TERCER DÍA

Viernes, 17 de noviembre de 2006

Capítulo 7

En el Departamento de Investigación Criminal de la comisaría de Gayfield Square había un olor extraño. Solía notarse en pleno verano, pero aquel año era como si no fuera a desaparecer. Pasaban días o semanas sin que se notara y de pronto, una mañana, reaparecía solapadamente. Habían dirigido diversas protestas a Jefatura y la Federación de la Policía Escocesa presentó una amenaza de paro. Se procedió a levantar los suelos, revisar las cañerías y a echar insecticida, pero todo resultaba inútil.

«Huele a muerto», comentaban los veteranos. Rebus sabía a qué se referían: de vez en cuando aparecía un cadáver en descomposición en un sillón de algún adosado de los años sesenta, o sacaban un cuerpo flotando del canal de Leith. Había un cuarto especial para ellos en el depósito, en el que los celadores habían puesto una radio en el suelo que podía enchufarse a voluntad: «Ayuda a olvidar la peste».

En Gayfield Square la solución consistía en abrir todas las ventanas, lo que producía un bajón de temperatura. El despacho del inspector jefe James Macrae -separado por una puerta de cristal de las oficinas del DIC- era como una nevera. Aquella mañana el previsor Macrae se había traído una estufa eléctrica de su casa de Blackhall. Rebus había leído que Blackhall era la zona residencial de los ricos de Edimburgo. Le parecía inverosímil… chalets y más chalets. Las casas en Barnton y en la Ciudad Nueva valían millones. Pero tal vez eso explicara por qué la gente que vivía allí no era tan rica como la de Chaletilandia.

Macrae enchufó la estufa orientada hacia su mesa. Phyllida Hawes se había arrimado tanto que estaba sentada en el regazo de Macrae, como quien dice, lo que hizo fruncir el ceño al inspector jefe.

– Bien -exclamó juntando las manos como si fuera a rezar enfadado-, el informe de la investigación -pero antes de que Rebus tomara la palabra Macrae advirtió una anomalía-. Colin, cierre la puerta, por favor. Aprovechemos nosotros el poco calor de que disponemos.

– No tengo sitio, señor -respondió Tibbet, que estaba en el umbral. Era cierto; con Macrae, Rebus, Clarke y Hawes el despacho se quedaba pequeño.

– Pues váyase a su mesa -replicó Macrae-. Seguro que Phyllida puede suplir su información.

Pero a Tibbet no le apetecía eso; si a Clarke la ascendían a inspectora, quedaría una plaza de sargento por la que competirían Hawes y él. Encogió el estómago y logró cerrar la puerta.

– Informe de investigación -repitió Macrae, pero en ese momento sonó el teléfono y lo cogió con un gruñido. Rebus pensó en la tensión arterial de su jefe. No es que pudiera presumir de la suya, pero Macrae tenía el rostro enrojecido y, aunque era un par de años más joven, casi no tenía pelo. Tal como le había comentado el médico a Rebus en la última revisión: «Tiene una racha de suerte, John, pero la suerte siempre se acaba».

Macrae emitió unos gruñidos antes de colgar y fijó la vista en Rebus.

– En recepción hay alguien del consulado ruso -dijo.

– Ya me preguntaba yo cuándo vendrían -comentó Rebus-. Le atenderemos Siobhan y yo, señor. Phyl y Colin pueden hacerle el informe; anoche tuvimos asamblea.

Macrae asintió con la cabeza y Rebus se volvió hacia Clarke.

– ¿Lo recibimos en uno de los cuartos de interrogatorio? -preguntó ella.

– Es lo que estaba pensando.

Salieron del despacho y cruzaron el DIC. Los tableros de las paredes estaban aún vacíos; aquel mismo día, más tarde, los llenarían las fotos del escenario del crimen, listas de nombres, tareas a realizar y horarios de turnos. En algunos casos de homicidio se organizaba un cuartel general provisional a partir del cual se iniciaba la investigación, pero Rebus no veía la necesidad en este caso. Pondrían carteles en la salida del aparcamiento pidiendo información y quizás Hawes y Tibbet o unos cuantos uniformados repartirían octavillas por los parabrisas. Aquella sala larga y fría sería el cuartel general. Clarke miró por encima del hombro hacia el despacho de Macrae. Hawes y Tibbet parecían disputarse quién daba mejor información al jefe.

– Cualquiera pensaría que hay una vacante de sargento. ¿Tú por quién apuestas?

– Phyl lleva más años -respondió Clarke-. Tiene que ser la favorita. Si el ascenso es para Colin, creo que abandonará el Cuerpo.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿En qué cuarto de interrogatorio? -preguntó.

– Me gusta el tres.

– ¿Por qué?

– La mesa es mugrienta y rayada y hay grafitis en las paredes… Es donde conducen a la gente cuando ha hecho algo.

Rebus sonrió por su manera de razonar. Incluso para un inocente, el cuarto de interrogatorios número tres era una experiencia desagradable.

– Eso es -dijo.

El empleado consular llamado Nikolai Stahov se presentó con una humilde sonrisa. Joven y de rostro infantil, lucía pelo marrón claro con raya, lo que le hacía aún más infantil. Pero medía un metro ochenta y era ancho de hombros, y llevaba un chaquetón tres cuartos de lana, negro, con cinturón y el cuello subido. De un bolsillo asomaba un par de guantes; mitones, en realidad -advirtió Rebus-, sobados y abiertos donde deberían haber estado los dedos. Al darle la mano le dieron ganas de preguntar: «¿Te viste tu mamá?».

– Lamentamos lo del señor Todorov -dijo Clarke estrechando la mano al ruso, quien lo complementó con una leve reverencia.

– El consulado -dijo Stahov-, quiere asegurarse de que harán todo lo posible por capturar y llevar al criminal ante los tribunales.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– Estaríamos más cómodos en un cuarto de interrogatorios…

Condujeron al joven ruso a través del pasillo y se detuvieron ante la tercera puerta. Estaba abierta; Rebus empujó la puerta, haciendo una señal a Clarke y Stahov para que pasaran y dio la vuelta al cartel de fuera por el lado de «Ocupado».

– Siéntese -dijo. Stahov así lo hizo mirando a su alrededor. Iba a poner las manos en la mesa, pero se arrepintió y las recogió en el regazo. Clarke se sentó frente a él y Rebus se recostó en la pared con los brazos cruzados-. Bien, ¿qué puede decirnos de Alexander Todorov? -preguntó.

– Inspector, he venido para mayor tranquilidad y más bien por una cuestión de protocolo. Comprenderá que como diplomático no estoy obligado a contestar a sus preguntas.

– Porque goza de inmunidad -asintió Rebus-. Dábamos por sentado que quería ayudarnos en lo que pudiera. Se trata de un compatriota suyo que ha sido asesinado, y de un personaje bastante relevante -añadió como en tono ofendido.

– Por supuesto, por supuesto, qué duda cabe -contestó Stahov sin dejar de volver la cabeza hacia uno y otro.

– Muy bien -terció Clarke-. Entonces, ¿querrá decirnos hasta qué punto era molesto Todorov?

– ¿Molesto? -no estaba claro si Stahov había captado el matiz.

– Molesto para el consulado, por ser un poeta disidente que residía en Edimburgo -añadió Clarke.

– No era molesto en absoluto.

– ¿Le hicieron un recibimiento oficial? -preguntó Clarke-. ¿Algún tipo de fiesta en el consulado? Había sido candidato al Nobel… una circunstancia muy satisfactoria.

– En la Rusia actual no se le da mucha importancia al premio Nobel.

– El señor Todorov había realizado hace poco un par de lecturas públicas… ¿Asistió usted a ellas?

– Tenía otras ocupaciones.

– ¿Asistió alguien del consulado?

Stahov creyó oportuno interrumpir.

– No veo qué importancia puede tener esto para sus indagaciones. En realidad, sus preguntas podrían ser una cortina de humo. Que nos agradara o no la presencia de Todorov es irrelevante. Le han asesinado en este país, en esta ciudad. En Edimburgo existen problemas de raza y religión; ha habido agresiones a trabajadores polacos y vestir una camiseta de cierto equipo de fútbol puede crear bastante animosidad…

Rebus miró a Clarke.

– Hablando de cortina de humo…

– Lo que digo es cierto -añadió Stahov con cierto temblor en la voz, procurando calmarse-. Lo que desea el consulado, inspector, es estar al corriente de las indagaciones. De ese modo podremos garantizar a Moscú que se lleva a cabo una investigación rigurosa y como es debido, de modo que ellos, a su vez, puedan por su parte expresar satisfacción a su gobierno.

Rebus y Clarke reflexionaron un instante. Rebus metió las manos en los bolsillos.

– Cabe la posibilidad -dijo en voz baja-, de que al señor Todorov le agredieran por venganza. Esa persona podría ser un residente ruso de Edimburgo. Supongo que su consulado tendrá una lista de los ciudadanos rusos que viven y trabajan aquí.

– Inspector, en mi opinión Alexander Todorov fue una de tantas víctimas del crimen callejero de esta ciudad.

– Sería absurdo descartar posibilidades en esta fase de la investigación, señor.

– Y esa lista sería útil -añadió Clarke.

Stahov miró a uno y otro. Rebus esperaba que se decidiera pronto. Había sido un error hablar con él en el cuarto número tres, porque hacía un frío tremendo. El chaquetón del ruso parecía confortable, pero sabía que Siobhan no tardaría en tiritar. Le extrañaba que no se condensara el hálito de las respiraciones.

– Veré lo que puedo hacer -dijo finalmente Stahov-. A cambio de ello, ¿me tendrán al corriente de la investigación?

– Déjenos su número de teléfono -dijo Clarke. El joven ruso pareció aceptar el compromiso.

Pero Rebus sabía que no era así.


* * *

En el mostrador de recepción había un paquete para Siobhan Clarke. Rebus había salido de la comisaría a fumar un cigarrillo y a ver si Stahov tenía chófer. Clarke abrió el sobre y vio que era un CD con la anotación «Riordan» escrita con rotulador grueso, detalle elocuente sobre Charles Riordan, quien ponía su nombre en vez del de Todorov. Se llevó el compacto arriba, pero no había reproductor, por lo que se dirigió al aparcamiento, pasando junto a Rebus.

– Le esperaba un gran Mercedes negro -dijo él-, y el chófer llevaba gafas de sol y guantes. ¿Adonde vas?

Siobhan se lo explicó y él dijo que no le importaría acompañarla, aunque la previno de que quizá «no podría seguir su ritmo de marcha». Al final, se sentaron los dos en el coche de ella durante una hora y cuarto, con el motor en marcha para mantener la calefacción. Riordan lo había grabado todo: conversaciones entre los asistentes, la presentación de Abigail Thomas, la media hora de Todorov y las preguntas y respuestas del final, casi todas ellas relacionadas con la política. Al apagarse los aplausos y mientras el público abandonaba la sala, el micrófono de Riordan continuaba grabando voces.

