Libro quinto: Deuteronomio

Sima y cima

118

Repta un airecillo húmedo y maloliente. Cruzan un salón desolado, se introducen en una galería y descienden cuidadosamente varios escalones. La linterna atrae los pliegues de los muros y techos como si fueran la piel de un monstruo interminable que se mueve, respira, acecha. Tropieza, porque lo traba la cadena que une los grilletes de muñecas y tobillos. Un negro provisto de linterna guía hacia la tenebrosa profundidad. Se pierden en un laberinto. ¿Adónde van? El negro se detiene frente a una hoja de madera, abre un candado y levanta la tranca de hierro. Un oficial aprieta el brazo de Francisco y lo obliga a pasar. Cierra la puerta; por sus rendijas se filtra el temblor residual de la linterna. Francisco queda a oscuras y tantea en el vacío hasta que alcanza los muros de adobe y descubre un poyo. Se desploma agotado.

Otra vez solo, pero ahora en la cárcel del Santo Oficio, en sus macabras vísceras. Sabe que lo harán esperar -como en Concepción, en Santiago- para que ablande la resistencia. Apela a los Salmos para darse fuerzas: su enemigo es potente como Belcebú.

Sin embargo, no conoce las irregularidades que se permite el Santo Oficio. No ha transcurrido una hora y vuelve a levantarse la tranca. Se asoma un rostro de bronce con un blandón encendido. ¿Lo llevan a la cámara de torturas? No es el mismo negro de hace un rato, sino una mujer. Se aproxima con cautela y le ilumina el rostro, las muñecas, los tobillos, sin decir palabra. Apoya el blandón en el piso, sale al corredor y vuelve con un cazo de leche tibia. Francisco estudia su rostro tan parecido al de Catalina años atrás y procura entender este gesto.

Bebe y se conforta. La negra se sienta a su lado, destila olor a cocina, a frito.

– Gracias -susurra.

Ella lo mira en silencio. Francisco apunta el mentón hacia la puerta abierta.

– ¿Y qué? -la negra se encoge de hombros-. ¿Quiere escapar?

Francisco asiente.

– No podría -emite un abismal suspiro-. Nadie escapa de aquí.

¿Quién es ella?, ¿por qué lo asiste? Le pregunta directamente. Esa mujer no tiene poder alguno. Se llama María Martínez, la han arrestado por hechicería y, para aliviarle la condena que aún no ha fijado el Tribunal, realiza ciertos trabajos en la casa del alcaide [42]. ¿Qué trabajos? ¿Llevar leche tibia a los reos que ingresan?, ¿demostrarles que no vale la pena intentar una fuga aunque permanezcan abiertas las puertas?, ¿sonsacarles información? Dice sin que le pregunten y desenrolla su historia: la mandó arrestar el comisario de La Plata por haberse enamorado de una joven viuda a quien visitaba regularmente (¿a todos les cuenta lo mismo?). El comisario admitió que él mismo la hubiese matado de una puñalada porque era intolerable que una mujer se acostase con otra y que eso era peor que las denuncias por leer en el vino y haber clavado siete alfileres en el corazón de una palomita para que la joven viuda nunca dejase de amarla. Su arresto se efectivizó bajo el cargo de hechicería: los inquisidores prefieren interrogarla sobre los ritos que efectúa para conseguir la ayuda del diablo. También muestra que se introduce un escarbadientes en la nariz para sacarse gotas de sangre que guarda en un pañuelo para mejorar su salud y conseguir que Santa Marta la exima de las torturas. Finalmente cuenta a Francisco que el señor alcaide ha salido por unas horas y le ha encargado recibirlo.

– ¿A mí?

– ¿No es usted el médico que traen de Chile?

Francisco trata de descifrar el galimatías: después de haber sido arrestado en Concepción y haber pasado por una agotadora serie de amonestaciones, interrogatorios y traslados, ¿lo confían ligeramente a una negra que también está bajo proceso? Había imaginado que bastaba atravesar los muros de esta sombría casona para encontrarse rodeado de oficiales y verdugos, pero hete aquí una laxitud que ni siquiera existe en las prisiones seculares. ¿Hay locura en el Santo Oficio?

La negra le pregunta por su crimen, ¿Crimen? -exclama Francisco-, ninguno. Ella se ríe: todos niegan haber cometido un crimen. Yo no niego la causa de mi arresto -replica-, sólo que no es un crimen. ¿Bigamia? -pregunta María Martínez-, ¿homicidio?, ¿título falso?

– Soy judío.

La negra se pone de pie y sacude su rústico vestido.

– Judío -repite Francisco en tono más alto-. Como mi padre y mi abuelo.

– ¿También? ¿Todos?

– Todos.

Se persigna, invoca a Santa Marta, lo mira atónita.

– ¿No tiene miedo?

– Sí, tengo miedo, por supuesto que tengo miedo.

– Y ¿por qué lo dice?

– Porque eso soy. Y porque creo en el Dios único, en el Dios de Israel.

Sus ojos grandes y asustados se aproximan con pena; susurra:

– No lo diga así al señor alcaide; lo mandarán a la hoguera.

– ¿Sabe, María? He llegado hasta aquí, precisamente, para decirlo. Necesito decirlo.

– ¡Shttt…! -le tapa la boca con su mano húmeda y regordeta-. El alcaide puede llegar violento. Si usted dice que es… ¡lo condenará!

Recoge el cazo vacío y el blandón.

– Si llega bueno -aclara- y usted le dice que es… eso, ¡también lo condenará! ¡No lo diga!

Francisco menea la cabeza, mueve las engrilladas manos y reconoce que esta pobre mujer jamás comprendería. No obstante, su torpe bondad merece que le explique. Suspira: hace mucho que no transmite sus pensamientos y pronto deberá exponerlos ante los inquisidores; tarde o temprano lo llamarán y querrán enterarse por su boca de aquello que ya figura en los pliegos, ¿Por qué no ensayar ahora con esta mujer ignorante? Ella no suelta el cazo ni el blandón mientras murmura: «¿quiere que lo maten?».

Francisco intenta un comienzo pero el cierre destemplado de una lejana puerta y los crecientes taconeos los sobresaltan. María se asoma al temible corredor y vuelve para prevenir a Francisco.

– ¡Es el alcaide! ¡Póngase de pie, rápido! -lo ayuda a levantarse, le arregla la cabellera y le estira la sucia camisa.

Ingresa un hombre bajo y robusto seguido por un sirviente con una linterna. Se acerca a Francisco y lo examina de arriba hacia abajo como si quisiera indicarle que la diferencia de altura no le otorga ventajas. Sus ojos expresan desprecio. Chasquea los dedos y la negra sale con el cazo y el blandón. De súbito Francisco queda nuevamente solo y a oscuras. Pero no alcanza, sin embargo, a acomodar su vista y el negro de la linterna ingresa en la celda otra vez y ordena al reo que lo acompañe. Francisco no ofrece resistencia; sabe que su cuerpo será inevitablemente sometido a ultrajes para que se rinda, pero su propósito es triunfar con el alma. En consecuencia, que lo lleven y traigan, que lo pongan al frío o al calor; podrá ejercer alguna defensa de sus convicciones. Se levanta con los grilletes tironeando hacia abajo y lo sigue por el pasillo que ondula al ser tocado por la luz. La cadena es demasiado larga y se enreda en sus pies. El túnel se divide en cruz, doblan hacia la derecha, después de un tramo doblan otra vez y se detienen ante una puerta maciza. El esclavo levanta la linterna y golpea la diminuta aldaba. Una voz le ordena pasar. Tras una mesa iluminada por un candelabro está sentado el alcaide. Francisco permanece de pie y aguarda; el cansancio lo está minando.

El funcionario lee los papeles amontonados sobra la mesa sin pronunciar palabra. Se supone que son los documentos condenatorios labrados en Chile. Se demora en cada hoja: es un funcionario responsable que lee con dificultad. A Francisco le aumenta el dolor de los tobillos ulcerados y una niebla le invade los ojos. A cada rato el alcaide espía por encima del papel para cerciorarse de que permanece en el mismo sitio. Al rato su voz neutra ordena:

– Identifíquese.

– Francisco Maldonado da Silva.

El funcionario no dice si ha escuchado, continúa sumergido en los pliegos. ¿Es una forma de hacerle saber que tiene poco interés en su nombre? Tarda un rato en hacer la pregunta siguiente.

– ¿Conoce la razón de su arresto?

Francisco descarga el peso sobre una sola pierna; no podrá seguir parado; la fatiga de dos meses horribles lo vence.

– Supongo que por judío.

– ¿Supone?

Una mueca le tironea la comisura de los labios y replica:

– Yo no soy el autor de mi arresto y no puedo conocer su causa.

El alcaide lleva automáticamente la mano a su espada porque esa insolencia es inaceptable.

– ¿Loco, además? -le increpa con el rostro enrojecido.

Apoya el peso sobre la otra pierna; un bulto le aplasta los hombros, le oprime la nuca. Los objetos se mueven y diluyen.

– Le exhorto a decir la verdad -recomienda en tono burocrático.

Francisco balbucea la respuesta:

– Para eso estoy aquí.

La niebla se espesa; no puede evitar la flexión de sus rodillas. Cae desvanecido.

El alcaide se incorpora despacio, rodea el escritorio y se para junto al prisionero. Con la punta del zapato le mueve el hombro: está acostumbrado a recibir cobardes y simuladores. Le hunde el zapato en las costillas e indica al negro que arroje agua sobre la cara desfigurada por el agotamiento.

– Muy flojo -lo desprecia.

Retorna a su silla, se acaricia el mentón y evalúa.

– Lévalo de regreso a la celda y que coma.

119

Un par de negros lo visten con una túnica de fraile. Después le ofrecen leche y un trozo de pan recién horneado. Francisco aún navega en su sueño escaso y al comer siente dolor en la mandíbula, la garganta, el esternón.

– Vamos -ordenan.

– ¿A dónde me llevan? -el dolor de la garganta se ha conectado con el dolor de todo su cuerpo.

Lanzan una risita y lo empujan al corredor.

¿Es el mismo corredor de horas antes? Ya han conseguido desorientado. ¿Empezarán con el potro, como hicieron con su padre? Advierte que a su lado camina el alcaide, robusto y severo. ¿Cuándo apareció? Francisco se lleva las manos a las sienes: se le ha turbado la percepción, el cansancio afecta su lucidez. La cadena se le enreda en los tobillos.

– ¿Qué le pasa? -reprocha el funcionario.

– ¿A dónde me llevan?

– A una audiencia con el Tribunal -contesta sin emoción.

Francisco tropieza de nuevo y es la cruel y reprochadora mano del alcaide la que sujeta su brazo e impide la caída. Ni su más ingenuo cálculo había presumido tanta aceleración. ¿Influyen poderes sobrenaturales en su despareja lucha? Durante meses lo mantuvieron excluido: los comisarios le hicieron sentir el abandono y la impotencia. Ahora, en el vientre del Santo Oficio, sus autoridades centrales se apuran para vede el rostro y escucharle la voz. ¿Será cierto? Tiene la impresión de cruzar puertas que se abren antes de su llegada y ser observado por hombres silenciosos. Lo ingresan en una sala de relativa suntuosidad, iluminada parcialmente por altas linternas. Alguien le arrima un escabel de madera y el alcaide le aprieta de nuevo el brazo para (¿invitado?) forzarlo a sentarse. Necesita aferrarse de su asiento con las manos. ¿Aquí funciona el Tribunal? Lo asalta una arcada.

Delante suyo, sobre una tarima, se yerguen tres sillones abaciales forrados de terciopelo verde. Una larga mesa de caoba (¿ahí apoyarán sus manos los jueces?) tiene seis patas torneadas en forma de monstruos marinos (¿qué significan en un sitio donde ningún detalle puede ser arbitrario?). En los extremos de la ancha mesa alumbran sendos candelabros como escolta del crucifijo que destella en el centro. Francisco ve a un costado de la tarima el milagroso Cristo de tamaño casi natural, sombrío, cuyos ojos observan directamente los tobillos del reo; su padre le dijo que era milagroso porque su cabeza se mueve para refutar las mentiras de los cautivos o apoyar las acusaciones del fiscal. Le empieza a recorrer un temblor: sobre la pared derecha hay dos puertas cerradas y supone que por ahí emergen los jueces o se va a la cámara del secreto o la cámara de las torturas.

La tensión levanta sus párpados: urge reconocer los objetos para establecer algún contacto y controlar el miedo. ¿Qué ocultan las cortinas negras del frente? El negro expresa el luto de la Iglesia por las persecuciones que sufre a causa de las malditas herejías y el verde simboliza la esperanza en el arrepentimiento de los pecadores. Los objetos son piezas del armamento que le será disparado contra su cabeza. Se encoge al identificar el blasón del Santo Oficio, desafiante bandera que proclama al dueño del lugar y recuerda a los prisioneros su abominable condición. Lo mira embelesado: consta de una cruz verde sobre campo negro (el negro y verde se repiten); a la derecha de la cruz se extiende una rama de olivo que promete clemencia a los que se arrepienten; a la izquierda han bordado la gruesa espada que hará justicia con los pertinaces; debajo de la cruz y su guardia de olivo y acero arde una zarza como prueba de la inextinguible sabiduría de la Iglesia, así como del fuego que consumirá a quienes se obstinen en la rebelión. Al conjunto lo rodea una frase en latín extraída del Salmo 73: Exurge, Domine, et judica causa tuam, la misma que ha leído con aprensión la primera vez que vio el palacio inquisitorial cuando llegó a Lima con dieciocho años de edad y un nudo de conflictos en el alma. No puede retirar los ojos del estandarte: es la monstruosa oreja que escucha a los innumerables acusados y después sale a presidir los Autos de Fe. Último Francisco aumenta su vértigo al descubrir el famoso techo del que se habla en todo el Virreinato: es un conjunto colorido de 33000 piezas machimbradas, sin un solo clavo, talladas en la noble madera de Nicaragua traída especialmente por mar.

Desde las esquinas de la sala un alguacil lo vigila y se cerciora de que los tenaces grilletes le inmovilizan las extremidades. Cruje la primera puerta de la derecha e ingresa un hombre pálido con gafas. Es una aparición tenebrosa: no habla, no mira, parece no registrar la presencia de Francisco; se desplaza igual que los muñecos articulados, lentamente, rígidamente. Se detiene junto a la mesa desnuda del costado y, con la parsimonia de un sacerdote junto al altar, la llena de objetos: pluma, tintero, hojas de papel, secantes y un gran libro encuadernado en piel. Después ordena los materiales: el tintero y las plumas a la derecha, los secantes a la izquierda, el gran libro al centro y las hojas apretadas bajo el libro, como si temiese que una ráfaga las pudiera arrancar. Entonces se sienta, sus manos en oración y queda mirando al verdinegro blasón del Santo Oficio. Permanece quieto como un cadáver.

Al rato vuelve a crujir la puerta lateral y aparecen tres solemnes jueces en fila. El aire se tensa y adquiere olor de muerte. Se desplazan con majestad, a pasos cortos. Desfilan hacia la tarima donde los sillones de alto respaldo se han corrido para hacerles más cómodo el ingreso. Es una procesión sin imágenes ni multitud de fieles, sólo a cargo de tres figuras envueltas en túnicas negras.

El notario se incorpora e inclina la cabeza. La firme mano del alcaide oprime el brazo de Francisco y ahora lo fuerza a levantarse; el ruido de la cadena profana la macabra pompa. Los jueces se paran junto a cada silla, se santiguan y rezan. Luego, al unísono, se sientan. El alcaide de tironea nuevamente el brazo de Francisco. El notario gira por primera vez su cabeza hacia la izquierda y sus gafas con infinitos círculos golpean el rostro del alcaide, quien se turba, suelta a Francisco y sale. También salen los alguaciles. En el salón de audiencias sólo permanecen los tres inquisidores, el secretario y el reo. Va a comenzar el juicio.

120

A Francisco le molesta la fina trepidación que corre bajo y su piel. Ha pensado en este momento, imaginado preguntas y ensayado frases, pero su mente se ha blanqueado. Tan sólo presume que lo tratarán con el mismo despecho que a su padre; le pedirán decir la verdad y cada palabra será registrada prolijamente para usarla en su contra todas las veces que hiciera falta hasta quebrarle la resistencia. De pronto recuerda que su padre le pidió no repetir su trayectoria. Es una inoportuna interferencia, no debería pensar en su padre, sino en cómo desempeñarse ante los gélidos inquisidores. Pero se agranda el indeseable reproche: ha desobedecido el consejo y ahora debe rendir cuentas ante el Tribunal. Pero, a diferencia de su padre, Francisco reconoce que la denuncia en su contra se produjo porque él mismo la buscó cargando a su hermana Isabel con una información que ella no estaba en condiciones de sostener, que él mismo había decidido cancelar su doble identidad y que por esa razón no había aprovechado a huir durante el viaje. Aún queda por ver si será capaz de resistir la severidad del Santo Oficio y demostrarle que no tiene por qué arrepentirse de ser quien es y defender la creencia que lo anima. Sabe, desde luego, que no es más que un mortal y el Santo Oficio desborda experiencias y metodologías para doblegar a los obstinados.

Uno de los jueces limpia sus gafas en la manga del hábito y las calza sobre la montura de su nariz, alisa las finas cintas del bigote y ordena al secretario que anuncie la apertura de la audiencia. Francisco escucha que es día viernes, 23 de julio de 1627. Y que el Tribunal está integrado por los ilustrísimos doctores Juan de Mañozca, Andrés Juan Gaitán y Antonio Castro del Castillo.

Andrés Juan Gaitán -el mismo que elogió al virrey Montesclaros durante su visita a la Universidad- clava sus ojos en los de Francisco y dice con voz monocorde:

– Francisco Maldonado da Silva: usted va a prestar solemne juramento de decir la verdad.

Francisco le devuelve la mirada. Las pupilas brillantes del clérigo y las del desvalido infractor se tocan como un fugaz cruce de acero. Dos ideologías opuestas se miden. El recalcitrante partidario de la uniformidad sin melladuras y el tierno (pero también obstinado) defensor de la libertad de conciencia. El inquisidor odia (ignora que teme) al infractor; el reo teme (ignora que odia) al inquisidor. Ambos van a luchar en el ambiguo rodeo de la verdad.

– Coloque su mano sobre este crucifijo -le ordena.

Las cabezas de los inquisidores, vistas desde el lugar de Francisco, parecen apoyadas sobre la mesa y coronadas por el alto respaldo de las sillas tapizadas de verde. Son tres cabezas sin cuerpo, cenicientas y hoscas. Francisco no se mueve en apariencia, pero el molesto temblor fino le tortura cada dedo.

– Señor -dice tras una inspiración honda-, yo soy judío.

– Es el cargo por el cual lo juzgamos.

– Entonces no puedo jurar en nombre de la cruz.

El notario, que venía describiendo el curso de la audiencia, tira su cabeza hacia atrás y quiebra la pluma.

– Es el procedimiento -replica fastidiado el inquisidor-. Debe atenerse al procedimiento.

– Lo sé.

– Hágalo, entonces.

– No tiene sentido. Le pido que me comprenda.

– ¿Usted nos enseña qué tiene o no sentido? -el atrevimiento de este individuo le crispa la cara-. ¿Pretende pasar por loco?

– No señor. Pero mi juramento sólo tendrá valor si lo hago por mi creencia, por mi ley.

– Para nosotros no rige ni su ley ni su creencia.

– Pero rigen para mí. Soy judío y sólo puedo jurar por Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra.

El secretario anota precipitadamente; su letra se agranda e incurre en trazos desparejos. El techo machimbrado cruje: sus miles de piezas articuladas con maestría jamás han escuchado una réplica semejante. Los inquisidores se ponen una coraza de quietud: este miserable no debe imaginarse siquiera que los ha tocado.

– ¿Pretende imponernos su ley? -la voz de Gaitán se esfuerza por mantener una angosta serenidad-. Esta actitud le perjudicará.

– Si juro por la cruz habré cometido mi primera mentira.

Gaitán se dirige a los otros inquisidores. Hablan voz baja y les cuesta armonizar sus puntos de vista. El reo los observa, pero se conceden su tiempo para no equivocarse ante el inopinado insulto. Finalmente Juan de Mañozca se dirige al secretario.

– El reo puede jurar a su modo, pero haga constar la pertinacia.

Por primera vez resuena en el salón el extraño juramento y rechinan las maderas de Nicaragua. Después Francisco Maldonado da Silva responde al interrogatorio. Ha soportado demasiado la falsedad y ansía mostrarse sin la máscara de la vergüenza, la cobardía y la traición. Traición a Dios, a los demás, a sí mismo.

Los inquisidores se encuentran ante un problema inédito, mezcla de injuria y franqueza. Un caso que no elude la gravedad de las preguntas ni la amenaza de los cargos. No oculta sus pecados, no niega su condición de judío ni sus prácticas abominables, no intenta confundir a los jueces. Parece sincero. Reitera que es judío como si tuviese un morboso placer en pronunciar esa palabra llena de resonancias maléficas; repite que es judío como lo fue su padre -penitenciado por este Tribunal- y su abuelo y los ascendientes de una larga genealogía. Advierte que su madre, sin embargo, fue cristiana vieja y murió en su fe. Lo bautizaron en la remota Ibatín y lo confirmó en Córdoba el obispo Fernando Trejo y Sanabria. Reconoce su sólida formación religiosa; fue católico hasta la edad de dieciocho años, en que vino al Callao para reencontrarse con su padre. Aunque se filtraban dudas en su espíritu como consecuencia del maltrato que padeció su familia, confesaba, comulgaba, oía misa y era obediente de todos los demás actos que debe guardar un buen católico. Pero llegó el instante en que hizo eclosión una poderosa turbulencia: la lectura del Scrutinio Scripturarum que escribió el converso Pablo de Santamaría le produjo náusea: la controversia artificial del joven Pablo con el senil judío Saulo no le mostró el triunfo de la Iglesia sino su abuso. Entonces pidió a su padre una intensa enseñanza del judaísmo.

Andrés Juan Gaitán y Antonio Castro del Castillo cambian de posición en sus sillas por el torrente de blasfemias, pero es Juan de Mañozca quien lo interrumpe y ordena que demuestre su formación católica santiguándose y pronunciando las oraciones de la ley de Nuestro Señor Jesucristo.

Francisco enmudece de golpe: ¿qué prueba le están pidiendo? ¿La calidad de su aprendizaje se reduce ahora a un examen para analfabetos? ¿Se burlan? ¿No creen en la veracidad de su relato? De pronto conecta otra idea: quieren enterarse si un judío pleno es capaz de llevar a cabo un rito católico sin repugnancia.

– No perjudica a la ley de Dios que me santigüe ni que pronuncie las oraciones -se persigna, dice las oraciones y recita los diez mandamientos.

Los inquisidores miran y escuchan con rostros neutros. El secretario sigue escribiendo velozmente; ya se le quebró la tercera pluma.

– Continúe -ordena Mañozca.

Francisco queda sin conocer el motivo de la prueba elemental, pasa su lengua por los labios y completa la historia de su vida. Se la ofrece generosamente, para quedar igualados: ellos católicos y él judío. Mientras ocultaba su identidad se cercenaba como hombre; ahora que la exhibe, su espalda se endereza: en los intersticios de su cuerpo y su alma ha ingresado una balsámica liviandad. Les relata a los inquisidores que se ha casado con Isabel Otañez, natural de Sevilla, cristiana vieja -enfatiza, para que no insinúen siquiera molestarla-; tiene una hija con ella y está esperando un segundo hijo. Describe el sufrimiento que ha ocasionado esta separación y ruega a los ilustrísimos inquisidores que le hagan llegar noticias y que no confisquen todos sus bienes para que subsista dignamente. Ella es cristiana devota y no tiene por qué sufrir a causa de una fe que ni siquiera conoce.

– ¿Con quiénes compartió el secreto de su judaísmo? -pregunta Gaitán.

Es la infaltable cuestión; su padre lo dijo tantas veces: "Piden nombres, exigen nombres; no les basta ver al reo bañado en lágrimas y arrepentido; cada uno debe traer por lo menos otro.» No le sorprende la pregunta ni el tono; se la volverán a formular con porfía y usarán todos los recursos de la voz. Pero él ya ha preparado y fijado la respuesta que usará siempre, despierto o dormido, en la sala de audiencia o la cámara de torturas; dirá (dice) que sólo habló de judaísmo con su padre y su hermana Isabel. Su padre ya ha muerto y su hermana lo ha denunciado.

– ¿Con quién más? -insiste el inquisidor.

– Nadie más. Si no hubiera hablado con mi hermana, hoy no estaría aquí.

121

Lo trasladan a otro agujero de las cárceles secretas. Aunque lo sigue tensando el miedo, está relativamente satisfecho por la conducta que observó durante la primera audiencia. Su cuerpo se parece al de una aplastada mula que súbitamente se liberó de la carga: se ha mostrado a cara descubierta ante los hombres más temidos del Virreinato. Les ha refregado que ama sus raíces. Ha hecho resonar en la augusta sala el nombre de Dios único y ha desafiado -desde su debilidad física- la arrogancia del Tribunal. Pocas veces alguien les habrá demostrado que no cuentan con todo el poder. Esto no debería transformarse en soberbia -corrige el posible desliz- porque «yo soy apenas un minúsculo, un indigno siervo del Eterno». Pero es obvio que los inquisidores, acostumbrados a recibir prisioneros asustados que se defienden con la mentira, deberán estudiar su caso y, quizá, aproximarse a cierta comprensión. Quizá el resplandor de ángel que existe en cada ser humano (y hasta en el más pérfido) consiga descubrirles el derecho que le asiste.

