SEXTO DÍA

Miércoles, 22 de noviembre de 2006

Capítulo 21

El ingeniero de sonido se llamaba Terry Grimm y la secretaria Hazel Harmison. Los dos estaban conmocionados, y no era para menos.

– No sabemos qué hacer -dijo Grimm-. Figúrese… ¿cómo vamos a cobrar a fin de mes? ¿Qué haremos con los trabajos pendientes?

Siobhan Clarke asintió despacio con la cabeza. Grimm estaba sentado ante la mesa de mezclas con los brazos cruzados.

– Estoy segura de que el señor Riordan tendrá previsto algo -dijo, pero no estaba nada segura.

Todd Goodyear miró todos aquellos aparatos, las filas de botones e indicadores, teclas y controles deslizantes. En el pub, la noche anterior, Hawes había insinuado ser ella o Tibbet quien la acompañase al estudio, y Clarke volvió a pensar si no había incorporado a Goodyear al equipo precisamente por evitarse elegir entre los dos.

– ¿No tienen autorización para firmar cheques de la empresa? -preguntó tras una pausa.

– Charlie no era tan confiado -dijo con voz aguda Hazel Harmison.

– Tendrán que hablar con el contable.

– Sí, pero está de vacaciones.

– ¿No hay nadie más de la empresa?

– La empresa era un solo hombre -replicó Grimm.

– Seguro que se arregla -comentó Clarke secamente, harta de sus quejas-. Hemos venido porque la mayoría de las grabaciones del señor Riordan no se salvaron del incendio y quisiera saber si guardan copia.

– A lo mejor hay alguna en el almacén -dijo Grimm-. Yo siempre insistía en que hiciera copias de seguridad… ¿No se han salvado los discos duros? -preguntó mirándola a la cara.

– Poca cosa. Hemos traído cierto material a ver si tiene más suerte que nosotros.

Grimm se encogió de hombros.

– Se puede comprobar.

Clarke tendió las llaves del coche a Goodyear.

– Trae las bolsas -dijo.

En ese momento sonó el teléfono y Harmison contestó.

– Estudios CR, diga -eEscuchó un instante-. No, lo siento. De momento no podemos aceptar más trabajos debido a circunstancias imprevistas.

Clarke seguía frente al ingeniero.

– Podrían continuar ustedes dos -dijo en voz baja mirando hacia Harmison. Él asintió con la cabeza, se levantó, fue hasta la mesa e hizo una seña a la secretaria para que le pasara el teléfono.

– Un momento, por favor -dijo Harmison-, le paso al señor Grimm.

– Dígame -dijo Grimm, mientras la mujer se acercaba a Clarke, otra vez con los brazos cruzados, como protegiéndose de nuevas desgracias.

– La primera vez que vine -comenzó Clarke-, Terry insinuó que el señor Riordan lo grababa todo.

La secretaria asintió con la cabeza.

– En cierta ocasión fuimos los tres a cenar juntos y nos sirvieron algo que no habíamos pedido. Charlie sacó del bolsillo una grabadora diminuta y se lo demostró al camarero -dijo ella sonriente pensando en la escena.

– Hay ocasiones en que yo haría lo mismo -comentó Clarke.

– Y yo. El fontanero que dice que vendrá a las once… la gente que me dice por teléfono que ha enviado el cheque por correo…

Clarke sonrió, pero Harmison volvió a ponerse seria.

– Lo siento por Terry. Trabaja tanto como Charlie, y seguramente más horas a decir verdad.

– ¿Qué tipo de trabajo están haciendo ahora?

– Anuncios para la radio, un par de audioguías y… el encargo del Parlamento.

– ¿Qué encargo del Parlamento?

– ¿No sabe que organizan anualmente un Festival Político?

– Pues no.

– No podía faltar. Tenemos festivales de todo tipo. El año que viene han encargado a un artista que monte un proyecto. Trabaja con vídeo y esas cosas y nos ha pedido un fondo musical para la obra.

– ¿Y han estado grabando en el Parlamento?

– Cientos de horas -contestó Harmison señalando con la cabeza hacia los aparatos, pero Grimm chasqueó los dedos, llamándola.

– Le paso a mi ayudante -dijo al teléfono-, para que concierten una entrevista.

Harmison se acercó casi corriendo a la mesa y cogió la agenda. Clarke comprendió que le había motivado lo de «ayudante» en vez de simple secretaria o recepcionista. Grimm asintió con la cabeza con complaciente agradecimiento al acercarse a Clarke.

– Gracias por el consejo -dijo.

– Hazel me ha mencionado lo de ese Festival Político.

Grimm puso los ojos en blanco.

– Es una pesadilla. El autor del proyecto no tenía ni idea de lo que quería y se pasa el tiempo entre Ginebra, Nueva York y Madrid… Nos envía correos electrónicos o faxes diciendo que grabemos sonido de algún debate, pero que sea acalorado. Hemos grabado todas las reuniones de un comité, algunas visitas guiadas, entrevistas a los turistas… Él no nos indica nada concreto y después nos dice que no hemos hecho lo que quería. Afortunadamente, conservamos todos sus e-mails.

– Y, naturalmente, Charlie grabaría cualquier reunión o llamada telefónica.

– ¿Cómo lo sabe?

– Me lo ha dicho Hazel.

– Bueno, a nuestro artista no le encantó. Sí, ya sé que a nadie le gusta que le graben a escondidas…

– Es de suponer -comentó Clarke despacio.

– A él le pareció cosa de paranoia.

– Debe de ser un proyecto importante.

– Lo tenemos casi terminado. He montado dos horas de sonido de fondo y parece que a él le gusta. Planea utilizarlo para una instalación de vídeo en el edificio del Parlamento -añadió Grimm, encogiéndose de hombros como resumiendo su opinión sobre los «artistas».

– ¿Cuál es su nombre?

– Roddy Denholm.

– ¿Y no vive en Escocia?

– Tiene un piso en la Ciudad Nueva, pero nunca está aquí.

Sonó el intercomunicador, señalándoles el regreso de Goodyear con los rollos de cinta y las grabaciones digitales.

– ¿Qué cree que podemos encontrar? -preguntó Grimm mirando las bolsas de plástico que Goodyear dejó en el suelo.

– La verdad es que no lo sé -contestó Clarke. Hazel Harmison terminó de concertar la cita, miró con morbosa fascinación las bolsas y volvió a cruzar los brazos inútilmente.

– ¿Has concertado la cita para hoy o para mañana? -preguntó Grimm para sacarla de su ensimismamiento.

– Para mañana a mediodía.

– Esa grabación que han estado haciendo en el Parlamento… -dijo Clarke a Grimm-, dice que recogieron los debates de un comité ¿Puede decirme cuál?

– El de rehabilitación urbana -contestó él-. No es precisamente un pozo de interés, créame.

– Le creo -replicó Clarke, pensando que no dejaba de ser interesante-. ¿Era usted quien en realidad hacía las grabaciones y no el señor Riordan?

– Grabábamos los dos.

– Ese comité lo preside Megan MacFarlane, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabe?

– Digamos que me interesa la política. ¿Podría escuchar esas grabaciones?

– ¿Del comité de rehabilitación urbana? -replicó Grimm perplejo-. Sargento, eso, más que «interesarse por la política» es…

– ¿El qué? -preguntó Clarke entrando al trapo.

– Masoquismo -respondió Grimm, volviéndose hacia la mesa mezcladora.


* * *

– ¿Gill Morgan? -preguntó Rebus por el intercomunicador.

Estaba ante la puerta de una casa de Great Stuart Street. Pasaban coches hacia Queen Street y George Street retumbando sobre las bandas sonoras porque no había acabado la hora punta matinal, y Rebus tuvo que inclinarse y arrimar el oído al altavoz para saber si contestaban.

– ¿Quién es? -preguntó una voz con sueño.

– Perdone si la he despertado -dijo Rebus, fingiendo disculparse-. Soy policía y quería hacerle unas preguntas de seguimiento sobre la señorita Sievewright.

– No me cuente chistes -dijo la voz somnolienta e irritada.

– Aguarde a escuchar el mejor.

Pero su interlocutora no debió de oírlo por el traqueteo de un camión sobre las bandas sonoras. Rebus, en vez de repetirlo, le dijo que abriera.

– Tengo que vestirme.

Repitió la petición y sonó el zumbador de apertura. Rebus empujó la puerta, entró en el portal y subió dos plantas. La puerta estaba ya abierta de par en par, pero él, de todos modos, llamó con los nudillos.

– ¡Espere en el cuarto de estar! -voceó ella, probablemente desde el dormitorio.

Rebus vio el cuarto de estar. Estaba al fondo del amplio vestíbulo, y era lo que suele llamarse «sala-comedor» en la que se supone que cabe una mesa, supuestamente para invitar a cenar a los amigos en vez de obligarles a cruzar el verdadero cuarto de estar. A él le parecía algo muy de Edimburgo, que, en fin, no estaba mal. Las paredes eran totalmente blancas y los muebles absolutamente blancos. Daba la impresión de entrar en un iglú. El parquet era nuevo y recién barnizado y centró en él su atención un instante, tratando de evitar el níveo deslumbramiento. Era una sala grande de techo alto y dos grandes ventanas. No se hacía la idea de que Gill Morgan compartiera aquél piso tan limpio con nadie. Había un televisor plano en la pared sobre la chimenea y ningún adorno; era como las habitaciones del suplemento dominical, decoradas más para hacer la fotografía que para vivir en ellas.

– Perdona -dijo una mujer joven que entró en ese momento-, pero después de abrirle pensé que podría ser usted cualquiera. Los policías del otro día tenían carnet. ¿Puedo ver el suyo?

Rebus sacó el carnet y mientras ella lo examinaba, él la examinó a ella. Era bajita, casi como un elfo. Probablemente no llegaría a uno cincuenta; su rostro era pequeño y puntiagudo, y sus ojos, achinados. Llevaba el cabello oscuro en cola de caballo y sus brazos no eran más gruesos que el tubo de una aspiradora. Hawes y Tibbet dijeron en su informe que era una especie de modelo, pero a él le costaba creerlo. ¿No tienen las modelos que ser altas? Comprobado el carnet, Morgan se dejó caer en un sillón de cuero blanco y recogió las piernas bajo el trasero.

– Bien, ¿qué se le ofrece, inspector Rebus? -preguntó agarrándose las rodillas con las manos.

– Mis colegas me dijeron que es usted modelo, señorita Morgan. No debe de irle mal -añadió, señalando con un ademán admirativo la amplia sala.

– En realidad, voy a dejarlo para ser actriz.

– No me diga -replicó Rebus fingiendo auténtico interés.

Cualquier otra persona habría reaccionado ante su pregunta diciendo que no era asunto que a él le importara, pero no Gill Morgan. En su mundo era perfectamente natural hablar de sí misma.

– Estoy tomando clases.

– ¿La habré visto en alguna obra?

– Probablemente aún no -respondió jactanciosa-, pero tengo en perspectiva un papel en la pantalla.

– ¿En la pantalla? Ah, fantástico… -comentó Rebus acomodándose en otro sillón frente a ella.

– Es un papelito en una serie de televisión -dijo Morgan como sintiéndose obligada a quitarle importancia, pero sin duda para que él la tomara por modesta.

– No deja de ser estupendo -comentó él, siguiéndole el juego-. Y probablemente eso contribuye a explicar algo que nos intrigaba.

La afirmación de Rebus la dejó perpleja.

– ¿Ah, sí? -dijo ella sin entenderlo.

– Cuando mis colegas hablaron con usted se percataron de que les contó un cuento y el hecho de que sea actriz explica que pensó que se lo creerían. Pero da la casualidad, señorita Morgan -añadió Rebus inclinándose hacia delante como para hablar en plan confidencial-, de que ahora investigamos dos asesinatos, y eso significa que no podemos consentir que se nos engañe. Por tanto, para no meterse en un buen lío, más vale que hable.

Los labios de Morgan adquirieron la misma palidez que su rostro. Rebus vio que parpadeaba y por un instante pensó que iba a desmayarse.

– No sé a qué se refiere -replicó ella.

– Yo de momento no dejaría las clases de interpretación; le queda bastante por aprender. Se ha puesto pálida, le tiembla la voz y parpadea como si estuviera deslumbrada por los faros de un coche -dijo Rebus reclinándose en el sillón. No llevaba allí más de cinco minutos, pero juzgaba que ya sabía todo lo elemental sobre la vida de Gill Morgan por lo poco que le había dicho: una infancia sin carencias, padres que le daban dinero y la cuidaban, ducha en el arte de las confidencias y una persona que nunca había tenido un problema del que no hubiera podido salir engatusando a la gente.

Hasta aquel momento.

– Vamos a hablar de ello tranquilamente -añadió Rebus con voz más suave-, para que le resulte más fácil. ¿Cómo conoció a Nancy?

– En una fiesta, creo.

– ¿Cree?

– Yo había ido de bares con unos amigos… y acabamos en una fiesta, pero no recuerdo si Nancy estaba en ella o se incorporó al grupo sobre la marcha.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Tres o cuatro meses. Fue por la época del Festival.

– Me da la impresión de que no son de la misma extracción social.

– Desde luego.

– ¿Y qué es lo que tienen en común? -Morgan no parecía dar con una respuesta-. Quiero decir que simpatizarían por algo.

– Ella es muy divertida.

– ¿Por qué tendré la impresión de que miente otra vez? ¿Será por el temblor de la voz o por el parpadeo?

Morgan se levantó de un salto.

– ¡No tengo por qué contestar a sus preguntas! ¿Sabe quién es mi madre?

– Ya me imaginaba que saldría a relucir -dijo Rebus con sonrisa de satisfacción-. Adelante: sorpréndame.

– Es la esposa de sir Michael Addison.

