buenas, las malas o el soborno) los rehenes cristianos que apresaban. Hoy en día esa tarea ya es ociosa: las guerras más importantes no se practican contra los musulmanes, sino contra los herejes. Y aquí, en las Indias, nuestra orden parece ebria: no sabe cómo distinguirse. Mi obra de visitador la consuela, porque estimulo sus trabajos de evangelización. Mientras, ayudo a los judíos.

– Increíble.

El rabí Gonzalo de Rivas levantó su báculo.

– No voy a pegarles -rió-. Sólo recordarles que ahora, después de la cena, corresponde leer algunos Salmos y entonar canciones. Estamos de fiesta.

Volvimos a nuestros lugares. Dolores distribuyó nueces y pasas de uva. Marcos renovó las velas.


El agotamiento doblega la paciencia del calificador. Este prisionero le ha resultado más duro que el cuarzo: las amonestaciones no lo han perforado, los razonamientos enderezado ni las súplicas conmovido. Alonso de Almeida sabe que no ha sido parco en el caudal de amonestaciones, razonamientos y súplicas. Tiene la boca seca y agria. Contempla por última vez a este hombre con algo de lástima y algo de rencor. Piensa que sólo un sufrimiento muy largo y profundo conseguirá iluminarle el alma.

Golpea la puerta para que los soldados abran. Después se arrastra, apesadumbrado, hacia el cumplimiento de su deber: informar a los inquisidores sobre las atrocidades que ha escuchado, palabra por palabra.

110

Acompañé a Isabel a los oficios de Semana Santa. Los vecinos debíamos participar visiblemente porque desde los atrios, las naves y los púlpitos se ejercía metódica vigilancia. Los pocos marranos de la ciudad cumplíamos asistencia irreprochable, era uno de los exámenes más despiadados a nuestra doble condición. Debíamos repetir la farsa de una devoción inexistente (que roe el alma como un ácido) y soportar la acusación por los tormentos de Jesús (que desespera de culpa) [40]. Cada vez que en esa Semana un sacerdote empezaba a evocarla Pasión y Muerte, mi corazón se aceleraba.

El Domingo de Ramos celebra el ingreso de Jesús a Jerusalén y su recepción con hojas de olivo, laurel y palmera. ¿Quiénes le dieron tan afectuosa bienvenida? Yo esperaba que se dijese «¡los judíos!». Mujeres, niños y hombres de su misma sangre lo acogieron y lo querían. Pero mi expectativa se frustraba. Nunca «dos judíos» son asociados a un acontecimiento positivo, jamás hacen algo bueno.

En el Jueves Santo esperaba escuchar el Sermón del Mandato. Recordaba al lejano Santiago de la Cruz y sus conmovedoras palabras sobre el «amaos los unos a los otros». Pero las finezas de Cristo no inspiraban tanto como sus dolores físicos: el Bien es aburrido.

Hablaban de la Última Cena sin mencionar -ni por remota alusión- su vínculo con el Séder y la Pascua judía. Repetían hasta el agotamiento que en esa oportunidad Jesús hizo circular el cáliz lleno de vino y dijo «ésta es mi sangre», y distribuyó el pan y dijo «éste mi cuerpo». Dio a beber el cáliz como rabí Gonzalo su tazón, y distribuyó un pan que no era sino la matzá. En Jueves Santo también se regodeaban con la traición de Judas Iscariote. ¡Cómo se regodeaban! Contaban la anécdota y la cubrían de una vileza incomparable. Era lo más asqueroso de la Creación y contra él se canalizaba un torrentoso odio. No se trataba únicamente de un individuo que vendió a su Maestro por treinta monedas, sino del «judío». Su deslealtad es de judío; su codicia, de judío; su hipocresía, de judío. Decir «Judas» es decir «judío». Hasta las tres primeras letras coinciden. La identificación es arrolladora. En mi oreja, cada vez que desde un sermón empezaba a pronunciarse la sílaba «jud», en mi cabeza golpeaba la terminación «ío». Que en vez de «ío» oyera después «as» no disminuía el dolor del impacto.

El viernes era un día aplastante. Desde «raza maldita» a «cáfila de asesinos», podían escucharse todas las variaciones del desprecio. Y esto se enseñaba generación tras generación como un granizo incesante -de siglos- que penetra la médula de la gente. Los judíos son los enjuiciadores, torturadores, calumniadores y verdugos de Dios. Son un pueblo sin ley ni luz ni clemencia. Ávidos de sangre y dinero. Crueles hasta la locura. Prefirieron a un homicida como Barrabás y ordenaron la crucifixión de Jesús porque les gusta ver sufrir. Y aunque los romanos efectuaron las torturas y le rayaron la divina frente con una corona de espinas, eso ocurrió porque los judíos lo exigieron: «los judíos mataron a Cristo». Ni Verónica, ni las tres Marías, ni el pequeño Juan ni los dos ladrones, ni el bondadoso José de Arimatea eran mencionados como judíos. Tampoco el Sábado de Gloria ni la Pascua de Resurrección proveían clemencia. Excepto contadas ocasiones, se pontificaba de tal forma que el sacrificio de Jesús no parecía haberse consumado para salvar a los hombres, sino por imposición de los chacales judíos. Y que su resurrección no era el triunfo sobre la muerte, sino sobre los judíos. Cuantos más palos se diera a esa raza de víboras, más gloria se alzaba al trono de Dios.

111

Mis hermanas Felipa e Isabel llegaron finalmente a Santiago. Isabel traía a su hijita Ana y Felipa vestía los hábitos de la Compañía de Jesús. Las acompañaba la negra Catalina, cuyos ensortijados cabellos habían encanecido completamente.

Decidimos hospedarlas en casa. Traían mucha fatiga. Advertí que su equipaje era relativamente escaso. Supuse que Isabel conservaba el producto de las ventas en efectivo.

Con los adobes y piedras que tenía reservados en el fondo del solar construí una habitación adicional. En pocas semanas pude ofrecerles un aposento confortable al que incorporé camas, alfombras, un bargueño, arcones y sillas. Mi mujer colaboró con entusiasmo porque había perdido su familia cuando pequeña en la España remota y le producía un íntimo júbilo compartir nuestro encuentro.