– Es un obseso -comentó Clarke.

– Y que lo digas -asintió Rebus. Casi lo último que oyeron fue una frase en ruso en voz baja-. Seguro que dicen -bromeó Rebus-, «Gracias a Kruschev que ha terminado».

– ¿Quién es Kruschev? -preguntó Clarke-. ¿Un amigo de Jack Palance?

La grabación del recital era extraordinaria, con aquella voz del poeta, sonora, ronca, elegíaca y estentórea. Algunos poemas los recitó en inglés y otros en ruso, si bien, casi todos, en ambos idiomas, ruso primero e inglés a continuación.

– Suena a escocés, ¿verdad? -comentó Clarke en un momento dado.

– Para una inglesa, tal vez -replicó Rebus.

«Vaya, ya estamos con eso», pensó Siobhan. Como tantas otras veces desde que la conocía, Rebus se mofaba de su acento «del sur». Pero esta vez no entró al trapo.

– Este se llama Raskolnikov -dijo en otro momento-. Lo recuerdo del libro. Es un personaje de Crimen y castigo.

– Yo lo leí probablemente antes de que tú nacieras.

– ¿Has leído a Dostoievski?

– ¿Crees que iba a mentir en una cosa así?

– ¿Cuál es el argumento?

– La culpabilidad. Una de las grandes novelas rusas, a mi entender.

– ¿Qué otras has leído?

– Eso da igual.

Al terminar el CD, él se volvió hacia ella.

– Tú que has escuchado el recital y has leído el libro, ¿has advertido alguna motivación para que le asesinaran?

– No -respondió Siobhan-. Y ya sé lo que piensas… Que Macrae va a tratar el caso como un atraco que salió mal.

– Que es también más o menos como el consulado quiere que se proceda.

Ella asintió despacio con la cabeza, pensativa.

– ¿Con quién tuvo relaciones sexuales? -preguntó finalmente.

– ¿Eso es relevante?

– No lo sabremos hasta que lo descubramos. La candidata más probable es Scarlett Colwell.

– ¿Por ser tan guapa? -inquirió Rebus dubitativo.

– ¿No soportas imaginarla con otro? -replicó Siobhan en broma.

– ¿Y la señorita Thomas de la Biblioteca de Poesía?

Siobhan dio un resoplido como respuesta.

– No creo que sea una rival -añadió.

– La doctora Colwell no parecía tan segura.

– Lo que probablemente explica más sobre la doctora Colwell que sobre la señorita Thomas.

– Tal vez el joven Colin tenía razón -aventuró Rebus-. O lo más probable es que nuestro ardoroso poeta estuviera con una puta en Glasgow -al observar el gesto de Clarke, añadió-: Perdona, una «trabajadora del sexo». ¿O ha cambiado la terminología desde que me diste con la palmeta?

– Tú sigue así y te volveré a dar -dijo ella haciendo una pausa sin dejar de mirarle-. Tiene gracia que tú leyeras Crimen y castigo. He hecho una búsqueda sobre Harry Goodyear -añadió con un profundo suspiro.

– Ya me lo imaginé -dijo él centrando su atención en el parabrisas y el coche claro aparcado más allá. Clarke sabía que deseaba bajar el cristal de la ventanilla para fumar, pero afuera persistía aquel olor como pegado al asfalto.

– Era dueño de un pub en Rose Street a mediados de los años ochenta -dijo ella-. Tú eras sargento y testificaste para que le encarcelaran.

– Vendía droga en su local.

– Murió en la cárcel un año o dos después, ¿verdad? De un ataque al corazón, me parece… Tood Goodyear sería un bebé -hizo una pausa antes de continuar por si él añadía algo-. ¿Sabías que Todd tiene un hermano? Se llama Sol y ha estado vigilado varias veces; ahora vive en Dalkeith, por lo que es asunto de la División E. ¿En qué líos estará metido?

– Drogas.

– Así pues, ¿lo conoces?

– Deducción lógica.

– ¿Y no sabías que Todd Goodyear era agente de policía?

– Lo creas o no, Shiv, no sigo la pista a los nietos de los delincuentes que he metido en la cárcel hace veinte años.

– El caso es que a Sol no se le detuvo por posesión de drogas, sino que se le imputó también tráfico, pero el tribunal le concedió el beneficio de la duda.

– ¿Cómo te has enterado de todo eso? -preguntó Rebus volviéndose hacia ella.

– Fui a la oficina antes que tú esta mañana, estuve unos minutos trabajando con el ordenador e hice una llamada al DIC de Dalkeith. En su momento corrió el rumor de que Sol Goodyear traficaba por cuenta de Big Ger Cafferty.

Siobhan advirtió de inmediato que había tocado una fibra: Cafferty era un asunto pendiente -un gran asunto pendiente- y su nombre figuraba en el primer puesto de la lista de Rebus. Cafferty se las había arreglado para fingir que se había retirado, pero Rebus y Clarke sabían que no. Cafferty seguía mandando en Edimburgo. Y también ocupaba un puesto en su propia lista.

– ¿Nos lleva algo de todo eso a alguna parte? -preguntó Rebus volviendo a fijar la atención en el parabrisas.

– Realmente, no -contestó ella mientras pulsaba la tecla para extraer el compacto, haciendo que de pronto sonara la radio: «Forth 1» y el DJ hablando sin parar. Siobhan la apagó. Rebus acababa de advertir algo.

– No sabía que había una cámara ahí -dijo, refiriéndose a un rincón del edificio entre la segunda y la tercera planta. La cámara enfocaba al aparcamiento.

– Es para reprimir el vandalismo. Por cierto, ¿crees que serviría de algo revisar en el centro de control del Ayuntamiento el metraje de la noche en que mataron a Todorov? Debe de haber cámaras en el extremo oeste de Princes Street y quizás en Lothian Road. Si alguien le seguía… -añadió Siobhan sin terminar la frase.

– Es una idea -dijo él.

– Será una aguja en un pajar -comentó ella. Como el silencio de Rebus equivalía a una confirmación, reclinó la cabeza en el respaldo. Ninguno de los dos tenía ganas de volver a entrar-. Recuerdo que leí en el periódico que tenemos el sistema de vigilancia más grande del mundo. En Londres hay más cámaras de vídeo que en todo Estados Unidos… ¿será cierto?

– Lo que es cierto es que no han disminuido los índices de delincuencia -replicó Rebus entrecerrando los ojos-. ¿Qué es ese ruido?

Clarke vio que Tibbet les hacía señas desde una ventana.

– Creo que nos llaman.

– A lo mejor se ha entregado el asesino impulsado por los remordimientos.

– Puede ser -añadió Clarke poco convencida.

Capítulo 8

– ¿Has estado aquí alguna vez? -preguntó Rebus al pasar el detector de metales, recogiendo la calderilla y guardándosela en el bolsillo.

– Hice una visita guiada poco después de la inauguración -asintió Clarke.

Configuraban el techo unas formas esculpidas que Rebus no sabía si se trataba de cruces de la época de los cruzados. El vestíbulo de entrada bullía de actividad. Habían colocado unas mesas para los grupos de visita con montones de pases de identificación y el listado de los diversos grupos, y había personal por todas partes para dirigir a los visitantes hacia el mostrador de recepción. Al fondo del vestíbulo, un grupo de escolares de uniforme se disponía a sentarse a comer un bocadillo.

– Es mi primera vez -dijo Rebus-. Estaba intrigado por ver cómo era un edificio que ha costado cuatro millones de libras.

El Parlamento de Escocia había dividido a la opinión pública desde que los medios de comunicación airearon el proyecto. Había quien lo consideraba audaz y revolucionario, y quien cuestionaba sus rarezas y enorme precio. Antes de que la obra hubiera concluido habían muerto el arquitecto y la persona que la había encargado. Pero ahora, el edificio estaba terminado y en pleno funcionamiento. Rebus, desde luego, seguía pensando que la Cámara de los Diputados, que él había visto en la tele, era un poco rara.

Cuando dijeron a la mujer del mostrador de recepción que querían ver a Megan MacFarlane, ésta imprimió dos pases de visitante, hizo una llamada a la oficina del Parlamento desde donde confirmaron que les esperaban, y otro empleado se acercó a decirles que lo siguieran. Era un hombre alto de paso rápido y, como la recepcionista, tenía más de sesenta y cinco años. Le siguieron a través de pasillos hasta un ascensor y recorrieron más pasillos a continuación.

– Hay mucho cemento y madera -comentó Rebus.

– Y cristal -añadió Clarke.

– Todo de lo más caro, por supuesto -dijo Rebus.

Su guía no dijo palabra y finalmente doblaron una última esquina, donde les aguardaba un joven.

– Gracias, Sandy. Yo los acompaño -dijo.

Cuando el guía se retiraba por donde habían venido, Clarke le dio las gracias, recibiendo un leve gruñido por respuesta. Quizás el hombre había quedado sin aliento.

– Me llamo Roddy Liddle. Megan es mi jefa -dijo el joven.

– ¿Y quién es esa Megan? -inquirió Rebus-. Lo único que nos ha dicho el jefe es que viniéramos a hablar con alguien que se llama así, que, por lo visto, llamó.

– Fui yo quien llamó -respondió Liddle en un tono que daba a entender que era una más de las arduas tareas que se tomaba con calma.

– Hizo muy bien, hijo -comentó Rebus. El «hijo» se mostró visiblemente dolido. Liddle, con poco más de veinte años y consciente de ocupar un buen puesto en la política, miró a Rebus de arriba abajo antes de decidir no dar importancia al epíteto.

– Seguro que Megan se lo explicará -respondió. Dicho lo cual, se volvió de espaldas y les condujo pasillo adelante.

Los despachos de los diputados del Parlamento de Escocia eran de dimensiones bien proporcionadas, con mesas para el personal y los propios políticos. Era la primera vez que Rebus veía una de las infames «células de reflexión», cubículos con ventanas curvadas y mullidos asientos destinados supuestamente a los diputados para elucubrar sus leyes sobre emisiones medioambientales. Y allí era donde los esperaba Megan MacFarlane, que se levantó a saludarlos.

– Me alegra que hayan acudido tan pronto -dijo-. Sé que están ocupados con la investigación y no les entretendré mucho -era baja, delgada y de aspecto impecable, perfectamente arreglada con el maquillaje justo. Llevaba gafas de media luna caídas sobre la nariz y miró por encima de ellas a los dos policías-. Yo soy Megan MacFarlane -añadió, dándoles pie para que se presentaran. Liddle se sentó a su mesa para leer unos mensajes en el ordenador.

Rebus y Clarke dieron su nombre y la diputada del Parlamento de Escocia miró a su alrededor buscando donde sentarse, pero se le ocurrió otra cosa.

– Bajamos a tomar café, Roddy. ¿Te traigo uno?

– No, gracias, Megan. Tengo bastante con una taza al día.