– ¿Quiere decir que él no es su padre?

– Mi padre murió cuando yo tenía doce años.

– ¿Y conserva su apellido? -la joven se ruborizó y decidió sentarse, pero esta vez con los pies en el suelo. Rebus separó las manos y las apoyó en los brazos del sillón-. Bien, ¿quién es sir Michael Addison? -preguntó.

– El director del banco First Albannach.

– Una persona cuya amistad es valiosa, supongo.

– Él rescató a mi madre del alcohol -añadió Morgan taladrando a Rebus con la mirada-. Y nos quiere mucho a las dos.

– Es una suerte para usted, pero eso de nada le sirve al desgraciado que mataron en King’s Stables Road. Su amiga Nancy encontró el cadáver y nos mintió respecto de dónde venía. Nos dio su nombre, Gill, y su dirección, lo que significa que cree que usted es una gran amiga, de las que prefieren ir a la cárcel antes que decir la verdad.

No se percató de que había alzado el tono de voz, pero con la última palabra notó un eco en la habitación.

– Gill, ¿cree que eso le gustaría a su padrastro? -prosiguió bajando la voz-. ¿Cree que a su madre le gustaría?

Gill Morgan bajó la cabeza y se miró la palma de las manos.

– No -respondió en voz baja.

– No -repitió Rebus-. Bien, dígame, si le preguntase ahora dónde vive Nancy, ¿sabría decírmelo?

Sobre el regazo de la joven cayó una lágrima, y se restregó los ojos con el pulgar y el índice para contener el llanto.

– Vive en Cowgate.

– A mí me parece -replicó Rebus-, que no la conoce muy bien. Por tanto, si las dos no son lo que se dice amigas del alma, ¿por qué la encubre?

Morgan dijo algo que Rebus no entendió y éste le pidió que lo repitiera. Ella le miró a la cara y lo dijo despacio y claro:

– Compraba drogas para mí. Para nosotras, mejor dicho. Para ella y para mí. Sólo un poco de hachís, nada susceptible de hundir la civilización.

– ¿Se hicieron amigas por eso?

– Bueno, en parte. Sí, tal vez por eso -espetó viendo que era inútil mentir.

– En la fiesta en que la conoció, ¿ella llevaba droga?

– Sí.

– ¿Para compartir o para vender?

– Inspector, no estamos hablando del cártel de Medellín…

– ¿Cocaína también? -dedujo Rebus al oírlo, y Morgan advirtió que se había ido de la lengua-. Y usted tenía que encubrirla porque si no, ella, maldita la gracia, iba a delatarla.

– ¿Ese era el otro chiste?

– Creí que no lo había oído.

– Sí que lo oí.

– Bien, ¿entonces, Nancy Sievewright no estuvo aquí aquella noche?

– Tenía que haber venido a medianoche con mi parte. Me fastidiaba la hora porque me obligaba a volver apresuradamente a casa.

– ¿Desde dónde?

– Yo estaba ayudando a uno de mis profesores de interpretación, que hace pluriempleo en uno de esos tours nocturnos de Edimburgo.

– ¿Se refiere a uno de esos recorridos de los horrores?

– Ya sé que son absurdos, pero gustan a los turistas y son muy divertidos.

– ¿Y usted hace un papel de esos en que aparece de pronto en la oscuridad y grita «¡Uh!»?

– En realidad, interpreto varios -respondió ella como ofendida por sus comentarios facilones-. Y entre una actuación y otra tengo que correr a más no poder de un sitio para otro y cambiarme de atuendo por el camino.

Rebus recordó que Gary Walsh había comentado algo sobre aquellos recorridos.

– ¿Dónde hacen las representaciones? -preguntó.

– Entre St. Giles y Canongate. Todas las noches realizamos la misma ruta.

– ¿Discurre alguna por King’s Stables Road?

– No.

Rebus asintió pensativo con la cabeza.

– ¿Y en qué consiste exactamente su actuación? -preguntó.

– ¿A qué viene ese interés? -replicó ella riendo sorprendida.

– Vamos, dígamelo.

Morgan frunció los labios.

– Bueno -dijo al fin-, yo soy el doctor Peste. Llevo una máscara parecida a un pico de halcón, y se supone que el doctor lo llena de flores secas aromáticas para protegerse del mal olor de los enfermos.

– Precioso.

– Y luego, hago de fantasma… y a veces, también del Monje Loco.

– ¿El Monje Loco? Buen reto para una mujer, ¿no?

– Sólo tengo que emitir gemidos y gruñidos.

– Sí, pero verán que no es un tío.

– La capucha me tapa prácticamente la cara -respondió ella, sonriendo otra vez.

– ¿La capucha? -repitió Rebus-. Me gustaría verla.

– Los disfraces se quedan en la empresa, inspector. De ese modo, si algún actor se pone enfermo avisan a un suplente.

Rebus asintió con la cabeza, como satisfecho con la explicación.

– ¿Y Nancy ha acudido alguna vez a ver su actuación?

– Hace dos semanas.

– Se lo pasaría bien, ¿no?

– Eso me pareció -respondió ella con una risita-. ¿Me está tendiendo una encerrona? No entiendo qué tiene que ver esto con su investigación.

– Nada, probablemente -dijo Rebus. Morgan se puso pensativa.

– Va a hablar con Nancy, ¿verdad? Y se enterará de lo que le he dicho.

– Me temo que tendrá que buscarse otro proveedor, señorita Morgan. Pero no se preocupe, hay muchos -dijo Rebus levantándose. Ella se puso también de pie. De puntillas, aún no le llegaba a la barbilla.

– ¿Tiene que…? -dijo tragando saliva, incapaz de acabar la frase. Pero decidió hacerlo-: ¿Tiene que enterarse mi madre de todo esto?

– Bueno, depende -contestó Rebus, tras un instante de fingida reflexión-. Capturamos al asesino… se celebra el juicio… se repasan los hechos minuto a minuto… La defensa querrá sembrar la duda en el jurado y eso significa presentar a los testigos que parezcan menos dignos de crédito. Demuestran que la declaración de Nancy es una sarta de mentiras y a partir de ahí todo huele mal… -añadió bajando la vista para mirarla a la cara-. Eso en el peor de los casos. Pero tal vez no ocurra así.

– Que es una manera de decir que tal vez ocurra.

– Debería haber dicho la verdad desde el principio, Gill. Mentir está muy bien para una actriz, pero en la vida real eso se llama perjurio.

Capítulo 22

– Vamos a ver si lo entiendo todo -dijo Siobhan Clarke.

Estaban reunidos en la sala del DIC y ella paseaba de arriba abajo por delante de la pared en que estaban expuestos los datos del caso. Pasó junto a las fotos de Alexander Todorov vivo y muerto, un informe de la autopsia y nombres con números de teléfono. Rebus despachaba un bocadillo de jamón con ensalada que acompañaba con té de un vaso de plástico. Hawes y Tibbet estaban en sus respectivas mesas, meciéndose ligeramente en la silla, como siguiendo el compás de una música sólo audible para ellos dos. Todd Goodyear daba sorbos de leche de un envase de cartón de medio litro.

– ¿Quieres que te haga un resumen? -preguntó Rebus-. El padrastro de Gill Morgan es director del banco First Albannach, ella compara droga a Nancy Sievewright y tiene acceso a una capa con capucha -se encogió de hombros, como no dándole importancia-. Ah, y Sievewright también sabía lo de la capa.

– Tenemos que interrogarla -dijo Clarke-. Phyl, Col, id a buscarla.

Sincronizaron una inclinación de cabeza al levantarse.

– ¿Y si no está? -preguntó Tibbet.

– Encontradla -ordenó Clarke.

– Sí, jefa -replicó él poniéndose la chaqueta. Clarke le miraba con el ceño fruncido, pero Rebus sabía que Tibbet no pretendía ser sarcástico; la llamaba «jefa» porque era la verdad.

Clarke pareció notarlo y miró hacia Rebus, quien hizo una bola con el envoltorio del bocadillo que cayó casi a medio metro de la papelera.

– A mí no me parece que sea traficante -dijo Clarke.

– Quizá no -replicó Rebus-. Tal vez es una simple amiga que comparte la droga.

– Pero si cobra lo que comparte -terció Goodyear-, ¿eso no es traficar?

Se acercó a la papelera y recogió la fallida bola de Rebus, que situó en el objetivo. A Rebus le dio la impresión de que lo había hecho sin pensar.

– Bien, si no fue al piso de Gill Morgan aquella noche, ¿dónde estuvo? -preguntó Clarke.

– Ya que añadimos ingredientes a la verdad -interrumpió Rebus-, aquí tienes otro: el camarero del hotel vio a Andropov y a Cafferty con otro hombre la noche en que asesinaron a Todorov. Ese hombre es el ministro de Fomento, llamado Jim Bakewell.

– Intervino en el programa Question Time -añadió Clarke. Rebus asintió despacio con la cabeza y optó por no decir nada de su encuentro con Andropov en el Caledonian.

– ¿Habló con el poeta? -preguntó Clarke.

– No creo. Cafferty invitó a Todorov a una copa en la barra y cuando éste se largó, fue a la mesa con Andropov y Bakewell. Yo me situé en esa mesa y desde allí hay un ángulo muerto, por lo que no creo que Andropov viese a Todorov.

– ¿Pura casualidad? -aventuró Goodyear.

– En el DIC no aceptamos casualidades -replicó Rebus.

– ¿Quiere eso decir que a veces se ven relaciones donde no las hay?

– Todo guarda relación, Todd. Se llama seis grados de diferencia. Pensaba que un vende-Biblias lo sabría.

– Yo no he vendido una Biblia en mi vida.

– Deberías probar… es un buen modo de desahogarse.

– Bueno, chicos, ya está bien -terció Clarke-. ¿Quieres que hablemos con ese Bakewell? -preguntó a Rebus.

– Tal como están las cosas, es para sospechar de todo el Parlamento -dijo Goodyear.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Rebus.

Le explicaron lo que habían hecho por la mañana: lo del proyecto de Roddy Denholm y de la grabación de los debates del comité de rehabilitación urbana. En apoyo de lo expuesto, Goodyear alzó en la mano una caja con cintas de grabación digital.

– Si tuviéramos un reproductor… -dijo.

– Nos van a enviar uno de Howdenhall -le recordó Clarke.

– Serán horas y horas de entretenimiento -musitó él, colocando los pequeños casetes en fila y de canto en la mesa, como si fueran fichas de dominó.

– Creo que se desvanece el encanto del DIC -comentó Rebus.

– Podría ser -replicó ella dando un golpe en la mesa que hizo caer los casetes.

– ¿Crees que habría que hablar con Megan MacFarlane? -preguntó Rebus.

– ¿Por qué?

– Porque probablemente conocía a Riordan. Es curioso que esté relacionada con las dos víctimas…

Clarke asintió con la cabeza sin estar convencida del todo.

– Este caso es un verdadero campo minado -dijo al fin con un gruñido, volviendo a la pared con los datos de la investigación. Rebus advirtió en ese momento que habían añadido la foto de Charles Riordan.

– ¿Será el mismo asesino?-preguntó.

– Se lo preguntaré al velador de espiritismo -replicó ella.

– Delante de los niños, no -dijo Rebus en broma. Goodyear vio un envoltorio de galletas en el suelo y lo echó a la papelera.

– Hay empleados de la limpieza, Todd -espetó Rebus, y se volvió hacia Siobhan Clarke-: ¿Un asesino o dos?

– No lo sé.

– Bastante aproximado. La respuesta adecuada sería «da igual». Lo que cuenta en esta fase es que manejamos la hipótesis de que las dos muertes guardan relación.

Ella asintió con la cabeza.

– Macrae querrá ampliar el equipo con refuerzos.

– Cuantos más seamos, más divertido.

Pero cuando vio que clavaba en él la mirada, la notó insegura. Nunca había dirigido una investigación. En la muerte del G8 del año anterior habían indagado con discreción para que no trascendiera a la prensa, pero en cuanto los periodistas se enteraran de que investigaban un doble asesinato, querrían incluirlo en la primera página exigiendo que se activaran las pesquisas y se resolviera rápido.

– Macrae querrá que se encargue un inspector jefe -dijo Clarke.

A Rebus le habría gustado que no estuviera allí Goodyear para haberlo discutido libremente con ella. Negó con la cabeza.

– Defiende tus planes -dijo-. Si tienes pensado alguien para que se incorpore al equipo, díselo. Así tendrás la gente que tú quieras.

– Ya tengo la gente que quiero.

– Guau, qué amable. Pero lo que el público necesita oír es que hay veinticuatro policías recorriendo el páramo y siguiendo el rastro del malo. Sólo cinco de Homicidios de Gayfield Square no tiene garra.

– Bastaron cinco para Enid Blyton -comentó Clarke con una sonrisita.

– Y también bastaron para Scooby Doo -añadió Goodyear.

– Si cuentas al perro -puntualizó Clarke, y añadió, dirigiéndose a Rebus-: Bien, ¿a quién incordio primero, a Macrae, a MacFarlane o a Jim Bakewell?

– Haz triplete -dijo él. En ese momento sonó el teléfono de su mesa y lo cogió-. Inspector Rebus -frunció los labios, lanzó un par de gruñidos a su interlocutor y volvió a colgar de golpe-. Los jefes piden una víctima propiciatoria -dijo levantándose.