Felipa se había transformado en una monja reposada. Sus insolencias de adolescente se diluyeron bajo las negras túnicas de la Compañía. Contó que en el día de la profesión fue acompañada por fray Santiago de la Cruz, que la ceremonia solemne fue inolvidable, con música, flores y una procesión. Hubo muchos invitados: la Compañía había crecido e involucraba a muchos vecinos. Concurrieron el capitán de lanceros Toribio Valdés y un generoso regidor del Cabildo: Diego López de Lisboa.

La escuché sin comentarios. No diría una palabra sobre López de Lisboa hasta que ellas demostraran su capacidad de guardar un secreto. La referencia a López de Lisboa me produjo una trepidación; en ellas hubiera desencadenado un terremoto de sólo sospechar lo que yo sabía.

Isabel se había dulcificado. Madre y viuda precoz, reavivaba la ternura de nuestra propia madre. Sus ojos -parecidos también a los de mi mujer- eran húmedos y acariciadores. La pequeña Ana no se desprendía de su mamá.

– Yo me presentaré en el colegio de la Compañía -anunció Felipa-. Es lo que corresponde.

– Puedes quedarte con nosotros -la invitó mi esposa.

– Gracias. Ustedes son generosos de veras. Pero mi lugar está allí.

Mi mujer asintió y se santiguó.

Un estruendo en la cocina interrumpió nuestra conversación. Caían jarras de latón y estallaban platos de cerámica. Dos gatos se habían introducido entre las tinajas, treparon un barril, saltaron sobre el horno y, escaldados, se revolcaron sobre la mesa con vajilla.

A mi mujer le importó que se hubiera derramado mucha sal en el piso.

– ¡Anuncia desgracia! -se sobresaltó mi hermana; y me miró con sus grandes ojos tiernos.


Las testificaciones reunidas en Concepción y Santiago son bastante comprometedoras para el reo. El prolijo trámite inquisitorial, sin embargo, exige no cometer apresuramientos ni saltear instancias. Todo ese material, los bienes confiscados y el reo en persona deben ser embarcados cuanto antes rumbo a Lima donde el alto Tribunal efectuará su inapelable juicio.

112

Los aldabonazos penetraron en mi sueño como campanadas. Isabel me movió el hombro.

– Francisco, Francisco, llaman.

– Llaman, sí… -me envolví con la capa que había dejado sobre una silla. Los golpes continuaban, insistentes.

– Ya voy -palpé la yesca y aferré a ciegas una bujía; la encendí.

– Rápido -imploraba una voz asordinada tras la puerta, temerosa de incomodarme demasiado.

Abrí una hoja. Apareció una figura encapuchada e impaciente.

– El obispo… -empezó a decir.

– ¿Otra hemorragia? -le iluminé el rostro atribulado; parpadeó, me agarró el brazo.

– Venga en seguida, por favor. Se nos muere.

Me vestí en un santiamén.

– ¿Qué pasa? -preguntó Isabel incorporándose.

– El obispo tuvo otra hemorragia.

La pequeña Alba Elena sacudió los miembros y lanzó su llanto.

– La sobresaltamos, pobrecita -la recogió en brazos y arrulló tiernamente.

Besé a mi hijita, acaricié la mejilla de mi esposa y disparé hacia la calle.

– ¿Cuándo se produjo la hemorragia? -pregunté sin disminuir el trote.

– Ah, recién. Se quejó de dolor en el estómago toda la noche.

– ¿Y qué esperaban para venir a buscarme? No contestó.

– ¿Qué esperaban?

– Él no quería.

– Nunca quiere. Y me llaman después del incendio -torcimos en la esquina, se veía la casa episcopal. Un par de linternas temblaba ante el vetusto portón.

Recorrí las conocidas galerías. En la alcoba ardía un pequeño candelabro. Percibí el olor de la diarrea por entre los vapores medicinales que salían de un caldero.

– Más luz -ordené.

Arrastré una silla hasta el borde de la cama. El prelado se masajeaba el estómago y emitía débiles quejidos.

– Buenas noches.

No me escuchó.

– Buenas noches -repetí.

Se sobresaltó.

– Ah, es usted.

Le tomé el pulso: había perdido demasiada sangre. Cuando llegaron otros candelabros pude verificar la pronunciada anemia de su tez.

– El cielo me manda hermosos dolores -sonrió apenas.

– Traigan un tazón con leche tibia -ordené al ayudante.

– ¡Leche! -hizo una mueca-. Me haría vomitar. No la quiero en absoluto. Pronto me reuniré con el Señor -agregó-. Estoy purgando mis pecados. El cielo me ayuda: sus enemas son más eficaces que las de ustedes -carcajeó con malicia, pero se interrumpió de golpe y llevó ambas manos al abdomen-. ¡Ay!…

– Le pondré paños fríos.

– No hace falta -se retorcía.

El ayudante me alcanzó una pequeña bandeja de cobre con el tazón de leche.

– Beba esto.

– ¡Puaj!… -se apretaba el estómago.

Lo ayudamos a sentarse. Tragó un par de sorbos con repugnancia. El tercero lo escupió sobre mis zapatos.

– Quiero recibir nuevamente la extremaunción -se recostó vencido.

Su ayudante empezó a sollozar.

– Rápido -balbuceó.

Palpó con su diestra hasta tocar mi rodilla. Le ofrecí mi mano.

– Usted no se vaya -pidió-. Tiene el privilegio de contemplar los tránsitos al otro mundo.

– Un triste privilegio.

– ¿Triste?… Sólo para los pecadores. Los virtuosos gozan este momento… Ya viví demasiado.

La luz del candelabro acentuaba el tajo vertical de su entrecejo. Este hombre seguía emitiendo autoridad. Aún había podido estremecer a los fieles con otro sermón una semana atrás. ¿Cómo habrá sido años antes -me pregunté-, ejercía de inquisidor en el Tribunal de Cartagena? Mi pensamiento, misteriosamente, conectó con el suyo. Me recorrió un escalofrío. En efecto, dije que admiraba su coraje. Y él derivó hacia un recuerdo espantoso.

– Los pecadores, cuanto más pecadores, más sufren… ¡Como lloraban los marranos de Cartagena!

No di crédito a mis oídos. Este hombre tenía una percepción demoníaca.

– ¡Ay!… -suspiró y volvió a masajearse el abdomen-. ¡Cómo lloraban esos pecadores!

– ¿A cuántos relajó? -me oí preguntándole, como si quisiera acompañarlo pero con otro tipo de úlcera, despreciando el riesgo que implicaba tocar el tema.

Abrió sus ojos ciegos y después movió lentamente la cabeza.

