CUARTO DÍA

Lunes, 20 de noviembre de 2006

Capítulo 11

Siobhan Clarke llegó diez minutos antes de la hora, pero Goodyear ya estaba en el lugar de la cita. Vestía de uniforme pero con la misma cazadora acolchada del viernes por la tarde con la cremallera cerrada hasta arriba.

– ¿Le preocupa que la vean aquí? -preguntó Clarke.

– Bueno, ya sabe lo que ocurre…

Ella lo sabía. Hacía mucho tiempo que no llevaba uniforme, pero el trabajo seguía siendo algo que uno no deseaba que se supiera a simple vista. Había acudido a fiestas en las que la gente se sentía algo incómoda cuando se enteraba de cómo se ganaba la vida. Y lo mismo sucedía en las salidas nocturnas; los chicos perdían interés o gastaban bromas como: «¿Vas a esposarme a la cabecera de la cama? Pues ya verás mi porra. No te preocupes por los vecinos, agente, me correré sin gritos…».

Goodyear se puso en pie y le preguntó qué tomaba.

– Ya lo saben -respondió ella.

Estaban ya preparando su café con leche y Goodyear no tuvo más que pagarlo y traerlo a la mesa. Ocupaban dos taburetes en una mesa junto a la ventana y, como era un sótano, sólo veían las piernas de los peatones. Del mar del Norte llegaban ráfagas de lluvia y la gente caminaba deprisa a sus asuntos. Clarke rehusó el azúcar que él le ofrecía y le dijo que se relajase.

– No es una entrevista de trabajo -añadió.

– Yo pensé que sí -replicó él con una risita nerviosa, mostrando unos dientes ligeramente torcidos. Tenía un poco orejas de soplillo y pestañas rubias. Ante él, una taza de café de filtro y unas migas en el plato delataban el consumo de un croissant-. ¿Ha pasado un buen fin de semana? -preguntó.

– Un gran fin de semana -replicó ella-. El Hibs ganó por seis a uno y el Hearts perdió con el Rangers.

– Es seguidora del Hibs -dijo él asintiendo despacio con la cabeza, tomando nota del dato-. ¿Fue al partido?

Ella negó con la cabeza.

– Jugaban en Motherwell. Tuve que contentarme con una película.

¿Casino Royale7.

Clarke negó con la cabeza.

Infiltrados -guardaron silencio hasta que a Clarke se le ocurrió una pregunta-: ¿Hacía mucho que esperaba?

– No mucho. Esta mañana me levanté temprano y pensé que ya que… -aspiró hondo-. La verdad, no estaba seguro de encontrar el sitio y vine con bastante antelación. Siempre me paso de prudente.

– Ya lo he observado, agente Goodyear. Bueno, hábleme de usted.

– ¿Qué quiere que le cuente?

– Lo que sea.

– Bueno, supongo que sabrá quién era mi abuelo… -dijo alzando la vista, y ella asintió con la cabeza-. Mucha gente parece saberlo, aunque no me lo digan en la cara.

– Usted era pequeño cuando él murió -añadió Clarke.

– Tenía cuatro años, pero hacía casi un año que no le veía. Mis padres no me llevaban a visitarle.

– ¿A la cárcel?

Goodyear asintió con la cabeza.

– A mi madre le afectó bastante… Ella era muy nerviosa y sus padres pensaban que pertenecía a una clase superior a la de mi padre, por lo que cuando mi abuelo acabó en la cárcel fue como si el hecho les diera la razón. Aparte de que a mi padre le gustaba ahogar las penas en la bebida -añadió con una sonrisa de tristeza-. Hay gente que haría mejor en no casarse.

– Entonces, no habría un Todd Goodyear.

– Dios tendrá sus razones.

– ¿Tiene algo todo eso que ver para que ingresara en la policía?

– Quizá… Le agradezco que no lo haya afirmado taxativamente. Mucha gente lo interpreta así. «Es tu expiación, Todd» o «Quieres demostrar que no todos los Goodyear son iguales».

– Estereotipos -comentó Clarke.

– ¿Y usted, sargento Clarke? ¿Por qué se hizo policía?

Ella reflexionó un instante calculando si decirle o no la verdad.

– Creo que fue una reacción contra mis padres, que eran los típicos liberales izquierdistas de los años sesenta.

– ¿Y la única manera de rebelarse era formar parte del sistema? -dijo Goodyear sonriendo y asintiendo con la cabeza.

– Bastante bien dicho -comentó Clarke llevándose la taza a los labios-. ¿Qué piensa su hermano de esto?

– ¿Sabe que se ha metido en líos alguna vez?

– Sé que está fichado -admitió Clarke.

– ¿Ha comprobado mis antecedentes? -Clarke decidió no contestar-. Yo no lo veo nunca -dijo Goodyear, haciendo una pausa-. Bueno, no es cierto. Estuvo en el hospital y fui a verle.

– ¿Por algo grave?

– Se vio envuelto en una pelea tonta en un pub. Sol es así.

– ¿Es mayor o menor que usted?

– Dos años mayor. Aunque no se nota… cuando éramos niños los vecinos decían que yo parecía mucho mayor. Se referían a que me portaba mejor… y era yo quien iba a comprar y hacía recados… -pareció perderse un instante en la evocación del pasado y a continuación meneó la cabeza-. El inspector Rebus tiene una larga relación con Big Ger Cafferty, ¿verdad?

A Clarke le sorprendió el cambio de conversación.

– Depende, ¿a qué se refiere? -replicó con cautela.

– Es lo que se comenta en el Cuerpo; dicen que son muy amigos.

– Se detestan mutuamente -dijo Clarke casi sin quererlo.

– ¿De verdad?

Ella asintió con la cabeza.

– A veces me pregunto cómo acabará el asunto… -añadió casi hablando para sí misma, porque lo había pensado más de una vez en las últimas semanas-. ¿Lo pregunta por algo en concreto?

– Cuando Sol empezó a traficar creo que fue inducido por Cafferty.

– ¿Lo cree o lo sabe?

– Él nunca lo ha reconocido.

– Entonces, ¿cómo está tan seguro?

– ¿Se les sigue permitiendo a los policías tener corazonadas?

Clarke sonrió al pensar de nuevo en Rebus.

– Está mal visto.

– Pero no por eso deja de suceder -dijo él examinando lo poco que quedaba en la taza-. Me alegro de que me haya tranquilizado respecto al inspector Rebus. He advertido que no se ha sorprendido cuando mencioné a Cafferty.

– Como bien has dicho, hice ciertas comprobaciones.

Él sonrió y asintió con la cabeza y le preguntó si quería otro café.

– No, uno está bien de momento -contestó ella apurando la taza y tardando unos segundos en adoptar la decisión-. Su comisaría es Torphichen, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Le podrían prestar una mañana? -el rostro de Goodyear se iluminó como el de un niño en Navidad-. Les llamaré y les diré que le he birlado unas horas. Sólo unas horas -añadió esgrimiendo un dedo-. A ver qué tal nos llevamos.

– No se arrepentirá -dijo Todd Goodyear.

– Eso mismo me dijo el viernes… Mejor será que así sea.

«Mi caso y mi equipo», pensó Clarke. Y allí tenía a su primer recluta. Tal vez fuese su desarmante entusiasmo, que le recordaba sus tiempos de agente de uniforme, o el hecho de librarle de su compañero de servicio. Sí, claro, con Rebus a punto de jubilarse, un colchón entre ella y el resto de sus colegas podría ser útil…

«¿Egoísmo o amabilidad?», se preguntó. ¿No serían las dos cosas si pasaba a la acción?


* * *

Roger Anderson avanzó hasta la mitad del camino de entrada y vio el coche que bloqueaba la verja. Era una puerta eléctrica, que se había abierto al apretar un botón, pero frente a ella había un Saab que le impedía salir.

– Será posible semejante desconsideración… -musitó pensando en qué vecino sería el culpable.

Los Archibald, dos puertas más allá, siempre andaban con obras o invitados. Los Grayson de enfrente tenían aquel invierno a dos hijos que llevaban tiempo fuera de casa. Estaban, además, los que llamaban en un mal momento y los que echaban propaganda… Tocó el claxon del Bentley, lo que hizo que su mujer se asomase a la ventana del comedor. ¿Había alguien en el asiento del pasajero del Saab? No… ¡en el asiento del conductor! Anderson pulsó el claxon un par de veces, se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche a zancadas hacia el inoportuno vehículo. El cristal de la ventanilla del conductor se abrió y asomó una cabeza.

– Ah, es usted… -dijo al ver que era uno de los policías del día anterior-, el «inspector no sé cuantos».

– El inspector Rebus -dijo él al banquero-. ¿Qué tal se encuentra esta mañana, señor Anderson?

– Escuche, inspector, hoy mismo pasaré por su comisaría…

– Cuando le venga bien, señor, pero no he venido por eso.

– ¿Ah, no?

– Después de visitarle a usted el viernes fuimos a ver al otro testigo, la señorita Sievewright.

– ¿Ah, sí?

– Y nos dijo que había ido usted a verla.

– Sí -dijo Anderson mirando por encima del hombro, comprobando si su mujer podía oírles.

– ¿Por qué motivo, señor?

– Quería asegurarme de que no había sufrido ningún… Bueno, se llevó una impresión tremenda, ¿no?

– Y por lo visto usted le causó otra, señor.

Anderson se ruborizó.

– Yo sólo fui para…

– Ya lo ha dicho -le interrumpió Rebus-. Pero lo que yo me pregunto es cómo sabía su nombre y dirección, porque no figuran en el listín telefónico.

– Me lo dijo el agente.

– ¿La sargento Clarke? -inquirió Rebus frunciendo el ceño, pero Anderson negó con la cabeza.

– Cuando nos tomaron declaración. Bueno, después yo me ofrecí a llevarla a casa y él mencionó el nombre y la dirección: Blair Street.