Mientras su mente gira en círculos no observa hacia dónde lo llevan. ¿Importa? Su mirada se ha replegado y apenas registra que las baldosas pasan a ser cubos de adobe y por último tierra apisonada. En los corredores resuenan pasos, hierros, gemidos y aumenta la oscuridad. Los alguaciles tienen la orden de saltear la celda de recepción y hundirlo en una mazmorra. Ya ha pasado por las verificaciones que exige la legalidad del Santo Oficio: no es un reo inclasificado, sino un judío cabal con sangre y espíritu infectos. Le corresponde un espacio chico y húmedo, un ergástulo sofocante en el cual se macerarán sus pensamientos demoníacos. No pueden cambiarle la sangre pero sí lavarle el espíritu.

Lo encierran y refuerzan la puerta con travesaños, llave y tranca. Todo ha sido dispuesto para que Francisco Maldonado da Silva acepte que sus insubordinaciones no lo han conducido a otra parte que este pozo y reconozca que a partir de su entrada en las cárceles secretas ha perdido definitivamente todos sus derechos.


Los inquisidores se pasan unos a otros -servidores mediante- los pliegos que redactó apresuradamente el secretario durante la audiencia. Es una inevitable y pobre síntesis que no ha registrado algunas frases infames ni reproduce el tono altivo con el que el reo las ha pronunciado. Pero consigna pruebas suficientes para aplicarle una condena severísima. Tiene en su favor, empero, la coherencia y coincidencia con los documentos que se labraron en Chile tras cada interrogatorio. También armonizan con la denuncia que había elevado hace casi un año el comisario de Santiago de Chile cuando las hermanas del reo -Isabel y Felipa Maldonado- testificaron con horror las confesiones que él había hecho a una de ellas. Esta situación facilitaba la indagación, pero no brindaba pistas sobre el grado de arrepentimiento que se produciría en el cautivo. Su historia, cultura y aparente coraje pueden servir tanto a la luz como a las tinieblas, pueden ayudado a recuperar la verdadera fe o extraviarlo más en sus sofismas. Quizá se avenga a una reconciliación voluntaria, con lágrimas sinceras. Quizá sólo a una reconciliación forzosa, bajo la luz que brinda el suplicio, como fue el caso de su padre Diego Núñez da Silva. El delito de judaísmo tiene cuatro salidas: dos son compatibles con la vida (reconciliación voluntaria o forzosa). Las otras dos terminan en la muerte y se diferencian entre sí porque el judío que se arrepiente antes de que lo devore la hoguera puede acogerse a la clemencia de un fallecimiento más rápido mediante la horca o el garrote vil.

Andrés Juan Gaitán instala un pisapapeles sobre los pliegos y apoya su nuca en el alto respaldo de su sillón. Le molesta que Mañozca y Castro del Castillo hayan aceptado que el reo jurase a su modo. Se le ha permitido, indirectamente, agraviar la cruz y se le ha concedido un derecho que aumentará su confusión. A esta gente hay que recordarle que el Todopoderoso está de un solo lado y que la verdad no es compatible con sustitutos. ¿Quién es este médico criollo para imponer sus deseos al Tribunal? El Tribunal, al satisfacerlo, le ha regalado un trozo de su propia fuerza, le ha transferido innecesariamente una atribución. ¿Por qué?, ¿para qué? Mañozca y Castro del Castillo tienen pocos años de oficio inquisitorial y aún no han aprendido a reconocer en estos insolentes a moscas con forma humana. Como las moscas, sólo merecen que se las aplaste. Son indignos, ingratos e irracionales. Este médico criollo ha recibido el bautismo y la confirmación, ha sido hospedado en conventos, instruido en la Universidad y ha llevado al lecho a una cristiana vieja, para finalmente arrojar todo como basura y proclamar su sangre abominable con orgullo y su apostasía como mérito. Es el colmo del extravío, Incluso tiene la desfachatez de considerarse único responsable de sus actos. Gaitán cree que esto es verdad, que el hombre es un solitario, que no ha cultivado su judaísmo sino con su padre muerto y hablado del tema con su hermana devota. Pero en vez de aceptar su nimiedad extrema y achicarrarse ante la majestad del Santo Oficio, en vez de temblar, sudar y caer de rodillas, ese infeliz impugna la fe verdadera con su juramento por el Dios de Israel. Es una muestra cabal de su rebelión y de que pretende socavar el orden del universo.

Gaitán está cansado. Debe leer informes, contrastar testimonios, evaluar confesiones, juzgar, condenar. Ya es suficiente para él: desde hace dos años ha comenzado a pedir licencia para regresar a España porque el Virreinato del Perú y sus miserias lo han hartado. Pero su solicitud no será satisfecha con celeridad. Lo sabe. En España harán una evaluación de los servicios que él presta a la fe con severidad incorruptible y preferirán que prosiga varios años más; lamentablemente.

122

Le han liberado las muñecas y los tobillos porque está preso en una mazmorra inexpugnable, La celda es angosta, provista de un poyo donde tendieron el colchón y una arqueta en la que han depositado las pertenencias que lo acompañaron desde Chile. Francisco mira durante horas la ventana alta por la que fluye la luz de un patio interno. Se aburre con el lento desovillarse de las horas bajo la perpetua nubosidad de Lima y se pregunta reiteradamente si conseguirá trasponer las pruebas a que lo va a someter el Santo Oficio, una de las cuales consiste en mantenerlo inactivo entre esas cuatro paredes. Los sirvientes negros que le traen la ración de comida arrojan algunas frases como migajas; son seres despreciados que se alivian despreciando a quienes están peor; entre las deshilvanadas expresiones le dejan enterarse de que no puede leer ni escribir, no puede comunicarse con otros prisioneros y menos con el exterior. Puede, en cambio, solicitar algunas comodidades que a veces son atendidas («a veces»): abrigos, comidas, un mueble, más velas. Esos beneficios se pagan con el dinero que le han confiscado; si su dinero se acaba, se acaban los beneficios.

¿Cuánto tiempo lo mantendrán ahí, solo e incomunicado? El desafío del aislamiento es muy arduo. Incrementa la ansiedad y desencadena el alud de la desesperación. Habla consigo mismo hasta el borde de la locura porque su corazón reclama cada día y cada hora conectarse urgentemente, confiar ideas, descargar sentimientos. Ya le ha pasado en la celda de Concepción, de Santiago y en la bodega de la nave: llega un momento en que no se aguanta más. Cuando esto sucede aparece un pórtico brumoso; al otro lado sólo hay vacío: es la pérdida de la esperanza. Esto busca la Inquisición.

Cuatro jornadas después de la primera audiencia le ordenan ponerse el sayal para la segunda. Cierran los grilletes en sus extremidades ulceradas como si estuviera en condiciones físicas de huir y lo conducen al augusto salón. Igual que la otra vez, lo acompañan el alcaide y dos negros. Se da cuenta de que su prisión actual está en el fondo de la lóbrega fortaleza porque debe recorrer largos túneles, ascender y descender peldaños, cruzar muchas puertas hasta que penetra en el ámbito temible donde el techo de madera machimbrada ofrece una disonancia sarcástica. Ahí están las tres altas sillas forradas de verde, el escritorio de seis patas, los dos candelabros y el crucifijo ante el cual se negó a prestar juramento. Entra el cadavérico secretario cuyos ojos de vidrio apuntan hacia el pequeño escritorio en el cual deposita su escribanía; después se sienta, une las manos en oración y mira hacia el verdinegro blasón del Santo Oficio. Gira una de las puertas laterales y brotan en fila los tres inquisidores. La audiencia es ceremonia y no permite alteraciones al libreto: la secuencia es rígida, siempre igual. Los jueces caminan a pasos cortos, escalan la tarima, las sillas abaciales se corren, quedan parados como alabardas, hacen la señal de la cruz, rezan en voz baja.

Mañozca ordena al reo que diga lo que calló en la audiencia pasada. ¿Supone este giro la aceptación de un informe anterior como cierto, que lo escuchen con mejor disposición? El resplandor de ángel que existe en cada ser -Francisco se da ánimos-, ¿podría inducirlos a reconocer que su calidad de judío no implica ofensa a Dios? Avanzará más -decide-, para mostrarles que su conducta no es arbitraria, sino obediente de los sagrados mandamientos, como pide la Biblia. Confiesa, entonces, que ha guardado los sábados como festividad porque así lo ordena el libro del Éxodo (recita de memoria los versículos pertinentes) y ha evocado a menudo, para infundirse coraje, el cántico que figura en el capítulo XXX del Deuteronomio (también lo recita de memoria). Los inquisidores teclean los apoyabrazos ante el desfogado reconocimiento del delito que hace este hombre, y están impresionados, además, por su dominio del latín y la Sagrada Escritura. Francisco lee en los rostros secos un asombro apenas esbozado, pero suficiente para mostrarle que ha conseguido atravesar su dura piel. El secretario escribe ansiosamente, resignado a no poder fijar tantas palabras en castellano y latín; se limita a mencionar que con fluidez pronunció el Salmo «que comienza ut quid Deus requilisti in finem y otra oración muy larga que comienza Domine Deus Omnipotens, Deus patrum nostrorum Abraham, Isaac et Jacob» y que recitó «otras muchas oraciones que rezaba con intención de judío».

La audiencia se prolonga hasta que los inquisidores juzgan que el reo ha dejado de aportar nuevos elementos. El alcaide y sus ayudantes acompañan a Francisco rumbo a su angosta prisión, Allí, en la sima asfixiante del encierro, espera durante días, semanas, meses, que lo vuelven a convocar. La puerta sólo se abre para ingresarle la comida o retirar la bacina con excrementos. La quietud y el vacío lo oprimen.

123

El Santo Oficio especula con las planicies del tiempo. Aspira a que las horas huecas le consuman la resistencia y apaguen las convicciones. Pero ignora que en oposición a sus designios, como si los hubiese adivinado, Francisco se endereza lentamente y decide organizar sus jornadas con la única actividad que aún no han podido quitarle: el pensamiento. Es, además, su única arma y debe cuidarla con pasión. Los ejercicios de la memoria, la lógica y la retórica deben llenar su vigilia. Además de pronunciar las oraciones y recitar sus queridos Salmos, debe repetir los textos que retiene en su cabeza y ensayar respuestas a difíciles preguntas así como armar provocativos interrogantes para desarticular los asertos dogmáticos. Constituye dentro de sí el diálogo que le retacean. Se pregunta, se responde, se refuta, se vuelve a preguntar. Por cada audiencia que alguna vez volverán a concederle, en su espíritu tienen lugar no menos de cien.

Los inquisidores, mientras, atienden otros asuntos: deben enjuiciar casos de idolatría, problemas con la autoridad civil y dolorosos conflictos de jurisdicción con la autoridad eclesiástica. Diariamente aparecen complicaciones financieras o de protocolo. Se amontonan blasfemias, visionarios peligrosísimos, bigamia, supersticiones variadas y, para colmo de males, delitos del mismo clero (seducción en el confesionario, celebración de la misa por quienes no son sacerdotes ordenados, casos de frailes que han contraído matrimonio y frecuentes amancebamientos).

Andrés Juan Gaitán no está tranquilo. Ese judío -masculla- que no sólo reconoce su sangre infecta, sino que la reivindica, es un oponente que le causa mucha irritación. Contrariamente a los otros reos que desfilan en las audiencias, no parece dispuesto a pedir misericordia porque no se reconoce culpable. Ha presentado su falta como un mérito. Y lo ha hecho con abundancia de citas favorables a su errada convicción. Está encadenado, no puede salir ni comunicarse, es casi un muerto. No obstante, se ha expresado como si eso no existiese, como si no enfrentase a un Tribunal que puede condenarlo rápidamente a la hoguera. ¿Qué pretende con su actitud reivindicatoria? ¿No sabe acaso que en las cárceles secretas se puede hacer llorar las piedras? ¿No se lo dijo su padre? Su padre se quebró, habló y denunció. Ofreció muestras de arrepentimiento, se le aceptó en reconciliación y se le impuso una condena leve, demasiado leve (por eso retornó a los asquerosos ritos). El Tribunal fue ingenuo en esa oportunidad. Olvidó que, para cumplir con brillo su misión, debe ser siempre algo más exigente de lo que propone la equilibrada lógica. Para que haya orden y reinen Cristo y la Iglesia, más importante que la justicia es la victoria, más importante que la verdad es el poder.

Gaitán no modificaría esta posición ni aunque se lo rogara la Suprema. La historia del Santo Oficio demuestra cómo fue preciso endurecer cada vez más la respuesta a las agresiones del diablo. Hace poco discutió el tema con Antonio Castro del Castillo, que aún sueña con los resultados de la mano blanda. Es cierto que las primeras leyes contra los herejes no incluyeron la pena capital; debe tenerse en cuenta que entonces no se sabía que eran tan pertinaces y malignos. La Iglesia dejó pasar más de mil años sin castigados debidamente y ha demostrado con ello tener una paciencia a la medida de su enorme estatura. Pero también ha comprobado que la tolerancia no lleva al buen carril: al contrario, aumenta las ventajas del Anticristo. Recién el papa Gregorio IX (de inmarcesible memoria), en el siglo XIII, creó la Inquisición Delegada [43] y admitió el principio de la represión violenta para enfrentar las herejías. La bula Ad extirpanda de Inocencio II, publicada en el año 1252 de Nuestro Señor -confirmada por sucesivos pontífices-, rompe la tradición canóniga que imperaba desde los bondadosos Apóstoles y establece la legalidad de la tortura. Esta sabia disposición no se impuso fácilmente, para mal de la Iglesia. Ni aun ahora, que arden hogueras en Europa y América, se golpea con suficiente energía. Por eso un hombre como Diego Núñez da Silva -sigue mascullando Gaitán- ha retornado a la ley de Moisés y su hijo (confundido por la tibieza de la pena) tiene la insolencia de proclamar en las narices del Tribunal que es y quiere ser judío.

124

A los negros que traen la comida les llama la atención que el prisionero mantenga fijos sus ojos en la pared como si leyese un texto. Cuando percibe su presencia gira la cabeza; entonces recibe el cazo humeante.

– Está prohibido leer -le recuerdan a pesar de que no permiten el ingreso de un libro ni un cuaderno.

Francisco asiente mientras acerca la cuchara a su boca. Un esclavo se aproxima a la pared donde se supone que están grabadas las oraciones; no descubre signo alguno y pasa los dedos para convencerse de que la vista no lo engaña. Después contempla al prisionero que sorbe lentamente el guiso y tiene la capacidad mágica de captar lo invisible.

– Está prohibido leer -repite-, pero puede pedir otras cosas -en su tono hay respeto.

Francisco eleva las cejas.

– Otra comida, otra frazada, otra silla -dice el negro abriendo las manos.

Francisco vacía el recipiente; por primera vez no se han retirado en seguida: están fascinados.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunta a uno.

– Pablo.

– ¿Y tú?

– Simón.

– Pablo y Simón -les dice con chata expectativa-: quiero pedir otra cosa.

– Pida.

– Ver al alcaide.

– Puede -le sonríen.

Francisco observa su presurosa partida. Cierran la puerta con llave y con tranca.

Esa tarde vuelve a elevarse la tranca y girar la llave. Cruje la puerta e ingresa el alcaide con un negro cubriéndole las espaldas.

– ¿Qué sucede?

Duda si solicitado a quemarropa. Han transcurrido jornadas de pesado silencio. Ha recitado de memoria libros enteros de la Biblia y evocado una buena parte de su biblioteca. Lo ha hecho demasiado de prisa para que no lo sofoque la soledad. El alcaide es imperturbablemente hosco y lo mira con reproche. Su función de carcelero, sin embargo, le obliga a responder los llamados. Parece más petiso y barrigón que la primera vez.

– Necesito hablar con los inquisidores.

– ¿Otra audiencia? -se extraña.


A los pocos días le ordenan vestir el sayal frailesco, engrillan sus extremidades y lo conducen al sombrío salón. Uno de los inquisidores indica al secretario que anote el carácter voluntario de la audiencia. Después clavan sus pupilas en Francisco, que ha ensayado su discurso, quiere conmoverles el alma, sacados de su hostilidad de granito. Es menos que David y ellos son más que Goliat; no pretende vencerlos, sino humanizados.

– Soy judío por dentro y por fuera -les dice con transparencia suicida-, antes sólo por dentro. Seguramente ustedes aprecian mi decisión de no ocultarme tras una máscara -calla unos segundos, evalúa el calibre de las palabras que pronunciará ahora-. Al decir la verdad he puesto en riesgo mi vida, tal vez ya me he condenado a morir, pero siento una profunda tranquilidad interior. Sólo quien ha tenido que sobrellevar una identidad doble y ocultar durante años, con miedo y vergüenza, la que considera auténtica, sabe cuánto se sufre. No sólo es una carga sino un garfio que muerde hasta en los sueños.

– Es malo mentir, por cierto -dice Juan de Mañozca en tono helado-. Y peor cuando se miente por ocultar la apostasía.

A Francisco le brillan los ojos como si la dureza del inquisidor le hiciera saltar lágrimas.

– No he mentido para ocultar la apostasía, sino para ocultar mi fe -eleva involuntariamente la voz-. Para ocultar a mis antepasados, mi corazón, para ocultarme a mí mismo como si yo y mis sentimientos y mis convicciones y mis preferencias nada valiesen.

– No valen en la medida en que se oponen a la verdad.

– ¿La verdad? -repite Francisco. Resuena en el salón un leve eco; aprieta los labios para no desbarrancarse en argumentos que rebotarían en los oídos del Tribunal.

– ¿Para qué pidió esta audiencia? -reclama Gaitán-. No ha confesado nada nuevo.

– Deseaba hacerles notar que no he asumido mi identidad judía en forma ligera, sino con profunda convicción. Durante años he devanado mi conciencia y no he hallado otro camino compatible con la moral -hace una larga pausa.

Los inquisidores dan señales de impaciencia.

– Para ser judío pleno -sigue Francisco con valor- es necesario atravesar una prueba muy dolorosa que fijaron Dios y Abraham en su pacto. El capítulo XVII del Génesis lo establece claramente. ¿Lo recuerdan? -Francisco entorna los párpados y recita-: «Guardaréis mi Alianza tú y tu descendencia en el transcurso de las generaciones; todo varón entre vosotros será circuncidado y ésta será la señal de la Alianza entre mí y vosotros. Así estará marcada mi Alianza en vuestra carne como una Alianza perpetua»… -abre lentamente los ojos-. Les digo esto respetuosamente para que abandonen el concepto de que he traicionado por capricho o irresponsabilidad una fe (en la que ya no creo, por más fuerza que haga) y me divierto con otra. Para dar un paso tan riesgoso he tenido que soportar el fuego de las dudas, despreciar peligros y sacrificar ventajas sin fin. He tenido que lastimar mi propia carne, hundirme el bisturí y proseguir con las tijeras. He cumplido con lo que Dios me dicta desde el fondo del alma. La fe de mis padres no es menos exigente que la de Cristo: también ordena ayunos y aflicciones. Pero me pone en vibrante contacto con el Eterno y me hace sentir digno. Es por eso que hablé con mi hermana Isabel, sólo con mi hermana Isabel, dulce y comprensiva Isabel como fue mi pobre madre, para que se incorporase a la familia que integramos y se remonta hasta los prodigiosos tiempos de la Biblia. Pero en ella dominó el pánico sobre el juicio y no pudo comprender que cuando uno alcanza los mandatos profundos, se alcanza la paz de Dios -hace otra pausa-. Es todo lo que deseaba comunicarles.

Baja la cabeza.

Antonio Castro del Castillo aprieta las manos para mantenerse inmóvil porque lo muerde un retortijón de intestinos. Este hombre defiende sus errores de tal forma que lo conmueve. Mira a Gaitán de soslayo, el imperturbable, el intransigente. Hace unos días volvió a recordarle que un buen inquisidor nunca se arrepentirá de haberse excedido por duro y sí por blando. Se masajea con disimulo el abdomen y reza un avemaría para ordenar sus sentimientos.

Mientras conducen a Francisco de regreso a su mazmorra, el alcaide se concentra en la cadena que se enreda en los tobillos y, repentinamente, decide ayudarlo. Los negros se asustan: el pequeño y vigoroso funcionario se inclina y levanta la cadena. Jamás ha brindado esta cortesía a un reo. Avanzan por los húmedos corredores que la antorcha enciende de rojo macabro. El alcaide lo observa con el rabillo del ojo y comete otra irregularidad: le habla.

– He podido escuchar parte de sus declaraciones y no termino de creerle.

Francisco advierte que ha empalidecido.

– ¿Qué lo asombra?

El alcaide, como un niño que no consigue romper la fascinación de una historia truculenta, pregunta:

– ¿Es verdad que se cortó usted mismo?

– Es verdad.

El alcaide lanza un silbido que superpone admiración y espanto exclama:

– ¡Son sanguinarios los judíos!

Francisco levanta sus muñecas ulceradas por los grillos y las mueve ante los ojos del alcaide. Pero el alcaide no las ve: su puño aferra la larga cadena que une los grilletes, menea la cabeza incrédula y repite «¡qué sanguinarios son!».

125

Después de escuchar a Francisco los inquisidores acuerdan que Maldonado da Silva es un sujeto hábil cuyo atrevimiento anticipa una prolongada obstinación. No sólo confiesa altivamente, sino que intenta convencer a los jueces (corromperlos). Tiene una diabólica lucidez para construir sofismas que presenta con inocencia tramposa.

Es necesario aplastarlo como a una mosca, sentencia Andrés Juan Gaitán y sus colegas asienten con la debida solemnidad. No se trata únicamente de alguien que ha cambiado una fe por otra como si mudara camisas (de paso intenta igualar el judaísmo muerto con la Iglesia radiante) sino de alguien que escupe atrocidades. El reo no sabe por cierto que el Tribunal ha interrogado a la negra María Martínez, quien lo había recibido en la casa del alcaide apenas llegó a esta ciudad. Esa mujer acusada de hechicería presta -mientras continúa su proceso- un buen servicio a la Inquisición porque no resiste contar las abominaciones que la van a condenar y, de esta forma, estimula el sinceramiento de los cautivos. Su relato sobre las aberraciones que le confió Maldonado da Silva mientras esperaban al alcaide ya engrosan su expediente. Los inquisidores deciden entonces cumplir con la formalidad de convocarlo a una última audiencia para redondear el material acusatorio. Deberán soportar sus ideas abyectas (incluso inducirlo) para encerrado en una trampa sin rajaduras.

Cuarenta días más tarde es otra vez llevado ante los jueces. Su esperanza había empezado a opacar se durante la quietud de las jornadas vacías. Pero esta audiencia lo anima. Su cansancio se desvanece y recuerda el impacto de la última exposición. ¿Qué querrán saber ahora? Ya les he contado mi vida y he reiterado mi identidad. Tal vez me permitirán explicar mejor mis motivaciones. Quizá están empezando a entrever que mi judaísmo no es una agresión. ¿Es posible? -se pregunta-. No -se responde-, no tan rápido.

Quieren saber más. La condición judía los fascina y espanta como un dolor morboso. Les dice que entre ambas religiones existen analogías y diferencias, y que el reconocimiento de las analogías puede llevar a una mayor tolerancia de las diferencias. Pero el Tribunal lo interrumpe para indicarle que sólo interesan las diferencias y, de ellas, los aspectos del cristianismo que molestan a un judío. ¿Oyó bien?: «Aspectos que molestan a un judío.» ¡Qué extraño! ¿Quieren instruirse los inquisidores?, ¿quieren meterse en la piel de un judío para, desde allí, con otra perspectiva, examinar sus propios dogmas? Esto es sorprendente (Francisco no acierta a ver la emboscada). Responde que al judío no le molestan los preceptos del cristianismo: simplemente no los acepta porque transgreden mandamientos: no adorar imágenes, no respetar los sábados. Desde el punto de vista judío el cristianismo realiza una tarea encomiable porque acerca millares de seres al Dios único y ha difundido por todo el orbe Su palabra; es el pensamiento sostenido por muchos sabios y, en especial, por el insigne Maimónides.

Los jueces comprueban que el secretario anota vertiginosamente, pero el reo ha esquivado la trampa. Necesitan hacerlo blasfemar. Entonces le preguntan sobre el crucial tema del Mesías. Francisco mantiene su franqueza.

– Los judíos aún lo esperamos -confiesa sin rodeos- porque no se han cumplido las profecías que describen los tiempos mesiánicos.

Los inquisidores evitan insistir en las características de los tiempos mesiánicos que vislumbran los judíos porque coinciden con el retorno de Cristo y le preguntan:

– Los milagros de Nuestro Señor ¿no son prueba suficiente de su carácter divino?

El reo se dispone a contestar con sinceridad; no advierte que el secretario se pone más tenso porque está a punto de oír la blasfemia que el Tribunal necesita para el cañonazo acusatorio. Francisco supone que los jueces aprecian su frontalidad.

– Los milagros no son suficientes, ni siquiera necesarios para demostrar la presencia de Dios -responde con naturalidad, como si estuviese reflexionando sobre un tema baladí-. Recordemos que el milagro implica violentar las leyes del universo; un milagro refuta y quiebra el orden natural.

– ¿No hubo milagros en el Antiguo Testamento? -ironiza Castro del Castillo.

El prisionero repasa mentalmente los prodigios anotados en el Pentateuco y los Profetas.