– Ajá. ¿No tengo sesión después en la cámara? -preguntó, aguardando hasta que él negó con la cabeza, antes de mirar a Clarke-. Es por los efectos diuréticos, ¿sabe? No está bien tener que salir al váter en medio de un punto del orden del día…

Siguieron el mismo camino por donde habían venido y descendieron por una escalinata impresionante, mientras MacFarlane comentaba que los «nacionalistas escoceses» esperaban mucho de las elecciones de mayo.

– Los últimos sondeos nos dan cinco puntos por delante de los laboristas. Blair ha perdido popularidad y Gordon Brown también, por la guerra de Irak y el asunto de los títulos de nobleza. Fue un compañero mío quien inició la investigación. Entre los laboristas cunde el pánico porque Scotland Yard dice que ha descubierto «documentación importante y valiosa» -añadió con sonrisa de satisfacción-. El escándalo es la marca de fábrica de nuestros adversarios.

– O sea que, ¿esperan ustedes el voto de protesta? -preguntó Rebus. MacFarlane consideró que el comentario no merecía respuesta-. Si ganan en mayo -continuó Rebus-, ¿habrá un referéndum sobre la independencia?

– Se lo aseguro.

– ¿Y nos convertiremos en el tigre celta?

– El partido laborista lleva decepcionando a los escoceses desde hace cincuenta años, inspector. Es hora de que haya un cambio.

Mientras aguardaban cola en el mostrador dijo que ella «invitaba». Rebus pidió un exprés, Clarke un capuchino pequeño y la propia MacFarlane optó por un café solo en el que echó tres sobrecitos de azúcar. Había mesas cerca y se acomodaron en una vacía, apartando los servicios no recogidos.

– No sabemos de qué asunto se trata -dijo Rebus, alzando su taza-. Espero que no le importe ir al grano, pues, como usted misma ha dicho, tenemos una investigación pendiente en la comisaría.

– Naturalmente -dijo MacFarlane, haciendo una pausa como para ordenar sus pensamientos-. ¿Qué saben ustedes de mí?

Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.

– Hasta que nos ordenaron venir a verla -contestó Rebus-, ninguno de los dos habíamos oído su nombre.

La diputada, sin perder su aplomo, sopló sobre la superficie del café antes de dar un sorbo.

– Yo soy escocesa nacionalista -dijo.

– Nos lo habíamos imaginado.

– Y eso significa que me apasiona mi país. Si Escocia ha de prosperar este siglo, y hacerlo fuera de los lindes del Reino Unido, necesitamos ser emprendedores, tener iniciativa e inversiones -dijo apoyando su afirmación con tres dedos sucesivamente-. Por eso soy miembro activo del CRU, el Comité de Rehabilitación Urbana. Pero entiéndase que nuestro cometido no es exclusivamente urbano; en realidad, ya he propuesto un cambio de nombre para que quede claro.

– Perdone que la interrumpa -terció Clarke al advertir el nerviosismo de Rebus-, pero ¿puede decirme qué tiene esto que ver con nosotros?

MacFarlane bajó la mirada y esbozó una leve sonrisa de disculpa.

– Es que cuando algo me apasiona tengo tendencia a enrollarme.

La mirada que Rebus dirigió a Clarke fue harto elocuente.

– Ese lamentable incidente con el poeta ruso… -añadió MacFarlane.

– ¿Por qué lo dice? -dijo Rebus, al quite.

– En este momento visita Escocia un grupo de hombres de negocios… un grupo de rusos muy acaudalados pertenecientes a los sectores del petróleo, el gas y el acero y a diversas industrias que están trabajando para el futuro, inspector. El futuro de Escocia. Tenemos que garantizar que nada obstaculice las relaciones que con tanto esfuerzo hemos incentivado en los últimos años. Y lo que desde luego no deseamos es que haya alguien que piense que no somos un país hospitalario, un país que acoge culturas y etnias. Por ejemplo, lo que ha sucedido con ese pobre sij…

– ¿Nos está preguntando -interrumpió Clarke-, si se trata de una agresión racista?

– Un miembro del grupo ruso ha manifestado su preocupación en ese sentido -asintió MacFarlane mirando hacia Rebus, que de nuevo observaba el techo sin acabar de entender el concepto. Le habían comentado que las formas cóncavas representaban barcas, y volvió el rostro hacia la diputada con gesto afligido como esperando la confirmación.

– No podemos descartar nada -comentó, prescindiendo de su cuita-. Pudo haber un móvil racista. Esta mañana el consulado ruso nos comentó que unos trabajadores emigrantes del este de Europa habían sufrido agresiones. Así que, desde luego, es una de las líneas de investigación que seguiremos.

Ella lo miró sorprendida por la frase, tal como él esperaba. Clarke ocultó su sonrisa con la taza. Rebus decidió divertirse un poco más.

– ¿Hubo alguno de esos hombres de negocios que estuviera hace poco con el señor Todorov? Si es el caso, convendría hablar con ellos.

MacFarlane eludió la réplica gracias a la presencia de un nuevo personaje que, como Rebus y Clarke, llevaba pase de identificación de visitante.

– Megan -dijo-, te he visto desde recepción. ¿No estaré interrumpiendo?

– En absoluto, Stuart -respondió la diputada, apenas ocultando su alivio-. Te invito a un café -y les dijo a Rebus y Clarke-: Les presento a Stuart Janney, del First Albannach Bank. Stuart, estos son los policías encargados del caso Todorov.

Janney les estrechó la mano antes de sentarse.

– Espero que los dos sean clientes del banco -comentó con una sonrisa.

– Dada mi situación económica -replicó Rebus- le alegrará saber que tengo cuenta en la competencia.

Janney hizo una mueca exagerada. Llevaba la trinchera en el brazo y la dobló en su regazo.

– Qué macabro ese asesinato -dijo mientras MacFarlane se unía a la cola del bar.

– Macabro -repitió Rebus.

– Por lo que ha dicho la señorita MacFarlane -terció Clarke-, creo que ya habló de ello con usted.

– Surgió en la conversación esta mañana -contestó Janney, pasándose una mano por su pelo rubio. Tenía un rostro pecoso de piel rosada que a Rebus le recordaba a Colin Montgomerie de joven, y el azul de sus ojos era como el de la corbata. Janney consideró que debía añadir una explicación-: Estuvimos hablando por teléfono.

– ¿Tiene usted algo que ver con los visitantes rusos? -preguntó Rebus, y Janney asintió con la cabeza.

– El FAB no desdeña nunca a posibles clientes, inspector.

El FAB era el nombre con que la gente se refería al First Albannach Bank. Era un término afectuoso emblemático de una de las grandes empresas de Escocia, y probablemente la más rentable. En los anuncios de la tele el FAB se presentaba como una gran familia casi como de telenovela, y la nueva central del banco -construida en el cinturón verde a pesar de las protestas- era una ciudad en miniatura con centro de compras y cafés. El personal podía ir a la peluquería o comprar lo necesario para la cena, utilizar el gimnasio o jugar al golf en el propio campo de nueve hoyos de la empresa.

– Aquí tienen, si desean que alguien les administre el saldo deudor… -dijo Janney sacando tarjetas de visita.

MacFarlane se rió al verlo antes de tenderle el café solo. Rebus pensó que era curioso que él tomase lo mismo que ella; pero casi apostó algo mentalmente a que, si acompañaba a un cliente importante, Janney tomaba lo mismo que pidiera éste. En la Academia de Policía en Tulliallan habían hecho un cursillo un par de años atrás sobre técnicas empáticas de interrogatorio, según las cuales cuando se interroga a un testigo o a un sospechoso debe intentarse descubrir cosas en común aun a base de mentir. Rebus nunca había sabido aplicarlas, pero estaba seguro de que con Janney resultaría algo natural.

– Stuart es incorregible -dijo la diputada-. ¿Qué les decía yo sobre fomentar negocios? No es ético -añadió sonriendo, mientras Janney, conteniendo la risa, acercaba las tarjetas a Rebus y Clarke.

– El señor Janney -dijo Clarke-, nos ha dicho que estuvieron hablando de Alexander Todorov.

Megan MacFarlane asintió despacio con la cabeza.

– Stuart actúa de asesor del CRU.

– No sabía yo que el FAB era pronacionalista, señor Janney -dijo Rebus.

– El banco es totalmente neutral -replicó Janney-. En el Comité de Rehabilitación Urbana hay doce miembros que representan a cinco partidos políticos, inspector.

– ¿Y con cuántos de ellos habló hoy por teléfono?

– Hasta ahora sólo con Megan -contestó el banquero-, pero aún falta bastante para la hora del almuerzo -añadió, consultando el reloj.

– Stuart es asesor de nuestras tres «I» -añadió MacFarlane-. Iniciativas de inversión interior.

Rebus hizo caso omiso de la explicación.

– ¿Le pidió la señorita MacFarlane que viniera aquí, señor Janney? -obtuvo la contestación al ver que el banquero miraba a la diputada-. ¿Qué hombre de negocios fue? -añadió, dirigiéndose a ella.

– ¿Cómo dice? -replicó ella parpadeando.

– ¿Quién fue el que mostró preocupación por Alexander Todorov?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– ¿Hay alguna razón que impida que lo sepa? -replicó Rebus enarcando una ceja para impresionar.

– El inspector te tiene acorralada, Megan -dijo Janney con una sonrisa torcida que obtuvo una mirada torva, desvanecida cuando la diputada miró a Rebus.

– Fue Sergei Andropov -dijo.

– Hubo un presidente ruso llamado Andropov -comentó Clarke.

– No son parientes -puntualizó Janney dando un sorbo al café-. En la sede central del banco le llaman Svengali.

– ¿Puede decirme por qué? -preguntó Clarke con auténtica curiosidad.

– Por las empresas que ha absorbido y el modo en que ha logrado, de paso, protagonismo internacional para su negocio; por cómo sabe hacer cambiar de idea a los consejos de administración, por sus estrategias y su astucia… -dijo Janney, dejando la frase en el aire-. Estoy seguro -añadió-, de que es un apelativo cariñoso.

– En cualquier caso, usted sí que parece tenerle cariño -comentó Rebus-. Me imagino que su banco estaría encantado de hacer negocios con esos personajes.

– Ya los hacemos.

Rebus decidió borrar la sonrisa del rostro del banquero.

– Pues Alexander Todorov también era cliente de su banco, señor, y ya ve qué ha sido de él.

– Lo que dice el inspector Rebus da que pensar -terció Clarke-. ¿Nos podría facilitar datos sobre las cuentas del señor Todorov y sus últimos movimientos?

– Hay un protocolo…

– Lo comprendo, señor, pero eso nos ayudaría a encontrar al asesino, y de paso a tranquilizar a sus clientes.

Janney reflexionó un instante haciendo un mohín.

– ¿Hay un albacea? -preguntó.

– No nos consta.

– ¿En qué sucursal tenía la cuenta?

Clarke estiró los brazos y se encogió de hombros, sonriendo esperanzada.

– Veré lo que puedo hacer.