* * *

James Corbyn, director de la policía de Lothian and Borders, esperaba a Rebus en su despacho de la segunda planta de Jefatura en Fettes Avenue. Corbyn, con más de cuarenta años, lucía pelo negro con peinado a raya y un rostro reluciente recién afeitado y friccionado con loción. La gente generalmente se fijaba mucho en el aspecto del jefe de policía para no mirar la gran mancha de su mejilla derecha. Los agentes habían advertido que cuando aparecía en la televisión siempre estaba situado a la derecha de la pantalla para que no se le viera el otro perfil. Había incluso discusiones sobre si la mancha recordaba la costa de Fife o la cabeza de un terrier. Su anterior apodo de Pantalones Planchados había cedido ante el más distintivo de Hombre de la Mancha, que a Rebus se le antojaba el de un malhechor de tebeo. Él sólo había estado en su despacho en tres o cuatro ocasiones y nunca (de momento) para que le diera unas palmaditas en la espalda o le estrechara la mano para felicitarle. Y lo que le habían dicho por teléfono no apuntaba a que la situación fuese a cambiar.

– Pase, pase -dijo el propio Corbyn tras entreabrir la puerta y asomar la cabeza.

Cuando Rebus se levantó del sillón del pasillo y empujó la puerta para entrar, Corbyn ya estaba situado tras su gran e impoluto escritorio. Había un hombre sentado frente al director de la Policía. Era grande, calvo y con rostro mofletudo y rosado por la hipertensión. Se irguió lo justo para dar la mano a Rebus, presentándose como sir Michael Addison.

– Su hijastra se mueve rápido -dijo Rebus al banquero, que tampoco había sido moroso y se había presentado en Fettes menos de hora y media después de la conversación de Rebus con Gill Morgan-. Da gusto tener amigos.

– Gill me lo ha contado todo -dijo Addison-. Al parecer se ha juntado con mala gente, pero de eso nos ocuparemos su madre y yo.

– ¿Así que su madre lo sabe? -pinchó Rebus.

– Esperamos que no sea necesario…

– Para que no vuelva a la bebida -apostilló Rebus.

El banquero acusó sorpresa y Corbyn aprovechó el silencio.

– Escuche, John, no entiendo qué espera presionando sobre ese asunto.

Que le llamara por su nombre de pila quería indicar que los tres eran del mismo bando.

– ¿A qué asunto se refiere, señor? -replicó Rebus, disidente.

– Bueno, ya sabe. Las jóvenes son proclives… la verdad es que a Gill le ha entrado miedo.

– ¿De perder al proveedor, quizá? -dijo Rebus como considerándolo y volviéndose hacia Addison-. La amiga se llama Nancy Sievewright, por cierto. ¿Usted la conoce?

– En absoluto.

– Pero sí uno de sus colegas, un tal Roger Anderson, que, por lo visto, es incapaz de apartarse de ella.

– Conozco a Roger -confesó Addison-. Él estaba en el lugar en que apareció el cadáver de ese poeta.

– Descubierto por Nancy Sievewright -dijo Rebus marcando las palabras.

– ¿Y en qué afecta todo esto a Gill? -terció Corbyn.

– En que mintió en una investigación de homicidio.

– Pero ya le ha dicho la verdad -replicó Corbyn-. ¿No le basta?

– Pues no, señor. ¿Y el nombre de Stuart Janney? -preguntó dirigiéndose a Addison.

– ¿Y bien?

– Trabaja también para usted.

– Trabaja para el banco, no para mí personalmente.

– Y se pasa el día pegado a los diputados del Partido Escocés tratando de proteger a rusos de dudosa reputación.

– Un momento -dijo Addison, cuyo rostro mofletudo y rosado se congestionó, haciendo resaltar en el cuello un sarpullido del afeitado.

– Acabo de comentar con mis colegas -prosiguió Rebus-, el modo en que todo se relaciona. En un país del tamaño de Escocia y una ciudad pequeña como Edimburgo, se empieza a ver todo claro. Su banco espera hacer buenos negocios con los rusos, ¿verdad? Tal vez encuentre un hueco en su apretada agenda para una partida de golf con ellos en Gleneagles. Y Stuart Janney se encarga de que todo ande sobre ruedas…

– No veo realmente qué es lo que tiene que ver mi hijastra con todo esto.

– Que tal vez sea algo embarazoso si resulta que está implicada en el homicidio de Todorov… por mucho que usted trate de distanciarla del caso. Y apunta directamente a usted, a la dirección del banco. Por lo que supongo que a Andropov y a sus amigos no les hará mucha gracia.

Corbyn dio con el puño en la mesa con los ojos como carbones encendidos. Addison, tembloroso, comenzó a incorporarse.

– Ha sido un error -dijo-. Lamento haber tratado de impedir que esto afectara demasiado a Gill.

– Michael… -exclamó Corbyn, pero no supo dar fin a la frase.

– He advertido que su hijastra no ha adoptado su apellido, señor -añadió Rebus-. Lo que no impide que le pida favores, ¿no es cierto? Y vive en un precioso piso del banco, ¿verdad?

El abrigo y la bufanda de Addison estaban en un colgador de la puerta, y a ella se encaminó.

– Sólo apelo a un poco de decoro -dijo casi para sus adentros el banquero, que había metido un brazo en una manga y no lo lograba en la otra; pero era tanto su deseo de irse que salió del despacho con el abrigo a rastras. La puerta quedó abierta. Rebus y Corbyn se miraron cara a cara.

– No ha salido mal la cosa -comentó Rebus.

– Es usted un imbécil, Rebus.

– ¿Dónde fue a parar el «John»? ¿Teme que le suba la hipoteca por inquina?

– Es un buen hombre, y un amigo -espetó Corbyn.

– Y su hijastra, una mentirosa que consume drogas -replicó Rebus encogiéndose de hombros-. Como suele decirse, uno no elige su familia, pero puede elegir sus amistades… pero es que los amigos de ese banco también son un poco raros.

– ¡El First Albannach es una de las mejores entidades económicas que tiene este país! -vociferó de nuevo Corbyn.

– Eso no quiere decir que sean íntegros.

– Sí, claro, supongo que el «íntegro» es sólo usted -replicó Corbyn con una risa seca-. Dios, qué descaro.

– ¿Desea alguna cosa más, señor? ¿Le ha pedido tal vez un vecino que el DIC centre sus escasos recursos en la investigación del robo de un gnomo de jardín?

– Una última cosa -dijo Corbyn, que había vuelto a sentarse-. Usted… es… historia -añadió espaciando las palabras.

– Gracias por recordármelo.

– Lo digo en serio. Sé que le quedan tres días para jubilarse, pero los va a pasar suspendido de servicio.

Rebus le miró con dureza.

– ¿No le parece un tanto ruin y patético, señor?

– Pues le va a gustar el resto -dijo Corbyn suspirando hondo-. Si se le ocurre cruzar la puerta de Gayfield Square, rebajo de categoría a todos cuantos queden dentro de su radio de acción. No le digo más, Rebus, lárguese de aquí y vaya contando los días del calendario. Ha dejado de ser un policía de servicio y no volverá a serlo. Haga el favor de entregarme el carnet -añadió con la mano abierta.

– ¿Qué tal si prueba a quitármelo?

– Si quiere acabar en el calabozo, sí. Creo que podríamos tenerle en él tres días sin grandes problemas -la mano hizo un gesto incitando a Rebus a cumplir la orden-. Estoy pensando en al menos tres directores de la policía anteriores a mí a quienes les encantaría ser testigos de este momento -apostilló Corbyn.

– Yo también -añadió Rebus-. Así tendremos un cuarteto vocal ratonero que cante al imbécil que tienen sentado delante.

– Precisamente por eso que ha dicho queda suspendido de servicio -exclamó Corbyn en tono triunfal.

Rebus no podía creerse que la mano de Corbyn siguiera extendida.

– Si quiere mi carnet, mande a los muchachos a por él -dijo despacio, dándose la vuelta camino de la puerta, donde aguardaba para entrar una secretaria boquiabierta con una carpeta apretada contra el pecho. Rebus le confirmó con una inclinación de cabeza que sus oídos no la habían engañado. Y unos pasos más adelante musitó: «gilipollas».

Afuera, en el aparcamiento, abrió el Saab, pero permaneció de pie con la mano en la portezuela mirando al vacío. Ya hacía tiempo que sabía la verdad: que no era tanto el hampa lo que había que temer, sino las altas esferas. Tal vez eso explicaba por qué Cafferty se había hecho legal en apariencia a todos los efectos; con unos cuantos amigos en los puestos adecuados se hacían los negocios y se decidían los destinos. Nunca en su vida se había sentido funcionario. De vez en cuando lo había intentado -durante sus años en el ejército y los primeros meses de policía-, pero cuanto menos se sentía integrado en el sistema, más desconfiaba de los demás con sus partidas de golf y sus «buenos modales», sus cambalaches y sus apretones de mano, sus sobornos y su peloteo. Era lógico que gente como Addison recurriera a las altas esferas; lo había hecho porque podía, porque en su mundo resultaba totalmente justificado y correcto. Rebus tenía que admitir que había subestimado a Corbyn; no se esperaba aquello por su parte. Neutralizado hasta el día de la jubilación.

– Gilipollas -dijo en voz alta, imprecándose a sí mismo.

Bien; ya estaba. Se acabó. Fuera de servicio. Aquellas últimas semanas había hecho esfuerzos por no pensarlo, dedicándose a otras tareas, a cualquier cosa. Desempolvando aquellos casos sin cerrar, intentando que Siobhan se interesase en ellos, como si no tuviera ella de sobra con lo suyo y no le esperase lo mismo para el futuro. La alternativa era llevárselos a casa… como regalo de jubilación, algo para mantener activo su cerebro cuando no le apeteciera ir al pub. Hacía treinta años que su trabajo le había nutrido, y se había jugado el matrimonio y perdido amigos y conocidos. No podría volver a sentirse un ciudadano corriente; ya no. Ya no podía cambiar. Sería invisible para todo el mundo; no sólo para los jóvenes juerguistas deambulantes.

– Gilipollas -dijo modulando exageradamente el epíteto.

Era esa arrogancia desenfadada lo que le había hecho estallar. Addison, sentado despreocupadamente, consciente de su poder… y también la arrogancia de la hijastra, convencida de que lloriqueando, con una llamada, iba a arreglarlo todo. Sí, claro, era así como funcionaban las cosas en las altas esferas. Addison no había vuelto nunca en sí después de una paliza en un portal que apestaba a meados, su hijastra nunca había hecho la calle para obtener dinero para su droga y la comida de los hijos. Ellos vivían en un mundo totalmente distinto; eso, sin duda, formaba parte del morbo que una Gill Morgan podía sentir en el trato con personas como Nancy Sievewright.

El mismo placer que obtenía Corbyn por el hecho de que uno de los hombres con más poder en Europa fuera a su despacho a pedirle un favor.

El mismo placer que obtenía Cafferty invitando a copas a hombres de negocios y a políticos… Cafferty: un asunto pendiente posiblemente para siempre si él se avenía a las órdenes de Corbyn. Cafferty libre de trabas, libre para vincular el hampa con las altas esferas, a menos que él volviera sobre sus pasos y pidiera perdón al jefe de la Policía, prometiéndole no pasarse de la raya.

«El montón de basura se me viene encima… déme una última oportunidad, señor… Por favor, señor… por favor».

– Sí, claro -dijo abriendo la portezuela e introduciendo la llave de contacto.

Capítulo 23

– Nancy, esto vamos a grabarlo, ¿de acuerdo?

Sievewright torció el gesto.

– ¿Necesito un abogado?

– ¿Quieres un abogado?

– No sé.

Clarke asintió con la cabeza en dirección a Goodyear para que conectara la grabadora y ella misma metió las dos cintas, una para ellos y otra para Sievewright. Pero Goodyear dudaba y Clarke recordó que era la primera vez que entraba a un cuarto de interrogatorios. En el número 1 hacía un calor sofocante, como si absorbiera el de los contiguos. Las tuberías de la calefacción central silbaban y gorjeaban y no había manera de disminuir la intensidad. Incluso Goodyear se había quitado la chaqueta y se le veían en la camisa unas manchas bajo las axilas. Por otro lado, en el cuarto número 3, dos puertas más allá, hacía un frío glacial, quizá porque todo el calor se lo quedaba el número 1.

– Ése y ése -le dijo, señalando los botones.

Goodyear los pulsó, se encendió la luz roja y las dos cintas comenzaron a girar. Clarke se identificó por su nombre e hizo lo mismo con Goodyear, ahogando sus últimas palabras el ruido de la silla al arrimarla hacia el aparato el joven, quien hizo una mueca de disculpa; Clarke repitió lo último y luego pidió a Sievewright que dijera su nombre, tras lo cual añadió fecha y hora de la grabación. Una vez cumplido el formalismo, se reclinó levemente en la silla. Tenía en la mesa el expediente de Todorov con la foto de la autopsia sobre el mismo y había rellenado la carpeta con hojas en blanco para causar mayor impresión y hacerlo más amenazador, manipulación que motivó en Goodyear una admirativa inclinación de cabeza. Similar propósito cumplía la foto de la autopsia descolgada de la pared del DIC para que Sievewright recordara la lamentable gravedad del caso. La joven, desde luego, parecía muy desconcertada. Hawes y Tibbet no le habían dado ninguna explicación al presentarse en su casa ni habían dicho una palabra de camino a Gayfield Square. Después, la habían dejado en el cuarto número 1 casi cuarenta minutos sin ofrecerle té ni agua, y luego Clarke y Goodyear entraron con sendas infusiones recién hechas, a pesar de que él había insistido en que no le apetecía.

– Es para causar efecto -le dijo Clarke.

Junto al expediente estaba el móvil de Clarke y junto a él un cuaderno y un bolígrafo. También Goodyear sacó una libreta.

– Bien, Nancy -comenzó diciendo Clarke-, ¿quieres decirnos qué hacías exactamente la noche en que encontraste el cadáver?

– ¿Qué? -replicó Sievewright, quedándose boquiabierta.

– La noche en que estuviste en el piso de tu amiga… -añadió Clarke fingiendo que consultaba el expediente-, Gill Morgan. Tu buena amiga Gill -espetó mirando a la cara a Sievewright.