– Sí, los hubo, claro que sí, pero no para demostrar la existencia de Dios, sino para resolver necesidades extremas -elige unos pocos ejemplos-: se abrió el mar Rojo para salvar a Israel de los ejércitos egipcios, cayó maná del cielo y brotó agua de las piedras para que los recién liberados no murieran de hambre y sed, pero no para que el pueblo creyera. También pueden hacer milagros las personas expertas en magia. Los profetas, por ejemplo, hablaron, persuadieron y recriminaron con la palabra solamente. Quienes reclaman milagros para creer -calla un instante, anonadado por la increíble metamorfosis: él, acusado, ocupa el sitio del acusador; no puede frenar su lengua y dice-: quienes reclaman milagros para creer, indirectamente socavan la ley del Señor.

A Gaitán se le estiran las comisuras de los labios, horrorizado. No obstante, se complace: el reo ha dicho lo suficiente para merecer un castigo atronador. Mañozca agrega un detalle ácido:

– Hemos encontrado entre sus ropas un cuadernillo con las fiestas de Moisés y algunas oraciones.

– Sí -acepta Francisco-. Me las enseñó mi padre.

La audiencia ha concluido. El reo es devuelto a su lóbrega mazmorra. Pasarán otras semanas de sofocante quietud. Entonces, le harán escuchar la acusación.

¿No es signo de locura que un hombre aislado y desvalido pretenda resistir al formidable aparato del Santo Oficio? ¿Cómo puede oponerse a una institución ahíta de cárceles, aparatos de tortura, funcionarios, dinero, prestigio, conexiones públicas, secretos y que controla al resto de todas las demás autoridades? Es la organización más temida del Virreinato, del imperio y de toda la cristiandad. Su objetivo apunta a extirpar sistemáticamente la insubordinación. Está formada por personalidades decididas a llevar su tarea hasta las últimas consecuencias. No mezquina recursos de ninguna naturaleza, sean materiales o espirituales: todos los instrumentos de presión, intriga, calumnia y pánico sirven. El Santo Oficio moviliza cientos de cabezas y millones de brazos, pero tiene un solo cerebro acorazado de insensibilidad. No se conmueve con la desesperación de los hombres porque no está en el lugar de los hombres, sino de Dios. Trabaja sólo para Él. Quien enfrenta al Santo Oficio, enfrenta al Todopoderoso.

Francisco Maldonado da Silva es, pues, un monstruo que reclama derechos que son una ofensa para Dios. Una criatura tan corrompida debe ser humillada prolijamente. Debe ser rebajada hasta que padezca su insolencia; debe ser saqueada para que acceda a la purificación.

La acusación formal contra Maldonado da Silva es una pieza de cincuenta y cinco capítulos en la que han trabajo consultores y abogados del Santo Oficio bajo la supervisión del fiscal y los inquisidores. Han satisfecho a conciencia su deber de construir una catapulta formidable.

Lo convocan al oscuro salón, engrillado como siempre. Después de la lectura general, el secretario procede a repasar punto por punto para que el reo confirme la verdad de su contenido. Se le ordena de nuevo, como es norma, jurar por la cruz, lo cual suena a testarudez en la cápsula meditativa de la prisión. Lamentablemente, el reo es un reptil irracional que aún insiste en prestar juramento por el Dios de Israel.

¿Qué misterioso fluido circula en la sangre de este descarriado que no se alebrona bajo la andanada de cascotes que le arroja la acusación? Acepta todos los capítulos y reconoce todas las imputaciones como si fuesen medallas. ¿Es que tiene la expectativa de recibir un auxilio sobrenatural? Los jueces se estremecen -de indignación, de sorpresa- cuando este endriago no considera suficientes los cincuenta y cinco estampidos, sino que añade otra insolencia: informa que durante la quietud carcelaria compuso en su mente varias oraciones en verso latino y un romance en honor a la ley del Eterno. Les comunica, además, que en el pasado mes de septiembre cumplió con el ayuno de Iom Kipur para que le fueran perdonadas sus faltas.

El edificio de la Inquisición reprime un bufido. Esta mosca, esta basura que enviarán a retorcerse en el fuego no da muestras de arrepentimiento. Se le anuncia, sin embargo, que la legalidad del procedimiento impone brindarle una defensa que estará a cargo de abogados.

– ¿Quién los designa? -Francisco aún se permite ironizar.

No le contestan. La audiencia ha concluido. El prisionero aún habla: que sean personas doctas, solicita.

Castro del Castillo, de pie ante su silla abacial, observa al secretario que también anota este pedido. El reo agrega:

– Para que sepan aclarar mis dudas.

Gaitán y Mañozca cruzan una mirada: entienden en el acto que esa frase es el primer indicio de sensatez que alumbra al reo desde que lo arrestaron. Casi sonríen.

126

Pero el arrepentimiento que exigen los inquisidores todavía no despunta en Francisco. Su resistencia es como una cuerda que se ovilla y pierde en una zona fabulosa, nutrida por sentimientos que se explicitan en forma distorsionada e insuficiente. Francisco es una partícula que apenas se distingue de la nada: sabe que su boca puede ser amordazada, sus manos paralizadas, su cuerpo destrozado sangrientamente, sus restos inhumados en la misma cárcel y su nombre olvidado. No obstante, conserva una llama que no se extingue. ¿Qué espera conseguir esa llama? ¿Sueña acaso doblegar la intransigencia de los inquisidores?, ¿obtener la aceptación de sus derechos? «Seguramente no obtendré ningún fruto tangible», reconoce en la espesa oscuridad. Pero no se da por vencido porque existe un área donde no podrán derrotarlo. Una fuerza apenas visible lo sostiene y alienta: es una energía parecida a la que bulle en locos y santos.

La primera noche de mazmorra le aportó un dato inverosímil. Las ratas habían estado haciendo ruidos familiares al precipitarse por los tirantes del techo, pero entre su desparramo se diferenciaban golpes de otro tipo, que no llamaron su atención al comienzo. Francisco estaba emocionado por el reencuentro con Lima y la atención de la hechicera María Martínez, nauseoso por la entrevista con el alcaide e impresionado fuertemente por su primera audiencia con el hosco Tribunal. A la hora se preguntó qué eran esos impactos secos y rítmicos como los de una música africana. ¿Un negro se divertía raspando los dientes de una quijada como solía hacerlo el bueno de Luis mientras Catalina ondulaba hombros y caderas? Lo venció el sopor. A la noche siguiente, cuando se alejaron los guardias y estalló la zarabanda de los roedores, también se reiniciaron los ritmos. Francisco pronto se corrigió: no eran ritmos, sino agrupaciones de impactos separados por un breve silencio: toc-toc-toc. Puños o palmas o el un cascote contra el muro, llamadas de los prisioneros. «¿Intentan comunicarse conmigo?» Sintió el júbilo de la solidaridad. Entonces respondió una, dos, tres veces. Los otros ruidos cesaron y hasta parecía que las ratas levantaron sus orejas para enterarse. Aguardó las respuestas que no tardaron en llegar. Pero recibió una andanada de golpes separados entre sí por sorpresivas pausas. ¿Qué significan las pausas?, ¿qué las series? «¡Es una clave!» Los prisioneros se transmiten mensajes con este método: no pueden verse, hablarse ni escribirse, pero sí utilizar las vibraciones del aire. En la remota Ibatín había jugado con Diego a golpear suavemente los muros imitando palabras y canciones. ¿Qué simbolizan los agrupamientos? ¿A qué se refiere un golpe, a qué dos, a qué cinco?

– Durante años intenté descifrar el alfabeto de las estrellas y de las luciérnagas -se exalta Francisco-: no imaginé entonces que el Señor me había prodigado un presentimiento de otro sistema que no se compone con la luz de los espacios abiertos, sino con las vibraciones transmitidas por los muros de una cárcel.

Los golpes eran un alfabeto, pues, y debía aprender a leer y escribir en su clave como lo hizo con el latín y el castellano. Si de eso se trata, un impacto equivale a la letra a, dos a la b y así sucesivamente. Enciende un pabilo y presta atención a los golpes. Descubre un huesito de polio, se sienta en el piso de tierra y empieza a trazar breves rayas con cada serie. Después las cuenta y traduce a las letras correspondientes para formar palabras. Es difícil: algunas letras como la S, T, V, requieren muchos golpes y equivoca la cuenta. Debe ejercitarse. Tampoco aprendió a leer y escribir castellano en un solo día. Se dispone a contestar. Vierte su nombre a la clave y, lentamente, transmite al tenebroso laberinto su primer mensaje. Los sombríos muros difunden las tres palabras Francisco-Maldonado-Silva. Esa noche decenas de hombres y mujeres toman nota de su cautiverio.

127

El reo tiene un «abogado defensor», aunque tal título es un equívoco porque su tarea consiste en ayudar al reo… para que triunfe la fe. Es un funcionario de la Inquisición que se pone al lado de la víctima sólo cuando puede señalar algún esporádico error de procedimiento jurídico: su objetivo primordial es convencerlo de someterse cuanto antes. En este sentido, es el abogado de la religión verdadera, no de sus impugnadores, obviamente. Sin embargo, cada prisionero lo recibe con un puñado de esperanzas, como a un amigo, y le confía sus angustias.

En la prisión de Francisco se celebran ocho sesiones con el abogado defensor que le ha designado el Tribunal. Es un fraile de robusta complexión y voz sonora, mejor constituido para la guerra física que para los enredos de la jurisprudencia. A las víctimas les causa una impresión fuerte porque aparece como el aliado ideal: potente, sabio y afectuoso. Sus expresiones refuerzan esta imagen y los acusados lloran al recibido, le ruegan consejo y se avienen a obedecer sus indicaciones. Francisco no escapa a la ilusión y también le entrega su historia y sus temores. En realidad no ha hecho otra cosa desde que lo arrestaron: siempre repite su verdad desnuda y molesta. El abogado le promete mejorar su situación y reducir el tremendo peso de la condena en marcha si Francisco abjura de sus creencias. Francisco le formula a su vez muchas preguntas que el abogado prefiere marginar cuando tocan aspectos teológicos y morales: su misión -insiste- se limita a brindarle ayuda concreta y rápida.

– Pero depende de usted -concluye-. Depende de su abjuración.

En una oportunidad, Francisco le confía que traicionar su conciencia por algunos beneficios le suena a soborno. En otra le dice algo peor:

– Si abjuro, dejaría de ser yo mismo.

El abogado informa leal y puntualmente a los jueces. Mañozca y Castro del Castillo consideran que Maldonado da Silva es un hombre ilustrado y deben acceder a su pedido de confrontar con personas eruditas para enmendarlo del error.

– El reo no desea enmendarse porque ha mostrado el orgullo de los obstinados -replica Gaitán.

Mañozca deja pasar unos segundos y argumenta:

– Debemos predicar en el nivel de cada alma, y el alma de este hombre necesita argumentos fuertes, desarrollados por eruditos.

– Ni los eruditos ni el abogado defensor -Gaitán lo mira con dureza- conseguirán doblegarlo con argumentos y, menos aún, en una controversia: es tan polemista como Lucifer.

Castro del Castillo interviene entonces.

– ¿Lo considera usted -dice con inocultable ironía- tan perspicaz como Lucifer para atribuirle la victoria de una controversia que aún no se ha llevado a cabo?

Gaitán le devuelve una mirada iracunda:

– No se trata de perspicacia -explica-, sino de diabólico talento y capricho.

– El talento y capricho diabólicos se quiebran con la luz del Señor -insiste Mañozca.

Gaitán junta las manos delante de su nariz.

– No se somete al diablo -gotea sus palabras como plomo fundido- haciéndole concesiones…

Mañozca y Castro del Castillo se mueven molestos.

– No es una «concesión» haberle permitido jurar por el Dios de Israel o tener como calificadores a gente erudita -Mañozca habla también en nombre de su colega.

La discusión termina en absoluto secreto: el Tribunal no debe mostrar resquebrajaduras.

Se convoca entonces a personalidades de reconocida formación teológica para que analicen las dudas del reo en presencia de los inquisidores. La decisión recae en cuatro eminencias: Luis de Bilbao, Alonso Briceño, Andrés Hernández y Pedro Ortega [44].

Francisco Maldonado da Silva es conducido por el alcaide y dos negros -igual que siempre- a la augusta sala de audiencias. Le ponen el escabel tras las rodillas y el cadavérico secretario repite la ceremonia de acomodar milimétricamente los útiles de su escribanía. Ingresan los cuatro eruditos vistiendo los hábitos de sus respectivas órdenes y se instalan ante las sillas que se habían dispuesto para ellos, dos a la derecha y dos a la izquierda de Francisco. Tras otro minuto de espera chirría la puerta lateral y el reciento se tensa con la aparición de la breve fila de inquisidores que marchan con su característica majestad hacia la alta tarima, hacen la señal de la cruz, oran en voz baja. Los imitan los eruditos y después el alcaide tironea el brazo del reo para que se siente.

Mañozca toma la palabra para explicar cuán generoso es el Santo Oficio: brinda la ocasión de formular dudas para que dignos teólogos respondan. Como el reo ha insistido en que su errada conducta se basa en la Biblia, este Tribunal le ofrece un ejemplar de la Sagrada Escritura para que pueda efectuar las citas sin deformaciones.

Francisco contempla el pesado ejemplar de la Biblia instalado sobre un atril y levanta sus manos cargadas de grillos hacia las páginas cubiertas de signos. El reencuentro con el texto familiar le sugiere las primeras frases. Dice que el amor que tienen lo judíos por los libros -y por este libro en particular- es el amor a la palabra, a la palabra de Díos. Dios construyó el universo con Su palabra y en el Sinaí se manifestó con palabras, también. Las palabras son más valiosas que las armas y el oro. Dios no puede ser visto, pero puede y debe ser escuchado. Por eso prohibió las imágenes y ordenó acatar su ley. Quien le obedece integra al mismo tiempo, por añadidura, el orden moral. Quien, por el contrario -agrega provocativamente-, sólo dice adorarlo y hasta grita su fe, pero no cumple con los mandamientos, en los hechos repudia a Dios.

Uno de los eruditos le interrumpe la audaz parrafada para recordarle que han venido a resolverle dudas, no a escuchar una disertación. Entonces Francisco hojea la Biblia y señala los versículos que expresan mandatos, reiteración de mandatos y reproches por violar esos mandatos, en el Génesis, Levítico, Deuteronomio, Samuel, Isaías, Jeremías, Amos y Salmos. Lee en su fluido latín y hace un breve comentario a cada uno de los textos. Manifiesta que él ha sido arrestado no por sus faltas, sino por cumplir con la ley de Dios.

Los teólogos escuchan con la tensión de un guerrero en el campo de batalla y urden las respuestas. La mayoría de las observaciones integran el conocido repertorio de las controversias efectuadas en España entre rabinos y brillantes oradores de la Iglesia. Los teólogos se toman dos horas para contestarle.

El jesuita Andrés Hernández se pone de pie y dice a Francisco:

– Hijo: usted no puede tener dificultad en reconocer la misericordia de la Iglesia y el Santo Oficio: ahora le están ofreciendo el privilegio excepcional de obtener iluminación por intermedio de cuatro personalidades que han postergado otras obligaciones para venir en su ayuda. Contra las mentiras que lanzan los herejes, puede comprobar por usted mismo que la Inquisición no se ha establecido para el daño, sino para «reconciliar» al pecador: vela por su salud eterna. Y cada uno de los teólogos que ahora le explicamos y persuadimos -se toca el pecho- está ansioso por verlo alejarse de sus faltas y retornar a la Iglesia.

– El cuarto concilio Toledano presidido por San Isidro -recuerda a su turno Alonso Briceño- estableció que a nadie se hiciera creer por la fuerza. Pero ¿qué hacer con quienes han recibido el indeleble sacramento del bautismo, como es su caso? Un bautizado que judaíza no es un judío, sino un mal cristiano: un apóstata. Usted, por lo tanto, aunque sea duro decirlo, ha cometido un acto de traición y por eso se lo juzga.

– Los mandamientos que usted dice obedecer -explica Pedro Ortega con el mejor tono de voz- son el repertorio de una ley muerta, un anacronismo. En vez de buscar el camino de la virtud en el Antiguo Testamento, estudie el Nuevo y las enseñanzas de los padres y doctores de la Iglesia.

Andrés Bilbao toma después la palabra y responde en minucioso orden a los versículos que Francisco señaló como prueba de su razón e inocencia, para hacerle notar que los interpretaba sofísticamente.

– Fíjese -concluye-: la mayoría no respalda su derecho a seguir siendo judío, sino que anuncian y prefiguran el nacimiento de Cristo, la erección de su Iglesia y el advenimiento de la nueva ley.

El inquisidor Juan de Mañozca agradece a los calificadores su descollante tarea y se dirige al reo para preguntarle si han quedado resueltas sus dudas. El secretario aprovecha la corta pausa para secarse la transpiración. Francisco se pone de pie.

– No -replica desafiante.

128

Dos días más tarde es convocado a otra audiencia. Castro del Castillo le interroga con el tono más dulce que permite su obesa garganta.

– ¿Qué motivos le impiden reconocer los errores de la ley muerta? Cuatro extraordinarias personalidades del Virreinato han escuchado su andanada de cuestionamientos y le contestaron pacientemente. A las referencias bíblicas le opusieron otras referencias también bíblicas; a las preguntas le devolvieron respuestas. ¿Por qué endurece su pertinacia?

– Lamento que los teólogos no me hayan entendido -responde-. Tal vez no he podido expresarme con claridad por el inevitable nerviosismo que produce esta sala -añade.

A las horas de ser devuelto a mi mazmorra -recordará Francisco-, los negros Simón y Pablo me traen una Biblia, cuatro pliegos rubricados, pluma y tinta. Entra el alcaide para comunicarme que el Tribunal, como muestra adicional de clemencia, me ofrece la posibilidad de redactar mis dificultades en esos pliegos, sin la presión de las miradas. Observo atónito el precioso volumen sobre la rústica mesa y recuerdo otra vez la impresionante escena del burro mordido por un puma: debo resistir como aquel heroico animal. Son los inquisidores quienes ahora empiezan a ablandarse: no toleran la firmeza de mis convicciones y justifican con su mentirosa clemencia la necesidad de conseguir mi arrepentimiento. No doblegarme, para ellos, será una afrenta a su poder.

Esa noche, cuando comienza a funcionar el abovedado correo de los muros, acaricia el ejemplar de la Biblia y comunica a sus invisibles compañeros que ya no está solo: lo acompaña la palabra de Dios.

No puede dormir porque las páginas de la Sagrada Escritura lo energizan. Lee hasta agotar su reserva de velas. Entonces llama a los guardias, golpea la puerta, Un negro le trae un par.

– ¿Sólo eso? -se escandaliza-: me han encargado escribir y necesito luz.

Al rato le traen una caja llena. Francisco lee hasta el amanecer, sus ojos enrojecidos son una fiesta de palabras. Se tiende a dormir unas horas mientras giran pasajes enteros, ideas, comentarios, preguntas. Es infinito el tesoro de imágenes y propuestas: le será difícil comprimirlos en los cuatro pliegos rubricados aunque escriba con su letra menuda.

En los días sucesivos se regala el placer de la lectura, pero no escribe una línea. Cuando se decide hacerlo, cierra el fragante volumen y se dirige a los eruditos con una novedosa modalidad. «En vez de plantear fríos interrogantes -como en la audiencia-, que siempre me serán contestados, en vez de mantenerme en el sitio del perplejo que ruega esclarecimiento, les haré preguntas que incomoden no sus ideas y sí su conducta.» Francisco sabe que la fe es un regalo de Dios y no depende de uno; por lo tanto, ni podrán quitarle la suya ni corresponde impugnar la de ellos. «Puedo, en cambio, refregarles incoherencia e inmoralidad.»

La puerta cerrada, las cuatro gruesas paredes en torno y el silencio espeso convierten al calabozo en una maravillosa campana. Quieto ante la mesa y los papeles, este hombre entra en el trance de la creación. Su quietud es el envoltorio de pensamientos fermentativos. Su mirada brillante contempla los pliegos blancos y su mano flaca y sutil empuña la pluma; contrae apenas la boca y empieza a dibujar los pequeños signos. A medida que cubre renglones se le pronuncia un músculo entre las cejas. Se dirige a los cuatro eruditos, pero no sólo a ellos, sino al monstruo de la Inquisición. Increíblemente, le ha sido otorgado el privilegio de poner por escrito sus palabras que, de esta forma, penetrarán más hondo, serán quizá releídas, guardadas y vueltas a leer.

El texto empieza con una pregunta erizante como un sobresalto: «¿Quieren salvar mi alma o quieren someterla? Para salvar mi alma conviene la discusión, el estudio y el afecto. Para someterla están las cárceles, la incomunicación, las torturas, el desdén y la amenaza de muerte.» Más adelante les ensarta otra pregunta: «¿Por qué reclaman la imitación de Cristo si en realidad imitan a los antiguos romanos?» Igual que los romanos, privilegian el poder, usan las armas y aplastan el derecho de los que piensan diferente. Jesús, en cambio, fue físicamente débil, jamás empuñó un arma, jamás mandó torturar ni asesinar. «¿No empezaría la imitación de Cristo por la eliminación de las armas, las torturas y el odio que usan contra mí?»

Francisco les recuerda que el Dios único es también llamado Padre por los judíos. Jesús ha rezado al Padre (únicamente al Padre) y ha enseñado el Padrenuestro. Pero los malos cristianos rezan el Padrenuestro al mismo tiempo que ofenden al Padre porque persiguen a quienes lo adoran con exclusividad. «Si de imitación a Cristo se trata, mucho más lo imito yo», marca en trazos gruesos.

Una arteria late con fuerza en su sien. Deposita la pluma junto al tintero y relee lo escrito. Reconoce en su tono la insolencia de los profetas. No ha medido las consecuencias de ciertas palabras porque le han dictado desde adentro. Ha jurado decir la verdad y le reclaman la verdad. Hela ahí, pues. Acomoda las luces y reanuda el trabajo. Si alguien tuviera acceso a la estrecha mazmorra descubriría un horno inmóvil que derrama incandescencias por el cañón de la pluma. El semblante contraído, los labios entreabiertos, la respiración levemente acelerada. «El Santo Oficio con investiduras de Ángel Exterminador, gusta afirmar que está en el lugar de Dios. Pregunto: ¿reemplaza a Dios? En ese caso: ¿se considera Dios? Equivocación monstruosa: no caben dos Omnipotencincias.» Le arden las mejillas y laten fuerte las sienes.

Dibuja un paralelo entre la debilidad de Jesús y el poder del Santo Oficio. Nuevamente aparece la mentira de la imitación a Cristo y agrega peligrosamente: «Cristo es mostrado como un hombre agónico y escarnecido, víctima de los judíos. No lo muestran así para que seamos mansos como Él, sino para vengado. ¿Se preguntan los eminentes teólogos por qué el Santo Oficio pretende vengar y salvar al Salvador? Ofrezco mi opinión modesta porque, sacrílegamente, se coloca encima de Él.»

La respiración agitada lo obliga a recostarse. El desfogado pequeño David acaba de proferir su peor insulto al impresionante Goliat.

129

El 15 de noviembre de 1627 entrega los cuatro pliegos, que el Tribunal lee con indignación. Convoca a los teólogos y les ordena preparar una respuesta aplastante. Los teólogos toman su tiempo; las preguntas y reflexiones. recién podrán ser concluidas a mediados de enero.

– Está bien -concede el Tribunal.

Francisco, mientras tanto, queda sin Biblia ni papel ni tinta ni pluma. El aislamiento de la prisión, que resultó fecundo mientras escribía, vuelve a mostrar el horror de pozo estéril. Se esfuerza por mantener viva la segmentación de sus jornadas con las oraciones y la evocación de sus queridos libros. Durante horas se comunica con los hermanos en desgracia mediante la ruidosa clave: ha ganado maestría y ya no necesita contar para reconocer cinco, ocho, diez o quince golpes seguidos porque de inmediato surgen las letras equivalentes. Intercambian nombres, delitos, preguntas sobre familias. Cada mensaje es construido afanosamente, como si su correcta emisión pudiera devolverles la libertad.

Reconoce por sutiles variaciones en la forma de abrir la puerta cuándo sus carceleros van a modificar la sofocante rutina. Traen los grillos, la larga cadena y le ordenan vestir el hábito de las audiencias. Otra vez el túnel, peldaños, puertas, laberínticos corredores y la oscura sala con su invariable decoración. ¿Van a responder a la pólvora de sus reflexiones? Aparecen los cuatro eruditos. Uno de ellos, el jesuita Andrés Hernández, no le saca los ojos de encima; son ojos tiernos. Desfilan los tres jueces hacia la tarima, hacen la señal de la cruz, oran y se sientan. Los teólogos se pasan los pliegos de Francisco -que ya han leído hasta la náusea- y responden de uno en uno poniéndose de pie, cada pregunta, idea e insulto. Lo hacen con voz amistosa y apelan de continuo al respaldo de la Sagrada Escritura. El atrevimiento de muchos párrafos les ha convulsionado la inteligencia y los cuatro han invertido más horas de las previstas para montar el arsenal de la necesaria victoria. Esos pliegos emiten un resplandor temible y sus ideas deben ser demolidas implacablemente, como los bloques de una fortaleza embrujada. El secretario anota las magníficas respuestas por espacio de más de dos horas. Francisco escucha, contrasta, reconoce verdades y hábiles rodeos. No le está permitido hablar.

Los inquisidores agradecen la caudalosa luz que han derramado los eruditos y preguntan al reo si han quedado satisfechas sus dudas, Francisco estira los pliegues del sayal y, levantando la mirada, responde que no.