– Se lo agradecemos, señor -dijo Rebus-. Nuestra comisaría está en Gayfield Square -añadió mirando a su alrededor ostensiblemente-. No es tan grande como esto, pero tampoco estruja al contribuyente.

Capítulo 9

Fue un breve trayecto desde el Parlamento hasta el Ayuntamiento. Rebus dijo en recepción que tenían una cita a las dos con la alcaldesa y, como llegaban con mucha anticipación, preguntó si podrían dejar el coche aparcado fuera. Los empleados no hicieron objeciones y Rebus, con una amplia sonrisa, inquirió si entre tanto podían saludar a Graeme MacLeod. Les hicieron de nuevo unos pases, pasaron otro control de seguridad y entraron. Mientras esperaban el ascensor, Clarke se volvió hacia Rebus.

– Quería decirte que has interrogado muy bien a Macfarlane y a Janney.

– Ya me lo imaginé al ver que tú me dejabas a mí casi todo el trabajo.

– ¿Estoy a tiempo de retirar el cumplido? -sonrieron los dos-. ¿Cuánto tardarán en descubrir que has ocupado un espacio de aparcamiento con falsos pretextos?

– Depende de que pregunten o no a la secretaria de la alcaldesa.

El ascensor los llevó dos pisos más abajo, al sótano, donde aguardaba un hombre. Rebus se lo presentó a Clarke como Graeme MacLeod y él los condujo a la sala UCV o Unidad Central de Vigilancia. Rebus ya la conocía, pero Clarke no, por lo que se quedó algo sorprendida al ver el despliegue de docenas de monitores de circuito cerrado de tres al fondo, atendidos por personal con ordenador en sus respectivas mesas.

A MacLeod le gustaba ver la reacción de sorpresa de los visitantes y comenzó a dar explicaciones encantado.

– En Edimburgo existe videovigilancia desde hace diez años -dijo-. Comenzamos con doce cámaras en el centro, en la actualidad tenemos más de ciento treinta, y dentro de poco tendremos más. Mantenemos conexión directa con el Centro de Control de Policía en Bilston, y unas mil doscientas detenciones al año son el resultado de lo que observamos en esta agobiante unidad.

Era cierto que en la sala hacía calor a causa de las pantallas, y Clarke se quitó el abrigo.

– Trabajamos 24 horas todos los días de la semana -prosiguió MacLeod-, y podemos localizar a un sospechoso y dar a la policía su localización -los monitores estaban numerados y MacLeod señaló uno de ellos-. Ahí se ve Grassmarket, y si Jenny -añadió apuntando hacia una mujer sentada a una mesa-, acciona el teclado, la cámara se desplaza y enfoca a una persona que esté aparcando el coche o que salga de una tienda o de un pub.

Jenny hizo una demostración y Clarke asintió despacio con la cabeza.

– La imagen es muy clara -comentó-. Y en color… yo pensaba que era en blanco y negro. Me imagino que en King’s Stables Road no habrá cámaras.

MacLeod contuvo la risa.

– Ya me figuraba que venían por eso -dijo cogiendo un libro de registro y pasando un par de páginas-. Por la noche estaba Martin de controlador y captó coches de policía y una ambulancia -MacLeod señaló con el dedo la línea de registro-. Incluso verificó cierto metraje anterior, pero no descubrió nada concluyente.

– Eso no quiere decir que no haya algo.

– Por supuesto.

– Siobhan me ha comentado que en Reino Unido existen más cámaras de vigilancia que en ningún otro país -dijo Rebus.

– El veinte por ciento de todas las cámaras de circuito cerrado de todo el mundo; una por cada doce habitantes.

– Sí que son muchas -musitó Rebus.

– ¿Conservan todo el metraje grabado? -preguntó Clarke.

– Hacemos lo que podemos. Lo pasamos a disco duro y a vídeo, pero tenemos instrucciones…

– Lo que quiere decir Graeme -terció Rebus-, es que no nos puede entregar el material en virtud de la Ley de Protección de Datos de 1997.

MacLeod asintió con la cabeza.

– De 1998, John. Podemos entregárselo pero hay que seguir unos cauces.

– Motivo por el cual sé que hay que confiar en el criterio de Graeme -dijo Rebus, volviéndose hacia MacLeod-. Me imagino que habrá examinado las grabaciones con el equivalente digital de un peine fino.

MacLeod sonrió y asintió con la cabeza.

– Jenny me echó una mano. Teníamos la foto de la víctima de diversas agencias de noticias. Creo que lo captamos en Shandwick Place; iba a pie y solo. Eran las diez pasadas. Una hora más tarde aparecía en Lothian Road, pero, como muy bien han pensado, en King’s Stables Road no tenemos cámaras.

– ¿Tiene la impresión de que alguien lo seguía? -preguntó Rebus. MacLeod negó con la cabeza.

– Y Jenny tampoco.

Clarke volvió a mirar los monitores.

– Unos años más de avance tecnológico y me quedaré sin trabajo -comentó.

MacLeod se echó a reír.

– Lo dudo. La vigilancia es un asunto muy delicado. Siempre existe el riesgo de violación de la intimidad, y los defensores de los derechos civiles no cesan de plantear obstáculos.

– Vaya novedad -musitó Rebus.

– No me dirá que le gustaría que una cámara enfocase su ventana -añadió MacLeod en broma.

Clarke reflexionó un instante.

– Charles Riordan se hizo cargo de la cuenta del restaurante a las 21:48. Todorov salió de allí en dirección al centro, pasando por Shandwick Place. ¿Cómo tardó media hora en recorrer cuatrocientos metros hasta Lothian Road?

– ¿Tomaría una copa en algún bar? -aventuró Rebus.

– Riordan mencionó el Mather’s y el hotel Caledonian. Entrara donde entrase, estaba de nuevo en la calle a las 22:40, lo cual significa que pasó por el aparcamiento cinco minutos después -añadió ella, esperando a que Rebus asintiera con la cabeza.

– El aparcamiento lo cierran a las once -comentó él-. Sería una agresión rápida -añadió para MacLeod-: ¿Y después, Graeme?

MacLeod estaba al quite.

– El peatón que encontró el cadáver llamó a las 23:12. Nosotros examinamos el metraje de Grassmarket y Lothian Road de los diez minutos anteriores y posteriores -añadió encogiéndose de hombros-, y sólo se observa la habitual clientela de pubs, oficinistas de juerga y gente que sale a comprar tarde… Nada de atracadores furibundos martillo en mano.

– No nos vendría mal echar un vistazo -dijo Rebus-. Podría haber caras que nosotros conocemos.

– Muy bien.

– Pero ¿tenemos que seguir los cauces?

MacLeod se cruzó de brazos a guisa de respuesta.


* * *

Volvieron a recepción y cuando Rebus abría una cajetilla un ayudante con uniforme les cortó el paso. Rebus tardó un instante en darse cuenta de que estaba allí la alcaldesa, luciendo al cuello la cadena de oro del cargo y con cara de pocos amigos.

– Tengo entendido que tenemos una cita -dijo-. El caso es que no le constaba a nadie salvo a ustedes dos.

– Ha sido una confusión -alegó Rebus.

– ¿Y no será una argucia para ocupar un espacio de aparcamiento?

– Ni mucho menos.

La alcaldesa le dirigió una mirada de odio.

– En cualquier caso, déjenlo libre -replicó-. Ese espacio es para visitas más importantes.

Rebus advirtió que estaba apretando el paquete de cigarrillos.

– ¿Qué puede haber más urgente que una investigación por homicidio? -añadió.

La alcaldesa comprendió a qué se refería.

– ¿Del poeta ruso? Ese caso requiere una solución rápida.

– ¿Para aplacar a los adinerados del Volga? -aventuró Rebus. Y añadió tras pensar un instante-: ¿Hasta qué punto tiene relación con ellos el Ayuntamiento? Megan MacFarlane nos ha dicho que el Comité de Rehabilitación Urbana tiene relación.

La alcaldesa asintió con la cabeza.

– Y también el Ayuntamiento -dijo.

– Es decir que ¿estrechan la mano a esos ricachos con entusiasmo fingido? Me alegra saber el buen uso que se da a mis impuestos.

La alcaldesa dio un paso al frente mirándolo con odio más intenso. Estaba dispuesta a darle una buena réplica cuando su ayudante emitió un carraspeo. A través de los cristales vieron una limusina negra que cruzaba la arcada del edificio. La alcaldesa no habló, dio media vuelta y se alejó. Rebus aguardó unos segundos antes de salir él también con Clarke.

– Es estupendo hacer nuevos amigos -dijo ella.

– Shiv, me queda una semana para jubilarme, ¿qué más me da?

Caminaron unos metros por la acera e hicieron un alto para que Rebus encendiera el cigarrillo.

– ¿Has leído hoy el periódico? -preguntó Clarke-. Ayer nombraron a Andy Kerr político del año.

– Muy conocido en su casa.

– Es el promotor de la ley antitabaco.

Rebus lanzó un resoplido. Unos peatones se detuvieron a ver aquel coche de aspecto oficial detenerse junto a la alcaldesa. Su ayudante de librea se adelantó a abrirle la portezuela de atrás. Los cristales tintados no permitían ver al ocupante, pero nada más apearse éste Rebus se imaginó que era uno de los rusos por su enorme abrigo, guantes negros y rostro adusto. Tendría unos cuarenta años, el pelo corto y unos ojos grises que no se perdían detalle de nada. Ni tampoco de Rebus y Clarke, a pesar de estar dando la mano a la alcaldesa y contestando a algo que ella le decía. Rebus aspiró humo con fuerza y los vio subir al coche.

– Por lo visto el consulado ruso piensa dedicarse al negocio del taxi -comentó Rebus, escrutando el Mercedes negro.

– ¿Es el mismo coche en que vino Shatov? -aventuró Clarke.

– Creo que sí.

– ¿Y el chófer?

– No sabría decirte.

Llegó otro empleado gesticulando para que se llevaran el coche y dejaran libre el aparcamiento para el Mercedes. Rebus alzó un dedo para darle a entender que esperara un minuto y en ese momento advirtió que Clarke no se había despojado de la tarjeta de visitante.

– Es mejor devolverlas -dijo-. Ten -añadió tendiéndole el cigarrillo a medias, pero al ver que no le hacía mucha gracia, lo dejó en el alféizar de una ventana-. Vigila que no se vuele -añadió cogiendo el pase de ella y quitándose el suyo.

– Seguro que no los quieren para nada -comentó ella, pero Rebus se limitó a sonreír y volvió a recepción.

– Aquí tienen las tarjetas -dijo a la mujer del mostrador-. Pueden aprovecharse, ¿no? Todos debemos aportar nuestro granito de arena -comentó con una sonrisa, que fue correspondida por otra de la recepcionista-. Por cierto -añadió, inclinándose sobre el mostrador-, ese hombre que iba con la alcaldesa, ¿es quien yo pienso?