– ¿Y se dedicó usted a recorrer Blair Street de arriba abajo buscando un portero automático con ese nombre?

– No creo que haya hecho nada malo.

– En cuyo caso supongo que habrá informado de ello a la señora Anderson.

– No, escuche usted…

Pero Rebus giró la llave de encendido.

– Le esperamos más tarde en la comisaría… con su señora esposa, por supuesto.

Arrancó con la ventanilla abierta y la dejó así unos minutos. Sabía que a aquella hora de la mañana el tráfico hacia el centro sería lento. Sólo había tomado tres pintas por la noche, pero sentía la cabeza gomosa. El sábado vio un rato la televisión y se llevó la contrariedad de otro fallecimiento: el futbolista Ferenc Puskas. Él era un jovencillo en tiempos de la final de la copa de Europa jugada en Hampden entre el Real Madrid y el Eintrahct de Frankfurt; ganó el Madrid por 7-3. Fue un partido fantástico y Puskas era un jugador increíble. En aquel entonces él buscó en un atlas el país de Puskas -Hungría- y deseó ir allí.

Jack Palance, y ahora Puskas; dos desaparecidos. Es lo que sucedía con los ídolos.

Bien: el sábado por la noche en el bar Oxford ahogó sus penas, y a la mañana siguiente se le habían borrado todas las conversaciones. El domingo fue a la lavandería y al supermercado; en la tele anunciaron que un periodista ruso llamado Litvinenko había sido envenenado en Londres, lo que le hizo incorporarse en el sillón y subir el volumen del televisor. Gates y Curt hablaron en broma de puntas de paraguas y ahora sucedía eso de verdad. Una de las hipótesis era que la mafia rusa había envenenado un plato de sushi que había comido en un restaurante. Litvinenko se encontraba hospitalizado bajo custodia policial. Rebus optó por no llamar a Siobhan; al fin y al cabo era una coincidencia. Estaba inquieto y se despertaba aterrado por las mañanas. Había dejado atrás su último fin de semana de policía y comenzaba su última semana. Siobhan se había portado estupendamente el viernes e incluso le había dicho un poco avergonzada que Macrae le había encargado a ella el caso.

– Es lógico -se limitó a decir Rebus, cogiendo las bebidas.

Él creía saber cómo pensaba Macrae. «Menos de lo que parece…» Así lo había dicho Macrae, según Siobhan. Pero a Rebus lo mantendría ocupado hasta el día de la jubilación, y después a Siobhan la convencerían para que volviera a la primera hipótesis: un atraco que acabó mal.

– Es lógico -repitió en voz alta ahora entrando por un callejón.

Diez minutos más tarde aparcaba en Gayfield Square. No estaba el coche de Siobhan, Subió al DIC y se encontró con Hawes y Tibbet sentados juntos en una mesa, mirando el teléfono.

– ¿Ninguna novedad? -dijo Rebus.

– Once llamadas hasta ahora -contestó Hawes dando golpearos con el dedo en la libreta que tenía delante-. Un automovilista que salía del aparcamiento a las nueve y cuarto aquella noche y que, por tanto, no tenía nada que contar pero quería charlar -alzó la mirada hacia Rebus-. Le gusta el montañismo y correr, por si quiere tomar nota.

Sin necesidad de mirar notó que Tibbet contenía una risita y le dio un codazo.

– Se pasó casi una hora hablando con Phyl -añadió Tibbet tras sofocar un gruñido.

– ¿Y qué más? -preguntó Rebus.

– Chalados anónimos y diversos bromistas -contestó Hawes-. Y uno que esperamos que vuelva a llamar. Empezó contando algo sobre una mujer que merodeaba por la calle, pero se cortó la comunicación sin que diera más detalles.

– Seguramente vería a Nancy Sievewright -les previno Rebus. Pero se preguntó: «¿Por qué iba a "merodear" Nancy Sievewright?»-. Tengo un servicio para vosotros -añadió, cogiendo la libreta de Hawes y buscando una hoja en blanco en la que anotó los datos de Gill Morgan, la «amiga» de Nancy-. Id a comprobarlo. Sievewright dice que se dirigía a casa de regreso de Great Stuart Street. Incluso si no es ella, y hay alguien que se llame así que viva allí, interrogadle.

– ¿Cree que miente? -preguntó Hawes mirando la página.

– No parecía recordarlo muy bien. Pero seguramente habrá preparado a su amiga.

– Yo suelo captar cuando alguien me está explicando un cuento chino -comentó Tibbet.

– Porque eres un buen policía, Colin -espetó Rebus. Tibbet sacó pecho y Hawes se echó a reír al advertirlo.

– Te acaban de explicar un cuento chino -dijo ella señalándole con el dedo-. Vámonos -añadió levantándose, y Tibbet la siguió avergonzado, deteniéndose en la puerta.

– ¿Se le da bien atender el teléfono? -preguntó a Rebus.

– Suena y lo cojo… ¿Se hace así?

Tibbet procuró ocultar su indignación cuando Hawes se dio la vuelta para llevárselo.

– Por cierto -dijo ella a Rebus-, si se aburre puede mirar la tele. Tenemos el vídeo que pidió Siobhan.

Rebus lo vio encima de la mesa. Estaba marcado con un «Question Time».

– Se enterará de algo -oyó que le decían; tal vez Tibbet más que Hawes.

Se quedó realmente sorprendido.

– Acabaremos haciendo de ti un hombre, Colin -musitó cogiendo el vídeo.

Capítulo 12

Charles Riordan no estaba en el estudio. La recepcionista les dijo que aquella mañana se había quedado en casa y, al pedírselo a ellos, les dio una dirección en Joppa. Tardaron quince minutos en coche hasta la zona más allá de las apacibles aguas grises del Firth of Forth. En un momento dado, Goodyear dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla.

– Ahí hay un albergue de gatos y perros -dijo-. Fui una vez con idea de elegir una mascota, pero me fue imposible… Decidí volver en otra ocasión.

– Yo nunca he tenido animales de compañía -dijo Clarke-. Ya me cuesta cuidar de mí misma.

Goodyear se echó a reír.

– ¿Y novio?

– Un par de ellos.

Él volvió a reírse.

– Me refiero ahora.

Ella apartó los ojos de la carretera lo justo para clavarlos en él.

– No preguntes tanto, Todd.

– Es que estoy nervioso.

– ¿Y por eso me haces tantas preguntas?

– No, no, qué va. Es que… bueno, será porque tengo interés.

– ¿En mí?

– En todo el mundo -hizo una pausa-. Yo creo que todos cumplimos un propósito y uno no sabe cuál si no se pregunta.

– ¿Y tu «propósito» es fisgar en mi vida amorosa?

Goodyear emitió una tosecilla y se ruborizó.

– No lo pretendía.

– En el café hablaste de los designios de Dios… ¿Significa eso que eres religioso?

– Bueno, sí que lo soy. ¿Hay algo de malo en ello?

– En absoluto. El inspector Rebus también lo era, y yo lo he aceptado todos estos años.

– ¿Lo era?

– Porque iba a la iglesia… -Clarke reflexionó un instante-. En realidad, iba a docenas de iglesias; una distinta cada semana.

– Buscando algo que no encontraba -aventuró Goodyear.

– Probablemente me mataría si se enterara de que te lo he dicho -comentó Clarke.

– Y usted, ¿no es religiosa?

– Dios, no -respondió ella sonriendo-. Es difícil serlo con esta profesión.

– ¿Ah, sí?

– Con todo lo que vemos… Esa maldad de la gente, que hace daño perversamente a los demás -volvió a mirarle-. ¿No se dice que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza?

– Sería una discusión que nos llevaría el resto del día.

– Entonces, te preguntaré si tienes novia.

Él asintió con la cabeza.

– Se llama Sonia y trabaja en la policía científica.

– ¿Y qué hicisteis este fin de semana? Aparte de ir a la iglesia, por supuesto.

– El sábado ella salió con una pandilla de chicas y no nos vimos. Pero Sonia no va a la iglesia…

– ¿Y qué tal está tu hermano?

– Creo que bien.

– ¿Quieres decir que no lo sabes?

– Ya ha salido del hospital.

– Pensé que me habías dicho que fue una pelea a puñetazos.

– Hubo una navaja por medio.

– ¿Suya o del contrincante?

– Del contrincante, por eso tuvieron que darle unos puntos.

Clarke quedó pensativa un instante.

– Dijiste que tus padres se separaron cuando tu abuelo fue a la cárcel…

Goodyear se reclinó en el asiento.

– Mi madre necesitó tratamiento médico y mi padre se marchó de casa poco después y se dio a la bebida más que nunca. Hubo días en que me tropezaba con él cuando salía de alguna tienda y no me reconocía.

– Eso es duro para un niño.

– Sol y yo vivimos más que nada con nuestra tía Susan, la hermana de mi madre. Era una casa muy pequeña, pero ella no se quejaba. Con ella comencé a ir a la iglesia los domingos. A veces estaba tan cansada que se dormía en el banco. Solía llevar una bolsa de caramelos y una vez se le cayó del regazo y rodaron todos por el suelo -sonrió al recordarlo-. Bueno, eso es todo.

– Pues muy bien. Ya casi hemos llegado.

En aquel momento cruzaban Portobello High Street, por primera vez para Clarke sin obras. Dos minutos después giraban hacia Joppa Road por una calle de adosados victorianos.

– Ahí está el número dieciocho -dijo Goodyear, que fue el primero en verlo. Había espacio de sobra para aparcar junto a la acera y Clarke pensó que la mayoría de los vecinos irían al trabajo en coche. Puso el freno de mano y apagó el contacto. Goodyear se le adelantó por el camino de entrada.

– Lo único que me faltaba -musitó ella quitándose el cinturón de seguridad-, era un puñetero listillo…

Pero, en el fondo, no era un sentimiento propio y se arrepintió nada más formularlo: era John Rebus.