Lo mandan de vuelta a su mazmorra. La sala trepida cólera. En el lúgubre camino el alcaide lo reprende, le tironea la cadena, le zarandea el brazo.

– ¡Usted es un imbécil! ¿No le alcanzan todos esos argumentos? ¡Han trabajado para usted los hombres más ilustres del Virreinato!

Francisco mira los ladrillos pulidos del suelo para no enredar sus pies en la larga cadena.

– ¡Ya es hora de pedir clemencia! -sigue el alcaide-. ¿Quiere ser quemado vivo?

El reo no contesta.

– Le aseguro -la voz del alcaide se quiebra-, le aseguro que usted me ha impresionado. Por eso, por su bien, le aconsejo que no siga pertinaz, hombre. Pida clemencia, llore, arrepiéntase. Está a tiempo todavía.

Francisco se detiene y gira hacia el robusto y petiso carcelero. Sus ojos inflamados parpadean porque hace mucho que no recibe una muestra de estima. Murmura: «gracias».

130

Ignora Francisco que los inquisidores y los teólogos han quedado tan molestos que celebran discusiones sobre el curso de acción que merece su juicio. Andrés Juan Gaitán demuestra a Castro del Castillo y Mañozca que se han equivocado: para ciertos reos la benevolencia es contraproducente; hombres altivos como Maldonado da Silva sólo razonan cuando se les desgarran las articulaciones o se les quema el espíritu. Los teólogos, en cambio, preguntan en qué ha fallado el estilo de sus disertaciones. El jesuita Andrés Hernández, que dedica varias horas diarias a su voluminoso Tratado de Teología, sugiere mantener una discusión personal con el reo en la intimidad de su calabozo.

– Lo confunde el pecado de soberbia -explica piadosamente- y no puede arrepentirse en público: una distendida conversación a solas, en cambio, quebrará su testarudez.

Los inquisidores tardan semanas en acceder a esta solicitud, pero bajo la condición de que Hernández vaya acompañado por otro padre de la Compañía que oficie de testigo y, eventualmente, lo auxilie ante inesperados sofismas.

Los negros renuevan la dotación de velas y llenan la jarra de agua. Francisco es invitado a incorporarse en su duro lecho. Ingresan dos sacerdotes.

– Soy Andrés Hernández -le recuerda.

– Soy Diego Santisteban -se presenta el segundo.

Francisco dibuja una sonrisa triste.

– Supongo que yo no necesito presentación.

Hernández lo invita a ocupar una silla junto a la mesa. Su mirada dulce inicia una conversación que no tiene la severidad de una controversia.

– No he venido a polemizar -dice-, sino a traerle alivio. Quizá me ha visto en Córdoba, décadas atrás, porque fui a esa ciudad para asistir al obispo Trejo y Sanabria en sus grandes proyectos.

A Francisco lo recorre una remezón.

– ¿Qué fue de ese abnegado obispo? -pregunta.

Hernández le cuenta que el incansable Trejo y Sanabria se sentía viejo por entonces. A los cincuenta años se lanzó a su último viaje pastoral y lo trajeron de regreso con la salud definitivamente quebrada. Murió en vísperas de Navidad. Hernández sabe que ese santo prelado suministró a Francisco el sacramento de la confirmación.

– Usted regocijó al obispo -dice.

Hernández vierte agua en las jarras y ofrece una al prisionero. Poco a poco se desliza hacia la sólida educación recibida por Francisco.

– El caudal de sus conocimientos y los efectos de la gracia sacramental tienen que haber formado en usted un rico jardín interior. Un jardín -el jesuita se ayuda con las manos- clausurado por ríos infranqueables como los del Edén, como las paredes de esta celda.

Insiste en que en el alma de Francisco existe y florece un jardín grato al Señor; es necesario llegar de nuevo a él, inhalar su perfume, acariciar sus frutos. Y para ello cruzar los ríos aunque duela.

– Entonces también caerán los muros de esta celda. La luz, la libertad y la alegría lo inundarán -le brilla el rostro exaltado.

Francisco esboza una sonrisa para agradecer.

– En mi interior, efectivamente, existe un jardín grato al Eterno -mueve la cabeza-, pero se nutre de otras fuentes. Sería inútil abrirlo y mostrado porque, a pesar de su buena voluntad, padre, la ceguera también existe para el entendimiento. Sólo Dios conoce mi jardín y lo cuidará hasta que llegue la muerte.

Hernández no se da por vencido. Desea ayudarlo. Le impresiona la cultura de Francisco y también su coraje.

– No es un falso elogio -manifiesta con los ojos empañados-, pero su serena firmeza, doctor, me recuerda a los mártires.

– ¿Por qué no reconocerme mártir de Israel? -se le ilumina la cara.

Diego Santisteban roza el hombro de Hernández y le susurra que está equivocando el camino. Hernández advierte que se ha turbado y trata de corregir sus palabras: «A veces el demonio impone la confusión. ¿Cómo calificarlo de mártir si rechaza la cruz? ¿Cómo puede ser mártir quien delinque?»

– Todos los mártires cristianos fueron delincuentes para los paganos -señala Francisco.

– Eran paganos -replica el jesuita-: no podían conocer la verdad.

– Los protestantes son herejes y por lo tanto delincuentes para los católicos de la misma forma que a la inversa. Todos los herejes que persigue la Inquisición creen en Cristo y juran por la cruz, sin embargo.

– La herejía nació para socavar a la Iglesia y la Iglesia fue creada por Nuestro Señor sobre la persona de Pedro. La inversa no tiene sentido.

– Así hablan los católicos. Pero las guerras de religión demuestran que este argumento no rige al otro lado de la frontera. ¿Por qué unos quieren imponerse a los otros? ¿No confían en la fuerza de la verdad? ¿Siempre deben recurrir a la fuerza del asesinato? ¿La luz necesita el apoyo de las tinieblas?

Hernández se pone de pie. No lo enoja la respuesta de Francisco, sino su propia incapacidad de mantener el diálogo en un carril que le permita meterse bajo su piel. Ocurre lo que pretendía evitar: un enfrentamiento. De esta forma reproduce las estériles controversias y estimula la obstinación del descarriado.

Se sienta, bebe otro sorbo de agua, seca la boca con el dorso de la mano y dice que advierte en Francisco una naturaleza muy sensible. Por lo tanto, desea que reflexionen juntos sobre el maravilloso sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo para salvar a la humanidad y la maravillosa eucaristía que lo renueva por todos los tiempos y espacios. Este sacrificio sin par ha eliminado definitivamente el sacrificio de seres humanos (que los indígenas de este continente venían practicando) y también el de animales (que se cumplía de acuerdo a la ley de Moisés). ¿Cómo un espíritu tan delicado no va a reconocer y apreciar este extraordinario avance? Hernández le muestra con ansiedad creciente que así como una fruta está primero verde y después madura o el día amanece con rayos tibios y después brinda la luz plena, así la revelación ha seguido dos etapas: el Antiguo Testamento anuncia y prepara al Nuevo como el alba al mediodía.

Francisco medita. También desea mantener la conversación en un clima cordial, pero es torpe como el jesuita. Responde que, en efecto, ha escuchado en otras oportunidades -también en sermones- marcar diferencias con los antiguos hebreos y con los salvajes. Cristo no admite más sacrificios humanos porque Él se sacrificó en el lugar de todos. Calla dos segundos y articula una parrafada brutalmente irónica.

– Pero si bien los cristianos no comen a un hombre como los caníbales -le clava la mirada-, lo desgarran con suplicios mientras está lleno de vida y en muchos casos lo asan lentamente en la hoguera; sus restos mortales son arrojados a los perros. Este horror se comete y repite en nombre de la piedad, la verdad y el amor divino, ¿no es cierto? Hay una gran diferencia con el salvaje -enfatiza-, porque éste mata primero a su víctima y recién después la come…

Diego Santisteban se persigna y aleja hacia la puerta. Hernández lo observa boquiabierto.

– Yo lo quiero ayudar… -farfulla impotente. Francisco contrae el entrecejo y se le hincha un pequeño músculo, como si estuviera escribiendo.

– Discúlpeme -le dice-. Sé que quiere ayudarme. Pero son otros los servicios que necesito.

Santisteban se dirige a los tirantes del techo: «¡Además se propone enseñarnos cómo ayudarle a enderezar su alma!»

– Necesito saber de mi familia -implora.

El jesuita baja la cabeza y junta las manos en oración.

– Me está prohibido informar a los reos.

– Necesito que avisen a mi esposa que estoy vivo, que lucho.

– Está prohibido -repite con el rostro nublado-. Doctor… -hace la última tentativa-: aunque no sea más que por su esposa, por su familia.

Francisco aguarda la conclusión de la frase. En el clérigo se asoman las lágrimas; sufre, ruega. Su voz le nace en el pecho:

– ¡Arrepiéntase!

A Francisco también le asoman las lágrimas. Le gustaría no mortificar a ese hombre.

131

Los folios caratulados de Francisco Maldonado da Silva crecen como la cizaña. El secretario del Santo Oficio controla la venenosa documentación. Han pasado cinco años desde que ingresó a las cárceles secretas. Desde el primer día de su arresto en la lejana Concepción de Chile ha ratificado su identidad judía. Los inquisidores, pese a la superabundancia de pruebas, no se deciden a condenarlo y cerrar tan enojoso asunto.

El curso del proceso ha sido aberrante. Es común que los cautivos nieguen las denuncias y construyan edificios de embustes. Para demoler las tretas pecaminosas de los acusados, el Santo Oficio tiene preparadas las suyas, piadosas y más eficaces. Si Francisco hubiese negado su culpa, se le habría prometido la libertad a cambio de una confesión. De no haber conseguido por ese medio su confesión, un oficial habría fingido la pertenencia al judaísmo o una herejía para hacerla caer en la trampa. Si las mencionadas tretas no hubiesen logrado modificar la situación se habrían entonces mandado espías para capturar su delito in fraganti o se hubiera recurrido a provocadores que lo desconcertasen hasta arrancarle la información. Pero nada de esto ha ocurrido con Francisco Maldonado da Silva. No ha mentido ni ha negado la veracidad de las denuncias. Las ha confirmado y ampliado como si deseara simplificar el trámite. No fue, pues, menester emplear las tretas de la promesa y el fingimiento, el espionaje o la provocación. Se ha expresado con insólita franqueza y, de esta forma, ha turbado la rutina del procedimiento. Ya lleva cinco años de arresto, mazmorra, aislamiento, privación de lectura y el Tribunal no ha conseguido hacerle renunciar a lo que él denomina, con demencial osadía, su derecho y deber de conciencia.

Los inquisidores dejan transcurrir varios meses para que el persuasivo tiempo «ablande» lo que no han podido los teólogos, pero deciden convocado para leerle las acusaciones que formularon en su contra cinco nuevos testigos. El reo está físicamente desmejorado, sus mejillas son piel tensa sobre el hueso agudo, la nariz se le ha afilado y las sienes están cubiertas de ceniza. No le dicen quiénes son los testigos porque la Inquisición jamás lo hace (es celosa del secreto) y porque al cautivo no le concierne más que reconocer su culpa. El secretario lee los cargos como si fuesen pedradas: al terminar cada frase eleva sus redondos anteojos para verificar si el impacto le ha roto de una vez la obstinada cabeza. Francisco escucha decepcionado: nada diferente a lo ya conocido.

El «abogado defensor» que lo visitaba en su mazmorra y había usado recursos teológicos, retóricos y emocionales para hacerle abjurar, comunica al Tribunal que renuncia a seguir prestando su ayuda a un hombre tan obcecado. La pluma rasga el pliego con nerviosismo porque la situación de un cautivo se agrava sensiblemente cuando hasta los abogados defensores lo abandonan. Gana terreno la postura de Gaitán: aplicarle más aislamiento, menos comida, nada de lectura, mucha oscuridad y suspensión de entrevistas y audiencias hasta que brinde claros signos de rectificación. El Tribunal ya está harto de este energúmeno que no advierte su traza miserable, su desamparo absoluto: todavía está erguido como si lo invistiera una serena dignidad y habla como si tuviese razón. El alcaide no se priva de amonestarlo durante la caminata por el tétrico laberinto y hasta los negros se permiten decide que está loco, que busca la hoguera.

Su conducta bizarra, sin embargo, es la que va demorando la firma de su condena. Tras otros siete penosos meses de cárcel rigurosa, Francisco decide efectuar una nueva escaramuza: pide a los negros que llamen al alcaide y manifiesta que desea su salvación, por lo cual solicita le provean un Nuevo Testamento (desconfiarían si pidiese el Antiguo), libro se devoción cristiana y hojas de papel en los cuales redactar sus dificultades. El alcaide traslada el pedido. Gaitán olfatea la picardía y se niega: los otros dos inquisidores aceptan satisfacerlo [45] porque tal vez el Señor ha decidido iluminarle el alma.

Francisco recibe los volúmenes, pliegos, pluma, tinta y muchas velas: un regalo de príncipe. Acaricia los volúmenes como si fuesen cálidos animalitos, los hojea y se regocija con la animación de letras que le hablan. De las páginas brota una fragancia de campo abierto, de flores silvestres, de bosquecillos. Durante días y noches relee los Evangelios, los Hechos y las Epístolas. Frecuenta hermosos espacios que le sugieren ideas y le aceleran el corazón. Después lee los libros de devoción cristiana y una Crónica que interpreta forzosamente las hebdómadas de Daniel. Cuando se fatiga de la lectura empieza a escribir. Pero no redacta con prudencia, sino como el gladiador que salta a la arena del circo con la espada en ristre. Llena todos los pliegos concentrando su argumentación en dos aspectos. Al primero lo expresa de entrada. Dijo San Pablo -anota-: «¿Ha rechazado Dios a su pueblo Israel? ¡De ninguna manera!, porque también yo soy judío, de la descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín. No rechazó Dios a su pueblo a quien de antemano conoció.» ¿Tiene el Santo Oficio más poder que el Eterno?, ¿puede el Santo Oficio odiar y exterminar al pueblo que fue bienamado por el Señor? El segundo pivote de su escrito gira en torno a las hebdómadas de Daniel y es una estocada al esternón. «Cuando a ustedes les conviene -escribe- toman algunos versículos fuera de contexto los interpretan en forma literal, pero cuando el método los desfavorece, entonces afirman que se trata de un símbolo, una alegoría o una oscura metáfora. Si las hebdómadas deben interpretarse en forma tan rigurosa y unilateral, también habría que hacerlo con algunas afirmaciones de Jesús sobre la inminencia del Fin del Mundo.» A continuación cita que en Mateo X-13, 23, 39, 42 y 49 Jesús lo anuncia para el término de su siglo; en Mateo XVI-28, Marcos IX-1 y Lucas IX-27 asegura que algunos de sus discípulos «no morirán hasta haber visto al Hijo del Hombre viniendo en su Reino». ¿Se ha producido el fin del mundo? Acepta Francisco, sin embargo, que las palabras de Jesús pueden interpretarse de diversas formas porque su mensaje es muy rico, pero entonces también se pueden interpretar de diversas formas las hebdómadas de Daniel. Esto prueba que se interpreta para acomodar la Sagrada Escritura a la convicción de uno y no a la inversa. «Dicho más claro, el objetivo es torcerme la convicción.»

Le retiran los pliegos llenados con su prolija letra, los libros, la pluma y el tintero. El Tribunal entrega el escrito a los calificadores y deja pasar tres meses antes de convocarlos para la nueva disputa. El reo aparece con mayor deterioro físico. Escucha en silencio la minuciosa contraargumentación. Los cuatro teólogos desmontan sus frases, las refutan, aplastan y echan a un lado como basura. Francisco se incorpora con dificultad, alza la frente y responde que se mantiene leal a la fe de sus mayores. Un rayo de furiosa impotencia sacude la tarima. En menos de un minuto la augusta sala queda vacía. Los inquisidores, en su hermético despacho, mastican cólera y dejan filtrar mutuos reproches.

Tres meses más adelante Francisco intenta repetir la escaramuza. Se reedita la audiencia, pero sin facilitarle previamente lectura ni pliegos. Durante dos horas los calificadores demuestran que dominan la teología, la oratoria y su impaciencia mientras bañan al tenaz reo con una catarata de luz. Pero el reo no es conmovido por la sonoridad de los discursos: a su término vuelve a incorporarse, jura por el Dios único y se proclama fiel a sus raíces.

En los meses sucesivos volverá a solicitar nuevas audiencias, pero no le otorgarán audiencias, ni libros, ni pluma, ni velas.

132

El jesuita Andrés Hernández implora a los inquisidores Mañozca y Castro del Castillo que le permitan realizar otro intento para que tan elevado espíritu enriquezca las milicias del Señor.

– Ya pertenece al diablo -replica Mañozca.

– ¡Qué sabio es el Manual del Inquisidor! -exclama el jesuita-. Bernardo Guy lo escribió hace más de dos siglos con sabiduría de eternidad.

Mañozca se acaricia la mandíbula ante el giro insólito, propio de la retorcida mentalidad jesuítica.

– Ese Manual -afirma Hernández- apoya mi ruego, Ilustrísima. Lo acabo de releer. Dice que «en medio de las dificultades, el inquisidor debe mantener la calma y no caer en la indignación». Este reo puede alterar a cualquier persona, menos a un juez del Santo Oficio. También dice Bernardo Guy que el inquisidor «no debe ser insensible hasta el punto de rechazar una prórroga o un alivio de la pena, según las circunstancias y lugares; debe escuchar, discutir, someter a un diligente examen todas las cosas».

– ¿No hemos escuchado y discutido bastante?

Andrés Hernández se retira sin éxito. La insistencia de Francisco sin embargo -que transmite el alcaide- incomoda la conciencia del inquisidor. Mañozca, tras meditarlo largo rato, decide aceptar otra vez. Convoca a Hernández y a otros dos padres de la Compañía de Jesús para repetir la controversia. El alcaide se asombra de que el irritante judío sea llevado nuevamente al Salón.

– Usted tiene la protección del diablo -le dice con respeto mientras cierra los grillos en torno a las flacas muñecas.

– De Dios -le aclara Francisco.

Los jueces lo estudian desde sus sillas abaciales. El encierro y la privación le están minando la salud, evidentemente. ¿Cuántos meses más tardará en doblegarse? Solicitan a Francisco que exponga sus dudas, ya que eso ha estado reclamando desde su celda. Los teólogos adelantan la oreja y pretenden estar bien dispuestos; le sonríen como maestros bondadosos. El alumno apoya sus manos en las rodillas para incorporarse, pero le resulta tan penoso que Hernández solicita al Tribunal se le permita hablar sentado. Los jueces acceden con un movimiento de cabeza. Entonces brota de los labios débiles una arenga en verso latino de ática hermosura. Los jueces y los eruditos enderezan el tronco, atónitos. En la oscuridad y mugre de la mazmorra le habían germinado frases que ahora bordan un manto tan reluciente como el que José recibió de su padre Jacob. Y como el bíblico José, Francisco suscita envidia. Los jesuitas -en particular Andrés Hernández- estaban enterados de su talento, pero no esperaban tan imponente despliegue. Cuando termina, flota el silencio durante varios minutos, como si los testigos de la pieza no se atreviesen a romper su sortilegio. Las pupilas giran extraviadas, evitando unir la imagen del miserable despojo sentado con las bellas oraciones que magnetizan el aire. Un hombre flaco, lívido, de barba sucia y desmadejada ha conmovido a sus maestros y verdugos.

Es Gaitán, finalmente, quien emite un bramido sordo.

– Que ahora los padres de la Compañía de Jesús deshagan estos sofismas -ordena.

Los tres padres, sucesivamente, se empeñan en destejer la preciosa arenga, también en latín, pero no en verso. A cada argumento responden con otro, a cada pregunta ofrecen una respuesta; los libros sagrados y la abundante producción patrística están preñadas de material. Francisco los escucha con atención oscilante: conoce la mayoría de esas citas y pensamientos. Transcurren tres horas y los inquisidores, fatigados, creen que alcanza para conmover a las piedras. Agradecen la contribución de los teólogos y se dirigen al reo. Francisco se incorpora sobre sus rodillas herrumbradas; jura por el Dios único, alza la frente y dice:

– No han respondido a mis proposiciones [46].

133

El 26 de enero de 1633, a casi seis años de encierro y a cinco días de la duodécima estéril disputa teológica, el Tribunal del Santo Oficio se reúne para finiquitar el enojoso caso. Gaitán, Mañozca y Castro del Castillo escuchan la opinión de cuatro consultores [47] aunque saben de antemano que no aportarían sustanciales ideas para la causa. Todos los hechos están ya probados, todas las preguntas han sido contestadas. A la paciencia, misericordia y audiencias brindadas, el reo ha devuelto una odiosa obstinación.

Los altos funcionarios se confiesan previamente, asisten a misa, comulgan y evocan las pautas que deben seguir en tan grave circunstancia. El Manual del Inquisidor de Bernardo Guy ordena «que el amor a la verdad y la piedad, que siempre deben habitar en el corazón de un juez, brillen ante su mirada, para que sus decisiones no resulten jamás dictadas por la crueldad o por la concupiscencia».

Uno de los consultores pregunta si no se debiera agotar la demanda de audiencias que aún pide el reo. Las huesudas manos de Gaitán se aprietan delante de su nariz y replica que nunca se agotará la demanda porque es una treta dilatoria. Los otros inquisidores coinciden: no habrá más gestos benevolentes. El secretario lee la sentencia y los jueces la firman con su rúbrica sonora.

Escueta y brutalmente dice que el bachiller Francisco Maldonado da Silva es condenado «a relajar a la justicia y brazo seglar y confiscación de bienes». En otras palabras: muerte y expropiación.

478

Pero no queda todo dicho. Las cárceles son un hormiguero en el que, bajo severa vigilancia y aparente inmovilidad, los cautivos bullen y ensayan túneles de libertad como lagartijas en las rocas del dolor. El correo de los muros no cesa: durante horas, todas las noches transmite nombres, angustias, ideas: la comunicación es más importante que el aire.

Francisco se entera de que a unos quince metros de distancia un prisionero, mediante un cascote, raspó vigorosamente el adobe hasta abrir la canaleta que une dos mazmorras y asomó los dedos terrosos al otro lado como una invasión celestial. Pudo, entonces, tocar las uñas de su vecino y hablar con él sin jueces ni secretario ni verdugo. Las informaciones habían parecido cuidadosas, pero sólo aliviaban la soledad. Cuando el alcaide descubrió la infracción hizo silbar al látigo, el potro desgarró y los braseros quemaron. Los esclavos rellenaron los huecos y el impenitente fue conducido a un ergástulo tenebroso como tumba.

Días después Juan de Mañozca estira los pliegos que un negro llevaba de una a otra prisión. «No contienen mensajes», se disculpa el negro llorando. Mañozca aproxima la hoja al pabilo y repentinamente el calor descubre las letras escritas con zumo de limones. El negro queda manco en la tortura para que escarmienten los demás. El inquisidor resuelve aumentar la vigilancia de las cárceles. Entonces descubre algo peor: presunta complicidad del alcaide. Se convulsiona la fortaleza; algo así no se tolera. El correo de los golpes brama la noticia.

El alcaide llora como una criatura ante el feroz interrogatorio. Lo recriminan por permitir la perforación de muros y los mensajes con zumo de limones. Lo apuntan con el índice iracundo como si fuese el caño de un arcabuz y le piden explicaciones por una reciente y gravísima infracción: una huida. El alcaide empieza a temblar y narra cómo él mismo se ocupó de perseguir y traer de vuelta al joven que se había fugado. Cae de rodillas e insiste en que los delatores mienten para vengarse. Tampoco es cierto que él se haya aprovechado de su inmunidad para tener relaciones carnales con una prisionera y que para eliminar al peligroso testigo lo indujo a huir… Gaitán aprovecha la ocasión para reprocharle la codicia que lo lleva a embolsar sobornos, porque ha comprado haciendas de campo por mayor valor del que cubre su sueldo. El alcaide se orina en los pantalones: ha cumplido dos décadas de servicios, tiene siete hijos y no lo acompaña la buena salud [48].

El nuevo alcaide asume con bríos, se esmera por descubrir las artimañas insólitas de los prisioneros y encuentra un pedazo de camisa desgarrada y sucia en la talega de su sirviente. La expresión de susto basta para reconocer el delito. El sirviente, aterrorizado, confiesa que se la entregó un reo agonizante para que la arrojara en la calle de los Mercaderes.

– ¡Es un mensaje, idiota! ¿A quién debías entregarlo? El negro no miente, no entiende, está arrepentido.

– En la calle de los Mercaderes -repite como un autómata.

El funcionario extiende el trapo: unos signos han sido marcados con el humo de las velas. Manda azotar al idiota y entrega la pieza del delito a los inquisidores. Mañozca coincide con Castro del Castillo: es un texto en hebreo. Lo leen con dificultad, de derecha a izquierda, tratando de intuir las vocales ausentes. Se limita a mencionar el nombre del prisionero a quien acababan de torturar; el mensaje consiste en hacer saber a los suyos que continúa vivo. Esto lesiona el secreto. Pero brinda un dato fértil: este habitante de Lima sabe de otros judíos que siguen libres. De sus labios podrán brotar nombres. Esos nombres proveerán cautivos, fondos, gloria.

Francisco se entera parcialmente de las vicisitudes que complican su alrededor. El judío limeño que mandó el mensaje con humo de velas deja de responder a los golpes de muro. Unos días más tarde las vibraciones anuncian su muerte. En las mazmorras la muerte no es un dato angustiante porque implica el fin del suplicio: más altera ser llevado a la cámara del tormento.