– Es un potentado industrial -contestó la mujer. Efectivamente, allí sobre el mostrador estaba la tarjeta de visitante, y el apellido era el mismo que pronunció-: Sergei Andropov.


* * *

– ¿Adonde vamos? -preguntó Clarke.

– A un pub.

– ¿A cuál en concreto?

– A Mather’s, naturalmente.

Pero por el camino hacia Johnston Terrace, Rebus indicó a Clarke que se desviara, y una serie de giros a la izquierda los llevó desde el extremo de Grassmarket hasta King’s Stables Road, donde estacionaron frente al aparcamiento de varias plantas y comprobaron que Hawes y Tibbet estaban ocupados. Clarke tocó el claxon después de apagar el contacto. Tibbet se volvió y saludó con la mano. Se dedicaba a poner en los parabrisas una octavilla con la leyenda: «asunto policial: se agradece información». Hawes colocaba en la acera, junto a las barreras de salida, un cartel de caballete en versión ampliada del mismo texto con una foto granulada de Todorov y la leyenda: «Hacia las 11 de la noche del viernes 15 de noviembre, en este aparcamiento agredieron a un hombre que murió a consecuencia de las heridas. ¿Han visto algo? ¿Estaba algún conocido suyo aparcado aquí esa noche? Llamen, por favor, a la policía…» y se indicaba el número de una centralita.

– Menos mal -comentó Rebus señalando hacia los dos agentes-, porque en Homicidios no queda nadie.

– Macrae comentó lo mismo -añadió Hawes examinando su trabajo en el cartel-, y quería saber cuántos agentes íbamos a necesitar.

– A mí me gustan los equipos pequeños y bien organizados -replicó Rebus.

– Se nota que no es del Hearst -espetó Tibbet en voz baja.

– Ah, Colin, ¿tú eres del Hibs, igual que Siobhan?

– Del Livingston -replicó Tibbet.

– El dueño del Hearts es ruso, ¿no?

– Lituano -dijo Clarke.

Hawes interrumpió para preguntar adonde iban Rebus y Clarke.

– A un pub -respondió Clarke.

– Qué afortunados.

– Es más bien asunto de trabajo.

– ¿Y qué hacemos Colin y yo después? -preguntó Hawes mirando a Rebus.

– Volved a comisaría a esperar el alud de llamadas -contestó él.

– Necesito que llaméis a la BBC -añadió Clarke acordándose de pronto-, y preguntéis si pueden enviarnos una copia del programa Question Time en el que participó Todorov. Quiero comprobar hasta qué punto era disidente.

– En el noticiario de anoche emitieron un fragmento -dijo Colin Tibbet-, entre otras informaciones sobre el caso. Por lo visto no tenían más imágenes de él.

– Gracias por informarme -dijo Clarke-. ¿Puedes pedírselo a la BBC?

Tibbet se encogió de hombros como señal de que aceptaba el encargo. Clarke advirtió que el montón de octavillas que aún le quedaban, aunque de diversos colores, eran en su mayor parte de un rosa escandaloso.

– Las encargamos a toda prisa -dijo Tibbet-, y sólo había esos colores.

– Vámonos -dijo Rebus dirigiéndose al coche, pero Hawes intervino.

– Habría que hacer el seguimiento con los testigos -dijo-. Podemos encargarnos Colin y yo.

Rebus fingió reflexionar cinco segundos antes de decir «no».

Una vez en el coche advirtió el letrero de «prohibido el paso» que les impedía llegar directamente a Lothian Road.

– ¿Qué hago, me arriesgo? -preguntó Clarke.

– Tú verás, Shiv.

Ella se mordió el labio inferior y giró en redondo. Diez minutos más tarde estaban en Lothian Road, en el otro extremo de King’s Stables Road.

– Deberíamos habernos arriesgado -comentó Rebus.

Dos minutos después aparcaban en raya amarilla frente a Mather’s, sin hacer caso de un indicador que advertía que la entrada a Queensferry Street era sólo para autobuses o taxis. Una furgoneta blanca había estacionado allí igual que ellos y un coche grande hizo lo propio detrás.

– Un auténtico convoy infractor de la ley -se limitó a comentar Rebus.

– Me desespera esta ciudad -dijo Clarke apretando los dientes-. ¿Quién planifica el tráfico?

– Necesitas una copa -añadió Rebus. Él no iba mucho a Mather’s pero le gustaba el local. Era anticuado, con pocas sillas, casi todas ocupadas por hombres de aspecto serio. Era primera hora de la tarde y en la tele se veían reportajes de deportes de la cadena Sky. Clarke había cogido unas octavillas (amarillas tras haber eliminado las rosas) que repartió por las mesas mientras Rebus esgrimía otra frente al camarero de la barra.

– Anteanoche -dijo-, hacia las diez o un poco después.

– No era mi turno -contestó el hombre.

– ¿Quién hacía el turno?

– Terry.

– ¿Y dónde está Terry?

– Muy probablemente, durmiendo.

– ¿Estará de turno esta noche? -el camarero asintió con la cabeza y Rebus le acercó más la octavilla-. Quiero que me llame y me diga si sirvió o no a este hombre. Suya es la responsabilidad si no me llama.

El camarero hizo una mueca. Clarke se había acercado a Rebus.

– Creo que ese hombre del rincón te conoce -dijo. Rebus miró hacia donde decía, asintió con la cabeza y se acercó a la mesa seguido por ella.

– ¿Qué tal, Big? -saludó Rebus.

El tal Big, que estaba solo con media pinta de cerveza mezclada con tres centímetros de whisky, parecía hallarse cómodo en su atraque con un pie sobre la silla de al lado y una mano rascándose el pecho. Llevaba una camisa vaquera descolorida abierta hasta el esternón. Haría unos siete u ocho años que Rebus no le había visto. Se hacía llamar Podeen, Big Podeen, y era un veterano de la Marina, ex gorila, ya avejentado, con un rostro curtido y chupado y una boca de labios carnosos y casi sin dientes.

– Vamos tirando, señor Rebus.

No se dieron la mano; simples inclinaciones de cabeza y unas miradas.

– ¿Éste es tu pub? -preguntó Rebus.

– Depende de a lo que se refiera.

– Creí que vivías en la costa.

– De eso hace años. La gente cambia y se mueve.

Tenía en la mesa una petaca junto a un encendedor y papel de fumar. La cogió y comenzó a juguetear con ella.

– ¿Puedes darnos alguna información?

Podeen hinchó los mofletes y lanzó un resoplido.

– Yo estaba aquí anteanoche y no vi a ese hombre -contestó señalando la octavilla con la cabeza-. Pero sé quién es; se le suele ver hacia la hora del cierre. Creo que es un noctámbulo.

– ¿Igual que tú, Big?

– Y usted, si no recuerdo mal.

– Ahora más bien soy de sillón y zapatillas, Big -replicó Rebus-. Un cacao, y a las diez en la cama.

– Sí, me lo imagino. ¿Sabe con quién me tropecé el otro día? Con nuestro viejo amigo Cafferty. ¿Cómo es que no ha logrado encerrarle?

– Lo enchironé un par de veces, Big.

Podeen arrugó la nariz.

– Unos pocos años, de vez en cuando. Pero siempre salía, ¿no es cierto? Parece que sigue sin meterse en líos -Podeen volvió a mirar a Rebus-. Dicen que va a jubilarse. Ha tenido una buena carrera de peso pesado, señor Rebus. Eso es lo que siempre se ha dicho de usted, aunque…

– ¿Qué?

– Que le faltaba el golpe de KO -contestó Podeen-. Bueno, por la vejez -añadió, alzando su vaso de whisky-. A lo mejor le vemos por aquí más a menudo, aunque en la mayoría de los pubs de Edimburgo tendrá que arrimar la espalda a la pared. Hay mucho resentido, señor Rebus, y usted ya no será la ley… -espetó el hombre encogiéndose de hombros.

– Gracias por darme ánimos, Big. ¿Hablaste alguna vez con él? -preguntó Rebus mirando la octavilla. Podeen hizo una mueca y negó con la cabeza-. ¿Hay aquí alguien más a quien podamos preguntar?

– Ese hombre solía beber en la barra, lo más cerca posible de la puerta. Le gustaba la bebida, no la compañía -hizo una pausa-. No me ha preguntado por Cafferty -añadió.

– Bien, ¿qué me dices de él?

– Me dijo que le saludara.

– ¿Es cierto? -replicó Rebus mirándole fijamente.

– De verdad.

– ¿Y dónde tuvo lugar tan trascendental encuentro?

– Pues curiosamente en la acera de enfrente. Nos tropezamos cuando él salía del hotel Caledonian.


* * *

Que fue el siguiente sitio a donde fueron.

El gran edificio rosa claro tenía dos entradas: una con portero que daba paso a la recepción, y otra de acceso directo al bar, que servía tanto para los clientes como para las almas solitarias. A Rebus le entró sed y pidió una pinta de cerveza. Clarke optó por un jugo de tomate.

– Habría sido más barato ahí enfrente -comentó.

– Por consiguiente, tú pagas -dijo Rebus, pero cuando trajeron la cuenta dejó encima de la nota un billete de cinco libras, con esperanzas de recibir algunas monedas de vuelta.

– Lo que dijo ese amigo tuyo del Mather’s es cierto, ¿no crees? -aventuró Clarke-. Yo, cuando salgo de noche, me fijo siempre en quién entra y sale de un local, por si aparece alguna cara conocida.

Rebus asintió con la cabeza.

– Con tantos malhechores como hemos encerrado es lógico que algunos anden libres. Procura frecuentar un tipo de pub de más categoría.

– ¿Un bar como éste, por ejemplo? -dijo Clarke mirando a su alrededor-. ¿Tú qué crees que le atraería a Todorov de este bar?

Rebus reflexionó un instante.

– No sé -contestó-. Tal vez unas vibraciones distintas.

– ¿Vibraciones? -repitió Clarke con una sonrisa.

– Se me debe haber pegado de ti.

– Me extraña.

– Pues será de Tibbet. De todos modos, ¿qué tiene de malo la palabra? Es perfectamente decente.

– Suena rara dicha por ti.

– Tendrías que haberme oído en los años sesenta.

– Yo aún no había nacido.

– No te empeñes en repetírmelo.

Había dado cuenta de la mitad de la bebida e hizo una señal al camarero con la octavilla preparada. El camarero era bajo, delgaducho, tenía la cabeza rapada y llevaba chaleco de cuadros escoceses y corbata; apenas miró unos segundos la foto de la octavilla y asintió con su reluciente cabeza.

– Últimamente ha venido varias veces.

– ¿Estuvo aquí anteanoche? -preguntó Clarke.

– Creo que sí -contestó el camarero concentrándose, con el ceño fruncido. Rebus sabía que a veces la gente se concentraba para decir una mentira convincente. En la tarjeta identificatoria del hombre ponía «Freddie».

– Poco después de las diez -insistió Rebus-. Y ya llevaba algunas copas.

Freddie volvió a asentir con la cabeza.

– Pidió un coñac doble.