Cuando llegó junto a Goodyear se abrió la puerta y Charles Riordan los miró sorprendido de verse cara a cara con un agente de uniforme, pero reconoció a Clarke y les hizo pasar. Las paredes del vestíbulo estaban recubiertas de casetes, pero no había libros. Todo el espacio lo llenaban antiguos carretes de magnetofón y cajas de casetes.

– Pasen si pueden -dijo Riordan por todo comentario, dirigiéndose a lo que debía de ser el cuarto de estar transformado en estudio de grabación, con cajas acústicas en las paredes y un mezclador rodeado de más cajas de casetes, minidiscos y casetes dobles. Por debajo salían cables, había micrófonos llenos de polvo y una gruesa cortina cubría la única ventana.

– He aquí el palacete Riordan -declaró.

– Supongo que no está casado -aventuró Clarke.

– Lo estuve pero ella no lo aguantaba.

– ¿Se refiere al equipo?

Riordan negó con la cabeza.

– A mí me gusta grabarlo todo -dijo despacio-. Y eso, al cabo de un tiempo, a Audrey comenzó a resultarle insoportable -añadió metiendo las manos en los bolsillos-. Bien, ¿en que puedo servirles, agentes?

Clarke miró a su alrededor.

– ¿Nos está grabando, señor Riordan?

Riordan contuvo la risa y, a modo de respuesta, señaló un pequeño micrófono negro.

– ¿Y el otro día en su estudio?

Él asintió con la cabeza.

– Con DAT. Aunque ahora casi todo lo grabo en digital.

– Yo creía que DAT era digital -comentó Goodyear.

– Sí, pero en cinta. Me refiero a grabación directa al disco duro.

– ¿Le importaría apagarlo? -dijo Clarke en un tono inapelable. Riordan se encogió de hombros y pulsó un botón en la mesa mezcladora.

– ¿Tienen más preguntas sobre Alexander? -inquirió.

– Sí, una o dos.

– ¿Recibió el compacto?

– Sí, gracias -contestó Clarke asintiendo con la cabeza.

– Recita muy bien, ¿verdad?

– Muy bien -dijo Clarke-. Pero yo quería preguntarle algo sobre la noche en que murió.

– ¿El qué?

– Dice que se separaron al salir del restaurante. Usted se marchó a casa y el señor Todorov ¿se fue a tomar una copa?

– Exacto.

– Y añadió usted que casi seguro que fue a Mother’s o al hotel Caledonian. ¿Por qué esos dos lugares concretos, señor Riordan?

Riordan se encogió de hombros.

– Porque tenía que pasar por delante de los dos.

– Y de una docena más -replicó Clarke.

– Tal vez me los mencionara él.

– ¿No lo recuerda?

– ¿Es importante?

– Podría serlo -contestó Clarke mirando a Goodyear, que estaba haciendo su papel, con la espalda recta, las piernas separadas y las manos juntas delante sin decir nada. Imagen «oficial». Clarke dudaba de que Riordan advirtiese las orejas de soplillo, los dientes torcidos o las pestañas… vería sólo el uniforme y centraría su mente en la gravedad de la situación.

Riordan se restregó la barbilla, pensativo.

– Bueno, supongo que los mencionaría él -dijo.

– ¿Pero no la primera noche que se vieron? -Clarke esperó a que Riordan negara con la cabeza-. Así que, ¿no se dirigía a una cita?

– ¿Qué quiere decir?

– Cuando se separaron, el señor Todorov fue directamente al bar del Caledonian y estuvo allí hablando con alguien. Me pregunto si sería algo habitual.

– A Alexander le gustaba la gente. La gente que le invitase a un trago y escuchara sus historias y le contara cosas suyas.

– No me imagino el Caledonian como un lugar para contarse historias.

– Se equivoca; los bares de los hoteles son ideales. Se conoce en ellos a extranjeros y uno cuenta su vida en los veinte o treinta minutos que pasa en su compañía. Son increíbles las cosas que se cuentan a gente que no se conoce de nada.

– Tal vez porque son desconocidos -terció Goodyear.

– El agente tiene razón -dijo Riordan.

– ¿Y usted cómo lo sabe, señor Riordan? -añadió Clarke-. ¿He de suponer que ha hecho grabaciones clandestinas en lugares así?

– Infinidad de veces -contestó Riordan-. Y en trenes y en autobuses… de gente roncando o hablando a solas o conjurándose para derrocar al gobierno. A vagabundos en bancos del parque y a diputados en campañas electorales; a patinadores, a gente que va de picnic y a enamorados hablando por teléfono con su amante. Es mi hobby -añadió, volviéndose hacia Goodyear.

– ¿Y cuándo se convirtió en obsesión, señor? -inquirió educadamente Goodyear-. Supongo que poco antes de que le dejara su esposa.

La sonrisa se borró del rostro de Riordan. Goodyear, al comprender que se había pasado, dirigió una mirada a Clarke, que meneaba despacio la cabeza.

– ¿Alguna pregunta más? -dijo Riordan.

– ¿Se le ocurre con quién pudo estar bebiendo Alexander Todorov en ese hotel? -insistió Clarke.

– No -contestó Riordan dirigiéndose a la puerta. Goodyear dijo «lo siento» con los labios a Clarke, y los dos siguieron a Riordan al vestíbulo.

En el coche Clarke dijo a Goodyear que no se preocupara.

– Creo que no tenía nada que decirnos.

– De todos modos, habría debido dejar que usted hiciera el interrogatorio.

– Así has aprendido una lección -añadió Clarke accionando la llave de contacto.

Capítulo 13

– ¿Qué hace aquí ese fulanito? -preguntó Rebus, recostado en la silla con los pies en la mesa y el mando a distancia del vídeo en la mano, después de detener la imagen de la pantalla.

– Es un traslado provisional de Torphichen -dijo Clarke. Rebus la miró, pero ella desvió la vista. Todd Goodyear le tendía la mano y Rebus, aunque la miró, no se la estrechó. Goodyear dejó caer el brazo y Clarke lanzó un suspiro de disgusto.

– ¿Hay alguna novedad? -preguntó ella finalmente.

– El vídeo que pediste -contestó Rebus, ignorando completamente al recién llegado-. Échale un vistazo -añadió, poniendo de nuevo en marcha la proyección pero bajando el sonido casi al mínimo.

Aparecían una serie de políticos y personajes a quienes un público de aspecto inteligente planteaba preguntas. Entre medias, en el suelo, se leía en grandes letras «Edimburgo».

– Está filmado en el Hub -dijo Rebus-. Fui una vez allí a un concierto de jazz y lo reconocí en seguida.

– ¿Le gusta el jazz? -preguntó Goodyear sin lograr que Rebus le hiciera caso.

– ¿No ves a alguien conocido? -preguntó Rebus a Clarke.

– A Megan MacFarlane.

– Es curioso que no lo mencionara -dijo Rebus pensativo-. El moderador, al hacer las presentaciones, dijo que ella es la número dos del Partido Nacional Escocés y que es muy posible que se encargue de la dirección cuando el actual secretario deje el partido. Con ello sería «candidata a la presidencia del Estado escocés independiente», según palabras del moderador.

– ¿Y los demás quiénes son?

– Laboristas, conservadores y demócratas liberales.

– Y Todorov -se veía al poeta sentado junto al presentador en la mesa semicircular. Parecía relajado y garabateaba con el bolígrafo en un papel-. ¿Qué tal se defiende?

– Sabe más de política que yo -contestó Rebus-, y opina sobre todo lo habido y por haber.

Goodyear cruzó los brazos y se concentró en la imagen. Rebus volvió a mirar a Clarke y esta vez ella le devolvió la mirada, encogiéndose de hombros y entornando luego ligeramente los ojos como previniéndole. Rebus se volvió hacia Goodyear.

– ¿Sabes que yo intervine en la detención de tu abuelo?

– Es agua pasada -replicó el joven.

– Tal vez, pero si va a ser un problema más vale que lo digas.

– No es ningún problema -aclaró Goodyear sin dejar de mirar la pantalla-. ¿Qué sucede con esa MacFarlane?

– Es diputada del Partido Nacionalista Escocés -dijo Clarke-, y pone interés en entorpecer la investigación.

– ¿Por esos magnates rusos que visitan Edimburgo? -Goodyear advirtió que Clarke mostraba admiración-. He leído los periódicos -añadió-. ¿Así que MacFarlane no les dijo que conocía a la víctima?

– Exactamente -aseveró Rebus, mostrando inopinado interés por el nuevo recluta.

– Bueno, como todos los políticos, lo que menos le interesa es una mala prensa y verse mezclada en una investigación por homicidio -resumió Goodyear encogiéndose de hombros.

El reportaje televisivo llegaba a su fin y el pulcro presentador anunció que a la semana siguiente emitirían otro episodio desde Hull. Rebus apagó el vídeo y estiró la espalda.

– Bueno, ¿de dónde venís? -preguntó.

– De ver a Riordan -contestó Clarke, explicándole la entrevista. Entre tanto llegaron Hawes y Tibbet, que fueron presentados a Goodyear. Hawes traía unos dulces y se disculpó ante Goodyear por no tener uno para él.

– No soy goloso -replicó él, negando con la cabeza.

Tibbet había pasado varios meses de uniforme en Torphichen antes de ser destinado al DIC y le preguntó por algunos colegas, mientras Rebus se pringaba con su rebanada de mantecada con caramelo y Clarke preparaba el hervidor del té. Miró hacia el despacho, pero no había rastro de Macrae.

– Tiene una cita en Jefatura -dijo Rebus cuando ella depositó la taza en la mesa. Y añadió en voz baja-: ¿Has hablado con él lo del jovencito?

– Aún no -contestó ella mirando hacia Goodyear, que charlaba animadamente con Tibbet y Hawes, haciéndoles reír.

– ¿Traes a un agente de uniforme a un caso de homicidio? -preguntó él en voz baja-. ¿Sabes bien lo que haces?