Mientras yace en su duro poyo, advierte que su mirada se mantiene fija en un clavo de la puerta. Une el travesaño con los tablones verticales y tiene la cabeza salida. «¿Qué me está evocando? -pregunta-, ¿el perchero de papá en su tabuco del Callao? ¿Me molesta que no sea un clavo enteramente hundido (un prisionero como yo), ni enteramente libre?» Lo toca: su gruesa cabeza sobresale casi dos milímetros. Un indio le atribuiría vida; reconocería en el hierro a una huaca y pensaría que ella sola, lentamente, va saliendo de su prisión. Francisco prueba de extraerlo y empuja en redondo. Inútil. Durante unos días olvida su intento, pero esa cabeza negra que se asoma lo invita a perseverar. Se ayuda con un cascote. En la vacuidad del tiempo cualquier objetivo adquiere la grandeza del punto de apoyo que reclamaba Arquímedes para mover el mundo. Sacar un clavo es tan importante como vencer a Goliat. Cuando por fin lo consigue, goza un alivio profundo. Un trofeo como éste no debería ser descubierto por los avispados guardias y lo esconde en la lana de su colchón. Al día siguiente empieza a limarlo contra la rugosidad de una piedra. Mientras memoriza parrafadas de los textos amados y compone estrofas, el clavo adquiere la forma de un pequeño cuchillo, con punta y hoja afilada. Francisco ya tiene un arma. «¡Qué extraño! -piensa-: la asfixia de la cárcel ya no me marea ni atonta. Soy una especie de anfibio que puede vivir donde otros perecen. Desde mi pecho fluye una misteriosa esperanza, un inesperado valor.»

Hasta aquí ha podido esquivar la redoblada vigilancia del nuevo alcaide, lo cual le insufla más ánimo. Guarda los huesos de su comida, elige uno de pollo y se aplica a cortarlo debidamente con su flamante cuchillito como si practicase el oficio de escultor. Ante sus pupilas nace elegante cañón de una pluma. Sólo le falta tinta y papel para completar su escribanía clandestina. No será difícil: fabricará tinta diluyendo carbón en agua. Al papel ya lo tiene, es lo más valioso que entra en su celda: pequeñas bolsas de harina. Acaparará cada trozo como si fuese el maná del cielo. Podrá volver a escribir -lo cual anhela con hambre de lobo-, y vulnerará la fortaleza de la Inquisición.

135

El papel es escaso y no debería usar demasiadas palabras. Su texto requiere sobriedad y contundencia. Francisco urde el plan de comunicarse con los judíos de Roma a través de los prisioneros que saldrán de la cárcel a la calle para cumplir condenas en un convento, vestir el sambenito y padecer otras humillaciones. Sabe que en Roma se ha formado una importante comunidad desde la época de los Macabeos, que practica abiertamente su fe y cuenta con la relativa protección de los papas. Escribe su epístola en latín y efectúa copias que hace llegar a los hombres en vías de excarcelación por intermedio de los negros Simón y Pablo. Ambos sirvientes se impresionaron con la historia que les refirió sobre Luis, el hijo del hechicero, desde su caza en Angola, el maltrato sin límites en los trayectos por tierra y por mar, la herida en un muslo cuando intentó fugarse en Potosí, su talento musical (arrancaba sonidos a los dientes de una quijada), hasta el heroico ocultamiento del instrumental quirúrgico de su padre. Pablo y Simón dijeron que habían protagonizado una historia parecida y una tarde le trajeron, junto con la comida, una quijada de asno y un gajo de olivo. El reo los empuñó como solía hacerlo Luis y en la húmeda mazmorra estalló un vigoroso ritmo que los negros escucharon con ojos anegados.

La carta de Francisco se intitula Sinagogae fratum Iudeorum qui Romae sunt [49]. Se presenta a sí mismo como «Eli Nazareo, judío, hijo de Diego Núñez da Silva, maestro de medicina y cirugía, encerrado en la cárcel de la Inquisición de Lima». Los saluda «en el nombre del Dios de Israel, creador del cielo y la tierra, y les desea salud y buena paz». Les dice que aprendió de su padre la ley de Dios otorgada al pueblo por intermedio de Moisés y que, por temor a la represión de los cristianos, aparentó negarla. «En esto como en otros mandamientos, confieso haber pecado neciamente porque sólo a Dios hay que temer y buscar la verdad de su justicia abiertamente, sin miedo a los hombres.» Refiere su estudio de la Sagrada Escritura y que sabe de memoria varios profetas, todos los Salmos sin excepción, muchos Proverbios de Salomón y de su hijo Siraj, gran parte del Pentateuco y muchas oraciones compuestas por él mismo en el foso de su mazmorra, tanto en español como en latín.

Francisco tiene conciencia de que al no abjurar, su destino carecerá de misericordia. «En verdad -escribe-, desde el día que fui cogido me prometí luchar con todas mis fuerzas y utilizar todos los argumentos contra los enemigos de la ley.» Colige que lo llevarán a la hoguera «pues el que abiertamente confiesa ser judío es echado al estrago del fuego, le quitan su hacienda y, si acaso tiene hijos, no se compadecen en absoluto de ellos, sino que quedan en perpetuo oprobio. Y si abjura, también le quitan sus bienes, lo vejan por un tiempo breve o largo con el sambenito e imprimen el estigma en su sangre y en la de sus hijos, de generación en generación».

Hace ya seis años que lo tienen encadenado en las cárceles secretas. Reconoce que sus' pensamientos y arengas en las controversias no han dado el resultado que esperaba: «He trabajo como quien lleva su arado por tierra dura y pedregosa y cuya labor, por ende, no produce fruto.» Cuenta que otorgó «más de doscientos argumentos orales y escritos, a los cuales aún no han respondido satisfactoriamente, a pesar de que a diario insisto por su solución. Parece que han decidido no responder».

Anuncia su ineluctable fin y redacta frases conmovedoras: «Rueguen por mí al Señor, hermanos queridísimos; rueguen que me otorgue fortaleza para soportar el tormento del fuego. Está cercana mi muerte y no tengo a otro que me ayude, sino a Dios. Espero de Él la vida eterna y la pronta salvación de nuestro oprimido pueblo.» Su epístola, sin embargo, contiene el elixir del apego a la vida: «Elijan para ustedes la vida, amadísimos hermanos», escribe en trazo grueso. Se parece al profeta Jeremías que en medio de la desolación y el luto recomienda a su pueblo aferrarse a la existencia y superar la agobiante caída de Jerusalén. Les recuerda que integran una vasta comunidad de hombres dignos y no se debe cancelar la esperanza aunque imperen la injusticia y el tormento. «Guarden la ley para que el Señor nos haga volver a la tierra de nuestros padres, para que nos multipliquemos y para que nos bendiga, como está escrito en el Deuteronomio, capítulo XXX.» También les pide mantener la tradición de solidaridad («liberen a quienes son llevados a la muerte»), la tradición del estudio («enseñen a los que son conducidos a la perdición y la destrucción») y la tradición del amor («amen la misericordia y la justicia, brinden con generosidad ayuda a los pobres y quieran infinitamente a Dios»).

Dobla los pliegos. Entregará primero una copia. Si el correo de los muros informa que ha llegado a destino, enviará la siguiente. Alguna conseguirá atravesar el blindaje de esta fortaleza y cruzará el océano. Entonces se sabrá de su pasión y muerte: su sacrificio no será inútil porque integrará la cadena trágica y misteriosa que desovillan los justos del mundo.

136

En las deliberaciones del Tribunal crece el deseo por realizar un Auto de Fe. Ya se han reunido suficientes prisioneros con los juicios terminados y cerrados. No conviene seguir manteniéndolos en la cárcel y gastando en su alimentación. Por otra parte, el Auto de Fe es un acontecimiento ejemplarizador que reordena los espíritus: no sólo hace reflexionar a los pecadores sobre la abominación de su conducta, sino que recuerda a poderosos, civiles y eclesiásticos, que el Santo Oficio vigila y trabaja. El Auto de Fe, sin embargo, insume costos extraordinarios y los recursos que fluyen a las arcas apenas cubren sueldos y gastos menores. Las confiscaciones inexorables y exhaustivas que realizan los comisarios no aportan el caudal que se necesita. Pareciera que también en esto metiera su cola el demonio: en vez de tentar a los ricos cuyos bienes redundarían en la holgura de la santa misión represora, hace caer individuos pobres: la mayoría de los acusados son frailes inmorales, negras y mulatas hechiceras, luteranos austeros y judíos dedicados a la medicina. Serían más provechosos los mercaderes y algunos encomenderos con vastas propiedades y talegas llenas de oro. En el proyectado Auto de Fe habría abundantes reconciliados con penas menores: azotes públicos, unos años en las galeras, reeducación en conventos, vestir el sambenito, destierro. Los jueces no lo dicen, pero lo piensan: esas condenas no equivalen a un sismo, apenas a una olvidable flagelación. Para que la gente se conmueva profundamente hace falta la hoguera. El calor y la luz del fuego rompen las malignas armaduras del espíritu. La hoguera, aunque se encienda para un solo reptil, impregna de sentido docente al conjunto. El sitio donde se clava la gruesa estaca en cuya base se amontona la leña que procederá a tostar lentamente al reo se llama en forma indistinta Pedregal o Quemadero. El pueblo le teme. Queda al otro lado del Rímac, entre el barrio de San Lázaro y el cerro. La humareda aleccionadora invade toda Lima y los gritos del condenado pican los oídos de inocentes y pecadores recordándoles el camino de la virtud. El fuego es uno de los cuatro elementos que distinguió Aristóteles sin enterarse -porque vivió antes de Cristo- de su importancia aleccionadora ni su papel purificador. Un Auto de Fe sin hoguera es como una procesión sin santo.

Los calabozos, afortunadamente, ya contienen al hombre que justificará la hoguera. Es un judío loco al que se le ofrecieron abundantes oportunidades de rectificación. Podía haber seguido la trayectoria de su padre y recuperar la libertad con algunas penitencias (inevitables, dada la gravedad de sus infracciones). Podría haber engañado al Santo Oficio -como su padre- y aprovechar la libertad para retornar a su secreto culto. Pero -esto resulta inexplicable- ha rechazado con tenacidad el camino más lógico. Ha formulado cientos de preguntas que le contestaron teólogos de mucha celebridad. Al término de las persuasiones, sin embargo, repetía su demencial reclamo de libertad de conciencia. ¡Libertad de conciencia! ¿Existe un grotesco mayor? ¿Se puede pensar cualquier disparate frente a la imponencia de la verdad? ¿Puede aceptarse que cada uno proponga el enfoque que quiera y emita el absurdo que se le ocurra? ¿No llevaría al caos y a una tempestad de abominaciones? ¿Para qué existe la jerarquía eclesiástica? Esquivar el recto camino de la luz es caer en la perdición. La libertad de conciencia no sólo implica el riesgo de perder el alma propia, sino de infectar el alma de los otros. Si uno puede creer en lo que se le ocurre, también lo podría hacer el vecino y el vecino siguiente. Estos ejemplos disolutos golpearían como catapultas al templo del Señor. La humanidad entera rodaría a los infiernos. Francisco Maldonado da Silva es un enemigo poderoso -advierte Gaitán-: es preciso eliminarlo cuanto antes.

– Ya lo hemos condenado -recuerda Castro del Castillo.

– Ha perdido el juicio -agrega Mañozca y se extiende sobre la mesa un pliego escrito en latín con tinta poco firme.

Los jueces examinan la carta a los judíos de Roma. Se pasan uno a otro el rústico papel y coinciden en convocarlo para hacerle confesar tan grave delito. Francisco -condenado ya a muerte- responde con su desconcertante franqueza: reconoce de plano que ha escrito la carta.

Los inquisidores vuelven a enervarse de pasmo: no logran encajar un pecador tan abyecto en semejante conducta. El reo dice la verdad sin dudarlo, aunque malogre un mensaje en el que ponía tanta esperanza.

Mañozca menea la cabeza y con ese gesto reafirma su diagnóstico de locura. Gaitán se muerde los finos y blancos labios: «No debería demorarse el Auto de Fe porque los locos también son espadas del demonio.»


Una opalescencia se instala en el ventanuco. La noche ha cancelado toda la actividad, incluso el correo de los golpes. Francisco se ha despertado súbitamente y sus ojos quedan prendidos a esa claridad negra, indecisa. Evoca la noche en que se produjo un fenómeno idéntico: el mulato Martín se estaba haciendo castigar por un indio para expiar su insulto: le había dicho «judío imbécil». Pero no oye el silbido de los tallos ni las reprimidas quejas de Martín, sino sandalias etéreas. Vienen sigilosamente por el túnel. Ahora las escucha mejor. Se trata de una sola persona cuya tensión atraviesa el muro, prende el extraño reflejo del ventanuco, le pone redondos los ojos y atento el oído. Las sandalias se detienen junto a la puerta. ¿Quién pretende verlo en esa hora de soledad? La tranca sube despacio y una llave penetra milímetro a milímetro en la cerradura, Francisco se sienta en el lecho. Por entre las rendijas se filtra el temblor de una vela. En seguida aparece una figura conocida. Cierra la puerta y deposita el blandón sobre la mesa rústica. Mira a Francisco con piedad, luego acerca una silla,

El jesuita Andrés Hernández estira los pliegues de su hábito negro y habla en voz baja, susurrante casi. Para que no haya una falsa composición de lugar, le aclara que ha conseguido la autorización de Antonio Castro del Castillo para venir a conversar a solas. Ha tenido que insistir mucho ante el juez: estos permisos no son frecuentes. Durante una hora desarrolla un monólogo hesitante, temeroso. Es un hombre que no se resigna a la pertinacia de Francisco.

– Si usted fuera duro de entendederas -suspira-, si le faltara lógica, si careciese de ilustración… Nada de eso le impide darse cuenta del foso donde está y el horrible destino que le aguarda. Su actitud es una insolencia infecunda. ¿No le han satisfecho las respuestas de los teólogos?

Hernández se frota la garganta porque le fatiga el tono susurrado, pero hace un desmedido esfuerzo para comunicarse con Francisco y persuadirlo aunque más no fuere que por el miedo a la muerte.

Francisco lo escucha con atención. Este sacerdote le desea el bien, por supuesto, y ha tomado el riesgo de hundirse en su mazmorra para brindarle ayuda. Es afectuoso y transparente. Su presencia y su voz cuchicheada operan como un bálsamo. Es obvio que se esmera por llegar a su corazón, pero no consigue salir de su propia piel. Hernández mira, habla y piensa a Francisco sin ponerse en el lugar de Francisco. Con dulzura y ansiedad (que ocultan la intransigencia de su objetivo), sólo implora que Francisco deje de ser quien es.

– ¿No lo ciega el orgullo? -pregunta Hernández cautelosamente.

– ¿Orgullo?… -repite el inapropiado vocablo-. No: es algo más valioso. Diría que me sostiene una ambigua dignidad.

El jesuita replica que la dignidad no lo llevaría a ser tan cruel consigo mismo y con su familia: sólo el orgullo produce tanta cerrazón de la mente. A Francisco no le asombra semejante argumento y pregunta por su familia, ya que el jesuita la ha mencionado. Hernández se turba y le recuerda que tiene prohibido suministrar información. Francisco dice entonces: «Hablábamos de la crueldad…»

¿Por dónde abordado? El clérigo se desespera y le dice que aún puede salvarse.

– Sólo el alma -Francisco completa la oración.

– Si no se arrepiente -evoca las leyes del Santo Oficio- lo quemarán vivo; si se arrepiente antes de que lean la sentencia, lo quemarán muerto.

– Me matarán igual.

– Son inescrutable s los caminos del Señor…

Ambos hombres se miran en la tenue luz del pabilo: los ojos brillan. El sacerdote no ha sido explícito, pero insinúa evitar la ejecución. Le está ofreciendo la vida a cambio de modificar su creencia. En su fibra íntima, a este bondadoso calificador del Santo Oficio no le importa que él siga viviendo -piensa Francisco- sino que modifique su fe. Le ofrece la vida como un soborno.

El silencio, la quietud y tensa expectativa magnetizan el estrecho calabozo. Comienza a doler el frío húmedo. Hernández recoge una manta abollada a los pies del lecho y la extiende sobre la espalda de Francisco, luego se aprieta la capucha de su hábito en torno al cuello. Francisco se estremece con el gesto paternal; sólo puede retribuirle con su franqueza hiriente. Farfulla, en un tono de gratitud, un reproche:

– Es violencia moral exigir el cambio de fe. Un hombre es más alto que otro, más inteligente que otro, más sensible que otro, pero todos somos iguales en el derecho de pensar y creer. Si mis convicciones son un crimen contra Dios, sólo a Él corresponde juzgado. El Santo Oficio usurpa a Dios y comete atrocidades en su nombre. Para mantener su poder basado en el terror prefiere que yo finja un cambio de creencia -hace una larga pausa, después enarbola la flagrante contradicción-. El Evangelio dice «amarás a tu enemigo»… ¿Por qué no me aman? ¿Es más fácil amar a quienes se someten?

Andrés Hernández junta las manos.

– ¡Por favor! -ruega-. ¡Apártese de su mal sueño! ¡Salga de la confusión! Cristo lo ama, retorne a sus brazos. Por favor…

– Cristo no es la Inquisición, sino lo opuesto. Yo estoy más cerca de Cristo que usted, padre.

A Hernández le saltan las lágrimas.

– ¿Cómo va a estar cerca de Cristo si lo niega?

– Cristo humano conmueve: es la víctima, el cordero, el amor, la belleza, Cristo Dios en cambio, para mí, para quienes somos objeto de persecución e injusticia, es el emblema de un poder voraz que exige delatar hermanos, abandonar la familia, traicionar a los padres, quemar las propias ideas. Cristo humano pereció a manos de la misma máquina que pondrá fin a mis días. A esa máquina ustedes llaman Cristo Dios.

El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.

– ¿No está relacionada mi condena a muerte -dice- con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?

– Es absurdo… Por favor, por piedad, por el cielo… -implora el jesuita-. No se cierre a la luz, a la vida.

Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.

Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.

– No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano -exclama-. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.

Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen al crucifijo.

– No soy yo -la ironía es triste- quien condena.

– Su testarudez lo condena.

– El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.

Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.

– Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?

Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo. El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil.

137

Con los párpados enrojecidos el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.

Empieza entonces una carrera entre el aparato inquisisitorial y su víctima. Encerrado, desarmado y debilitado, Francisco apela a un último recurso para burlarles el espectáculo de su ejecución. ¿Qué se propone aún ese hombre lastimado y solitario? Ya no vienen a su celda los negros Pablo y Simón ni el nuevo alcaide: sólo interesa como carne para masacrar en público. Le proveen la colación reglamentaria y de vez en cuando retiran la bacina. Nada más. Es una ruina despreciable que vendrán a buscar para la humillación culminante. "Pero se llevarán una sorpresa -masculla Francisco-. ¿Cuánto tarda la preparación de un Auto de Fe?, ¿tres, cuatro, cinco meses? Es el lapso que necesito.» Recibe las pequeñas bolsas con alimentos y sólo guarda el papel, la harina y el agua. Al papel lo recorta amorosamente para formar hojas de cuaderno; con la harina y el agua prepara el engrudo que adhiere los trozos sobrantes para hacer más hojas. En estos meses se dedicará a escribir. Y no comerá. El Santo Oficio sabrá que no puede todo: es terrible pero no omnipotente. La carrera consiste en morir antes de que lo maten.

Y comienza el ayuno más severo del que se tiene memoria. Ayudará a Dios a despegar su alma de la materia antes de que lo lleven al fuego. No les dará el gusto de un eventual arrepentimiento (falso, impuesto por el terror), ni gemirá por las quemaduras. Tiene que ganarle de mano a los verdugos. Su pulso se acelera con la loca expectativa de llegar a tiempo en esta competencia final. La desventaja de Francisco, sin embargo, reside en desconocer la fecha del Auto. Su ayuno, por consiguiente, debe ser severo, eficaz. Durante los primeros cuatro días le acosan le los conocidos malestares de ayuno anteriores: mareos, retortijones, desaparecen los ruidos del intestino, se esfuman sus dolores, navega hacia otra dimensión. El pequeño cuchillo que antes fue clavo, y la pluma que antes fue hueso de pollo, lo acompañan en su labor cotidiana. Durante muchas horas fabrica los materiales de su escribanía y durante otras tantas redacta sus pensamientos. Después los esconde.

La prolongada abstinencia consume la ya magra contextura de Francisco. Puede mantenerse menos tiempo de pie y reduce las horas de trabajo. Lo arropa una suave debilidad. Su decaimiento físico es la contrapartida de su vigor espiritual. La cercanía de la meta sopla clarinadas de victoria. Día que pasa es día ganado. Cuando vengan a leerle la sentencia y ponerle el sambenito infamante para llevarlo al altar del sacrificio no encontrarán más que sus insensibles restos.

El alcaide descubre un poco tarde la impresionante jugada y corre a descargar su culpa ante los jueces. Teme con razón que le apliquen un fuerte castigo. Arguye que el prisionero recibía sus alimentos regularmente y que había dejado de reclamar audiencias. No había nada que justificase un control especial. ¿Cómo podía sospechar su ardid? ¿Cómo iba a pensar que un judío confeso sería capaz de someterse a una privación semejante, sólo registrada en la historia de los santos? Cuando entró en su mazmorra -dice- encontró un esqueleto forrado por piel fina como seda. Yacía tendido en la cama, casi muerto. Le habló y gritó, pero no oía. Le puso la mano en el pecho y, aliviado, reconoció que aún respiraba. Lo dio vuelta y descubrió que su piel estaba rota en varias partes y sustituida por úlceras.

El Tribunal escucha el nervioso informe y exige al alcaide que calcule el tiempo de ayuno. El compungido funcionario suma con los dedos, le parece estar equivocado, suma nuevamente y, en tono vacilante, dice:

– Alrededor de ochenta días [50].

138

Flota entre los tules de la semiconciencia. La boca reseca apenas articula su negativa a comer. Está cerca de su objetivo, sabe que va a ganar. Le ofrecen pasteles, frutas, guiso, leche, chocolate. El médico ordena moverlo delicadamente para que las zonas escaradas queden al aire y cicatricen. Hasta el jesuita Andrés Hernández y el franciscano Alonso Briceño son mandados a persuadirlo de que interrumpa su ayuno.

Otro hecho, sin embargo, imprime un giro a la vida de Francisco y a toda la historia de la Inquisición en Lima. Los oídos del reo, apagados por efecto de la cruel desnutrición, alcanzan a descifrar unas palabras que transmiten los golpes: complicidad grande, arrestos masivos, judíos descubiertos. Por el lúgubre corredor pasan soldados, gente, lamentos y tras los muros se amontonan adobes, se cavan zanjas, se multiplican las celdas. Una denuncia poco relevante ha exhumado un filón de judíos secretos que enfebrece la codicia del Santo Oficio. El hastío de los largos procesos a escasos infelices se ha convulsionado por el arresto de figuras notables.

El inquisidor Gaitán rompe la nueva solicitud que elevaba a España para ser relevado de sus funciones: ahora prefiere quedarse en Lima; nunca sospechó que vendría a sus manos un botín semejante. El Auto de Fe para condenar a unos cuantos frailes, hechiceras, judíos arrepentidos (y tan sólo uno al fuego) se cancela. Ahora deberán trabajar duro con la interminable fila que penetra, como una serpiente, en la oscuridad de las cárceles. Cuando se realice el Auto de Fe, serán incorporados decenas de increíbles pecadores y el acontecimiento estremecerá al mundo.

¿Qué había pasado? Un hombre joven llamado Antonio Cordero que había residido en Sevilla y trabajaba ahora en la Ciudad de los Reyes para un rico mercader, comentó que no vendía los sábados ni domingos, y tampoco le gustaba el cerdo. Su fanfarronada fue transmitida a un familiar. Los inquisidores -apremiados por el ahogo financiero- olfatearon una presa fecunda y resuelven modificar la rutina por primera vez: secuestran a Cordero con sigilo y no proceden a confiscarle los bienes para evitar que los amenazados tomen precauciones. El cautivo, tan valiente cuando gozaba de la libertad, en la cámara de torturas produce el mayor desastre que podían esperar sus hermanos: delata a su patrón y a dos amigos, que inmediatamente son chupados por la lúgubre fortaleza. La comunidad judía que se fue constituyendo en la ciudad no advierte el peligro que implicaba la desaparición de estas personas; descartan el protagonismo de la Inquisición porque en ningún caso se produjo la confiscación de costumbre. El 11 de agosto de 1635, sin embargo, se despliega una redada súbita que saca de sus viviendas a decenas de personas, enluta a familias de prestigio y se extiende como una onda terrorífica hasta los confines del Virreinato del Perú.

Es tan grande el entusiasmo del Santo Oficio que parten hacia España nerviosas cartas con datos y pronósticos. En una de ellas afirman los inquisidores: «hay tantos judíos que igualan a las demás naciones», «las cárceles están llenas», «andan las gentes como asombradas y no se fían unos de otros porque cuando menos piensan se hallan sin el amigo o compañero a quien valoran tanto», «tratamos de alquilar todas las casas vecinas» al edificio original porque éste ya no da abasto: No disimulan su satisfacción: «no se le ha hecho en estos reinos» a Su Majestad y la Iglesia «mayor servicio que el actual». Subrayan la amenaza que constituyen los judíos: «esta nación perdida se iba arraigando de manera que, como mala hierba, había de ahogar a esta nueva cristiandad». Y no dudan en aplicar una rotunda etiqueta: son «una secta infernal, predicadora del ateísmo». También informan que, «cuidadosos siempre en estas materias, escribimos a todo el distrito encargando a nuestros comisarios que, con toda brevedad, cuidado y secreto, nos procurasen enviar el número cierto de portugueses que cada uno tuviese en su partido, y algunos comenzaron a ponerlo en ejecución».