– No recuerdo… ¿Relajé a alguno?

Volví a palparle el pulso. Seguía filiforme, vertiginoso.

Me atrapó la mano.

– ¿Relajé a alguno? -preguntó ansiosamente.

– Cálmese, Eminencia.

– Fui débil con los judíos… -se agitó-. Ahí está mi pecado. Fui débil.

– ¿Misericordioso?

Sacudió la cabeza.

– La misericordia a veces es traición en los asuntos de la fe. Recuerdo que un judío lloraba. ¡Abjura, entonces!, le imploré; pero el infeliz no podía abjurar por el desenfreno de su llanto…

Las gotas empezaron a cubrir mi frente.

– Fui un mal inquisidor. Condené poco… ¡Ay!

Ingresó el ayudante con el confesor del obispo. Me levanté.

– No se vaya -oprimió mi mano.

– Está bien -me corrí hacia un ángulo del extendido aposento.

El sacerdote besó las cruces bordadas en la estola y la colgó de su nuca. Murmuró unas frases y se arrodilló junto a su superior. Le besó el anillo episcopal. Durante varios minutos llegó hasta mis oídos el rumor de oleaje plagado de monstruos. Este hombre arrebatado, disconforme con su lejana tarea de inquisidor y disconforme con su acción pastoral, se disculpaba ante Dios como un guerrero ante su capitán. No computaba los gestos de amor, sino las carencias de ensañamiento. Cruel destino de un hombre que se equivocó de carrera: hubiera querido ser matamoros y mataindios; fue, en cambio, un mediocre matajudíos.

El pulgar del sacerdote se hundió en el aceite y trazó una cruz sobre la frente del obispo.

Se estableció un silencio sepulcral. Me acerqué al paciente. Tenía los ojos cerrados. Su respiración era rápida, le faltaba el aire. Volví a sentarme a su lado.

– ¿Cómo evoluciona, doctor? -preguntó a mi oído su ayudante.

Giré y respondí también a su oído:

– Mal.

El hombre llevó las manos a la cara y salió a comunicar mi pronóstico. Al rato oí los latigazos de una flagelación.

El obispo despertó de su modorra.

– Ah, usted…

– Sí.

– El cielo me manda nuevos retortijones… ¡Ay! -se contrajo con violencia-. ¡Ay!

– Beba otro poco de leche.

– No… -se aflojó, aunque más pálido y agitado aún-. La leche es para los niños. No me sirve. Además… quiero purificarme.

– Ya hizo bastante -intenté consolarlo y me levanté para llamar a su ayudante.

– ¡No se vaya! -atrapó mi ropa-. Por favor.

Volví a sentarme.

– Ustedes, los médicos, sólo piensan en el cuerpo -el reproche lo animó un instante. Curioso temperamento el suyo: me reclamaba como un huérfano y en seguida me atacaba como un gladiador.

– No sólo pensamos en el cuerpo -repliqué.

– Y los judíos…

¡Otra vez los judíos! Me mordí los labios. Qué obsesión… De mi propio estómago subió una llamarada:

– ¿Por qué le importan tanto los judíos? -no pude retener la pregunta.

Su rostro enharinado se sobresaltó.

– Hijo… Es como preguntar por qué me importa el pecado.

– Usted los asocia al pecado -me escuché discutirle. Era peligrosísimo, pero no podía atar mi lengua.

Asintió mientras se acariciaba el estómago.

– Algunos judíos también pueden ser virtuosos -agregué con insolencia; mi corazón estallaba.

Se contrajo de golpe. Otro retortijón coincidió con su sorpresa.

– ¿Qué dice?… ¡Ay!… ¿Virtuosos? -levantó la cabeza; sus pupilas siniestras me buscaron-. Los asesinos de Cristo, ¿virtuosos?… -cayó su cabeza fatigada.

– Serénese, Eminencia -le acaricié el brazo-. Algunos judíos son malos, pero algunos son buenas personas.

– ¿Envenenando nuestra fe?

Las gotas de mi frente ya caían sobre mis labios. Miré en derredor: felizmente no había nadie más en la alcoba.

Ustedes envenenan la fe -dije-. Los judíos sólo queremos que nos dejen vivir en paz.

El obispo hizo una mueca y la aflojó en seguida como si estuviera por desvanecerse. Sus labios blancos alcanzaron a pronunciar:

– ¡Circunciso!

– No lo soy -dije, y agregué por lo bajo-: todavía.

Vade retro Satanás -susurró mientras movía lateralmente la cabeza-. Vade retro

Me sequé el rostro. Acababa de cometer un acto de locura. Me denuncié ante el obispo de Santiago. ¿Había perdido la razón?

Le tomé nuevamente el pulso: más tenue aún. Oí que tras la puerta, en las habitaciones vecinas, en las galerías, en el patio, se aglomeraba una multitud que entonaba rogativas.

Me puse de pie. Irrumpieron varios clérigos y distinguí al ayudante. Decenas de religiosos serían testigos de mi autodelación.

– Hay que limpiado -dije-. Tuvo otra hemorragia intestinal.

– ¿Cómo sigue? -preguntó con obstinada sordera: no quería aceptar el pronóstico implícito.

Miré por última vez al obispo. Probablemente no recuperaría el conocimiento. Mi vida dependía ahora de su muerte.


Lo empujan a la bodega del galeón. La salitrosa humedad de los maderos le recuerda el viaje que había realizado hace diez años desde el Callao a Chile. Entonces vino huyendo de la caza de portugueses e hijos de portugueses que se expandía en Lima; su equipaje constaba de dos baúles llenos de libros, un diploma y en su corazón latía la expectativa de la libertad. Ahora regresa con grilletes en tobillos y muñecas, su equipaje contiene el producto de la confiscación patrimonial y en su pecho late la expectativa de una guerra.

113

Hice una larga caminata hacia el Este, de cara al portento de la cordillera. Era Shabat, vestía ropas limpias y alternaba mis reflexiones con el recitado estimulante de los salmos. Ya habían enterrado pomposamente al obispo, pero -me preguntaba- ¿había hablado en algún instante de su prolongada agonía?; su antiguo papel de inquisidor ¿tuvo la suficiente potencia para sacarlo de la parálisis y hacerle balbucear la terrible denuncia? Lo acompañé con sentimientos contradictorios. Él mismo fue una encendida contradicción: se consideraba malo por haber sido bueno. En realidad fue malo en sus prédicas y homilías, pero fue tierno en las acciones. Un cascarrabias que ensordecía con su voz para que hubiera menos abuso e injusticia, que odiaba a los judíos pero se resistía a condenarlos, que se espantó al enterarse de mi fe, pero enmudeció para no pronunciar la frase que me enviaría derecho a la hoguera. ¡Qué retorcida es la piedad!… Al rato, sin embargo, volví a preguntarme si el obispo no atrajo a su boca la oreja de un sacerdote, si podía considerarme seguro.