– El inspector jefe Macrae me ha encargado del caso.

– Lo que significa que tú eres responsable de cualquier desastre.

– Gracias por recordármelo.

– ¿Sabes mucho de él?

– Sé que es joven y responsable, y que lleva mucho tiempo de aquí para allá como un peso muerto.

– Espero que no estés trazando paralelismos, sargento Clarke -dijo Rebus sorbiendo ruidosamente el té.

– Ni mucho menos, inspector Rebus -contestó ella mirando de nuevo hacia Goodyear-. Simplemente le doy una oportunidad. Estará un par de días aquí y luego volverá al West End. Además, Macrae quería incorporar al caso a un par más de agentes…

Rebus asintió despacio con la cabeza, se levantó de la silla y se acercó a los tres jóvenes, apoyando la mano en el hombro de Goodyear.

– ¿Fuiste tú quien hizo el informe sobre Nancy Sievewright? -preguntó, y Goodyear asintió con la cabeza-. Cuándo dijo que pasaba por allí, ¿notaste algo?

El joven reflexionó un instante mordiéndose el labio inferior.

– Realmente, no -contestó al fin.

– O lo notaste o no lo notaste.

– Bien, pues no.

Rebus asintió con la cabeza y se volvió hacia Hawes y Tibbet.

– ¿Qué averiguasteis en Great Stuart Street?

– Gill Morgan vive allí y conoce a Nancy Sievewright.

– ¿Pero…? -preguntó Rebus mirando fijamente a Hawes.

– Pero nos dio la impresión -terció Tibbet-, de que repetía algo que le habían dicho que contara.

Rebus se volvió hacia Goodyear.

– Y el agente Tibbet sí que sabe cuando alguien cuenta una trola… ¿Qué te dice eso?

Goodyear volvió a morderse el labio.

– Que ha pedido a su amiga que la proteja con una coartada porque nos mintió cuando hicimos el atestado.

– Te mintió a ti sin que te dieras cuenta -replicó Rebus; dicho lo cual volvió a no hacer caso del joven agente y se volvió hacia Hawes y Tibbet-. ¿Cómo es esa Morgan?

– Vive en un buen piso -contestó Hawes-, y no parece que lo comparta con nadie…

– En la puerta sólo figura su nombre -añadió Tibbet.

– Dice que trabaja de modelo. Pero hoy no hacía nada. Para mí que vive de papá y mamá.

– Muy al contrario de Sievewright -comentó Rebus, esperando que Clarke asintiera con la cabeza-. Entonces, ¿de qué se conocen?

Hawes y Tibbet no supieron qué contestar, y Rebus hizo un sonido de reprimenda como el maestro que encuentra en falta a un alumno.

– Creo que se conocen de algún acontecimiento social -dijo de pronto Tibbet.

– ¿De las regatas, por ejemplo? -replicó Rebus mirándole.

Hawes se sintió obligada a salir en defensa de su compañero.

– Tan pija no es.

– Era un comentario, Phyl -dijo Rebus.

– Tal vez deberíamos citarla en la comisaría -terció Clarke.

– Tú decides, Shiv. Macrae te ha encargado a ti del caso -dijo Rebus.

Era una novedad para Hawes y Tibet, y también para Goodyear, por la cara que puso. Miraba a Rebus como preguntándose por qué un sargento podía estar por encima de un inspector, pero el timbre del teléfono rompió el silencio. Lo cogió Rebus, que estaba más cerca.

– Caso Todorov. Rebus al habla.

– Ah… Oiga… -era una voz trémula de hombre-. He llamado antes…

Rebus cruzó una mirada con Hawes.

– ¿Diciendo que había visto a una mujer, señor? Gracias por volver a llamar…

– Sí, bien…

– ¿En qué podemos ayudarle, señor…?

– ¿Tengo que dar mi nombre?

– La llamada es de índole confidencial, señor, pero conviene saber su nombre.

– ¿«Confidencial» hasta qué punto…?

«¡Habla de una vez!», sintió ganas de exclamar Rebus, pero mantuvo la voz equilibrada y amable, pensando en algo que le habían dicho en cierta ocasión: si puedes fingir sinceridad puedes llegar a donde quieras.

– Bueno, de acuerdo -dijo el que hacía la llamada-. Me llamo George.

– Gracias, George.

– George Gaverill.

– George Gaverill -repitió Rebus, mirando cómo Hawes apuntaba el nombre en su libreta-. Bien, ¿qué tiene que decirnos, George? Mis colegas me han hablado de una mujer…

– Sí.

– ¿Llama porque ha visto nuestras octavillas en el aparcamiento?

– El cartel puesto en la acera -replicó el hombre-. Seguro que no es nada importante. Bueno, vi en el telediario que machacaron a ese pobre hombre, ¿verdad? Pero no creo que pudiera hacerlo ella.

– Seguramente tiene razón, señor. De todos modos, estamos recogiendo toda la información posible para reconstruir los hechos -dijo Rebus poniendo los ojos en blanco, al tiempo que Clarke hacía un movimiento circular con el dedo indicándole que le diera conversación.

– Yo no quisiera que mi mujer pensara algo que no es… -añadió Gaverill.

– Naturalmente, señor. Así que, ¿esa mujer…?

– La noche del asesinato… -la voz se interrumpió de pronto y Rebus creyó que se había cortado la comunicación, pero enseguida oyó la respiración al otro extremo de la línea-, yo caminaba por King’s Stables Road…

– ¿A qué hora?

– A las diez… quizás a las diez y cuarto.

– Y vio a una mujer.

– Sí.

– Muy bien, señor -lo animó Rebus, volviendo a poner los ojos en blanco.

– Me hizo proposiciones sexuales.

La información cogió desprevenido a Rebus.

– Vamos a ver…

– Lo que le digo: quería copular, aunque ella lo expuso mucho más crudamente.

– ¿Y dice que fue en King’s Stables Road?

– Sí.

– ¿Cerca del aparcamiento?

– Sí, fuera del aparcamiento.

– ¿Era una prostituta?

– Supongo que sí. Me refiero a que no es algo que suceda todos los días… a mí por lo menos.

– ¿Y usted qué le dijo?

– Yo rehusé, naturalmente.

– ¿Y eso fue alrededor de las diez y cuarto?

– Sí, más o menos.

Rebus se encogió de hombros para darles a entender que no sabía si iba a sacar algo en claro. Lo que él quería era una descripción, pero eso sería más fácil hablando cara a cara con el informante; además, por los ojos de Gaverill sabría si se trataba de uno de tantos chalados.

– ¿No le sería posible -comenzó a decir despacio-, acercarse a la comisaría? Tenga en cuenta lo importante que puede ser su información.

– ¿Ah, sí? -dijo Gaverill, animado apenas un instante-. Pero es que mi esposa… no creo que…

– Seguro que puede darle alguna excusa.

– ¿Qué quiere usted decir? -exclamó de pronto el hombre.

– Bueno, simplemente que… -pero la comunicación se cortó y Rebus maldijo para sus adentros y colgó airado-. De ser una película, alguien habría localizado la llamada.

– Yo no he oído nunca que haya trabajadoras del sexo en esa calle ni en las cercanías -comentó Clarke escéptica.

– A mí me ha parecido que decía la verdad -rebatió Rebus.

– ¿Sabes si Gaverill es su verdadero nombre?

– Me apostaría algo.

– Entonces lo encontraremos en el listín telefónico -dijo Clarke volviéndose hacia Hawes y Tibbet-. Comprobadlo.

Así lo hicieron mientras Rebus daba golpecitos en el teléfono deseando que volviera a sonar. Al primer timbrazo lo cogió de un zarpazo.

– Perdone que haya colgado -dijo Gaverill-. No ha sido muy correcto.

– Señor, no le reprocho que se muestre prudente -se apresuró a decir Rebus-. Realmente esperábamos que volviera a llamar, porque se trata de uno de esos casos en los que ansiamos tener cualquier pista.

– Esa mujer no era una atracadora.

– Eso no significa que no viera algo. Sabemos que la víctima sufrió la agresión antes de las once, y si ella andaba por allí…

– Sí, claro, entiendo.

Hawes y Tibbet habían localizado el apellido y tendieron a Rebus un papel con el teléfono y la dirección de George Gaverill.

– Escuche -añadió Rebus-, esta llamada le está costando dinero. Le llamaré yo… ¿está en el número 229?

– Sí, pero no quiero…-la frase concluyó en una especie de gargarismo de Gaverill.

– Bien, entonces, señor Gaverill -dijo Rebus con voz más tajante-, o vamos a su casa a interrogarle o viene usted a Gayfield Square. ¿Qué prefiere?

Como un niño castigado, Gaverill prometió presentarse antes de media hora.


* * *

Pero antes de que llegara Gaverill hubo tres visitas. Primero, Roger y Elizabeth Anderson. Y después de que Hawes y Tibbet los llevaran al cuarto de interrogatorio, se presentó Nancy Sievewright. Rebus ordenó a recepción que la hicieran esperar en otro cuarto libre, «no en el número tres», y que le dieran una taza de té.

– No quiero que vea a Anderson -dijo Rebus a Clarke. Ella asintió con la cabeza.

– De todos modos tenemos que hablar con Anderson; a ver qué dice de la historia de Nancy.

– Ya está hecho -dijo Rebus; Clarke endureció la mirada pero se contentó con encogerse de hombros-. Pasaba esta mañana cerca de su casa y pensé que vendría bien preguntárselo.

– ¿Y qué dijo?

– Que estaba preocupado por ella, y que el nombre y la dirección se lo dio… -Rebus se volvió hacia Todd Goodyear-. Tú no fuiste, ¿verdad?

– Debió de dárselos Dyson -contestó Goodyear.

– Me lo imaginaba. Bien, ya está advertido -añadió Rebus, reflexionando un instante antes de preguntar a Clarke si quería que Goodyear fuera con ella para tomar declaración a Sievewright-. Forma parte del aprendizaje de Todd -argumentó.