Entre los arrestados figuran tres mujeres. Estiman los jueces que su menor fortaleza física las inducirá a proporcionar otros nombres. En la primera etapa -antes de sustanciar los juicios- urge atrapar el mayor número de delincuentes; algunos ya han fugado a la selva o la montaña o tratarán de embarcarse clandestinamente.

El correo de los muros transmite reiteradamente un nombre: «Mencia de Luna.» «Mencia de Luna, joven-judía-torturada.» No ha vuelto a la prisión. Resuena su nombre como un desesperado homenaje. Francisco se esfuerza en contar los golpes, construir palabras, salir de su lechoso sopor. A pocos metros ha sido sacrificada una joven mujer. Bebe unas gotas de agua y mastica lentamente la carne de una aceituna. En su cerebro magullado nace un pensamiento vacilante; lo rodea una multitud de víctimas y no debe abandonadas. ¿Cómo? Escupe en la mano el hueso de aceituna y lo contempla extrañado: ha roto el ayuno, involuntariamente. ¿Por qué? Se frota las sienes y abre grande los ojos como si pudiera leer en el tiznado muro el mensaje que explica su cambio repentino. No lo ha hecho por temor a la cercana muerte ni por complacer a las súplicas de Hernández y Briceño: una desgracia barre la capital del Virreinato. Coge el pan, lo parte y mastica lento. Debe recuperar fuerzas para urdir la próxima acción. Se admira de que su organismo y sus reflejos se hayan adelantado a su mente, porque entendieron en seguida que el cambio de circunstancia exigía un cambio de estrategia. No obstante, debe pensado mejor. Trata de enterarse sobre la catástrofe. Un viento mefítico circula por la fortaleza inquisitorial. ¿Qué hacer? Estuvo junto a la muerte, pero ahora, casi como un resucitado, debe prestar ayuda. ¿Cómo, por Dios? Se da cuenta de que apenas mueve las extremidades, que su oído oye poco. El muro sigue transmitiendo «joven-judía-torturada».

A poca distancia de su mazmorra el notario Juan Benavídez examina el cuerpo de Mencia de Luna y redacta su testimonio que se guardará junto a los demás libros que fijan para la posteridad la obra sagrada de la Inquisición. Los jueces habían procedido de acuerdo al reglamento: ella se negaba a delatar a otros judíos y el Tribunal tuvo que cumplir su deber. El notario no olvida escribir que los jueces pronunciaron la debida exculpatoria: «y si en el dicho tormento muriese o fuese lisiada o siguiere efusión de sangre o mutilación de miembros; "¡sea a su culpa y cargo y no al nuestro!». Se esperaba obtener de la joven una abundante información y en la siniestra cámara se reúnen los señores inquisidores (excepto Andrés Juan Gaitán, que aborrece mirar a las hembras). A las nueve de la mañana ordenan a la mujer que suministre nombres, pero ella no contesta. Se la manda desnudar y, con las vergüenzas al aire, se le repite la exigencia. Responde que no está en deuda con la fe. Ocho hombres, de los cuales la mitad son sacerdotes, contemplan a esa criatura obstinada que intenta cubrir inútilmente porciones de su cuerpo, que parece delicada y frágil como una virgen de altar, pero contiene la sangre infecta. La acuestan sobre el potro y le atan las cuatro extremidades para iniciar su descuartizamiento. Se resiste como un cabrito asustado, y grita a los inquisidores que si el dolor la impulsa a decir alguna cosa, no es válida. El verdugo gira el timón, se tensan las sogas, crujen las articulaciones, se desgarran los delicados músculos y trepida la piel que las antorchas pincelan de un rosado angelical. El notario describe lo que ve y anota, incómodo, que ella dice «judía soy, judía soy, y no cesa de decido». Mañozca indica al verdugo que no avance y le pregunta: «¿Cómo es judía?, ¿quién le enseñó?» Ella pronuncia un nombre y luego confiesa que también su madre y su hermana son judías. Mañozca pregunta: «¿Cómo se llaman su madre y su hermana?» Ella llora: «¡Jesús, que me muero, miren que me sale mucha sangre!» En sus coyunturas ya se rompen las venas, se forman hematomas y por las escoriaciones brotan hilos rojos. Castro del Castillo le pide más nombres, implacablemente, si no darán otra vuelta al limón. La cara de la mujer se deforma, no escucha qué le piden, no sabe qué ha dicho. El verdugo aprieta de nuevo y el eficiente notario escribe: «se quejaba diciendo ay, ay, y se estaba callando, y en ese estado, que serían cerca de la diez de la mañana, se quedó desmayada. Se le echó un poco de agua y aunque estuvo un rato de esta suerte, no volvió en sí, por lo cual dichos señores inquisidores dijeron que suspendían el tormento para repetirle cuando les pareciese. Y los dichos señores salieron de la cámara y yo, el infrascripto notario, me quedé con ella y con los funcionarios que asisten al tormento y que son el alcaide, el verdugo y un negro ayudante».

El dantesco informe narra que le desataron las extremidades y la echaron a un pequeño estrado junto al potro, por si se decide continuar la sesión. Pero la mujer no volvió en sí, por lo cual los inquisidores indican al notario que no se aparte de la víctima. A las once del día «no volvió en sí -añade-, estaba sin pulso alguno, los ojos quebrados, los labios de la boca cárdenos, el rostro y los pies fríos». El notario añade a su certificación que «aunque se le puso la luna de un espejo por tres veces encima del rostro, salía limpio; de suerte que todas las señales de dicha Mencia de Luna era de estar naturalmente muerta, de que doy fe. Y el resto del cuerpo se le iba enfriando, y el lado del corazón no hacía movimiento alguno, aunque le puso la mano sobre él. Todo esto pasó ante mí. Firmado: Juan Benavídez, notario».

Vibran los muros con el nombre de la joven. Los viejos y los nuevos presos rezan por ella.

139

Cada nuevo reo es forzado a efectuar delaciones y todo portugués -o individuo que haya residido en Portugal- es irremediablemente sospechoso. De esta forma el caudal de arrestos se torna incontenible. Se amplía el número de calabozos, inclusive se incorpora la casa del alcaide para dar cabida a tantos acusados. Los inquisidores aprovechan el resonante éxito de la represión para elevar al Rey otra queja por la concordia de 1610 (que aplicó en Lima el marqués de Montesclaros): «V.A. nos tiene atadas las manos -protestan- prohibiendo que estorbemos a nadie en su viaje, ni obliguemos a pedir licencia a los que desean hacerla; pero la necesidad actual nos indicó negar el pasaje cuando no medie una autorización del Santo Oficio.» No titubean en añadir: «Ha de mandar V.A. se corrija y enmiende (la concordia).» El entusiasmo del Tribunal es indescriptible: «Se prosigue en todas las causas y descubrimos judíos derramados por todas partes. Las cárceles están llenas.» La clandestinidad a que se ven obligados por la persecución es interpretada como hipocresía: «generalmente no se prende uno -informan con desdén- que no ande cargado de rosarios, reliquias, imágenes, cinta de San Agustín, cordón de San Francisco y otras devociones y muchos con cilicio y disciplina; saben todo el catecismo y rezan el rosario y, preguntados cuando ya confiesan su delito por qué lo rezan, responden que para no olvidar las oraciones en el tiempo de necesidad, que es este de la prisión». No falta en los mensajes una explícita referencia al actual virrey que, a diferencia de los malignos conde de Villar y marqués de Montesclaros (la memoria siempre los repudie), «acude con afecto a cuanto se le pide en estas materias»; «se ha de servir V.A. -solicitan- de rendirle las gracias por lo que hace, y en particular por haber dado orden a los soldados del presidio, caballería e infantería de que ronden toda la noche la cuadra de la Inquisición» [51].

Entre los apresados de la primera gran redada figura un destacadísimo personaje de Lima. El Santo Oficio había lanzado el zarpazo a las doce y media, cuando las calles hervían de gente. Los oficiales y sus carruajes se distribuyeron estratégicamente y en una hora concluyeron el operativo. «Quedó la ciudad atónita y pasmada», escriben los inquisidores. La más alta autoridad de los judíos limeños es engrillada al muro de su oscura mazmorra: se trata de don Manuel Bautista Pérez. Francisco había oído hablar de él en la Universidad como de un hombre cultísimo y generoso, estimado por eclesiásticos y seglares. Lo iban a festejar en agradecimiento a sus donativos. Después se enteró de que le ofrecieron un homenaje lleno de dedicatorias en presencia del cuerpo docente y los alumnos. Dicho Manuel Bautista Pérez contribuía con sus iniciativas al mejoramiento de la Ciudad de los Reyes y era tenido en gran estima por el virrey y el Cabildo. Se comportaba como un cristiano devoto: oía misas y sermones, cuidaba las fiestas del Santísimo Sacramento, confesaba y comulgaba. Era un hombre de crédito y moral. No obstante, el Santo Oficio reunió las delaciones forzadas de treinta testigos: el reo no podría resistirse a tal alusión. Era evidente que practicaba el judaísmo en secreto y ejercía el liderazgo de la abominable comunidad. Algunos lo habían calificado «oráculo de la nación hebrea», otros «rabino». Según las delaciones, efectuaba reuniones en los altos de su casa, presidía oficios religiosos y enseñaba la ley muerta. En su biblioteca se descubren libros cristianos destinados a encubrir su identidad y otros, también útiles al cristianismo, pero destinados a exaltar sus creencias erróneas. Se trata del «capitán grande», a quien conocen, respetan y aman los otros sesenta y tres arrestados, incluida la difunta Mencia de Luna.

El correo de los muros transmite el nombre de Manuel Bautista Pérez-rabino. Su caída en las garras de la Inquisición quiebra la única columna que sostiene la esperanza de los prisioneros.

Francisco solicita un mínimo cambio de dieta para romper su ayuno. El jesuita Andrés Hernández y el franciscano Alonso Briceño atribuyen a su persuasión el cambio manifestado por el reo y se apuran en elevar un informe que destaca esta muestra de arrepentimiento. Los inquisidores, sin embargo, no quieren perder más tiempo con Maldonado da Silva: están muy atareados con el aluvión de peces gordos que afluyen a las cárceles. Hernández y Briceño no sospechan que la actitud de Francisco es el primer peldaño de una intrépida acción.

El digno rabino es llevado a la cámara del tormento para romper su negativa a confesar. Camina con paso tan firme que el alcaide no se atreve ni a tironearle la cadena. El verdugo, al chocar con sus ojos, desvía los propios para concentrarse en las argollas de los tobillos y muñecas. Le desgarran las ingles en el potro y los inquisidores ordenan interrumpir la sesión: es una pieza demasiado valiosa para malograrla en seguida. La tortura, además, tiene un efecto acumulativo sobre el alma de estos pecadores. Es devuelto desmayado a su celda y atendido por el médico.

Francisco se entera, días después, que algo grave ocurre al «capitán grande», pero no le llegan los detalles. Manuel Bautista Pérez había ocultado entre sus medias un cuchillo de estuche y, cuando se recuperó de la tortura, intentó matarse. Se infligió seis puñaladas en el vientre y dos en la ingle.

140

Los funcionarios de la Inquisición frustran su muerte, pero no consiguen impedir la de otro cautivo llamado Manuel Paz, un hombre de cuarenta años que exhibía larga residencia en Lima. Paz no soporta el cautiverio ni las torturas. En el informe que el notario escribe para la Suprema de Sevilla dice lacónicamente: «se ahorcó de la reja de una ventanilla alta que caía sobre la puerta de su cárcel, de un modo extraordinario». Ni el alcaide ni los inquisidores logran descifrar la técnica que usó para conseguir su propósito. El informe sugiere: «se echó de ver que el demonio había obrado en él, porque se ahorcó de una forma que sin ayuda parecía imposible». Gaitán propone que ante esta prueba de culpa sea relajado en efigie, sus bienes totalmente confiscados y sus huesos arrojados a las llamas cuando tenga lugar el próximo Auto de Fe. Su iniciativa es apoyada por los demás inquisidores y la totalidad de los consultores convocados.

A la mazmorra de Francisco entra la primera partida de choclos que ha solicitado a cambio del pan. No surgieron obstáculos ni sospechas. Le arranca cuidadosamente el envoltorio, lo esconde bajo la cama, deja a la vista las barbas rubias y cocina los granos en la olla que ahora le permiten tener sobre el brasero. Recupera lentamente el apetito y efectúa movimientos con todas las articulaciones, inclusive las de columna. Sobre sus úlceras se han reformado costras de cicatrización. Oye menos y duerme mucho. Se va recuperando como un pájaro herido que abandonaron en la intemperie: ahora respira mejor, crecen las plumas y abre los párpados rojos de pesadillas. Debe recuperar algo de su remota agilidad.

El convaleciente rabino consigue enviar un mensaje a su cuñado Sebastián Duarte, que también ha caído en prisión. Todo está perdido -le dice-; le recomienda confesar su condición y, por lo menos, ahorrarse la tortura. Toda resistencia no sólo será inútil: aumentará el padecimiento de los cautivos. Sebastián Duarte duda sobre la autenticidad del mensaje, dado el carácter indómito de Pérez; no obstante, prefiere considerarlo verdadero y se aviene a contestar las preguntas de los inquisidores. «Ha caído Jerusalén, no queda piedra sobre piedra, los vientos de la muerte enlutan a Sión.»

Francisco ata las numerosas hojas de choclo y confecciona una larga cuerda. Ya no se ocupan de él, excepto para traerle la alimentación escasa. Arrima la mesa al muro, coloca el rústico escabel sobre la mesa y sosteniéndose en los soportes a su alcance llega a un tirante del techo. Su mano izquierda lo agarra con fuerza mientras la otra empuña el diminuto cuchillo de hierro y empieza a roer el adobe en torno a uno de los barrotes de su ventanuco. Se cansa y marea, sabe que no está en condiciones de exagerar. Desciende, acomoda los muebles -aunque es difícil que vengan a esa hora- y dormita un rato. Después reanuda la tarea. El ventanuco da a un patio interno rodeado de celdas. Sobre los techos apenas se distingue la siniestra y alta muralla exterior. Consigue mover el barrote; lo empuja hacia acá, hacia allá, lo hace girar, vuelve a empujarlo y finalmente lo arranca. Le sonríe como a una desamparada víctima y lo acomoda entre los tirantes. Baja, recoge la soga y prueba en cada nudo para certificar su resistencia. Trepa de nuevo y la ata a uno de los barrotes inmóviles, Asoma la cabeza. Siente el aire fresco de la noche como una loca bienvenida de la libertad. Lentamente, agarrándose de la cuerda, saca el cuerpo y desciende la alta pared. Su mazmorra parecía estar en un foso, pero la tierra firme del patio semeja un abismo. No entiende el desnivel: es parte de la irracionalidad que impone el Santo Oficio en todo. Se acuclilla en las sombras, adherido al paramento y mira cuidadosamente. El aire contiene aromas del Rímac. No ve guardias, ni sirvientes, ni perros, aunque deben estar acechando.

En sus años de cárcel ha conseguido confeccionar un plano imaginario de este laberinto y sabe que han instalado cepos, puertas falsas y corredores con abismos disimulados que engullen a los que intentan huir. Camina con sigilo, explora las irregularidades de la tierra, aparta unos arbustos pequeños y divisa la huerta que cultivan los esclavos del Santo Oficio. Es un cuadrado en el que respira la vida vegetal, sorda a los suplicios de las prisiones. El olor de las hortalizas embriaga. Acaricia la pulida piel de un tomate, lo oprime suavemente e imagina su color rojo cuando llegue el día; lo arranca, lo muerde y goza su sabrosa carne. ¿Cuánto hace que no toca una planta ni desprende su fruto? Avanza hacia los muros adyacentes. Su imaginación no le ha fallado: encuentra el pasillo por donde ingresan los negros a la huerta. Una languideciente antorcha instalada en el fondo le permite ingresar de nuevo en el laberinto. Hacia la izquierda han abierto un arco en el muro que conduce a las nuevas mazmorras. Francisco se pega al muro, no es más que parte del tizado revoque, pero sus manos perciben una vibración: alguien se acerca. Debe apurarse. Las sucesivas puertas son idénticas y elige una.

Muy despacio levanta la tranca. Entra, cierra tras de sí y hace gestos tranquilizadores a los dos presos que se levantan sobresaltados. Permanece en silencio con el índice cruzándole la boca, hasta cerciorarse de que nadie ha ingresado en el pasillo. Sólo se escuchan las ranas del patio interno. La quietud se hace material, gruesa. Francisco enciende un pabilo con su yesca. Les habla en voz susurrante, les transmite solidaridad. Los cautivos están pasmados, creen que son objeto de otro ardid del Santo Oficio: esta aparición nocturna pretende engañarlos como la vez anterior, para que confiesen. Y confiesan: uno dice que es bígamo y el otro es un fraile que contrajo matrimonio en secreto. Francisco se decepciona, porque no busca perseguidos de esta naturaleza, sino la gente que mandarán al altar de fuego por lealtad a sus convicciones. Sale al pasillo tenebroso y se arrastra en la dirección opuesta. Prueba en otra mazmorra. Dos hombres se sobresaltan también. Francisco se presenta. Dice llamarse Eli Nazareo, a quien conocían como Francisco Maldonado da Silva. Eli es el nombre del profeta que combatió a los idólatras de Baal y significa «Dios mío» en hebreo; Nazir, Nazareo, es quien se consagra al servicio del Señor.

– Soy un indigno siervo del Dios de Israel -exclama con la autohumillación propia de su tiempo.

Los cautivos se miran entre sí y dudan. ¿Quién no está enterado de los espías y provocadores que contrata el Santo Oficio para quebrar su reticencia? No existen claves ni contraseñas garantizadas: el truco incluye frases en hebreo, referencia a festividades e historias conmovedoras; a veces los funcionarios tienen, para exhibir como prueba, un catálogo más grande de ritos que los mismos prisioneros y consiguen que éstos se entreguen sollozando gratitud. Francisco insiste en su carácter de prisionero. Su figura provoca un sagrado temor: tiene la barba larga con manchones grises y una cabellera partida al medio que desciende blandamente sobre los hombros. Evoca la imagen de Jesús avejentado. Es de elevada estatura, quizá exagerada por su delgadez. La nariz fuerte y los ojos penetrantes ayudan al tono persuasivo de Su voz. Uno de ellos, finalmente, dice que lo reconoce.

– ¿Me reconoce?

Mueve afirmativamente la cabeza blanca. Es un anciano de edad indefinible. Lo invita a sentarse a su lado, sobre la cama revuelta. La piel de su rostro está arrugada como una nuez.

– Me llamo Tomé Cuaresma -se identifica.

– ¡Tomé Cuaresma! -Francisco le aprieta las manos secas y frías-. Mi padre…

– Sí, tu padre -levanta los párpados hinchados de dolor-. Tu padre me conocía y te habló de mí, ¿verdad?

En el sector nuevo de las cárceles secretas estos dos hombres consuman su tardío encuentro durante el tramo profundo de la noche. Tomé Cuaresma es uno de los galenos más populares de Lima a quien Francisco, curiosamente, nunca había podido ver en persona. Su padre se había referido muchas veces a ese profesional incansable, a quien siempre recurren los nobles cuando deben hacer atender a uno de sus negros, aunque no lo reclaman para sí mismos por considerado poco refinado en su vestimenta y distante del ambiente universitario. En realidad, era el médico que asistía a los judíos secretos de la ciudad.

Francisco escucha la voz cavernosa del viejo que relata su fulminante arresto en la calle, cuando salía de la casa de un paciente. Lo asaltaron como ladrones del camino, le enrollaron una soga en torno a las muñecas y lo obligaron a trepar a un carruaje. El alcaide le hizo el interrogatorio de recepción y después lo encerraron en esta mazmorra junto a otra víctima, porque parece que no les alcanzan las celdas individuales. El otro reo se presenta, a su vez:

– Soy Sebastián Duarte.

– Cuñado de Manuel Bautista Pérez -completa Cuaresma-. Ese lazo de parentesco ya es un crimen para la Inquisición.

– ¿De Manuel Bautista Pérez? -se asombra Francisco-. Tengo que verlo, hablar con el rabino.

– Me ha ordenado confesar todo -Sebastián Duarte abre las manos con resignación-. Y pedir clemencia.

Francisco no le cree.

– La confesión no tiene límites -replica molesto-: quieren datos y nombres y luego más datos y más nombres. Pedir clemencia es inútil: aumenta la soberbia de los inquisidores y no disminuye el sufrimiento de las víctimas.

Lo contemplan azorados.

– ¿Esto sugirió Pérez? -insiste Francisco con vehemente incredulidad-. Lo habrá hecho bajo el imperio de las torturas… No vale.

– Intentó matarse -lo justifica su cuñado-, ha sufrido mucho.

– Mi padre pidió clemencia -cuenta Francisco-: pidió clemencia y fue reconciliado; pero con sanciones y la vestimenta del sambenito. Téngalo presente: ni la confesión borra nuestra culpa, ni la clemencia nos devuelve la libertad. Sobre nosotros pesan dos condenas y debemos elegir: una es la condena a recibir pasivamente las arbitrariedades del Santo Oficio. La otra es luchar contra el Santo Oficio hasta que Dios decida. No existe ya para nosotros otra libertad que la del espíritu. Conservémosla, defendámosla.

Tomé Cuaresma y Sebastián Duarte lo miran escépticos. Es una arenga irreal. Francisco les aprieta las manos, pronuncia el Shemá Israel y recita versículos del salterio. Los conmina a no rendirse. Con apasionamiento les recuerda cómo luchó Sansón contra los filisteos.

– Si de morir se trata, que a ellos no les resulte ligera nuestra muerte.

Apaga la llama, abre la puerta sigilosamente y se introduce en la celda vecina. Se repite el susto de los reos y los gestos tranquilizadores de Francisco. Uno de los cautivos cae de rodillas al confundido con Jesús.

– No soy Jesús -sonríe y lo ayuda a levantarse-: soy su hermano. Soy judío. Mi nombre es Eli Nazareo, siervo del Dios de Israel.

Los alienta a resistir, les recuerda que cada hombre tiene una chispa divina, que el Santo Oficio exhibe mucho poder pero no es todopoderoso.

– Los jueces son hombres y nosotros somos hombres. Somos iguales, somos sagrados.

Regresa al corredor donde la trémula antorcha languidece y se desliza hacia el patio interno. Decide celebrar el éxito de su escaramuza con otro jugoso tomate. Se arrastra hacia el muro y, adherido al paramento, avanza hasta la soga que aún cuelga de su ventanuco. Trepa ayudándose con los pies descalzos y las rodillas que se afirman en los nudos como le enseñó Lorenzo Valdés en su infancia. Antes de penetrar en el ominoso encierro llena sus pulmones con el aire de la noche. Saca el barrote que escondió entre los tirantes y lo reubica en su sitio. Es necesario ocultar las pistas de su acción para volverla a repetir. Ese hombre que estuvo cerca de la muerte por su descomunal ayuno, que irritó los nervios del Tribunal y no se dejó someter por los mejores eruditos del Virreinato, pone ahora en movimiento una oculta reserva de energía que sus guardianes no pueden siquiera imaginar.

No existe documentación que atestigüe el encuentro de Francisco Maldonado da Silva con el capitán grande Manuel Bautista Pérez. Ambos tienen la misma edad, aunque sus vidas, goces y suplicios no han cursado por el mismo andarivel. Sin embargo, llama la atención que Manuel Bautista Pérez súbitamente volviese a mandar mensajes a los cautivos ordenándoles retractarse de las confesiones extorsivas. Su cuñado Sebastián Duarte lee el texto en clave que le entrega un sirviente sobornado: contiene las mismas palabras pronunciadas noches atrás por esa fantástica aparición llamada Eli Nazareo: «no confesar ni pedir misericordia; defender nuestra libertad de creencia».

Eli Nazareo recorre las prisiones como el profeta Elías cuando visita la mesa pascual: casi invisible, como una maravillosa niebla. Si no hubiera discutido, escrito y resistido durante años, si todo su protagonismo se hubiera reducido únicamente a esta temeraria agitación, Francisco Maldonado da Silva habría satisfecho la duda que tenía con su historia y los principios de solidaridad. La analogía que trazó su padre entre un templo y la persona es puesta en práctica por este hombre que extrae oro de la adversidad.

A los inquisidores les fastidia que varios prisioneros empiecen a revocar sus confesiones porque, dicen, las hicieron bajo tortura. Deben repetir audiencias, convocar más testigos y movilizar calificadores, provocadores y espías que les arranquen la verdad escatimada.

Francisco es descubierto al atravesar la huerta. Un negro salta sobre él y pide ayuda a los gritos.

– ¡Aquí!, ¡vengan!, ¡se escapa! -lo aferra con un brazo y con el otro intenta oprimirle el cuello.

Francisco se deja caer. De inmediato brotan del muro los ojos de otros guardias. Con un esfuerzo sobrehumano Francisco tironea los tobillos de su oponente, quien lanza una blasfemia y le descarga un puñetazo que se pierde en el vacío oscuro. El reo se escabulle hacia los matorrales ciegos mientras sus perseguidores chocan entre sí.