– ¿Sí?

– Dijiste que habías estado en su piso y que volvías a casa. Pero es mentira, ¿no?

– No.

– Bien, Nancy, pues alguien miente.

– ¿Qué les ha dicho ella? -replicó la joven con voz más firme.

– Según nos consta, Nancy, ibas a su piso y no volvías de él. ¿Llevabas la droga encima cuando tropezaste con el cadáver?

– ¿Qué droga?

– La que ibas a compartir con Gill.

– ¡Es una guarra, mentirosa!

– Pensaba que era tu amiga. Lo bastante amiga como para ceñirse a la historia que le dijiste.

– Miente -repitió Sievewright con ojos como ranuras.

– ¿Y por qué iba a mentir, Nancy? ¿Haría eso una amiga?

– Pregúntenselo a ella.

– Lo hicimos. Y la verdad es que su historia cuadra con otros hechos del caso. Vieron a una mujer merodeando por la puerta del aparcamiento…

– Ya les dije que yo no la vi.

– ¿Tal vez porque eras tú misma?

– ¡Yo no me parezco a la de la foto que me enseñaron!

– Una mujer que ofrecía su cuerpo, y ya se sabe por qué lo hacen algunas, ¿no?

– No me diga.

– Para tener dinero para droga, Nancy.

– ¿Cómo?

– Tú necesitabas dinero para comprar la droga que ibas a venderle a Gill.

– ¡Ella ya me lo había dado, tontolona!

Clarke, sin replicar al insulto, esperó a que Nancy se diera cuenta de lo que acababa de confesar. El rostro de la joven se ensombreció al comprender que se había ido de la lengua.

– Lo que quiero decir es que… -balbució perdida.

– Gill Morgan te dio dinero para que compraras droga -dijo Clarke-. Te digo la verdad, y esto queda grabado, a mí me importa un rábano. No creo yo que seas una traficante. Si lo hubieras sido, aquella noche te habrías largado sin esperar a que llegáramos. Por eso pienso que no llevabas nada encima, lo que significa que estabas esperando a que te pasaran la droga o ibas en busca de ella.

– ¿Ah, sí?

– Me gustaría saber cuál de las dos cosas.

– La segunda.

– ¿Camino de encontrarte con el camello?

Sievewright asintió con la cabeza.

– Nancy Sievewright asiente con la cabeza -dijo Clarke para que quedara grabado-. ¿Así que no eras tú la que estaba en la puerta del aparcamiento?

– Ya lo he dicho, ¿no?

– Quería estar segura -dijo Clarke volviendo aparatosamente otra página del expediente-. La señorita Morgan aspira a ser actriz -añadió.

– Sí.

– ¿La has visto en alguna actuación?

– No creo que haya actuado en nada.

– Pareces escéptica.

– Primero iba a ser periodista, luego presentadora de televisión, después modelo…

– Lo que se llama una indecisa -dijo Clarke.

– Llámelo como quiera.

– Pero debe de ser divertido ir con ella.

– La invitan a buenas fiestas -dijo Sievewright.

– ¿Pero no siempre va contigo? -aventuró Clarke.

– No mucho -respondió la joven cambiando de postura en la silla.

– Ah, se me olvidaba, ¿cómo os conocisteis?

– En una fiesta en la Ciudad Nueva… Charlé con una de sus amigas en un pub y me dijeron que fuera con ellas.

– ¿Sabes quién es el padre de Gill?

– Sé que debe de tener mucha pasta.

– Es director de un banco.

– Me imagino.

Clarke pasó otra página. Realmente le habría gustado que estuviera Rebus presente para que le transmitiese ideas e hiciera preguntas mientras ella recapacitaba. Todd Goodyear estaba rígido e indeciso y mordía el bolígrafo como un castor una rama.

– Ella trabaja en uno de los recorridos de terror de Edimburgo, ¿lo sabías? -preguntó.

– ¿Puedo tomar algo?

– Ya casi hemos acabado.

Sievewright frunció el ceño como un niño a punto de enfurruñarse. Clarke repitió la pregunta.

– Me llevó con ella una vez -contestó la joven.

– ¿Qué tal estuvo?

Sievewright se encogió de hombros.

– Bien… Un poco aburrido.

– ¿No te dio miedo?

La respuesta fue un resoplido. Clarke cerró despacio el expediente como si fueran a terminar, pero se guardaba otras preguntas. Aguardó a que Sievewright se dispusiera a ponerse en pie antes de hacer la primera.

– ¿Recuerdas la capa que lleva Gill?

– ¿Qué capa?

– La que se pone para hacer de Monje Loco.

– ¿Y qué?

– ¿La has visto alguna vez en su piso?

– No.

– ¿Ella ha ido alguna vez al tuyo?

– Una vez, a una fiesta.

Clarke fingió reflexionar sobre ello un instante.

– Nancy, no voy a imputarte tenencia de drogas, pero me gustaría saber la dirección de quien te las pasa.

– Ni lo sueñe -dijo la joven muy resuelta. Seguía en actitud de levantarse, pensando que ya se marchaba y respondería rápido a cualquier otra pregunta. Clarke tamborileó con las uñas en el expediente.

– Pero le conoces bien.

– ¿Quién lo dice?

– Me imagino que llevabas droga en aquella primera fiesta y eso explica que hicieras amigos tan rápido.

– ¿Y?

– ¿No vas a darme el nombre?

– Ni loca.

– ¿Cómo le conociste?

– A través de un amigo.

– ¿Tu compañero de piso? ¿El que se pinta los ojos?

– Eso a usted no le importa.

– El día que fui allí, del cuarto de estar salía un tufillo… -Sievewright apretó los labios-. Nancy, ¿tienes trato con tus padres?

La pregunta causó cierta impresión en la joven.

– Mi padre se fue de casa cuando yo tenía diez años.

– ¿Y tu madre?

– Vive en Wardieburn.

No era la zona más salubre de Edimburgo.

– ¿La ves a menudo?

– ¿Se trata ahora de un interrogatorio de asistenta social?

Clarke sonrió indulgente.

– ¿Ha vuelto a molestarte el señor Anderson?

– Aún no.

– ¿Crees que volverá?

– Más le valdría no hacerlo.

– Lo curioso es que trabaja en el banco del padre de Gill.

– ¿Y qué?

– ¿Gill no te ha llevado nunca a las fiestas que dan? ¿No será que el señor Anderson te conoce de ellas?

– No -respondió Sievewright.

Clarke dejó que se hiciera un silencio, se reclinó en la silla y puso las manos en la mesa.

– Vamos a ver, para que quede claro, ¿no eres prostituta ni él es un cliente tuyo? -Sievewright la miró furiosa pensando en una respuesta, pero Clarke no le dio oportunidad-. Bueno, ya está -dijo-. Gracias por venir a declarar.

– No me quedaba otro remedio -protestó Sievewright.

– Concluye el interrogatorio a las… -Clarke miró el reloj, dijo la hora para que constara en la grabación, apagó el aparato, extrajo las dos cintas y las guardó en sendas bolsas de plástico, una de las cuales tendió a la joven-. Gracias de nuevo -Sievewright la cogió de un zarpazo-. El agente Goodyear te acompañará.

– ¿Me llevan a mi casa?

– ¿Tú crees que somos un servicio de taxi?

Sievewright replicó con una sonrisita. Goodyear la acompañó afuera y Clarke le indicó con la cabeza que le esperaba arriba. Al cerrarse la puerta, Clarke se llevó el móvil al oído.

– ¿Lo has oído todo?

– Bastante -respondió la voz de Rebus. Ella oyó el clic del encendedor.

– Esto va a costamos a los dos una fortuna en facturas de teléfono.

– Depende de dónde hagas los interrogatorios -replicó él-. Fuera de la comisaría puedo escuchar. Corbyn sólo me prohibió poner el pie en Gayfield Square.

Clarke guardó el casete en el archivador con el expediente y se lo puso bajo el brazo.

– ¿Crees que le he sacado cuanto podía? -preguntó.

– Lo has hecho muy bien. Ha sido muy acertado dejar algunas de las preguntas fuertes para el final… estaba en vilo por si se te olvidaban.

– ¿He olvidado algo?

– Creo que no.

Estaba ya en el pasillo, contenta de que hiciera ocho grados menos de temperatura.

– Sólo una cosa -añadió Rebus-. ¿Por qué le hiciste la pregunta sobre sus padres?

– Realmente, no lo sé. Quizá porque veo a muchas chicas como ella, hogares rotos sin el padre o la madre, con la madre que tiene que salir a trabajar, dejando que la hija se vaya por ahí…

– No te pongas tan en plan liberal conmigo.

– Una chica que se cría en Wardieburn y luego de pronto va a fiestas en la Ciudad Nueva…

– Y distribuye droga -puntualizó Rebus.

Clarke empujó con el hombro la puerta del aparcamiento. Rebus estaba en el Saab, con el móvil arrimado al oído y un cigarrillo en la otra mano. Cerró el móvil cuando él abrió la portezuela de la izquierda, ocupó el asiento del pasajero y cerró. Él se guardó el móvil en el bolsillo.

– ¿Está todo ahí? -preguntó tendiendo la mano para que le diera el archivador.

– Todo lo que he podido fotocopiar sin que la tropa sospechase.

Rebus sacó el montón de hojas en blanco.

– Has aprendido todos los trucos, Kwai Chang Caine.

– ¿Y tú eres Maestro Po?

– No pensaba que fueras tan mayor para haber visto Kung Fu.

– Soy lo bastante mayor para haber visto reposiciones -vio que Rebus dejaba el archivador en el asiento de atrás-. Durante toda la entrevista he estado en vilo por si tosías o estornudabas.

– Y no he podido ni encender un cigarrillo -dijo Rebus. Ella le miró, pero él no se volvió.

– ¿Cómo es que no has sabido guardar la compostura esta vez? -preguntó como quien no quiere la cosa.

– Los tipos como Corbyn me sacan de quicio -respondió él.

– Sí, como la mayoría de las personas -replicó ella.

– Puede -añadió él-. ¿Vas a interrogar a Bakewell en el Parlamento? -ella asintió despacio con la cabeza-. ¿Estoy invitado?

– Recuérdame qué es estar «suspendido de servicio».

– Shiv, si no me equivoco, el público puede entrar libremente en el Parlamento. Invítale a un café y yo puedo estar sentado en la mesa de al lado.

– O puedes quedarte en casa y dejarme que hable con Corbyn a ver si puedo hacer que cambie de idea.

– No -dijo él.

– ¿Que no te quedas en casa o que él no cambia de idea?

– Las dos cosas.

– Dios, dame fuerzas -dijo ella con un suspiro.

– Amén. Y, hablando del Todopoderoso, no he oído al joven Todd abrir la boca durante el interrogatorio.

– Estaba de observador.

– Oye, no pasa nada porque admitas que me has echado de menos.

– ¿No acabas de decirme que he cubierto todos los puntos?

Miró cómo él se encogía de hombros.

– A lo mejor había puntos que nos ocultó.

– ¿Quieres decir que tú le habrías sacado el nombre del traficante?

– Me apuesto veinte libras a que lo sé antes de que termine el día.

– Si Corbyn se entera de que sigues con el caso…

– No se enterará, sargento Clarke. Iré como simple ciudadano. Eso él no puede impedirlo, ¿no crees?

– John… -iba a hacerle una advertencia, pero comprendió que sería inútil-. Tenme informada -musitó al fin, abriendo la portezuela y bajando del coche.

– ¿No notas nada? -preguntó él. Ella se inclinó sobre la ventanilla.

– ¿Qué?

Rebus señaló con el brazo el aparcamiento.

– Ha desaparecido el olor… ¿Será un presagio? -añadió girando la llave de encendido y dejándola sin que pudiera plantear la pregunta: ¿Bueno o malo?

Capítulo 24

– ¿Está Nancy? -preguntó Rebus al compañero de piso de Sievewright cuando el joven le abrió la puerta.

– No.

No; porque iba caminando por Leith Street cuando Rebus se la cruzó en el Saab. Lo que significaba que quizá disponía de veinte minutos de ventaja, suponiendo que se dirigiera directamente al piso.

– Tú eres Eddie, ¿verdad? Estuve aquí hace unos días.

– Lo recuerdo.

– Pero no me acuerdo de tu apellido.

– Gentry.

– ¿Como Bobbie Gentry?

– Ya no se acuerda mucha gente de ella.

– Yo soy más viejo que la mayoría, y tengo un par de discos suyos. ¿Puedo pasar? -Rebus advirtió que Gentry no llevaba la banda deportiva pero sí los ojos pintados-. Nancy me dijo que viniera a las tres -mintió descaradamente.

– Vino alguien a verla hace un rato…

Gentry se mostraba reacio, pero la mirada fija de Rebus venció su resistencia. Abrió algo más la puerta y Rebus entró dirigiéndole una inclinación de cabeza. El cuarto de estar olía a humanidad, a tabaco barato y a algo que tal vez fuese aceite de pachulí. Hacía tiempo que él no olía aquel aroma. Se acercó a la ventana y miró hacia Blair Street.

– Te contaré una historia graciosa -dijo mirando a Eddie Gentry-. Hay unos sótanos en la otra acera donde solían ensayar grupos musicales. El dueño decidió rehabilitarlos y cuando los obreros se pusieron a trabajar en esos túneles -hay kilómetros y kilómetros de túneles-, empezaron a oír unos gruñidos extrañísimos…

– Del masajista de al lado -dijo Gentry fastidiándole el chiste.

– Lo conocías -comentó Rebus apartándose de la ventana y examinando las portadas de los discos, LP más que compactos-. «Caravan». Los mejores de Canterbury. Pensaba que ya nadie los escuchaba -había otras portadas que conocía: los Fairports y Davey Graham y Pentangle-. ¿Alguien estudia arqueología? -preguntó.