– ¿Sólo tomó uno?

– Creo que sí.

– ¿Habló con él?

Freddie negó con la cabeza.

– Pero ahora sé quién es. Lo vi en la tele. Qué barbaridad.

– Una barbaridad -repitió Rebus.

– ¿Lo tomó en la barra o sentado a una mesa? -preguntó Clarke.

– En la barra… siempre en la barra. Yo sabía que era extranjero, pero no actuaba como un poeta.

– ¿Y cómo actúan los poetas, según usted?

– Lo que quiero decir es que se quedaba sentado con cara de indignación. Pero lo cierto es que sí le vi anotar algo.

– ¿La última vez?

– No, antes. Llevaba un cuadernito y lo sacaba de vez en cuando del bolsillo. Una de las camareras pensó que tal vez era un inspector o que escribía una reseña para una revista. Yo le dije que a mí no me lo parecía.

– La última vez que estuvo aquí, ¿vio el cuadernito?

– Estuvo hablando con alguien.

– ¿Con quién? -preguntó Rebus. Freddie se encogió de hombros.

– Con otro cliente. Estaban casi en el mismo sitio donde están ustedes.

Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.

– ¿De qué hablaban?

– No me interesa escuchar.

– Es muy raro que a un camarero no le interese escuchar las conversaciones de los clientes.

– Puede que no hablaran en inglés.

– ¿En qué hablaban?, ¿en ruso? -preguntó Rebus entrecerrando los ojos.

– Podría ser -contestó el camarero.

– ¿Aquí hay cámaras de seguridad? -inquirió Rebus mirando a su alrededor. Freddie negó con la cabeza.

– ¿Su acompañante era hombre o mujer? -preguntó Clarke.

– Hombre -contestó Freddie tras una pausa.

– Descripción.

El camarero hizo otra pausa.

– Mayor que él… más robusto. Por la noche bajamos la intensidad de las luces y había mucho trabajo… -añadió encogiéndose de hombros para excusarse.

– Gracias por su ayuda -dijo Clarke-. ¿Duró mucho la conversación? -Freddie volvió a encogerse de hombros-. ¿Se marcharon juntos?

– El poeta se fue solo -respondió el camarero sin dudarlo.

– Me imagino que aquí el coñac no es barato -comentó Rebus mirando el local.

– No hay límite -asintió el camarero-. Pero si se cargan las copas a la cuenta no se nota tanto.

– Hasta que te la presentan al marcharte del hotel -añadió Rebus-. Pero se da el caso, Freddie, de que nuestro amigo ruso no estaba alojado aquí -hizo una pausa para mayor énfasis-. Así pues, ¿de qué cuenta estamos hablando?

El camarero comprendió que había cometido un error.

– Escuche -dijo-, yo no quiero líos…

– Y menos conmigo -añadió Rebus-. ¿El otro hombre se alojaba aquí?

Freddie miró a uno y a otro.

– Supongo -contestó el hombre como dándose por rendido.

Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.

– Si hicieras un viaje de negocios desde Moscú -dijo ella despacio-, en una especie de delegación… ¿en qué hotel te alojarías?

Sólo había un modo de comprobarlo, pero el personal de recepción dijo que no sabían nada, llamaron al director y Rebus repitió la pregunta.

– ¿Hay alojados en el hotel hombres de negocios rusos?

El director examinó el carnet de policía de Rebus y al devolvérselo le preguntó si había algún problema.

– Únicamente si el hotel se empeña en obstaculizar la investigación que hago sobre un homicidio -replicó Rebus.

– ¿Homicidio? -repitió el director, que se había presentado como Richard Browning. Vestía un elegante traje marengo con camisa a cuadros y corbata lavanda. Sus mejillas enrojecieron al repetir la palabra.

– Hace dos noches un hombre salió de este bar y al llegar a King’s Stables Road fue asesinado a golpes, lo que quiere decir que los últimos que lo vieron eran los que tomaban copas en este hotel -Rebus se acercó un paso a Richard Browning-. Así que puedo echar mano del libro de registro para interrogar a los clientes, tal vez con una mesa auxiliar junto al conserje para que lo vean todos… -hizo una pausa-. Puedo hacer eso, que llevaría tiempo y es un engorro… o bien… -nueva pausa-, me habla sobre los rusos que se alojan aquí.

– Puede también -añadió Clarke-, repasar las cuentas del bar y comprobar el nombre de quién pagó un coñac doble poco después de las diez hace dos noches.

– Nuestros clientes tienen derecho a la intimidad -alegó el director.

– Sólo queremos nombres -replicó Rebus-, no la lista de las películas porno que hayan visto por la televisión por cable.

Browning irguió la espalda.

– Bueno, no es esa clase de hotel -se disculpó Rebus-. Pero ¿hay rusos alojados aquí, sí o no?

Browning asintió con una inclinación de cabeza.

– ¿Sabe que hay una delegación que visita Edimburgo? -Rebus asintió con la cabeza-. En realidad, sólo tenemos tres huéspedes; el resto se aloja en el Balmoral, el George, el Sheraton, el Prestonfield…

– ¿No se llevan bien entre sí? -preguntó Clarke.

– Es que no disponemos de suficientes suites presidenciales -respondió Browning con un resoplido.

– ¿Cuánto tiempo llevan alojados?

– Llevan unos días… tienen previsto un viaje a Gleneagles, pero reservan las habitaciones para no tener que pagar la cuenta y registrarse luego otra vez.

– Qué alegría poder hacer eso -comentó Rebus-. ¿Cuándo dispondremos de los nombres?

– Primero tengo que consultar con el gerente.

– ¿Cuánto tiempo tardará? -insistió Rebus.

– Pues no puedo decirle -farfulló Browning.

Clarke le tendió una tarjeta con su número de móvil.

– Cuanto antes mejor -añadió con un codazo.

– En caso contrario, me pondré con una mesa junto al conserje -apostilló Rebus.

Dejaron a Browning asintiendo con la cabeza y mirando al suelo. El portero los vio llegar y abrió la puerta. Rebus le tendió una de las llamativas octavillas a guisa de propina. Mientras se dirigían al coche de Clarke -que ella había aparcado en un hueco libre en el espacio reservado para taxis- vieron llegar una limusina que se detenía ante el hotel; del Mercedes negro visto en el Ayuntamiento se bajó el mismo individuo: Sergei Andropov, quien de nuevo debió de barruntar que lo miraban y clavó los ojos en Rebus un instante antes de entrar al hotel. El coche dio la vuelta a la esquina y entró en el aparcamiento de clientes.

– ¿Es el mismo chófer que llevaba Stahov? -preguntó Clarke.

– No he podido verlo bien -respondió Rebus-. Pero eso me recuerda algo que se me olvidó preguntar: ¿por qué demonios un hotel respetable como el Caledonian permite la entrada a Big Ger Cafferty?

Capítulo 10

Aguardaron hasta las seis de la tarde para iniciar el interrogatorio de testigos, sabiendo que sería la mejor hora para encontrarlos en casa. Roger y Elizabeth Anderson vivían en un chalet de los años treinta en el extremo sur de Edimburgo con vistas a los Montes Pentland. El camino que iba del jardín a la puerta estaba iluminado y pudieron ver unas impresionantes rocallas y un espacioso césped que parecía cortado con tijeras de uñas.

– ¿El hobby de la señora Anderson? -aventuró Clarke.

– Quién sabe, a lo mejor ella es la que sale de juerga y él se queda en casa.

Pero cuando Roger Anderson les abrió la puerta vieron que vestía traje, con la corbata aflojada y el primer botón de la camisa desabrochado. Llevaba en la mano el periódico y alzó sus gafas de leer hasta la cabeza.

– Ah, son ustedes. Me imaginaba que vendrían -entró en la casa dando por supuesto que seguirían sus pasos sin más-. Es la policía -dijo en voz alta a su esposa, a quien Rebus dirigió una sonrisa al ver que salía de la cocina.

– Veo que no han colgado la coronita de acebo -comentó señalando hacia la puerta.

– Mi esposa se ha empeñado en tirarla a la basura -explicó Roger Anderson, mientras apagaba la tele con el mando a distancia.

– En este momento íbamos a cenar -dijo ella.

– Seremos breves -afirmó Clarke. Llevaba una carpeta con las notas provisionales a máquina de los agentes Todd Goodyear y Bill Dyson. Impecables las de Goodyear y llenas de faltas de ortografía las de Dyson-. No fueron ustedes quienes encontraron el cadáver, ¿verdad? -inquirió.

Elizabeth Anderson dio unos pasos en la habitación hasta detrás del sillón de su esposo, en el que él estaba bien acomodado sin invitarles a ellos a sentarse. Pero Rebus se encontraba mejor de pie, pues de ese modo podía moverse por el cuarto y escrutarlo todo. El señor Anderson había dejado el periódico en la mesita de centro, junto a un vaso de cristal fino con un líquido que olía a ginebra con tónica.

– Nosotros oímos gritar a la muchacha -dijo-, y nos acercamos a ver qué sucedía. Pensamos que la habían agredido o algo así.

– Tenían el coche aparcado… -añadió Clarke fingiendo que consultaba las notas.

– En Grassmarket -dijo el señor Anderson.

– ¿Por qué allí, señor? -terció Rebus.

– ¿Y por qué no?

– Parece un poco lejos de la iglesia. Asistieron a un concierto de villancicos, ¿no es cierto?

– Efectivamente.

– ¿No es un acto un poco anticipado?

– La semana que viene ya estará montada la iluminación de Navidad.

– El acto acabó bastante tarde, al parecer.

– Tomamos un bocado al salir -replicó Anderson como indignado por verse asediado con tantas preguntas.

– ¿No se les ocurrió dejar el coche en ese aparcamiento de varias plantas?

– Cierra a las once y no estábamos seguros de si terminaríamos a esa hora.

Rebus asintió con la cabeza.

– Así que conoce el lugar. ¿Y también el horario?

– He aparcado ahí alguna vez. Pero en Grassmarket es gratis a partir de las seis y media.

– Claro, no hay que derrochar, señor -apostilló Rebus examinando el bien amueblado cuarto-. Las notas dicen que usted trabaja…

– Trabajo en el banco First Albannach.

Rebus asintió otra vez con la cabeza sin mostrar sorpresa. En realidad, Dyson no se había molestado en anotar la profesión de Anderson.

– Han tenido mucha suerte de encontrarme en casa tan pronto -añadió Anderson-, porque últimamente he tenido mucho trabajo.

– ¿Conoce por casualidad a un tal Stuart Janney?

– Lo veo a menudo… Escuche, ¿qué tiene todo esto que ver con ese desgraciado difunto?

– Probablemente nada, señor -dijo Rebus-. Sólo tratamos de hacer una reconstrucción lo más detallada posible.

– Otra razón por la que aparcamos en Grassmarket -dijo Elizabeth Anderson casi en un suspiro-, es porque allí hay mucha luz y siempre pasa gente. Prestamos mucha atención a eso.