– ¿Dónde está, carajo?

– ¡Por ahí, se fue por ahí!

Francisco arroja un cascote a varios metros, para despistarlos.

– ¡Allá va! -se abalanzan en dirección al ruido. Lanza otro cascote y se apresura hacia la soga. Empieza a escalar, le falta aire, le falta vigor.

– Tengo que llegar -se ordena mientras mira anhelante al alto ventanuco y derrama en manos y pies el resto de sus fuerzas.

– ¡Quieto! -exclama un guardia colgándose de sus tobillos.

El prisionero ya no puede resistir, abre los dedos y se desploma sobre su captor. Es el fin de este capítulo.

El inquisidor Gaitán, con los puños cerrados sobre la ancha mesa, propone llevarlo inmediatamente a la cámara de torturas con el ansia de hacerla morir. Pero en el interrogatorio Francisco le deshace el plan. Fiel a su enojosa transparencia, reconoce en seguida lo sucedido porque, de todas formas, no podrá continuar su tarea: algunos presos han confesado y el alcaide muestra el barrote desprendido. El secretario labra su acta con el temor que produce la cercanía de los dementes; el largo texto es sintetizado más adelante en el informe que el Tribunal eleva a la Suprema [52].

141

El alcaide redistribuye prisioneros para desocupar una hermética mazmorra en uno de los fosos que se reserva para castigo. Es tan angosta que no cabe ni mesa ni escabel, sino un poyo donde tienden el colchón de Francisco y una vieja arqueta en la que amontonan el resto de sus pingajos. En lugar de ventanilla sólo existen tres agujeros por donde sólo pasaría una naranja por vez y cierta luz natural. La puerta tiene doble tranca, el corredor es vigilado noche y día por los ayudantes del alcaide y un abnegado fraile dominico tiene la obligación de visitarlo semanalmente para quebrarle la perseverancia, vigilar su alimentación y descubrir a tiempo algún nuevo delito en contra del orden y la fe. El prisionero sufre la severidad del encierro como si el nudo de la horca se cerrase en torno a la garganta. Le sofoca la falta de espacio y la vigilancia perpetua; aunque su olfato ya ha encallecido, se le hace intolerable la nauseabunda humedad de este pozo como si estuviera hundido en una sentina.

A pocas manzanas de la fortaleza, el arzobispo Fernando Arias de Ugarte resiste las tentativas de la Inquisición para llevarse a su capellán y mayordomo, sospechoso de haber cultivado la amistad de los principales judíos presos. El arzobispo había residido en La Plata, donde conoció a ese hombre reposado y confiable que luego de enviudar estudió teología, brindó elocuentes pruebas de devoción y se ordenó sacerdote. Es de origen portugués, vivió en Buenos Aires y Córdoba, labró una razonable fortuna y desea vivir y morir como cristiano. Se llama Diego López de Lisboa y había viajado en la misma caravana de Francisco Maldonado da Silva hasta la ciudad de Salta; ya entonces estaba decidido a borrar su memoria y asumirse como un cristiano pleno. Pero cuando se produjo la detención masiva de judíos, un grupo de agitadores reclamó en el atrio de la catedral que «arresten a ese judío». El aturdido anciano fue a refugiarse en su casa, pero la multitud se concentró ante las ventanas del arzobispo: «Eche Vuestra Señoría al judío de su casa.» El prelado resolvió protegerlo; no obstante, el bufón Burgillos, viendo entrar a Diego López de Lisboa en la iglesia llevándole la falda al arzobispo, se mofó con unas palabras que adquirieron popularidad en Lima: «Aunque más le agarres de la cola, la Inquisición te ha de sacar." Los inquisidores presionan ante el dignatario y piden que les entregue «ese sujeto, muy íntimo amigo de los más esenciales» ya en los calabozos. El prelado pone en riesgo su propia vida y honor: demora. Mientras, en el Tribunal se sustancian los juicios que desembocarán en el Auto de Fe de 1639. Los cuatro hijos de Diego López de Lisboa renuncian definitivamente al comprometedor apellido paterno y, desde entonces en adelante, firman León Pinelo [53].


Meses antes del acontecimiento con el que el Santo Oficio sacudiría al Virreinato, Isabel Otañez llega a Lima con varias cartas de recomendación y el asustado deseo de entrevistar a los señores jueces. Medrosa, recorre las interminables paradas de su vía crucis. Averigua ante la madre superiora del convento, se entrevista con dos familiares, por último se aventura hacia la plazoleta de la Inquisición. El severo edificio le arroja su aliento helado, y ella se paraliza ante la alta puerta. Se dirige a la guardia y pide audiencia; muestra las cartas, explica su desamparo. La hacen esperar. Debe volver al día siguiente, y al siguiente. Hace años que espera. Le sacaron el marido durante la noche, después se llevaron el dinero en efectivo, las pocas joyas, algunos muebles. Progresaba su embarazo y estaba sola con la pequeña Alba Elena y dos esclavos fieles. El teniente Juan Minaya, receptor local del Santo Oficio que arrestó a su esposo durante una pesadilla, volvió para llevarse otros muebles, dos cofres llenos de libros, instrumental quirúrgico y los cubiertos de plata. Nació su hijo varón, pero tenía prohibido intentar contacto alguno con su esposo. Impotente en el remoto Sur de Chile, llegó a desear que los feroces indios araucanos asaltasen la ciudad de Concepción y pusieran fin a su desgracia. No recibía noticias de Lima ni las habría de recibir: el comisario la ayudó a reconocer la granítica realidad de su tragedia: era preciso aceptar el golpe del cielo y acostumbrarse a vivir como un cactus en el yermo. Su marido difícilmente saldría en libertad y, de ocurrir, tendrían que pasar muchos años. Con el tiempo, no obstante, el mismo comisario se apiadó de la buena mujer. Había advertido que en la «Carta de dote» el finado Cristóbal de la Cerda había tomado precauciones en defensa de su ahijada: el dinero que él aportó para ella, así como el dinero que su futuro marido entregaba en la ocasión, probablemente no eran confiscables. Si los recuperaba desahogaría su apremio económico, podría criar mejor a sus dos hijos y esperar con más alivio el incierto retorno de su esposo. La fue preparando para asentar su reclamo en el único sitio del que obtendría fruto: Lima. Era engorroso costearse el pasaje y abandonar a los niños por muchos meses, pero en julio de 1638, con casi doce años de angustia, se aproxima al lugar donde tienen encerrado a su Francisco. ¿La dejarían verlo?, ¿hablarle? Se conformaría con escucharle la voz a través de una puerta cerrada, leer una hoja de papel con su letra menuda o mirarle un segundo el diamante de las pupilas. En Concepción la habían perseguido los malos sueños implacablemente, repitiendo la escena del arresto, pero después comenzaron a predominar las evocaciones agridulces, nostalgiosas, cuyos mordiscos no son menos dolorosos que las pesadillas. ¿Qué puede hacer para ayudarlo? Ya le han dicho y repetido y gritado: ¡nada! El Santo Oficio está en un lugar donde la voluntad o el deseo de los humanos no llega. Sólo cabe reclamar aquello que legalmente pudiera corresponderle y, rogando a Dios, esperar el milagro.

La prolongada espera y las cartas de recomendación llegaron al inquisidor Juan de Mañozca, quien se ha avenido a recibirla en su imponente despacho. La mujer se pone de pie y luego de rodillas, sin saber qué postura adoptar ante la grandiosa aparición. Un alguacil la invita a sentarse y, tras el frío ademán del inquisidor, lee con voz temblorosa el pedido que escribió y corrigió esmeradamente desde que inició su largo viaje. Es la esposa legítima del doctor Francisco Maldonado da Silva y, «conforme a derecho», solicita le sean restituidos los bienes secuestrados que no pertenecían a su marido, sino a su propia dote, «contenidos en esta escritura que presento con el juramento necesario». «A Vuestra Señoría pido y suplico se sirva hacer según y como tengo pedido, porque soy pobre y estoy padeciendo muchas necesidades sin tener más bienes que los que me pertenecen por dicha dote.» Mañozca disimula con su puño el eructo que le rememora el sabor del chocolate que acaba de beber, y ansioso por sacarse de encima este trámite menor, dicta al secretario que nombra a Manuel de Montealegre «defensor de estos bienes», para su estudio. Isabel solloza conmovida: el juez la ha escuchado con afecto y ha decidido ayudarla.

En pocos días, con una celeridad inusual, Manuel de Montealegre eleva su dictamen a Mañozca. Pero es negativo: «se ha de denegar lo que pide». Se limita a enfatizar que no hay pruebas de que hubiera ingresado el dinero ofrecido como dote y que, por otra parte, aún no ha terminado el juicio principal, es decir, el de Maldonado da Silva. Mañozca lee el escrito y lo arroja sobre la mesa con una sardónica mueca: Montealegre es un buen funcionario que sabe mutar un argumento neblinoso en réplica cabal: el juicio de Maldonado da Silva ha terminado hace un lustro con su condena a muerte (sólo falta la muerte) y el dinero de la dote no sólo ha ingresado, sino que ya pertenece en su casi totalidad al Santo Oficio (falta gastarlo). Andrés Juan Gaitán se entera de que Mañozca ha ocupado a Montealegre para satisfacer a la esposa del luciferino Maldonado da Silva y en la primera reunión privada del Tribunal le expresa su disgusto. Mañozca no pierde la calma y dice que ha cumplido con sus deberes de cristiana piedad. Su adversario le recuerda que la piedad no debe confundir a un soldado de Cristo. Mañozca replica que no está confundido y que ha dispuesto otorgar otra audiencia a dicha Isabel Otañez (lo dispone en ese momento) para resolver su pedido «de acuerdo a derecho».

Es así como, gracias a la satisfacción que a Mañozca le produce contradecir al áspero Gaitán, la frágil Isabel Otañez puede entregar otro escrito de insistencia. Dos meses más tarde el inquisidor logra que Castro del Castillo lo apoye para autorizar que algunos bienes «se vendan en pública almoneda en la dicha ciudad de Concepción de Chile y de su procedido se lleve la doña Isabel Otañez doscientos pesos para que use en sus alimentos y los de sus hijos; además, se le entregue la casa en depósito para que vivan en ella».

Al finalizar la última audiencia Isabel permanece clavada de rodillas ante la tarima descomunal. Los jueces se retiran, el resultado de su gestión ha sido pobre en demasía. Y no ha podido aún expresar lo más importante. El secretario la mira desdeñosamente mientras recoge los pliegos y le ordena con voz gélida que regrese a Chile. Pero Isabel necesita preguntar. Aquí saben, aquí pueden, aquí son árbitros de bienes y vidas. Se muerde los labios mientras llora sin consuelo. Junta las manos en oración e implora como se implora a Dios y a los Santos que le diga una palabra sobre el estado de su esposo. La cara del secretario es cruzada por un viento oscuro; lentamente, como si su cuello fuese una rueda dentada, gira hacia el alguacil y le transmite una seña; después desaparece como por arte de magia. Isabel se siente perdida. Un garfio la iza rumbo a la calle. Mientras recorre como un trasto inútil las huidizas baldosas, aparece el comisario de Concepción para recordarle que no ofenda al Tribunal preguntando por el reo. Las baldosas corren hacia atrás y le hablan, infructuosamente. Le dicen que sobre ellas caminó Francisco y que en ese mismo lugar ha hecho oír su voz desafiante. Le dicen que a sólo veinte metros de distancia, en su estrecha mazmorra, consumido y avejentado, prepara febrilmente la última embestida. En la plazoleta nadie la asiste porque es riesgoso acercarse a quienes salen llorando de la Inquisición. Sus pies ciegos la conducen hacia la cercana plaza de Armas. Choca con hidalgos, mercaderes, sirvientes y carruajes que reclaman se fije por dónde camina. La súbita ampliación del espacio la sobrecoge. Está derrotada. No sabe -lo sabrá años después- que está mirando hacia el ángulo donde pronto se erigirá el patíbulo.

Lorenzo Valdés irrumpe a la cabeza del regimiento real. Ha engrosado su cintura, pero no ha perdido elegancia sobre el espigado corcel que reluce medallones y lentejuelas. En su camino cruza Isabel, temulenta. Es hermosa aun bajo sus túnicas de luto. Si no fuera por la tristeza que ella irradia, Lorenzo averiguaría quién es y dónde vive. Tironea las riendas y, caballerosamente, la hace esquivar por el sonoro regimiento como si le ofreciera una colectiva reverencia.

142

Se pone fecha al Auto de Fe. Nunca se había llevado a cabo en la Ciudad de los Reyes una ceremonia de tanta envergadura. Se esperan y desean efectos aleccionadores hasta los confines del Virreinato y que el poder del Santo Oficio crezca lo suficiente para cumplir con redoblada eficacia su sagrada misión. Los procesos están concluidos, sólo falta obtener algunos arrepentimientos de individuos que igualmente morirán, para gloria de la fe verdadera. Pero, además de estas razones entusiastas, los inquisidores necesitan el Auto para frenar -terror mediante- el desquicio económico que se ha desatado como secuela indeseada. En efecto, los mismos jueces ya han escrito a la Suprema que «con los prisioneros que se hicieron, comenzaron gran cantidad de demandas» y son muchísimos los pleitos que iniciaron los acreedores de los cautivos. La confiscación masiva ha interrumpido el fluir económico. «Está la tierra lastimada -reconocen- y ahora, con tanta prisión y secuestro de bienes de hombres cuyo crédito atravesaba todo el Virreinato, parece que se acaba el mundo» porque los acreedores saben que con el tiempo, el secreto inquisitorial y la muerte de testigos, sus derechos van a empeorar. «Y aunque nuestro negocio es la fe» -subrayan- la cantidad de riqueza confiscada y la cantidad de reclamos en aumento los obligan a descomprimir la tensión atendiendo varias causas «desde las tres de la tarde hasta la noche». «Hemos ido pagando y pagamos muchas deudas (de los reos), porque de otra suerte se destruía el comercio y hacía un daño irreparable.» La Audiencia coincide con el Santo Oficio, pero en términos más rotundos [54]. El duro castigo a los reos aplacará la codicia de los acreedores -esperan los jueces.

Los preparativos del Auto de Fe son enrevesados. La primera diligencia que exige el protocolo es dar aviso al conde de Chinchón, virrey del Perú. Se encomienda la honrosa tarea al fiscal del Santo Oficio, quien se apersona al palacio y con ceremoniosa gravedad le informa que tendrá lugar el próximo 23 de enero de 1639, en la central plaza de Armas, «para exaltación de nuestra santa fe católica y extirpación de las herejías». El virrey envía respuesta al Tribunal estimando el aviso con muestras de «particular placer por ver acabada tan deseada obra». El mismo recado se cumple ante la Real Audiencia, los Cabildos (eclesiástico y secular), la Universidad de San Marcos, los demás Tribunales y el Consulado. Antes de publicarse la convocatoria a los habitantes de la ciudad los inquisidores encierran a todos los negros que sirven en el Santo Oficio para que no se enteren y avisen a los reos [55]. No obstante, dicho pregón se demora por un estúpido incidente. Se había decidido guarnecer las puertas de la capilla con clavazones de bronce. El ruido de los martillos, mazas y remaches se expandió por el laberinto de mazmorras como anuncio de una construcción excepcional. El correo de los muros la asocia con la erección del patíbulo. Los reos entran en estado de agitación, algunos revocan sus confesiones y otros, desesperados, testifican en contra de cristianos viejos con la esperanza de provocar un perdón general ante el aluvión de sospechosos. El Tribunal, no obstante, decide mantener la fecha del Auto y consumar todas las condenas.

143

El fraile que, tapándose la nariz con la gruesa manga de su hábito concurre al hediondo calabozo de Francisco para insistirle que doblegue su testarudez, informa a los jueces que el reo implora otra audiencia con los padres calificadores de la Compañía de Jesús.

– ¿Promete abjurar? -pregunta Castro del Castillo. El dominico transmite que al reo le acosan varias dudas y tiene la esperanza de que si se las resuelven, volverá a la auténtica fe.

– Una treta dilatoria -sentencia Gaitán-. Lo mismo de siempre.

No se hace lugar al pedido, pero el fraile retorna con la insistencia del prisionero. Castro del Castillo revisa las actas y anuncia que de acordársela, sería la disputa número trece, una exageración que prueba cuánta paciencia se ha tenido con él.

– Buen número para que se produzca algo distinto -fuerza una sonrisa el cansado fraile.

El Tribunal se toma unos días y con dos votos a favor y uno en contra decide convocar por última vez a los doctos calificadores de la Compañía, Andrés Hernández en primer lugar. La sesión se efectúa en la adusta sala cuyo techo de 33000 piezas machimbradas ha cobijado hace poco a Isabel Otañez, aterida de congoja. El reo es traído por el alcaide y la guardia de negros, con sus flacos tobillos y muñecas encerrados en los grilletes. Es un Cristo que desciende de la cruz, casi ciego, los labios blancos, nariz filosa y una cabellera de tristeza pluvial. Pareciera haberse consumido su altivez. Lo hacen sentar y luego ponerse de pie. Ya sabe: debe prestar juramento. La expectativa y la curiosidad proveen un clima extraordinario a la sala. Como lo había hecho hace doce años, desencanta a sus captores porque sigue fiel a sus creencias muertas. Gaitán barre con una mirada a los otros inquisidores por acceder a este previsible desafío; Mañozca, irritado también, lo invita a expresar sus dudas. Los jesuitas avanzan sus cabezas para escuchar mejor. Francisco inspira hondo: debe hacer esfuerzos para que la voz brote con suficiente sonoridad. Pero su tono ingenuo, casi servil, contradice la acidez del contenido. De entrada formula una pregunta pavorosa.

– ¿No es arrogante e inútil la pretensión de imponer una sola verdad? -dice.

Su debilidad física imprime dulzura a la expresión, pero los vocablos hacen temblar la sala.

– ¿No se estará manifestando la gran Verdad -continúa-, Verdad que excede al cerebro humano, por verdades parciales que apenas logramos aprehender? ¿No será la gran Verdad tan rica y misteriosa que sólo nos es permitido un abordaje minúsculo? Y ese abordaje minúsculo, ¿no se cumple acaso a partir de nuestras diversas raíces y creencias? ¿No será que existen diversas raíces y creencias para que, precisamente, seamos más modestos y reconozcamos que sólo nos es dado ver y sentir tan sólo una parte? ¿No será que nuestras convicciones, aunque opuestas, sólo se resuelven en el infinito del Ser Supremo, que está mucho más allá de nuestra percepción? ¿Qué beneficio brindan ustedes a la gran Verdad, entonces, si quieren convertir a la parte minúscula que reconocen y aman, en el todo que no pueden alcanzar?

Los jueces y teólogos oscilan entre rechazar sus palabras como nueva herejía o producto de una severa perturbación de la lógica.

– En el corazón de cada hombre -prosigue Francisco en tono amable y esforzado- late la chispa divina que ningún hombre, excepto Dios mismo, tiene derecho a impugnar, menos extinguir. Si vale vuestra fe, también vale la mía.

La audiencia está escandalizada. ¿Cómo puede existir más de una verdad? Es un sofisma, una locura. Estas ideas no responden a una inspiración del cielo, sino del diablo.

– Pregunto si es de buen cristiano (ya que me exigen ser cristiano) castigarse mutuamente, desgarrar familias, humillar al prójimo y delatar parientes y amigos. Esto ya lo padeció Jesús, que fue delatado y atormentado. Repetir su pasión en otros, ¿no significa inutilizar la del mismo Jesús? Si su sacrificio no canceló los sacrificios, ¿qué cambia?, ¿qué inaugura? Seguir persiguiendo, ofendiendo y matando a hombres como Jesús fue perseguido, ofendido y asesinado, ¿no es reducido a un caso más de la infinita cadena de hombres víctimas de hombres?

Gaitán tamborilea sobre el apoyabrazos de la silla y tiene deseos de interrumpir la sesión. Este basilisco que pronto será cenizas mancha el recinto con groserías inaceptables. Hasta Castro del Castillo piensa lo mismo cuando el reo escupe:

– ¿Dónde está el Anticristo? ¿Ustedes no lo ven? -sus párpados de carbón dejan salir un brillo que agujerea a los presentes mientras sus labios esbozan una sonrisa enigmática-. ¿No lo ven? Estos grilletes -levanta las muñecas ulceradas-, ¿me los ha puesto Jesús?

Mañozca murmura: «Está definitivamente loco.» Francisco se dirige al jesuita Hernández.

– ¿La razón es un derecho natural? ¿El pensamiento y la conciencia son derechos naturales? ¿El cuidado de mi cuerpo es un derecho natural?

El teólogo asiente.

– Sin embargo… -se interrumpe como si hubiera perdido la ilación-, sin embargo -repite-, el cuerpo, mi cuerpo, es maltratado y será destruido. ¿No debería el cristiano, más que el judío, respetar el cuerpo? Para un cristiano Dios se hizo cuerpo porque cree en el misterio de la Encarnación. El cristiano, en este sentido, es la más «humana» de las religiones. Pero ¡qué paradoja!: sus fieles, en lugar de valorado y quererlo como a su mismo Dios, lo odian y atacan. Yo no creo en la Encarnación, pero creo que el Único está en nuestras vidas -y Francisco cita a su padre-: «Dañar un cuerpo es ofender a Dios.»

– Limítese a formular sus dudas -exclama Gaitán, lívido de indignación.

Francisco introduce la mano bajo sus ropas y les inflige una sorpresa: extrae dos libros. Los tres inquisidores, los tres jesuitas y el secretario abren grande los ojos; ¿De dónde los robó? Se enteran atónitos de que no fueron robados, sino escritos en su estrecha mazmorra. El secretario los recibe con mano trémula, como si tocase objetos creados por la magia de Luzbel. Son dos volúmenes en cuartilla cuyas hojas han sido labradas artísticamente con trozos pegados entre sí. Cada página está llena de palabras menudas y parejas como letras de molde. El secretario eleva los libros hacia la mano impaciente de los inquisidores. Después regresa a su silla y escribe azorado que el reo «sacó de la faltriquera dos libros escritos de su mano, en cuartillas, y las hojas de muchos remiendos de papelitos que juntaba sin saberse de dónde, y los pegaba con tanta sutileza y primor que parecían hojas enteras, y los escribía con tinta que hacía de carbón». Se seca la frente y añade: «El uno tenía ciento tres hojas y el otro más de cien.» Consigna la estrafalaria firma del autor: «Eli Nazareo, judío indigno del Dios de Israel, conocido por el nombre Silva

Los volúmenes pasan de mano en mano.

– Ahí están mis dudas -dice Francisco-. Y mi modesta ciencia. Quien eso ha escrito tiene chispa divina, no menos que ustedes.

– O chispa de Satanás -replica Castro del Castillo, aturdido por la audacia.

Los inquisidores invitan a los jesuitas a que hablen, La inverosímil audiencia se extiende por tres horas y media. Los teólogos deshacen las mentirosas afirmaciones de Francisco y, según aprecian los jueces, consiguen demostrar otra vez cuál es el camino de la luz: sólo una mente caprichosa y maligna puede negarse a reconocer la verdad, la única verdad. Mañozca se dirige a Francisco para que conteste si está dispuesto a arrepentirse; pero antes debe volver a prestar juramento. Automáticamente le señala el crucifijo de la mesa.

El reo se incorpora con un asordinado crujir de articulaciones gastadas. Entonces pronuncia las frases que provocan una exclamación de pasmo y horror del auditorio.

– ¿Jurar por la cruz? ¿Por qué no jurar entonces por el potro, o las mancuernas con púas, o el brasero que destruye los pies? Cualquier instrumento de tortura daría lo mismo… La cruz fue un instrumento de tortura, ¿o ha tenido otro objeto? Con la cruz asesinaron a Jesús y muchos otros judíos como Él. Luego los cristianos siguieron asesinando judíos blandiendo tras ellos la cruz como una espada retinta de sangre. En la cruz hemos muerto los judíos, no los cristianos. ¿Murió en ella algún inquisidor?, ¿un arzobispo?, ¿un papa?… Alguien alguna vez se los debe decir aunque duela mucho: para los judíos perseguidos la cruz nunca ha simbolizado el amor sino el odio, nunca el amparo sino la crueldad. Exigirnos que le rindamos veneración, tras siglos de matanza y desprecio, es tan absurdo como pedirnos venerar la horca, el garrote vil, la hoguera. Los cristianos ensalzan la cruz (¡y tienen sus buenas razones!), pero la cargamos los perseguidos. La cruz no nos otorga bienestar: nos angustia, nos ofende y nos destruye -levanta su mano derecha, la larga cadena brilla fugazmente como una filigrana de astros-. Juro por Dios, creador del cielo y la tierra haber dicho la verdad. Mi verdad.


La Ciudad de los Reyes entra en atmósfera de vísperas a partir del pregón que se difunde el miércoles 1 de diciembre. El castigo y muerte de los pecadores debe ser causa de regocijo. Mientras en el interior de las cárceles circula el mefítico aliento de la tragedia, en las calles se excita el entusiasmo. En la oscuridad de los corredores y ergástulos aumenta el miedo, en la luz de la urbe el anhelo de fiesta. En las mazmorras progresa la desesperanza, en las plazas se inicia el espectáculo. La muerte y el jolgorio se unirán para abrazarse y danzar juntos. La razón será disfrazada de locura y la locura se pondrá atavíos de razón.