– Me gusta mucho la música de antes -dijo Gentry, señalando con la cabeza hacia un rincón-. Toco la guitarra.

– Aja -asintió Rebus mirando una acústica de seis cuerdas en un trípode y una de doce cuerdas detrás, en el suelo-. ¿Tocas bien?

En respuesta, Gentry cogió la de seis cuerdas y se sentó con las piernas cruzadas en el sofá. Comenzó a tocar y Rebus advirtió que se había dejado crecer las uñas de la mano derecha a modo de plectro. Le sonaba aquella melodía, aunque no recordaba de quién era.

– ¿Es Bert Jansch? -aventuró tras el último arpegio.

– Del disco que grabó con John Renbourn.

– Hacía años que no la oía -dijo Rebus apreciativo, asintiendo con la cabeza-. Tocas muy bien, hijo. Lástima que no te dé para vivir, ¿no? Te habrías evitado traficar con drogas.

– ¿Qué?

– Nancy lo ha confesado todo.

– Guau. Un momento -dijo Gentry dejando a un lado la guitarra y levantándose-. Repítamelo otra vez.

– ¿Un músico sordo? -comentó Rebus como llevándose una sorpresa.

– Lo he oído, pero no sé por qué dice eso.

– La noche en que mataron al poeta, ella recogía cargamento del tipo que tú le presentaste.

– Eso no lo ha dicho ella -replicó Gentry con aplomo, pero Rebus vio en sus ojos que vacilaba-. Yo no le presenté a nadie.

Rebus se encogió de hombros sin sacar las manos de los bolsillos.

– A mí ni me va ni me viene -dijo-. Ella dice que trapicheas y tú que no… Pero todos sabemos que aquí se fuma costo.

– Que se lo da su novio -exclamó Gentry, pero acto seguido añadió-: Ni siquiera es su novio, pero ella se lo cree.

– ¿Quién?

– No lo sé. Sólo ha estado aquí un par de veces, y ella le llama Sol… dice que es el nombre del astro en latín. Pero a mí no me parece muy deslumbrante.

Rebus se echó a reír como si fuera el mejor chiste que oía desde hacía tiempo; Gentry sonrió.

– No puedo creerme que haya intentado mezclarme -musitó.

– Mezcló también a una amiga suya -añadió Rebus-. Le pidió que le proporcionara una coartada -espetó rematando la frase.

– ¿Una coartada? -repitió Gentry-. Dios, ¿creen que mató a ese hombre?

Otro encogimiento de hombros fue la respuesta de Rebus.

– Dime una cosa -añadió-, ¿tiene Nancy una capa o algo parecido? ¿Como los manteos que llevan los frailes?

– No -respondió Gentry, perplejo por la pregunta.

– ¿Tú conoces a su amiga Gill?

– ¿Esa pija de la Ciudad Nueva? -inquirió Gentry torciendo el gesto.

– Así que la conoces…

– Vino a una fiesta hace tiempo.

– Tengo entendido que ella da buenas fiestas también. Podrías jugar al tenis con ella.

– Antes me clavo alfileres en los ojos.

– Seguramente tienes razón, del mismo modo que yo antes oigo a Dick Gaugahn que a James Blunt -dijo Rebus con un fuerte estornudo, sacando el pañuelo del bolsillo-. Ese Sol que dices… ¿sabes su dirección?

– Pues no.

– No importa -Rebus se acercó otra vez a la ventana, guardándose el pañuelo mientras miraba la calle. Nancy Sievewright no tardaría en regresar. Estaría al principio de Leith Street, después North Bridge y Hunter Square-. ¿Cantas también?

– Algo.

– Pero no en un grupo.

– No.

– Deberías ir a Fife. Un amigo mío dice que allí hay ambiente musical.

– Yo he tocado en el Antrusther.

– Es curioso que se piense que el East Neuk es el centro de todo… antes estaba cerrado en invierno y el fin de semana.

Gentry sonrió.

– Espere un momento -dijo saliendo de la sala de estar. Volvió un minuto después con algo que le tendió a Rebus: un CD en estuche de plástico sin carátula, con un papel doblado y los títulos de tres canciones-. Es mi maqueta -añadió orgulloso.

– Estupendo -dijo Rebus-. ¿Te la devuelvo después de oírla?

– Puedo copiar otra -respondió Gentry moviendo la cabeza.

Rebus dio unos golpecitos con el disco en la palma de su mano izquierda.

– Te doy las gracias, Eddie. Siempre que no lo consideres un soborno…

– No, yo sólo… -balbució Gentry horripilado. Pero Rebus le puso la mano en el hombro y le aseguró que era una broma-. Ah, bueno -dijo el joven.

– Gracias de nuevo -añadió él haciendo un molinete con el compacto camino del pasillo y de la puerta.

Cuando la cerró a sus espaldas, echó escalera abajo justo en el momento en que Nancy Sievewright subía con la bolsita de plástico de la cinta del interrogatorio. Rebus le dirigió una inclinación de cabeza y una sonrisa, pero ella no correspondió. De todos modos, él sintió que le seguía con la mirada mientras bajaba. Cuando llegó al final miró hacia arriba: allí estaba parada en el mismo sitio.

– Se lo he dicho -dijo él.

– ¿El qué y a quién? -preguntó ella.

– A Eddie, tu compañero de piso -respondió Rebus-. De quien no querías darnos el nombre.

Salió de la casa y abrió el coche. Menos mal que no le habían multado.

«Es mi día de suerte», dijo para sus adentros. Por fin había instalado en el Saab un reproductor de compactos. Sacó el regalo de Gentry del estuche y lo introdujo en el aparato mientras leía los títulos de las canciones: «Meng’s Mons», «Juglar triste» y «Blues del reverendo Walter». Le encantaron. Con el volumen bajo, sacó el móvil y llamó a Siobhan Clarke.

– Dime que estás en un pub -dijo ella respondiendo a la llamada.

– Pues estoy en Blair Street, y me debes veinte libras.

– No puedo creérmelo.

– Y menos cuando te lo diga -hizo una pausa para mayor efecto-. Sievewright consigue la droga de un tal Sol. Su compañero de piso cree que se llama así por el astro del día, pero nosotros sabemos que no, ¿no es cierto?

– ¿Sol Goodyear?

– Me imagino que no tienes a Todd al lado.

– Está preparándome un café.

– ¡Qué encanto!

– ¿Sol Goodyear? -repitió ella como si no acabara de creérselo. Finalmente le preguntó qué música escuchaba.

– El compañero de piso de Nancy toca la guitarra.

– Supongo que no está en el coche contigo.

– Probablemente ahora estará contándole los pros y los contras a Sievewright. Me ha regalado una maqueta suya.

– Qué detalle. Me apostaría algo a que no recuerdas la última vez que escuchaste algo posterior a 1975.

– Tú me diste un disco de Elbow…

– Es verdad -no iba a insistir en el tema-. ¿Así que ahora hay que añadir a la lista al hermano de Todd?

– Viene bien estar ocupado -dijo Rebus a guisa de consuelo-. ¿Has tenido tiempo para Jim Bakewell?

– No he podido localizarle.

– ¿Y Macrae?

– Quiere incorporar al equipo a unos veintitantos agentes.

– Si al menos son veteranos…

– Está pensando incluso en llamar a Derek Starr, de Fettes.

– ¿Relegándote a ti a ayudante? Si me hubieras escuchado, Shiv, te habría dado algunos consejos. ¿Nos vemos después en el pub?

– Creo que me iré pronto a casa… No te ofendas.

– No me ofendo, pero no pienses que se me olvidan las veinte libras.

Rebus cortó la comunicación y subió el volumen de la música. Gentry tarareaba la melodía, y él no entendía si era para que se incluyera en la grabación. Era la primera canción «Meng’s Mons», y pensó si Meng sería una mujer real. Miró el papel del estuche y le pareció que estaba escrito por detrás. Lo sacó y lo desdobló. Claro que sí: por detrás estaba escrito el nombre del estudio en que Gentry había grabado la maqueta. Estudios CR.

Capítulo 25

Rebus se sentó ante una pantalla que le habían asignado para visionar los vídeos. Graeme MacLeod había colocado el monitor en un rincón del cuarto, dejándole al lado un montón de cintas de grabaciones del centro oeste de Edimburgo la noche del asesinato de Todorov.

– Va a conseguir que me despidan -dijo MacLeod al sacar las cintas de un armario cerrado con llave.

Hacía una hora que Rebus estaba sentado en la Unidad Central de Control, pulsando «buscar» y «pausa». El emplazamiento de las cámaras era Shandwick Place, Princes Street y Lothian Road, y él trataba de encontrar pruebas sobre Sergei Andropov o su chófer, o quizá Cafferty, o incluso cualquier otra persona relacionada con el caso. De momento sus esfuerzos habían sido vanos. El hotel dispondría de su propia videovigilancia, por supuesto, pero dudaba de que el director le permitiera ver las grabaciones por las buenas, y no acababa de decidirse a pedirle a Siobhan que lo incluyera en la investigación.

Le infundían cierto sosiego aquellas escenas de peatones mirones. Vio un acto de vandalismo denunciado y un hurto en una tienda, con el ladrón localizado en George Street. Los operarios de las cámaras mostraban la misma pasividad que cualquier televidente, y pensó si con aquel tema no podría hacerse un «reality show». Le gustaba que el personal pudiese controlar las cámaras con mando a distancia y accionar el zoom si observaban algo sospechoso. No parecía la situación de estado policial que denunciaban los medios de comunicación. De todos modos, si él tuviese que trabajar allí a diario, andaría con buen cuidado por la calle por temor a ser captado hurgándose la nariz o rascándose el trasero. Y con más cuidado aún en tiendas y restaurantes.

Y seguramente perdería interés en mirar la televisión en casa.

McLeod se acercó a su espalda.

– ¿Ha encontrado algo? -preguntó.

– Graeme, sé que habrá visto más de una vez todas estas grabaciones, pero hay caras que yo conozco y usted no.

– No crea que lo lamento.

– A mí en su lugar me sucedería igual.

– Es una lástima no haber tenido una cámara en King’s Stables Road.

– He comprobado que de noche apenas entra nadie en esa calle. Muchos doblan hacia Castle Terrace, pero casi nadie hacia King’s Stables.

– ¿Y no ha visto a ninguna mujer con capucha?

– Aún no.

McLeod consoló a Rebus con una palmadita en el hombro y volvió a su trabajo. A Rebus le parecía absurdo: ¿por qué iba a andar por allí una mujer ofreciendo sexo? Sólo tenían la palabra de un testigo. ¿No sería pura fantasía? Sintió que las vértebras crujían recolocándose al estirar la espalda. Quería hacer una pausa, pero sabía que si salía un rato era capaz de no volver. También podía marcharse a casa: era lo que todos querían. En ese momento sonó el móvil y lo sacó del bolsillo. Era la «inspectora» Siobhan.

– ¿Qué sucede? -preguntó tapando el teléfono junto a la boca para que no le oyeran.

– Megan MacFarlane acaba de llamar al inspector jefe Macrae. No le ha gustado tu acoso a Sergei Andropov -hizo una pausa-. ¿Me lo cuentas?

– Anoche me tropecé con él.

– ¿Lugar?

– Hotel Caledonian.

– ¿Es tu pub habitual?

– No hay necesidad de sarcasmos, jovencita.

– ¿Y no pensabas decírmelo?

– Me lo encontré por casualidad, Shiv. No es nada del otro mundo.

– Quizá para ti no, pero a Andropov sí se lo parece y ahora Megan MacFarlane piensa lo mismo.

– Andropov es ruso y probablemente esté habituado a que los políticos den órdenes a la policía…

Era un pensamiento dicho en voz alta.

– Macrae quiere verte.

– Dile que tengo prohibido ir a Gayfield.

– Se lo he dicho y eso le ha enfurecido también.

– La culpa es de Corbyn por no advertírselo.

– Es lo que le dije.

– ¿Hay noticias del despacho de Jim Bakewell?

– No.

– ¿Qué haces ahora? -preguntó Rebus.

– Haciendo sitio para los nuevos refuerzos. Han llegado cuatro agentes de Torphichen y dos de Leith.

– ¿Alguno de ellos conocido?

– Ray Reynolds.

– Ese no tiene mucho de policía -comentó Rebus, y acto seguido le preguntó si iba a hacer algo respecto a Sol Goodyear.

– Lo haré en cuanto sepa qué voy a decirle a Todd -respondió ella.

– Que tengas suerte.

Uno de los operarios de las cámaras de videovigilancia gritó de pronto a su compañero que en la cámara 10 se veía a un ratero de tiendas entrando a la estación de autobuses. El gruñido de Clarke casi resonó en la sala de control.

– Estás en el Ayuntamiento -dijo.

– Acabarás siendo buen policía.

– John… estás suspendido de servicio.

– Siempre se me olvida.

– ¿Qué haces, repasar las cintas de aquella noche?

– Exacto.

– ¿Tratando de localizar a un sospechoso en concreto?

– ¿Tú qué crees?

– ¿Por qué diablos iba a querer Cafferty que mataran a un poeta ruso?

– A lo mejor le fastidian los versos sin rima. Por cierto, aquí hay para ti otra cosa extraña: el CD que me dio el compañero de piso de Sievewright está grabado en Estudios Riordan.

– Otra casualidad -replicó Clarke, haciendo una pausa-. ¿Crees que convendría hablar con el ingeniero de sonido?

– Tienes gente de sobra, Shiv. Conviene seguir cualquier pista por débil que sea.

– No se me da bien delegar.

– A mí tampoco. ¿Vas a ir directamente de la comisaría a casa?