¿Por qué torturaba mis propios sentidos? Tras recitar de memoria otros Salmos y gozar sus versículos erizados de fortaleza, llegué a la certidumbre de que mis temores se nutrían de la indefinición: yo era como un soldado que no estaba decidido a guerrear y, por lo tanto, no vestía bien la armadura ni empuñaba con decisión la espada; no observaba a mi enemigo con objetividad, sino rebajado. Así como un buen católico se vigoriza con la confirmación -porque asume en plenitud su identidad-, un judío debería vigorizarse con la asunción acabada de su pertenencia. Mi condición de marrano era devastadora: ¿cómo podía sostenerme si de continuo me negaba?, ¿cuánto tiempo los marranos seguiremos siendo marranos? Mis dudas eran la manifestación de mi fragilidad y mi fragilidad un merecido castigo por no atreverme a ser un soldado de mis convicciones. Sin embargo, había un sitio íntimo, con el que podía embestir hacia mi judaísmo cabal: mi cuerpo.

Me senté sobre una piedra. Alrededor se extendía el campo con aislados bosquecillos de cipreses. El aire perfumado me inspiró el recuerdo de otros versículos porque la poesía viril de los Salmos exalta los bienes de la Creación. Si sangro mucho -me dije- podré recurrir a la ligadura. La circuncisión fue practicada por Abraham cuando era anciano, casi. Fue practicada por tantas generaciones y no hubo problemas. ¿Me atrevería a realizarla yo mismo en mi propio cuerpo? Ordené los pasos técnicos como si la tuviese que llevar a cabo en otra persona: calculé el tiempo que insumiría la sección del prepucio, cortar el frenillo y liberar el glande de los restos membranosos.

Después volví a preguntarme si mi juicio funcionaba bien. Los marranos evitan la circuncisión. No obstante ha trascendido que en las cárceles secretas se descubrieron judaizantes circuncidados. El obispo sintetizó su espanto y su desdén con la palabra «circunciso» porque tal vez descubrió algunos en Cartagena. No me sentí disminuido cuando pronunció el insulto porque sonaba a la inversa: un reconocimiento del antiguo pacto con Dios. Quizá me sentí en falta porque no era un circunciso de verdad, quizá me hizo ver como nadie cuál era mi básica carencia. Si me circuncido -proseguí cavilando- pondré en mi cuerpo una marca indeleble. Las hesitaciones futuras tendrán un punto de referencia que no podré obviar. No habrá dudas sobre mi identidad. Tendré el mismo cuerpo que adquirió Abraham y luego fue el de Isaac, Jacob, José, Saúl y David. Me integraré de forma irreversible a la gran familia de mis antepasados. Seré uno de ellos, no uno que dice solamente serio.


El viaje desde el sureño puerto de Valparaíso hasta el Callao es más breve que en sentido inverso porque la corriente submarina que nace en el helado mar Austral empuja las naves hacia el Norte como si soplara continuamente las velas desde popa.

Francisco ha escuchado que llegarán en treinta días. No le sueltan los grilletes ni lo dejan asomarse a cubierta. ¿Temen que huya?, ¿que se arroje a las olas para refugiarse en el vientre de un monstruo marino como el profeta Jonás?.

114

El sabor de la familia ampliada era intenso (y lo presentí breve). Mi esposa aparecía ante mis ojos con una hermosura creciente: la había deseado y esperado toda la vida con tanta precisión, que parecía inverosímil haberla encontrado. Me conmovía verla con Alba Elena en los brazos haciéndole cosquillas con la nariz. Sus deditos se prendían a mi corta barba o procuraban introducirse en mi boca; contraía los ojitos negros y cerraba los labios en forma de corazón. Catalina llegaba solícita con una bandeja y con mi hijita compartíamos el agua de zarza; sus dientes minúsculos no sólo mordían mis dedos, sino daban cuenta de las migas que le arrancaba al pan recién horneado. También sus tías Isabel y Felipa, así como su prima Ana, solían jugar con ella. Cuando logró dar los primeros pasos sin apoyo, todos quisimos hacerle repetir la prueba y mi pobre hija quedó agotada. Yo elegía su nombre: Alba significa amanecer, comienzo luminoso, pureza, optimismo. Me había casado con una mujer bella e inteligente, en Santiago ganaba prestigio, traje de Córdoba a mis dos hermanas y mi sobrinita, y hasta recuperé a la vieja Catalina que era como preservar una reliquia.

Mi hermana Isabel se parecía mucho a mi madre: la dulzura de Aldonza, su delicadeza y abnegación me impresionaban. La sentí cerca. Inclusive me resultaba más fácil conversar con Isabel que con Felipa, tal vez porque el hábito interponía una barrera. La veía cotidianamente, compartíamos comidas y hasta los juegos con Alba Elena. En una oportunidad me quedé mirándola un largo rato. Se sorprendió.

– ¿Qué ocurre, Francisco?

– Nada. Pensaba.

– Mirándome? -sonrió-. Ahora debes contarme qué pensabas.

Golpeé el apoyabrazos de la butaca.

– En Córdoba, en Ibatín. En eso pensaba.

Miró hacia abajo. Los recuerdos la perturbaban mucho. Nunca preguntó por mi padre ni nuestro desaparecido hermano Diego. Lo poco que sabía se lo dije casi a la fuerza.

– Ahora estamos bien -se ensombreció-. Eres generoso, constituimos una hermosa familia, eres apreciado. No sirve mirar para atrás.

Apreté los labios. Vinieron a mi mente Marcos Brizuela y su esposa Dolores: constituían una hermosa familia hebrea. Eso me estaba vedado. Mi mujer era cristiana y nunca intentaría cuestionarle su fe. Pero mis hermanas eran hijas de un marrano; su padre, abuelos y tatarabuelos vivieron y murieron como judíos; ellas sí tenían un compromiso como yo.