Salen del palacio inquisitorial todos los familiares en sus temibles hábitos sobre cabalgaduras lustrosamente enjaezadas y un bosque de altas varas al son de ministriles, trompetas y atabales. Dan una vuelta a la plazoleta y luego se introducen a paso majestuoso por las calles. Los siguen en riguroso orden de etiqueta importante funcionarios de la Inquisición: el nuncio, el procurador del fisco, el notario de secuestros, el contador, el receptor general, el cadavérico secretario y el alguacil mayor. Los colores y sonidos incendian a Lima. Los vecinos interrumpen sus actividades, las mujeres se asoman a las celosías, los hidalgos, jóvenes y sirvientes invaden las calles. Semejante despliegue inflama la curiosidad. El repique del los tambores se detiene para que el pregonero formule el anuncio.

– El Santo Oficio de la Inquisición -vocea con estudiada solemnidad- hace saber a todos los fieles que habitan en y fuera de la Ciudad de los Reyes que el próximo 23 de enero, día de San Idelfonso, se celebrará Auto de Fe en la plaza pública de esta ciudad para exaltación de nuestra santa fe católica. Se manda acudir a los fieles para que ganen las indulgencias que los sumos pontífices conceden a los que concurren a estos actos.

La caravana recorre las populosas arterias con espigada satisfacción. El secretario anotará en su libro que «concurrió gente sin número para ver y escuchar este anuncio, dando gracias a Dios y al santo Tribunal por dar principio a un Auto tan grandioso». Acabada la publicación, vuelven los ministros y oficiales a la fortaleza en el mismo orden y con igual relumbre de tambores y trompetas.

Al día siguiente se inicia la construcción del tablado en varios cuerpos. Una legión de carpinteros, herreros, tolderos y sirvientes distribuyen tablones, clavan estacas y tienden rieles para que nazcan gradas y pasillos cerrados por barandas confiables. Varios bloques estratégicamente distribuidos darán cabida a la multitud que se espera no sólo de Lima, sino de muchos lugares en derredor. No se deja de trabajar «ni aun los días solemnes de fiesta». El inquisidor Antonio Castro del Castillo es el encargado de supervisar las obras. Advierte que ni la profusión de gradas ni la solidez de cercos previene el desorden que generará la torrencial multitud y manda pregonar que ninguna persona -«de cualquier calidad que fuese, excepto los caballeros, gobernadores, ministros y demás funcionarios»- osen ingresar a los tablados oficiales. Y para controlar los desbordes nombra e instruye a muchos caballeros para que circulen con bastones negros en los que irán pintadas las armas de Santo Domingo. Para refrescar el estrado principal se transportan veintidós árboles de unas 24 varas de alto cada uno y se atan velas de unos a otros con poleas y cuadernales hasta lograr una apacible sombra.

Dos días antes del Auto de Fe el Tribunal reúne en la capilla del Santo Oficio a todos sus ministros y funcionarios: El inquisidor Juan de Mañozca les habla con palabras graves y exhorta a concurrir con amor y puntualidad a cada una de las tareas asignadas. Deben vestir con gran lustre, echando sobre sus cuerpos las costosas libreas que se mandaron confeccionar para la ocasión. El secretario anota que «aparecieron en las calles los oficiales del Santo Oficio, los calificadores, comisarios, personas honestas y familiares, todos con sus hábitos, causando hermosura su variedad y regocijo a la gente, que ya estaba desde la mañana del día anterior en copioso número por la plaza y las calles».

En las mazmorras se dobla la vigilancia, los frailes que visitaban con abnegación a los prisioneros ensayan los últimos recursos para salvarles el alma. Saben que al día siguiente estará todo consumado. Palabras y oraciones vibran en las cuevas lúgubres durante el día y hasta altas horas de la noche. Mientras, la Ciudad de los Reyes es exaltada con la procesión de la Cruz Verde que moviliza a los miembros de las órdenes religiosas, funcionarios seglares y eclesiásticos, nobles caballeros, curas, mercaderes, artesanos, doctrineros, soldados, bachilleres, estudiantes y mujeres que llenan varias calles con sus balcones y techos. Los músicos entonan himnos enfervorizantes. «La gravedad del acto -anota el secretario incansable- y el silencio de tanta gente provoca amor y veneración al Santo Tribunal.» La procesión camina con majestad hasta la plaza Mayor y roza los enormes tablados que desbordarán público en el inminente Auto de Fe. El coro entona el versículo Hoc signum Crucis y se dejan faroles encendidos junto al lugar donde serán exhibidos los pecadores.

144

Francisco ha reanudado su ayuno pero esta vez el tiempo no lo favorecerá. Los días que lleva sin probar bocado apenas le alcanzan para sentirse más débil y somnoliento. El fraile y los sirvientes le ruegan que coma en términos tan amistosos que llegan a confundirlo sobre la situación en que se encuentra. Está cada vez más sordo y aprovecha su minusvalía para eximirse de las plañideras insistencias del dominico. Hace poco le espetó a los ojos: "yo no pretendo que usted deje de ser cristiano; por favor, déjeme seguir siendo judío; no se canse, no se agote; pare de hablar».

Al religioso le brotan lágrimas. ¿Cómo es posible que no consiga atravesar semejante coraza? Maldonado da Silva ya tiene poca diferencia con un cadáver: ¿dónde esconde el manantial de su altivez? Su cabeza es un par de órbitas negras, mejillas chupadas y una frente extrañamente brillosa; la larga cabellera partida al medio ha encanecido completamente, lo mismo que su barba. Los labios finos suelen moverse como si rezaran. El fraile lamenta que ore a una ley muerta que lo lleva a la perdición. Quisiera sacudido como a una canasta vacía y llenado con la sustancia de su fe. Pero el diablo se ha posesionado de esa mente. Reconoce que le ha tomado cierto cariño -vergonzoso, inconfesable- y no se resigna a verlo retorcerse entre las llamas. Han conversado sobre otros temas con tanta lógica que le parecía un individuo sensato y muy inteligente. Maldonado da Silva le contó sobre su familia y sus recuerdos con una emoción que revelaba zonas piadosas del espíritu; allí no había entrado el demonio y, por consiguiente, renacían las esperanzas de recuperado para la fe. Pero en los asuntos que tocaban sus abominables raíces volvía a ponerse duro como un león y de sus labios tiernos asomaba bruscamente una fuerza indomable. El dominico reprodujo muchas veces sus conversaciones con el reo en el confesionario para conseguir ayuda. Su confesor estaba en lo cierto: dentro de unas horas lo llevarán a la hoguera y se lo ve más obstinado que nunca.

Francisco, por su parte, teme aflojar a último momento. En su familia todos sucumbieron al terror: su padre y hermano en la tortura, su madre y hermanas al sentirse desamparadas. Lo presionarán hasta el último segundo. Antes de hundir la antorcha en la paja seca que amontonan bajo los leños le gritarán que ceda, que salve su alma.

Le mueven un hombro. ¿Ha estado soñando? Varias linternas arden en el miserable calabozo y sus llamas lamen el techo de adobe. Desde la horizontalidad de su lecho cree estar enfrentado por una apretada multitud. Se incorpora con esfuerzo, parpadea. Comprimiéndose unos a otros hay soldados con sus alabardas, sacerdotes y entre ellos el cansado dominico. Súbitamente esos cuerpos numerosos y fornidos que apenas caben en la mazmorra abren un hueco. Francisco se frota las órbitas legañosas y, cuando saca las manos de su cara, ve el rostro metálico del inquisidor Andrés Juan Gaitán. Adhiere su espalda a la pared y recoge las piernas: no tiene fuerzas para pararse, ni hay lugar. El inquisidor le esquiva la mirada y desenrolla unos pliegos. Lenta y victoriosamente le lee la sentencia. Francisco no se mueve; no intenta responder, ni comentar, ni rogar: sus ojos apuntan rectamente a los del inquisidor, que no se despegan de las letras. Termina, enrolla el papel y se da vuelta para no verle el rostro a su víctima. Busca entre los hombres apretujados al fraile dominico y le susurra una orden.

La cueva se vacía. Francisco murmura:

– ¡Dios mío!, sucede.

Ya no verá insinuarse el amanecer por los tres agujeros del muro: en unas horas vendrán a sacado definitivamente., Toca el borde del colchón que lo acompañó casi trece años y vuelve a preguntarse si le alcanzarán las fuerzas para seguir defendiendo su derecho hasta la culminación del Auto. Se deja caer sobre el poyo. El candil que le han dejado emite una luz que por primera vez aprecia: es suave y rosada. Los muros irregulares están llenos de dibujos; las formas, incluso en este cubículo tan pequeño, son infinitas. Por uno de los tres agujeros aparecen los ojos de una rata. Ni siquiera viene a despedirlo: sólo a enterarse de su partida. De repente lo asalta un alud de recuerdos: las ratas en el convento de Córdoba, las ratas en el convento de Lima, el director espiritual Santiago de la Cruz y el aprendizaje del catecismo, las biografías de santos, la confirmación, la enorme Biblia de la capilla, su primera flagelación, el abrazo de los torsos desnudos, la aparición del negro Luis con el instrumental del padre y la llave española (¡la llave española!, ¿dónde estará?).

Cruje la puerta y dos negros adelantan una bandeja.

– El almuerzo -dicen.

¿Almuerzo? ¿A esta hora de la noche? El dominico lo invita a rezar y a comer. Francisco entiende: los condenados a la hoguera son piadosamente agasajados con un banquete. Es una cortesía macabra, pero más elocuente que la burocrática lectura de la sentencia. Le ofrecen una comida de príncipe. El dominico alza la voz para atravesar su sordera y le cuenta -anhela llegar al escondido corazón- que el Santo Oficio ha contratado hace tres días a un pastelero para que secretamente preparase la última colación.

– Secreto -murmura Francisco-, siempre el secreto, para que sea impune la arbitrariedad.

Se incorpora y camina los pocos pasos que caben en la mazmorra. El fraile se encoge para darle lugar, quiere complacerlo, ayudarlo y ser agradable. Vuelve a mostrarle la bandeja.

– Coma -Francisco invita al sacerdote.

– Dios mío, Dios mío -implora el fraile-, ¿cómo hacerle entender que van a quemarlo vivo, que sus pies serán mordidos por los tizones y sus caderas azotadas por las llamaradas y su rostro despellejado, triturado, asado? ¿Cómo hacerle comprender que es una víctima de una trampa del demonio y que padecerá el suplicio de la hoguera para desembocar en el interminable suplicio del infierno?

Cae de rodillas.

– ¡Sálvese! ¡Sálvese! -ruega.

Francisco fuga hacia su interior. Necesita rememorar los Salmos que nutren la esperanza. Debe mantenerse tranquilo para que no lo invada el temblor ni se quiebre a último momento. A medida que pasan los minutos, mientras los versículos lo animan, siente que le arañan los monstruos de la derrota. En un sentido crece su fuerza y en el otro su debilidad. «No repitas mi trayectoria», le recomendó su, padre. ¿La repite, acaso? Cree que no. Su padre denunció a otros judíos, se humilló ante los jueces y mintió su arrepentimiento. Mutiló su dignidad. No volvió a ser cristiano, ni hombre libre, ni judío digno: se transformó en un resto que tenía vergüenza. Ofrendó lo más sagrado de su ser a los opresores, para gloria del Santo Oficio y sólo retuvo el testimonio del vejamen. Ésa fue su trayectoria: miedo, sometimiento, claudicación.

Francisco aprieta los párpados para que no desborden las lágrimas.

La imagen de su padre vencido le produce una pena atroz. Pronuncia Salmos que contrarrestan la imagen doblegada y triste. «No repetiré tu trayectoria» se alienta. Pisa los umbrales del fin y no ha denunciado a nadie, no se quebró ante los jueces, no ha simulado arrepentimiento, no aporta un céntimo a la gloria de sus opresores.

El fraile reanuda el trabajo persuasivo, le acerca la bandeja con manjares, reza las poderosas oraciones.

A las cinco de la madrugada dos regimientos de infantería en uniforme de gala completaría su formación, uno en la plaza de Armas y el otro frente al palacio inquisitorial. Las altas puertas del Santo Oficio se abren para dejar entrar cuatro grandes cruces enlutadas con mangas negras, traídas de la catedral y acompañadas por un cortejo de clérigos, curas y sacristanes con sobrepellices. Los «caballeros honrados» que se han escogido para acompañar y seguir predicando a los reos la clemencia del Santo Oficio en su trayecto al Auto son distribuidos frente a las puertas de cada mazmorra. En el enrevesado laberinto empiezan a sonar trancas, chirriar puertas y estallar gritos. La firmeza de los frailes, soldados y caballeros debe contener la desesperación en alud. Por los corredores alumbrados con antorchas avanzan los cautivos hacia la capilla de los condenados. Allí se les brindará otra piadosa ocasión de escarmiento.

A Francisco le aferran los codos y lo obligan a levantarse. No alcanza a echar un último vistazo al agujero que lo albergó en el segmento final de su prisión. Lo conducen por el pasillo amenazante, trepa escalones, atraviesa puertas. Zumba el palabrerío ansioso del dominico que le repite imprecaciones a la oreja y le sacude el brazo. Los caballeros que lo vigilan miran hacia adelante, llenos del poder que significa conducir un humano a la muerte. Lo empujan hacia un grupo de oficiales sin soltado. De pronto se desliza un paño por su cabeza. Lo toca, lo mira: es el sambenito. Tiene un asqueroso color amarillo, llega apenas a las rodillas y es tan ancho como sus hombros; en la parte alta, sobre su pecho, han pintado unas aspas rojas en forma de X, lo cual simboliza que es un pecador extremo. En la parte inferior han pintado llamas que apuntan hacia arriba: elocuente confirmación de que será quemado vivo. Un oficial levanta un largo cono de cartón, la coroza sobre el que relucen torpes pinturas de cuernos, garras y colmillos que simbolizan al diablo, y de cuyo vértice cuelgan trenzas de brin en forma de serpientes. Con irreverencia se lo calzan en los cabellos. Francisco levanta automáticamente su puño para volteado, pero innumerables garfios le frustran la intentona. Se siente ridículo. Sólo falta que después, al pie de la hoguera, los soldados echen suertes por esas prendas infames como hicieron mil seiscientos años atrás con una túnica púrpura y una corona de espinas. Lo empujan de nuevo para ingresado en la doliente procesión que se dirige a la plaza.

Se balancean las altas cruces con los trapos negros flotantes, rodeados por copioso número de clérigos. Siguen los penitenciados por delitos menores: hechiceras, bígamos, blasfemos, solicitadores. Cada uno cercado por una guardia que les impedirá hablar a nadie. Después marchan los judaizantes, el plato fuerte de esta ocasión. Todos llevan sambenitos. Son decenas y están ordenados con lógica de suspenso: los judaizantes que se han arrepentido pronto marchan adelante con sogas gruesas en la garganta. Quienes se han arrepentido tarde y serán relajados (ejecutados) vienen atrás con una cruz verde en la mano. Las antorchas y los cirios zigzaguean en la plaza llena y sacan reflejos a los escudos. Una hemorragia en el oriente anuncia el bostezo del amanecer. Francisco toma conciencia de que sale de su último encierro: nunca más lo aislarán entre cuatro paredes. El aire oscuro de la madrugada le refresca las mejillas. Ha imaginado muchas veces este instante; le resulta familiar y tenebroso. A pocos pasos reconoce al viejo médico Tomé Cuaresma, encorvado por el sambenito y la coroza pintarrajeados con llamas, víboras y dragones. Francisco devuelve la cruz que le han puesto en la mano.

– Debe llevarla -le ordenan. Niega con la cabeza.

El oficial le abre los dedos y exige que obedezca. Francisco le cruza la mirada como un sable.

– No.

– ¡Irá rebelde! -se alarma el dominico-. ¡No empeore su situación, por su bien!

Francisco se niega a sostener la cruz verde.

– La dejo caer -anuncia.

El fraile la recoge en sus manos y la besa [56].

Detrás de la procesión 'avanza el portero del Santo Oficio a caballo, con un cofre de plata cerrado donde están guardadas las sentencias. Lo siguen el secretario, también montado en un corcel con gualdrapa de terciopelo verde. Continúan el alguacil mayor y otros solemnes funcionarios. Las calles se van iluminando con la llegada del día; reina una contenida exaltación. Las puertas, balcones y terrazas se colman. El río de gente que acompaña a la hilera de pecadores es un monstruo muy ancho y largo, que se desliza perezosamente hacia la plaza Mayor ceñido por los muros de las casas. Las cruces, cirios y velas se bambolean durante la dificultosa marcha hasta que el caudal se abre parcialmente en las proximidades del cadalso. Los frailes y caballeros encargados de controlar a los cautivos los hacen subir en orden, ubicándolos en los largos tablones que les están reservados. El rumor de la multitud aumenta gradualmente, a medida que ve emerger a las abyectas víctimas. Crece de modo franco al subir los judíos con corozas y sambenitos pintados con llamas y ya es escandaloso el abucheo cuando surge un hombre de larga cabellera que ni siquiera ha tenido la piedad de llevar una cruz verde en la mano.

Los caballeros con bastones negros que exhiben las armas de Santo Domingo golpean los hombros de la gente para restablecer el orden que exige la sacralidad del Auto. En el tablado central ya se han sentado los inquisidores y el virrey. Castro del Castillo contempla satisfecho el dosel de brocato con flecadura dorada que mandó instalar a último momento, y en cuyo cielo ondula una imagen del Espíritu Santo que significa «el espíritu de Dios gobierna las acciones del Santo Oficio». Al virrey se le han provisto tres cojines de fina tela color ámbar, dos para los pies y uno para el asiento, en tanto que los inquisidores disponen de una almohada de terciopelo. Castro del Castillo tuvo la cortesía de adornar el balcón de la virreina con pendones, oriflamas alegres, tapices y amplio dosel amarillo. Todo en derredor, hasta donde se pierde la vista, es un enjambre de personas. Los memoriosos insisten en que nunca hubo en Lima un Auto de Fe tan concurrido.

Francisco se abraza a los versículos que exaltan la libertad, la belleza, la dignidad, pero resbala hacia el espectáculo que hierve. Es una ceremonia espantosa y deslumbrante donde celebran la muerte. Ha empezado la adoración de la cruz puesta en un altar central, ricamente adornado: tiene la imagen de Santo Domingo rodeada por candelabros de plata, ramilletes de flores y pebeteros de oro. Francisco frunce los párpados y se repliega en su ensoñación. ¿Cuánto tendrá que esperar? A sus oídos ruinosos llega el encrespamiento de los sermones: diferentes voces, pero siempre los mismos esfuerzos por asegurar la gloria, la verdad, la devoción. Alguien lee en castellano la bula de Pío V en favor de la Inquisición y sus ministros, y contra los herejes y sus fecharías. Entreabre apenas los barrotes de las pestañas y ve el juramento del virrey, y de la Real Audiencia, y de los Cabildos y de todo el pueblo, con la mano derecha levantada, los rostros en trance y un maremoto final: «amén».

El inquisidor Juan de Mañozca empieza la lectura de las sentencias. Una sádica vibración recorre la plaza. El espectáculo ingresa en una fase voraz. Quienes se arrepientan antes de que se pronuncien las frases inapelables conseguirán clemencia -se dice, se repite, se implora-. Millares de oídos erizados captan el llanto agudo, el ruego demencial. Y millares de ojos se pegan a la hilera de infelices exhibidos sobre el patíbulo que ahora serán sometidos a otra merecida ofensa.

El alcaide recoge su bastón azabache y se dirige al primero de los penitenciados. Le hunde la extremidad en las costillas como si fuese un perro sarnoso: no le habla, sino lo empuja cruelmente, grotescamente, hacia un puente corto, visible desde cualquier punto de la plaza, para que allí, solitario y avergonzado, desnudo de protección, escuche la sentencia. Después lo empuja de regreso entre las contenidas risitas de la devota muchedumbre. Hunde el bastón en el siguiente. Repite la tarea con el tercero, el cuarto, el séptimo, el decimoctavo… mientras sucesivos funcionarios gozan el honor de leer la respectiva condena como si compitieran en un festival de poesía.

El sol derrama calor sobre la plaza hasta que el público ya no puede ingerir más discursos: anhela acción. Han pasado los penitenciados al azote, a la prisión y a trabajos forzados en las galeras. Faltan los que serán «relajados» al brazo seglar para su ejecución. El alcaide empuja al judío Antonio Espinosa; el bastón se retuerce con furia porque el hombre está quebrado, tembloroso, levanta las manos y ruega misericordia. El rumor entusiasta de la muchedumbre despierta a los dormidos. Por las cabezas amontonadas de extremo a extremo silba una remota alegría cuando el bastón no consigue hacer avanzar al judío siguiente: se trata de Diego López Fonseca, a quien deben cargar en brazos y tirarle de los pelos para que escuche sobre el puente los castigos que se le infligirán. Le llega el turno a Juan Rodríguez, quien aparentó locura en la cárcel para hacer reír a los jueces y confundidos; ahora reconoce que fue mentira y maldad, llora, implora. Le toca avanzar al anciano médico Tomé Cuaresma, reconocido en el acto desde los confines de la plaza; el bastón lo empuja obscenamente y estallan toses, ansias; la encanecida víctima se apoya en la baranda, cabizbajo y cuando escucha que será quemado vivo empieza a sacudirse, a llorar: estira los dedos, quiere decir algo, pero su garganta no emite sonidos. Entonces ocurre algo que conmueve a la multitud: el inquisidor Antonio Castro del Castillo abandona su sitial y camina hacia el tembloroso viejito; lo observa, le acerca la cruz que le cuelga al pecho y ordena que le pida misericordia. El desconsolado médico está a punto de desmayarse y balbucea «misericordia, misericordia». Un rugido triunfal barre la plaza. El inquisidor regresa iluminado por una sonrisa junto al virrey para seguir el desarrollo de la ceremonia. Faltan pocos judíos, los peores.

El bastón empuja a Sebastián Duarte, cuñado del rabino Manuel Bautista Pérez. Cuando pasa junto a él, sin que los guardias pudiesen advertido a tiempo, los parientes se abrazan y despiden [57]. La escena produce rabia en los espectadores, que escupen insultos y reclaman mayor celo a los soldados. Francisco mantiene abiertos los ojos y acompaña a cada uno de los ofendidos con intensidad, como si su espíritu tranquilo tuviera manos y las manos se tendieran hasta las caras anémicas para envolverlas con ternura y decides que los ama, que no están solos, que su dolor es pasajero. Tiene una visión extraordinaria de la precariedad del hombre. Nunca ha podido reconocerla tan crudamente. Pronto será polvo. Lo sostiene -lo ha sostenido- únicamente aquello que ama: Dios, su familia, sus raíces, las ideas yesos recuerdos en color pastel con manchones de azul.

Llega el turno del rabino «capitán grande» y «oráculo de la nación hebrea» -como expresa con sorna el texto que se lee en voz alta-. Manuel Bautista Pérez escucha su sentencia majestuosamente. En su cerebro bulle otra multitud: la de los mártires que lo precedieron y a los que va a integrarse con la apostura que su cuerpo aún le concede.

Se instala una pausa. Falta el más odioso de los pecadores, el demente que ha osado desafiar al mismo Auto de Fe presentándose en rebeldía. Un monstruo: sabe que morirá por sus errores y se obstina en ellos. La transpirada muchedumbre se iza en puntas de pie: sólo se tiene una ocasión en la vida para ver algo semejante. Flaco, canoso, la barba y el cabello largos, Francisco no espera que llegue el bastón del alcaide para agraviarlo como a un animal. Se incorpora y camina hacia el puente donde escuchará lo que ya sabe. El sombrero en cono que lo transformaba en un ser grotesco resbala de su cabeza y súbitamente su imagen empieza a irradiar una nobleza incomprensible para los millares de órbitas que registran algo confuso. Sobre el puente se superponen transparencias como si en vez de un hombre hubiera aparecido una efigie de brumas. De las gradas multitudinarias brota el silencio. Se anhela escuchar la descripción de sus abominaciones y si el castigo logrará compensarlas. La voz del funcionario irrumpe con melladuras de inseguridad, de fatiga. Los cabellos de Francisco empiezan a elevarse como alas. El afrentoso sambenito se aligera y ondula sedoso. La muchedumbre apantalla las orejas porque las frases se esfuman. Ese hombre solitario y enhiesto evoca algo misterioso. A unos mil metros de distancia, en el Pedregal, ya están a punto las hogueras, pero ahí, sobre el puente, suavemente acariciado por la brisa, no observan al reo a quien devorarán las llamas, sino a un justo. Algo grandioso se asocia a su imagen.

El cronista Fernando de Montesinos se levanta de su grada para examinar de cerca el portento. El Tribunal le ha encargado la difícil tarea de redactar una pormenorizada narración del Auto de Fe y todos sus sentidos deben registrar los necesarios detalles: importa la decoración, las sentencias, el protocolo, la conducta de los reos y también los fenómenos sobrenaturales. No esperaba el sobresalto de la coincidencia. La brisa que juega con los cabellos del cautivo se transforma en un viento fuerte. El agobiante calor es repentinamente fragmentado por cuchillas gélidas. Del mar avanza un manto negro que hinchan y golpean con rabia los relámpagos. La atención concentrada en el espectáculo no ha advertido el comienzo de la tormenta y Montesinos levanta sus ojos con pavura: esto será consignado en su informe. De pronto un grito de horror acompaña al sablazo que abre el toldo del tablado central. Montesinos acerca su mano 'a la oreja y logra escuchar las palabras que pronuncia Maldonado da Silva. Luego, en su informe, las transcribirá también:

– Esto lo ha dispuesto así el Dios de Israel para verme cara a cara desde el cielo.

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