El amor como un huracán borró todo vestigio de rencor, de odio. Nadie pudo acordarse de cuál era la razón por la que se había distanciado de un ser querido. Al reencarnado de Hugo Sánchez se le olvidó que el doctor Mejía Barón no lo había dejado jugar en el campeonato mundial de fútbol de 1994. A Cuquita se le olvidaron las madrizas que su esposo le puso toda la vida. A Carmela se le olvidó que Isabel la llamaba «cerda». Al compadre Julito se le olvidó que sólo le gustaban las mujeres nalgonas. A los gatos se les olvidó que odiaban a los ratones. A los palestinos se les olvidó su rencor hacia los judíos. Se acabaron de golpe los racistas, los torturadores. Los cuerpos olvidaron las heridas de cuchillo, los balazos, los rasguños, las patadas, las torturas, los golpes y dejaron sus poros abiertos para recibir la caricia, el beso. Las lagrimales se aprestaron a derramar lágrimas de gozo. Las gargantas, a sollozar de placer. Los músculos de la boca, a dibujar una grandísima sonrisa. Los músculos del corazón, a expandirse y expandirse y expandirse hasta parir puro amor.
Lo mismo que el vientre de Ex Azucena. Su momento de dar a luz le había llegado. En medio de la algarabía del amor, nació una bella niña. Nació sin dolor de ningún tipo. En absoluta armonía. Salió a un mundo que la recibía con los brazos abiertos. No tuvo por qué llorar. Ni Ex Azucena por qué permanecer en la Tierra. Con ese nacimiento había terminado su misión. Se despidió de su hija amorosamente y se murió con un guiño en el ojo. Rodrigo le dio la niña a Azucena y ésta la abrazó. No podía verla con la vista pero sabía perfectamente cómo era. Azucena deseó con toda el alma tener un cuerpo joven para poder cuidarla. Los Dioses se compadecieron de ella y le permitieron que ocupara su ex cuerpo nuevamente como premio al esfuerzo que había realizado para cumplir con su misión.
En cuanto Azucena recuperó su cuerpo, terminó la misión de Anacreonte. Entonces, con toda libertad, se pudo ir a gozar de su luna de miel. Durante el juicio se había hecho novio de Pavana y se acababan de casar. Lilith, por su lado, se había casado con Mammón. A los pocos meses los primeros tuvieron un Querubín y los segundos un Chamuquito.
En la Tierra todo era felicidad. Citlali había encontrado a su alma gemela. Cuquita, lo mismo. Teo fue ascendido. Carmela descubrió que estaba perdidamente enamorada del compadre Julito y contrajeron matrimonio de inmediato.
Finalmente el Orden se impuso y todas las dudas quedaron resueltas. Azucena supo que se la había asignado la misión de poner a funcionar la Ley del Amor como parte de una condena. Ella había sido la más grande asesina de todos los tiempos. Había volado tres planetas con bombas atómicas, pero la Ley del Amor, siempre generosa, le había dado la oportunidad de restablecer el equilibrio. Para beneficio de todos, lo había logrado.
Percibo lo secreto, lo oculto
¡Oh vosotros señores! Así
somos, somos mortales,
de cuatro en cuatro nosotros los hombres,
todos habremos de irnos,
todos habremos de morir en la Tierra…
Como una pintura nos iremos borrando.
Como una flor,
nos iremos secando
aquí sobre la Tierra.
Como vestidura de plumaje de ave zacuán,
de la preciosa ave de cuello de hule,
nos iremos acabando…
Meditadlo señores,
águilas y tigres,
aunque fuerais de jade,
aunque fuerais de oro
también allá iréis,
al lugar de los descarnados.
Tendremos que desaparecer,
nadie habrá de quedar.
NEZAHUALCÓYOTL «Romances de los señores de Nueva España», fol 36 r.