Una tempestad zangolotea la nave. Chillan de dolor las cuadernas, los travesaños, los mástiles y una vela es arrancada por los chicotazos del viento. Francisco cae al charco que crece en la bodega. La tripulación corre de un extremo al otro. Las olas arrastran el galeón como un papel. Montañas de agua se derraman sobre cubierta y la barren con fuerza salvaje.

¿Será la voluntad de Dios que no llegue a Lima?, se pregunta Francisco. Vuelve a pensar en el profeta Jonás, su aventura y su grandiosa misión ante los poderosos de Nínive.

Durante varias horas nadie se ocupa de él: para eso está encadenado.

115

Don Cristóbal de la Cerda dispuso viajar a Valparaíso para aguardar la llegada de un bergantín con funcionarios del Perú. Permanecería algunas semanas en la hermosa bahía como merecido descanso de su actividad judicial. Lo acompañarían su esposa y un buen surtido de criados. Esperaba darse una panzada con los extraordinarios frutos del mar que se recogían cerca de la costa y gozar de un paisaje incomparable, lejos de expedientes y presiones. Barrunté que había ganado mucho dinero y necesitaba congraciarse con los personajes que venían de Lima.

En un arranque de afecto soltó una invitación.

– ¿Vendrías con nosotros, Isabel?

– Pero ¿y mi hijita?

– La traes contigo.

– ¿Y Francisco?

– Ah, que diga él.

– No puedo abandonar el hospital por tantos días. Gracias, don Cristóbal.

– ¿Le disgusta que Isabel nos acompañe?

– De ningún modo. Isabel merece este regalo y Alba Elena disfrutará del mar.

– Sólo unas pocas semanas -aclaró don Cristóbal.

Fue nuestra primera separación: un preludio.

El oidor De la Cerda y Sotomayor contrató a un hidalgo para que buscase una casa amplia en Valparaíso. Luego despachó una caravana con alfombras; camas, frazadas, mesas, sillas, cojines, vajilla, candelabros e incluso talegas de harina, maíz, papas, azúcar y sal, decidido a no pasar privaciones y dar una adecuada bienvenida a los funcionarios que llegaban de un agotador viaje marino.

Partieron por la ruta del Oeste. Mi casa resonó vacía con un eco parecido al que me aterrorizó cuando dejamos Ibatín. Había muebles, sin embargo. Pero se instaló una ausencia. Las ausencias tienen voz, respiran, y asustan. La partida de Isabel y Alba Elena activó otras partidas que no fueron precisamente alegres. Me encerré en mi dormitorio. Mis pensamientos confluyeron raudamente en la apodíctica resolución. Una energía irrefrenable me ordenaba seguir adelante: corregir mi cuerpo para armonizar mi alma, cortar mi carne para consolidar mi espíritu. Me dividiré como lo hacía el hermano Martín en sus flagelaciones: mi mano será del cirujano y mi genital del paciente. Apretaré las mandíbulas para ahogar el dolor, en tanto el bisturí continuará firme. Tal vez una parte mía tendía a desfallecer, pero la otra deberá seguir trabajando hasta el final. La circuncisión es un rito que acusan de bárbaro, que expresa el gusto judío por la sangre: primero la sangre del prepucio, luego del semejante. La circuncisión -dijo un clérigo- estimula la crueldad. Ellos en cambio -pensé- no se circuncidan y eso les estimula el amor. Por eso nos persiguen, vituperan y queman en hogueras: para castigar debidamente nuestra crueldad… Pero este curso de ideas -reflexioné- ya no me gusta porque expresa resentimiento: lo alimenta la actitud de quienes nos odian. Prefiero, en cambio, solazarme con la perspectiva de una plena articulación con mis raíces.

Al rato me dije que si vacilaba aún, era porque dudaba. Recordé que en el Libro de los Reyes se insinúa que los judíos quisieron abandonar la circuncisión mucho antes de Cristo y los profetas condenaron esa renuncia como una traición al Pacto. En el Libro de los Macabeos se menciona la orden del tirano Antíoco Epífanes, que prohibió circuncidar a los niños, pero la rebelión del pueblo venció al tirano. Siglos después el emperador Adriano también la quiso prohibir y sufrió como respuesta el levantamiento de Bar Kojba. Unas centurias más tarde insistió el emperador Justiniano y las comunidades dispersas respondieron con una sistemática insubordinación. Cada uno de estos decretos tenía un objetivo: borrar la distinción judía. No se basaban en el horror a la sangre, porque sus ejércitos abrieron verdaderos ríos de sangre. Se basaban en el horror a los judíos.

¿Por qué, tras decenas y decenas de generaciones, los judíos seguimos naciendo con el prepucio?, volví a preguntarme. Hubiera bastado el heroísmo de los patriarcas, podríamos nacer circuncisos. Busqué nuevas respuestas y esa tarde me gustó una en forma de pregunta: ¿quién dice que la circuncisión, el Pacto y la elección es un puro privilegio? Todo privilegio, si no es espurio, exige una contrapartida. Dios elige a Israel e Israel se sacrifica por Dios. Compromiso de ambas partes: pacto. Además, en el Séder de Pésaj aprendí algo inolvidable: cada generación debe comportarse como las que evocamos; es necesario ser y hacer igual que aquéllas, reeditar la épica: «somos esclavos en Egipto» y «somos hombres libres», «nosotros atravesamos el mar Rojo», «nosotros recibimos la Ley». Abraham celebró el Pacto y lo inició. Nosotros lo renovamos, le conferimos actualidad, impulso. Mi circuncisión vale tanto como la de Isaac, Salomón o Isaías.

Abrí mis ropas. Accedí a mi intimidad. Estiré el prepucio que vino conmigo para que yo fuera quien lo amputara en un doloroso gesto de compromiso. Estimé la sensibilidad y reparé mentalmente la técnica quirúrgica: me sentaré sobre un grueso paño que se abultará entre mis piernas para recibir los hilos de sangre y, al alcance de mi mano, estarán los instrumentos, las gasas, el polvo cicatrizante, hilo para eventual ligadura y vendas. Lo haré esta noche.

Reuní lo necesario en mi alcoba, calcé velas nuevas en los candelabros, llené un botellón con agua de zarza y tragué un vaso de pisco. Cerré la puerta con tranca, ruidosamente: equivalía a comunicar que no quería ser molestado. Distribuí el instrumental sobre la mesa y me desnudé. Puse el trapo grueso sobre la silla. Aproximé los candelabros. Todo estaba dispuesto para empezar.