– Ese es el plan.

– Entonces me contentaré con pensar en ti.

– John, prométeme que no vas a ir al hotel Caledonian a tomar más copas.

– Sí, jefa. Te llamo más tarde -dijo cortando la comunicación y mirando el móvil. Tenía de lo más irritados a Macrae, a MacFarlane y a Andropov-. Bueno -dijo con voz queda cogiendo otra cinta.


* * *

– ¿Puedo preguntarte una cosa sobre tu hermano?

Clarke hizo salir a Todd Goodyear al pasillo para hablar a solas con él. Ya había distribuido las tareas para los nuevos refuerzos; unos estudiaban la «biblia» -toda la documentación relativa al caso- y otros escuchaban las cintas de Riordan. No era precisamente una selección de los mejores agentes, porque ningún departamento de Homicidios quería ceder a su mejor personal a una comisaría rival. Un compañero de la comisaría de Goodyear le dijo al verle que qué hacía «disfrazado de secreta».

– ¿Sobre Sol? -dijo Goodyear perplejo-. ¿Qué quiere saber?

– Esa pelea en que intervino, ¿cuándo fue?

– El miércoles por la noche.

Clarke asintió con la cabeza. La misma noche de la agresión a Todorov.

– ¿Puedes darme su dirección?

– ¿Qué es lo que ocurre?

– Resulta que es probable que conozca a Nancy Sievewright.

– No me diga -replicó él echándose a reír.

– No es broma -añadió Clarke-. Creemos que era su proveedor. ¿Sabías que seguía trapicheando?

– No -respondió Goodyear ruborizándose.

– Necesito su dirección.

– Yo no la tengo. Vive en algún lugar de Grassmarket…

– Creí que vivía en Dalkeith.

– Sol cambia mucho de domicilio.

– ¿Cómo supiste que había intervenido en una pelea?

– Me llamó él.

– ¿Así que seguís en contacto?

– Él tiene mi número de móvil.

– ¿Y tú el suyo?

Goodyear negó con la cabeza.

– Él lo cambia de vez en cuando.

– Y esa pelea… ¿sabes dónde fue?

– En un pub de Haymarket.

Clarke asintió con la cabeza. Creyó recordar que el agente de la científica Tam Banks recibió un mensaje sobre el incidente y lo mencionó en el escenario del crimen de Todorov. Una puñalada…

– Así que no estáis en contacto y ¿él te telefonea cuando le apuñalan?

Goodyear no contestó.

– ¿Qué importancia tiene si resulta que conoce a Nancy Sievewright?

– Será otro cabo suelto que habrá que verificar.

– Tenemos más cabos sueltos que una alfombra vieja -dijo. Clarke respondió con una sonrisa cansada mientras Goodyear hundía los hombros con un suspiro-. ¿Cuando averigüe la dirección de Sol querrá que yo la acompañe?

– No puede ser. Eres su hermano.

Él asintió con la cabeza.

– ¿La comisaría del West End se ocupó de esa pelea? -preguntó ella refiriéndose a la de Torphichen Place. Goodyear asintió con la cabeza.

– Le interrogaron en Urgencias. Yo le vi cuando le habían trasladado a una sala para que pasara la noche en observación.

– ¿Crees que ocultó algo?

Goodyear se encogió de hombros.

– Él declaró que estaba tomando una copa y que aquel individuo le agredió. Salieron a la calle y Sol llevó las de perder.

– ¿Y el otro?

– No dijo nada sobre él -respondió Goodyear mordiéndose el labio inferior-. Si Sol está implicado… ¿quiere decir que hay conflicto de intereses y tendré que volver a mi comisaría y ponerme el uniforme?

– Tendré que consultarlo con el inspector jefe Macrae.

Goodyear asintió de nuevo con la cabeza, esta vez pesaroso.

– Yo no sabía que seguía traficando -dijo-. Tal vez Sievewright miente…

Clarke compuso en su mente la imagen de apoyar una mano en el brazo del joven para animarle, pero lo que hizo fue alejarse por el pasillo hasta la atestada sala del DIC. Habían traído sillas de los cuartos de interrogatorio y tuvo que esquivarlas para llegar a su mesa, que ocupaba un agente que, sin moverse, pidió disculpas. Había otros tres agentes en torno a la mesa de Rebus. Clarke cogió el teléfono y llamó a Torphichen; pasaron la llamada al DIC y se puso al habla el inspector Shug Davidson.

– Quería darte las gracias -dijo él conteniendo la risa-, por habernos librado de Ray Reynolds.

Clarke miró al otro lado de la sala hacia el aludido, un agente de uniforme que hacía nueve años que no ascendía. Estaba frente a la pared del Crimen restregándose el estómago como a punto de lanzar uno de sus tremendos eructos.

– Me alegro -replicó Clarke-, porque yo quiero pedirte un favor a cambio.

– Me han dicho que a Rebus le han suspendido de servicio…

– Las noticias vuelan.

– La edad no le ha ablandado, como dijo no sé quién.

– Escucha, Shug, ¿recuerdas una pelea que hubo la noche del miércoles en un pub de Haymarket?

– ¿Te refieres a Sol Goodyear?

– Exacto.

– Creo que tienes a su hermano de refuerzo. Parece un buen tío. Yo creo que pasa apuros por Sol… y con razón. Ese Sol no para.

– ¿Y esa pelea en la que intervino…?

– En mi opinión un cliente le debía dinero, no quiso pagarle y agredió a Sol. Estamos planteándonos si cerramos el caso como homicidio frustrado.

– Todd dice que sólo estuvo una noche en el hospital.

– Con ocho puntos en el costado. Era más bien un corte que un navajazo. Tuvo suerte.

– ¿Detuvisteis al agresor?

– Alega defensa propia, naturalmente. Se llama Larry Fintry, de apodo Larry el Loco. En mi opinión debería estar en el psiquiátrico.

– En atención comunitaria, Shug.

– Sí, con medicación de Sol Goodyear.

– Tengo que hablar con Sol -dijo Clarke.

– ¿Por qué?

– A causa del asesinato de Todorov. Creemos que la chica que encontró el cadáver iba camino de encontrarse con él.

– No me extrañaría -comentó Davidson-. La última dirección que tengo de él es Raeburn Wynd.

Clarke se quedó de piedra un instante.

– Ahí apareció el cadáver.

– Lo sé -dijo Davidson riendo-. Y si Sol no hubiera sufrido un navajazo en Haymarket aproximadamente a la misma hora, te lo habría dicho antes.


* * *

Al final se hizo acompañar por Phyllida Hawes. Tibbet puso cara de afligido, como si temiese que Siobhan ya hubiera tomado la decisión de que fuera su sustituta en el cargo de sargento cuando ella ascendiera. Clarke no se había molestado en recordarle que ella apenas tenía capacidad de intervención en los ascensos y se limitó a decirle que quedaba encargado del caso hasta que regresaran, lo que le animó un poco.

Fueron en el coche de Clarke, con una conversación sobre compras interrumpida por incómodos silencios. Hawes deseaba saber cuál sería la situación tras la jubilación de Rebus (pero no se atrevía a preguntar) y Clarke tampoco sacó a colación la relación de Hawes con Tibbet. Fue un alivio cuando finalmente pararon al pie de Raeburn Wynd. Era una bocacalle en forma de L. Desde la vía principal sólo se veían garajes y cocheras, pero doblando la esquina había antiguos edificios para cuadras y carrozas rehabilitados como viviendas.

– ¿No oyó nada ningún vecino? -preguntó Hawes.

– Seguramente enviaré a unos agentes a que pregunten de nuevo enseñando el retrato robot -dijo Clarke.

– Por favor, ¿no podría ser uno de ellos Ray Reynolds?

– No has tardado mucho en mencionarlo -comentó Clarke con una sonrisa.

– Me habían contado cosas de él, pero supera la realidad -añadió Hawes.

Doblaron la esquina hacia el tramo de las caballerizas. Clarke se detuvo en una de las puertas, comprobó las señas que había anotado en su libreta y llamó al timbre. Al cabo de veinte segundos repitió la llamada.

– ¡Va! -se oyó gritar dentro, además de ruido de pasos fuertes en la escalera, hasta que Sol Goodyear abrió finalmente la puerta. Tenía que ser él, dadas las pestañas y aquellas orejas iguales que las de su hermano.

– ¿Solomon Goodyear? -preguntó Clarke.

– Dios, ¿qué quieren?

– Ha acertado. Soy la sargento Clarke y ésta es la agente Hawes.

– ¿Traen mandamiento judicial?

– Queremos hacerle unas preguntas sobre el homicidio.

– ¿Qué homicidio?

– El cometido al final de su calle.

– Yo estaba en el hospital.

– ¿Cómo tiene la herida?

Él se alzó la camisa y enseñó una gran compresa por encima de la cintura.

– Pica una barbaridad -respondió, y añadió al acto-: ¿Cómo lo sabía?

– Me informó de ello el inspector Davidson de la comisaría de Torphichen. Y también mencionó a Larry el Loco. En realidad, tuvo suerte… antes de enfrentarse a alguien conviene saber su apodo.

Sol Goodyear dio un resoplido, pero sin hacer el menor gesto de invitarles a entrar.

– Mi hermano es policía -dijo.

– ¿Ah, sí? -dijo Clarke fingiendo sorpresa, convencida de que Sol se lo diría a cualquier policía con quien se tropezara.

– De momento es agente de uniforme. Todd siempre ha sido muy inteligente. Era la oveja blanca de la familia -añadió riéndose, y Clarke pensó que era otro de sus latiguillos.

– Qué gracia -comentó Hawes en un tono que daba a entender lo contrario. La risa de Sol cesó de pronto.

– Bien, de todos modos -añadió aspirando por la nariz-, yo no estaba aquí esa noche. No me dieron de alta hasta el otro día por la tarde.

– ¿Fue Nancy a verle al hospital?

– ¿Nancy, qué?

– Su novia Nancy. Ella venía hacia aquí cuando se tropezó con el cadáver. Usted iba a venderle droga para una amiga suya.

– No es mi novia -replicó él, decidiendo en una fracción de segundo que no valía la pena mentir a la vista de lo que sabían.

– Ella, por lo visto, cree que sí.

– Pero se equivoca.

– Entonces, ¿es simplemente su proveedor?

Sol frunció el ceño al ver el cariz que tomaba la conversación.

– Lo que soy yo, agente, es víctima de un navajazo. Los calmantes que he tomado hacen muy improbable que cualquier cosa que diga sea aceptada por un tribunal.

– Muy listo -comentó Clarke en tono de admiración-. Conoce las escapatorias.

– Las he aprendido en carne propia.

Ella asintió despacio con la cabeza.

– Tengo entendido que fue Big Ger Cafferty quien le dio la alternativa en el negocio. ¿Sigue viéndole?

– No sé de qué me habla.

– Es curioso, es la primera vez que veo que un navajazo afecta a la memoria… -replicó Clarke mirando a Hawes como para que lo corroborara.

– Tiene mucho rollo, ¿verdad? -dijo Sol Goodyear-. Pues gracias por la labia.

Dicho lo cual les cerró la puerta en las narices. Le oyeron subir la escalera desgranando invectivas.

– Putas y lesbianas -repitió Hawes enarcando una ceja-. Siempre viene bien aprender algo nuevo sobre una.

– ¿Verdad que sí?

– Bueno, ahora que tenemos a un hermano implicado en el caso, supongo que el otro tendrá que ser apartado de él.

– Eso lo decidirá el inspector jefe Macrae.

– ¿Por qué no le ha dicho a Sol que Todd trabajaba con nosotros?

– Porque no necesita saberlo, Phyl -replicó Clarke mirándola a la cara-. ¿Tienes prisa por ver largarse al agente Goodyear?

– Mientras no se le olvide que es un uniformado… Ahora que el DIC está repleto, parece sentirse muy a gusto vestido de paisano.

– ¿A qué te refieres exactamente?

– A algunos nos ha costado nuestro esfuerzo librarnos del uniforme, Siobhan.

– O sea, que el DIC es un coto particular, ¿no? -replicó Clarke dándose la vuelta y echando a andar, pero en la esquina se detuvo de repente. Desde aquel punto habría unos veinte metros hasta el lugar en que asesinaron a Alexander Todorov.

– ¿Qué está pensando? -preguntó Hawes.

– Estoy pensando en Nancy. Suponemos que iba hacia casa de Sol cuando encontró el cadáver, pero podría haber llegado a la casa, tocado el timbre varias veces, y tal vez aporreado la puerta…

– ¿Porque no sabía que a él lo habían herido en una pelea?

– Exacto.

– Y entre tanto, Todorov saldría tambaleándose del aparcamiento…

Clarke asintió con la cabeza.

– ¿Cree que vería algo? -preguntó Hawes.

– Vería u oiría. Tal vez se escondió tras la esquina mientras el agresor de Todorov le seguía y le asestaba el golpe definitivo.

– ¿Y por qué no nos lo habría dicho…?

– Por miedo, supongo.

– Casi siempre es por miedo -asintió Hawes-. ¿Cómo era ese verso de Todorov…?

– «Apartó la vista / para asegurarse de que no tendría que testificar».

– Algo que Nancy podría haber aprendido de Sol Goodyear.

– Sí -dijo Clarke-. Podría.