– Te olvidas de una cosa, John. Soy yo la encargada del caso.

– Sólo era una sugerencia -replicó Rebus abriendo los brazos con cara de inocente.

– Gracias, pero prefiero oír lo que cuenta Gaverill.

– Me da la impresión de que se va a intimidar fácilmente, mientras que conmigo tiene cierta confianza. Pero si nos presentamos los tres… -añadió meneando la cabeza-. Quiero que suelte la lengua.

– Ya veremos -dijo secamente Clarke; Rebus volvió a encogerse de hombros y se acercó a la ventana.

– Entre tanto -añadió-, ¿quieres oír mi hipótesis?

– ¿Tu hipótesis de qué?

– De por qué se muestra tan precavido por si se entera su mujer.

– Porque ella pensará que aceptó la proposición -terció Goodyear. Rebus negó con la cabeza.

– Todo lo contrario, joven Todd. ¿Aventuraría la sargento Clarke alguna suposición?

– Asómbranos con una explicación -respondió ella cruzando los brazos.

– ¿Qué otra cosa hay en King’s Stables Road? -preguntó Rebus.

– La escarpadura del Castillo -dijo Goodyear.

– ¿Y qué más?

– Un cementerio -añadió Clarke.

– Exacto -espetó Rebus-. Y en la esquina del cementerio hay una torre vigía que hasta hace un par de siglos se utilizaba para la vigilancia de los ladrones de cadáveres… y que a mi entender debería volver a utilizarse porque por la noche ese cementerio es un lugar escabroso…

No concluyó la frase.

– ¿Gaverill es gay y su esposa no lo sabe? -aventuró Clarke.

Rebus se encogió de hombros con gesto complacido porque ella hubiese llegado a la misma conclusión.

– Por eso no aceptó las proposiciones de la mujer -añadió Goodyear asintiendo con la cabeza.

En ese momento sonó el teléfono y desde recepción les informaron de que acababa de llegar George Gaverill.

Decidieron recibirle en la sala del DIC que era algo más acogedora que un cuarto de interrogatorios. Previamente, Rebus le estrechó la mano muy amablemente y le condujo por el pasillo hasta el cuarto número 2, donde le pidió que echase un vistazo por la mirilla.

– ¿Ve a esa joven? -preguntó Rebus despacio.

– Sí -musitó Gaverill.

– ¿Es ella?

– No -respondió Gaverill volviéndose hacia él. Rebus lo miró. Gaverill mediría un metro sesenta y cinco, era delgado y pálido con pelo castaño pardusco y una especie de erupción en la cara. Tendría probablemente treinta y tantos años o algo más de cuarenta, y a Rebus le dio la impresión de que la erupción la tenía desde jovencito.

– ¿Está seguro? -insistió.

– Seguro. Creo que aquella mujer era más alta. Y no tan joven y delgada como ésta.

Rebus asintió con la cabeza y regresaron sobre sus pasos para subir al DIC, donde él dirigió una negativa con la cabeza hacia Clarke, que estaba a la expectativa. Ésta reaccionó con un rictus y alzó un ejemplar del Evening News con la foto de un tal Litvinenko entubado en el hospital y sin pelo por efecto del veneno.

– Una coincidencia -fue el escueto comentario de Rebus mientras Clarke se presentaba a Gaverill.

– Señor, no sabe cuánto le agradezco que haya venido.

Goodyear atendía el teléfono, tomando notas de una llamada a urgencias con gesto aburrido. Clarke señaló una silla a Gaverill.

– ¿Quiere tomar algo? -preguntó.

– Quiero acabar con esto de una vez.

– Muy bien -dijo Rebus-. En ese caso iré directo al grano. ¿Podría decirnos qué es lo que vio exactamente?

– Inspector, como dije, pasaba por King’s Stables Road hacia las diez y cuarto y vi a una mujer merodeando por allí, cerca de la salida del aparcamiento. Pensé que esperaba a alguien, pero cuando llegué a su altura ella me abordó.

– ¿Y qué le dijo?

– Me dijo si quería… -Gaverill tragó saliva con profuso movimiento de la nuez.

– ¿Un polvo? -aventuró Rebus.

– Exactamente -respondió Gaverill.

– ¿Le indicó algún precio?

– Me dijo que era… creo que dijo «de balde» o algo así. De balde, sin nada a cambio. Ella sólo quería un… -añadió Gaverill, incapaz de pronunciar la palabra.

– ¿En aquel mismo lugar donde hablaban? -preguntó Rebus con gesto de incredulidad.

– Quizás en el aparcamiento…

– ¿Lo dijo ella así?

– No lo recuerdo. Yo me aparté y seguí andando. Si le digo la verdad me quedé estupefacto.

– Es comprensible -comentó Clarke por animarle-. Es una circunstancia muy violenta. ¿Puede describirnos su aspecto?

– Bueno, era… No estoy muy seguro. De mi misma estatura… mayor que esa joven de la planta baja, aunque yo en cuestión de edades me engaño. La edad de las mujeres, quiero decir.

– ¿Iba muy maquillada?

– Maquillada y… perfumada, pero no sé qué tipo de perfume.

– ¿Diría usted que tenía aspecto de prostituta, señor Gaverill? -preguntó Rebus.

– No como las que se ven en la tele, no. No iba vestida en plan provocador. Llevaba un abrigo con capucha. Tengan en cuenta que era una noche fría.

– ¿Un abrigo con capucha?

– Tal vez una trenca… o algo más largo… No estoy muy seguro -añadió con una risita nerviosa-. Siento no ser…

– Se explica bien -dijo Rebus.

– Muy bien -añadió Clarke.

– Créanme -prosiguió Gaverill-, pensándolo bien, yo creo que estaba un poco chalada. Recuerdo una vez que vi a una mujer en la escalinata de una iglesia de Bruntsfield Links tumbada enseñando las piernas y con la falda subida… resultó que se había escapado de Royal Ed. Es donde tienen a… -añadió como si requiriera explicación.

– Los pacientes con enfermedades psiquiátricas -le interrumpió Clarke asintiendo con la cabeza.

– Yo era un crío por entonces, pero aún lo recuerdo.

– Son cosas que causan impresión -comentó Rebus-. No me extrañaría que hubiera aborrecido a las mujeres para el resto de su vida -añadió riendo para que Gaverill lo tomara como una broma, pero la mirada de Clarke le llamó al orden.

– Irene es una mujer estupenda, inspector.

– Claro que sí. ¿Llevan mucho tiempo casados?

– Diecinueve años. Fue mi primera novia.

– Aja. La primera y la última, ¿eh? -espetó Rebus.

– Señor Gaverill -interrumpió Clarke-, ¿querría hacernos otro favor? Me gustaría que un agente de identificación esbozara con usted un retrato robot de la cara de esa mujer. ¿Podría ser?

– ¿Ahora mismo? -preguntó Gaverill mirando el reloj.

– Cuanto antes mejor, aprovechando que está fresco el recuerdo. Podríamos disponer de alguien en diez o quince minutos…

Por no decir media hora.

– Otra pregunta, señor Gaverill -terció Rebus-, ¿en qué trabaja usted?

– En subastas -contestó el hombre-. Compro artículos y los vendo.

– Un horario flexible -comentó Rebus-. Puede decirle a Irene que estuvo con un cliente.

Clarke carraspeó, pero Gaverill no vio intención en las palabras de Rebus.

– ¿Diez minutos? -preguntó.

– Diez o quince -afirmó Clarke.


* * *

Llegaron los bocadillos del almuerzo, encargados a Goodyear. Rebus hizo hincapié en que formaba parte del aprendizaje. Roger y Elizabeth Anderson se habían marchado a casa y también Nancy Sievewright. Hawes y Tibbet no obtuvieron ninguna novedad del interrogatorio. Rebus miró en el ordenador la imagen del rostro de la mujer. Gaverill dijo una y otra vez que la había visto prácticamente en sombra por llevar la capucha caída sobre la frente.

– Una desconocida -comentó Clarke una vez más. Gaverill acababa de marcharse muy contento, porque el experto había tardado casi una hora en hacerlo con el portátil, la impresora y el programa.

– A saber quién sería -añadió Rebus corroborando sus palabras-. De todos modos… estuvo allí, sea quien sea.

– ¿Tú te crees la historia de Gaverill?

– ¿Es que tú no?

– A mí me ha parecido que decía la verdad -terció Goodyear, y añadió rápidamente-: aunque de poco sirva.

Rebus lanzó un resoplido y tiró a la papelera los restos del panecillo relleno, sacudiéndose las migas de la camisa.

– Bueno, así que ahora -añadió Hawes-, tenemos a una mujer que seduce a los hombres para echar un simple polvo allí en el aparcamiento -hizo una pausa-. Creo que Siobhan lo tiene crudo.

– Suele suceder -dijo Clarke-. A menos que a los chicos se les ocurra algo.

Rebus miró a Tibbet y éste a Goodyear, pero ninguno de los dos dijo nada.

– Sería una simple buscona -optó por decir Tibbet.

– Trabajadora del sexo -corrigió Rebus.

– Pero los Anderson y Nancy Sievewright que pasaron por delante del aparcamiento no vieron a ninguna mujer con capucha.

– Eso no quiere decir que no estuviera allí, Colin -comentó Rebus.

– Hay un término para definir el hecho de que una mujer induzca a un hombre… ¿verdad?

– Encandilamiento -dijo Rebus-. Entonces, ¿volvemos a la tesis del atraco? No es un modus operandi en Edimburgo. Y otra cosa: los forenses dijeron que Todorov había fornicado aquel día.

Se hizo un silencio mientras trataban de desentrañar alguna pista. Clarke se sentó apoyando los codos en la mesa y la cara en las manos. Finalmente alzó la vista.