– Dios mío, Dios de Abraham, Isaac y Jacob -murmuré-: hago esto para renovar el Pacto, para sellar mi lealtad a Tí y tu pueblo.

Probé el bisturí con la uña: tenía un filo sin melladuras, como exige el Levítico. Con la izquierda estiré el prepucio. El pulgar de esa mano percibía la turgencia del glande. Apreté el instrumento y seccioné cuidadosamente como un escriba que se esmera en trazar una línea perfecta. La hoja descendía por la herida roja bordeando el límite del pulgar: de esta forma evitaba lastimar mi glande. Sentí un dolor muy agudo, pero mi atención se concentraba en el trabajo quirúrgico. Mis dedos quedaron con el prepucio descolgado, lo deposité en un platito y apliqué sobre mi pene sangrante las gasas mojadas en agua tibia. Del anillo bermellón emergían varios puntos hemorrágicos, pero todos débiles; no cabía una ligadura. Comprimí el pene para que aflorase el glande; no lo conseguí. Tal como lo había previsto, se oponía un trozo de frenillo y la transparente membrana. Elegí una tijera de punta y completé la resección.

Yo estaba perfectamente desdoblado: las quejas del paciente no creaban angustia en el médico, sino afán de excelencia. Más dolía, más me aplicaba en hacerla bien. Con una pinza sostenía la membrana que disecaban los sucesivos golpecitos de tijera. Volví a secar con gasas húmedas. Sangraba muy poco. Arrojé polvo cicatrizante y enrollé el falo con una venda.

– ¡Dios mío, Dios de Abraham, Isaac y Jacob -volví a murmurar-: por este Brit Milá [41] soy un miembro inescindible de Israel. Acéptame en tu grey. Y ampárame. Bebí otro trago de pisco.

Esa noche me desperté a menudo. El escaso dolor certificaba que lo esencial residía en mi espíritu.


Fue la única tempestad del trayecto. No naufragio ni pérdidas humanas. Tampoco ataques de los piratas.

El 22 de julio de 1627 Francisco desembarca en el puerto del Callao. El paisaje familiar le pellizca las entrañas. Viste una túnica áspera y manchada; supone que tiene un aspecto tan lamentable como el mendigo coronado de moscas que había confundido ahí cerca, con su padre, en la explanada, con su padre, cuando pisó por primera vez este sitio.

A pocos metros el capitán del galeón hace entrega formal del reo y sus pertenencias a unos oficiales. Ahora lo separan de Lima los doce kilómetros que recorrió tantas veces cuando era estudiante.

116

Pude orinar sin inconvenientes. Sólo molestaba la tensión y un leve prurito, la tumefacción de la ingle también incomodaba. Envolví el pene con venda limpia; ya no sangraba. Tomé mi desayuno de costumbre y fui al hospital. Al mediodía sentí fatiga y regresé para acostarme por unas horas.

La voz de mi hermana en el patio me sugirió la idea. Esa noche -la siguiente de mi circuncisión- la convencí de acompañarme por unos días a los baños que había a unas seis leguas de Santiago. Tanto ella como yo necesitábamos esparcimiento.

Me miró asombrada y repitió sus elogios a mi generosidad, No había que llevar demasiada ropa -le expliqué-: yo no deseaba competir con la fortuna de mi suegro. La invitaba a un recreo sencillo; quería disfrutar con ella y disfrutar de mi familia original. Los baños no se parecían a los famosos de Chuquisaca. No estaban en la remota puna, sino en una planicie verde con el fondo azul de la cordillera. Las aguas eran termales y una familia española se ocupaba de hospedar a las visitas en su modesta alquería. Una pequeña legión de sirvientes se ocupaba de limpiar los pilotones, arreglar los cuartos y servir las comidas.

Llevé los libros, hojas de papel y tinta, y la decisión de hablar descarnadamente con Isabel. Nuestro vínculo no debía seguir atado con hilos finos. La circuncisión, tal como había previsto, aventó mi exceso de cautela.

Una tarde, mientras caminábamos por los umbrosos alrededores, decidí abordar el asunto. Un asunto sensible como una antena de mariposa.

– Isabel: nuestro padre…

Ella siguió marchando sin prestarme atención.

– ¿Me escuchas? Nuestro padre…

Rozó mi brazo:

– No quiero saber. No me hables de él, Francisco -bajó la cabeza, bruscamente tensionada.

– ¡Debes saber!

Rechazó enérgicamente con la cabeza.

– Lo acompañé varios años -insistí-. Me dijo cosas importantes.

Sus ojos adquirieron un resplandor trágico. Se parecían terriblemente a los de Aldonza.

– ¿Te dijo que denunció a Juan José Brizuela? -espetó.

– ¿También lo sabes?

– ¿Quién no? -estaba enojada, la evocación le producía un intenso malestar.

– Si lo hizo, fue bajo tortura. Le quemaron los pies, casi quedó paralítico.

– Grande fue su pecado -sentenció.

– No hables así; no eres un familiar del Santo Oficio.

– Por su pecado tuvo que abandonarnos y perdimos a nuestro hermano Diego -empezó a llorar-; y murió nuestra madre.

– No tiene la culpa. Sufrió muchísimo.

– ¿Quién la tiene?, ¿nosotros? -temblaban las comisuras de sus labios y se empañaron sus mejillas.

– El eje del problema no está ahí -le ofrecí mi pañuelo-. Quiero explicarte.

Se sonó. Hizo un movimiento negativo: «no me expliques».

– Isabel: necesito tu ayuda -me brotó el niño que anhelaba el abrigo de su madre y me escuché pronunciando palabras dramáticas-: Isabel, de ti dependerá mi vida o mi muerte.

Levantó su mirada vidriosa.

– Estoy muy solo -agregué.

– ¿Solo? -su mano me rozó-. No puedo imaginar… -titubeó afligida-. ¿Te llevas mal con tu mujer?

– Desde que me casé y nació mi hija y vinieron ustedes, pareció que se colmaban mis sueños. Sin embargo, hay en mi espíritu algo más profundo, algo que excede la familia… un fuego.

Lo intuía. Su mano tapó mi boca.

– Dios ha sido clemente con nosotros. Basta, Francisco -le rodaban las lágrimas-. No arruines lo que está bien.

Besé su mano.

– Hermana: no está bien.

– ¿Qué ocurre, entonces?, ¿estás enfermo? -se resistía a leer su intuición.

Nublé las cejas.