– Lo que no les impidió recorrer un camino solitario -señaló Clarke-. A esa hora de la noche King’s Stables Road está bien desierto.

Rebus contemplaba una serie de fotografías enmarcadas de una vitrina.

– Es su boda -musitó.

– Hace veintisiete años -asintió la señora Anderson.

– ¿Esta es su hija? -preguntó Rebus, sabiendo de antemano In respuesta, ya que veía media docena de fotos de la niña en edades sucesivas.

– Sí, Deborah. La semana que viene estará en casa porque tiene vacaciones en la universidad.

Rebus asintió despacio con la cabeza. Le parecía que las fotos más recientes estaban medio escondidas detrás de otras enmarcadas de una niña pequeña mellada y vestida de colegiala.

– Veo que ha pasado por la fase gótica -comentó al ver unas en las que aparecía con el pelo teñido de negro y ojos exageradamente pintados.

– Inspector -terció Roger Anderson-, insisto en que no veo en qué puede esto…

Rebus descartó la objeción con un ademán y Clarke alzó la vista de las notas que fingía leer.

– Ya sé que es una pregunta tonta -dijo con una sonrisa-, pero han tenido tiempo de pensarlo bien todo. ¿Hay algo que tengan que añadir? ¿Vieron a alguien u oyeron algo?

– Nada -contestó el señor Anderson.

– Nada -repitió su esposa. Y tras una pausa añadió-: Es un poeta muy famoso, ¿verdad? Nos han llamado algunos periodistas.

– Mejor será que no les digan nada -avisó Rebus.

– Me encantaría saber cómo demonios se enteraron de nuestro teléfono -gruñó el marido-. ¿Creen que con esto bastará?

– Perdone; no le entiendo.

– ¿Van a seguir viniendo a pesar de que no tengo nada que decirles?

– En realidad, tendrán que personarse en Gayfield Square para prestar declaración -dijo Clarke, sacando otra tarjeta de la carpeta-. Llamen primero a este número y pregunten por el agente Tibbet.

– ¿Puede saberse por qué? -inquirió Roger Anderson.

– Se trata de una investigación por homicidio, señor -respondió Rebus tajante-. Golpearon salvajemente a un hombre y el asesino anda suelto. Nuestro cometido es dar con él… lamento los inconvenientes que les pueda acarrear.

– Pues no lo parece -refunfuñó Anderson.

– Pues en realidad, señor Anderson, lo siento de corazón. Perdone si a veces no se nota -añadió volviéndose de espaldas como si fuera a marcharse, pero se detuvo-. Por cierto, ¿qué coche es ése que tiene que dejar aparcado donde hay mucha luz?

– Un Bentley Continental GT.

– De lo que deduzco que no trabaja en el departamento de correo del FAB.

– No quiere decir que no empezara allí, inspector. Bien, si me disculpa… Oigo como tirita la cena en la cocina.

La señora Anderson se llevó una mano a la boca en gesto de horror y salió disparada hacia la cocina.

– Se ha quemado -dijo Rebus-. Puede consolarse con un par más de copas de ginebra.

Anderson optó por no replicar y se puso en pie para acompañarlos hasta la puerta.

– ¿Cenaron bien? -preguntó Clarke como quien no quiere la cosa-. Me refiero a después de los villancicos, por supuesto.

– Muy bien. Gracias.

– Siempre tengo interés por enterarme de un buen restaurante.

– Con toda seguridad, dentro de sus posibilidades -comentó Anderson con una sonrisa irónica que daba a entender lo contrario-. Se llama el Pompadour.

– Yo me las arreglaré para que pague él -comentó ella señalando con la cabeza a Rebus.

– Muy acertado -replicó Anderson riendo. Aún contenía la risa cuando cerró la puerta.

– No me extraña que a su mujer le guste el jardín, así puede pasar algún rato sin tener que aguantar a ese pretencioso -murmuró Rebus camino adelante metiendo la mano en el bolsillo pura sacar el tabaco.

– Si te digo algo interesante -dijo Clarke en broma-, ¿me invitas a cenar en el Pompadour?

Rebus, mientras manipulaba el encendedor, asintió con la cabeza.

– En la recepción del hotel estaba el menú sobre el mostrador.

– ¿Cómo? -replicó Rebus expulsando humo.

– El Pompadour es el restaurante del hotel Caledonian.

Él la miró un instante y a continuación volvió hacia la puerta y llamó con dos puñetazos. Roger Anderson abrió con cara de pocos amigos, pero Rebus no le dio tiempo a quejarse.

– Antes de la agresión -dijo-, Alexander Todorov estuvo tomando una copa en el bar del Caledonian…

– ¿Y qué?

– Que ustedes estuvieron en el restaurante. ¿No lo vieron por causalidad?

– Nosotros no nos acercamos al bar. Es un hotel grande, inspector…

Anderson hizo gesto de volver a cerrar la puerta, y Rebus pensó en interponer el pie. Probablemente hacía años que no lo había hecho; pero como no se le ocurría ninguna pregunta, se contentó con clavar los ojos en Roger Anderson hasta que la sólida puerta se cerró del todo. Incluso así siguió mirando intensamente unos segundos, como deseando que volviera a abrirse. Pero Anderson no reapareció. Rebus volvió sobre sus pasos por el camino de entrada.

– ¿Has sacado alguna conclusión? -preguntó Clarke.

– Vamos a interrogar al otro testigo y después te diré lo que pienso.


* * *

El piso de Nancy Sievewright estaba en la tercera planta de una casa de alquiler de Blair Street. En la acera opuesta, un cartel luminoso anunciaba una sauna en un sótano; más adelante, en la pronunciada cuesta, había un grupo de fumadores fuera de un bar y de más allá, en Hunter Square, lugar habitual de reunión de vagabundos hasta que los echaba la policía, llegaban chillidos y gritos.

No había mucha luz en la entrada, y Rebus alumbró con el encendedor el portero automático para que Clarke leyera los nombres. Como eran pisos de alquiler, y dados los movimientos de población, en algunos botones aparecían varios nombres con enmiendas garabateadas y restos de cinta adhesiva. El nombre de Sievewright era legible y cuando Clarke pulsó el botón la puerta se abrió con un clic sin que nadie preguntara quién llamaba. En la escalera había bastante luz y montones de guías telefónicas de varios años.

– Alguien tiene un gato -dijo Rebus olfateando.

– O un problema de incontinencia urinaria -añadió Clarke.

Subieron la escalera de piedra; Rebus se detuvo en los descansillos simulando leer los nombres de las puertas, pero en realidad era para recobrar aliento. Cuando llegó al tercer piso Clarke ya había llamado al timbre, y abrió un joven de pelo despeinado y barba negra de una semana. Tenía los ojos pintados y una banda deportiva roja.

– Ah, no es Kelly -dijo.

– Sentimos decepcionarte -dijo Clarke mostrando el carnet de policía-. Queremos ver a Nancy.

– No está -respondió él en un tono claramente a la defensiva.

– ¿Te ha contado que encontró el cadáver?

– ¿Qué? -exclamó el joven quedándose un buen instante con la boca abierta.

– ¿Eres amigo de ella?

– Compañero de piso.

– ¿No te lo contó? -insistió Clarke esperando una respuesta que no obtuvo-. Bueno, de todos modos, se trata de una visita rutinaria. Ella no ha hecho nada malo…

– Así que si eres tan amable de hacernos pasar -terció Rebus-, procuraremos olvidar ese remedo de Bob Hope -añadió con una sonrisa alentadora.

– Naturalmente -dijo el joven abriendo un poco más la puerta. Vieron a Nancy Sievewright saliendo de su dormitorio.

– Hola, Nancy -dijo Clarke entrando en el vestíbulo. Había cajas por todas partes con cosas para reutilizar y cosas para tirar, cachivaches que no cabían en los modestos armarios del piso-. Queremos comprobar algunos datos contigo.

Nancy cerró desde el pasillo la puerta del dormitorio. Vestía una falda corta ceñida con leotardos negros y un exiguo body que dejaba ver su estómago y un ombligo con piercing.

– Iba a salir en este momento -dijo.

– Yo me pondría algo más -comentó Rebus-. Hace un frío que pela.

– Será cosa rápida -añadió Clarke-. ¿Dónde prefieres que hablemos?

– En la cocina -respondió Nancy. Efectivamente, a través de otra puerta cerrada, probablemente el cuarto de estar, llegaba el olor dulzón a droga y música farragosa y electrónica que, aunque Rebus no conocía, le recordaba a Tangerine Dream.

La cocina era estrecha y desordenada, como si los ocupantes del piso se alimentaran de comida preparada para llevar. La ventana estaba abierta unos centímetros sin que ello contribuyese a paliar el mal olor del fregadero.

– A alguien se le ha olvidado fregar -comentó Rebus.

Nancy, sin hacer caso del comentario, aguardaba con los brazos cruzados a que le hicieran preguntas. Clarke volvió a abrir su carpeta y sacó el impecable informe de Todd Goodyear y otra tarjeta de visita.

– Queremos que pases por Gayfield Square lo antes posible -comenzó diciendo-, para hacer una declaración firmada. Pregunta por uno de estos agentes -añadió tendiéndole la tarjeta-. Mientras, quisiéramos comprobar un par de cosas. ¿Volvías a este piso cuando encontraste a la víctima?

– Exacto.

– Venías de casa de una amiga en… -prosiguió Clarke, fingiendo consultar el informe y esperando que Nancy completara la frase, pero la joven no parecía recordarlo bien-. Great Stuart Street -apostilló. La joven asintió con la cabeza-. ¿Cómo se llama esa amiga, Nancy?

– ¿Para qué es necesario eso?

– Es la manera de investigar: recabamos la mayor cantidad de datos posibles.

– Se llama Gill.

Clarke anotó el nombre.

– ¿Apellido? -inquirió.

– Morgan.

– ¿En qué número de la calle vive?

– En el dieciséis.

– Estupendo -dijo Clarke anotándolo-. Gracias.

Se abrió la puerta del cuarto de estar y asomó una cabeza de mujer que desapareció al ver la mirada ceñuda de Rebus.

– ¿Quién es vuestro casero? -optó por preguntar Rebus. Nancy se encogió de hombros.

– Yo le pago el alquiler a Eddie.

– ¿Eddie es quien nos abrió la puerta?

La joven asintió con la cabeza y Rebus dio unos pasos para volver al recibidor. Encima de una de las cajas de cartón había un montón de correo y, mientras Clarke hacía otra pregunta, lo examinó y le llamó la atención uno de los sobres. En lugar de sello llevaba la estampilla de franquicia comercial con el nombre de una empresa: Alquileres MGC. Dejó el sobre y escuchó la respuesta de Nancy.

– Yo no sé si estaba cerrado el aparcamiento, ¿eso qué importancia tiene?

– No mucha -admitió Clarke.

– Creemos que la agresión a la víctima se produjo allí -añadió Rebus-. El difunto debió de seguir tambaleándose hasta donde tú le encontraste o lo arrastraron hasta allí.