Capítulo 26

Rebus comía una bolsa de patatas fritas escuchando el CD de Eddie Gentry en el equipo estéreo del coche. No era exactamente estéreo porque no funcionaba un altavoz, aunque poco importaba, en realidad, tratándose de un solo intérprete con una guitarra. Ya había terminado otra bolsa de patatas fritas más un samosa de verduras que había comprado en un quiosco de Polwarth, todo ello regado con una botella de agua sin gas, con lo que trató de convencerse que hacía una comida equilibrada. Había aparcado al final de la calle de Cafferty, lo más lejos posible de las farolas. Por una vez no deseaba que el gángster le viera. Pero claro, ni siquiera podía estar seguro de que Cafferty estuviera en casa: veía su coche en el camino de entrada, pero eso no significaba nada. En la casa había luces, pero quizás era un recurso para ahuyentar intrusos. No había ni rastro del guardaespaldas que vivía en la cochera detrás de la finca; no se le veía mucho acompañando a Cafferty, por lo que Rebus pensaba que lo tenía a sueldo más por cuestión de prestigio que por necesidad. Siobhan le había enviado varios mensajes de texto, seguro que para preguntar si le apetecía cenar una noche con ella. Tenía la convicción de que estaría intrigada por qué se traía él entre manos.

Llevaba aparcado allí dos horas para nada. La pausa de quince minutos para comprar en el quiosco le habría dado a Cafferty tiempo de sobra para salir sin que él lo viera. Tal vez aquella noche ocupaba la habitación del Caledonian. Como vigilancia era lamentable, pero es que además no estaba seguro de que fuese una vigilancia. Tal vez fuese un simple pretexto para no ir a casa, donde lo único que le esperaba era una reedición de Live at San Quentin de Johnny Cash que no había tenido tiempo de escuchar. Siempre se le olvidaba llevársela al coche, y no sabía qué tal sonaría con un solo altavoz. Era su primer aparato de estéreo y ya al cabo de un mes se había estropeado un altavoz. Tenía una canción de un disco de Velvet Underground con los instrumentos en una pista y la parte cantada en la otra, pero eso no lo podía escuchar. Había tardado años en comprarse el reproductor de CD y aún seguía prefiriendo el vinilo. Siobhan decía que eso era porque era «terco».

– Por eso o porque no tengo mentalidad de rebaño -replicó él. Ella ya se había comprado un MP3 y música on-line, y él le tomó el pelo diciéndole que le dejara ver la portada del disco y la letra de las canciones-. Te pierdes el cuadro completo -dijo-. Un buen álbum es algo más que la suma de sus partes.

– ¿Como el trabajo de la policía? -replicó ella sonriendo. Él ni se molestó en contestar que era precisamente lo que iba a decir.

Terminó las patatas fritas y dobló la bolsa a lo largo para poder hacer un nudo. No sabía por qué hacía eso; le parecía que era más limpio de algún modo. Cuando estaba en el ejército lo hacía un compañero y a él le había dado por imitarle. Era muy distinto a prenderla con una cerilla y ver cómo empequeñecía y se convertía en una bolsa en miniatura, como de casa de muñecas. Eran placeres sencillos; como estar sentado en el Saab de noche en una calle tranquila oyendo música con el estómago lleno. Aguantaría una hora más. Tenía Endless Wire de The Who para cuando se hartara de Gentry. No acababa de entender qué quería decir el título, pero como lo había comprado en compacto, al menos tenía las letras.

Salía un coche marcha atrás de una verja más allá de donde él acechaba. Una verja muy parecida a la de Cafferty, y el coche también. Lo conducía el guardaespaldas, porque en el asiento trasero la luz de lectura iluminaba la calva de Cafferty. Iba leyendo unos papeles. Rebus aguardó. Doblaba hacia donde él estaba y pasaría junto a él. Se agachó y esperó a que pasaran las luces. Vio que ponía el intermitente derecho, y él dio a la llave de contacto, giró en redondo y lo siguió. En el cruce de Granville Terrace el coche de Cafferty se situó delante de un autobús de dos pisos y Rebus tuvo que esperar a que se despejase el tráfico, pero sabía que el coche de Cafferty no podía doblar hasta Leven Street; permaneció detrás del autobús hasta que puso el intermitente de parada y lo adelantó en ese momento. Le separaban cien metros del coche, pero finalmente vio que se encendían las luces de los frenos al llegar a King’s Theatre y cuando se aproximaba más reparó en que algo fallaba: no era el coche de Cafferty.

Siguió detrás de él, y otro coche que lo precedía se detuvo en el semáforo en rojo, pero tampoco era el de Cafferty. Era imposible que el guardaespaldas hubiese adelantado a los dos vehículos, logrando cruzar el semáforo en verde. Él había ido detrás del autobús quizá dos minutos y al pasar el cruce de Viewforth había mirado a un lado sin ver doblar el coche de Cafferty. Tenía que haberse desviado muy rápido por alguna de las bocacalles estrechas, pero ¿cuál? Giró de nuevo en redondo ante las protestas de un taxi que le siguió por Gilmore Place. Vio algunas pensiones de huéspedes con jardín delantero pavimentado y convertido en aparcamiento, pero entre los vehículos no había nada parecido al Bentley de Cafferty.

«Esperas dos horas seguidas y luego lo pierdes en los primeros cien metros», se dijo.

Había un convento con la verja abierta, pero dudaba que el gángster hubiera entrado allí; había calles a derecha e izquierda, pero ninguna le parecía prometedora. En el semáforo de Viewforth volvió a dar la vuelta. Esta vez puso el intermitente izquierdo y entró en una calle estrecha de dirección única que llevaba al canal. No estaba muy iluminada y no estaría muy transitada a aquella hora, lo que significaba que llamaría la atención, por lo que en cuanto vio un sitio para aparcar junto a la acera estacionó en él el coche. Había un puente que cruzaba el canal, pero estaba cortado al tráfico salvo para bicicletas y peatones. Mientras caminaba hacia allí divisó al fin el Bentley. Estaba aparcado junto a un solar; vio dos barcazas amarradas y humo que salía de la chimenea de una de ellas. Hacía años que Rebus no pasaba por aquel lugar. Ahora había nuevos bloques de viviendas por todas partes, pero la mayor parte parecían deshabitados. En ese momento vio junto a ellos un cartel que decía «Apartamentos con servicio de limpieza».

El puente de Leamington era una obra de hierro con tablero de madera que se levantaba para dar paso a las barcazas y a los yates, pero el resto del tiempo unía las dos orillas. En el centro había dos hombres y sus sombras se reflejaban por efecto de la luna casi llena. Era Cafferty quien hablaba estirando los brazos y señalando en apoyo de lo que decía. Su interés parecía centrarse en la orilla opuesta del canal, por la que discurría un largo paseo desde Fountainbridge hacia el centro de la ciudad. Cierto tiempo atrás era un lugar peligroso, pero habían adecentado la acera y el canal estaba mucho más limpio de lo que Rebus recordaba. La acera bordeaba una tapia alta, que él sabía que ocultaba zonas industriales abandonadas donde apenas un año atrás funcionaba una fábrica de cerveza, pero ya estaban derruyendo casi todas sus dependencias y retirando los barriles de acero. Hubo una época en que Edimburgo contaba con treinta o cuarenta fábricas de cerveza, pero ahora sólo debía de quedar la de Slateford Road, no lejos de allí.

Al darse la vuelta el segundo hombre para mirar hacia el lugar que señalaba Cafferty, Rebus reconoció el perfil inconfundible de Sergei Andropov. Se abrió la puerta del coche de Cafferty: era el chófer que salía a fumar un cigarrillo. Rebus oyó el ruido de otra portezuela, casi como un eco de la primera. Decidió simular que iba camino a casa, hundió los hombros y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó a andar. Se arriesgó a mirar por encima del hombro y vio que había otro coche estacionado junto al de Cafferty. El chófer de Andropov había decidido también fumarse un pitillo.

Entre tanto, sin dejar de hablar, Cafferty y el ruso cruzaron el puente. Rebus lamentó no haber tenido algún tipo de micrófono… el ingeniero del estudio de grabación se lo habría podido procurar. Sin algo así no podía captar nada. Y, además, su itinerario le alejaba de la escena y habría levantado sospechas de dar la vuelta sobre sus pasos. Pasó por delante de un taller de coches, ya cerrado. A continuación, bordeó unos bloques de pisos; pensó en entrar en uno de ellos y subir la escalera para observar desde una claraboya, pero optó por detenerse y encender un cigarrillo para fingir a continuación que hablaba por el móvil arrimándoselo al oído y tapándose la cara. Reemprendió la marcha, despacio, sin perder de vista a los dos hombres en la otra orilla. Andropov lanzó un silbido e hizo un gesto a los chóferes para que esperaran allí. Rebus vio que el canal terminaba en una dársena recién construida, con un par de barcazas de amarre permanente, en una de las cuales había un letrero de «Se vende» pegado en la única ventana. Allí también habían construido bloques de oficinas, restaurantes y un bar con una gran fachada acristalada y mesas en el exterior, que aquella noche sólo ocupaban fumadores empedernidos. Quedaba un local en alquiler, y en los restaurantes no vio mucho público. El bar tenía una máquina tragaperras anexa, y se detuvo a jugar, dirigiendo una ojeada hacia dos figuras que se aproximaban y que instantes después ya no vio.

Miró a través de los cristales hacia la barra y vio que los dos se quitaban el abrigo. Incluso desde fuera se oía el retumbar de la música. Había, además, varios televisores y la mayor parte de la clientela eran jóvenes y estudiantes. La única persona que prestó atención a los recién llegados fue la camarera, que se les acercó sonriente y anotó la comanda. No era cuestión de entrar allí; había poca gente y no podría pasar desapercibido. Y aunque entrase, no podría acercarse lo suficiente para oír bien. Cafferty había elegido bien el lugar: ni Riordan habría podido actuar. Allí podían charlar sin temor a que nadie les oyera.

Bien, ¿qué hacer? En las inmediaciones había muchos rincones oscuros donde podía hacer tiempo helándosele el trasero. O podía volver al coche; al final los dos hombres tendrían que regresar a sus vehículos. Con cien ganadas en la máquina, adoptó una decisión y dirigió sus pasos a la otra orilla del canal cruzando el puente de Leamington, tarareando para sus adentros al pasar frente al solar. Los dos chóferes no prestaron atención a su presencia, entretenidos como estaban charlando. Rebus dudaba de que el guardaespaldas de Cafferty hablase ruso, lo que significaba que el chófer de Andropov debía de hablar medianamente inglés.

Una vez dentro del Saab pensó en encender el motor para obtener algo de calor, pero un motor al ralentí podía llamar la atención de algún vigilante curioso, así que se frotó las manos y se cubrió cuanto pudo con el abrigo. Transcurrieron veinte minutos sin que sucediera nada. No había visto a Andropov ni a Cafferty, pero advirtió que los coches arrancaban. Los siguió hasta Gilmore Place, donde pusieron el intermitente derecho para entrar en Viewforth y luego otra vez el derecho para tomar por Dundee Street. Dos minutos después se detenían frente a un bar. Una parte de la fachada daba al canal y la otra a Fountainbridge. Allí el tráfico era intenso y había muchos coches aparcados, pero encontró sitio cerca de la cooperativa Funeral Home; estaba en obras y de uno de los edificios sólo habían dejado la fachada, tras la cual comenzaba a alzarse la nueva construcción. En aquella zona todo eran bancos y compañías de seguros, pensó Rebus, lo que le hizo también pensar en sir Michael Addison, Stuart Janney y Roger Anderson, todos ellos del banco First Albannach.

Por el retrovisor lateral vio que los dos coches continuaban parados al ralentí pero sin apagar los faros. En un par de años seguramente tendría autoridad para detenerles en virtud de algún mandamiento judicial a propósito del C02. Pero él ya no estaría en el Cuerpo dentro de dos años…

«Bingo», pensó al ver que Andropov y Cafferty salían, subían a sus respectivos coches y arrancaban, pasando a su lado hacia Lothian Road. Volvió a seguirlos; esta vez sería más difícil que los perdiera de vista. Al pasar por el extremo de King’s Stables Road, Rebus sintió un nudo en el estómago ante la eventualidad de que se dirigieran al aparcamiento de varias plantas, pero continuaron en el flujo del tráfico y doblaron en Princes Street hacia Charlotte Square y Queen Street. Al pasar frente a Young Street dirigió una mirada en dirección al bar Oxford.

– Esta noche no, mi amor -musitó con un gorgorito, lanzando un beso.

Al final de Queen Street giraron a la izquierda hacia Leith Walk, pasando por Gayfield Square. Después siguieron por Junction Street y North Junction Street hasta el muelle oeste de Leith. Allí también había obras de rehabilitación, con bloques de apartamentos en antiguos solares de los muelles y de la industria.

– No es ningún recorrido turístico, Sergei -farfulló Rebus al ver que los coches se detenían.

Había otro coche parado con las luces de emergencia encendidas. Él pasó por su lado pero no vio sitio donde aparcar. Las calles estaban desiertas; dobló en la primera que se le ocurrió, giró de nuevo en redondo con su habitual maestría y volvió despacio al cruce, donde puso el intermitente derecho y pasó por delante de los tres coches. Otra vez la misma escena: Cafferty y Andropov de pie en la acera y Cafferty estirando los brazos para abarcar la panorámica. Pero esta vez tenían compañía: Stuart Janney y Nikolai Stahov. El funcionario consular mantenía sus manos enguantadas a la espalda y se tocaba con un gorro de cosaco. Janney, con gesto pensativo y los brazos cruzados, asentía con la cabeza.

– Toda la banda reunida -comentó Rebus.

Vio una gasolinera con las luces encendidas y se acercó a echar algo de gasolina sin plomo; cogió chicle, pagó en caja y se detuvo junto al surtidor desenvolviendo una pastilla y fingiendo comprobar mensajes en el móvil. El cajero no le quitaba ojo, y pensó que allí no podía seguir mucho más rato. Miró hacia el extremo de la calle, pero no vio gran cosa. Parecía que Cafferty seguía acaparando el protagonismo. En ese momento, en la gasolinera, un coche paró detrás del suyo y de él bajaron dos hombres. Uno cogió la manguera mientras el otro efectuaba estiramientos y se acercaba al quiosco, pero de pronto cambió de idea y se acercó a Rebus.