– Ah, si fuera eso…

Caminamos en silencio. Ambos nos habíamos tensado como una cuerda de rabel. Necesitaba abrir su mente, quitarle el miedo, descubrirle nuestra pertenencia. Pero ella endurecía sus oídos y quería regresar en seguida.

– Nuestro padre fue reconciliado, pero… -insistí.

– ¿Vuelves a lo mismo?

– …no traicionó su verdadera fe.

– Calla, por Dios -levantó las manos para defenderse de un asalto.

– Siempre fue judío.

Se tapó las orejas.

La abracé.

– Isabel querida. No huyas.

Se encogía.

– ¿Qué es lo que temes? -le acaricié la cabeza, la apoyé contra mi pecho-. Si ya lo sabes.

– ¡No!… -se sacudió espantada.

– Nuestro padre fue un hombre justo -dije-. Fue víctima de los fanáticos.

Se desprendió. Me miró con reproche.

– ¿Por qué me hablas así? ¡Somos hermanos! -dijo.

Me sorprendió.

– ¡Tratas de arrastrarme! -se apartó más, yo era su enemigo.

– Isabel: ¿qué dices?

Te encandila el demonio, Francisco. ¡Ten cuidado! -estaba a punto de salir corriendo.

Le atrapé la muñeca.

– Escúchame. Aquí no hay más demonio que los inquisidores. Yo creo en Dios. Y nuestro padre murió pronunciando su inalterable lealtad a Dios.

– ¡Déjame! Te has vuelto loco.

– Me he vuelto plenamente judío, no loco.

Lanzó un grito ahogado. Se tapó de nuevo las orejas. Forcejeó.

– Y quiero compartido contigo, con alguien de mi familia -le sacudí los hombros.

– ¡Déjame, por favor! -su llanto le quitaba fuerzas; volví a abrazarla.

– No tengas miedo. Dios nos ve y nos protege.

– ¡Es horrible! -sus palabras se cortaban-. El Santo Oficio persigue a los judíos… Les quita sus bienes. Los quema -golpeó sus puños contra mi pecho-. iNo piensas en nosotros, en tu esposa, en tu hija!

– A ellas no las quiero involucrar, no tengo derecho.

– ¿Por qué a mí?

– Porque perteneces al pueblo de Israel. Tienes la sangre de Débora, Judith, Ester, María.

– No, no.

– He leído la Biblia varias veces. Escúchame, por favor. Allí dice claramente, insistentemente, que no se deben hacer ni adorar imágenes. Quien así procede, ofende a Dios.

– No es cierto.

– También dice la Biblia que Dios es único y nos quieren imponer que Dios es tres.

– Así dice el Evangelio. Y el Evangelio dice la verdad.

– Ni siquiera lo dice el Evangelio, Isabel. ¡Si por lo menos acataran el Evangelio!

Se soltó. Corrió hacia la alquería. Su falda se enredaba en los arbustos.

– ¿Acaso son bienaventurados los dulces, porque ellos heredarán la tierra? -la perseguí a los gritos-. ¿Son bienaventurados los afligidos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que tienen hambre y sed de justicia? Escúchame -jadeaba-: ¿son acaso bienaventurados los pacificadores?, ¿son bienaventurados los perseguidos como nuestro padre? Niegan al mismo Jesús, Isabel -la seguí con el índice en alto-. Jesús dijo: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolirlos, sino a perfeccionados.» Y ahora dicen que esa Ley está muerta.

Se detuvo de golpe. Su cara arrasada por las lágrimas era un brasero de reproches.

– Me quieres confundir… -jadeaba también-. Te inspira el diablo. No quiero saber nada, absolutamente nada de la ley muerta de Moisés.

– ¿La ley de Dios, quieres decir? ¿Está muerta la ley de Dios?

– Yo creo en la de Jesucristo.

– ¿Cuál?, ¿la que dicen que es de Jesucristo? ¿La de las cárceles?, ¿la delación?, ¿las torturas?, ¿las hogueras?

Reanudó la disparada.

– ¿No te das cuenta de que los inquisidores son como los paganos?

Tropezaba. No dejaba de llorar. Yo continuaba hablándole estentóreamente: recitaba versículos, comparaba las profecías con la actualidad. Mis palabras le caían como látigos. Encogía un hombro, bajaba la cabeza, me ahuyentaba con las manos. Y seguía corriendo. Era una criatura despavorida que necesitaba guarecerse de mi granizada implacable.

Se encerró en su cuarto. Permanecí agitado ante su puerta y oí su llanto: no había consuelo. Esperé antes de llamar. Pero no llamé. Salí a dar una vuelta. Fui duro -pensé-, y enfático. No tuve en cuenta su naturaleza delicada, sus temores, ni la fuerza de las enseñanzas que le inculcaron. Fue sometida a un lavado espiritual que borró su amor al padre o que convirtió ese amor en lo contrario. Mi apasionamiento equivocó el camino. Debí actuar con más prudencia, hacer un circunloquio prolongado y darle tiempo para digerir las piedras una a una.

Caminé con agobio hasta que me envolvió la noche. El cielo estrellado despertó las luciérnagas de la llanura que por doquier guiñaban como invitaciones concupiscentes. ¿Eran un alfabeto? Desde chico me obsesionaba la idea. Atrapé un insecto en mi puño; por entre las ranuras de los dedos filtraba su verdosa luminosidad; sus patitas rasparon desesperadamente mi piel. Lo dejé en libertad; debía reunirse con su multitudinaria familia y proseguir la fiesta. No le importaba mi desolación.

Al día siguiente Isabel me esquivó con terquedad y hasta evitó saludarme. Estaba amarillenta, demacrada. Encontré bajo la puerta de mi pieza una hoja que decía simplemente: «Quiero volver.»


Recién cuando anochece y la ciudad se vacía, los oficiales penetran en Lima con el prisionero. Francisco identifica las calles a pesar de la oscuridad. Reconoce en seguida la temible plaza de la Inquisición y el augusto edificio con la frase Domine Exurge et Judica Causa Tuam. Avanzan hacia un siniestro paredón y se detienen ante el pórtico que vigilan dos soldados: es la vivienda del alcalde cuyos fondos -se sabía- comunican con las cárceles secretas. Le ordenan desmontar. Después le ordenan cruzar el pórtico.