– ¿Hay algo que me impida llegar a la conclusión obvia e informar de la misma al inspector jefe Macrae? Robaron a la víctima, la apalearon y la dejaron por muerta. Y ese es el único sospechoso que tenemos -añadió señalando con la cabeza la foto robot.

– De momento -comentó Rebus puntilloso-. Y Macrae dijo que disponíamos de unos días para indagar, ¿por qué no aprovecharlos?

– ¿Indagar qué, exactamente?

Rebus no consiguió hallar una respuesta. Hizo una señal a Clarke para que le siguiera al pasillo. Hawes y Tibet fruncieron el ceño, ofendidos. Rebus se detuvo ante la escalera hasta que Clarke estuvo a su lado con los brazos cruzados.

– ¿Estás segura de que no hay problemas con Phyl y Col por la presencia del recién llegado al equipo? -preguntó él.

– ¿A qué te refieres?

– A que él no es parte del equipo.

Ella le miró.

– No creo que el problema sea con ellos -replicó, haciendo una pausa-. ¿Recuerdas tu primer día en Homicidios?

– Vagamente.

– Yo me acuerdo del mío como si fuera ayer, de cómo todos no cesaban de decir que era «carne nueva», como vampiros -abrió los brazos y apoyó las manos en las caderas-. Todd quiere una oportunidad en el departamento, John.

– Se diría que te tiene engatusada.

La sonrisa se borró del rostro de Clarke, que le miró ceñuda, pero la mención de los vampiros había suscitado una idea en Rebus.

– Tal vez sea un albur -dijo-, pero el vigilante del aparcamiento mencionó algo sobre uno de los jefes, una mujer a la que llaman la Muerte. ¿Quieres saber por qué?

– Bueno, ¿por qué? -replicó Clarke sin ablandarse.

– Por la capucha que lleva -respondió Rebus.

Capítulo 14

Gary Walsh estaba en la garita de seguridad del aparcamiento tras relevar a Joe Wills hacía casi una hora. Con la chaqueta del uniforme desabrochada y sin corbata, su aspecto era bastante relajado.

– Qué bien se vive… -dijo Rebus guasón, llamando a la puerta entreabierta. Walsh bajó los pies de la mesa, se quitó los auriculares y apagó el reproductor de compactos-. ¿Qué estaba escuchando?

– Primal Scream.

– ¿Y qué habría hecho si yo hubiera sido uno de los jefes?

– La Muerte es la única que viene por aquí.

– Si usted lo dice… ¿Le han contado a ella lo del asesinato?

– Se lo dijo un periodista.

– ¿Y? -inquirió Rebus mirando un periódico junto a la radio: era el Evening News con el crucigrama acabado.

Walsh se encogió de hombros.

– Ella dijo que no veía sangre.

– Una mujer deliciosa.

– No; es buena persona.

– ¿Cómo se llama?

– ¿Han detenido a alguien? -replicó Walsh mirándole de arriba abajo.

– Aún no.

– ¿Para qué quiere hablar con Cath?

– ¿Se llama Cath?

– Cath Mills.

– ¿Se parece a ésta?

Walsh cogió la foto robot de la mujer con capucha, la examinó sin parpadear y negó con la cabeza.

– ¿Está seguro? -dijo Rebus.

– No se parece en nada -respondió Walsh devolviéndole la foto-. ¿Quién es?

– Los testigos vieron una mujer que merodeaba por aquí la noche en que asesinaron a Todorov. Estamos descartando sospechosos.

– Pues a la Muerte puede descartarla ya; Cath no estuvo aquí aquella noche.

– De todos modos, déme su número de teléfono.

Walsh señaló el tablero de corcho de detrás de la puerta.

– Lo tiene ahí apuntado.

Rebus anotó el número del móvil.

– ¿Con qué frecuencia viene por aquí?

– Un par de veces por semana. Una vez en el turno de Joe y otra en el mío.

– ¿Ha habido alguna vez problemas con las prostitutas de esta zona?

– No sabía que las hubiera.

Rebus cerró su libreta y en ese momento sonó el zumbador de salida. Walsh miró uno de los monitores: un conductor estaba fuera del coche de pie junto a la barrera de salida.

– ¿Hay algún problema? -preguntó por el micrófono.

– La maldita máquina se ha tragado el ticket.

Walsh puso los ojos en blanco con intención de que lo viera Rebus.

– No para de atascarse -dijo, y apretó un botón para que se alzara la barrera; el conductor volvió a sentarse al volante sin decir ni «gracias» ni «adiós».

– Tendré que cerrar esa salida hasta que vengan a arreglarlo -musitó Walsh.

– No tienen tiempo de aburrirse, ¿eh?

Walsh lanzó un resoplido.

– Esa mujer -dijo poniéndose en pie-, ¿tuvo algo que ver con el crimen?

– ¿Por qué lo pregunta?

Walsh se abrochó la chaqueta del uniforme.

– No hay muchas mujeres atracadoras, ¿verdad?

– No muchas -contestó Rebus.

– ¿Y fue un atraco? Lo pregunto porque el periódico decía que tenía los bolsillos vacíos.

– Eso parece -Rebus hizo una pausa-. A las once cierra, ¿no es eso?

– Exacto.

– Pues es más o menos la hora en que se descubrió el cadáver.

– ¿Ah, sí?

– ¿Usted no vio nada?

– Nada.

– Usted pasaría con el coche por Raeburn Wynd.

Walsh se encogió de hombros.

– No vi nada, ni oí nada. Y desde luego, no vi a ninguna mujer con capucha. Me habría llevado un buen susto, con el cementerio que hay ahí… -añadió, frunciendo de pronto el ceño.

– ¿Qué sucede? -inquirió Rebus.

– No sé si tendrá importancia… Estaba pensando en esas visitas guiadas a zonas históricas siniestras, en las que se disfrazan para asustar a los turistas…

– No creo que la mujer misteriosa formara parte de una farsa así -Rebus sabía a lo que se refería el hombre: por la noche recorrían la Royal Mile guías disfrazados de vampiros y de Dios sabía qué-. Además, nunca he oído que pasen por aquí visitas guiadas.

– Ese cementerio es poco recomendable -añadió Walsh cogiendo un rótulo de plástico reluciente que decía «fuera de servicio». Rebus le tomó la delantera y salió de la cabina.

– ¿Ese lugar les causa algún problema? -preguntó Rebus.

– Algún yonqui que se acerca a pedir limosna… Para mí que fueron ellos los que el año pasado le dieron esa paliza en la escalera a un pobre hombre.

– Su compañero no me dijo nada de eso. ¿Se resolvió el caso?

Walsh lanzó un resoplido, respuesta más que elocuente para Rebus.

– ¿Sabe por casualidad qué comisaría lo investigó?

– Eso ocurrió antes de que yo empezara a trabajar aquí -Walsh entrecerró los ojos-. ¿Es porque ese hombre era extranjero o porque era alguien importante?

– No sé a qué se refiere -espetó Rebus mientras bajaban por la rampa de salida.

– ¿Es por eso que dedican tanto tiempo al caso?

– Es porque lo asesinaron, señor Walsh -añadió Rebus, sacando el móvil.


* * *

Megan MacFarlane estaba en una reunión en Leith. Roddy Liddle dijo que probablemente podría dedicarles diez minutos en un Starbucks cercano de la cuesta del Parlamento, y allí fue donde la esperaron Clarke y Todd Goodyear. Éste tomaba té, mientras llegaba el café americano de Clarke con un chorro extra de exprés, a lo que ella añadió además dos rebanadas de pastel de zanahoria que Goodyear trató de pagar.

– Invito yo -insistió ella. Después pidió el ticket en caja por si podía cargarlo como gastos. Se sentaron a una mesa cerca de la ventana con vistas a Canongate casi oscurecida-. Fue una tontería hacer el Parlamento en este sitio -comentó Clarke.

– Ojos que no ven, corazón que no siente -replicó él.

Ella sonrió y le preguntó qué le parecía el DIC. Goodyear reflexionó un instante.

– Estoy contento de que me haya incorporado.

– De momento -amonestó ella.

– Y parece que forman un buen equipo. Eso también me gusta. En cuanto al caso…

– Vamos, dilo.

– Creo que tal vez son, y no es una crítica, un poco esclavos del inspector Rebus.

– ¿Se puede ser «un poco» esclavo?

– Bueno, ya sabe a qué me refiero… él es viejo, tiene experiencia y ha visto mucho a lo largo de los años. Por eso cuando tiene una corazonada tienden a seguirla.

– Es la manera en que se abordan algunos casos, Todd. Se lanza al agua una piedra que crea ondas de expansión.

– Pero no corresponde a la realidad, ¿verdad? -preguntó él acercando más la silla a la mesa, acalorado por su razonamiento-. En realidad, todo es lineal. Una persona comete el crimen y la labor del DIC es descubrirla. La mayoría de las veces es algo bastante sencillo: el criminal se siente culpable y él mismo se entrega, o alguien ha sido testigo del crimen, o es alguien ya fichado a quien se identifica por las huellas digitales o el ADN -hizo una pausa-. Me da la impresión de que el inspector Rebus detesta este tipo de casos en los que el móvil es fácil de descubrir.

– Tú apenas conoces al inspector Rebus -espetó Clarke.

Goodyear se percató de que había ido demasiado lejos.

– Sólo quiero decir que le gustan las cosas complicadas, las que resultan más difíciles.

– ¿En las que hay menos de lo que parece, quieres decir?

– Quiero decir que hay que mantener una perspectiva abierta.

– Gracias por el consejo -replicó Clarke con voz tan fría como el pastel de zanahoria. Goodyear miró su taza y, en aquel momento, vio aliviado que se abría la puerta y Megan MacFarlane se acercaba a la mesa. Iba cargada con tres kilos de archivadores que dejó de golpe en el suelo. Roddy Liddle estaba en el mostrador pidiendo las consumiciones.

– Lo que hay que aguantar -se lamentó MacFarlane, sonriendo inquisitiva a Todd Goodyear al tiempo que Clarke hacía las presentaciones.