– Buenas noches -dijo.

Era alto, más que Rebus. El cinturón no le daba para más y parecía dispuesto a atacar. Llevaba el pelo gris rapado y su rostro era mofletudo, como el de un niño de pecho sobrealimentado que llora cuando se le aparta la teta. Rebus respondió al saludo con una inclinación de cabeza y echó a la papelera el envoltorio del chicle. El recién llegado miró el coche de Rebus.

– Es un viejo trasto, incluso para un Saab -comentó.

Rebus miró el coche del desconocido. Era un Vauxhall Vectra repintado de negro.

– Por lo menos es mío -replicó. El hombre sonrió y asintió con la cabeza, como admitiendo que era de la empresa.

– Quiere hablar con usted -dijo señalando con la cabeza hacia el Vectra.

– No me diga -replicó Rebus, mostrando mayor interés por el paquete de chicle.

– Debería hablar con él, inspector Rebus -añadió el hombre con una chispa en la mirada al ver la reacción provocada: un frenazo de emergencia en la masticación del chicle.

– ¿Quién es usted? -preguntó Rebus.

– Él se lo dirá. Voy a pagar la gasolina -respondió el hombre alejándose.

Rebus permaneció inmóvil un instante. El cajero miraba con curiosidad y el hombre del Vectra no apartaba la mirada del contador del surtidor. Rebus decidió acercarse a él.

– ¿Quiere hablar conmigo? -dijo.

– Créame, Rebus, es lo que menos me apetece.

Era un hombre ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado. Su pelo era moreno y tenía unos ojos entre marrón y verde en un rostro perfectamente anodino, de los que apenas llaman la atención: ideal para misiones de vigilancia.

– Me imagino que es del DIC -añadió Rebus-, pero no le conozco, lo que quiere decir que no es de Edimburgo.

El hombre dejó de apretar la palanca de la manguera al marcar el contador treinta libras y la colgó en el soporte con gesto de satisfacción. Sólo en ese momento, después de cerrar el depósito y limpiarse las manos con el pañuelo, se dignó mirar a su interlocutor.

– Usted es el inspector John Rebus de la comisaría de Gayfield Square, división B de Edimburgo -dijo.

– Espere que lo apunte no se me vaya a olvidar -replicó Rebus haciendo gesto de meter la mano en el bolsillo para coger la libreta.

– Tiene un problema con el mando -prosiguió el hombre-, y por eso es un alivio para todo el mundo que se jubile. Han tenido que prohibir que pongan banderitas en la jefatura de Fettes.

– Por lo visto sabe todo lo concerniente a mi persona -comentó Rebus-. Y de momento, yo lo único que sé de usted es que conduce la clase de cacharro potente que les conceden a ciertos policías… generalmente a los que les encanta investigar a otros policías.

– ¿Cree que somos de Expedientes?

– Quizá no, pero ya veo que sabe quiénes son.

– Yo mismo he estado en su punto de mira un par de veces -confesó el hombre-. Es normal en un buen policía.

– Lo que me convierte en buen policía -añadió Rebus.

– Lo sé -dijo el hombre en voz queda-. Ahora, suba al coche para hablar.

– Mi coche… -dijo Rebus mirando por encima del hombro y viendo que el gigante de cara de bebé había logrado sentarse al volante del Saab y accionaba la llave de contacto.

– No se preocupe, Andy sabe mucho de coches -dijo el nuevo amigo de Rebus sentándose al volante del Vectra. Rebus dio la vuelta para ocupar el asiento del pasajero. El gigantón Andy había dejado un hoyo en él. Rebus miró a su alrededor en busca de indicios de la identidad del desconocido.

– Veo que no es tonto -dijo el hombre-, pero estando de servicio secreto hay que procurar que no te descubran.

– Yo no debo de ser muy competente, dado que no le ha costado mucho descubrirme.

– Pues no, desde luego.

– Mientras que a su compañero Andy sólo le falta llevar la palabra «policía» tatuada en la frente.

– Hay quien dice que parece un gorila.

– Los gorilas suelen ser un pelín más elegantes.

El hombre levantó un móvil y se lo mostró a Rebus.

– ¿Quiere que le haga ese comentario mientras está a cargo de su vehículo?

– Tal vez más tarde -replicó Rebus-. Bien, ¿quién es usted?

– Somos del SCD -contestó el desconocido. Era la abreviatura de SCDEA, la Agencia Escocesa de Represión del Crimen y la Droga-. Yo soy el inspector Stone.

– ¿Y Andy?

– Es el sargento Prosser.

– ¿En qué puedo servirle, inspector Stone?

– Puede empezar por llamarme Calum, y supongo que puedo llamarle John.

– Simpático y amigable, ¿verdad, Calum?

– Tratemos de ser sociables, a ver qué tal.

El Saab puso el intermitente para salir de la avenida. Entraron en el aparcamiento de un casino no muy lejos del Ocean Terminal. El Saab se detuvo y Stone hizo lo propio al lado.

– Parece que Andy sabe por dónde anda -comentó Rebus.

– Sólo por las rutas para ir al fútbol. Andy es del Dumfermline y viene aquí a ver jugar a su equipo contra el Hibs y el Hearts.

– No vendrá muchas veces más tal como está presionando el Pars.

– Ay, sí.

– Lo tendré en cuenta.

Stone se volvió en el asiento para ver mejor la cara a Rebus.

– Iré directo al asunto, porque creo que si no se sulfurará. Espero que me corresponda en iguales términos -hizo una pausa-. ¿Por qué muestra tanto interés por Cafferty y el ruso?

– Por un caso que investigo.

– ¿El homicidio de Todorov?

Rebus asintió con la cabeza.

– Da la casualidad de que la última copa antes de morir se la tomó en compañía de Cafferty. Y Andropov estaba en ese momento en el bar.

– ¿Cree que están los dos conchabados?

– No estaba muy seguro de en qué.

– ¿Y ahora?

– Andropov trata de comprar un buen trozo de Edimburgo -aventuró Rebus-, y Cafferty es el intermediario.

– Podría ser -comentó Stone.

Rebus miró por la ventanilla hacia su coche. Prosser daba patadas al altavoz estropeado.

– No parece que Andy comparta mis gustos musicales -comentó.

– Depende de si sólo escucha grabaciones de Strathspey.

– Habría problemas.

Stone rió fingidamente.

– No es muy corriente una vigilancia individual, ¿verdad? -preguntó-. ¿Tan escaso anda de personal el DIC por estos lares?

– No todo el mundo está dispuesto a trabajar de noche.

– Y que lo diga… Mi mujer a veces se lleva una sorpresa al verme, y yo no puedo evitar pensar que tiene al lechero escondido en el armario.

– No lleva anillo de casado.

– No, no lo llevo. Y usted, John, está divorciado y tiene una hija adulta.

– Cualquiera diría que soy yo quien le interesa, más que Andropov.

– A mi me importa un pito Andropov. Falta el canto de un duro para que las autoridades de Moscú le acusen de Dios sabe qué fraudes, estafas y soborno…

– A él no parece importarle mucho. ¿Será porque piensa en deslocalizar?

– Ya veremos. Pero, en esencia, el motivo por el que está aquí es legal.

– ¿Aunque vaya con Cafferty?

– John, los ladrones se distinguen porque el noventa por ciento de lo que hacen es totalmente limpio.

Rebus reflexionó un instante, mientras retumbaba en su cabeza la expresión «altas esferas».

– Bien, si no es Andropov a quien vigila…

– Tenemos a su amigo Cafferty en el punto de mira, John, y esta vez no va a escapar. Por eso parpadeó su nombre en el radar, por los enfrentamientos que tuvo con él todos estos años. Pero él es nuestro, John. Seis de nosotros hemos estado totalmente dedicados a él los últimos siete meses. Tenemos grabaciones telefónicas y expertos contables y muchas más cosas, y dentro de poco le tendremos entre rejas y todo su dinero negro se lo incautará el Estado -Stone hablaba con satisfacción del asunto, pero sus ojos eran como pequeñas bolas de hielo brillante-. Lo único que puede fastidiarlo todo es que alguien irrumpa, obcecado por sus propias hipótesis difusas y azuzado por viejos prejuicios -añadió Stone meneando despacio la cabeza-. No podemos consentirlo, John.

– En otras palabras: no te entrometas.

– Si le dijera eso -prosiguió Stone pausadamente-, tengo la ligera sospecha de que haría todo lo contrario, por narices.

En el Saab no se veía la cabeza de Prosser, que estaba inclinado manipulando el panel interior de la portezuela.

– ¿Qué van a imputarle a Cafferty?

– Drogas, quizá, tal vez lavado de dinero… evasión de impuestos sería un buen golpe. Él no sabe que hemos descubierto que tiene cuentas en el extranjero.

– ¿Por medio de esos expertos contables que ha dicho?

– Son tan hábiles que deben permanecer en el anonimato para que no pongan precio a su cabeza.

– Ya me lo supongo -comentó Rebus pensativo-. ¿Hay algo que vincule a Cafferty y a Andropov con Todorov?

– Sólo que Andropov le conoció en Moscú.

– ¿Conocía a Todorov?

– De eso hace años… fueron a la misma escuela o universidad, creo.

– Así que sabe bastante sobre Andropov… Dígame una cosa, ¿cuál es su relación con Cafferty? Quiero decir que son de distinto nivel, ¿no?

– Aplíquese al cuento, John. Tiene casi sesenta años y sigue retozón como un cachorro -dijo Stone con otra carcajada, esta vez sincera-. Quiere ver a Cafferty en la cárcel; eso está claro. Pero la mejor posibilidad de que le demos el regalo de jubilación es que nos lo deje a nosotros. Cafferty no va a ir a la cárcel por más que usted le haya estado siguiendo. Su caída vendrá por un rastro de papeles, empresas fantasma, evasiones de impuestos, bancos en Bermudas y Lituania, sobornos y balances creativos.

– ¿Por eso están tan ocupados vigilándole?

– Oímos a Cafferty decir por teléfono a su abogado que usted le seguía. El abogado quería presentar querella por «acoso», según dijo. Pero Cafferty dijo que no, que realmente era «un poco halagador». Eso es lo que nos preocupó, John, no queremos a un francotirador a destiempo cuando estamos a punto de atacar. Sabemos que ha estado vigilando a Cafferty frente a su casa; lo hemos visto. Y me apostaría algo a que no nos ha visto.

– Eso es porque son mucho mejores que yo -dijo Rebus.

– Y que lo diga -dijo Stone reclinándose en el asiento, un gesto que debía de ser una indicación para Prosser, pues se abrió la portezuela del Saab, el gigantón se bajó y abrió la puerta del pasajero del Vectra.

– ¿Cómo está mi equipo estéreo? -preguntó Rebus.

– Como nuevo.

Rebus volvió a fijar su atención en Stone, quien le entregó su tarjeta de visita.

– Pórtese bien -dijo Stone-. Deje la vigilancia a los profesionales.

– Lo consultaré con la almohada -replicó Rebus.

Subió al Saab y probó el estéreo. El altavoz rebelde funcionaba otra vez y no había ningún destrozo en el salpicadero ni en el panel de la portezuela. Estaba más que sorprendido, pero no dio muestras de ello. Dio marcha atrás y salió a la avenida. Podía girar a la izquierda hacia Edimburgo o a la derecha hacia donde había visto a Cafferty y a Andropov. Puso el intermitente izquierdo y aguardó a que hubiera un hueco en el tráfico.

Y giró a la derecha, pero los tres coches ya no estaban. Lanzó una maldición para sus adentros. Podía seguir buscando en el coche o quizás ir al hotel Caledonian. O podía ir a casa de Cafferty y comprobar si había regresado.

«Vete a casa, John», se dijo.

Y eso hizo yendo por Canonmills, la Ciudad Nueva, la Ciudad Vieja y los Meadows, girando a la izquierda para entrar en Marchmont y acto seguido en Arden Street, donde le esperaba un hueco para aparcar: pequeña recompensa del cielo a sus afanes. Le esperaban también dos tramos de escalera cuyos últimos peldaños culminó sin perder el resuello. Tomó un vaso de agua en la cocina de un solo trago y después echó dedo y medio, se lo llevó a la sala de estar, añadió igual cantidad de whisky y puso Johnny Cash en el tocadiscos antes de derrumbarse en el sillón. Pero el Hombre de Negro no le apetecía, y sintió cierta mala conciencia al extraer el CD. Recordó que Cash tenía raíces de Fife; había visto hacía tiempo en un periódico unas fotos de él de visita a la casa de sus antepasados en Fakland. Puso un disco de John Martyn, Grace and Danger, uno de sus álbumes más famosos. Sombrío y siniestro, en perfecta sintonía.

– Mierda -dijo en voz alta, como resumen de su jornada de aventuras.

No sabía qué pensar de los agentes del SCD. Sí, claro que quería echar el guante a Cafferty. Pero ahora, de pronto, era importante que fuese él quien le asestase el golpe definitivo. No se trataba sólo de Cafferty, sino también el cómo y el método. Llevaba años enfrentándose a aquel cabrón y ahora la tecnología y unos chupatintas con gafas iban a rematar la jugada. Sin jaleo, estropicio ni sangre.

Tenía que haber jaleo y estropicio.

John Martyn cantaba algo sobre algunos que están locos. Momentos después atacaba «Grace and Danger», seguido de «Johnny Too Bad».

– Está cantando mi propia vida -dijo John Rebus al vaso de whisky. ¿Qué demonios iba a ser de él si le impedían acercarse a Cafferty? ¿Si Stone y sus hombres metían al gángster en la cárcel limpia y fríamente?

Tenía que haber jaleo, estropicio, sangre…

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