– ¡Yo no vi nada! -chilló la joven con lágrimas en los ojos, estrechando más los brazos en torno a su cuerpo. Volvió a abrirse la puerta del cuarto de estar y Eddie salió al vestíbulo.

– Dejen de molestarla -dijo.

– No estamos molestándola, Eddie -replicó Rebus. El joven palideció al ver que Rebus sabía su nombre. Se quedó mirándole un instante por guardar la cara y volvió a entrar en el cuarto de estar-. ¿Por qué no le contaste a él lo que sucedió? -preguntó Rebus a Nancy.

La joven meneó despacio la cabeza después de parpadear para dispersar sus lágrimas.

– Yo sólo quiero olvidarlo todo.

– No me extraña -terció Clarke comprensiva-, pero si recuerdas algo… -señaló la tarjeta de visita.

– Llamaré -asintió Nancy.

– Y tienes que venir a la comisaría -añadió Clarke-, el lunes, cuando te venga bien.

Nancy Sievewright asintió con la cabeza, abatida. Clarke dirigió una mirada a Rebus por si tenía alguna pregunta y él decidió hacerla.

– Nancy, ¿has estado alguna vez -dijo despacio-, en el hotel Caledonian?

– Sí, claro -replicó la joven con desdén-, me paso el día allí.

– Lo pregunto en serio.

– ¿Usted qué cree?

– Supongo que quieres decir que no.

Rebus hizo un seco movimiento de cabeza a Clarke para indicarle que habían terminado, pero antes de salir abrió la puerta del cuarto de estar. Estaba lleno de humo. No había lámpara de techo, sino dos lamparitas con bombilla roja y una fila de velas gruesas en la repisa de la chimenea. Vio la mesita de centro llena de papeles de fumar, trocitos de cartón y restos de tabaco. Además de Eddie había tres figuras repantigadas en los sillones y en el suelo. Rebus los saludó con una inclinación de cabeza y volvió a cerrar.

– ¿Tú tomas algo? -preguntó a Nancy, que ya les abría la puerta-. ¿Fumas hachís?

– Alguna vez -reconoció la joven.

– Gracias por decir la verdad -dijo Rebus. En el escalón de entrada había una joven; Kelly, seguramente. Probablemente era de la misma edad que Nancy, pero con aquel maquillaje exagerado habría podido entrar en casi todos los locales nocturnos para mayores de 21 años.

– Adiós -dijo Nancy, despidiéndose.

Al cerrarse la puerta oyeron que Kelly preguntaba a Nancy quiénes eran y la respuesta amortiguada de ésta: «Empleados del casero». Rebus lanzó un resoplido.

– ¿Sabes quién es ese casero? -espetó hasta que vio que Clarke se encogía de hombros-. Morris Gerald Cafferty… el de Alquileres MGC.

– Me constaba que era dueño de diversos pisos -comentó Clarke.

– No se puede dar un paso en esta ciudad sin tropezarse con las huellas de las garras de Cafferty -añadió Rebus, pensativo un instante.

– Nos ha mentido -aseguró Clarke.

– ¿Sobre esa amiga a quien fue a visitar? -preguntó Rebus asintiendo con la cabeza.

– ¿Por qué lo haría?

– Probablemente por mil razones.

– Sus amigos fumetas, por ejemplo -sugirió Clarke bajando la escalinata-. ¿Merece la pena hablar con esa tal Gill Morgan del 16 de Great Stuart Street?

– Tú verás -contestó Rebus, mirando por encima del hombro hacia el portal de Nancy Sievewright-. Desde luego, es una anomalía.

– ¿En qué sentido?

– En este maldito caso parece que todos entran y salen del Caledonian como Pedro por su casa.

Clarke esbozó una sonrisita y en ese momento se abrió la puerta a sus espaldas y Nancy Sievewright bajó la escalinata para ir a su encuentro.

– Podrían hacerme un favor… -dijo en voz baja.

– ¿Qué favor, Nancy?

– Mantengan a ese tipo lejos de mí.

Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada.

– ¿De qué tipo hablas? -preguntó ella.

– El que iba con su mujer, el que llamó a la policía…

– ¿Roger Anderson? -inquirió Rebus entrecerrando los ojos. Nancy asintió nerviosa con la cabeza.

– Vino ayer cuando yo no estaba en casa, pero se ve que me esperó porque estaba aparcado enfrente cuando volví.

– ¿Qué quería?

– Dijo que estaba preocupado por mí y que venía a ver si me encontraba bien -dijo, volviendo a subir la escalinata-. Me tiene harta.

– ¿Harta de qué? -preguntó Rebus, pero ella, sin contestar, cerró la puerta despacio.

– Maldita sea -exclamó Clarke-. ¿Qué habrá querido decir?

– Algo que podemos preguntar al señor Anderson. Es curioso, yo estaba precisamente pensando que Nancy se parece un poco a su hija.

– ¿Y él cómo supo su dirección?

Rebus se encogió de hombros.

– Eso puede esperar -dijo al cabo de un instante de reflexión-. Tengo otra misión para ti esta tarde…


* * *

Otra misión. Es decir: que estaría sola cuando entró al despacho de Macrae. El inspector jefe había asistido a algún acto y vestía esmoquin con pajarita. En la calle, aguardaba un coche con chófer para llevarle a casa. Se sentó en el escritorio quitándose la pajarita y se desabrochó el primer botón. Tenía un vaso con agua que acababa de servirse y esperó a que Clarke comenzara a hablar. Ella se aclaró la garganta, maldiciendo a Rebus, que había asegurado que Macrae le haría caso. Esa era la misión.

– Bien, señor, se trata de Alexander Todorov.

– ¿Hay ya algún sospechoso? -preguntó Macrae con ojos brillantes hasta que ella negó con la cabeza.

– Creemos que puede ser algo más que un simple atraco.

– ¿Ah, sí?

– De momento no tenemos pruebas, pero hay muchas… -«Muchas, ¿qué?». No se le ocurría un modo convincente de exponerlo-. Hay muchas pistas que debemos seguir y casi todas apuntan a una agresión al azar.

Macrae se arrellanó en su sillón.

– Esto me suena a Rebus -dijo-. Seguro que le ha delegado como portavoz.

– Pero no quiere decir que no esté de acuerdo con él, señor.

– Cuanto antes se libre de su influencia mejor -Clarke hizo una mueca de repulsa y Macrae añadió un gesto de conciliación-. Ya sabe a qué me refiero, Siobhan. ¿Cuánto le falta a él para jubilarse? Una semana… y después, ¿qué? ¿Estará resuelto el caso cuando se largue?

– Lo dudo -respondió Clarke.

– Lo que significa que usted lo heredará, Siobhan.

– No me importa, señor.

Macrae la miró.

– ¿Cree que vale la pena seguir unos días más con esa corazonada de Rebus?

– Es algo más que una corazonada -insistió Clarke-. Todorov aparece relacionado con una serie de personas y es cuestión de descartarlas más que de establecer una hipótesis.

– ¿Y si al final es menos de lo que parece? No es la primera vez que esto ocurre con John.

– John ha resuelto muchos casos durante su carrera -replicó Clarke.

– Interpreta muy bien su papel de testigo favorable, Siobhan -comentó Macrae con una sonrisa cansina-. Ya sé que Rebus es su superior, pero quiero que se encargue usted del homicidio de Todorov. Eso simplifica las cosas, como él mismo tendrá que admitir.

Clarke asintió despacio con la cabeza, en silencio.

– Tiene dos o tres días… a ver qué averigua. Dispone de Hawes y Tibbet… ¿A quién más piensa incorporar?

– Ya se lo comunicaré.

Macrae volvió a hacer un gesto reflexivo.

– La embajada rusa ha llamado a Scotland Yard… concretamente a nuestro querido Jefe de Policía -añadió con un suspiro-. Si él se enterara de que consiento que John Rebus intervenga en el caso le daría un ataque de nervios. Por eso la hago responsable a usted, Siobhan, y no a John. ¿Está claro?

– Sí, señor.

– Me imagino que estará al acecho en cualquier parte esperando que usted le dé noticias.

– Le conoce bien, señor.

Macrae puso fin a la entrevista con un leve gesto de la mano. Ella cruzó la sala del DIC y bajó a recepción, donde vio una cara conocida. Todd Goodyear había acabado su servicio o trabajaba de secreta, pues iba vestido con vaqueros negros y una cazadora negra acolchonada. Clarke puso cara de intrigada.

– ¿Viene del escenario del crimen de Todorov, agente Goodyear?

Él asintió con la cabeza y miró la carpeta que llevaba ella.

– ¿Leyó mi informe? -preguntó.

– En efecto… -respondió ella haciendo tiempo para intentar explicarse la presencia de su compañero allí.

– ¿Le pareció bien?

– Muy bien.

Él parecía esperar una calificación mejor, pero ella repitió «bien» y le preguntó qué hacía allí.

– La esperaba a usted -dijo-. Me dijeron que se quedaba a trabajar hasta tarde.

– En realidad, he llegado hace veinte minutos.

Goodyear asintió con la cabeza.

– Estaba fuera, en el coche -añadió, mirando por encima del hombro-. ¿No está con usted el inspector Rebus?

– Escuche, Todd, ¿qué demonios quiere?

Goodyear se humedeció los labios.

– Pensaba que se lo habría dicho el agente Dyson… Quiero un período de prueba en el DIC.

– Me parece muy bien.

– Y había pensado que quizás usted necesitaba a alguien…

– ¿En el caso Todorov?

– Así tendría oportunidad de aprender. Ha sido el primer escenario de un crimen para mí… Me encantaría ver cómo se hacen las pesquisas.

– La investigación consiste en mucho trabajo que básicamente no sirve para nada.

– Fantástico -replicó él con una sonrisa triste-. He hecho un buen informe, sargento Clarke… Se me escapan pocos detalles y creo que podría desarrollar más trabajo.

– Es perseverante, ¿verdad?

– Déjeme convencerla invitándole a una copa.

– He quedado con una persona.

– En ese caso, ¿mañana? La invito a un café.

– Mañana es sábado y el inspector jefe Macrae no ha establecido aún el presupuesto del caso.

– ¿Quiere decir que no hay horas extra? -Goodyear asintió comprensivo con la cabeza. Clarke reflexionó un instante.

– ¿Por qué me lo pide a mí en vez de a Rebus? Él es mi superior.

– Tal vez porque pensé que usted me haría más caso.

– ¿Quiere decir que sería más crédula?

– Quiero decir lo que he dicho.

Clarke se concedió otro momento de reflexión.

– En realidad, la encargada del caso soy yo; así que tomemos ese café el lunes por la mañana. En Broughton Street hay un lugar al que voy a veces.

Clarke le dijo el nombre y le citó a una hora.

– Gracias, sargento Clarke -dijo Goodyear-. No se arrepentirá -añadió tendiéndole la mano que ella estrechó.

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