– Soy admirador suyo -dijo Goodyear a la diputada-. Me gustó mucho la postura que adoptó sobre la red de tranvías.

– ¿No tendrá unos miles de amigos que piensen lo mismo? -dijo MacFarlane dejándose caer en la silla mirando al techo.

– Y siempre he sido partidario de la independencia -añadió el joven. Ella giró la cabeza hacia él antes de volverse hacia Clarke.

– Este agente me gusta más -comentó.

– Por cierto, el inspector Rebus -dijo Clarke-, lamenta no haber podido venir. Pero fue él quien la vio en el programa Question Time, y nos extraña que usted no nos dijera nada.

– ¿Únicamente se trata de eso? -replicó MacFarlane irritada-. Pensaba que a lo mejor habían detenido a alguien.

– ¿Fue en esa ocasión cuando conoció al señor Todorov? -insistió Clarke.

– Sí.

– ¿Se conocieron en el estudio?

– En el Cubo -puntualizó MacFarlane-. Sí, nos citaron allí para la grabación.

– Creí que era un programa en directo -terció Goodyear.

– No -lo corrigió la diputada de MSP-. Naturalmente, Jim Bakewell, que es «un ministro» laborista, llegó bastante tarde y eso no le gustó nada al personal técnico, lo que explica por qué tuvo tan poco tiempo de pantalla.

Se animó de nuevo rememorando los hechos y dio las gracias a Liddle cuando llegó con su café solo y un exprés para él. El ayudante acercó una silla para unirse a ellos y estrechó la mano de Goodyear.

– Roddy, ¿tú crees que empezarán a circular rumores por verme en compañía de un agente de policía uniformado? -preguntó MacFarlane echando en el café un primer sobrecito de azúcar.

– Es muy probable -respondió Liddle con parsimonia, llevándose a los labios la tacita.

– Decía usted del señor Todorov… -insistió Clarke.

– Me está interrogando a propósito de Question Time -explicó MacFarlane a su ayudante-, porque cree que oculto algo.

– Simplemente, me sorprende -interrumpió Clarke-, que no lo mencionara.

– Sargento, dígame una cosa: ¿los otros políticos que intervinieron en el programa han declarado sobre lo que recordaban? -preguntó ella sin esperar una respuesta-. No, porque habrían dicho lo mismo que yo: nuestro amigo ruso bebió unos vinos, despachó unos sándwiches delante de ellos y no dirigió a nadie la palabra. Me dio la impresión de que no le gustaban mucho los políticos como especie genérica.

– ¿Y después del programa?

– Había taxis esperando… nos gruñó un «adiós» y se fue, con una botella de vino bajo la chaqueta -hizo una pausa-. Me resulta un misterio en qué pueden contribuir estos detalles a la investigación.

– ¿Fue la única ocasión en que coincidió con él?

– ¿No acabo de decírselo? -replicó la diputada mirando a su ayudante. También Clarke decidió mirarle.

– ¿Y usted, señor Liddle? -preguntó-. ¿Habló con él en el estudio?

– Me presenté yo mismo, naturalmente, pues le había llamado. En el programa suele haber una persona ajena a la política y hacen siempre una rigurosa entrevista previa. En este caso, la entrevistadora no parecía muy entusiasmada con Todorov, a juzgar por las notas de su informe. No entiendo por qué le invitaron.

Clarke reflexionó un instante. Charles Riordan había dicho que a Todorov le gustaba charlar con la gente, pero el cliente de Mather’s, por el contrario, afirmó que apenas decía palabra. Y ahora MacFarlane y Liddle decían lo mismo. ¿Tenía Todorov una doble personalidad?

– ¿De quién partió la idea de invitarle al programa? -preguntó a Liddle.

– Del productor, el presentador, alguien del equipo… Yo creo que cualquiera de ellos puede proponer un invitado.

– ¿No pudo tener -terció Goodyear-, la intención de enviar un aviso a Moscú?

– Podría ser -asintió MacFarlane con cierta admiración.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Clarke a Goodyear.

– Hace unos días asesinaron a una periodista en Rusia y tal vez la BBC quería que el público viera que no se puede ahogar así como así la libertad de expresión.

– Pero al final alguien la ahogó, ¿no? -preguntó Liddle-. Si no, no estaríamos aquí hablando del caso. Y ¿han visto lo que le ha ocurrido a ese pobre diablo ruso en Londres?

MacFarlane le miró frunciendo el ceño.

– ¡Esa es precisamente la clase de rumor que queremos acallar! -dijo.

– Sí, por supuesto, por supuesto -farfulló él, cogiendo precipitadamente su tacita vacía.

– Bien, resumiendo -dijo Clarke en medio del silencio que siguió-: ustedes dos vieron al señor Todorov en la grabación de Question Time, pero apenas hablaron con él. No le habían visto anteriormente, y no volvieron a verle después. ¿Es así como quieren que lo incluya en mi informe?

– ¿Informe? -exclamó casi con despecho MacFarlane.

– No es para uso público -le explicó Clarke para tranquilizarla. Y a continuación, tras una pausa mínima, añadió-: Hasta el momento del juicio, por supuesto.

– Ya le he recalcado, sargento, que tenemos en Edimburgo unos inversores muy importantes y que cualquier cosa podría espantarles.

– Pero sin duda convendrá usted -replicó Clarke-, en que es preciso demostrarles lo escrupulosa y minuciosa que es la policía.

Pareció que MacFarlane iba a decir algo, pero en ese momento sonó su móvil y dio la espalda a la mesa para responder a la llamada.

– Stuart, ¿cómo va todo?

Clarke se imaginó que «Stuart» sería el banquero Stuart Janney.

– ¿Has reservado mesa para todos en el Andrew Fairlie? -MacFarlane se levantó, se apartó de la mesa y salió afuera, mirando a través del cristal sin dejar de hablar.

– Es el restaurante de Gleneagles -dijo Liddle.

– Lo sé -dijo Clarke, y añadió como explicación para Liddle-: Nuestros salvadores económicos se alojan allí esta noche. Una buena cena y un partido de golf después de desayunar -preguntó a Liddle quién pagaba la factura-: ¿El castigado contribuyente? -él se encogió de hombros y ella se volvió hacia Goodyear-. ¿Sigues creyendo que los mansos heredarán la tierra, Todd?

– Salmo 37, versículo 11 -recitó Goodyear. En ese momento sonó el móvil de Clarke. Lo cogió y se lo acercó al oído. Era John Rebus preguntando cómo iban las cosas.

– Estamos en una cita de la Biblia por boca del agente Goodyear -respondió ella-. Los sumisos heredarán la tierra, etcétera.

Capítulo 15

Rebus llamaba únicamente porque estaba aburrido, pero al cabo de un minuto de la comunicación con Clarke un Volkswagen Golf se detuvo junto al bordillo en el aparcamiento. La mujer que salió tenía que ser Cath Mills; Rebus cortó la llamada.

– ¿Señorita Mills? -dijo dando un paso hacia ella.

Con el atardecer llegaban ráfagas de viento frío del mar del Norte. No sabía realmente si esperaba que la Muerte se presentase con una capa larga. De hecho, su abrigo era más bien una parka con capucha bordeada de pieles. Tendría cerca de cuarenta años y llevaba el pelo rojo cortado al estilo paje y gafas de montura negra. Su rostro era pálido y redondo y lucía labios pintados. No se parecía en nada a la foto que él llevaba en el bolsillo.

– Inspector Rebus -dijo ella, dándole un breve apretón en la mano, tras lo cual se quitó los guantes de conducir de cuero negro, que se guardó en los bolsillos-. Detesto esta época del año -musitó mirando al cielo-. Es de noche cuando te levantas y de noche cuando vuelves a casa.

– ¿Tiene usted un horario fijo? -preguntó Rebus.

– En este negocio siempre hay alguna cosa que atender -comentó ella mirando con el ceño fruncido el cartel de «No funciona» en una de las barreras de salida.

– Así que, el miércoles por la noche, ¿hizo la ronda?

Ella siguió mirando a la barrera.

– Estaba en casa a las nueve, creo. Había un problema en nuestras instalaciones de Canning Street: como no llegó el empleado del cambio de turno tuve que encargarme de que el vigilante buscara un sustituto. Ni más ni menos -añadió dirigiendo su atención a Rebus-. Se refiere a la noche en que mataron a ese hombre.

– Exactamente. Lástima que su cámara de seguridad sea una pena… Nos habría podido dar algún indicio.

– No la instalamos pensando en asesinatos.

Rebus hizo caso omiso del comentario.

– ¿Así que no pasó por allí hacia las diez la noche del crimen?

– ¿Alguien dice que pasé?

– No, pero sí una mujer que corresponde a su descripción… -estaba exagerando, claro; quería ver cómo reaccionaba, pero ella lo único que hizo fue enarcar una ceja y cruzar los brazos.

– ¿Quiere explicarme cómo es que disponía de mi descripción? -inquirió-. Si los chicos han contado mentiras, ya me ocuparé de que reciban un castigo -añadió mirando el aparcamiento.

– En realidad, lo único que dijeron es que usted lleva a veces capucha. Y alguien que pasaba por allí vio merodear a una mujer que también llevaba capucha…

– ¿Una mujer con la capucha puesta? ¿A las diez de la noche en invierno? ¿Y es así como usted elimina pistas falsas?

De pronto, Rebus sintió ganas de que acabara la jornada. Deseaba estar sentado en el taburete de un bar con una copa y olvidarse del todo lo demás.

– Si no estuvo allí -dijo con un suspiro-, declare simplemente eso.

Ella reflexionó un instante.

– No lo sé muy bien -contestó al fin marcando las palabras.

– ¿Qué quiere decir?

– Puede resultar apasionante ser sospechosa en un caso policial…

– Se lo agradezco, pero ya tenemos demasiada gente que nos hace perder el tiempo. Son los peores delincuentes, y pueden acabar ante los tribunales -añadió.