117

Cometí el error de atribuir a mi hermana sentimientos que sólo latían en mi pecho. Mis expresiones golpearon más duro que el látigo y la malherí. A pesar de los años transcurridos, ella no había superado los sucesivos mazazos que recibió nuestra familia. Nadie la había ayudado a ver en nuestra desgracia otra cosa que un castigo y no toleraba ser castigada de nuevo. Judaizar, para ella, era absurdo y malo: era pactar con el demonio. Por lo tanto, mi boca ya no era mía y las palabras que yo pronunciaba no venían de mi corazón. No podía ser. Después de aquella tarde la descubrí mirándome como a un desconocido. Cuando mis ojos atrapaban los suyos, huían espantados.

De vuelta en casa descubrí un papel bajo la puerta de mi alcoba. Reconocí su caligrafía y tuve la jubilosa presunción de que me había comprendido y deseaba reanudar el diálogo. De una zancada alcancé la silla y me apoltroné para disfrutar su mensaje, el nacimiento de una hermandad plena. Pero no tardé en decepcionarme: rogaba que abandonase mi locura, que por el amor de Dios me apartara de los ruines pensamientos. En ningún caso había de Creer lo que yo decía (ni siquiera se atrevía a mencionar las palabras que generaban su pavor).

Su resistencia era la manifestación de su lucha. Preferí suponer que no habría tenido necesidad de escribirme si mis palabras no hubieran hecho impacto. Algo se había roto en ella, evidentemente. Lo conversado en los baños, aunque en forma atropellada, había operado como las trompetas de Jericó: bastaría que las hiciese sonar de nuevo -me entusiasmé- para que cayeran las murallas. Unté pues la pluma y comencé a escribir. Debía ser diáfano y preciso: alumbrar cada concepto con un racimo de bujías. Demostrarle que el demonio habitaba en la Inquisición, no en los perseguidos; en quienes silencian y asfixian, no en quienes piensan. Hablé de historia, mártires, sabios, obras bellas. Y la ardiente necesidad de articularnos con nuestras raíces. Le dije que trataba de ser cada vez más coherente: ayunaba, respetaba el sábado y oraba a Dios. Que incluso hacía un año había dejado de confesarme en la Compañía de Jesús -donde encontraba el mejor nivel intelectual- porque me bastaba confiar mis pecados directamente al Señor.

Releí las cinco hojas, corregí algunas frases y las doblé. Estaba satisfecho. Parecía un enamorado que había conseguido verter en un poema la fiebre de su pasión. Salí de mi aposento en busca de mi hermana. La encontré en el patio, aún amarillenta.

– Toma -le tendí los pliegos-: léelos con atención.

Alzó los ojos asustados. No se atrevió a recibir mi carta.

– Es una respuesta meditada -insistí con apariencia de tranquilidad.

Levanté su mano reticente, le abrí los dedos contraídos y los apreté en torno a los papeles.

– Reflexiona sobre lo que te he escrito. Y contéstame, por favor. Tómate tres días.

Sus ojos seguían atribulados. Le tuve lástima. Sufría. Y revelaba mucho miedo. Se alejó con la cabeza gacha, los codos adheridos al cuerpo, empequeñecida. Era como mi madre cuando cayó sobre ella el alud del infortunio. La seguí unos pasos, mi mano en el aire, deseoso de brindarle una caricia. Pero empezó a correr hacia el refugio de su cuarto. Ojalá que se serene -rogué- y lea una y otra vez mis francos conceptos. Ojalá se atreva a dialogar.

Volví a equivocarme. Isabel no estaba en condiciones de razonar con calma. La mera perspectiva de poner en cuestionamiento aquello que estaba consagrado la horrorizaba. No importaba qué le dijese: bastaba intuir mi rebeldía para que la ahorcase el pánico.

Se encerró -me enteré después, cuando era demasiado tarde- y empezó a llorar. Lloró sin consuelo. Entre hipos y mocos abrió mi carta. Leyó las primeras frases y, bruscamente, la abolló. No podía tolerar esas blasfemias. Siguió llorando hasta la hora de la comida. Se lavó la cara, dio una vuelta por el huerto y trató de disimular su aflicción. Entró en la cocina, ordenó a las criadas que fuesen a buscar hortalizas frescas y, cuando estuvo sola, extrajo de su ropa mi larga carta sin leer y la arrojó al fuego. Las llamas retorcieron los pliegos como extremidades de una efigie, se ennegrecieron y dejaron asomar unos puntitos de sangre. Isabel tuvo la alucinante impresión de haber quemado una pezuña de Belcebú.

No fue suficiente. Estaba aturdida. La pesadumbre le mordía el corazón. Yo le había dicho que de ella pendía mi vida o mi muerte. Fue una advertencia real, puse en sus manos mi destino: en sus manos débiles. ¿Por qué lo hice? Pregunta abismal… Era lo mismo que preguntarse ¿por qué Jesús entró en Jerusalén y se mostró públicamente si sabía que los romanos querían prenderlo? ¿Por qué dejó que Judas Iscariote saliera del Séder de Pésaj para buscar a los soldados? ¿Hablé con Isabel para que, indirectamente, me arrestara la Inquisición? ¿La empujé a convertirse en mi Judas Iscariote, en ese eslabón trágico que apura la llegada del combate decisivo? ¿Hice esto para que me llevasen ante los actuales Herodes, Caifás y Pilatos a fin de demostrarles que un judío oprimido reproduce mejor a Jesús que todos los inquisidores juntos?

Isabel rezó, dudó, se atormentó. Su saber era una brasa. Le urgía sacársela o dividirla con alguien. Recordaba mi advertencia: «de ti pende mi vida o mi muerte». Yo estaba en los brazos de la muerte -para ella-, y arrastraría a los demás. Salió en busca de Felipa. A mitad de camino se detuvo, se estrujó las manos, suspiró y dio media vuelta. Pero antes de llegar a casa volvió a girar. Al cabo de una hora mis dos hermanas sollozaban juntas porque una inconsolable desgracia había caído nuevamente sobre nuestra familia. Yo había sido contaminado por el veneno atroz.

– ¿Qué haremos? -suplicaba Isabel.

Felipa se paseó por la celda desgranando nerviosamente el rosario. Su voz ahogada por las lágrimas, enronquecida, dijo finalmente:

– Hay algo que no puedo eludir.

Isabel la miró temblando.

– Decírselo -anunció Felipa- a mi confesor.


Francisco echa una última mirada a la calle negra de la poderosa Ciudad de los Reyes, representante de una libertad falsa y esquiva.

Cruza el pórtico y desciende a los infiernos.

Загрузка...