El rostro de la mujer se iluminó con una sonrisa.

– Lo siento -dijo para disculparse-. He tenido un día agotador. Probablemente no era usted la persona más apropiada para aceptar bromas -añadió, volviendo a fijar la mirada en la barrera-. Debería hablar con Gary para asegurarme de que arreglen eso, y más o menos se acabará la jornada -comentó mirando el reloj y de nuevo a Rebus-. A continuación creo que me sentaré en Montpelier’s.

– ¿La vinatería de Bruntsfield? -inquirió Rebus.

– Ya me parecía a mí que era usted un entendido -dijo ella ensanchando la sonrisa.


* * *

Al final, Rebus se tomó tres copas… por culpa de la oferta «Tercer vaso gratis». Y no eran vasos de cualquier cosa: tres botellines de cerveza de importación y sin perder la cabeza. Cath Mills era una profesional que, además de los tres botellines, despachó una botella de Rioja. Había aparcado el coche en la esquina porque vivía en un piso cerca de allí y podía dejarlo por la noche.

– Así que olvídese de detenerme por conducir borracha -dijo alzando el dedo.

– Yo también iré a pie -replicó él, añadiendo que vivía en Marchmont.

Cuando entró en el local, con fuerte música ambiental y parloteo de oficinistas, ella estaba acomodada en un compartimento al fondo.

– ¿Esperaba que no la viera? -comentó él.

– Me senté aquí por no parecer demasiado fácil -replicó ella.

La conversación derivó en términos generales hacia el trabajo de él, más los tópicos de Edimburgo: el tráfico, las calles en obras, el Ayuntamiento y el frío. Ella le advirtió que de su vida apenas había nada que contar. Se había casado con dieciocho años, divorciado a los veinte, para reincidir a los treinta y cinco y durar seis meses. Como si no hubiera escarmentado…

– Pero no siempre ha trabajado de supervisora de aparcamientos, supongo.

Desde luego que no: había pasado por una serie de oficinas, luego montó su propio negocio de consulting, que se fue a pique al cabo de dos años y medio porque el marido número dos se largó con las ganancias.

– Después fui asistente personal, pero no lo aguantaba… Estuve un tiempo cobrando el subsidio de paro tratando de reciclarme y luego surgió esto.

– En mi trabajo -dijo Rebus-, oigo constantemente a la gente contar su vida… y siempre se callan la parte interesante.

– Pues interrógueme -replicó ella abriendo los brazos.

Finalmente, logró que le hablara algo de Gary Walsh y Joe Wills. Ella también sospechaba que Wills le daba a la botella en el trabajo, por lo que no le había sorprendido. Al cabo de una hora ambos miraron el reloj y se sonrieron mutuamente.

– ¿Y usted? -preguntó ella-. ¿No ha encontrado a nadie que le aguante?

– Hace tiempo que no. Estuve casado y tengo una hija que ya ha cumplido los treinta.

– ¿No tiene aventuras en el trabajo? No, claro, cuando se es responsable de un equipo… Sé lo que es.

– No las he tenido -afirmó él.

– Enhorabuena -comentó ella con un resoplido y una mueca-. Yo me he retirado de los ligues de una noche… casi -añadió transformando el gesto en sonrisa.

– Bueno, ha sido un placer -añadió él, consciente de que sonaba a hueco.

– ¿Le traerá consecuencias haber intimado con una sospechosa?

– ¿Quién se va a enterar?

– Nadie tiene por qué -añadió ella señalando la cámara de seguridad del bar que les enfocaba desde un rincón. Se echaron los dos a reír y mientras ella metía los brazos en la parka, él volvió a preguntarle:

– ¿Estuvo allí aquella noche? Diga la verdad…

Ella negó con la cabeza.

En la calle, él le dio una tarjeta con el número del móvil. No hubo beso en la mejilla ni apretón de manos: eran dos veteranos con cicatrices que se respetaban. Antes de llegar a casa, Rebus se detuvo a comprar pescado y patatas fritas y se lo fue comiendo por el camino. Ahora las servían en una caja de cartón, en vez de envolverlas en papel de periódico como antes, por algún requisito de salud pública. Tampoco sabían igual; los trozos de bacalao eran más pequeños. Era una pena lo de la sobrepesca en el mar del Norte; el eglefino no tardaría en ser un lujo o en desaparecer. Terminó antes de llegar al piso y subió los dos tramos de escalera. No había correo ni facturas. Encendió las luces del cuarto de estar y puso música antes de llamar a Siobhan.

– ¿Qué sucede? -preguntó ella.

– Estaba pensando qué camino seguir.

– Y yo estaba pensando ir a la nevera a por una lata de algo.

– En otros tiempos, esa habría sido mi réplica.

– Los tiempos cambian.

– ¡Y esa también!

Oyó que se reía, y a continuación le preguntó qué tal la entrevista con Cath Mills.

– Tampoco lleva a ninguna parte.

– Pero te ha llevado bastante tiempo.

– No tenía sentido volver a la comisaría -hizo una pausa-. ¿Estás pensando en abrirme expediente por perder el tiempo?

– Te concedo el beneficio de la duda. ¿Qué es esa música que tienes puesta?

– Son los Little Criminals y tienen una canción titulada «Jolly Coppers on Parade» [Polis alegres desfilando].

– Pues no están muy enterados de la realidad policial…

– La canta Randy Newman. Y tiene otra canción que me gusta: «You Can’t Fool the Fat Man» [No puedes engañar al jefe].

– ¿Y, casualmente, tú eres el jefe?

– Adivínalo -hizo una larga pausa-. Ya te estás alineando con Macrae, ¿verdad? ¿Crees que debemos centrarnos en la hipótesis del atraco?

– Así se lo he encomendado a Phyl y a Colin -contestó Clarke.

– Ya veo que te rajas…

– No me rajo.

– Vale, no quería decir eso… Es bueno tener cautela, Shiv. No te lo reprocho.

– Piénsalo un momento, John. ¿Siguieron a Todorov desde el hotel Caledonian? En absoluto, según tu experto en cámaras de vigilancia. ¿Le hizo proposiciones una prostituta? Tal vez, y tal vez el chulo le machacó con un tubo de plomo. Ocurriera lo que ocurriese, el poeta estaba en el sitio inadecuado en el momento menos oportuno.

– En eso estamos de acuerdo.

– Y tocándoles las narices a los del partido nacionalista, a los gerifaltes rusos y al First Albannach Bank no vamos a ninguna parte.

– Pero es divertido, ¿no? ¿De qué sirve trabajar si no te lo pasas bien?

– Tú te lo pasas bien, John… Tú siempre te diviertes.

– Hazme agradable mi última semana en el Cuerpo.

– Creí que era lo que estaba haciendo.

– No, Shiv, lo que estás haciendo es marginarme. Por eso has traído a Todd Goodyear… que es tu ayudante; igual que tú eras mi ayudante. Has comenzado a aleccionarle y seguramente disfrutas.

– Oye, escucha una cosa…

– Y me imagino que además es un instrumento, porque con él te ahorras tener que elegir entre Phyl y Col.

– Con semejantes razonamientos, no me extraña que no subieras más en el escalafón.

– Lo malo del escalafón, Shiv, es que a cada peldaño que subes te encuentras con otro culo que lamer.

– Una metáfora muy delicada.

– Todos tenemos necesidad en la vida de cierta poesía.

Le dijo que la vería al día siguiente «suponiendo que me necesites», cortó la comunicación y aguardó sentado otros cinco minutos a ver si ella llamaba. Pero no llamó. La canción de Randy Newman tenía algo demasiado alegre y quitó el disco. Tenía de sobra música más oscura -los primeros discos de King Crimson o de Peter Hammill, por ejemplo- pero optó por caminar en silencio por el apartamento, de una habitación a otra, y acabó en el vestíbulo con las llaves del Saab en la mano.

«¿Y por qué no?», se dijo. No sería la primera vez y dudaba que fuese la última. No estaba tan bebido como para no sentarse al volante. Cerró el piso, bajó la escalera y salió a la noche. Abrió el Saab y subió a él. Apenas tardaría cinco minutos y pasaría otra vez por Montpelier’s. Giró a la derecha en Bruntsfield Place, de nuevo a la derecha y aparcó en una calle tranquila de casas victorianas. Iba allí con frecuencia y había comenzado a advertir cambios: nuevas farolas y nuevas aceras. Habían desaparecido los carteles de que a partir de marzo el aparcamiento sería zona azul. Había oído hablar a los obreros con acento polaco; estaban ampliando algunas casas y transformando los garajes en dos jardines independientes. Por el día había mucha actividad, pero de noche era una calle tranquila. Prácticamente cada casa tenía su camino de entrada, pero también aparcaban allí por la noche los vecinos de calles cercanas y nadie había advertido nunca su presencia. Incluso uno que paseaba al perro le confundió con un vecino y le dirigió una inclinación de cabeza, una sonrisa e incluso algún saludo. Era un perro pequeño y nervudo, no tan confiado como el amo, y que le rehuyó en una ocasión en que se puso en cuclillas para acariciarle.

Había sido una rara ocurrencia; porque casi siempre se quedaba en el coche con las manos al volante, el cristal de la ventanilla bajado y un cigarrillo en los labios. Ponía la radio y ni siquiera miraba a veces a la casa, pero sabía quién vivía en ella. Sabía también que en el jardín de atrás había una cochera vivienda del guardaespaldas. En cierta ocasión se detuvo un coche al salir, cuando cruzaba la verja. Lo conducía el guardaespaldas, pero fue el cristal de la ventanilla trasera el que descendió despacio para que el pasajero viera bien a Rebus. La mirada fue una mezcla de desprecio, decepción y quizá de compasión, aunque lo último sería fingido.

Rebus dudaba mucho que Big Ger Cafferty hubiera tenido en su vida semejante emoción por ningún ser humano.

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